CARTA ENCÍCLICA
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A SUS HERMANOS EN EL EPISCOPADO
AL CLERO
A LAS FAMILIAS RELIGIOSAS
A LOS FIELES DE LA IGLESIA CATÓLICA
Y A TODOS LOS HOMBRES
DE BUENA VOLUNTAD
EN EL CENTENARIO DE LA RERUM NOVARUM
Venerables hermanos,
amadísimos hijos e hijas:
¡Salud y bendición apostólica!
INTRODUCCIÓN
1. El centenario de la promulgación de la encíclica de
mi predecesor León XIII, de venerada memoria, que comienza con las palabras
Rerum novarum 1, marca una fecha de relevante importancia en la historia
reciente de la Iglesia y también en mi pontificado. A ella, en efecto, le ha
cabido el privilegio de ser conmemorada, con solemnes documentos, por los Sumos
Pontífices, a partir de su cuadragésimo aniversario hasta el nonagésimo: se
puede decir que su íter histórico ha sido recordado con otros escritos que, al
mismo tiempo, la actualizaban 2.
Al hacer yo otro tanto para su primer centenario, a
petición de numerosos obispos, instituciones eclesiales, centros de estudios,
empresarios y trabajadores, bien sea a título personal, bien en cuanto miembros
de asociaciones, deseo ante todo satisfacer la deuda de gratitud que la Iglesia
entera ha contraído con el gran Papa y con su «inmortal documento»3. Es también
mi deseo mostrar cómo la rica savia, que sube desde aquella raíz, no se ha
agotado con el paso de los años, sino que, por el contrario, se ha hecho más
fecunda. Dan testimonio de ello las iniciativas de diversa índole que han
precedido, las que acompañan y las que seguirán a esta celebración; iniciativas
promovidas por las Conferencias episcopales, por organismos internacionales,
universidades e institutos académicos, asociaciones profesionales, así como por
otras instituciones y personas en tantas partes del mundo.
2. La presente encíclica se sitúa en el marco de estas
celebraciones para dar gracias a Dios, del cual «desciende todo don excelente y
toda donación perfecta» (St 1, 17), porque se ha valido de un documento,
emanado hace ahora cien años por la Sede de Pedro, el cual había de dar tantos
beneficios a la Iglesia y al mundo y difundir tanta luz. La conmemoración que
aquí se hace se refiere a la encíclica leoniana y también a las encíclicas y
demás escritos de mis predecesores, que han contribuido a hacerla actual y
operante en el tiempo, constituyendo así la que iba a ser llamada «doctrina
social», «enseñanza social» o también «magisterio social» de la Iglesia.
A la validez de tal enseñanza se refieren ya dos
encíclicas que he publicado en los años de mi pontificado: la Laborem exercens
sobre el trabajo humano, y la Sollicitudo rei socialis sobre los problemas
actuales del desarrollo de los hombres y de los pueblos 4.
3. Quiero proponer ahora una «relectura» de la
encíclica leoniana, invitando a «echar una mirada retrospectiva» a su propio
texto, para descubrir nuevamente la riqueza de los principios fundamentales
formulados en ella, en orden a la solución de la cuestión obrera. Invito además
a «mirar alrededor», a las «cosas nuevas» que nos rodean y en las que, por así
decirlo, nos hallamos inmersos, tan diversas de las «cosas nuevas» que
caracterizaron el último decenio del siglo pasado. Invito, en fin, a «mirar al
futuro», cuando ya se vislumbra el tercer milenio de la era cristiana, cargado
de incógnitas, pero también de promesas. Incógnitas y promesas que interpelan
nuestra imaginación y creatividad, a la vez que estimulan nuestra
responsabilidad, como discípulos del único maestro, Cristo (cf. Mt 23, 8), con
miras a indicar el camino a proclamar la verdad y a comunicar la vida que es él
mismo (cf. Jn 14, 6).
De este modo, no sólo se confirmará el valor
permanente de tales enseñanzas, sino que se manifestará también el verdadero
sentido de la Tradición de la Iglesia, la cual, siempre viva y siempre vital,
edifica sobre el fundamento puesto por nuestros padres en la fe y,
singularmente, sobre el que ha sido «transmitido por los Apóstoles a la
Iglesia»5, en nombre de Jesucristo, el fundamento que nadie puede sustituir
(cf. 1 Co 3, 11).
Consciente de su misión como sucesor de Pedro, León
XIII se propuso hablar, y esta misma conciencia es la que anima hoy a su
sucesor. Al igual que él y otros Pontífices anteriores y posteriores a él, me
voy a inspirar en la imagen evangélica del «escriba que se ha hecho discípulo
del Reino de los cielos», del cual dice el Señor que «es como el amo de casa
que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas» (Mt 13, 52). Este tesoro es la
gran corriente de la Tradición de la Iglesia, que contiene las «cosas viejas»,
recibidas y transmitidas desde siempre, y que permite descubrir las «cosas
nuevas», en medio de las cuales transcurre la vida de la Iglesia y del mundo.
De tales cosas que, incorporándose a la Tradición, se
hacen antiguas, ofreciendo así ocasiones y material para enriquecimiento de la
misma y de la vida de fe, forma parte también la actividad fecunda de millones
y millones de hombres, quienes a impulsos del magisterio social se han
esforzado por inspirarse en él con miras al propio compromiso con el mundo.
Actuando individualmente o bien coordinados en grupos, asociaciones y
organizaciones, ellos han constituido como un gran movimiento para la defensa
de la persona humana y para la tutela de su dignidad, lo cual, en las
alternantes vicisitudes de la historia, ha contribuido a construir una sociedad
más justa o, al menos, a poner barreras y límites a la injusticia.
La presente encíclica trata de poner en evidencia la
fecundidad de los principios expresados por León XIII, los cuales pertenecen al
patrimonio doctrinal de la Iglesia y, por ello, implican la autoridad del
Magisterio. Pero la solicitud pastoral me ha movido además a proponer el
análisis de algunos acontecimientos de la historia reciente. Es superfluo
subrayar que la consideración atenta del curso de los acontecimientos, para
discernir las nuevas exigencias de la evangelización, forma parte del deber de
los pastores. Tal examen sin embargo no pretende dar juicios definitivos, ya
que de por sí no atañe al ámbito específico del Magisterio.
CAPÍTULO I
RASGOS CARACTERÍSTICOS DE LA RERUM NOVARUM
4. A finales del siglo pasado la Iglesia se encontró
ante un proceso histórico, presente ya desde hacía tiempo, pero que alcanzaba
entonces su punto álgido. Factor determinante de tal proceso lo constituyó un
conjunto de cambios radicales ocurridos en el campo político, económico y
social, e incluso en el ámbito científico y técnico, aparte el múltiple influjo
de las ideologías dominantes. Resultado de todos estos cambios había sido, en
el campo político, una nueva concepción de la sociedad, del Estado y, como
consecuencia, de la autoridad. Una sociedad tradicional se iba extinguiendo,
mientras comenzaba a formarse otra cargada con la esperanza de nuevas
libertades, pero al mismo tiempo con los peligros de nuevas formas de
injusticia y de esclavitud.
En el campo económico, donde confluían los
descubrimientos científicos y sus aplicaciones, se había llegado
progresivamente a nuevas estructuras en la producción de bienes de consumo.
Había aparecido una nueva forma de propiedad, el capital, y una nueva forma de
trabajo, el trabajo asalariado, caracterizado por gravosos ritmos de
producción, sin la debida consideración para con el sexo, la edad o la
situación familiar, y determinado únicamente por la eficiencia con vistas al
incremento de los beneficios.
El trabajo se convertía de este modo en mercancía, que
podía comprarse y venderse libremente en el mercado y cuyo precio era regulado
por la ley de la oferta y la demanda, sin tener en cuenta el mínimo vital
necesario para el sustento de la persona y de su familia. Además, el trabajador
ni siquiera tenía la seguridad de llegar a vender la «propia mercancía», al
estar continuamente amenazado por el desempleo, el cual, a falta de previsión
social, significaba el espectro de la muerte por hambre.
Consecuencia de esta transformación era «la división
de la sociedad en dos clases separadas por un abismo profundo»6. Tal situación
se entrelazaba con el acentuado cambio político. Y así, la teoría política
entonces dominante trataba de promover la total libertad económica con leyes
adecuadas o, al contrario, con una deliberada ausencia de cualquier clase de
intervención. Al mismo tiempo comenzaba a surgir de forma organizada, no pocas
veces violenta, otra concepción de la propiedad y de la vida económica que
implicaba una nueva organización política y social.
En el momento culminante de esta contraposición,
cuando ya se veía claramente la gravísima injusticia de la realidad social, que
se daba en muchas partes, y el peligro de una revolución favorecida por las
concepciones llamadas entonces «socialistas», León XIII intervino con un
documento que afrontaba de manera orgánica la «cuestión obrera». A esta
encíclica habían precedido otras dedicadas preferentemente a enseñanzas de
carácter político; más adelante irían apareciendo otras7. En este contexto hay
que recordar en particular la encíclica Libertas praestantissimum, en la que se
ponía de relieve la relación intrínseca de la libertad humana con la verdad, de
manera que una libertad que rechazara vincularse con la verdad caería en el
arbitrio y acabaría por someterse a las pasiones más viles y destruirse a sí
misma. En efecto, ¿de dónde derivan todos los males frente a los cuales quiere
reaccionar la Rerum novarum, sino de una libertad que, en la esfera de la
actividad económica y social, se separa de la verdad del hombre?
El Pontífice se inspiraba, además, en las enseñanzas
de sus predecesores, en muchos documentos episcopales, en estudios científicos
promovidos por seglares, en la acción de movimientos y asociaciones católicas,
así como en las realizaciones concretas en campo social, que caracterizaron la
vida de la Iglesia en la segunda mitad del siglo XIX.
5. Las «cosas nuevas», que el Papa tenía ante sí, no
eran ni mucho menos positivas todas ellas. Al contrario, el primer párrafo de
la encíclica describe las «cosas nuevas», que le han dado el nombre, con duras
palabras: «Despertada el ansia de novedades que desde hace ya tiempo agita a
los pueblos, era de esperar que las ganas de cambiarlo todo llegara un día a
pasarse del campo de la política al terreno, con él colindante, de la economía.
En efecto, los adelantos de la industria y de las profesiones, que caminan por
nuevos derroteros; el cambio operado en las relaciones mutuas entre patronos y
obreros; la acumulación de las riquezas en manos de unos pocos y la pobreza de
la inmensa mayoría; la mayor confianza de los obreros en sí mismos y la más
estrecha cohesión entre ellos, juntamente con la relajación de la moral, han
determinado el planteamiento del conflicto» 8.
El Papa, y con él la Iglesia, lo mismo que la sociedad
civil, se encontraban ante una sociedad dividida por un conflicto, tanto más
duro e inhumano en cuanto que no conocía reglas ni normas. Se trataba del
conflicto entre el capital y el trabajo, o —como lo llamaba la encíclica— la
cuestión obrera, sobre la cual precisamente, y en los términos críticos en que
entonces se planteaba, no dudó en hablar el Papa.
Nos hallamos aquí ante la primera reflexión, que la
encíclica nos sugiere hoy. Ante un conflicto que contraponía, como si fueran
«lobos», un hombre a otro hombre, incluso en el plano de la subsistencia física
de unos y la opulencia de otros, el Papa sintió el deber de intervenir en
virtud de su «ministerio apostólico» 9, esto es, de la misión recibida de
Jesucristo mismo de «apacentar los corderos y las ovejas» (cf. Jn 21, 15-17) y
de «atar y desatar» en la tierra por el Reino de los cielos (cf. Mt 16, 19). Su
intención era ciertamente la de restablecer la paz, razón por la cual el lector
contemporáneo no puede menos de advertir la severa condena de la lucha de
clases, que el Papa pronunciaba sin ambages 10. Pero era consciente de que la
paz se edifica sobre el fundamento de la justicia: contenido esencial de la
encíclica fue precisamente proclamar las condiciones fundamentales de la
justicia en la coyuntura económica y social de entonces 11.
De esta manera León XIII, siguiendo las huellas de sus
predecesores, establecía un paradigma permanente para la Iglesia. Ésta, en
efecto, hace oír su voz ante determinadas situaciones humanas, individuales y
comunitarias, nacionales e internacionales, para las cuales formula una
verdadera doctrina, un corpus, que le permite analizar las realidades sociales,
pronunciarse sobre ellas y dar orientaciones para la justa solución de los
problemas derivados de las mismas.
En tiempos de León XIII semejante concepción del
derecho-deber de la Iglesia estaba muy lejos de ser admitido comúnmente. En
efecto, prevalecía una doble tendencia: una, orientada hacia este mundo y esta
vida, a la que debía permanecer extraña la fe; la otra, dirigida hacia una
salvación puramente ultraterrena, pero que no iluminaba ni orientaba su
presencia en la tierra. La actitud del Papa al publicar la Rerum novarum
confiere a la Iglesia una especie de «carta de ciudadanía» respecto a las
realidades cambiantes de la vida pública, y esto se corroboraría aún más
posteriormente. En efecto, para la Iglesia enseñar y difundir la doctrina
social pertenece a su misión evangelizadora y forma parte esencial del mensaje
cristiano, ya que esta doctrina expone sus consecuencias directas en la vida de
la sociedad y encuadra incluso el trabajo cotidiano y las luchas por la
justicia en el testimonio a Cristo Salvador. Asimismo viene a ser una fuente de
unidad y de paz frente a los conflictos que surgen inevitablemente en el sector
socioeconómico. De esta manera se pueden vivir las nuevas situaciones, sin
degradar la dignidad trascendente de la persona humana ni en sí mismos ni en
los adversarios, y orientarlas hacia una recta solución.
La validez de esta orientación, a cien años de
distancia, me ofrece la oportunidad de contribuir al desarrollo de la «doctrina
social cristiana». La «nueva evangelización», de la que el mundo moderno tiene
urgente necesidad y sobre la cual he insistido en más de una ocasión, debe
incluir entre sus elementos esenciales el anuncio de la doctrina social de la
Iglesia, que, como en tiempos de León XIII, sigue siendo idónea para indicar el
recto camino a la hora de dar respuesta a los grandes desafíos de la edad
contemporánea, mientras crece el descrédito de las ideologías. Como entonces,
hay que repetir que no existe verdadera solución para la «cuestión social»
fuera del Evangelio y que, por otra parte, las «cosas nuevas» pueden hallar en
él su propio espacio de verdad y el debido planteamiento moral.
6. Con el propósito de esclarecer el conflicto que se
había creado entre capital y trabajo, León XIII defendía los derechos
fundamentales de los trabajadores. De ahí que la clave de lectura del texto
leoniano sea la dignidad del trabajador en cuanto tal y, por esto mismo, la
dignidad del trabajo, definido como «la actividad ordenada a proveer a las
necesidades de la vida, y en concreto a su conservación»12. El Pontífice
califica el trabajo como «personal», ya que «la fuerza activa es inherente a la
persona y totalmente propia de quien la desarrolla y en cuyo beneficio ha sido
dada»13. El trabajo pertenece, por tanto, a la vocación de toda persona; es
más, el hombre se expresa y se realiza mediante su actividad laboral. Al mismo
tiempo, el trabajo tiene una dimensión social, por su íntima relación bien sea con
la familia, bien sea con el bien común, «porque se puede afirmar con verdad que
el trabajo de los obreros es el que produce la riqueza de los Estados»14. Todo
esto ha quedado recogido y desarrollado en mi encíclica Laborem exercens 15.
Otro principio importante es sin duda el del derecho a
la «propiedad privada»16. El espacio que la encíclica le dedica revela ya la
importancia que se le atribuye. El Papa es consciente de que la propiedad
privada no es un valor absoluto, por lo cual no deja de proclamar los
principios que necesariamente lo complementan, como el del destino universal de
los bienes de la tierra 17.
Por otra parte, no cabe duda de que el tipo de
propiedad privada que León XIII considera principalmente, es el de la propiedad
de la tierra18. Sin embargo, esto no quita que todavía hoy conserven su valor
las razones aducidas para tutelar la propiedad privada, esto es, para afirmar
el derecho a poseer lo necesario para el desarrollo personal y el de la propia
familia, sea cual sea la forma concreta que este derecho pueda asumir. Esto hay
que seguir sosteniéndolo hoy día, tanto frente a los cambios de los que somos
testigos, acaecidos en los sistemas donde imperaba la propiedad colectiva de
los medios de producción, como frente a los crecientes fenómenos de pobreza o,
más exactamente, a los obstáculos a la propiedad privada, que se dan en tantas
partes del mundo, incluidas aquellas donde predominan los sistemas que
consideran como punto de apoyo la afirmación del derecho a la propiedad
privada. Como consecuencia de estos cambios y de la persistente pobreza, se
hace necesario un análisis más profundo del problema, como se verá más
adelante.
7. En estrecha relación con el derecho de propiedad,
la encíclica de León XIII afirma también otros derechos, como propios e
inalienables de la persona humana. Entre éstos destaca, dado el espacio que el
Papa le dedica y la importancia que le atribuye, el «derecho natural del
hombre» a formar asociaciones privadas; lo cual significa ante todo el derecho
a crear asociaciones profesionales de empresarios y obreros, o de obreros
solamente 19. Ésta es la razón por la cual la Iglesia defiende y aprueba la
creación de los llamados sindicatos, no ciertamente por prejuicios ideológicos,
ni tampoco por ceder a una mentalidad de clase, sino porque se trata
precisamente de un «derecho natural» del ser humano y, por consiguiente,
anterior a su integración en la sociedad política. En efecto, «el Estado no
puede prohibir su formación», porque «el Estado debe tutelar los derechos naturales,
no destruirlos. Prohibiendo tales asociaciones, se contradiría a sí mismo»20.
Junto con este derecho, que el Papa —es obligado
subrayarlo— reconoce explícitamente a los obreros o, según su vocabulario, a
los «proletarios», se afirma con igual claridad el derecho a la «limitación de
las horas de trabajo», al legítimo descanso y a un trato diverso a los niños y
a las mujeres 21 en lo relativo al tipo de trabajo y a la duración del mismo.
Si se tiene presente lo que dice la historia a
propósito de los procedimientos consentidos, o al menos no excluidos
legalmente, en orden a la contratación sin garantía alguna en lo referente a
las horas de trabajo, ni a las condiciones higiénicas del ambiente, más aún,
sin reparo para con la edad y el sexo de los candidatos al empleo, se comprende
muy bien la severa afirmación del Papa: «No es justo ni humano exigir al hombre
tanto trabajo que termine por embotarse su mente y debilitarse su cuerpo». Y
con mayor precisión, refiriéndose al contrato, entendido en el sentido de hacer
entrar en vigor tales «relaciones de trabajo», afirma: «En toda convención
estipulada entre patronos y obreros, va incluida siempre la condición expresa o
tácita» de que se provea convenientemente al descanso, en proporción con la
«cantidad de energías consumidas en el trabajo». Y después concluye: «un pacto
contrario sería inmoral»22.
8. A continuación el Papa enuncia otro derecho del
obrero como persona. Se trata del derecho al «salario justo», que no puede
dejarse «al libre acuerdo entre las partes, ya que, según eso, pagado el
salario convenido, parece como si el patrono hubiera cumplido ya con su deber y
no debiera nada más»23. El Estado, se decía entonces, no tiene poder para
intervenir en la determinación de estos contratos, sino para asegurar el
cumplimiento de cuanto se ha pactado explícitamente. Semejante concepción de
las relaciones entre patronos y obreros, puramente pragmática e inspirada en un
riguroso individualismo, es criticada severamente en la encíclica como
contraria a la doble naturaleza del trabajo, en cuanto factor personal y
necesario. Si el trabajo, en cuanto es personal, pertenece a la disponibilidad
que cada uno posee de las propias facultades y energías, en cuanto es necesario
está regulado por la grave obligación que tiene cada uno de «conservar su
vida»; de ahí «la necesaria consecuencia —concluye el Papa— del derecho a
buscarse cuanto sirve al sustento de la vida, cosa que para la gente pobre se
reduce al salario ganado con su propio trabajo»24.
El salario debe ser, pues, suficiente para el sustento
del obrero y de su familia. Si el trabajador, «obligado por la necesidad o
acosado por el miedo de un mal mayor, acepta, aun no queriéndola, una condición
más dura, porque se la imponen el patrono o el empresario, esto es ciertamente
soportar una violencia, contra la cual clama la justicia»25.
Ojalá que estas palabras, escritas cuando avanzaba el
llamado «capitalismo salvaje», no deban repetirse hoy día con la misma
severidad. Por desgracia, hoy todavía se dan casos de contratos entre patronos
y obreros, en los que se ignora la más elemental justicia en materia de trabajo
de los menores o de las mujeres, de horarios de trabajo, estado higiénico de
los locales y legítima retribución. Y esto a pesar de las Declaraciones y
Convenciones internacionales al respecto 26 y no obstante las leyes internas de
los Estados. El Papa atribuía a la «autoridad pública» el «deber estricto» de
prestar la debida atención al bienestar de los trabajadores, porque lo contrario
sería ofender a la justicia; es más, no dudaba en hablar de «justicia
distributiva»27.
9. Refiriéndose siempre a la condición obrera, a estos
derechos León XIII añade otro, que considero necesario recordar por su
importancia: el derecho a cumplir libremente los propios deberes religiosos. El
Papa lo proclama en el contexto de los demás derechos y deberes de los obreros,
no obstante el clima general que, incluso en su tiempo, consideraba ciertas
cuestiones como pertinentes exclusivamente a la esfera privada. Él ratifica la
necesidad del descanso festivo, para que el hombre eleve su pensamiento hacia
los bienes de arriba y rinda el culto debido a la majestad divina 28. De este
derecho, basado en un mandamiento, nadie puede privar al hombre: «a nadie es
lícito violar impunemente la dignidad del hombre, de quien Dios mismo dispone
con gran respeto». En consecuencia, el Estado debe asegurar al obrero el
ejercicio de esta libertad 29.
No se equivocaría quien viese en esta nítida
afirmación el germen del principio del derecho a la libertad religiosa, que
posteriormente ha sido objeto de muchas y solemnes Declaraciones y Convenciones
internacionales 30, así como de la conocida Declaración conciliar y de mis
constantes enseñanzas31. A este respecto hemos de preguntarnos si los
ordenamientos legales vigentes y la praxis de las sociedades industrializadas
aseguran hoy efectivamente el cumplimiento de este derecho elemental al
descanso festivo.
10. Otra nota importante, rica de enseñanzas para
nuestros días, es la concepción de las relaciones entre el Estado y los
ciudadanos. La Rerum novarum critica los dos sistemas sociales y económicos: el
socialismo y el liberalismo. Al primero está dedicada la parte inicial, en la
cual se reafirma el derecho a la propiedad privada; al segundo no se le dedica
una sección especial, sino que —y esto merece mucha atención— se le reservan
críticas, a la hora de afrontar el tema de los deberes del Estado 32, el cual
no puede limitarse a «favorecer a una parte de los ciudadanos», esto es, a la
rica y próspera, y «descuidar a la otra», que representa indudablemente la gran
mayoría del cuerpo social; de lo contrario se viola la justicia, que manda dar
a cada uno lo suyo. Sin embargo, «en la tutela de estos derechos de los
individuos, se debe tener especial consideración para con los débiles y pobres.
La clase rica, poderosa ya de por sí, tiene menos necesidad de ser protegida
por los poderes públicos; en cambio, la clase proletaria, al carecer de un
propio apoyo tiene necesidad específica de buscarlo en la protección del
Estado. Por tanto es a los obreros, en su mayoría débiles y necesitados, a
quienes el Estado debe dirigir sus preferencias y sus cuidados»33.
Todos estos pasos conservan hoy su validez, sobre todo
frente a las nuevas formas de pobreza existentes en el mundo; y además porque
tales afirmaciones no dependen de una determinada concepción del Estado, ni de
una particular teoría política. El Papa insiste sobre un principio elemental de
sana organización política, a saber, que los individuos, cuanto más indefensos
están en una sociedad, tanto más necesitan el apoyo y el cuidado de los demás,
en particular, la intervención de la autoridad pública.
De esta manera el principio que hoy llamamos de
solidaridad y cuya validez, ya sea en el orden interno de cada nación, ya sea
en el orden internacional, he recordado en la Sollicitudo rei socialis 34, se
demuestra como uno de los principios básicos de la concepción cristiana de la
organización social y política. León XIII lo enuncia varias veces con el nombre
de «amistad», que encontramos ya en la filosofía griega; por Pío XI es
designado con la expresión no menos significativa de «caridad social», mientras
que Pablo VI, ampliando el concepto, de conformidad con las actuales y
múltiples dimensiones de la cuestión social, hablaba de «civilización del
amor»35.
11. La relectura de aquella encíclica, a la luz de las
realidades contemporáneas, nos permite apreciar la constante preocupación y
dedicación de la Iglesia por aquellas personas que son objeto de predilección
por parte de Jesús, nuestro Señor. El contenido del texto es un testimonio
excelente de la continuidad, dentro de la Iglesia, de lo que ahora se llama
«opción preferencial por los pobres»; opción que en la Sollicitudo rei socialis
es definida como una «forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad
cristiana»36. La encíclica sobre la «cuestión obrera» es, pues, una encíclica
sobre los pobres y sobre la terrible condición a la que el nuevo y con
frecuencia violento proceso de industrialización había reducido a grandes
multitudes. También hoy, en gran parte del mundo, semejantes procesos de
transformación económica, social y política originan los mismos males.
Si León XIII se apela al Estado para poner un remedio
justo a la condición de los pobres, lo hace también porque reconoce
oportunamente que el Estado tiene la incumbencia de velar por el bien común y
cuidar que todas las esferas de la vida social, sin excluir la económica,
contribuyan a promoverlo, naturalmente dentro del respeto debido a la justa
autonomía de cada una de ellas. Esto, sin embargo, no autoriza a pensar que
según el Papa toda solución de la cuestión social deba provenir del Estado. Al
contrario, él insiste varias veces sobre los necesarios límites de la intervención
del Estado y sobre su carácter instrumental, ya que el individuo, la familia y
la sociedad son anteriores a él y el Estado mismo existe para tutelar los
derechos de aquél y de éstas, y no para sofocarlos 37.
A nadie se le escapa la actualidad de estas
reflexiones. Sobre el tema tan importante de las limitaciones inherentes a la
naturaleza del Estado, convendrá volver más adelante. Mientras tanto, los
puntos subrayados —ciertamente no los únicos de la encíclica— están en la línea
de continuidad con el magisterio social de la Iglesia y a la luz de una sana
concepción de la propiedad privada, del trabajo, del proceso económico de la
realidad del Estado y, sobre todo, del hombre mismo. Otros temas serán
mencionados más adelante, al examinar algunos aspectos de la realidad
contemporánea. Pero hay que tener presente desde ahora que lo que constituye la
trama y en cierto modo la guía de la encíclica y, en verdad, de toda la
doctrina social de la Iglesia, es la correcta concepción de la persona humana y
de su valor único, porque «el hombre... en la tierra es la sola criatura que
Dios ha querido por sí misma»38. En él ha impreso su imagen y semejanza (cf. Gn
1, 26), confiriéndole una dignidad incomparable, sobre la que insiste
repetidamente la encíclica. En efecto, aparte de los derechos que el hombre
adquiere con su propio trabajo, hay otros derechos que no proceden de ninguna
obra realizada por él, sino de su dignidad esencial de persona.
CAPÍTULO II
HACIA LAS "COSAS NUEVAS" DE HOY
12. La conmemoración de la Rerum novarum no sería
apropiada sin echar una mirada a la situación actual. Por su contenido, el
documento se presta a tal consideración, ya que su marco histórico y las
previsiones en él apuntadas se revelan sorprendentemente justas, a la luz de cuanto
sucedió después.
Esto mismo queda confirmado, en particular, por los
acontecimientos de los últimos meses del año 1989 y primeros del 1990. Tales
acontecimientos y las posteriores transformaciones radicales no se explican si
no es a la luz de las situaciones anteriores, que en cierta medida habían
cristalizado o institucionalizado las previsiones de León XIII y las señales,
cada vez más inquietantes, vislumbradas por sus sucesores. En efecto, el Papa
previó las consecuencias negativas —bajo todos los aspectos, político, social,
y económico— de un ordenamiento de la sociedad tal como lo proponía el
«socialismo», que entonces se hallaba todavía en el estadio de filosofía social
y de movimiento más o menos estructurado. Algunos se podrían sorprender de que el
Papa criticara las soluciones que se daban a la «cuestión obrera» comenzando
por el socialismo, cuando éste aún no se presentaba —como sucedió más tarde—
bajo la forma de un Estado fuerte y poderoso, con todos los recursos a su
disposición. Sin embargo, él supo valorar justamente el peligro que
representaba para las masas ofrecerles el atractivo de una solución tan simple
como radical de la cuestión obrera de entonces. Esto resulta más verdadero aún,
si lo comparamos con la terrible condición de injusticia en que versaban las
masas proletarias de las naciones recién industrializadas.
Es necesario subrayar aquí dos cosas: por una parte,
la gran lucidez en percibir, en toda su crudeza, la verdadera condición de los
proletarios, hombres, mujeres y niños; por otra, la no menor claridad en intuir
los males de una solución que, bajo la apariencia de una inversión de
posiciones entre pobres y ricos, en realidad perjudicaba a quienes se proponía
ayudar. De este modo el remedio venía a ser peor que el mal. Al poner de
manifiesto que la naturaleza del socialismo de su tiempo estaba en la supresión
de la propiedad privada, León XIII llegaba de veras al núcleo de la cuestión.
Merecen ser leídas con atención sus palabras: «Para
solucionar este mal (la injusta distribución de las riquezas junto con la
miseria de los proletarios) los socialistas instigan a los pobres al odio
contra los ricos y tratan de acabar con la propiedad privada estimando mejor
que, en su lugar, todos los bienes sean comunes...; pero esta teoría es tan
inadecuada para resolver la cuestión, que incluso llega a perjudicar a las
propias clases obreras; y es además sumamente injusta, pues ejerce violencia
contra los legítimos poseedores, altera la misión del Estado y perturba
fundamentalmente todo el orden social»39. No se podían indicar mejor los males
acarreados por la instauración de este tipo de socialismo como sistema de
Estado, que sería llamado más adelante «socialismo real».
13. Ahondando ahora en esta reflexión y haciendo
referencia a lo que ya se ha dicho en las encíclicas Laborem exercens y
Sollicitudo rei socialis, hay que añadir aquí que el error fundamental del
socialismo es de carácter antropológico. Efectivamente, considera a todo hombre
como un simple elemento y una molécula del organismo social, de manera que el
bien del individuo se subordina al funcionamiento del mecanismo
económico-social. Por otra parte, considera que este mismo bien puede ser
alcanzado al margen de su opción autónoma, de su responsabilidad asumida, única
y exclusiva, ante el bien o el mal. El hombre queda reducido así a una serie de
relaciones sociales, desapareciendo el concepto de persona como sujeto autónomo
de decisión moral, que es quien edifica el orden social, mediante tal decisión.
De esta errónea concepción de la persona provienen la distorsión del derecho,
que define el ámbito del ejercicio de la libertad, y la oposición a la
propiedad privada. El hombre, en efecto, cuando carece de algo que pueda llamar
«suyo» y no tiene posibilidad de ganar para vivir por su propia iniciativa,
pasa a depender de la máquina social y de quienes la controlan, lo cual le crea
dificultades mayores para reconocer su dignidad de persona y entorpece su
camino para la constitución de una auténtica comunidad humana.
Por el contrario, de la concepción cristiana de la
persona se sigue necesariamente una justa visión de la sociedad. Según la Rerum
novarum y la doctrina social de la Iglesia, la socialidad del hombre no se
agota en el Estado, sino que se realiza en diversos grupos intermedios,
comenzando por la familia y siguiendo por los grupos económicos, sociales,
políticos y culturales, los cuales, como provienen de la misma naturaleza
humana, tienen su propia autonomía, sin salirse del ámbito del bien común. Es a
esto a lo que he llamado «subjetividad de la sociedad» la cual, junto con la
subjetividad del individuo, ha sido anulada por el socialismo real 40.
Si luego nos preguntamos dónde nace esa errónea
concepción de la naturaleza de la persona y de la «subjetividad» de la sociedad,
hay que responder que su causa principal es el ateísmo. Precisamente en la
respuesta a la llamada de Dios, implícita en el ser de las cosas, es donde el
hombre se hace consciente de su trascendente dignidad. Todo hombre ha de dar
esta respuesta, en la que consiste el culmen de su humanidad y que ningún
mecanismo social o sujeto colectivo puede sustituir. La negación de Dios priva
de su fundamento a la persona y, consiguientemente, la induce a organizar el
orden social prescindiendo de la dignidad y responsabilidad de la persona.
El ateísmo del que aquí se habla tiene estrecha
relación con el racionalismo iluminista, que concibe la realidad humana y
social del hombre de manera mecanicista. Se niega de este modo la intuición
última acerca de la verdadera grandeza del hombre, su trascendencia respecto al
mundo material, la contradicción que él siente en su corazón entre el deseo de
una plenitud de bien y la propia incapacidad para conseguirlo y, sobre todo, la
necesidad de salvación que de ahí se deriva.
14. De la misma raíz atea brota también la elección de
los medios de acción propia del socialismo, condenado en la Rerum novarum. Se
trata de la lucha de clases. El Papa, ciertamente, no pretende condenar todas y
cada una de las formas de conflictividad social. La Iglesia sabe muy bien que,
a lo largo de la historia, surgen inevitablemente los conflictos de intereses
entre diversos grupos sociales y que frente a ellos el cristiano no pocas veces
debe pronunciarse con coherencia y decisión. Por lo demás, la encíclica Laborem
exercens ha reconocido claramente el papel positivo del conflicto cuando se
configura como «lucha por la justicia social»41. Ya en la Quadragesimo anno se
decía: «En efecto, cuando la lucha de clases se abstiene de los actos de violencia
y del odio recíproco, se transforma poco a poco en una discusión honesta,
fundada en la búsqueda de la justicia»42.
Lo que se condena en la lucha de clases es la idea de
un conflicto que no está limitado por consideraciones de carácter ético o
jurídico, que se niega a respetar la dignidad de la persona en el otro y por
tanto en sí mismo, que excluye, en definitiva, un acuerdo razonable y persigue
no ya el bien general de la sociedad, sino más bien un interés de parte que
suplanta al bien común y aspira a destruir lo que se le opone. Se trata, en una
palabra, de presentar de nuevo —en el terreno de la confrontación interna entre
los grupos sociales— la doctrina de la «guerra total», que el militarismo y el
imperialismo de aquella época imponían en el ámbito de las relaciones
internacionales. Tal doctrina, que buscaba el justo equilibrio entre los
intereses de las diversas naciones, sustituía a la del absoluto predominio de
la propia parte, mediante la destrucción del poder de resistencia del
adversario, llevada a cabo por todos los medios, sin excluir el uso de la
mentira, el terror contra las personas civiles, las armas destructivas de masa,
que precisamente en aquellos años comenzaban a proyectarse. La lucha de clases
en sentido marxista y el militarismo tienen, pues, las mismas raíces: el
ateísmo y el desprecio de la persona humana, que hacen prevalecer el principio
de la fuerza sobre el de la razón y del derecho.
15. La Rerum novarum se opone a la estatalización de
los medios de producción, que reduciría a todo ciudadano a una «pieza» en el
engranaje de la máquina estatal. Con no menor decisión critica una concepción
del Estado que deja la esfera de la economía totalmente fuera del propio campo
de interés y de acción. Existe ciertamente una legítima esfera de autonomía de
la actividad económica, donde no debe intervenir el Estado. A éste, sin
embargo, le corresponde determinar el marco jurídico dentro del cual se
desarrollan las relaciones económicas y salvaguardar así las condiciones
fundamentales de una economía libre, que presupone una cierta igualdad entre
las partes, no sea que una de ellas supere talmente en poder a la otra que la
pueda reducir prácticamente a esclavitud 43.
A este respecto, la Rerum novarum señala la vía de las
justas reformas, que devuelven al trabajo su dignidad de libre actividad del
hombre. Son reformas que suponen, por parte de la sociedad y del Estado,
asumirse las responsabilidades en orden a defender al trabajador contra el
íncubo del desempleo. Históricamente esto se ha logrado de dos modos
convergentes: con políticas económicas, dirigidas a asegurar el crecimiento
equilibrado y la condición de pleno empleo; con seguros contra el desempleo
obrero y con políticas de cualificación profesional, capaces de facilitar a los
trabajadores el paso de sectores en crisis a otros en desarrollo.
Por otra parte, la sociedad y el Estado deben asegurar
unos niveles salariales adecuados al mantenimiento del trabajador y de su
familia, incluso con una cierta capacidad de ahorro. Esto requiere esfuerzos
para dar a los trabajadores conocimientos y aptitudes cada vez más amplios,
capacitándolos así para un trabajo más cualificado y productivo; pero requiere
también una asidua vigilancia y las convenientes medidas legislativas para
acabar con fenómenos vergonzosos de explotación, sobre todo en perjuicio de los
trabajadores más débiles, inmigrados o marginales. En este sector es decisivo
el papel de los sindicatos que contratan los mínimos salariales y las
condiciones de trabajo.
En fin, hay que garantizar el respeto por horarios
«humanos» de trabajo y de descanso, y el derecho a expresar la propia
personalidad en el lugar de trabajo, sin ser conculcados de ningún modo en la
propia conciencia o en la propia dignidad. Hay que mencionar aquí de nuevo el
papel de los sindicatos no sólo como instrumentos de negociación, sino también
como «lugares» donde se expresa la personalidad de los trabajadores: sus
servicios contribuyen al desarrollo de una auténtica cultura del trabajo y
ayudan a participar de manera plenamente humana en la vida de la empresa 44.
Para conseguir estos fines el Estado debe participar
directa o indirectamente. Indirectamente y según el principio de
subsidiariedad, creando las condiciones favorables al libre ejercicio de la
actividad económica, encauzada hacia una oferta abundante de oportunidades de
trabajo y de fuentes de riqueza. Directamente y según el principio de
solidaridad, poniendo, en defensa de los más débiles, algunos límites a la
autonomía de las partes que deciden las condiciones de trabajo, y asegurando en
todo caso un mínimo vital al trabajador en paro 45.
La encíclica y el magisterio social, con ella
relacionado, tuvieron una notable influencia entre los últimos años del siglo
XIX y primeros del XX. Este influjo quedó reflejado en numerosas reformas
introducidas en los sectores de la previsión social, las pensiones, los seguros
de enfermedad y de accidentes; todo ello en el marco de un mayor respeto de los
derechos de los trabajadores 46.
16. Las reformas fueron realizadas en parte por los
Estados; pero en la lucha por conseguirlas tuvo un papel importante la acción
del Movimiento obrero. Nacido como reacción de la conciencia moral contra
situaciones de injusticia y de daño, desarrolló una vasta actividad sindical,
reformista, lejos de las nieblas de la ideología y más cercana a las
necesidades diarias de los trabajadores. En este ámbito, sus esfuerzos se
sumaron con frecuencia a los de los cristianos para conseguir mejores
condiciones de vida para los trabajadores. Después, este Movimiento estuvo
dominado, en cierto modo, precisamente por la ideología marxista contra la que
se dirigía la Rerum novarum.
Las mismas reformas fueron también el resultado de un
libre proceso de auto-organización de la sociedad, con la aplicación de
instrumentos eficaces de solidaridad, idóneos para sostener un crecimiento
económico más respetuoso de los valores de la persona. Hay que recordar aquí su
múltiple actividad, con una notable aportación de los cristianos, en la
fundación de cooperativas de producción, consumo y crédito, en promover la
enseñanza pública y la formación profesional, en la experimentación de diversas
formas de participación en la vida de la empresa y, en general, de la sociedad.
Si mirando al pasado tenemos motivos para dar gracias
a Dios porque la gran encíclica no ha quedado sin resonancia en los corazones y
ha servido de impulso a una operante generosidad, sin embargo hay que reconocer
que el anuncio profético que lleva consigo no fue acogido plenamente por los
hombres de aquel tiempo, lo cual precisamente ha dado lugar a no pocas y graves
desgracias.
17. Leyendo la encíclica en relación con todo el rico
magisterio leoniano 47, se nota que, en el fondo, está señalando las
consecuencias de un error de mayor alcance en el campo económico-social. Es el
error que, como ya se ha dicho, consiste en una concepción de la libertad
humana que la aparta de la obediencia de la verdad y, por tanto, también del
deber de respetar los derechos de los demás hombres. El contenido de la
libertad se transforma entonces en amor propio, con desprecio de Dios y del
prójimo; amor que conduce al afianzamiento ilimitado del propio interés y que
no se deja limitar por ninguna obligación de justicia 48.
Este error precisamente llega a sus extremas
consecuencias durante el trágico ciclo de las guerras que sacudieron Europa y
el mundo entre 1914 y 1945. Fueron guerras originadas por el militarismo, por
el nacionalismo exasperado, por las formas de totalitarismo relacionado con
ellas, así como por guerras derivadas de la lucha de clases, de guerras civiles
e ideológicas. Sin la terrible carga de odio y rencor, acumulada a causa de
tantas injusticias, bien sea a nivel internacional bien sea dentro de cada
Estado, no hubieran sido posibles guerras de tanta crueldad en las que se
invirtieron las energías de grandes naciones; en las que no se dudó ante la
violación de los derechos humanos más sagrados; en las que fue planificado y
llevado a cabo el exterminio de pueblos y grupos sociales enteros. Recordamos
aquí singularmente al pueblo hebreo, cuyo terrible destino se ha convertido en
símbolo de las aberraciones adonde puede llegar el hombre cuando se vuelve
contra Dios.
Sin embargo, el odio y la injusticia se apoderan de
naciones enteras, impulsándolas a la acción, sólo cuando son legitimados y
organizados por ideologías que se fundan sobre ellos en vez de hacerlo sobre la
verdad del hombre 49. La Rerum novarum combatía las ideologías que llevan al
odio e indicaba la vía para vencer la violencia y el rencor mediante la
justicia. Ojalá el recuerdo de tan terribles acontecimientos guíe las acciones
de todos los hombres, en particular las de los gobernantes de los pueblos, en
estos tiempos nuestros en que otras injusticias alimentan nuevos odios y se
perfilan en el horizonte nuevas ideologías que exal- tan la violencia.
18. Es verdad que desde 1945 las armas están calladas
en el continente europeo; sin embargo, la verdadera paz —recordémoslo— no es el
resultado de la victoria militar, sino algo que implica la superación de las
causas de la guerra y la auténtica reconciliación entre los pueblos. Por muchos
años, sin embargo, ha habido en Europa y en el mundo una situación de no-
guerra, más que de paz auténtica. Mitad del continente cae bajo el dominio de
la dictadura comunista, mientras la otra mitad se organiza para defenderse
contra tal peligro. Muchos pueblos pierden el poder de autogobernarse,
encerrados en los confines opresores de un imperio, mientras se trata de
destruir su memoria histórica y la raíz secular de su cultura. Como
consecuencia de esta división violenta, masas enormes de hombres son obligadas
a abandonar su tierra y deportadas forzosamente.
Una carrera desenfrenada a los armamentos absorbe los
recursos necesarios para el desarrollo de las economías internas y para ayudar
a las naciones menos favorecidas. El progreso científico y tecnológico, que
debiera contribuir al bienestar del hombre, se transforma en instrumento de
guerra: ciencia y técnica son utilizadas para producir armas cada vez más
perfeccionadas y destructivas; contemporáneamente, a una ideología que es
perversión de la auténtica filosofía se le pide dar justificaciones doctrinales
para la nueva guerra. Ésta no sólo es esperada y preparada, sino que es también
combatida con enorme derramamiento de sangre en varias partes del mundo. La
lógica de los bloques o imperios, denunciada en los documentos de la Iglesia y
más recientemente en la encíclica Sollicitudo rei socialis 50, hace que las
controversias y discordias que surgen en los países del Tercer Mundo sean
sistemáticamente incrementadas y explotadas para crear dificultades al
adversario.
Los grupos extremistas, que tratan de resolver tales
controversias por medio de las armas, encuentran fácilmente apoyos políticos y
militares, son armados y adiestrados para la guerra, mientras que quienes se
esfuerzan por encontrar soluciones pacíficas y humanas, respetuosas para con
los legítimos intereses de todas las partes, permanecen aislados y caen a
menudo víctima de sus adversarios. Incluso la militarización de tantos países
del Tercer Mundo y las luchas fratricidas que los han atormentado, la difusión
del terrorismo y de medios cada vez más crueles de lucha político-militar
tienen una de sus causas principales en la precariedad de la paz que ha seguido
a la segunda guerra mundial. En definitiva, sobre todo el mundo se cierne la
amenaza de una guerra atómica, capaz de acabar con la humanidad. La ciencia
utilizada para fines militares pone a disposición del odio, fomentado por las
ideologías, el instrumento decisivo. Pero la guerra puede terminar, sin
vencedores ni vencidos, en un suicidio de la humanidad; por lo cual hay que
repudiar la lógica que conduce a ella, la idea de que la lucha por la
destrucción del adversario, la contradicción y la guerra misma sean factores de
progreso y de avance de la historia 51. Cuando se comprende la necesidad de
este rechazo, deben entrar forzosamente en crisis tanto la lógica de la «guerra
total», como la de la «lucha de clases».
19. Al final de la segunda guerra mundial, este
proceso se está formando todavía en las conciencias; pero el dato que se ofrece
a la vista es la extensión del totalitarismo comunista a más de la mitad de
Europa y a gran parte del mundo. La guerra, que tendría que haber devuelto la
libertad y haber restaurado el derecho de las gentes, se concluye sin haber
conseguido estos fines; más aún, se concluye en un modo abiertamente
contradictorio para muchos pueblos, especialmente para aquellos que más habían
sufrido. Se puede decir que la situación creada ha dado lugar a diversas
respuestas.
En algunos países y bajo ciertos aspectos, después de
las destrucciones de la guerra, se asiste a un esfuerzo positivo por
reconstruir una sociedad democrática inspirada en la justicia social, que priva
al comunismo de su potencial revolucionario, constituido por muchedumbres
explotadas y oprimidas. Estas iniciativas tratan, en general, de mantener los
mecanismos de libre mercado, asegurando, mediante la estabilidad monetaria y la
seguridad de las relaciones sociales, las condiciones para un crecimiento
económico estable y sano, dentro del cual los hombres, gracias a su trabajo,
puedan construirse un futuro mejor para sí y para sus hijos. Al mismo tiempo,
se trata de evitar que los mecanismos de mercado sean el único punto de
referencia de la vida social y tienden a someterlos a un control público que
haga valer el principio del destino común de los bienes de la tierra. Una
cierta abundancia de ofertas de trabajo, un sólido sistema de seguridad social
y de capacitación profesional, la libertad de asociación y la acción incisiva
del sindicato, la previsión social en caso de desempleo, los instrumentos de
participación democrática en la vida social, dentro de este contexto deberían
preservar el trabajo de la condición de «mercancía» y garantizar la posibilidad
de realizarlo dignamente.
Existen, además, otras fuerzas sociales y movimientos
ideales que se oponen al marxismo con la construcción de sistemas de «seguridad
nacional», que tratan de controlar capilarmente toda la sociedad para
imposibilitar la infiltración marxista. Se proponen preservar del comunismo a
sus pueblos exaltando e incrementando el poder del Estado, pero con esto corren
el grave riesgo de destruir la libertad y los valores de la persona, en nombre
de los cuales hay que oponerse al comunismo.
Otra forma de respuesta práctica, finalmente, está
representada por la sociedad del bienestar o sociedad de consumo. Ésta tiende a
derrotar al marxismo en el terreno del puro materialismo, mostrando cómo una
sociedad de libre mercado es capaz de satisfacer las necesidades materiales
humanas más plenamente de lo que aseguraba el comunismo y excluyendo también
los valores espirituales. En realidad, si bien por un lado es cierto que este
modelo social muestra el fracaso del marxismo para construir una sociedad nueva
y mejor, por otro, al negar su existencia autónoma y su valor a la moral y al
derecho, así como a la cultura y a la religión, coincide con el marxismo en
reducir totalmente al hombre a la esfera de lo económico y a la satisfacción de
las necesidades materiales.
20. En el mismo período se va desarrollando un
grandioso proceso de «descolonización», en virtud del cual numerosos países
consiguen o recuperan la independencia y el derecho a disponer libremente de sí
mismos. No obstante, con la reconquista formal de su soberanía estatal, estos
países en muchos casos están comenzando apenas el camino de la construcción de
una auténtica independencia. En efecto, sectores decisivos de la economía
siguen todavía en manos de grandes empresas de fuera, las cuales no aceptan un
compromiso duradero que las vincule al desarrollo del país que las recibe. En
ocasiones, la vida política está sujeta también al control de fuerzas extranjeras,
mientras que dentro de las fronteras del Estado conviven a veces grupos
tribales, no amalgamados todavía en una auténtica comunidad nacional. Falta,
además, un núcleo de profesionales competentes, capaces de hacer funcionar, de
manera honesta y regular, el aparato administrativo del Estado, y faltan
también equipos de personas especializadas para una eficiente y responsable
gestión de la economía.
Ante esta situación, a muchos les parece que el
marxismo puede proporcionar como un atajo para la edificación de la nación y
del Estado; de ahí nacen diversas variantes del socialismo con un carácter
nacional específico. Se mezclan así en muchas ideologías, que se van formando
de manera cada vez más diversa, legítimas exigencias de liberación nacional,
formas de nacionalismo y hasta de militarismo, principios sacados de antiguas
tradiciones populares, en sintonía a veces con la doctrina social cristiana, y
conceptos del marxismo-leninismo.
21. Hay que recordar, por último, que después de la
segunda guerra mundial, y en parte como reacción a sus horrores, se ha ido
difundiendo un sentimiento más vivo de los derechos humanos, que ha sido
reconocido en diversos documentos internacionales 52, y en la elaboración,
podría decirse, de un nuevo «derecho de gentes», al que la Santa Sede ha dado
una constante aportación. La pieza clave de esta evolución ha sido la
Organización de la Naciones Unidas. No sólo ha crecido la conciencia del
derecho de los individuos, sino también la de los derechos de las naciones,
mientras se advierte mejor la necesidad de actuar para corregir los graves
desequilibrios existentes entre las diversas áreas geográficas del mundo que,
en cierto sentido, han desplazado el centro de la cuestión social del ámbito
nacional al plano internacional 53.
Al constatar con satisfacción todo este proceso, no se
puede sin embargo soslayar el hecho de que el balance global de las diversas
políticas de ayuda al desarrollo no siempre es positivo. Por otra parte, las
Naciones Unidas no han logrado hasta ahora poner en pie instrumentos eficaces
para la solución de los conflictos internacionales como alternativa a la
guerra, lo cual parece ser el problema más urgente que la comunidad
internacional debe aún resolver.
CAPÍTULO III
EL AÑO 1989
22. Partiendo de la situación mundial apenas descrita,
y ya expuesta con amplitud en la encíclica Sollicitudo rei socialis, se
comprende el alcance inesperado y prometedor de los acontecimientos ocurridos
en los últimos años. Su culminación es ciertamente lo ocurrido el año 1989 en
los países de Europa central y oriental; pero abarcan un arco de tiempo y un
horizonte geográfico más amplios. A lo largo de los años ochenta van cayendo
poco a poco en algunos países de América Latina, e incluso de África y de Asia,
ciertos regímenes dictatoriales y opresores; en otros casos da comienzo un
camino de transición, difícil pero fecundo, hacia formas políticas más justas y
de mayor participación. Una ayuda importante e incluso decisiva la ha dado la
Iglesia, con su compromiso en favor de la defensa y promoción de los derechos
del hombre. En ambientes intensamente ideologizados, donde posturas partidistas
ofuscaban la conciencia de la común dignidad humana, la Iglesia ha afirmado con
sencillez y energía que todo hombre —sean cuales sean sus convicciones
personales— lleva dentro de sí la imagen de Dios y, por tanto, merece respeto.
En esta afirmación se ha identificado con frecuencia la gran mayoría del pueblo,
lo cual ha llevado a buscar formas de lucha y soluciones políticas más
respetuosas para con la dignidad de la persona humana.
De este proceso histórico han surgido nuevas formas de
democracia, que ofrecen esperanzas de un cambio en las frágiles estructuras
políticas y sociales, gravadas por la hipoteca de una dolorosa serie de
injusticias y rencores, aparte de una economía arruinada y de graves conflictos
sociales. Mientras en unión con toda la Iglesia doy gracias a Dios por el
testimonio, en ocasiones heroico, que han dado no pocos pastores, comunidades
cristianas enteras, fieles en particular y hombres de buena voluntad en tan
difíciles circunstancias, le pido que sostenga los esfuerzos de todos para
construir un futuro mejor. Es ésta una responsabilidad no sólo de los
ciudadanos de aquellos países, sino también de todos los cristianos y de los
hombres de buena voluntad. Se trata de mostrar cómo los complejos problemas de
aquellos pueblos se pueden resolver por medio del diálogo y de la solidaridad,
en vez de la lucha para destruir al adversario y en vez de la guerra.
23. Entre los numerosos factores de la caída de los
regímenes opresores, algunos merecen ser recordados de modo especial. El factor
decisivo que ha puesto en marcha los cambios es sin duda alguna la violación de
los derechos del trabajador. No se puede olvidar que la crisis fundamental de
los sistemas que pretenden ser expresión del gobierno y, lo que es más, de la
dictadura del proletariado da comienzo con las grandes revueltas habidas en
Polonia en nombre de la solidaridad. Son las muchedumbres de los trabajadores
las que desautorizan la ideología, que pretende ser su voz; son ellas las que
encuentran y como si descubrieran de nuevo expresiones y principios de la
doctrina social de la Iglesia, partiendo de la experiencia, vivida y difícil,
del trabajo y de la opresión.
Merece ser subrayado también el hecho de que casi en
todas partes se haya llegado a la caída de semejante «bloque» o imperio a
través de una lucha pacífica, que emplea solamente las armas de la verdad y de
la justicia. Mientras el marxismo consideraba que únicamente llevando hasta el
extremo las contradicciones sociales era posible darles solución por medio del
choque violento, las luchas que han conducido a la caída del marxismo insisten
tenazmente en intentar todas las vías de la negociación, del diálogo, del
testimonio de la verdad, apelando a la conciencia del adversario y tratando de
despertar en éste el sentido de la común dignidad humana.
Parecía como si el orden europeo, surgido de la
segunda guerra mundial y consagrado por los Acuerdos de Yalta, ya no pudiese
ser alterado más que por otra guerra. Y sin embargo, ha sido superado por el
compromiso no violento de hombres que, resistiéndose siempre a ceder al poder de
la fuerza, han sabido encontrar, una y otra vez, formas eficaces para dar
testimonio de la verdad. Esta actitud ha desarmado al adversario, ya que la
violencia tiene siempre necesidad de justificarse con la mentira y de asumir,
aunque sea falsamente, el aspecto de la defensa de un derecho o de respuesta a
una amenaza ajena 54. Doy también gracias a Dios por haber mantenido firme el
corazón de los hombres durante aquella difícil prueba, pidiéndole que este
ejemplo pueda servir en otros lugares y en otras circunstancias. ¡Ojalá los
hombres aprendan a luchar por la justicia sin violencia, renunciando a la lucha
de clases en las controversias internas, así como a la guerra en las
internacionales!
24. El segundo factor de crisis es, en verdad, la
ineficiencia del sistema económico, lo cual no ha de considerarse como un
problema puramente técnico, sino más bien como consecuencia de la violación de
los derechos humanos a la iniciativa, a la propiedad y a la libertad en el
sector de la economía. A este aspecto hay que asociar en un segundo momento la
dimensión cultural y la nacional. No es posible comprender al hombre,
considerándolo unilateralmente a partir del sector de la economía, ni es
posible definirlo simplemente tomando como base su pertenencia a una clase social.
Al hombre se le comprende de manera más exhaustiva si es visto en la esfera de
la cultura a través de la lengua, la historia y las actitudes que asume ante
los acontecimientos fundamentales de la existencia, como son nacer, amar,
trabajar, morir. El punto central de toda cultura lo ocupa la actitud que el
hombre asume ante el misterio más grande: el misterio de Dios. Las culturas de
las diversas naciones son, en el fondo, otras tantas maneras diversas de
plantear la pregunta acerca del sentido de la existencia personal. Cuando esta
pregunta es eliminada, se corrompen la cultura y la vida moral de las naciones.
Por esto, la lucha por la defensa del trabajo se ha unido espontáneamente a la
lucha por la cultura y por los derechos nacionales.
La verdadera causa de las «novedades», sin embargo, es
el vacío espiritual provocado por el ateísmo, el cual ha dejado sin orientación
a las jóvenes generaciones y en no pocos casos las ha inducido, en la
insoslayable búsqueda de la propia identidad y del sentido de la vida, a
descubrir las raíces religiosas de la cultura de sus naciones y la persona
misma de Cristo, como respuesta existencialmente adecuada al deseo de bien, de
verdad y de vida que hay en el corazón de todo hombre. Esta búsqueda ha sido
confortada por el testimonio de cuantos, en circunstancias difíciles y en medio
de la persecución, han permanecido fieles a Dios. El marxismo había prometido
desenraizar del corazón humano la necesidad de Dios; pero los resultados han
demostrado que no es posible lograrlo sin trastocar ese mismo corazón.
25. Los acontecimientos del año 1989 ofrecen un
ejemplo de éxito de la voluntad de negociación y del espíritu evangélico contra
un adversario decidido a no dejarse condicionar por principios morales: son una
amonestación para cuantos, en nombre del realismo político, quieren eliminar
del ruedo de la política el derecho y la moral. Ciertamente la lucha que ha
desem- bocado en los cambios del 1989 ha exigido lucidez, moderación,
sufrimientos y sacrificios; en cierto sentido, ha nacido de la oración y
hubiera sido impensable sin una ilimitada confianza en Dios, Señor de la
historia, que tiene en sus manos el corazón de los hombres. Uniendo el propio
sufrimiento por la verdad y por la libertad al de Cristo en la cruz, es así como
el hombre puede hacer el milagro de la paz y ponerse en condiciones de acertar
con el sendero a veces estrecho entre la mezquindad que cede al mal y la
violencia que, creyendo ilusoriamente combatirlo, lo agrava.
Sin embargo, no se pueden ignorar los innumerables
condicionamientos, en medio de los cuales viene a encontrarse la libertad
individual a la hora de actuar: de hecho la influencian, pero no la determinan;
facilitan más o menos su ejercicio, pero no pueden destruirla. No sólo no es
lícito desatender desde el punto de vista ético la naturaleza del hombre que ha
sido creado para la libertad, sino que esto ni siquiera es posible en la
práctica. Donde la sociedad se organiza reduciendo de manera arbitraria o
incluso eliminando el ámbito en que se ejercita legítimamente la libertad, el
resultado es la desorganización y la decadencia progresiva de la vida social.
Por otra parte, el hombre creado para la libertad
lleva dentro de sí la herida del pecado original que lo empuja continuamente
hacia el mal y hace que necesite la redención. Esta doctrina no sólo es parte
integrante de la revelación cristiana, sino que tiene también un gran valor
hermenéutico en cuanto ayuda a comprender la realidad humana. El hombre tiende
hacia el bien, pero es también capaz del mal; puede trascender su interés
inmediato y, sin embargo, permanece vinculado a él. El orden social será tanto
más sólido cuanto más tenga en cuenta este hecho y no oponga el interés
individual al de la sociedad en su conjunto, sino que busque más bien los modos
de su fructuosa coordinación. De hecho, donde el interés individual es
suprimido violentamente, queda sustituido por un oneroso y opresivo sistema de
control burocrático que esteriliza toda iniciativa y creatividad. Cuando los
hombres se creen en posesión del secreto de una organización social perfecta
que hace imposible el mal, piensan también que pueden usar todos los medios,
incluso la violencia o la mentira, para realizarla. La política se convierte
entonces en una «religión secular», que cree ilusoriamente que puede construir
el paraíso en este mundo. De ahí que cualquier sociedad política, que tiene su
propia autonomía y sus propias leyes 55, nunca podrá confundirse con el Reino
de Dios. La parábola evangélica de la buena semilla y la cizaña (cf. Mt 13,
24-30; 36-43) nos enseña que corresponde solamente a Dios separar a los
seguidores del Reino y a los seguidores del Maligno, y que este juicio tendrá
lugar al final de los tiempos. Pretendiendo anticipar el juicio ya desde ahora,
el hombre trata de suplantar a Dios y se opone a su paciencia.
Gracias al sacrificio de Cristo en la cruz, la
victoria del Reino de Dios ha sido conquistada de una vez para siempre; sin
embargo, la condición cristiana exige la lucha contra las tentaciones y las
fuerzas del mal. Solamente al final de los tiempos, volverá el Señor en su
gloria para el juicio final (cf. Mt 25, 31) instaurando los cielos nuevos y la
tierra nueva (cf. 2 Pe 3, 13; Ap 21, 1), pero, mientras tanto, la lucha entre
el bien y el mal continúa incluso en el corazón del hombre.
Lo que la Sagrada Escritura nos enseña respecto de los
destinos del Reino de Dios tiene sus consecuencias en la vida de la sociedad
temporal, la cual —como indica la palabra misma— pertenece a la realidad del
tiempo con todo lo que conlleva de imperfecto y provisional. El Reino de Dios,
presente en el mundo sin ser del mundo, ilumina el orden de la sociedad humana,
mientras que las energías de la gracia lo penetran y vivifican. Así se perciben
mejor las exigencias de una sociedad digna del hombre; se corrigen las
desviaciones y se corrobora el ánimo para obrar el bien. A esta labor de
animación evangélica de las realidades humanas están llamados, junto con todos
los hombres de buena voluntad, todos los cristianos y de manera especial los
seglares 56.
26. Los acontecimientos del año 1989 han tenido lugar
principalmente en los países de Europa oriental y central; sin embargo,
revisten importancia universal, ya que de ellos se desprenden consecuencias
positivas y negativas que afectan a toda la familia humana. Tales consecuencias
no se dan de forma mecánica o fatalista, sino que son más bien ocasiones que se
ofrecen a la libertad humana para colaborar con el designio misericordioso de
Dios que actúa en la historia.
La primera consecuencia ha sido, en algunos países, el
encuentro entre la Iglesia y el Movimiento obrero, nacido como una reacción de
orden ético y concretamente cristiano contra una vasta situación de injusticia.
Durante casi un siglo dicho Movimiento en gran parte había caído bajo la
hegemonía del marxismo, no sin la convicción de que los proletarios, para
luchar eficazmente contra la opresión, debían asumir las teorías materialistas
y economicistas.
En la crisis del marxismo brotan de nuevo las formas
espontáneas de la conciencia obrera, que ponen de manifiesto una exigencia de
justicia y de reconocimiento de la dignidad del trabajo, conforme a la doctrina
social de la Iglesia 57. El Movimiento obrero desemboca en un movimiento más
general de los trabajadores y de los hombres de buena voluntad, orientado a la
liberación de la persona humana y a la consolidación de sus derechos; hoy día
está presente en muchos países y, lejos de contraponerse a la Iglesia católica,
la mira con interés.
La crisis del marxismo no elimina en el mundo las
situaciones de injusticia y de opresión existentes, de las que se alimentaba el
marxismo mismo, instrumentalizándolas. A quienes hoy día buscan una nueva y
auténtica teoría y praxis de liberación, la Iglesia ofrece no sólo la doctrina
social y, en general, sus enseñanzas sobre la persona redimida por Cristo, sino
también su compromiso concreto de ayuda para combatir la marginación y el
sufrimiento.
En el pasado reciente, el deseo sincero de ponerse de
parte de los oprimidos y de no quedarse fuera del curso de la historia ha
inducido a muchos creyentes a buscar por diversos caminos un compromiso
imposible entre marxismo y cristianismo. El tiempo presente, a la vez que ha
superado todo lo que había de caduco en estos intentos, lleva a reafirmar la
positividad de una auténtica teología de la liberación humana integral 58.
Considerados desde este punto de vista, los acontecimientos de 1989 vienen a
ser importantes incluso para los países del llamado Tercer Mundo, que están
buscando la vía de su desarrollo, lo mismo que lo han sido para los de Europa
central y oriental.
27. La segunda consecuencia afecta a los pueblos de
Europa. En los años en que dominaba el comunismo, y también antes, se
cometieron muchas injusticias individuales y sociales, regionales y nacionales;
se acumularon muchos odios y rencores. Y sigue siendo real el peligro de que
vuelvan a explotar, después de la caída de la dictadura, provocando graves
conflictos y muertes, si disminuyen a su vez la tensión moral y la firmeza
consciente en dar testimonio de la verdad, que han animado los esfuerzos del
tiempo pasado. Es de esperar que el odio y la violencia no triunfen en los
corazones, sobre todo de quienes luchan en favor de la justicia, sino que
crezca en todos el espíritu de paz y de perdón.
Sin embargo, es necesario a este respecto que se den
pasos concretos para crear o consolidar estructuras internacionales, capaces de
intervenir, para el conveniente arbitraje, en los conflictos que surjan entre
las naciones, de manera que cada una de ellas pueda hacer valer los propios
derechos, alcanzando el justo acuerdo y la pacífica conciliación con los
derechos de los demás. Todo esto es particularmente necesario para las naciones
europeas, íntimamente unidas entre sí por los vínculos de una cultura común y
de una historia milenaria. En efecto, hace falta un gran esfuerzo para la
reconstrucción moral y económica en los países que han abandonado el comunismo.
Durante mucho tiempo las relaciones económicas más elementales han sido
distorsionadas y han sido zaheridas virtudes relacionadas con el sector de la
economía, como la veracidad, la fiabilidad, la laboriosidad. Se siente la
necesidad de una paciente reconstrucción material y moral, mientras los pueblos
extenuados por largas privaciones piden a sus gobernantes logros de bienestar
tangibles e inmediatos y una adecuada satisfacción de sus legítimas
aspiraciones.
Naturalmente, la caída del marxismo ha tenido
consecuencias de gran alcance por lo que se refiere a la repartición de la
tierra en mundos incomunicados unos con otros y en recelosa competencia entre
sí; por otra parte, ha puesto más de manifiesto el hecho de la
interdependencia, así como que el trabajo humano está destinado por su
naturaleza a unir a los pueblos y no a dividirlos. Efectivamente, la paz y la
prosperidad son bienes que pertenecen a todo el género humano, de manera que no
es posible gozar de ellos correcta y duraderamente si son obtenidos y mantenidos
en perjuicio de otros pueblos y naciones, violando sus derechos o excluyéndolos
de las fuentes del bienestar.
28. Para algunos países de Europa comienza ahora, en
cierto sentido, la verdadera postguerra. La radical reestructuración de las
economías, hasta ayer colectivizadas, comporta problemas y sacrificios,
comparables con los que tuvieron que imponerse los países occidentales del
continente para su reconstrucción después del segundo conflicto mundial. Es
justo que en las presentes dificultades los países excomunistas sean ayudados
por el esfuerzo solidario de las otras naciones: obviamente, han de ser ellos
los primeros artífices de su propio desarrollo; pero se les ha de dar una
razonable oportunidad para realizarlo, y esto no puede lograrse sin la ayuda de
los otros países. Por lo demás, las actuales condiciones de dificultad y
penuria son la consecuencia de un proceso histórico, del que los países
excomunistas han sido a veces objeto y no sujeto; por tanto, si se hallan en
esas condiciones no es por propia elección o a causa de errores cometidos, sino
como consecuencia de trágicos acontecimientos históricos impuestos por la
violencia, que les han impedido proseguir por el camino del desarrollo
económico y civil.
La ayuda de otros países, sobre todo europeos, que han
tenido parte en la misma historia y de la que son responsables, corresponde a
una deuda de justicia. Pero corresponde también al interés y al bien general de
Europa, la cual no podrá vivir en paz, si los conflictos de diversa índole, que
surgen como consecuencia del pasado, se van agravando a causa de una situación
de desorden económico, de espiritual insatisfacción y desesperación.
Esta exigencia, sin embargo, no debe inducir a frenar
los esfuerzos para prestar apoyo y ayuda a los países del Tercer Mundo, que
sufren a veces condiciones de insuficiencia y de pobreza bastante más graves
59. Será necesario un esfuerzo extraordinario para movilizar los recursos, de
los que el mundo en su conjunto no carece, hacia objetivos de crecimiento económico
y de desarrollo común, fijando de nuevo las prioridades y las escalas de
valores, sobre cuya base se deciden las opciones económicas y políticas. Pueden
hacerse disponibles ingentes recursos con el desarme de los enormes aparatos
militares, creados para el conflicto entre Este y Oeste. Éstos podrán resultar
aún mayores, si se logra establecer procedimientos fiables para la solución de
los conflictos, alternativas a la guerra, y extender, por tanto, el principio
del control y de la reducción de los armamentos incluso en los países del
Tercer Mundo, adoptando oportunas medidas contra su comercio 60. Sobre todo
será necesario abandonar una mentalidad que considera a los pobres —personas y
pueblos— como un fardo o como molestos e importunos, ávidos de consumir lo que
otros han producido. Los pobres exigen el derecho de participar y gozar de los
bienes materiales y de hacer fructificar su capacidad de trabajo, creando así
un mundo más justo y más próspero para todos. La promoción de los pobres es una
gran ocasión para el crecimiento moral, cultural e incluso económico de la
humanidad entera.
29. En fin, el desarrollo no debe ser entendido de
manera exclusivamente económica, sino bajo una dimensión humana integral 61. No
se trata solamente de elevar a todos los pueblos al nivel del que gozan hoy los
países más ricos, sino de fundar sobre el trabajo solidario una vida más digna,
hacer crecer efectivamente la dignidad y la creatividad de toda persona, su
capacidad de responder a la propia vocación y, por tanto, a la llamada de Dios.
El punto culminante del desarrollo conlleva el ejercicio del derecho-deber de
buscar a Dios, conocerlo y vivir según tal conocimiento 62. En los regímenes
totalitarios y autoritarios se ha extremado el principio de la primacía de la
fuerza sobre la razón. El hombre se ha visto obligado a sufrir una concepción
de la realidad impuesta por la fuerza, y no conseguida mediante el esfuerzo de
la propia razón y el ejercicio de la propia libertad. Hay que invertir los
términos de ese principio y reconocer íntegramente los derechos de la
conciencia humana, vinculada solamente a la verdad natural y revelada. En el
reconocimiento de estos derechos consiste el fundamento primario de todo
ordenamiento político auténticamente libre 63. Es importante reafirmar este
principio por varios motivos:
a) porque las antiguas formas de totalitarismo y de
autoritarismo todavía no han sido superadas completamente y existe aún el
riesgo de que recobren vigor: esto exige un renovado esfuerzo de colaboración y
de solidaridad entre todos los países;
b) porque en los países desarrollados se hace a veces
excesiva propaganda de los valores puramente utilitarios, al provocar de manera
desenfrenada los instintos y las tendencias al goce inmediato, lo cual hace
difícil el reconocimiento y el respeto de la jerarquía de los verdaderos
valores de la existencia humana;
c) porque en algunos países surgen nuevas formas de
fundamentalismo religioso que, velada o también abiertamente, niegan a los
ciudadanos de credos diversos de los de la mayoría el pleno ejercicio de sus
derechos civiles y religiosos, les impiden participar en el debate cultural,
restringen el derecho de la Iglesia a predicar el Evangelio y el derecho de los
hombres que escuchan tal predicación a acogerla y convertirse a Cristo. No es
posible ningún progreso auténtico sin el respeto del derecho natural y
originario a conocer la verdad y vivir según la misma. A este derecho va unido,
para su ejercicio y profundización, el derecho a descubrir y acoger libremente
a Jesucristo, que es el verdadero bien del hombre 64.
CAPÍTULO IV
LA PROPIEDAD PRIVADA
Y EL DESTINO UNIVERSAL DE LOS BIENES
30. En la Rerum novarum León XIII afirmaba
enérgicamente y con varios argumentos el carácter natural del derecho a la
propiedad privada, en contra del socialismo de su tiempo 65. Este derecho,
fundamental en toda persona para su autonomía y su desarrollo, ha sido
defendido siempre por la Iglesia hasta nuestros días. Asimismo, la Iglesia
enseña que la propiedad de los bienes no es un derecho absoluto, ya que en su
naturaleza de derecho humano lleva inscrita la propia limitación.
A la vez que proclamaba con fuerza el derecho a la
propiedad privada, el Pontífice afirmaba con igual claridad que el «uso» de los
bienes, confiado a la propia libertad, está subordinado al destino primigenio y
común de los bienes creados y también a la voluntad de Jesucristo, manifestada
en el Evangelio. Escribía a este respecto: «Así pues los afortunados quedan
avisados...; los ricos deben temer las tremendas amenazas de Jesucristo, ya que
más pronto o más tarde habrán de dar cuenta severísima al divino Juez del uso
de las riquezas»; y, citando a santo Tomás de Aquino, añadía: «Si se pregunta cómo
debe ser el uso de los bienes, la Iglesia responderá sin vacilación alguna:
"a este respecto el hombre no debe considerar los bienes externos como
propios, sino como comunes"... porque "por encima de las leyes y de
los juicios de los hombres está la ley, el juicio de Cristo"»66.
Los sucesores de León XIII han repetido esta doble
afirmación: la necesidad y, por tanto, la licitud de la propiedad privada, así
como los límites que pesan sobre ella 67. También el Concilio Vaticano II ha
propuesto de nuevo la doctrina tradicional con palabras que merecen ser citadas
aquí textualmente: «El hombre, usando estos bienes, no debe considerar las
cosas exteriores que legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino
también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente,
sino también a los demás». Y un poco más adelante: «La propiedad privada o un
cierto dominio sobre los bienes externos aseguran a cada cual una zona
absolutamente necesaria de autonomía personal y familiar, y deben ser considerados
como una ampliación de la libertad humana... La propiedad privada, por su misma
naturaleza, tiene también una índole social, cuyo fundamento reside en el
destino común de los bienes»68. La misma doctrina social ha sido objeto de
consideración por mi parte, primeramente en el discurso a la III Conferencia
del Episcopado latinoamericano en Puebla y posteriormente en las encíclicas
Laborem exercens y Sollicitudo rei socialis 69.
31. Releyendo estas enseñanzas sobre el derecho a la
propiedad y el destino común de los bienes en relación con nuestro tiempo, se
puede plantear la cuestión acerca del origen de los bienes que sustentan la
vida del hombre, que satisfacen sus necesidades y son objeto de sus derechos.
El origen primigenio de todo lo que es un bien es el
acto mismo de Dios que ha creado el mundo y el hombre, y que ha dado a éste la
tierra para que la domine con su trabajo y goce de sus frutos (cf. Gn 1,
28-29). Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a
todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno. He ahí,
pues, la raíz primera del destino universal de los bienes de la tierra. Ésta,
por su misma fecundidad y capacidad de satisfacer las necesidades del hombre,
es el primer don de Dios para el sustento de la vida humana. Ahora bien, la
tierra no da sus frutos sin una peculiar respuesta del hombre al don de Dios,
es decir, sin el trabajo. Mediante el trabajo, el hombre, usando su
inteligencia y su libertad, logra dominarla y hacer de ella su digna morada. De
este modo, se apropia una parte de la tierra, la que se ha conquistado con su
trabajo: he ahí el origen de la propiedad individual. Obviamente le incumbe
también la responsabilidad de no impedir que otros hombres obtengan su parte
del don de Dios, es más, debe cooperar con ellos para dominar juntos toda la
tierra.
A lo largo de la historia, en los comienzos de toda
sociedad humana, encontramos siempre estos dos factores, el trabajo y la
tierra; en cambio, no siempre hay entre ellos la misma relación. En otros
tiempos la natural fecundidad de la tierra aparecía, y era de hecho, como el
factor principal de riqueza, mientras que el trabajo servía de ayuda y
favorecía tal fecundidad. En nuestro tiempo es cada vez más importante el papel
del trabajo humano en cuanto factor productivo de las riquezas inmateriales y
materiales; por otra parte, es evidente que el trabajo de un hombre se conecta
naturalmente con el de otros hombres. Hoy más que nunca, trabajar es trabajar
con otros y trabajar para otros: es hacer algo para alguien. El trabajo es
tanto más fecundo y productivo, cuanto el hombre se hace más capaz de conocer
las potencialidades productivas de la tierra y ver en profundidad las
necesidades de los otros hombres, para quienes se trabaja.
32. Existe otra forma de propiedad, concretamente en
nuestro tiempo, que tiene una importancia no inferior a la de la tierra: es la
propiedad del conocimiento, de la técnica y del saber. En este tipo de
propiedad, mucho más que en los recursos naturales, se funda la riqueza de las
naciones industrializadas.
Se ha aludido al hecho de que el hombre trabaja con
los otros hombres, tomando parte en un «trabajo social» que abarca círculos
progresivamente más amplios. Quien produce una cosa lo hace generalmente —aparte
del uso personal que de ella pueda hacer— para que otros puedan disfrutar de la
misma, después de haber pagado el justo precio, establecido de común acuerdo
mediante una libre negociación. Precisamente la capacidad de conocer
oportunamente las necesidades de los demás hombres y el conjunto de los
factores productivos más apropiados para satisfacerlas es otra fuente
importante de riqueza en una sociedad moderna. Por lo demás, muchos bienes no
pueden ser producidos de manera adecuada por un solo individuo, sino que exigen
la colaboración de muchos. Organizar ese esfuerzo productivo, programar su
duración en el tiempo, procurar que corresponda de manera positiva a las
necesidades que debe satisfacer, asumiendo los riesgos necesarios: todo esto es
también una fuente de riqueza en la sociedad actual. Así se hace cada vez más
evidente y determinante el papel del trabajo humano, disciplinado y creativo, y
el de las capacidades de iniciativa y de espíritu emprendedor, como parte
esencial del mismo trabajo 70.
Dicho proceso, que pone concretamente de manifiesto
una verdad sobre la persona, afirmada sin cesar por el cristianismo, debe ser
mirado con atención y positivamente. En efecto, el principal recurso del hombre
es, junto con la tierra, el hombre mismo. Es su inteligencia la que descubre
las potencialidades productivas de la tierra y las múltiples modalidades con
que se pueden satisfacer las necesidades humanas. Es su trabajo disciplinado,
en solidaria colaboración, el que permite la creación de comunidades de trabajo
cada vez más amplias y seguras para llevar a cabo la transformación del
ambiente natural y la del mismo ambiente humano. En este proceso están
comprometidas importantes virtudes, como son la diligencia, la laboriosidad, la
prudencia en asumir los riesgos razonables, la fiabilidad y la lealtad en las
relaciones interpersonales, la resolución de ánimo en la ejecución de
decisiones difíciles y dolorosas, pero necesarias para el trabajo común de la
empresa y para hacer frente a los eventuales reveses de fortuna.
La moderna economía de empresa comporta aspectos
positivos, cuya raíz es la libertad de la persona, que se expresa en el campo
económico y en otros campos. En efecto, la economía es un sector de la múltiple
actividad humana y en ella, como en todos los demás campos, es tan válido el
derecho a la libertad como el deber de hacer uso responsable del mismo. Hay,
además, diferencias específicas entre estas tendencias de la sociedad moderna y
las del pasado incluso reciente. Si en otros tiempos el factor decisivo de la
producción era la tierra y luego lo fue el capital, entendido como conjunto
masivo de maquinaria y de bienes instrumentales, hoy día el factor decisivo es
cada vez más el hombre mismo, es decir, su capacidad de conocimiento, que se pone
de manifiesto mediante el saber científico, y su capacidad de organización
solidaria, así como la de intuir y satisfacer las necesidades de los demás.
33. Sin embargo, es necesario descubrir y hacer
presentes los riesgos y los problemas relacionados con este tipo de proceso. De
hecho, hoy muchos hombres, quizá la gran mayoría, no disponen de medios que les
permitan entrar de manera efectiva y humanamente digna en un sistema de
empresa, donde el trabajo ocupa una posición realmente central. No tienen posibilidad
de adquirir los conocimientos básicos, que les ayuden a expresar su creatividad
y desarrollar sus capacidades. No consiguen entrar en la red de conocimientos y
de intercomunicaciones que les permitiría ver apreciadas y utilizadas sus
cualidades. Ellos, aunque no explotados propiamente, son marginados ampliamente
y el desarrollo económico se realiza, por así decirlo, por encima de su
alcance, limitando incluso los espacios ya reducidos de sus antiguas economías
de subsistencia. Esos hombres, impotentes para resistir a la competencia de
mercancías producidas con métodos nuevos y que satisfacen necesidades que
anteriormente ellos solían afrontar con sus formas organizativas tradicionales,
ofuscados por el esplendor de una ostentosa opulencia, inalcanzable para ellos,
coartados a su vez por la necesidad, esos hombres forman verdaderas
aglomeraciones en las ciudades del Tercer Mundo, donde a menudo se ven
desarraigados culturalmente, en medio de situaciones de violencia y sin
posibilidad de integración. No se les reconoce, de hecho, su dignidad y, en
ocasiones, se trata de eliminarlos de la historia mediante formas coactivas de
control demográfico, contrarias a la dignidad humana.
Otros muchos hombres, aun no estando marginados del
todo, viven en ambientes donde la lucha por lo necesario es absolutamente
prioritaria y donde están vigentes todavía las reglas del capitalismo
primitivo, junto con una despiadada situación que no tiene nada que envidiar a
la de los momentos más oscuros de la primera fase de industrialización. En
otros casos sigue siendo la tierra el elemento principal del proceso económico,
con lo cual quienes la cultivan, al ser excluidos de su propiedad, se ven
reducidos a condiciones de semiesclavitud 71. Ante estos casos, se puede hablar
hoy día, como en tiempos de la Rerum novarum, de una explotación inhumana. A
pesar de los grandes cambios acaecidos en las sociedades más avanzadas, las
carencias humanas del capitalismo, con el consiguiente dominio de las cosas
sobre los hombres, están lejos de haber desaparecido; es más, para los pobres,
a la falta de bienes materiales se ha añadido la del saber y de conocimientos,
que les impide salir del estado de humillante dependencia.
Por desgracia, la gran mayoría de los habitantes del
Tercer Mundo vive aún en esas condiciones. Sería, sin embargo, un error
entender este mundo en sentido solamente geográfico. En algunas regiones y en
sectores sociales del mismo se han emprendido procesos de desarrollo orientados
no tanto a la valoración de los recursos materiales, cuanto a la del «recurso
humano».
En años recientes se ha afirmado que el desarrollo de
los países más pobres dependía del aislamiento del mercado mundial, así como de
su confianza exclusiva en las propias fuerzas. La historia reciente ha puesto
de manifiesto que los países que se han marginado han experimentado un
estancamiento y retroceso; en cambio, han experimentado un desarrollo los
países que han logrado introducirse en la interrelación general de las
actividades económicas a nivel internacional. Parece, pues, que el mayor
problema está en conseguir un acceso equitativo al mercado internacional,
fundado no sobre el principio unilateral de la explotación de los recursos
naturales, sino sobre la valoración de los recursos humanos 72.
Con todo, aspectos típicos del Tercer Mundo se dan
también en los países desarrollados, donde la transformación incesante de los
modos de producción y de consumo devalúa ciertos conocimientos ya adquiridos y
profesionalidades consolidadas, exigiendo un esfuerzo continuo de
recalificación y de puesta al día. Los que no logran ir al compás de los
tiempos pueden quedar fácilmente marginados, y junto con ellos, lo son también
los ancianos, los jóvenes incapaces de inserirse en la vida social y, en
general, las personas más débiles y el llamado Cuarto Mundo. La situación de la
mujer en estas condiciones no es nada fácil.
34. Da la impresión de que, tanto a nivel de naciones,
como de relaciones internacionales, el libre mercado es el instrumento más
eficaz para colocar los recursos y responder eficazmente a las necesidades. Sin
embargo, esto vale sólo para aquellas necesidades que son «solventables», con
poder adquisitivo, y para aquellos recursos que son «vendibles», esto es,
capaces de alcanzar un precio conveniente. Pero existen numerosas necesidades
humanas que no tienen salida en el mercado. Es un estricto deber de justicia y
de verdad impedir que queden sin satisfacer las necesidades humanas
fundamentales y que perezcan los hombres oprimidos por ellas. Además, es preciso
que se ayude a estos hombres necesitados a conseguir los conocimientos, a
entrar en el círculo de las interrelaciones, a desarrollar sus aptitudes para
poder valorar mejor sus capacidades y recursos. Por encima de la lógica de los
intercambios a base de los parámetros y de sus formas justas, existe algo que
es debido al hombre porque es hombre, en virtud de su eminente dignidad. Este
algo debido conlleva inseparablemente la posibilidad de sobrevivir y de
participar activamente en el bien común de la humanidad.
En el contexto del Tercer Mundo conservan toda su
validez —y en ciertos casos son todavía una meta por alcanzar— los objetivos
indicados por la Rerum novarum, para evitar que el trabajo del hombre y el
hombre mismo se reduzcan al nivel de simple mercancía: el salario suficiente
para la vida de familia, los seguros sociales para la vejez y el desempleo, la
adecuada tutela de las condiciones de trabajo.
35. Se abre aquí un vasto y fecundo campo de acción y
de lucha, en nombre de la justicia, para los sindicatos y demás organizaciones
de los trabajadores, que defienden sus derechos y tutelan su persona,
desempeñando al mismo tiempo una función esencial de carácter cultural, para
hacerles participar de manera más plena y digna en la vida de la nación y
ayudarles en la vía del desarrollo.
En este sentido se puede hablar justamente de lucha
contra un sistema económico, entendido como método que asegura el predominio
absoluto del capital, la posesión de los medios de producción y la tierra,
respecto a la libre subjetividad del trabajo del hombre 73. En la lucha contra
este sistema no se pone, como modelo alternativo, el sistema socialista, que de
hecho es un capitalismo de Estado, sino una sociedad basada en el trabajo
libre, en la empresa y en la participación. Esta sociedad tampoco se opone al
mercado, sino que exige que éste sea controlado oportunamente por las fuerzas
sociales y por el Estado, de manera que se garantice la satisfacción de las
exigencias fundamentales de toda la sociedad.
La Iglesia reconoce la justa función de los
beneficios, como índice de la buena marcha de la empresa. Cuando una empresa da
beneficios significa que los factores productivos han sido utilizados
adecuadamente y que las correspondientes necesidades humanas han sido satisfechas
debidamente. Sin embargo, los beneficios no son el único índice de las
condiciones de la empresa. Es posible que los balances económicos sean
correctos y que al mismo tiempo los hombres, que constituyen el patrimonio más
valioso de la empresa, sean humillados y ofendidos en su dignidad. Además de
ser moralmente inadmisible, esto no puede menos de tener reflejos negativos
para el futuro, hasta para la eficiencia económica de la empresa. En efecto,
finalidad de la empresa no es simplemente la producción de beneficios, sino más
bien la existencia misma de la empresa como comunidad de hombres que, de
diversas maneras, buscan la satisfacción de sus necesidades fundamentales y
constituyen un grupo particular al servicio de la sociedad entera. Los beneficios
son un elemento regulador de la vida de la empresa, pero no el único; junto con
ellos hay que considerar otros factores humanos y morales que, a largo plazo,
son por lo menos igualmente esenciales para la vida de la empresa.
Queda mostrado cuán inaceptable es la afirmación de
que la derrota del socialismo deja al capitalismo como único modelo de
organización económica. Hay que romper las barreras y los monopolios que
colocan a tantos pueblos al margen del desarrollo, y asegurar a todos
—individuos y naciones— las condiciones básicas que permitan participar en
dicho desarrollo. Este objetivo exige esfuerzos programados y responsables por
parte de toda la comunidad internacional. Es necesario que las naciones más
fuertes sepan ofrecer a las más débiles oportunidades de inserción en la vida
internacional; que las más débiles sepan aceptar estas oportunidades, haciendo
los esfuerzos y los sacrificios necesarios para ello, asegurando la estabilidad
del marco político y económico, la certeza de perspectivas para el futuro, el
desarrollo de las capacidades de los propios trabajadores, la formación de
empresarios eficientes y conscientes de sus responsabilidades 74.
Actualmente, sobre los esfuerzos positivos que se han
llevado a cabo en este sentido grava el problema, todavía no resuelto en gran
parte, de la deuda exterior de los países más pobres. Es ciertamente justo el
principio de que las deudas deben ser pagadas. No es lícito, en cambio, exigir
o pretender su pago, cuando éste vendría a imponer de hecho opciones políticas
tales que llevaran al hambre y a la desesperación a poblaciones enteras. No se
puede pretender que las deudas contraídas sean pagadas con sacrificios
insoportables. En estos casos es necesario —como, por lo demás, está ocurriendo
en parte— encontrar modalidades de reducción, dilación o extinción de la deuda,
compatibles con el derecho fundamental de los pueblos a la subsistencia y al
progreso.
36. Conviene ahora dirigir la atención a los problemas
específicos y a las amenazas, que surgen dentro de las economías más avanzadas
y en relación con sus peculiares características. En las precedentes fases de
desarrollo, el hombre ha vivido siempre condicionado bajo el peso de la
necesidad. Las cosas necesarias eran pocas, ya fijadas de alguna manera por las
estructuras objetivas de su constitución corpórea, y la actividad económica
estaba orientada a satisfacerlas. Está claro, sin embargo, que hoy el problema
no es sólo ofrecer una cantidad de bienes suficientes, sino el de responder a
un demanda de calidad: calidad de la mercancía que se produce y se consume;
calidad de los servicios que se disfrutan; calidad del ambiente y de la vida en
general.
La demanda de una existencia cualitativamente más
satisfactoria y más rica es algo en sí legítimo; sin embargo hay que poner de
relieve las nuevas responsabilidades y peligros anejos a esta fase histórica.
En el mundo, donde surgen y se delimitan nuevas necesidades, se da siempre una
concepción más o menos adecuada del hombre y de su verdadero bien. A través de
las opciones de producción y de consumo se pone de manifiesto una determinada
cultura, como concepción global de la vida. De ahí nace el fenómeno del consumismo.
Al descubrir nuevas necesidades y nuevas modalidades para su satisfacción, es
necesario dejarse guiar por una imagen integral del hombre, que respete todas
las dimensiones de su ser y que subordine las materiales e instintivas a las
interiores y espirituales. Por el contrario, al dirigirse directamente a sus
instintos, prescindiendo en uno u otro modo de su realidad personal, consciente
y libre, se pueden crear hábitos de consumo y estilos de vida objetivamente
ilícitos y con frecuencia incluso perjudiciales para su salud física y
espiritual. El sistema económico no posee en sí mismo criterios que permitan
distinguir correctamente las nuevas y más elevadas formas de satisfacción de
las nuevas necesidades humanas, que son un obstáculo para la formación de una
personalidad madura. Es, pues, necesaria y urgente una gran obra educativa y
cultural, que comprenda la educación de los consumidores para un uso
responsable de su capacidad de elección, la formación de un profundo sentido de
responsabilidad en los productores y sobre todo en los profesionales de los
medios de comunicación social, además de la necesaria intervención de las
autoridades públicas.
Un ejemplo llamativo de consumismo, contrario a la
salud y a la dignidad del hombre y que ciertamente no es fácil controlar, es el
de la droga. Su difusión es índice de una grave disfunción del sistema social,
que supone una visión materialista y, en cierto sentido, destructiva de las
necesidades humanas. De este modo la capacidad innovadora de la economía libre
termina por realizarse de manera unilateral e inadecuada. La droga, así como la
pornografía y otras formas de consumismo, al explotar la fragilidad de los
débiles, pretenden llenar el vacío espiritual que se ha venido a crear.
No es malo el deseo de vivir mejor, pero es equivocado
el estilo de vida que se presume como mejor, cuando está orientado a tener y no
a ser, y que quiere tener más no para ser más, sino para consumir la existencia
en un goce que se propone como fin en sí mismo 75. Por esto, es necesario
esforzarse por implantar estilos de vida, a tenor de los cuales la búsqueda de
la verdad, de la belleza y del bien, así como la comunión con los demás hombres
para un crecimiento común sean los elementos que determinen las opciones del
consumo, de los ahorros y de las inversiones. A este respecto, no puedo
limitarme a recordar el deber de la caridad, esto es, el deber de ayudar con lo
propio «superfluo» y, a veces, incluso con lo propio «necesario», para dar al
pobre lo indispensable para vivir. Me refiero al hecho de que también la opción
de invertir en un lugar y no en otro, en un sector productivo en vez de otro,
es siempre una opción moral y cultural. Dadas ciertas condiciones económicas y
de estabilidad política absolutamente imprescindibles, la decisión de invertir,
esto es, de ofrecer a un pueblo la ocasión de dar valor al propio trabajo, está
asimismo determinada por una actitud de querer ayudar y por la confianza en la
Providencia, lo cual muestra las cualidades humanas de quien decide.
37. Es asimismo preocupante, junto con el problema del
consumismo y estrictamente vinculado con él, la cuestión ecológica. El hombre,
impulsado por el deseo de tener y gozar, más que de ser y de crecer, consume de
manera excesiva y desordenada los recursos de la tierra y su misma vida. En la
raíz de la insensata destrucción del ambiente natural hay un error
antropológico, por desgracia muy difundido en nuestro tiempo. El hombre, que
descubre su capacidad de transformar y, en cierto sentido, de «crear» el mundo
con el propio trabajo, olvida que éste se desarrolla siempre sobre la base de
la primera y originaria donación de las cosas por parte de Dios. Cree que puede
disponer arbitrariamente de la tierra, sometiéndola sin reservas a su voluntad
como si ella no tuviese una fisonomía propia y un destino anterior dados por
Dios, y que el hombre puede desarrollar ciertamente, pero que no debe
traicionar. En vez de desempeñar su papel de colaborador de Dios en la obra de
la creación, el hombre suplanta a Dios y con ello provoca la rebelión de la
naturaleza, más bien tiranizada que gobernada por él 76.
Esto demuestra, sobre todo, mezquindad o estrechez de
miras del hombre, animado por el deseo de poseer las cosas en vez de
relacionarlas con la verdad, y falto de aquella actitud desinteresada,
gratuita, estética que nace del asombro por el ser y por la belleza que permite
leer en las cosas visibles el mensaje de Dios invisible que las ha creado. A
este respecto, la humanidad de hoy debe ser consciente de sus deberes y de su
cometido para con las generaciones futuras.
38. Además de la destrucción irracional del ambiente
natural hay que recordar aquí la más grave aún del ambiente humano, al que, sin
embargo, se está lejos de prestar la necesaria atención. Mientras nos preocupamos
justamente, aunque mucho menos de lo necesario, de preservar los «habitat»
naturales de las diversas especies animales amenazadas de extinción, porque nos
damos cuenta de que cada una de ellas aporta su propia contribución al
equilibrio general de la tierra, nos esforzamos muy poco por salvaguardar las
condiciones morales de una auténtica «ecología humana». No sólo la tierra ha
sido dada por Dios al hombre, el cual debe usarla respetando la intención
originaria de que es un bien, según la cual le ha sido dada; incluso el hombre
es para sí mismo un don de Dios y, por tanto, debe respetar la estructura
natural y moral de la que ha sido dotado. Hay que mencionar en este contexto
los graves problemas de la moderna urbanización, la necesidad de un urbanismo
preocupado por la vida de las personas, así como la debida atención a una
«ecología social» del trabajo.
El hombre recibe de Dios su dignidad esencial y con
ella la capacidad de trascender todo ordenamiento de la sociedad hacia la
verdad y el bien. Sin embargo, está condicionado por la estructura social en
que vive, por la educación recibida y por el ambiente. Estos elementos pueden
facilitar u obstaculizar su vivir según la verdad. Las decisiones, gracias a
las cuales se constituye un ambiente humano, pueden crear estructuras concretas
de pecado, impidiendo la plena realización de quienes son oprimidos de diversas
maneras por las mismas. Demoler tales estructuras y sustituirlas con formas más
auténticas de convivencia es un cometido que exige valentía y paciencia 77.
39. La primera estructura fundamental a favor de la
«ecología humana» es la familia, en cuyo seno el hombre recibe las primeras
nociones sobre la verdad y el bien; aprende qué quiere decir amar y ser amado,
y por consiguiente qué quiere decir en concreto ser una persona. Se entiende
aquí la familia fundada en el matrimonio, en el que el don recíproco de sí por
parte del hombre y de la mujer crea un ambiente de vida en el cual el niño
puede nacer y desarrollar sus potencialidades, hacerse consciente de su
dignidad y prepararse a afrontar su destino único e irrepetible. En cambio,
sucede con frecuencia que el hombre se siente desanimado a realizar las
condiciones auténticas de la reproducción humana y se ve inducido a considerar
la propia vida y a sí mismo como un conjunto de sensaciones que hay que
experimentar más bien que como una obra a realizar. De aquí nace una falta de
libertad que le hace renunciar al compromiso de vincularse de manera estable
con otra persona y engendrar hijos, o bien le mueve a considerar a éstos como
una de tantas «cosas» que es posible tener o no tener, según los propios
gustos, y que se presentan como otras opciones.
Hay que volver a considerar la familia como el
santuario de la vida. En efecto, es sagrada: es el ámbito donde la vida, don de
Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra los múltiples
ataques a que está expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un
auténtico crecimiento humano. Contra la llamada cultura de la muerte, la familia
constituye la sede de la cultura de la vida.
El ingenio del hombre parece orientarse, en este
campo, a limitar, suprimir o anular las fuentes de la vida, recurriendo incluso
al aborto, tan extendido por desgracia en el mundo, más que a defender y abrir
las posibilidades a la vida misma. En la encíclica Sollicitudo rei socialis han
sido denunciadas las campañas sistemáticas contra la natalidad, que, sobre la
base de una concepción deformada del problema demográfico y en un clima de
«absoluta falta de respeto por la libertad de decisión de las personas
interesadas», las someten frecuentemente a «intolerables presiones... para
plegarlas a esta forma nueva de opresión»78. Se trata de políticas que con
técnicas nuevas extienden su radio de acción hasta llegar, como en una «guerra
química», a envenenar la vida de millones de seres humanos indefensos.
Estas críticas van dirigidas no tanto contra un
sistema económico, cuanto contra un sistema ético-cultural. En efecto, la
economía es sólo un aspecto y una dimensión de la compleja actividad humana. Si
es absolutizada, si la producción y el consumo de las mercancías ocupan el
centro de la vida social y se convierten en el único valor de la sociedad, no
subordinado a ningún otro, la causa hay que buscarla no sólo y no tanto en el
sistema económico mismo, cuanto en el hecho de que todo el sistema
sociocultural, al ignorar la dimensión ética y religiosa, se ha debilitado,
limitándose únicamente a la producción de bienes y servicios 79.
Todo esto se puede resumir afirmando una vez más que
la libertad económica es solamente un elemento de la libertad humana. Cuando
aquella se vuelve autónoma, es decir, cuando el hombre es considerado más como
un productor o un consumidor de bienes que como un sujeto que produce y consume
para vivir, entonces pierde su necesaria relación con la persona humana y
termina por alienarla y oprimirla 80.
40. Es deber del Estado proveer a la defensa y tutela
de los bienes colectivos, como son el ambiente natural y el ambiente humano,
cuya salvaguardia no puede estar asegurada por los simples mecanismos de
mercado. Así como en tiempos del viejo capitalismo el Estado tenía el deber de
defender los derechos fundamentales del trabajo, así ahora con el nuevo
capitalismo el Estado y la sociedad tienen el deber de defender los bienes
colectivos que, entre otras cosas, constituyen el único marco dentro del cual
es posible para cada uno conseguir legítimamente sus fines individuales.
He ahí un nuevo límite del mercado: existen
necesidades colectivas y cualitativas que no pueden ser satisfechas mediante
sus mecanismos; hay exigencias humanas importantes que escapan a su lógica; hay
bienes que, por su naturaleza, no se pueden ni se deben vender o comprar.
Ciertamente, los mecanismos de mercado ofrecen ventajas seguras; ayudan, entre
otras cosas, a utilizar mejor los recursos; favorecen el intercambio de los
productos y, sobre todo, dan la prima- cía a la voluntad y a las preferencias
de la persona, que, en el contrato, se confrontan con las de otras personas. No
obstante, conllevan el riesgo de una «idolatría» del mercado, que ignora la
existencia de bienes que, por su naturaleza, no son ni pueden ser simples
mercancías.
41. El marxismo ha criticado las sociedades burguesas
y capitalistas, reprochándoles la mercantilización y la alienación de la
existencia humana. Ciertamente, este reproche está basado sobre una concepción
equivocada e inadecuada de la alienación, según la cual ésta depende únicamente
de la esfera de las relaciones de producción y propiedad, esto es,
atribuyéndole un fundamento materialista y negando, además, la legitimidad y la
positividad de las relaciones de mercado incluso en su propio ámbito. El
marxismo acaba afirmando así que sólo en una sociedad de tipo colectivista
podría erradicarse la alienación. Ahora bien, la experiencia histórica de los
países socialistas ha demostrado tristemente que el colectivismo no acaba con
la alienación, sino que más bien la incrementa, al añadirle la penuria de las
cosas necesarias y la ineficacia económica.
La experiencia histórica de Occidente, por su parte,
demuestra que, si bien el análisis y el fundamento marxista de la alienación
son falsas, sin embargo la alienación, junto con la pérdida del sentido
auténtico de la existencia, es una realidad incluso en las sociedades
occidentales. En efecto, la alienación se verifica en el consumo, cuando el
hombre se ve implicado en una red de satisfacciones falsas y superficiales, en
vez de ser ayudado a experimentar su personalidad auténtica y concreta. La
alienación se verifica también en el trabajo, cuando se organiza de manera tal
que «maximaliza» solamente sus frutos y ganancias y no se preocupa de que el
trabajador, mediante el propio trabajo, se realice como hombre, según que
aumente su participación en una auténtica comunidad solidaria, o bien su
aislamiento en un complejo de relaciones de exacerbada competencia y de
recíproca exclusión, en la cual es considerado sólo como un medio y no como un
fin.
Es necesario iluminar, desde la concepción cristiana,
el concepto de alienación, descubriendo en él la inversión entre los medios y
los fines: el hombre, cuando no reconoce el valor y la grandeza de la persona
en sí mismo y en el otro, se priva de hecho de la posibilidad de gozar de la
propia humanidad y de establecer una relación de solidaridad y comunión con los
demás hombres, para lo cual fue creado por Dios. En efecto, es mediante la
propia donación libre como el hombre se realiza auténticamente a sí mismo 81, y
esta donación es posible gracias a la esencial «capacidad de trascendencia» de
la persona humana. El hombre no puede darse a un proyecto solamente humano de
la realidad, a un ideal abstracto, ni a falsas utopías. En cuanto persona,
puede darse a otra persona o a otras personas y, por último, a Dios, que es el
autor de su ser y el único que puede acoger plenamente su donación 82. Se
aliena el hombre que rechaza trascenderse a sí mismo y vivir la experiencia de
la autodonación y de la formación de una auténtica comunidad humana, orientada
a su destino último que es Dios. Está alienada una sociedad que, en sus formas
de organización social, de producción y consumo, hace más difícil la
realización de esta donación y la formación de esa solidaridad interhumana.
En la sociedad occidental se ha superado la
explotación, al menos en las formas analizadas y descritas por Marx. No se ha
superado, en cambio, la alienación en las diversas formas de explotación,
cuando los hombres se instrumentalizan mutuamente y, para satisfacer cada vez
más refinadamente sus necesidades particulares y secundarias, se hacen sordos a
las principales y auténticas, que deben regular incluso el modo de satisfacer
otras necesidades 83. El hombre que se preocupa sólo o prevalentemente de tener
y gozar, incapaz de dominar sus instintos y sus pasiones y de subordinarlas
mediante la obediencia a la verdad, no puede ser libre. La obediencia a la
verdad sobre Dios y sobre el hombre es la primera condición de la libertad, que
le permite ordenar las propias necesidades, los propios deseos y el modo de
satisfacerlos según una justa jerarquía de valores, de manera que la posesión
de las cosas sea para él un medio de crecimiento. Un obstáculo a esto puede
venir de la manipulación llevada a cabo por los medios de comunicación social,
cuando imponen con la fuerza persuasiva de insistentes campañas, modas y
corrientes de opinión, sin que sea posible someter a un examen crítico las
premisas sobre las que se fundan.
42. Volviendo ahora a la pregunta inicial, ¿se puede
decir quizá que, después del fracaso del comunismo, el sistema vencedor sea el
capitalismo, y que hacia él estén dirigidos los esfuerzos de los países que
tratan de reconstruir su economía y su sociedad? ¿Es quizá éste el modelo que
es necesario proponer a los países del Tercer Mundo, que buscan la vía del
verdadero progreso económico y civil?
La respuesta obviamente es compleja. Si por
«capitalismo» se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental
y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la
consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre
creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es
positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de «economía de empresa»,
«economía de mercado», o simplemente de «economía libre». Pero si por
«capitalismo» se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito
económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al
servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular
dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta
es absolutamente negativa.
La solución marxista ha fracasado, pero permanecen en
el mundo fenómenos de marginación y explotación, especialmente en el Tercer
Mundo, así como fenómenos de alienación humana, especialmente en los países más
avanzados; contra tales fenómenos se alza con firmeza la voz de la Iglesia.
Ingentes muchedumbres viven aún en condiciones de gran miseria material y
moral. El fracaso del sistema comunista en tantos países elimina ciertamente un
obstáculo a la hora de afrontar de manera adecuada y realista estos problemas;
pero eso no basta para resolverlos. Es más, existe el riesgo de que se difunda
una ideología radical de tipo capitalista, que rechaza incluso el tomarlos en
consideración, porque a priori considera condenado al fracaso todo intento de
afrontarlos y, de forma fideísta, confía su solución al libre desarrollo de las
fuerzas de mercado.
43. La Iglesia no tiene modelos para proponer. Los
modelos reales y verdaderamente eficaces pueden nacer solamente de las diversas
situaciones históricas, gracias al esfuerzo de todos los responsables que
afronten los problemas concretos en todos sus aspectos sociales, económicos,
políticos y culturales que se relacionan entre sí 84. Para este objetivo la
Iglesia ofrece, como orientación ideal e indispensable, la propia doctrina
social, la cual —como queda dicho— reconoce la positividad del mercado y de la
empresa, pero al mismo tiempo indica que éstos han de estar orientados hacia el
bien común. Esta doctrina reconoce también la legitimidad de los esfuerzos de
los trabajadores por conseguir el pleno respeto de su dignidad y espacios más
amplios de participación en la vida de la empresa, de manera que, aun
trabajando juntamente con otros y bajo la dirección de otros, puedan considerar
en cierto sentido que «trabajan en algo propio» 85, al ejercitar su
inteligencia y libertad.
El desarrollo integral de la persona humana en el
trabajo no contradice, sino que favorece más bien la mayor productividad y
eficacia del trabajo mismo, por más que esto puede debilitar centros de poder
ya consolidados. La empresa no puede considerarse única- mente como una
«sociedad de capitales»; es, al mismo tiempo, una «sociedad de personas», en la
que entran a formar parte de manera diversa y con responsabilidades específicas
los que aportan el capital necesario para su actividad y los que colaboran con
su trabajo. Para conseguir estos fines, sigue siendo necesario todavía un gran
movimiento asociativo de los trabajadores, cuyo objetivo es la liberación y la
promoción integral de la persona.
A la luz de las «cosas nuevas» de hoy ha sido
considerada nuevamente la relación entre la propiedad individual o privada y el
destino universal de los bienes. El hombre se realiza a sí mismo por medio de
su inteligencia y su libertad y, obrando así, asume como objeto e instrumento
las cosas del mundo, a la vez que se apropia de ellas. En este modo de actuar
se encuentra el fundamento del derecho a la iniciativa y a la propiedad
individual. Mediante su trabajo el hombre se compromete no sólo en favor suyo,
sino también en favor de los demás y con los demás: cada uno colabora en el
trabajo y en el bien de los otros. El hombre trabaja para cubrir las
necesidades de su familia, de la comunidad de la que forma parte, de la nación
y, en definitiva, de toda la humanidad 86. Colabora, asimismo, en la actividad
de los que trabajan en la misma empresa e igualmente en el trabajo de los
proveedores o en el consumo de los clientes, en una cadena de solidaridad que
se extiende progresivamente. La propiedad de los medios de producción, tanto en
el campo industrial como agrícola, es justa y legítima cuando se emplea para un
trabajo útil; pero resulta ilegítima cuando no es valorada o sirve para impedir
el trabajo de los demás u obtener unas ganancias que no son fruto de la
expansión global del trabajo y de la riqueza social, sino más bien de su
compresión, de la explotación ilícita, de la especulación y de la ruptura de la
solidaridad en el mundo laboral 87. Este tipo de propiedad no tiene ninguna
justificación y constituye un abuso ante Dios y los hombres.
La obligación de ganar el pan con el sudor de la
propia frente supone, al mismo tiempo, un derecho. Una sociedad en la que este
derecho se niegue sistemáticamente y las medidas de política económica no
permitan a los trabajadores alcanzar niveles satisfactorios de ocupación, no
puede conseguir su legitimación ética ni la justa paz social 88. Así como la
persona se realiza plenamente en la libre donación de sí misma, así también la
propiedad se justifica moralmente cuando crea, en los debidos modos y
circunstancias, oportunidades de trabajo y crecimiento humano para todos.
CAPÍTULO V
ESTADO Y CULTURA
44. León XIII no ignoraba que una sana teoría del
Estado era necesaria para asegurar el desarrollo normal de las actividades
humanas: las espirituales y las materiales, entrambas indispensables 89. Por
esto, en un pasaje de la Rerum novarum el Papa presenta la organización de la
sociedad estructurada en tres poderes —legislativo, ejecutivo y judicial—, lo
cual constituía entonces una novedad en las enseñanzas de la Iglesia 90. Tal
ordenamiento refleja una visión realista de la naturaleza social del hombre, la
cual exige una legislación adecuada para proteger la libertad de todos. A este
respecto es preferible que un poder esté equilibrado por otros poderes y otras
esferas de competencia, que lo mantengan en su justo límite. Es éste el
principio del «Estado de derecho», en el cual es soberana la ley y no la
voluntad arbitraria de los hombres.
A esta concepción se ha opuesto en tiempos modernos el
totalitarismo, el cual, en la forma marxista-leninista, considera que algunos
hombres, en virtud de un conocimiento más profundo de las leyes de desarrollo
de la sociedad, por una particular situación de clase o por contacto con las
fuentes más profundas de la conciencia colectiva, están exentos del error y
pueden, por tanto, arrogarse el ejercicio de un poder absoluto. A esto hay que
añadir que el totalitarismo nace de la negación de la verdad en sentido
objetivo. Si no existe una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre
conquista su plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que
garantice relaciones justas entre los hombres: los intereses de clase, grupo o
nación, los contraponen inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la
verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar
hasta el extremo los medios de que dispone para imponer su propio interés o la
propia opinión, sin respetar los derechos de los demás. Entonces el hombre es
respetado solamente en la medida en que es posible instrumentalizarlo para que
se afirme en su egoísmo. La raíz del totalitarismo moderno hay que verla, por
tanto, en la negación de la dignidad trascendente de la persona humana, imagen
visible de Dios invisible y, precisamente por esto, sujeto natural de derechos
que nadie puede violar: ni el individuo, el grupo, la clase social, ni la
nación o el Estado. No puede hacerlo tampoco la mayoría de un cuerpo social,
poniéndose en contra de la minoría, marginándola, oprimiéndola, explotándola o
incluso intentando destruirla 91.
45. La cultura y la praxis del totalitarismo comportan
además la negación de la Iglesia. El Estado, o bien el partido, que cree poder
realizar en la historia el bien absoluto y se erige por encima de todos los
valores, no puede tolerar que se sostenga un criterio objetivo del bien y del
mal, por encima de la voluntad de los gobernantes y que, en determinadas
circunstancias, puede servir para juzgar su comportamiento. Esto explica por
qué el totalitarismo trata de destruir la Iglesia o, al menos, someterla,
convirtiéndola en instrumento del propio aparato ideológico 92.
El Estado totalitario tiende, además, a absorber en sí
mismo la nación, la sociedad, la familia, las comunidades religiosas y las
mismas personas. Defendiendo la propia libertad, la Iglesia defiende la
persona, que debe obedecer a Dios antes que a los hombres (cf. Hch 5, 29);
defiende la familia, las diversas organizaciones sociales y las naciones,
realidades todas que gozan de un propio ámbito de autonomía y soberanía.
46. La Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en
la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones
políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a
sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera
pacífica 93. Por esto mismo, no puede favorecer la formación de grupos
dirigentes restringidos que, por intereses particulares o por motivos
ideológicos, usurpan el poder del Estado.
Una auténtica democracia es posible solamente en un
Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana.
Requiere que se den las condiciones necesarias para la promoción de las
personas concretas, mediante la educación y la formación en los verdaderos
ideales, así como de la «subjetividad» de la sociedad mediante la creación de
estructuras de participación y de corresponsabilidad. Hoy se tiende a afirmar
que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud
fundamental correspondientes a las formas políticas democráticas, y que cuantos
están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son
fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea
determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios
políticos. A este propósito, hay que observar que, si no existe una verdad
última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las
convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de
poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un
totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia.
La Iglesia tampoco cierra los ojos ante el peligro del
fanatismo o fundamentalismo de quienes, en nombre de una ideología con
pretensiones de científica o religiosa, creen que pueden imponer a los demás
hombres su concepción de la verdad y del bien. No es de esta índole la verdad
cristiana. Al no ser ideológica, la fe cristiana no pretende encuadrar en un
rígido esquema la cambiante realidad sociopolítica y reconoce que la vida del
hombre se desarrolla en la historia en condiciones diversas y no perfectas. La
Iglesia, por tanto, al ratificar constantemente la trascendente dignidad de la persona,
utiliza como método propio el respeto de la libertad 94.
La libertad, no obstante, es valorizada en pleno
solamente por la aceptación de la verdad. En un mundo sin verdad la libertad
pierde su consistencia y el hombre queda expuesto a la violencia de las
pasiones y a condicionamientos patentes o encubiertos. El cristiano vive la
libertad y la sirve (cf. Jn 8, 31-32), proponiendo continuamente, en
conformidad con la naturaleza misionera de su vocación, la verdad que ha
conocido. En el diálogo con los demás hombres y estando atento a la parte de
verdad que encuentra en la experiencia de vida y en la cultura de las personas
y de las naciones, el cristiano no renuncia a afirmar todo lo que le han dado a
conocer su fe y el correcto ejercicio de su razón 95.
47. Después de la caída del totalitarismo comunista y
de otros muchos regímenes totalitarios y de «seguridad nacional», asistimos hoy
al predominio, no sin contrastes, del ideal democrático junto con una viva
atención y preocupación por los derechos humanos. Pero, precisamente por esto,
es necesario que los pueblos que están reformando sus ordenamientos den a la
democracia un auténtico y sólido fundamento, mediante el reconocimiento
explícito de estos derechos 96. Entre los principales hay que recordar: el
derecho a la vida, del que forma parte integrante el derecho del hijo a crecer
bajo el corazón de la madre, después de haber sido concebido; el derecho a
vivir en una familia unida y en un ambiente moral, favorable al desarrollo de
la propia personalidad; el derecho a madurar la propia inteligencia y la propia
libertad a través de la búsqueda y el conocimiento de la verdad; el derecho a
participar en el trabajo para valorar los bienes de la tierra y recabar del
mismo el sustento propio y de los seres queridos; el derecho a fundar
libremente una familia, a acoger y educar a los hijos, haciendo uso responsable
de la propia sexualidad. Fuente y síntesis de estos derechos es, en cierto
sentido, la libertad religiosa, entendida como derecho a vivir en la verdad de
la propia fe y en conformidad con la dignidad trascendente de la propia persona
97.
También en los países donde están vigentes formas de
gobierno democrático no siempre son repetados totalmente estos derechos. Y nos
referimos no solamente al escándalo del aborto, sino también a diversos
aspectos de una crisis de los sistemas democráticos, que a veces parece que han
perdido la capacidad de decidir según el bien común. Los interrogantes que se
plantean en la sociedad a menudo no son examinados según criterios de justicia
y moralidad, sino más bien de acuerdo con la fuerza electoral o financiera de
los grupos que los sostienen. Semejantes desviaciones de la actividad política
con el tiempo producen desconfianza y apatía, con lo cual disminuye la participación
y el espíritu cívico entre la población, que se siente perjudicada y
desilusionada. De ahí viene la creciente incapacidad para encuadrar los
intereses particulares en una visión coherente del bien común. Éste, en efecto,
no es la simple suma de los intereses particulares, sino que implica su
valoración y armonización, hecha según una equilibrada jerarquía de valores y,
en última instancia, según una exacta comprensión de la dignidad y de los
derechos de la persona 98.
La Iglesia respeta la legítima autonomía del orden
democrático; pero no posee título alguno para expresar preferencias por una u
otra solución institucional o constitucional. La aportación que ella ofrece en
este sentido es precisamente el concepto de la dignidad de la persona, que se manifiesta
en toda su plenitud en el misterio del Verbo encarnado 99.
48. Estas consideraciones generales se reflejan
también sobre el papel del Estado en el sector de la economía. La actividad
económica, en particular la economía de mercado, no puede desenvolverse en
medio de un vacío institucional, jurídico y político. Por el contrario, supone
una seguridad que garantiza la libertad individual y la propiedad, además de un
sistema monetario estable y servicios públicos eficientes. La primera
incumbencia del Estado es, pues, la de garantizar esa seguridad, de manera que
quien trabaja y produce pueda gozar de los frutos de su trabajo y, por tanto,
se sienta estimulado a realizarlo eficiente y honestamente. La falta de
seguridad, junto con la corrupción de los poderes públicos y la proliferación
de fuentes impropias de enriquecimiento y de beneficios fáciles, basados en
actividades ilegales o puramente especulativas, es uno de los obstáculos
principales para el desarrollo y para el orden económico.
Otra incumbencia del Estado es la de vigilar y
encauzar el ejercicio de los derechos humanos en el sector económico; pero en
este campo la primera responsabilidad no es del Estado, sino de cada persona y
de los diversos grupos y asociaciones en que se articula la sociedad. El Estado
no podría asegurar directamente el derecho a un puesto de trabajo de todos los
ciudadanos, sin estructurar rígidamente toda la vida económica y sofocar la
libre iniciativa de los individuos. Lo cual, sin embargo, no significa que el
Estado no tenga ninguna competencia en este ámbito, como han afirmado quienes
propugnan la ausencia de reglas en la esfera económica. Es más, el Estado tiene
el deber de secundar la actividad de las empresas, creando condiciones que
aseguren oportunidades de trabajo, estimulándola donde sea insuficiente o
sosteniéndola en momentos de crisis.
El Estado tiene, además, el derecho a intervenir,
cuando situaciones particulares de monopolio creen rémoras u obstáculos al
desarrollo. Pero, aparte de estas incumbencias de armonización y dirección del
desarrollo, el Estado puede ejercer funciones de suplencia en situaciones
excepcionales, cuando sectores sociales o sistemas de empresas, demasiado
débiles o en vías de formación, sean inadecuados para su cometido. Tales intervenciones
de suplencia, justificadas por razones urgentes que atañen al bien común, en la
medida de lo posible deben ser limitadas temporalmente, para no privar
establemente de sus competencias a dichos sectores sociales y sistemas de
empresas y para no ampliar excesivamente el ámbito de intervención estatal de
manera perjudicial para la libertad tanto económica como civil.
En los últimos años ha tenido lugar una vasta
ampliación de ese tipo de intervención, que ha llegado a constituir en cierto
modo un Estado de índole nueva: el «Estado del bienestar». Esta evolución se ha
dado en algunos Estados para responder de manera más adecuada a muchas
necesidades y carencias tratando de remediar formas de pobreza y de privación
indignas de la persona humana. No obstante, no han faltado excesos y abusos
que, especialmente en los años más recientes, han provocado duras críticas a
ese Estado del bienestar, calificado como «Estado asistencial». Deficiencias y
abusos del mismo derivan de una inadecuada comprensión de los deberes propios
del Estado. En este ámbito también debe ser respetado el principio de
subsidiariedad. Una estructura social de orden superior no debe interferir en
la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándola de sus
competencias, sino que más bien debe sostenerla en caso de necesidad y ayudarla
a coordinar su acción con la de los demás componentes sociales, con miras al
bien común 100.
Al intervenir directamente y quitar responsabilidad a
la sociedad, el Estado asistencial provoca la pérdida de energías humanas y el
aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por lógicas burocráticas
más que por la preocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de
los gastos. Efectivamente, parece que conoce mejor las necesidades y logra
sastisfacerlas de modo más adecuado quien está próximo a ellas o quien está
cerca del necesitado. Además, un cierto tipo de necesidades requiere con
frecuencia una respuesta que sea no sólo material, sino que sepa descubrir su
exigencia humana más profunda. Conviene pensar también en la situación de los
prófugos y emigrantes, de los ancianos y enfermos, y en todos los demás casos,
necesitados de asistencia, como es el de los drogadictos: personas todas ellas
que pueden ser ayudadas de manera eficaz solamente por quien les ofrece, aparte
de los cuidados necesarios, un apoyo sinceramente fraterno.
49. En este campo la Iglesia, fiel al mandato de
Cristo, su Fundador, está presente desde siempre con sus obras, que tienden a
ofrecer al hombre necesitado un apoyo material que no lo humille ni lo reduzca
a ser únicamente objeto de asistencia, sino que lo ayude a salir de su
situación precaria, promoviendo su dignidad de persona. Gracias a Dios, hay que
decir que la caridad operante nunca se ha apagado en la Iglesia y, es más,
tiene actualmente un multiforme y consolador incremento. A este respecto, es
digno de mención especial el fenómeno del voluntariado, que la Iglesia favorece
y promueve, solicitando la colaboración de todos para sostenerlo y animarlo en
sus iniciativas.
Para superar la mentalidad individualista, hoy día tan
difundida, se requiere un compromiso concreto de solidaridad y caridad, que
comienza dentro de la familia con la mutua ayuda de los esposos y, luego, con
las atenciones que las generaciones se prestan entre sí. De este modo la
familia se cualifica como comunidad de trabajo y de solidaridad. Pero ocurre
que cuando la familia decide realizar plenamente su vocación, se puede
encontrar sin el apoyo necesario por parte del Estado, que no dispone de
recursos suficientes. Es urgente, entonces, promover iniciativas políticas no
sólo en favor de la familia, sino también políticas sociales que tengan como
objetivo principal a la familia misma, ayudándola mediante la asignación de
recursos adecuados e instrumentos eficaces de ayuda, bien sea para la educación
de los hijos, bien sea para la atención de los ancianos, evitando su
alejamiento del núcleo familiar y consolidando las relaciones entre las
generaciones 101.
Además de la familia, desarrollan también funciones
primarias y ponen en marcha estructuras específicas de solidaridad otras
sociedades intermedias. Efectivamente, éstas maduran como verdaderas
comunidades de personas y refuerzan el tejido social, impidiendo que caiga en
el anonimato y en una masificación impersonal, bastante frecuente por desgracia
en la sociedad moderna. En medio de esa múltiple inter- acción de las
relaciones vive la persona y crece la «subjetividad de la sociedad». El
individuo hoy día queda sofocado con frecuencia entre los dos polos del Estado
y del mercado. En efecto, da la impresión a veces de que existe sólo como
productor y consumidor de mercancías, o bien como objeto de la administración
del Estado, mientras se olvida que la convivencia entre los hombres no tiene
como fin ni el mercado ni el Estado, ya que posee en sí misma un valor singular
a cuyo servicio deben estar el Estado y el mercado. El hombre es, ante todo, un
ser que busca la verdad y se esfuerza por vivirla y profundizarla en un diálogo
continuo que implica a las generaciones pasadas y futuras 102.
50. Esta búsqueda abierta de la verdad, que se renueva
cada generación, caracteriza la cultura de la nación. En efecto, el patrimonio
de los valores heredados y adquiridos, es con frecuencia objeto de contestación
por parte de los jóvenes. Contestar, por otra parte, no quiere decir
necesariamente destruir o rechazar a priori, sino que quiere significar sobre
todo someter a prueba en la propia vida y, tras esta verificación existencial,
hacer que esos valores sean más vivos, actuales y personales, discerniendo lo
que en la tradición es válido respecto de falsedades y errores o de formas
obsoletas, que pueden ser sustituidas por otras más en consonancia con los
tiempos.
En este contexto conviene recordar que la
evangelización se inserta también en la cultura de las naciones, ayudando a
ésta en su camino hacia la verdad y en la tarea de purificación y
enriquecimiento 103. Pero, cuando una cultura se encierra en sí misma y trata
de perpetuar formas de vida anticuadas, rechazando cualquier cambio y
confrontación sobre la verdad del hombre, entonces se vuelve estéril y lleva a
su decadencia.
51. Toda la actividad humana tiene lugar dentro de una
cultura y tiene una recíproca relación con ella. Para una adecuada formación de
esa cultura se requiere la participación directa de todo el hombre, el cual
desarrolla en ella su creatividad, su inteligencia, su conocimiento del mundo y
de los demás hombres. A ella dedica también su capacidad de autodominio, de
sacrificio personal, de solidaridad y disponibilidad para promover el bien
común. Por esto, la primera y más importante labor se realiza en el corazón del
hombre, y el modo como éste se compromete a construir el propio futuro depende
de la concepción que tiene de sí mismo y de su destino. Es a este nivel donde
tiene lugar la contribución específica y decisiva de la Iglesia en favor de la
verdadera cultura. Ella promueve el nivel de los comportamientos humanos que
favorecen la cultura de la paz contra los modelos que anulan al hombre en la
masa, ignoran el papel de su creatividad y libertad y ponen la grandeza del
hombre en sus dotes para el conflicto y para la guerra. La Iglesia lleva a cabo
este servicio predicando la verdad sobre la creación del mundo, que Dios ha puesto
en las manos de los hombres para que lo hagan fecundo y más perfecto con su
trabajo, y predicando la verdad sobre la Redención, mediante la cual el Hijo de
Dios ha salvado a todos los hombres y al mismo tiempo los ha unido entre sí
haciéndolos responsables unos de otros. La Sagrada Escritura nos habla
continuamente del compromiso activo en favor del hermano y nos presenta la
exigencia de una corresponsabilidad que debe abarcar a todos los hombres.
Esta exigencia no se limita a los confines de la
propia familia, y ni siquiera de la nación o del Estado, sino que afecta
ordenadamente a toda la humanidad, de manera que nadie debe considerarse
extraño o indiferente a la suerte de otro miembro de la familia humana. En
efecto, nadie puede afirmar que no es responsable de la suerte de su hermano
(cf. Gn 4, 9; Lc 10, 29-37; Mt 25, 31-46). La atenta y diligente solicitud
hacia el prójimo, en el momento mismo de la necesidad, —facilitada incluso por
los nuevos medios de comunicación que han acercado más a los hombres entre sí—
es muy importante para la búsqueda de los instrumentos de solución de los
conflictos internacionales que puedan ser una alternativa a la guerra. No es
difícil afirmar que el ingente poder de los medios de destrucción, accesibles
incluso a las medias y pequeñas potencias, y la conexión cada vez más estrecha
entre los pueblos de toda la tierra, hacen muy arduo o prácticamente imposible
limitar las consecuencias de un conflicto.
52. Los Pontífices Benedicto XV y sus sucesores han
visto claramente este peligro 104, y yo mismo, con ocasión de la reciente y
dramática guerra en el Golfo Pérsico, he repetido el grito: «¡Nunca más la
guerra!». ¡No, nunca más la guerra!, que destruye la vida de los inocentes, que
enseña a matar y trastorna igualmente la vida de los que matan, que deja tras
de sí una secuela de rencores y odios, y hace más difícil la justa solución de
los mismos problemas que la han provocado. Así como dentro de cada Estado ha
llegado finalmente el tiempo en que el sistema de la venganza privada y de la
represalia ha sido sustituido por el imperio de la ley, así también es urgente
ahora que semejante progreso tenga lugar en la Comunidad internacional. No hay
que olvidar tampoco que en la raíz de la guerra hay, en general, reales y
graves razones: injusticias sufridas, frustraciones de legítimas aspiraciones,
miseria o explotación de grandes masas humanas desesperadas, las cuales no ven
la posibilidad objetiva de mejorar sus condiciones por las vías de la paz.
Por eso, el otro nombre de la paz es el desarrollo
105. Igual que existe la responsabilidad colectiva de evitar la guerra, existe
también la responsabilidad colectiva de promover el desarrollo. Y así como a
nivel interno es posible y obligado construir una economía social que oriente el
funcionamiento del mercado hacia el bien común, del mismo modo son necesarias
también intervenciones adecuadas a nivel internacional. Por esto hace falta un
gran esfuerzo de comprensión recíproca, de conocimiento y sensibilización de
las conciencias. He ahí la deseada cultura que hace aumentar la confianza en
las potencialidades humanas del pobre y, por tanto, en su capacidad de mejorar
la propia condición mediante el trabajo y contribuir positivamente al bienestar
económico. Sin embargo, para lograr esto, el pobre —individuo o nación—
necesita que se le ofrezcan condiciones realmente asequibles. Crear tales
condiciones es el deber de una concertación mundial para el desarrollo, que
implica además el sacrificio de las posiciones ventajosas en ganancias y poder,
de las que se benefician las economías más desarrolladas 106.
Esto puede comportar importantes cambios en los
estilos de vida consolidados, con el fin de limitar el despilfarro de los
recursos ambientales y humanos, permitiendo así a todos los pueblos y hombres
de la tierra el poseerlos en medida suficiente. A esto hay que añadir la
valoración de los nuevos bienes materiales y espirituales, fruto del trabajo y
de la cultura de los pueblos hoy marginados, para obtener así el
enriquecimiento humano general de la familia de las naciones.
CAPÍTULO VI
EL HOMBRE ES EL CAMINO DE LA IGLESIA
53. Ante la miseria del proletariado decía León XIII:
«Afrontamos con confianza este argumento y con pleno derecho por parte
nuestra... Nos parecería faltar al deber de nuestro oficio si callásemos»107.
En los últimos cien años la Iglesia ha manifestado repetidas veces su
pensamiento, siguiendo de cerca la continua evolución de la cuestión social, y
esto no lo ha hecho ciertamente para recuperar privilegios del pasado o para
imponer su propia concepción. Su única finalidad ha sido la atención y la
responsabilidad hacia el hombre, confiado a ella por Cristo mismo, hacia este
hombre, que, como el Concilio Vaticano II recuerda, es la única criatura que Dios
ha querido por sí misma y sobre la cual tiene su proyecto, es decir, la
participación en la salvación eterna. No se trata del hombre abstracto, sino
del hombre real, concreto e histórico: se trata de cada hombre, porque a cada
uno llega el misterio de la redención, y con cada uno se ha unido Cristo para
siempre a través de este misterio 108. De ahí se sigue que la Iglesia no puede
abandonar al hombre, y que «este hombre es el primer camino que la Iglesia debe
recorrer en el cumplimiento de su misión..., camino trazado por Cristo mismo,
vía que inmutablemente conduce a través del misterio de la encarnación y de la
redención»109.
Es esto y solamente esto lo que inspira la doctrina
social de la Iglesia. Si ella ha ido elaborándola progresivamente de forma sistemática,
sobre todo a partir de la fecha que estamos conmemorando, es porque toda la
riqueza doctrinal de la Iglesia tiene como horizonte al hombre en su realidad
concreta de pecador y de justo.
54. La doctrina social, especialmente hoy día, mira al
hombre, inserido en la compleja trama de relaciones de la sociedad moderna. Las
ciencias humanas y la filosofía ayudan a interpretar la centralidad del hombre
en la sociedad y a hacerlo capaz de comprenderse mejor a sí mismo, como «ser
social». Sin embargo, solamente la fe le revela plenamente su identidad
verdadera, y precisamente de ella arranca la doctrina social de la Iglesia, la
cual, valiéndose de todas las aportaciones de las ciencias y de la filosofía,
se propone ayudar al hombre en el camino de la salvación.
La encíclica Rerum novarum puede ser leída como una
importante aportación al análisis socioeconómico de finales del siglo XIX, pero
su valor particular le viene de ser un documento del Magisterio, que se inserta
en la misión evangelizadora de la Iglesia, junto con otros muchos documentos de
la misma índole. De esto se deduce que la doctrina social tiene de por sí el
valor de un instrumento de evangelización: en cuanto tal, anuncia a Dios y su
misterio de salvación en Cristo a todo hombre y, por la misma razón, revela al
hombre a sí mismo. Solamente bajo esta perspectiva se ocupa de lo demás: de los
derechos humanos de cada uno y, en particular, del «proletariado», la familia y
la educación, los deberes del Estado, el ordenamiento de la sociedad nacional e
internacional, la vida económica, la cultura, la guerra y la paz, así como del
respeto a la vida desde el momento de la concepción hasta la muerte.
55. La Iglesia conoce el «sentido del hombre» gracias
a la Revelación divina. «Para conocer al hombre, el hombre verdadero, el hombre
integral, hay que conocer a Dios», decía Pablo VI, citando a continuación a
santa Catalina de Siena, que en una oración expresaba la misma idea: «En la
naturaleza divina, Deidad eterna, conoceré la naturaleza mía»110.
Por eso, la antropología cristiana es en realidad un
capítulo de la teología y, por esa misma razón, la doctrina social de la
Iglesia, preocupándose del hombre, interesándose por él y por su modo de
comportarse en el mundo, «pertenece... al campo de la teología y especialmente
de la teología moral»111. La dimensión teológica se hace necesaria para
interpretar y resolver los actuales problemas de la convivencia humana. Lo cual
es válido —hay que subrayarlo— tanto para la solución «atea», que priva al
hombre de una parte esencial, la espiritual, como para las soluciones
permisivas o consumísticas, las cuales con diversos pretextos tratan de
convencerlo de su independencia de toda ley y de Dios mismo, encerrándolo en un
egoísmo que termina por perjudicarle a él y a los demás.
La Iglesia, cuando anuncia al hombre la salvación de
Dios, cuando le ofrece y comunica la vida divina mediante los sacramentos,
cuando orienta su vida a través de los mandamientos del amor a Dios y al
prójimo, contribuye al enriquecimiento de la dignidad del hombre. Pero la
Iglesia, así como no puede abandonar nunca esta misión religiosa y trascendente
en favor del hombre, del mismo modo se da cuenta de que su obra encuentra hoy
particulares dificultades y obstáculos. He aquí por qué se compromete siempre
con renovadas fuerzas y con nuevos métodos en la evangelización que promueve al
hombre integral. En vísperas del tercer milenio sigue siendo «signo y
salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana»112, como ha
tratado de hacer siempre desde el comienzo de su existencia, caminando junto al
hombre a lo largo de toda la historia. La encíclica Rerum novarum es una
expresión significativa de ello.
56. En el primer centenario de esta Encíclica, deseo
dar las gracias a todos los que se han dedicado a estudiar, profundizar y
divulgar la doctrina social cristiana. Para ello es indispensable la
colaboración de las Iglesias locales, y yo espero que la conmemoración sea
ocasión de un renovado impulso para su estudio, difusión y aplicación en todos
los ámbitos.
Deseo, en particular, que sea dada a conocer y que sea
aplicada en los distintos países donde, después de la caída del socialismo
real, se manifiesta una grave desorientación en la tarea de reconstrucción. A
su vez, los países occidentales corren el peligro de ver en esa caída la
victoria unilateral del propio sistema económico, y por ello no se preocupen de
introducir en él los debidos cambios. Los países del Tercer Mundo, finalmente,
se encuentran más que nunca ante la dramática situación del subdesarrollo, que
cada día se hace más grave.
León XIII, después de haber formulado los principios y
orientaciones para la solución de la cuestión obrera, escribió unas palabras
decisivas: «Cada uno haga la parte que le corresponde y no tenga dudas, porque
el retraso podría hacer más difícil el cuidado de un mal ya tan grave»; y añade
más adelante: «Por lo que se refiere a la Iglesia, nunca ni bajo ningún aspecto
ella regateará su esfuerzo»113.
57. Para la Iglesia el mensaje social del Evangelio no
debe considerarse como una teoría, sino, por encima de todo, un fundamento y un
estímulo para la acción. Impulsados por este mensaje, algunos de los primeros
cristianos distribuían sus bienes a los pobres, dando testimonio de que, no
obstante las diversas proveniencias sociales, era posible una convivencia
pacífica y solidaria. Con la fuerza del Evangelio, en el curso de los siglos,
los monjes cultivaron las tierras; los religiosos y las religiosas fundaron
hospitales y asilos para los pobres; las cofradías, así como hombres y mujeres
de todas las clases sociales, se comprometieron en favor de los necesitados y
marginados, convencidos de que las palabras de Cristo: «Cuantas veces hagáis
estas cosas a uno de mis hermanos más pequeños, lo habéis hecho a mí» (Mt 25,
40) no deben quedarse en un piadoso deseo, sino convertirse en compromiso
concreto de vida.
Hoy más que nunca, la Iglesia es consciente de que su
mensaje social se hará creíble por el testimonio de las obras, antes que por su
coherencia y lógica interna. De esta conciencia deriva también su opción
preferencial por los pobres, la cual nunca es exclusiva ni discriminatoria de
otros grupos. Se trata, en efecto, de una opción que no vale solamente para la
pobreza material, pues es sabido que, especialmente en la sociedad moderna, se
hallan muchas formas de pobreza no sólo económica, sino también cultural y
religiosa. El amor de la Iglesia por los pobres, que es determinante y
pertenece a su constante tradición, la impulsa a dirigirse al mundo en el cual,
no obstante el progreso técnico-económico, la pobreza amenaza con alcanzar
formas gigantescas. En los países occidentales existe la pobreza múltiple de
los grupos marginados, de los ancianos y enfermos, de las víctimas del
consumismo y, más aún, la de tantos prófugos y emigrados; en los países en vías
de desarrollo se perfilan en el horizonte crisis dramáticas si no se toman a
tiempo medidas coordinadas internacionalmente.
58. El amor por el hombre y, en primer lugar, por el
pobre, en el que la Iglesia ve a Cristo, se concreta en la promoción de la
justicia. Ésta nunca podrá realizarse plenamente si los hombres no reconocen en
el necesitado, que pide ayuda para su vida, no a alguien inoportuno o como si
fuera una carga, sino la ocasión de un bien en sí, la posibilidad de una
riqueza mayor. Sólo esta conciencia dará la fuerza para afrontar el riesgo y el
cambio implícitos en toda iniciativa auténtica para ayudar a otro hombre. En
efecto, no se trata solamente de dar lo superfluo, sino de ayudar a pueblos
enteros —que están excluidos o marginados— a que entren en el círculo del
desarrollo económico y humano. Esto será posible no sólo utilizando lo
superfluo que nuestro mundo produce en abundancia, sino cambiando sobre todo
los estilos de vida, los modelos de producción y de consumo, las estructuras
consolidadas de poder que rigen hoy la sociedad. No se trata tampoco de
destruir instrumentos de organización social que han dado buena prueba de sí
mismos, sino de orientarlos según una concepción adecuada del bien común con
referencia a toda la familia humana. Hoy se está experimentando ya la llamada
«economía planetaria», fenómeno que no hay que despreciar, porque puede crear
oportunidades extraordinarias de mayor bienestar. Pero cada día se siente más
la necesidad de que a esta creciente internacionalización de la economía
correspondan adecuados órganos internacionales de control y de guía válidos,
que orienten la economía misma hacia el bien común, cosa que un Estado solo,
aunque fuese el más poderoso de la tierra, no es capaz de lograr. Para poder
conseguir este resultado, es necesario que aumente la concertación entre los
grandes países y que en los organismos internacionales estén igualmente
representados los intereses de toda la gran familia humana. Es preciso también
que a la hora de valorar las consecuencias de sus decisiones, tomen siempre en
consideración a los pueblos y países que tienen escaso peso en el mercado
internacional y que, por otra parte, cargan con toda una serie de necesidades
reales y acuciantes que requieren un mayor apoyo para un adecuado desarrollo.
Indudablemente, en este campo queda mucho por hacer.
59. Así pues, para que se ejercite la justicia y
tengan éxito los esfuerzos de los hombres para establecerla, es necesario el
don de la gracia, que viene de Dios. Por medio de ella, en colaboración con la
libertad de los hombres, se alcanza la misteriosa presencia de Dios en la
historia que es la Providencia.
La experiencia de novedad vivida en el seguimiento de
Cristo exige que sea comunicada a los demás hombres en la realidad concreta de
sus dificultades y luchas, problemas y desafíos, para que sean iluminadas y
hechas más humanas por la luz de la fe. Ésta, en efecto, no sólo ayuda a
encontrar soluciones, sino que hace humanamente soportables incluso las
situaciones de sufrimiento, para que el hombre no se pierda en ellas y no
olvide su dignidad y vocación.
La doctrina social, por otra parte, tiene una
importante dimensión interdisciplinar. Para encarnar cada vez mejor, en
contextos sociales económicos y políticos distintos, y continuamente
cambiantes, la única verdad sobre el hombre, esta doctrina entra en diálogo con
las diversas disciplinas que se ocupan del hombre, incorpora sus aportaciones y
les ayuda a abrirse a horizontes más amplios al servicio de cada persona,
conocida y amada en la plenitud de su vocación.
Junto a la dimensión interdisciplinar, hay que
recordar también la dimensión práctica y, en cierto sentido, experimental de
esta doctrina. Ella se sitúa en el cruce de la vida y de la conciencia
cristiana con las situaciones del mundo y se manifiesta en los esfuerzos que
realizan los individuos, las familias, cooperadores culturales y sociales,
políticos y hombres de Estado, para darles forma y aplicación en la historia.
60. Al enunciar los principios para la solución de la
cuestión obrera, León XIII escribía: «La solución de un problema tan arduo
requiere el concurso y la cooperación eficaz de otros»114. Estaba convencido de
que los graves problemas causados por la sociedad industrial podían ser
resueltos solamente mediante la colaboración entre todas las fuerzas. Esta
afirmación ha pasado a ser un elemento permanente de la doctrina social de la
Iglesia, y esto explica, entre otras cosas, por qué Juan XXIII dirigió su
encíclica sobre la paz a «todos los hombres de buena voluntad».
El Papa León, sin embargo, constataba con dolor que
las ideologías de aquel tiempo, especialmente el liberalismo y el marxismo,
rechazaban esta colaboración. Desde entonces han cambiado muchas cosas,
especialmente en los años más recientes. El mundo actual es cada vez más
consciente de que la solución de los graves problemas nacionales e
internacionales no es sólo cuestión de producción económica o de organización
jurídica o social, sino que requiere precisos valores ético-religiosos, así
como un cambio de mentalidad, de comportamiento y de estructuras. La Iglesia
siente vivamente la responsabilidad de ofrecer esta colaboración, y —como he
escrito en la encíclica Sollicitudo rei socialis— existe la fundada esperanza
de que también ese grupo numeroso de personas que no profesa una religión pueda
contribuir a dar el necesario fundamento ético a la cuestión social 115.
En el mismo documento he hecho también una llamada a
las Iglesias cristianas y a todas las grandes religiones del mundo,
invitándolas a ofrecer el testimonio unánime de las comunes convicciones acerca
de la dignidad del hombre, creado por Dios 116. En efecto, estoy persuadido de
que las religiones tendrán hoy y mañana una función eminente para la
conservación de la paz y para la construcción de una sociedad digna del hombre.
Por otra parte, la disponibilidad al diálogo y a la
colaboración incumbe a todos los hombres de buena voluntad y, en particular, a
las personas y los grupos que tienen una específica responsabilidad en el campo
político, económico y social, tanto a nivel nacional como internacional.
61. Fue «el yugo casi servil», al comienzo de la
sociedad industrial, lo que obligó a mi predecesor a tomar la palabra en
defensa del hombre. La Iglesia ha permanecido fiel a este compromiso en los
pasados cien años. Efectivamente, ha intervenido en el período turbulento de la
lucha de clases, después de la primera guerra mundial, para defender al hombre
de la explotación económica y de la tiranía de los sistemas totalitarios.
Después de la segunda guerra mundial, ha puesto la dignidad de la persona en el
centro de sus mensajes sociales, insistiendo en el destino universal de los
bienes materiales, sobre un orden social sin opresión basado en el espíritu de
colaboración y solidaridad. Luego, ha afirmado continuamente que la persona y
la sociedad no tienen necesidad solamente de estos bienes, sino también de los
valores espirituales y religiosos. Además, dándose cuenta cada vez mejor de que
demasiados hombres viven no en el bienestar del mundo occidental, sino en la
miseria de los países en vías de desarrollo y soportan una condición que sigue
siendo la del «yugo casi servil», la Iglesia ha sentido y sigue sintiendo la
obligación de denunciar tal realidad con toda claridad y franqueza, aunque sepa
que su grito no siempre será acogido favorablemente por todos.
A cien años de distancia de la publicación de la Rerum
novarum, la Iglesia se halla aún ante «cosas nuevas» y ante nuevos desafíos.
Por esto, el presente centenario debe corroborar en su compromiso a todos los
«hombres de buena voluntad» y, en concreto, a los creyentes.
62. Esta encíclica de ahora ha querido mirar al
pasado, pero sobre todo está orientada al futuro. Al igual que la Rerum
novarum, se sitúa casi en los umbrales del nuevo siglo y, con la ayuda divina,
se propone preparar su llegada.
En todo tiempo, la verdadera y perenne «novedad de las
cosas» viene de la infinita potencia divina: «He aquí que hago nuevas todas las
cosas» (Ap 21, 5). Estas palabras se refieren al cumplimiento de la historia,
cuando Cristo entregará «el reino a Dios Padre..., para que Dios sea todo en
todas las cosas» (1 Co 15, 24. 28). Pero el cristiano sabe que la novedad, que
esperamos en su plenitud a la vuelta del Señor, está presente ya desde la
creación del mundo, y precisamente desde que Dios se ha hecho hombre en Cristo
Jesús y con él y por él ha hecho «una nueva creación» (2 Co 5, 17; Ga 6, 15).
Al concluir esta encíclica doy gracias de nuevo a Dios
omnipotente, porque ha dado a su Iglesia la luz y la fuerza de acompañar al
hombre en el camino terreno hacia el destino eterno. También en el tercer
milenio la Iglesia será fiel en asumir el camino del hombre, consciente de que
no peregrina sola, sino con Cristo, su Señor. Es él quien ha asumido el camino
del hombre y lo guía, incluso cuando éste no se da cuenta.
Que María, la Madre del Redentor, la cual permanece
junto a Cristo en su camino hacia los hombres y con los hombres, y que precede
a la Iglesia en la peregrinación de la fe, acompañe con materna intercesión a
la humanidad hacia el próximo milenio, con fidelidad a Jesucristo, nuestro
Señor, que «es el mismo ayer y hoy y lo será por siempre» (cf. Hb 13, 8), en
cuyo nombre os bendigo a todos de corazón.
Dado en Roma, junto a san Pedro, el día 1 de mayo
—fiesta de san José obrero— del año 1991, décimo tercero de pontificado.
IOANNES PAULUS PP. II
1. León XIII, Enc. Rerum novarum (15 mayo 1891):
Leonis XIII P. M. Acta, XI, Romae 1892, 97-144.
2. Pío XI, Enc. Quadragesimo anno (15 mayo 1931): AAS
23 (1931), 177-228; Pío XII, Radiomensaje 1 junio 1941: AAS 33 (1941), 195-205;
Juan XXIII, Enc. Mater et Magistra (15 mayo 1961): AAS 53 (1961), 401-464;
Pablo VI, Cart. Apo. Octogesima adveniens (14 mayo 1971): AAS 63 (1971),
401-441).
3. Cf. Pío XI, Enc. Quadragesimo anno, III: l. c.,
228.
4. Enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987):
AAS 84 ( 1988), 513-586.
5. Cf. S. Ireneo, Adversus haereses, I, 10; III, 4, 1:
PG 7, 549 s.; 855 s.; S. Ch. 264, 154 s.; 211, 44-46.
6. León XIII, Enc. Rerum novarum: l. c., 132.
7. Cf., por ejemplo, León XIII, Enc. Arcanum divinae
sapientiae (10 febrero 1880): Leonis XIII P. M. Acta, II, Romae 1882, 10-40;
Enc. Diuturnum illud (29 junio 1881): Leonis XIII P. M. Acta, II, Romae 1882,
269-287; Enc. Libertas praestantissimum (20 junio 1888): Leonis XIII P. M.
Acta, VIII, Romae 1889, 212-246; Enc. Graves de communi (18 enero 1901): Leonis
XIII P. M. Acta, XXI, Romae 1902, 3-20.
8. Enc. Rerum novarum: l. c., 97.
9. Ibid.: l. c., 98.
10. Cf. ibid.: l. c., 109 s.
11. Cf. ibid., 16: descripción de las condiciones de
trabajo; asociaciones obreras anticristianas: l. c., 110 s.; 136 s.
12. Ibid.: l. c., 130; cf. también 114 s.
13. Ibid.: l. c., 130.
14. Ibid.: l. c., 123.
15. Cf. Enc. Laborem exercens, 1, 2, 6: l. c.,
578-583; 589-592.
16. Cf. Enc. Rerum novarum: l. c., 99-107.
17. Cf. ibid.: l. c., 102 s.
18. Cf, ibid.: l. c., 101-104.
19. Cf, ibid.: l. c., 134 s.; 137 s.
20. Ibid.: l. c., 135.
21. Ibid.: l. c., 128-129.
22. Ibid.: l. c., 129.
23. Ibid.: l. c., 129.
24. Ibid.: l. c., 130 s.
25. Ibid.: l. c., 131.
26. Cf. Declaración Universal de los Derechos del
Hombre.
27. Cf. Enc. Rerum novarum: l. c., 121-123.
28. Cf , ibid.: l. c., 127.
29. Ibid.: l. c., 126.
30. Cf. Declaración Universal de los Derechos del
Hombre; Declaración sobre la eliminación de toda forma de intolerancia y
discriminación fundadas en la religión o en la convicción.
31. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Declaración Dignitatis
humanae sobre la libertad religiosa, Juan Pablo II, Carta a los Jefes de Estado
(1 septiembre 1980): AAS 72 (1980),1252-1260; Mensaje para la Jornada Mundial
de la Paz 1988: AAS 80 (1988), 278-286.
32. Cf. Enc. Rerum novarum: l. c., 99-105; 130 s.;
135.
33. Ibid.: l. c., 125.
34. Cf. Enc. Sollicitudo rei socialis, 38-40; l. c., 564-569; Juan XXIII, Enc. Mater
et Magistra, l. c., 407.
35. Cf. León XIII, Enc. Rerum novarum: l. c., 114-116;
Pío XI, Enc. Quadragesimo anno, III: l. c., 208; Pablo VI, Homilía en la misa
de clausura del Año Santo (25 diciembre 1975): AAS 68 (1976), 145; Mensaje para
la Jornada Mundial de la Paz 1977: AAS 68 ( 1976), 709.
36. Enc. Sollicitudo rei socialis, 42: l. c., 572.
37. Cf. León XIII, Enc. Rerum novarum: l. c., 101
s.;104 s.; 130 s.; 136.
38. Conc. Ecum. Vat. II, Const, past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
24.
39. Enc. Rerum novarum: l. c., 99.
40. Cf. Enc. Sollicitudo rei socialis, 15, 28: l. c., 530; 548 s.
41. Cf. Enc. Laborem exercens, 11-15: l. c., 602-618.
42. Pío XI, Enc. Quadragesimo anno, III: l. c., 213.
43. Cf. Enc. Rerum novarum: l.c., 121-125.
44. Cf. Enc. Laborem exercens, 20: l. c., 629-632; Discurso a la Organización
Internacional del Trabajo (O.I.T.) en Ginebra (15 junio 1982): Insegnamenti V/2
(1982), 2250-2266; Pablo VI, Discurso a la misma Organización ( 10 junio 1969):
AAS 61 ( 1969), 491-502.
45. Cf. Enc. Laborem exercens, 8: l. c., 594-598.
46. Cf. Pío XI, Enc. Quadragesimo anno: l. c., 181.
47. Cf. Enc. Arcanum divinae sapientiae ( 10 febrero
1880): Leonis XIII P. M. Acta, II, Romae 1882, 10-40; Enc. Diuturnum illud (29
junio 1881): Leonis XIII P. M. Acta, II, Romae 1882, 269-287; Enc. Immortale
Dei ( 1 noviembre 1885 ): Leonis XIII P. M. Acta, V, Romae 1886, 118-150; Enc.
Sapientiae christianae (10 enero 1890): Leonis XIII P. M. Acta, X, Romae
1891,10-41; Enc. Quod Apostolici muneris (28 diciembre 1878): Leonis XIII P. M.
Acta, I, Romae 1881,170-183; Enc. Libertas praestantissimum (20 junio 1888):
Leonis XIII P. M. Acta, VIII, Romae 1889, 212-246.
48. Cf. León XIII, Enc. Libertas praestantissimum: l.
c., 224-226.
49. Cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz
1980: AAS 71 (1979), 1572-1580.
50. Cf. Enc. Sollicitudo rei socialis, 20: l. c., 536
s.
51. Cf. Juan XXIII, Enc. Pacem in terris (11 abril 1963), III; AAS 55 ( 1963 ),
286-289.
52. Cf. Declaración Universal de los Derechos del
Hombre, de 1948; Juan XXI I I, Enc. Pacem in terris, IV: l. c., 291-296; «Acta
Final» de la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa (CSCE),
Helsinki 1975.
53. Cf. Pablo VI, Enc. Populorum progressio (26 marzo
1967), 61-65: AAS 59 (1967), 287-289.
54. Cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz
1980: l. c., 1572-1580.
55. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Gaudium et spes, Const.
past. sobre la Iglesia en el mundo actual, 36; 39.
56. Cf. Exh. Ap. Christifideles laici (30 diciembre
1988), 32-44: ASS 81 (1989), 431-481.
57. Cf. Enc. Laborem exercens, 20: l. c., 629-632.
58. Congregación para la Doctrina de la Fe,
Instrucción sobre la libertad cristiana y la liberación Libertatis conscientia
(22 marzo 1986): ASS 79 (1987), 554-559.
59. Cf. Discurso en la sede del Consejo de la
C.E.A.O., en ocasión del X aniversario de la «Llamada a favor del Sahel»
(Ouagadougou, Burkina Faso, 29 enero 1990): ASS 82 (1990), 816-821.
60. Cf. Juan XXIII, Enc. Pacem in terris, III: l, c.,
286-288.
61. Cf. Enc. Sollicitudo rei socialis, 27-28: l. c.,
547-550; Pablo VI, Enc. Populorum progressio, 43-44: l. c., 278 s.
62. Cf. Enc. Sollicitudo rei socialis, 29-31: l. c.,
550-556.
63. Cf. Acta de Helsinki y Acuerdo de Viena; León
XIII, Enc. Libertas praestantissimum: l. c., 215-217.
64. Cf. Enc. Redemptoris missio (7 diciembre 1990):
L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 25 enero 1991.
65. Cf. Enc, Rerum novarum: l. c., 99-107; 131-133.
66. Ibid.: l. c., 111.113 s.
67. Cf, Pío XI, Enc. Quadragesimo anno, II: l. c.,
191; Pío XII, Radiomensaje, 1 de junio de 1941: l, c., 199; Juan XXIII, Enc. Mater et Magistra: l. c., 428-429; Pablo VI, Enc.
Populorum progressio, 22-24: l. c., 268 s.
68. Const, past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
69; 71.
69 Discurso a los Obispos latinoamericanos en Puebla,
28 de enero de 1979, III, 4: AAS 71 (1979),199-201; Enc, Laborem exercens, 14:
l. c., 612-616; Enc. Sollicitudo rei socialis, 42: l. c., 572-574.
70. Cf. Enc. Sollicitudo rei socialis, 15: l.c.,
528-531.
71.Cf. Enc. Laborem exercens, 21: l.c., 632-634.
72. Cf. Pablo VI, Enc. Populorum progressio, 33-42: l.
c., 273-278.
73. Cf. Enc. Laborem exercens, 7: l.c., 592-594.
74. Cf. ibid., 8: l. c., 594-598.
75. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
35; Pablo VI, Enc. Populorum progressio, 19: l. c., 266 s.
76. Cf. Enc. Sollicitudo rei socialis, 34: l. c., 559
s.; Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1990: AAS 82 ( 1990), 147-156.
77. Cf. Exh. Ap. Reconciliatio et paenitentia (2
diciembre 1984), 16: AAS 77 (1985), 213-217; Pío XI, Enc. Quadragesimo anno,
III: l. c., 219.
78. Enc. Sollicitudo rei socialis, 25: l. c., 544.
79. Ibid., 34: l. c., 559 s.
80. Cf. Enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979), 15: AAS 71 ( 1979), 286-289.
81. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const, past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
24.
82. Cf . ibid., 41.
83. Cf. ibid., 26.
84. Cf. ibid. Pablo VI, Cart. Ap. Octogesima
adveniens, 2-5: L. c., 402-405.
85. Cf. Enc. Laborem exercens, 15: l. c., 616-618.
86. Cf. ibid,, 10: l. c., 600-602.
87. Cf, ibid,, 14: l. c., 612-616.
88. Cf. ibid., 18: l. c., 622-625.
89. Cf. Enc. Rerum novarum: l. c., 126-128.
90. Cf. ibid.: l. c., 121 s,
91. Cf. León XIII, Enc. Libertas praestantissimum: l.
c., 224-226.
92. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
76.
93. Cf. ibid., 29; Pío XII, Radiomensaje de Navidad
(24 diciembre 1944): AAS 37 (1945), 10-20.
94. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Declaración Dignitatis
humanae, sobre la libertad religiosa.
95. Cf. Enc. Redemptoris missio, 11: L'Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 25 enero 1991.
96. Enc. Redemptor hominis, 17: l. c., 270-272.
97. Cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz
1988: l. c., 1572-1580; Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1991:
L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 21 diciembre 1990; Conc.
Ecum. Vat. II, Declaración Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa 1-2.
98. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
26.
99. Cf. ibid., 22.
100. Cf. Pío XI, Enc. Quadragesimo anno, I: l.c.,
184-186.
101. Cf. Exh. Ap. Familiaris consortio (22 noviembre
1981), 45: AAS 74 (1982), 136 s.
102. Cf. Alocución a la UNESCO (2 junio 1980): AAS 72
(1980), 735-752.
103. Cf. Enc. Redemptoris missio, 39; 52:
L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 25 enero 1991.
104. Cf. Benedicto XV, Exh. Ubi primum (8 setiembre
1914): AAS 6 (1914), 501 s.; Pío XI, Radiomensaje a todos los fieles católicos
y a todo el mundo (29 setiembre 1938): AAS 30 (1938), 309 s.; Pío XII,
Radiomensaje a todo el mundo (24 agosto 1939): AAS 31 (1939), 333-335; Juan
XXIII, Enc. Pacem in terris, III: l c., 285-289; Pablo VI, Discurso a la O.N.U.
(4 octubre 1965): AAS 57 ( 1965 ), 877-885.
105. Cf. Pablo VI, Enc. Populorum progressio, 76-77:
l. c., 294 s.
106. Cf. Exh. Ap. Familiaris consortio, 48: l. c., 139
s.
107. Enc. Rerum novarum: l. c., 107.
108. Cf. Enc. Redemptor hominis, 13: l. c., 283.
109. Ibid., 14: l. c., 284 s.
110. Pablo VI, Homilía en la última sesión pública del
Concilio Vaticano II (7 diciembre 1965): AAS 58 (1966), 58.
111. Enc. Sollicitudo rei socialis, 41: l. c., 571.
112. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
76; cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptor
hominis, 13: l. c., 283.
113. Enc. Rerum novarum: l. c., 143.
114. Ibid., 13: l.c., 107.
115. Cf. Sollicitudo rei socialis, 38: l. c., 564-566.
116. Cf. ibid., 47: l. c., 582.
No hay comentarios:
Publicar un comentario