a los Obispos de la Iglesia Católica
sobre la relación entre los dones jerárquicos y
carismáticos
para la vida y misión de la Iglesia
Congregación para la Doctrina de la Fe, 15-5-2016
Introducción
Los dones del Espíritu Santo en la Iglesia en misión
La Iglesia rejuvenece (Iuvenescit Ecclesia) por el
poder del Evangelio y el Espíritu continuamente la renueva, edificándola y
guiándola «con diversos dones jerárquicos y carismáticos»[1]. El Concilio
Vaticano II ha subrayado en repetidas ocasiones la maravillosa obra del
Espíritu Santo que santifica al Pueblo de Dios, lo guía, lo adorna con virtudes
y lo enriquece con gracias especiales para su edificación. Multiforme es la
acción del divino Paráclito en la Iglesia, como les gusta resaltar los Padres.
Juan Crisóstomo escribe: «Porque —pregunto—, ¿hay alguna de cuantas gracias
operan nuestra salvación, que no nos haya sido dispensada a través del Espíritu
Santo? Por él somos liberados de la esclavitud, llamados a la libertad, elevados
a la adopción, somos — por decirlo así — plasmados de nuevo, y deponemos la
pesada y fétida carga de nuestros pecados; gracias al Espíritu Santo vemos los
coros de los sacerdotes, tenemos el colegio de los doctores; de esta fuente
manan los dones de revelación y las gracias de curar, y todos los demás
carismas con que la Iglesia de Dios suele estar adornada emanan de este
venero»[2]. Gracias a la vida misma de la Iglesia, a las numerosas
intervenciones del Magisterio y la investigación teológica, ha crecido
felizmente la consciencia de la acción multiforme del Espíritu Santo en la
Iglesia, suscitando así una especial atención a los dones carismáticos, de los
cuales, en todo momento, el Pueblo de Dios se ha enriquecido con el desempeño
de su misión.
La tarea de comunicar con eficacia el Evangelio es
particularmente urgente en nuestro tiempo.
Evangelii gaudium, recuerda que «si algo debe
inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos
nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con
Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de
sentido y de vida»[3]. La llamada a ser Iglesia “en salida”[4] lleva a releer
toda la vida cristiana en clave misionera. La tarea de la evangelización
concierne a todas las áreas de la Iglesia: la pastoral ordinaria, el anuncio a
los que han abandonado la fe cristiana, y en particular a aquellos que nunca
han sido alcanzados por el Evangelio de Jesús o que siempre lo han
rechazado[5]. En esta tarea indispensable de la nueva evangelización es más
necesario que nunca reconocer y apreciar los muchos carismas que pueden
despertar y alimentar la vida de fe del Pueblo de Dios.
Los grupos eclesiales multiformes
Tanto antes como después del Concilio Vaticano II han
surgido numerosos grupos eclesiales que constituyen un gran recurso de
renovación para la Iglesia y para la urgente «conversión pastoral y
misionera»[6]de toda la vida eclesial. Al valor y riqueza de todas las
asociaciones tradicionales, caracterizadas por fines particulares, así como
también de los Institutos de vida consagrada, se suman aquellas realidades más
recientes que pueden ser descritas como agregaciones de fieles, movimientos
eclesiales y nuevas comunidades, sobre los cuales profundiza este documento.
Estas no pueden simplemente ser entendidas como un asociarse voluntario de
personas con el fin de perseguir un objetivo particular de naturaleza religiosa
o social. El carácter de «movimiento» las distingue en el panorama eclesial
como realidades fuertemente dinámicas, capaces de despertar particular
atracción por el Evangelio y de sugerir una propuesta de vida cristiana
tendencialmente global, que toca todos los aspectos de la existencia humana. El
agregarse de los fieles con un intenso compartir la existencia, con el fin de
aumentar la vida de la fe, la esperanza y la caridad, expresa bien la dinámica
eclesial como misterio de comunión para la misión y se manifiesta como un signo
de unidad de la Iglesia en Cristo. En este sentido, estos grupos eclesiales,
derivados de un carisma compartido, tienden a tener como objetivo «el fin
general apostólico de la Iglesia»[7]. En esta perspectiva, los grupos de
fieles, movimientos eclesiales y nuevas comunidades proponen formas renovadas
de seguimiento de Cristo en los que profundizar la communio cum Deo y la
communio fidelium, llevando a los nuevos contextos sociales la atracción del
encuentro con el Señor Jesús y la belleza de la existencia cristiana vivida
integralmente.
En tales realidades se expresa también una forma peculiar de
misión y testimonio, tanto para fomentar y desarrollar una aguda conciencia de
la propia vocación cristiana como para proponer itinerarios estables de
formación cristiana y caminos de perfección evangélica. Estos grupos
asociativos, de acuerdo con los diferentes carismas, pueden también expresarse
en diferentes estados de vida (fieles laicos, presbíteros y miembros de la vida
consagrada), manifestando así la multiforme riqueza de la comunión eclesial. La
fuerte capacidad de agregación de estas realidades es una señal importante de
que la Iglesia no crece «por proselitismo sino “por atracción”»[8].
Juan Pablo II, dirigiéndose a los representantes de
los movimientos y de las nuevas comunidades reconoció en ellos una «respuesta
providencial»[9], suscitada por el Espíritu Santo a la necesidad de comunicar
de manera convincente el Evangelio en el mundo, teniendo en cuenta los grandes
procesos de cambio que se producen lugar a nivel planetario, a menudo marcados
por una cultura fuertemente secularizada. Este fermento del Espíritu «ha
aportado a la vida de la Iglesia una novedad inesperada, a veces incluso
sorprendente»[10]. El mismo Pontífice ha recordado que para todos estos grupos
eclesiales se abre el momento de la «madurez eclesial», que implica su pleno
desarrollo e inserción «en las Iglesias locales y en las parroquias,
permaneciendo siempre en comunión con los pastores y atentos a sus
indicaciones»[11]. Estas nuevas realidades, de cuya existencia el corazón de la
Iglesia se llena de alegría y gratitud, están llamadas a relacionarse
positivamente con todos los demás dones presentes en la vida de la Iglesia.
Propósito de este documento
La Congregación para la Doctrina de la Fe con este
documento tiene la intención de recordar, en vista de la relación entre «dones
jerárquicos y carismáticos», aquellos elementos teológicos y eclesiológicos
cuya comprensión puede favorecer una participación fecunda y ordenada de las
nuevas agregaciones a la comunión y a la misión de la Iglesia. Para este fin se
presentan inicialmente algunos elementos claves, tanto de la doctrina sobre los
carismas, como se expresa en el Nuevo Testamento, como la reflexión magisterial
sobre estas nuevas realidades. Posteriormente, a partir de algunos principios
de orden teológico sistemático, se ofrecen elementos de identidad de los dones
jerárquicos y carismáticos, junto con algunos criterios para el discernimiento
de los nuevos grupos eclesiales.
El carisma de acuerdo con el Nuevo Testamento
Gracia y carisma
«Carisma» es la trascripción de la palabra griega
chárisma, cuyo uso es frecuente en las Cartas paulinas y también en la primera
Carta de Pedro. Tiene el significado general de «don generoso» y en el Nuevo
Testamento sólo se utiliza en referencia a los dones divinos. En algunos
pasajes, el contexto le da un significado más preciso (cf. Rm 12, 6; 1Co 12, 4.
31;1Pe 4, 10), cuya característica fundamental es la distribución diferenciada
de dones[12]. Eso constituye también el sentido que prevalece en las lenguas
modernas de las palabras derivadas de este vocablo griego. Cada carisma no es
un don concedido a todos (cf. 1Co 12, 30), a diferencia de las gracias
fundamentales, como la gracia santificante, o los dones de la fe, la esperanza
y la caridad, que son indispensables para cada cristiano. Los carismas son
dones especiales que el Espíritu distribuye «como él quiere» (1Co 12, 11). Para
dar cuenta de la presencia necesaria de los diferentes carismas en la Iglesia,
los dos textos más explícitos (Rm 12, 4-8; 1Co 12, 12-30) usan la comparación
con el cuerpo humano: «Porque así como en un solo cuerpo tenemos muchos
miembros con diversas funciones, también todos nosotros formamos un solo Cuerpo
en Cristo, y en lo que respecta a cada uno, somos miembros los unos de los
otros. Conforme a la gracia que Dios nos ha dado, todos tenemos aptitudes
diferentes. El que tiene el don de la profecía, que lo ejerza según la medida
de la fe» (Rm 12, 4-6). Entre los miembros del cuerpo, la diversidad no es una
anomalía que debe evitarse, por lo contrario es una necesidad benéfica, que
hace posible llevar a cabo las diversas funciones vitales. «Porque si todos
fueran un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? De hecho, hay muchos
miembros, pero el cuerpo es uno solo»(1Co 12, 19-20). Una estrecha relación
entre los carismas particulares y la gracia de Dios es afirmada por Pablo en Rm
12, 6 y por Pedro en 1Pe 4, 10[13]. Los carismas son reconocidos como una
manifestación de «la multiforme gracia de Dios» (1Pe 4, 10). No son, por lo
tanto, simples capacidades humanas. Su origen divino se expresa de diferentes
maneras: según algunos textos provienen de Dios (cf. Rm 12, 3; 1Co 12, 28; 2Ti
1, 6; 1Pe 4, 10); según Ef 4, 7, provienen de Cristo; según 1Co12, 4-11, del
Espíritu. Dado que este pasaje es el más insistente (nombra siete veces al
Espíritu), los carismas se presentan generalmente como una «manifestación del
Espíritu» (1 Co12, 7). Está claro, sin embargo, que esta atribución no es
exclusiva y no contradice las dos anteriores. Los dones de Dios siempre
implican todo el horizonte trinitario, como ha sido siempre afirmado por la
teología desde sus inicios, tanto en Occidente como en Oriente[14].
Dones otorgados “ad utilitatem” y el primado de la
caridad
En1 Co12, 7 Pablo declara que «en cada uno, el
Espíritu se manifiesta para el bien común», porque la mayoría de los dones
mencionados por el Apóstol, aunque no todos, tienen directamente una utilidad
común. Esta destinación a la edificación de todos ha sido bien entendida, por
ejemplo, por San Basilio el Grande, cuando dice: «Y estos dones cada uno los
recibe más para los demás que para sí mismo […]. En la vida ordinaria, es
necesario que la fuerza del Espíritu Santo dada a uno se transmita a todos.
Quien vive por su cuenta, tal vez puede tener un carisma, pero lo hace inútil
conservándolo inactivo, porque lo ha enterrado dentro de sí»[15]. Pablo, sin
embargo, no excluye que un carisma pueda ser útil sólo para la persona que lo ha
recibido. Tal es el caso de hablar en lenguas, diferente bajo este aspecto, al
don de la profecía[16]. Los carismas que tienen utilidad común, sean de palabra
(«palabra de sabiduría», «palabra de conocimiento», «profecía», «palabra de
exhortación») o de acción («ejecución de potencias», «dones del ministerio, de
gobierno»), también tienen una utilidad personal, porque su servicio al bien
común favorece, en aquellos que los poseen, el progreso en la caridad. Pablo
recuerda, a este respecto, que, si falta la caridad, incluso los carismas
superiores no ayudan a la persona que los recibe (cf.1 Co13, 1-3). Un pasaje
severo del Evangelio de Mateo (Mt7, 22-23) expresa la misma realidad: el
ejercicio de los carismas vistosos (profecías, exorcismos, milagros), por desgracia,
puede coexistir con la ausencia de una auténtica relación con el Salvador. Como
resultado, tanto Pedro como Pablo insisten en la necesidad de orientar todos
los carismas a la caridad. Pedro da una regla general: «pongan al servicio de
los demás los dones que han recibido, como buenos administradores de la
multiforme gracia de Dios» (1 Pe4, 10). Pablo se refiere, en particular, al uso
de los carismas en las manifestaciones de la comunidad cristiana y dice, «todo
sirva para la edificación común» (1Co14, 26).
La variedad de los carismas
En algunos textos nos encontramos con una lista de
dones, a veces resumida (cf. 1Pe 4, 10), otras veces más detallada (cf. 1Co 12,
8-10.28-30; Rm 12, 6-8). Entre los que se enumeran hay dones excepcionales (de
curación, de ejecución de poderes, de variedad de lenguas) y dones ordinarios
(enseñanza, servicio, beneficencia), ministerios para la guía de la comunidad
(cf. Ef 4, 11) y dones concedidos por la imposición de las manos (cf. 1Ti 4,
14; 2 Ti 1, 6). No siempre está claro si todos estos dones son considerados
como «carismas» propiamente dichos. Los dones excepcionales, mencionados
repetidamente en 1Co 12-14, de hecho desaparecen en textos posteriores; la
lista de Rm 12, 6-8 presenta únicamente carismas menos visibles, que tienen una
utilidad constante para la vida de la comunidad cristiana. Ninguna de estas
listas pretende ser completa. En otros lugares, por ejemplo, Pablo sugiere que
la elección del celibato por amor de Cristo se entiende como fruto de un
carisma, así como la del matrimonio (cf. 1Co 7, 7, en el contexto de todo el
capítulo). Sus ejemplos dependen del grado de desarrollo alcanzado por la
Iglesia de la época y que son por lo tanto susceptibles a otras adiciones. La
Iglesia, en efecto, siempre crece en el tiempo a través de la acción
vivificante del Espíritu.
El buen ejercicio de los carismas en la comunidad
eclesial
A partir de estos resultados, es evidente que no se da
en los textos bíblicos un contraste entre los diferentes carismas, sino más
bien una conexión armónica y complementaria. La antítesis entre una Iglesia
institucional del tipo judeocristiano y una Iglesia carismática del tipo
paulino, afirmada por ciertas interpretaciones eclesiológicas reductivas, no
tiene en realidad una base en los textos del Nuevo Testamento. Lejos de situar
carismas en un lado y realidades institucionales en otro, o de oponer una
Iglesia “de la caridad” a una Iglesia de la “institución”, Pablo recoge en una
única lista a los que son portadores de carismas de autoridad y enseñanza,
carismas que ayudan en la vida ordinaria de la comunidad y carismas más
sensacionales (cf. 1Co 12, 28)[17]. El mismo Pablo describe su ministerio como
apóstol como «ministerio del Espíritu»(2 Co3, 8). Se siente investido de la
autoridad (exousía), que le dio el Señor (cf. 2Co 10, 8; 13, 10), una autoridad
que se extiende también sobre los carismáticos. Tanto él como Pedro dan a los
carismáticos instrucciones sobre la manera de ejercitar los carismas. Su
actitud es en primer lugar de recepción favorable; se muestran convencidos del
origen divino de los carismas; sin embargo, no los consideran como dones que
autorizan para substraerse de la obediencia a la jerarquía eclesial o que den
derecho a un ministerio autónomo. Pablo es conscientes de los inconvenientes
que un ejercicio desordenado de los carismas puede provocar en la comunidad
cristiana[18]. El Apóstol entonces interviene con autoridad para establecer
reglas precisas para el ejercicio de los carismas «en la Iglesia» (1Co 14,
19,28), es decir, en las reuniones de la comunidad (cf. 1Co 14, 23.26). Limita,
por ejemplo, la práctica de la glosolalia[19]. También se dan reglas similares
para el don de la profecía (cf. 1Co 14, 29-31)[20].
Dones jerárquicos y carismáticos
En resumen, a partir de un examen de los textos
bíblicos referentes a los carismas, resulta que el Nuevo Testamento, si bien no
ofrece una enseñanza sistemática completa, presenta afirmaciones muy
importantes que guían la reflexión y la praxis eclesial. También hay que
reconocer que no encontramos un uso unívoco del término “carisma”; sino que más
bien debe considerarse una variedad de significados, que la reflexión teológica
y el Magisterio ayudan a entender en el contexto de una visión de conjunto del
misterio de la Iglesia. En este documento, la atención se centra en el binomio
evidenciado en el n. 4 de la Constitución dogmática Lumen gentium: dones
jerárquicos y carismáticos, las relaciones entre ellos aparecen estrechas y
articuladas. Tienen el mismo origen y el mismo propósito. Son dones de Dios,
del Espíritu Santo, de Cristo, dados para contribuir de diferentes maneras, a
la edificación de la Iglesia. Quien ha recibido el don de guiar en la Iglesia
también tiene la tarea de vigilar sobre el correcto funcionamiento de los otros
carismas, para que todo contribuya al bien de la Iglesia y su misión
evangelizadora, sabiendo que es el Espíritu Santo quien distribuye los dones
carismáticos en cada uno como quiere (cf. 1Co 12, 11). El mismo Espíritu da a
la jerarquía de la Iglesia, la capacidad de discernir los carismas auténticos,
para recibirlos con alegría y gratitud, para promoverlos con generosidad y
acompañarlos con paterna vigilancia. La historia misma es testimonio de las
muchas formas de la acción del Espíritu, por la cual la Iglesia, edificada
«sobre los apóstoles y los profetas, que son los cimientos, mientras que la
piedra angular es el mismo Jesucristo»(Ef2, 20), vive su misión en el mundo.
La relación entre dones jerárquicos y carismáticos en
el Magisterio reciente
El Concilio Vaticano II
El surgir de los diferentes carismas nunca ha faltado
en el transcurso de la historia secular eclesiástica, sin embargo, sólo
recientemente se ha desarrollado una reflexión sistemática sobre ellos. En este
sentido, un espacio significativo para la doctrina sobre los carismas se
encuentra en el Magisterio de Pío XII en Mystici Corporis[21], mientras que un
paso decisivo en la correcta comprensión de la relación entre los diversos
dones jerárquicos y carismáticos se realiza con las enseñanzas del Concilio
Vaticano II. Los pasajes relevantes en este sentido[22]indican en la vida de la
Iglesia, además de la Palabra de Dios escrita y transmitida, de los sacramentos
y el ministerio jerárquico ordenado, la presencia de dones, de gracias especiales
o carismas dados por el Espíritu entre los fieles de todas las condiciones. El
pasaje emblemático en este sentido es el que ofrece la Lumen gentium, 4: «El
Espíritu […] guía la Iglesia a toda la verdad (cf. Jn 16, 13), la unifica en
comunión y ministerio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y
carismáticos y la embellece con sus frutos (cf. Ef 4, 11-12; 1Co 12,4; Ga 5,22)»[23]. De ese
modo, la Constitución dogmática Lumen gentium, en la presentación de los dones
del mismo Espíritu, destaca, por la distinción entre los diversos dones
jerárquicos y carismáticos, su diferencia en la unidad.
Significativas son
también las afirmaciones de la Lumen gentium 12 sobre la realidad carismática,
en el contexto de la participación del Pueblo de Dios en la misión profética de
Cristo, en el cual se reconoce cómo el Espíritu Santo «no sólo santifica y
dirige el Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los misterios y le adorna
con virtudes»,sino que «también distribuye gracias especiales entre los fieles de
cualquier condición, distribuyendo a cada uno según quiere (1 Co12, 11) sus
dones, con los que les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y
deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la
Iglesia».
Finalmente, se describe su pluralidad y sentido
providencial: «estos carismas, tanto los extraordinarios como los más comunes y
difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo»[24].Consideraciones
similares se encuentran también en el Decreto conciliar sobre el apostolado de
los laicos[25]. El mismo documento señala cómo tales dones no deban ser
considerado como opcionales en la vida de la Iglesia; más bien «la recepción de
estos carismas, incluso de los más sencillos, procede a cada uno de los
creyentes el derecho y la obligación de ejercitarlos para bien de los hombres y
edificación de la Iglesia, ya en la Iglesia misma, ya en el mundo, en la
libertad del Espíritu Santo»[26].Por lo tanto, los carismas auténticos deben
ser considerados como dones de importancia irrenunciable para la vida y para la
misión de la Iglesia. Es constante, por último, en la enseñanza conciliar, el
reconocimiento del papel esencial de los pastores en el discernimiento de los
carismas y en su ejercicio ordenado dentro de la comunión eclesial[27].
El Magisterio post-conciliar
En el período que siguió al Concilio Vaticano II, las
intervenciones del Magisterio en este sentido se han multiplicado[28]. Para
ello ha contribuido la creciente vitalidad de los nuevos movimientos,
agrupaciones de fieles y comunidades eclesiales, junto con la necesidad de
aclarar la ubicación de la vida consagrada en la Iglesia[29]. Juan Pablo II en
su Magisterio ha insistido sobre todo en el principio de co-esencialidad de
estos dones: «En varias ocasiones he subrayado que no existe contraste o
contraposición en la Iglesia entre la dimensión institucional y la dimensión
carismática, de la que los movimientos son una expresión significativa. Ambas
son igualmente esenciales para la constitución divina de la Iglesia fundada por
Jesús, porque contribuyen a hacer presente el misterio de Cristo y su obra
salvífica en el mundo»[30].
El Papa Benedicto XVI, además de confirmar su
co-esencialidad, ha profundizado la afirmación de su predecesor, recordando que
«en la Iglesia también las instituciones esenciales son carismáticas y, por
otra parte, los carismas deben institucionalizarse de un modo u otro para tener
coherencia y continuidad. Así ambas dimensiones, suscitadas por el mismo
Espíritu Santo para el mismo Cuerpo de Cristo, concurren juntas para hacer
presente el misterio y la obra salvífica de Cristo en el mundo»[31]. Los dones
jerárquicos y carismáticos están recíprocamente relacionados desde sus
orígenes. El Santo Padre Francisco, por último, recordó la «armonía» que el Espíritu
crea entre los diferentes dones, y ha convocado a las agregaciones carismáticas
a la apertura misionera, a la obediencia necesaria a los pastores[32]y la
inmanencia eclesial, ya que «es en el seno de la comunidad donde brotan y
florecen los dones con los cuales nos colma el Padre; y es en el seno de la
comunidad donde se aprende a reconocerlos como un signo de su amor por todos
sus hijos»[33]. En última instancia, es posible reconocer una convergencia del
reciente Magisterio eclesial sobre la co-esencialidad entre los dones
jerárquicos y carismáticos. Su oposición, así como su yuxtaposición, sería
signo de una comprensión errónea o insuficiente de la acción del Espíritu Santo
en la vida y misión de la Iglesia.
III. Base teológica de la relación entre dones
jerárquicos y carismáticos
Horizonte trinitario y cristológico de los dones del
Espíritu Santo
Con el fin de comprender las razones subyacentes de
las relaciones co-esenciales entre dones jerárquicos y carismáticos es oportuno
recordar su fundamento teológico. De hecho, la necesidad de superar cualquier
confrontación estéril o extrínseca yuxtaposición entre los dones jerárquicos y
carismáticos, se exige por la misma economía de la salvación, que incluye la
relación intrínseca entre las misiones del Verbo encarnado y del Espíritu
Santo. De hecho, todo don del Padre implica la referencia a la acción conjunta
y diferenciada de las misiones divinas: todo don procede del Padre, por el
Hijo, en el Espíritu Santo. El don del Espíritu en la Iglesia está ligado a la
misión del Hijo, insuperablemente cumplida en su misterio pascual. Jesús mismo
relaciona el cumplimiento de su misión al envío del Espíritu en la comunidad
creyente[34]. Por esta razón, el Espíritu Santo no puede de ninguna manera
inaugurar una economía diferente a la del Logos divino encarnado, crucificado y
resucitado[35]. De hecho, toda la economía sacramental de la Iglesia es la
realización pneumatológica de la encarnación: por lo que el Espíritu Santo es
considerado por la tradición como el alma de la Iglesia, Cuerpo de Cristo. La
acción de Dios en la historia implica siempre la relación entre el Hijo y el
Espíritu Santo, a quien Ireneo de Lyon sugestivamente llama «las dos manos del
Padre»[36].En este sentido, todos los dones del Espíritu están en relación con
el Verbo hecho carne[37].
El vínculo originario entre los dones jerárquicos,
conferidos con la gracia sacramental del Orden, y los dones carismáticos,
distribuidos libremente por el Espíritu Santo, tiene su raíz última en la
relación entre el Logos divino encarnado y el Espíritu Santo, que es siempre
Espíritu del Padre y del Hijo. Para evitar visiones teológicas equívocas que
postularían una «Iglesia del Espíritu», separada y distinta de la Iglesia
jerárquica-institucional, hay que subrayar cómo las dos misiones divinas se
implican entre sí en todo don concedido a la Iglesia. De hecho, la misión de
Jesucristo implica, ya en su interior, la acción del Espíritu. Juan Pablo II,
en su encíclica sobre el Espíritu Santo, Dominum et vivificantem, había
demostrado la importancia crucial de la acción del Espíritu en la misión del
Hijo[38]. Benedicto XVI lo ha profundizado en la Exhortación Apostólica
Sacramentum caritatis, recordando que el Paráclito «que actúa ya en la creación
(cf. Gn 1, 2), está plenamente presente en toda la vida del Verbo encarnado».
Jesucristo «fue concebido por la Virgen María por obra del Espíritu Santo (cf.
Mt 1, 18; Lc 1, 35); al comienzo de su misión pública, a orillas del Jordán, lo
ve bajar sobre sí en forma de paloma (cf.Mt3, 16 y par.); en este mismo
Espíritu actúa, habla y se llena de gozo (cf. Lc 10, 21), y por Él se ofrece a
sí mismo (cf. Hb 9, 14). En los llamados “discursos de despedida” recopilados
por Juan, Jesús establece una clara relación entre el don de su vida en el
misterio pascual y el don del Espíritu a los suyos (cf.Jn16, 7). Una vez
resucitado, llevando en su carne las señales de la pasión, Él infunde el
Espíritu (cf. Jn 20, 22), haciendo a los suyos partícipes de su propia misión
(cf. Jn 20, 21). Será el Espíritu quien enseñe después a los discípulos todas
las cosas y les recuerde todo lo que Cristo ha dicho (cf. Jn 14, 26), porque
corresponde a Él, como Espíritu de la verdad (cf. Jn 15, 26), guiarlos hasta la
verdad completa (cf. Jn 16, 13). En el relato de los Hechos, el Espíritu
desciende sobre los Apóstoles reunidos en oración con María el día de
Pentecostés (cf. 2, 1-4), y los anima a la misión de anunciar a todos los
pueblos la buena noticia»[39].
La acción del Espíritu Santo en los dones jerárquicos
y carismáticos
Evidenciar el horizonte trinitario y cristológico de
los dones divinos también ilumina la relación entre los dones jerárquicos y
carismáticos. De hecho, en los dones jerárquicos, en cuanto están relacionados
con el sacramento del Orden, es evidente la relación con la acción salvífica de
Cristo, como por ejemplo la institución de la Eucaristía (cf. Lc 22, 19s; 1Co
11, 25), el poder de perdonar los pecados (cf. Jn 20, 22s), el mandato
apostólico con la tarea de evangelizar y bautizar (Mc 16, 15s; Mt 28, 18-20);
es igualmente obvio que ningún sacramento puede ser conferido sin la acción del
Espíritu Santo[40]. Por otro lado, los dones carismáticos concedidos por el
Espíritu, «que sopla donde quiere» (Jn3, 8), y distribuye sus dones «como
quiere» (1 Co12, 11), están objetivamente en relación con la nueva vida en
Cristo, porque «cada uno en particular» (1 Co12, 27) es un miembro de su
Cuerpo. Por lo tanto, la correcta comprensión de los dones carismáticos sucede
sólo en referencia a la presencia de Cristo y su servicio; como lo ha afirmado
Juan Pablo II, «los verdaderos carismas no pueden menos de tender al encuentro
con Cristo en los sacramentos»[41]. Los dones jerárquicos y carismáticos, por
lo tanto, aparecen unidos en referencia a la relación intrínseca entre
Jesucristo y el Espíritu Santo. El Paráclito es, al mismo tiempo, quién
extiende eficazmente, a través de los Sacramentos, la gracia salvadora ofrecida
por Cristo muerto y resucitado, y quién otorga los carismas. En la tradición litúrgica
de los cristianos de Oriente, y especialmente en la siríaca, el papel del
Espíritu Santo, representado por la imagen del fuego, ayuda a dejar esto muy
claro. El gran teólogo y poeta San Efrén dice «el fuego de la gracia desciende
sobre el pan y allí permanece»[42], indicando no sólo su acción transformadora
relacionada con los dones, sino también en lo que respecta a los creyentes que
comerán el pan eucarístico. La perspectiva oriental, con la eficacia de sus
imágenes, nos ayuda a comprender cómo, acercándonos a la Eucaristía, Cristo nos
da el Espíritu. El mismo Espíritu, mediante su acción en los creyentes,
alimenta la vida en Cristo, llevándolos de nuevo a una vida sacramental más
profunda, especialmente en la Eucaristía. Así, la acción libre de la Santísima
Trinidad en la historia llega a los creyentes con el don de la salvación y, al
mismo tiempo les motiva para que correspondan libre y plenamente con el
compromiso de la propia vida.
La relación entre dones jerárquicos y carismáticos en
la vida y misión de la Iglesia
En la Iglesia como misterio de comunión
La Iglesia se presenta como «un pueblo congregado por
la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»[43], en el que la relación
entre los diversos dones jerárquicos y carismáticos parece destinada a la plena
participación de los fieles a la comunión y a la misión evangelizadora. A esta
nueva vida hemos sido predestinados de forma gratuita en Cristo (Rm8,
29-31;Ef1, 4-5). El Espíritu Santo «efectúa esa admirable unión de los fieles y
los congrega tan íntimamente a todos en Cristo, que Él mismo es el principio de
la unidad de la Iglesia»[44]Es en la Iglesia, en efecto, que los hombres están
llamados a ser miembros de Cristo[45]y es en la comunión eclesial que se unen
en Cristo, como miembros unos de otros. La comunión es siempre «una doble
participación fundamental: la incorporación de los cristianos en la vida de
Cristo, y la circulación de la misma caridad en toda la unión de los fieles, en
este mundo y el siguiente. La unión con Cristo y en Cristo; y la unión entre
los cristianos, en la Iglesia»[46]. En este sentido, el misterio de la Iglesia
brilla «en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión
íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano»[47]. Aquí aparece la raíz
sacramental de la Iglesia como misterio de comunión: «Se trata fundamentalmente
de la comunión con Dios por medio de Jesucristo, en el Espíritu Santo. Esta
comunión está presente en la palabra de Dios y en los sacramentos. El Bautismo,
en estrecha unión con la Confirmación, es la puerta y el fundamento de la
comunión en la Iglesia. La Eucaristía es la fuente y cumbre de toda la vida
cristiana (cf. Lumen gentium, 11)»[48]. Estos sacramentos de la iniciación son
constitutivos de la vida cristiana y en ellos descansan los dones jerárquicos y
carismáticos. La vida de la comunión eclesial, así ordenada internamente, vive
en constante escucha de la Palabra de Dios y se nutre de los sacramentos. La
misma Palabra de Dios se nos presenta profundamente ligada a los Sacramentos,
especialmente la Eucaristía[49], en el único horizonte sacramental de la
Revelación. La misma tradición oriental, ve a la Iglesia, como el Cuerpo de
Cristo “animado” por el Espíritu Santo, como unidad ordenada, que también se
expresa en términos de sus dones. La presencia eficaz del Espíritu en los
corazones de los creyentes (cf. Rm 5, 5) es la raíz de esta unidad, incluso
para las manifestaciones carismáticas[50]. Los carismas dados a la persona, de
hecho, pertenecen a la misma Iglesia y están destinados a una vida eclesial más
intensa. Esta perspectiva también aparece en los escritos del Beato John Henry
Newman: «De modo que el corazón de cada cristiano debe representar en miniatura
la Iglesia Católica, por un mismo Espíritu hace toda la Iglesia y hace de cada
uno de sus miembros su Templo»[51]. Esto hace que sea aún más evidente el por
qué no son legítimas ni las oposiciones ni las yuxtaposiciones entre dones
jerárquicos y carismáticos.
En resumen, la relación entre los dones carismáticos y
la estructura sacramental eclesial confirma la co-esencialidad entre los dones
jerárquicos – en sí mismos estables, permanentes e irrevocables – y los dones
carismáticos. Aunque estos últimos, como tales, no sean garantizados para
siempre en sus formas históricas[52], la dimensión carismática nunca puede
faltar en la vida y misión de la Iglesia.
Identidad de los dones jerárquicos
En orden a la santificación de cada miembro del Pueblo
de Dios y a la misión de la Iglesia en el mundo, entre diferentes dones,
«resalta la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad el mismo Espíritu
subordina incluso los carismáticos»[53]. Jesucristo mismo ha querido que
hubieran dones jerárquicos para garantizar la contemporaneidad de su única
mediación salvífica: «los Apóstoles fueron enriquecidos por Cristo con una
efusión especial del Espíritu Santo, que descendió sobre ellos (cf. Hch 1, 8;
2,4; Jn 20, 22-23), y ellos, a su vez, por la imposición de las manos,
transmitieron a sus colaboradores este don espiritual (cf. 1 Tm 4, 14; 2 Tm 1,
6-7)»[54]. Por lo tanto, la dispensación de los dones jerárquicos se remonta a
la plenitud del sacramento del Orden, dada por la Ordenación episcopal, que se
comunica «junto con el oficio de santificar, confiere también los oficios de
enseñar y de regir, los cuales, sin embargo, por su misma naturaleza, no pueden
ejercerse sino en comunión jerárquica con la Cabeza y los miembros del
Colegio»[55]. En consecuencia, «en la persona, pues, de los Obispos, a quienes
asisten los Presbíteros, el Señor Jesucristo, Pontífice supremo, está presente
en medio de los fieles […] a través de su servicio eximio, predica la Palabra
de Dios a todas las gentes y administra continuamente los sacramentos de la fe
a los creyentes, y por medio de su oficio paternal (cf. 1 Co4, 15) va
congregando nuevos miembros a su Cuerpo con regeneración sobrenatural;
finalmente, por medio de su sabiduría y prudencia dirige y ordena al Pueblo del
Nuevo Testamento en su peregrinar hacia la eterna felicidad»[56]. Incluso la
tradición cristiana oriental, tan fuertemente ligada a los Padres, lee todo en
su peculiar concepción de la taxis. Según San Basilio el Grande, está claro que
la organización de la Iglesia es obra del Espíritu Santo, y el mismo orden en
el que Pablo enumera los carismas (cf. 1 Co12, 28) «está de acuerdo con la
distribución de los dones del Espíritu»[57], indicando como primero el de los
Apóstoles. A partir de la referencia a la Ordenación episcopal se comprenden
también los otros dones jerárquicos en referencia a los otros grados del Orden;
ante todo el de los Presbíteros, que son ordenados «para predicar el Evangelio
y apacentar a los fieles y para celebrar el culto divino» y «bajo la autoridad
del Obispo, santifican y rigen la porción de la grey del Señor a ellos encomendada»,
y a su vez se convierten en «modelos de la grey (cf. 1 Pe 5, 3), gobiernan y
sirven a su comunidad local»[58]. Para los Obispos y Presbíteros, en el
sacramento del Orden, la unción sacerdotal «los configura con Cristo Sacerdote,
de tal forma, que pueden obrar en nombre de Cristo Cabeza»[59]. A eso hay que
añadir los dones concedidos a los Diáconos «sobre los cuales se han impuesto
las manos no para el sacerdocio sino para el ministerio»; y que «confortados
con la gracia sacramental, en el ministerio de la liturgia, de la predicación y
de la caridad sirven al Pueblo de Dios, en comunión con el Obispo y su
presbiterio»[60]. En resumen, los dones jerárquicos propios del sacramento del
Orden, en sus diversos grados, se dan para que en la Iglesia, como comunión, no
le falte nunca a ningún fiel la oferta objetiva de la gracia en los
Sacramentos, el anuncio normativo de la Palabra de Dios y la cura pastoral.
La identidad de los dones carismáticos
Si desde el ejercicio de los dones jerárquicos está
asegurada, a lo largo de la historia, la oferta de la gracia de Cristo en favor
de todo el Pueblo de Dios, todos los fieles están llamados a acogerla y
responder personalmente a ella en las circunstancias concretas de su vida. Los
dones carismáticos, por lo tanto, se distribuyen libremente por el Espíritu
Santo, para que la gracia sacramental lleve sus frutos a la vida cristiana de
diferentes maneras y en todos sus niveles. Dado que estos carismas «tanto los
extraordinarios como los más comunes y difundidos, deben ser recibidos con
gratitud y consuelo, porque son muy adecuados y útiles a las necesidades de la
Iglesia»[61]a través de su riqueza y variedad, el Pueblo de Dios puede vivir en
plenitud la misión evangelizadora, escrutar los signos de los tiempos e interpretarlos
a la luz del Evangelio[62]. Los dones carismáticos, de hecho, mueven a los
fieles a responder libremente y de manera adecuada al mismo tiempo, al don de
la salvación, haciéndose a sí mismos un don de amor para otros y un auténtico
testimonio del Evangelio para todos los hombres.
Los dones carismáticos compartidos
En este contexto, es útil recordar lo diferentes que
pueden ser los dones carismáticos entre sí, no sólo a causa de sus
características específicas, sino también por su extensión en la comunión
eclesial. Los dones carismáticos «se conceden a la persona concreta; pero
pueden ser participados también por otros y, de este modo, se continúan en el
tiempo como viva y preciosa herencia, que genera una particular afinidad
espiritual entre las personas»[63]. La relación entre el carácter personal del
carisma y la posibilidad de participar en él expresa un elemento decisivo de su
dinámica, en lo que se refiere a la relación que en la comunión eclesial
siempre une a la persona y la comunidad[64]. Los dones carismáticos en su
práctica pueden generar afinidad, proximidad y parentescos espirituales a
través de los cuales el patrimonio carismático, a partir de la persona del
fundador, es participado y profundizado, creando verdaderas familias
espirituales. Los grupos eclesiales, en sus diversas formas, aparecen como
dones carismáticos compartidos. Los movimientos eclesiales y las nuevas
comunidades muestran cómo un carisma original en particular puede agregar a los
fieles y ayudarles a vivir plenamente su vocación cristiana y el propio estado
de vida al servicio de la misión de la Iglesia. Las formas concretas e
históricas de este intercambio se pueden diferenciar en sí; esta es la causa
por la que un carisma original, fundacional, se pueden dar, como nos enseña la
historia de la espiritualidad, diversas fundaciones.
El reconocimiento por parte de la autoridad
eclesiástica
Entre los dones carismáticos, distribuidos libremente
por el Espíritu, hay muchos recibidos y vividos por la persona dentro de la
comunidad cristiana que no requieren de regulaciones especiales. Cuando un don
carismático, sin embargo, se presenta como «carisma originario» o
«fundamental», entonces necesita un reconocimiento específico, para que esa
riqueza se articule de manera adecuada en la comunión eclesial y se transmita
fielmente a lo largo del tiempo. Aquí surge la tarea decisiva del
discernimiento que es propio de la autoridad eclesiástica[65]. Reconocer la
autenticidad del carisma no es siempre una tarea fácil, pero es un servicio debido
que los pastores tienen que efectuar. Los fieles, de hecho, «tienen derecho a
que sus pastores les señalen la autenticidad de los carismas y el crédito que
merecen los que afirman poseerlos»[66]. La autoridad debe, a tal efecto, ser
consciente de la espontaneidad real de los carismas suscitados por el Espíritu
Santo, valorándolos de acuerdo con la regla de la fe en vista de la edificación
de la Iglesia[67]. Es un proceso que continúa en el tiempo y que requiere
medidas adecuadas para su autenticación, que pasa a través de un serio
discernimiento hasta el reconocimiento de su autenticidad. La agregación que
surge de un carisma debe tener apropiadamente un tiempo de prueba y de
sedimentación, que vaya más allá del entusiasmo de los inicios hacia una configuración
estable. A lo largo del itinerario de verificación, la autoridad de la Iglesia
debe acompañar con benevolencia las nuevas realidades de agregación. Es un
acompañamiento por parte de los Pastores que nunca ha de fallar, ya que nunca
debe faltar la paternidad de quienes en la Iglesia están llamados a ser los
vicarios de Aquel que es el Buen Pastor, cuyo amor solícito nunca deja de
acompañar a su rebaño.
Criterios para el discernimiento de los dones
carismáticos
Aquí pueden ser recordados una serie de criterios para
el discernimiento de los dones carismáticos en referencia a los grupos
eclesiales que el Magisterio de la Iglesia ha mostrado a lo largo de los
últimos años. Estos criterios tienen por objeto contribuir al reconocimiento de
una auténtica eclesialidad de los carismas.
a) El primado de la vocación de todo cristiano a la
santidad. Toda realidad que proviene de la participación de un auténtico
carisma debe ser siempre instrumentos de santidad en la Iglesia y, por lo
tanto, de aumento de la caridad y del esfuerzo genuino por la perfección del
amor[68].
b) El compromiso con la difusión misionera del
Evangelio. Las auténticas realidades carismáticas «son regalos del Espíritu
integrados en el cuerpo eclesial, atraídos hacia el centro que es Cristo, desde
donde se encauzan en un impulso evangelizador»[69]. De tal forma que, ellos
deben realizar «la conformidad y la participación en el fin apostólico de la
Iglesia», manifestando un «decidido ímpetu misionero que les lleve a ser, cada
vez más, sujetos de una nueva evangelización»[70].
c) La confesión de la fe católica. Cada realidad
carismática debe ser un lugar de educación en la fe en su totalidad, «acogiendo
y proclamando la verdad sobre Cristo, sobre la Iglesia y sobre el hombre, en la
obediencia al Magisterio de la Iglesia, que la interpreta auténticamente»[71];
por lo tanto, se debe evitar aventurarse «más allá (proagon) de la doctrina y
de la Comunidad eclesial», como dice Juan en su segunda carta. De hecho, si «no
permanecemos en ellas, no estamos unidos al Dios de Jesucristo (cf. 2Jn
9)»[72].
d) El testimonio de una comunión activa con toda la
Iglesia. Esto lleva a una «filial relación con el Papa, centro perpetuo y
visible de unidad en la Iglesia universal, y con el Obispo “principio y
fundamento visible de unidad” en la Iglesia particular»[73]. Esto implica la
«leal disponibilidad para acoger sus enseñanzas doctrinales y sus orientaciones
pastorales»[74], así como «la disponibilidad a participar en los programas y
actividades de la Iglesia sea a nivel local, sea a nivel nacional o
internacional; el empeño catequético y la capacidad pedagógica para formar a
los cristianos»[75].
e) El respeto y el reconocimiento de la
complementariedad mutua de los otros componentes en la Iglesia carismática. De
aquí deriva también una disponibilidad a la cooperación mutua[76]. De hecho,
«un signo claro de la autenticidad de un carisma es su eclesialidad, su
capacidad para integrarse armónicamente en la vida del santo Pueblo fiel de
Dios para el bien de todos. Una verdadera novedad suscitada por el Espíritu no
necesita arrojar sombras sobre otras espiritualidades y dones para afirmarse a
sí misma»[77].
f)La aceptación de los momentos de prueba en el
discernimiento de los carismas. Dado que el don carismático puede poseer «una
cierta carga de genuina novedad en la vida espiritual de la Iglesia, así como
de peculiar efectividad, que puede resultar tal vez incómoda», un criterio de
autenticidad se manifiesta en «la humildad en sobrellevar los contratiempos. La
exacta ecuación entre carisma genuino, perspectiva de novedad y sufrimiento
interior, supone una conexión constante entre carisma y cruz»[78]. El
nacimiento de eventuales tensiones exige de parte de todos la praxis de una
caridad más grande, con vistas a una comunión y a una unidad eclesial siempre
más profunda.
g) La presencia de frutos espirituales como la
caridad, la alegría, la humanidad y la paz (cf. Ga 5, 22); el «vivir todavía
con más intensidad la vida de la Iglesia»[79], un celo más intenso para
«escuchar y meditar la Palabra»[80]; «el renovado gusto por la oración, la
contemplación, la vida litúrgica y sacramental; el estímulo para que florezcan
vocaciones al matrimonio cristiano, al sacerdocio ministerial y a la vida
consagrada»[81].
h) La dimensión social de la evangelización. También
se debe reconocer que, gracias al impulso de la caridad, «el kerygma tiene un
contenido ineludiblemente social: en el corazón mismo del Evangelio está la
vida comunitaria y el compromiso con los otros»[82]. En este criterio de
discernimiento, referido no sólo a los grupos de laicos en la Iglesia, se hace
hincapié en la necesidad de ser «corrientes vivas de participación y de
solidaridad, para crear unas condiciones más justas y fraternas en la
sociedad»[83]. Son significativos, en este sentido, «el impulsar a una
presencia cristiana en los diversos ambientes de la vida social, y el crear y
animar obras caritativas, culturales y espirituales; el espíritu de
desprendimiento y de pobreza evangélica que lleva a desarrollar una generosa
caridad para con todos»[84]. Decisiva es también la referencia a la Doctrina
Social de la Iglesia[85]. En particular, «de nuestra fe en Cristo hecho pobre,
y siempre cercano a los pobres y excluidos, brota la preocupación por el
desarrollo integral de los más abandonados de la sociedad»[86], que es una
necesidad en una auténtica realidad eclesial.
Práctica eclesial de la relación entre dones
jerárquicos y dones carismáticos
Es necesario afrontar, por último, algunos elementos
de la práctica concreta eclesial acerca de la relación entre dones jerárquicos
y carismáticos que se configuran como agregaciones carismáticas dentro de la
comunión eclesial.
Recíproca referencia
En primer lugar, la práctica de la buena relación
entre los diferentes dones en la Iglesia requiere la inserción activa de la
realidad carismática en la vida pastoral de las Iglesias particulares. Esto
implica, en primer lugar, que las diferentes agregaciones reconozcan la
autoridad de los pastores en la Iglesia como realidad interna de su propia vida
cristiana, anhelando sinceramente ser reconocidas, aceptadas y eventualmente
purificadas, poniéndose al servicio de la misión eclesial. Por otro lado, a los
que se les han conferido los dones jerárquicos, efectuando el discernimiento y
acompañamiento de los carismas, deben recibir cordialmente lo que el Espíritu
inspira al interno de la comunión eclesial, tomando en consideración la acción
pastoral y valorando su contribución como un recurso auténtico para el bien de
todos.
Lo dones carismáticos en la Iglesia universal y
particular
Con respecto a la difusión y peculiaridades de las
realidades carismática se tendrá que tener en cuenta la relación esencial y
constitutiva entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares. Es
necesario en este sentido reiterar que la Iglesia de Cristo, como profesamos en
el Credo de los Apóstoles, «es la Iglesia universal, es decir, la universal
comunidad de los discípulos del Señor, que se hace presente y operativa en la
particularidad y diversidad de personas, grupos, tiempos y lugares»[87]. La
dimensión particular es, por lo tanto, intrínseca a la universal y viceversa;
hay de hecho entre las Iglesias particulares y la Iglesia universal una
relación de «mutua interioridad»[88]. Los dones jerárquicos propios del sucesor
de Pedro se ejercen, en este contexto, para garantizar y favorecer la
inmanencia de la Iglesia universal en las Iglesias locales; como de hecho el
oficio apostólico de los obispos individuales no se circunscribe a su propia
diócesis, sino que está llamado a refluir de nuevo en toda la Iglesia, también
a través de la colegialidad afectiva y efectiva y, especialmente, a través de
la comunión con el centro unitatis Ecclesiae, que es el Romano Pontífice.
Él,
de hecho, como «sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y
visible de unidad así de los Obispos como de la multitud de los fieles. Por su
parte, los Obispos son, individualmente, el principio y fundamento visible de
unidad en sus Iglesias particulares, formadas a imagen de la Iglesia universal,
en las cuales y a base de las cuales se constituye la Iglesia católica»[89].
Esto implica que en cada Iglesia particular «verdaderamente está y obra la
Iglesia de Cristo, que es Una, Santa, Católica y Apostólica»[90]. Por lo tanto,
la referencia a la autoridad del Sucesor de Pedro –cum Petro et sub Petro– es
constitutiva de cada Iglesia local[91].
De esa forma, se sientan las bases para correlacionar
dones jerárquicos y carismáticos en la relación entre la Iglesia universal y
las Iglesias particulares. De hecho, por un lado, los dones carismáticos se dan
a toda la Iglesia; por el otro, la dinámica de estos dones sólo puede
realizarse en el servicio en una diócesis concreta, que «es una porción del
Pueblo de Dios que se confía a un Obispo para que la apaciente con la
cooperación del presbiterio»[92]. En este sentido, puede ser útil recordar el
caso de la vida consagrada; que de hecho, no es una realidad externa o
independiente de la Iglesia local, sino que constituye una forma peculiar,
marcada por la radicalidad del Evangelio, de estar presente en su interior, con
sus dones específicos. La institución tradicional de la “exención”, ligado a no
pocos institutos de vida consagrada,[93]tiene como significado, no una
supra-localización desencarnada o una autonomía mal entendida, sino más bien
una interacción más profunda entre la dimensión particular y universal de la
Iglesia[94]. Del mismo modo, las nuevas realidades carismáticas, cuando poseen
carácter supra diocesano, no deben ser concebidas de manera totalmente autónoma
respecto a la Iglesia particular; más bien la deben enriquecer y servir en
virtud de sus características compartidas más allá de los límites de una
diócesis individual.
Los dones carismáticos y los estados de vida del
cristiano
Los dones carismáticos concedidos por el Espíritu
Santo puede estar relacionado con todo el orden de la comunión eclesial, tanto
en referencia a los Sacramentos que a la Palabra de Dios. Ellos, de acuerdo con
sus diferentes características, permiten dar mucho fruto en el desempeño de las
tareas que emanan del Bautismo, la Confirmación, el Matrimonio y el Orden, así
como hacen posible una mayor comprensión espiritual de la divina Tradición; la
cual, además del estudio y la predicación de aquellos a quienes se les ha
conferido el charisma veritatis certum[95], puede ser profundizada «por la
percepción íntima que experimentan de las cosas espirituales»[96]. En esta
perspectiva, es útil hacer una lista de los argumentos fundamentales acerca de
las relaciones entre dones carismáticos y los diferentes estados de vida, con
especial referencia al sacerdocio común del Pueblo de Dios y al sacerdocio
ministerial o jerárquico, que «aunque diferentes esencialmente y no sólo en
grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su
manera del único sacerdocio de Cristo»[97]. De hecho, se trata de «dos modos de
participación en el único sacerdocio de Cristo, en el que hay dos dimensiones
que se unen en el acto supremo del sacrificio de la cruz»[98].
a) En primer lugar, es necesario reconocer la bondad
de los diferentes carismas que originan agregaciones eclesiales entre los
fieles, llamados a fructificar la gracia sacramental, bajo la guía de los
pastores legítimos. Ellos representan una auténtica oportunidad para vivir y
desarrollar la propia vocación cristiana[99]. Estos dones carismáticos permiten
a los fieles vivir en la vida diaria del sacerdocio común del Pueblo de Dios:
como «discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabando juntos a Dios
(cf. Hch2, 42-47), ofrézcanse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a
Dios (cf. Rm12, 1) y den testimonio por doquiera de Cristo, y a quienes lo
pidan, den también razón de la esperanza de la vida eterna que hay en ellos
(cf.1 Pe 3, 15)»[100]. En esta línea se colocan también los grupos eclesiales
que son particularmente importantes para la vida cristiana en el matrimonio,
que pueden válidamente «instruir a los jóvenes y a los cónyuges mismos,
principalmente a los recién casados, en la doctrina y en la acción y en
formarlos para la vida familiar, social y apostólica»[101].
b) También el ministro ordenado podrá encontrar en la
participación a una realidad carismática, tanto la referencia al significado de
su bautismo, por medio del cual ha sido hecho hijo de Dios, como su vocación y
misión específica. Un fiel ordenado podrá encontrar en una determinada
agregación eclesial fuerza y ayuda para vivir plenamente cuanto se requiere de
su ministerio específico, tanto en relación a todo el Pueblo de Dios, y en particular
a la porción que se le confía, así como a la obediencia sincera que le debe a
su propio Ordinario[102]. Lo mismo se aplica también en el caso de los
candidatos al sacerdocio que provengan de una cierta agregación eclesial, como
lo afirma la Exhortación post-sinodal Pastores dabo vobis[103]; esa relación
debe expresarse en su docilidad eficaz a su propia formación específica,
llevando la riqueza derivada del carisma de referencia. Por último, la ayuda
pastoral que el sacerdote podrá ofrecer a la agregación eclesial, de acuerdo
con las características del mismo movimiento, podrá tener lugar observando el
regimen previsto en la comunión eclesial para el Orden sagrado, en referencia a
la incardinación[104]y a la obediencia debida a su Ordinario[105].
c) La contribución de un don carismático al sacerdocio
bautismal y el sacerdocio ministerial se expresa simbólicamente por la vida
consagrada; que, como tal, se coloca en la dimensión carismática de la
Iglesia[106]. Tal carisma, que realiza la «especial conformación con Cristo
virgen, pobre y obediente»[107]como una forma estable de vida[108]a través de
la profesión de los consejos evangélicos, es otorgado «para traer de la gracia
bautismal fruto copioso»[109]. La espiritualidad de los Institutos de vida
consagrada puede llegar a ser tanto para los fieles laicos como para el
sacerdote un recurso importante para vivir su vocación. Por otra parte, no
pocas veces, los miembros de la vida consagrada, con el consentimiento
necesario de sus superiores[110], pueden encontrar en la relación con las
nuevas agregaciones un importante sostén para vivir su vocación específica y
ofrecer, a su vez, un «testimonio gozoso, fiel y carismático de la vida
consagrada», permitiendo así un «recíproco enriquecimiento»[111].
d) Por último, es importante que el espíritu de los
consejos evangélicos sea recomendado por el Magisterio también a cada ministro
ordenado[112]. El celibato, requerido a los presbíteros en la venerable
tradición latina[113], está también claramente en la línea del don carismático;
en primer lugar no es funcional, sino que «es una expresión peculiar de la
entrega que lo configura con Cristo»[114], por medio del cual se realiza la
plena consagración de sí mismo en relación con la misión conferida por el
sacramento del Orden[115].
Formas de reconocimiento eclesial
El presente documento tiene por objeto aclarar la
posición teológica y eclesiológica de las nuevas agregaciones eclesiales a
partir de la relación entre dones jerárquicos y carismáticos, para favorecer la
individuación concreta de las modalidades más adecuadas para su reconocimiento
eclesial. El actual Código de Derecho Canónico prevé diversas formas jurídicas
de reconocimiento de las nuevas realidades eclesiales que hacen referencia a
los dones carismáticos. Tales formas deben considerarse cuidadosamente[116],
evitando situaciones que no tenga en adecuada consideración ya sea los
principios fundamentales del derecho que la naturaleza y la peculiaridad de las
distintas realidades carismáticas.
Desde el punto de vista de la relación entre los
diversos dones jerárquicos y carismáticos es necesario respetar dos criterios
fundamentales que deben ser considerados inseparablemente: a) el respeto por
las características carismáticas de cada uno de los grupos eclesiales, evitando
forzamientos jurídicos que mortifiquen la novedad de la cual la experiencia
específica es portadora. De este modo se evitará que los diversos carismas
puedan considerarse como recursos no diferenciados dentro de la Iglesia. b) El
respeto del regimen eclesial fundamental, favoreciendo la promoción activa de
los dones carismáticos en la vida de la Iglesia universal y particular,
evitando que la realidad carismática se conciba paralelamente a la vida de la
Iglesia y no en una referencia ordenada a los dones jerárquicos.
Conclusión
La efusión del Espíritu Santo sobre los primeros
discípulos el día de Pentecostés los encontró concordes y asiduos a la oración,
junto con María, la madre de Jesús (cf.Hch1, 14). Ella era perfecta en la
acogida y en el hacer fructificar las gracias singulares de las cuales fue
enriquecida en manera sobreabundante por la Santísima Trinidad; en primer
lugar, la gracia de ser la Madre de Dios. Todos los hijos de la Iglesia pueden
admirar su plena docilidad a la acción del Espíritu Santo; docilidad en la fe
sin fisuras y en la límpida humildad. María da testimonio plenamente de la
obediente y fiel aceptación de cualquier don del Espíritu. Además, como enseña
el Concilio Vaticano II, la Virgen María «con su amor materno cuida de los
hermanos de su Hijo, que peregrinan y se debaten entre peligros y angustias y
luchan contra el pecado hasta que sean llevados a la patria feliz»[117]. Debido
a que «ella se dejó conducir por el Espíritu, en un itinerario de fe, hacia un
destino de servicio y fecundidad», que «hoy fijamos en ella la mirada, para que
nos ayude a anunciar a todos el mensaje de salvación, y para que los nuevos
discípulos se conviertan en agentes evangelizadores»[118]. Por esta razón, María
es conocida como la Madre de la Iglesia y recurrimos a Ella llenos de confianza
en que, con su ayuda eficaz y con su poderosa intercesión, los carismas
distribuidos abundantemente por el Espíritu Santo entre los fieles sean
dócilmente acogidos por ellos y den frutos para la vida y misión de la Iglesia
y para el bien del mundo.
El Sumo Pontífice Francisco, en la Audiencia concedida
el día 14 de marzo de 2016 al Cardenal Prefecto de la Congregación para la
Doctrina de la Fe, aprobó esta Carta, decidida en la Sesión Ordinaria de esta
Congregación, y ha ordenado su publicación.
Dado en Roma, en la sede de la Congregación para la
Doctrina de la Fe, el 15 de mayo de 2016, Solemnidad de Pentecostés.
Gerhard Card. Müller
Prefecto
+Luis F. Ladaria, S.I.
Arzobispo titular de Thibica
Secretario
[1] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.Lumen gentium, n.
4.
[2] Juan Crisóstomo, Homilía de Pentecostés, II,
1:PG50, 464.
[3] Francisco, Exhort. apost. Evangelii gaudium, (24
de noviembre de 2013), n. 49:AAS105 (2013), 1040.
[4] Cf. Ibíd., n.20-24:AAS105 (2013), 1028-1029.
[5] Cf. Ibíd., n. 14:AAS105 (2013), 1025.
[6] Ibíd., n. 25:AAS105 (2013), 1030.
[7] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Apostolicam
actuositatem, n. 19.
[8] Francisco, Exhort. apost. Evangelii gaudium,
13:AAS 105 (2013), 1026; cf. Benedicto XVI, Homilía en la Santa Misa de
inauguración de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y
delCaribe en el Santuario “La Aparecida”(13 de mayo de 2007), AAS99 (2007), 43.
[9] Juan Pablo II, Discurso durante el encuentro con
los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades durante la vigilia de
Pentecostés, (30 de mayo de 1998), n. 7.
[10] Ibíd., 6.
[11] Ibíd., 8.
[12] «Ciertamente hay diversidad de charísmata» (1
Co12, 4); «todos tenemos charísmata diferentes» (Rm 12, 6); «cada uno recibe
del Señor su chárisma particular: unos este, otros aquel» (1 Co7, 7).
[13] En griego las dos palabras chárisma y cháris
pertenecen a la misma raíz.
[14] Cf. Orígenes, De principiis, I, 3, 7; PG11, 153:
«lo designado don del Espíritu es transmitido por obra del Hijo y producido por
obra del Padre».
[15] Basilio de Cesarea, Regulae fusius tractae, 7, 2:
PG 31, 933-934.
[16] «El que habla un lenguaje incomprensible se
edifica a sí mismo, pero el que profetiza edifica a la comunidad» (1 Co14, 4).
El apóstol no desprecia el don de la glosolalia, carisma de oración útil para
la relación con Dios, y lo reconoce como un auténtico carisma, aunque si no
tiene una utilidad común: «Yo doy gracias a Dios porque tengo el don de lenguas
más que todos vosotros. Sin embargo, cuando estoy en la asamblea prefiero decir
cinco palabras inteligibles, para instruir a los demás, que diez mil en un
lenguaje incomprensible» (1 Co14, 18-19).
[17] 1 Co12, 28: «En la Iglesia, hay algunos que han
sido establecidos por Dios, en primer lugar, como apóstoles; en segundo lugar,
como profetas; en tercer lugar, como doctores. Después vienen los que han
recibido el don de hacer milagros, el don de curar, el don de socorrer a los
necesitados, el don de gobernar y el don de lenguas».
[18] En reuniones de la comunidad, la superabundancia
de las manifestaciones carismáticas puede crear inconvenientes, produciendo un
ambiente de rivalidad, desorden y confusión. Los cristianos menos dotados son
propensos a tener un complejo de inferioridad: cf.1 Co12, 15-16; mientras que
los grandes carismáticos podrían estar tentados de asumir actitudes de soberbia
y menosprecio. Cf.1 Co12, 21.
[19] Si en la asamblea no se encuentra a nadie capaz
de dar una interpretación a las palabras misteriosas de uno que habla en
lenguas, Pablo ordena a estos que se callen. Si hay un intérprete, el Apóstol
permite que dos, o al máximo tres, hablen en lenguas (1 Co14, 27-28).
[20] Pablo no acepta la idea de una inspiración
profética incontenible; en cambio dice que «los que tienen el don de profecía
deben ser capaces de controlar su inspiración, porque Dios quiere la paz y no
el desorden» (1 Co14, 32-33). Afirma que «si alguien se tiene por profeta o se
cree inspirado por el Espíritu, reconozca en esto que les escribo un mandato
del Señor, y si alguien no lo reconoce como tal, es porque Dios no lo ha
reconocido a él» (1 Co14, 37-38). Sin embargo, concluye positivamente, llamando
a aspirar a la profecía, y no para evitar el hablar en lenguas: cf. 1 Co14, 39.
[21] Cf. Pío XII, Carta enc. Mystici corporis (29 de
junio de 1943):AAS35 (1943), 206-230.
[22] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, n. 4, 7, 11, 12, 25, 30, 50; Const. dogm. Dei Verbum, n. 8; Decr.
Apostolicam actuositatem,n. 3, 4, 30; Decr. Presbyterorum ordinis, n. 4, 9.
[23] Id., Const. dogm. Lumen gentium, n. 4.
[24] Ibíd., n. 12.
[25] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Apostolicam
actuositatem, n. 3: «Para ejercer este apostolado, el Espíritu Santo, que
produce la santificación del Pueblo de Dios por el ministerio y por los
Sacramentos, concede también dones peculiares a los fieles (Cf.1 Co12,7)
“distribuyéndolos a cada uno según quiere” (1 Co12,11), para que “cada uno,
según la gracia recibida, poniéndola al servicio de los otros”, sean también
ellos “administradores de la multiforme gracia de Dios” (1Pe 4,10), para
edificación de todo el cuerpo en la caridad (Cf. Ef 4,16)».
[26] Ibíd.
[27] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, n. 12: «El juicio de su autenticidad y de su ejercicio razonable
pertenece a quienes tienen la autoridad en la Iglesia, a los cuales compete
ante todo no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno
(cf.1Ts 5,12.19-21)». Aunque si se refiere de inmediato al discernimiento de
dones extraordinarios, por analogía, como se indica en el mismo se aplica a
todo carisma en general.
[28] Cf. v. gr. Pablo VI, Exhort. apost. Evangelii
nuntiandi (8 de diciembre de 1975), n. 58: AAS 68 (1976), 46-49; Congregación
para los Religiosos y los Institutos Seculares – Congregación para los obispos,
Notas directivas Mutuae relationes (14 de mayo de 1978): AAS 70 (1978), 473-506;
Juan Pablo II, Exhort. apost. Christifideles laici (30 de diciembre de 1988):
AAS 81 (1989), 393-521; Exhort. apost. Vita consecrata (25 de marzo de
1996):AAS 88 (1996), 377-486.
[29] Emblemática es la afirmación del documento
interdicasterial Mutuae relationes (4 de mayo de 1978), en el que se recuerda
que «sería un grave error independizar — mucho más grave aún el oponerlas — la
vida religiosa y las estructuras eclesiales, como si se tratase de realidades
distintas, una carismática, otra institucional, que pudieran subsistir
separadas; siendo así que ambos elementos, es decir los dones espirituales y
las estructuras eclesiales, forman una sola, aunque compleja realidad» (n. 34).
[30] Juan Pablo II, Mensaje a los participantes en el
congreso mundial de los movimientos eclesiales (27 de mayo de 1998), n. 5; cf.
también A los movimientos eclesiales con motivo del II Coloquio internacional
(2 de marzo de 1987).
[31] Benedicto XVI, Discurso a la Fraternidad de
Comunión y Liberación en el XXV aniversario de su reconocimiento pontificio,
(24 de marzo de 2007).
[32] «Caminar juntos en la Iglesia, guiados por los
Pastores, que tienen un especial carisma y ministerio, es signo de la acción
del Espíritu Santo; la eclesialidad es una característica fundamental para los
cristianos, para cada comunidad, para todo movimiento»: Francisco, Homilía en
la Vigilia de Pentecostés con los movimientos eclesiales (19 de mayo de 2013).
[33] Id., Audiencia General(1 de octubre de 2014).
[34] Cf. Jn 7, 39; 14, 26; 15, 26; 20, 22.
[35] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl.
Dominus Iesus (6 de agosto de 2000), n. 9-12:AAS92 (2000), 752-754.
[36] Ireneo de Lyon, Adversus haereses, IV, 7, 4: PG7,
992-993; V, 1, 3: PG7, 1123; V, 6, 1:PG7, 1137; V, 28, 4:PG7, 1200.
[37] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl.
Dominus Iesus, n. 12:AAS92 (2000), 752-754.
[38] Juan Pablo II, Carta enc. Dominum et vivificantem
(18 de mayo de 1986), n. 50:AAS78 (1986), 869-870; Catecismo de la Iglesia
Católica, n. 727-730.
[39] Benedicto XVI, Exhort. apost. Sacramentum
caritatis, (22 de febrero de 2007), n. 12: AAS99 (2007), 114.
[40] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n.
1104-1107.
[41] Juan Pablo II, Discurso durante el encuentro con
los movimientos eclesiales, (30 de mayo de 1998), n. 7.
[42] Efrén el Sirio, Inni sulla fede, X, 12.
[43] Cipriano de Cartago, De oratione dominica,
23:PL4, 553; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 4
[44] Concilio Vaticano II, Decr. Unitatis
redintegratio, 2.
[45] Congregación para la doctrina de la fe, Decl.
Dominus Iesus, n. 16:AAS92 (2000), 757: “la plenitud del misterio salvífico de
Cristo pertenece también a la Iglesia, inseparablemente unida a su Señor”.
[46] Pablo VI, Alocución del miércoles (8 de junio de
1966).
[47] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.Lumen gentium,
n. 1.
[48] II Asamblea General Extraordinaria del Sínodo de
los Obispos, Ecclesia sub Verbo mysteria Christi celebrans pro salute mundi.
Relatio finalis (7 de diciembre de 1985), II, C, 1; cf. Congregación para la
doctrina de la fe, Carta Communionis notio (28 de mayo de 1992), n. 4-5:AAS85
(1993), 839-841.
[49] Cf. Benedicto XVI, Exhort. apost. Verbum Domini
(30 de septiembre de 2010), n. 54:AAS102 (2010), 733-734; Francisco, Exhort.
apost. Evangelii gaudium, n. 174:AAS105 (2013), 1092-1093.
[50] Cf. Basilio de cesarea, De Spiritu Sancto, 26: PG
32, 181.
[51] J. H. Newman, Sermones sobre temas del día,
Londres, 1869, 132.
[52] Cf. cuanto se ha afirmado paradigmáticamente para
la vida consagrada en Juan Pablo II, Audiencia general (28 de septiembre 1994),
n. 5.
[53] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium,
7.
[54] Ibíd., 21.
[55] Ibíd.
[56] Ibíd.
[57] Basilio de Cesarea, De Spiritu Sancto,16, 38: PG
32, 137.
[58] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium,
n. 28.
[59] Id., Decr. Presbyterorum ordinis, n. 2.
[60] Id.,Const. dogm. Lumen gentium, n. 29.
[61] Ibíd.,n. 12.
[62] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et
spes, n. 4, 11.
[63] Juan Pablo II, Exhort. apost. Christifideles
laici, n. 24:AAS81 (1989), 434.
[64] Cf. Ibid., n. 29:AAS 81 (1989), 443-446.
[65] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.Lumen
gentium, 12.
[66] Juan Pablo II, Audiencia general (9 de marzo de
1994), n. 6.
[67] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 799s;
Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares – Congregación para los
Obispos, Notas directivas Mutuae relationes, 51:AAS 70 (1978), 499-500; Juan
Pablo II, Exhort. apost. Vita consecrata, n. 48:AAS 88 (1996), 421-422; Id.,
Audiencia general (24 de junio de 1992), n. 6.
[68] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium,
39-42; Juan Pablo II, Exhort. apost. Christifideles laici, n.30: AAS 81 (1989),
446.
[69] Francisco, Exhort. apost. Evangelii gaudium, n.
130: AAS 105 (2013), 1074.
[70] Juan PabloII, Exhort. apost. Christifideles
laici, n. 30:AAS 81 (1989), 447; cf. Pablo VI, Exhort. apost. Evangelii
nuntiandi, n. 58:AAS 68 (1976), 49.
[71] Juan Pablo II, Exhort. apost. Christifideles
laici, n. 30:AAS 81 (1989), 446-447.
[72] Francisco, Homilía en la Vigilia de Pentecostés
con los movimientos eclesiales (19 de mayo de 2013).
[73] Juan PabloII, Exhort. apost. Christifideles
laici, n.30: AAS 81 (1989), 447; cf. Pablo VI, Exhort. apost. Evangelii
nuntiandi, n. 58: AAS 68 (1976), 48.
[74] Juan Pablo II, Exhort. apost. Christifideles
laici, n.30:AAS 81 (1989), 447.
[75] Ibíd., AAS 81 (1989), 448.
[76] Cf. Ibíd., AAS 81 (1989), 447.
[77] Francisco, Exhort. apost. Evangelii gaudium, n.
130:AAS 105 (2013), 1074-1075.
[78] Congregación para los Religiosos e Institutos
Seculares – Congregación para los Obispos, Notas directivas, Mutuae relationes,
n. 12:AAS70 (1978), 480-481; cf. Juan Pablo II, Discurso en ocasión del
encuentro con los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades (30 de mayo
de 1998), n. 6.
[79] Pablo VI, Exhort. apost. Evangelii nuntiandi, n.
58: AAS 68 (1976), 48.
[80] Ibíd.; cf. Francisco, Exhort. apost. Evangelii
gaudium, n. 174-175: AAS 105 (2013), 1092-1093.
[81] Juan Pablo II, Exhort. apost. Christifideles
laici, n. 30:AAS81 (1989), 448.
[82] Francisco, Exhort. apost. Evangelii gaudium, n.
177:AAS105 (2013), 1094.
[83] Juan Pablo II, Exhort. apost. Christifideles
laici,n. 30:AAS81 (1989), 448.
[84]Ibíd.
[85] Cf. Francisco, Exhort. apost. Evangelii gaudium,
n. 184, 221:AAS105 (2013), 1097, 1110-1111.
[86] Ibíd., n. 186:AAS105 (2013), 1098.
[87] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta
Communionis notio, n. 7: AAS 85 (1993), 842.
[88] Ibíd., n. 9: AAS 85 (1993), 843.
[89] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium,
n. 23.
[90] Id., Decr. Christus Dominus, n. 11.
[91] Cf. Ibíd., Decr. Christus Dominus, n. 2;
Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 13-14. 16: AAS
85 (1993), 846-848.
[92] Ibíd., Decr. Christus Dominus, n. 11.
[93] Cf. Ibíd., Decr. Christus Dominus, n. 35; Código
de Derecho Canónico, can. 591; Código de Cánones de las Iglesias Orientales,
can. 412, § 2; Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares –
Congregación para los Obispos, Notas directivas Mutuae relationes, n. 22:AAS 70
(1978), 487.
[94] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta
Communionis notio, n. 15: AAS 85 (1993), 847.
[95] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum,
n. 8; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 888-892.
[96] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum,n.
8.
[97] Id., Const. dogm. Lumen gentium, n. 10.
[98] Juan Pablo II, Exhort. apost. Pastores gregis,
(16 de octubre de 2003), n. 10: AAS 96 (2004), 838.
[99] Cf. Id., Exhort. apost. Christifideles laici, n.
29:AAS 81 (1989), 443-446.
[100] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium,
n. 10.
[101] Id., Const. past. Gaudium et spes, n. 52; cf.
Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio (22 de noviembre de 1981),
n. 72: AAS 74 (1982), 169-170.
[102] Cf. Juan Pablo II, Exhort. apost. Pastores dabo
vobis (25 de marzo de 1992), n. 68: AAS 84 (1992), 777.
[103] Cf. Ibíd., Exhort. apost.Pastores dabo vobis, n.
31, 68:AAS 84 (1992), 708-709, 775-777.
[104] Cf. Código de Derecho Canónico, can. 265; Código
de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 357, § 1.
[105] Cf. Código de Derecho Canónico, can. 273; Código
de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 370.
[106] Cf. Congregación para los Religiosos e
Institutos Seculares – Congregación para los Obispos, Notas directivas Mutuae
relationes, n. 19, 34: AAS 70 (1978), 485-486, 493.
[107] Juan Pablo II, Exhort. apost. Vita consecrata,
n. 31: AAS 88 (1996), 404-405.
[108]Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.Lumen
gentium, 43.
[109] Ibíd., n. 44; cf. Decr. Perfectae caritatis, 5;
Juan Pablo II, Exhort. apost. Vita consecrata, n. 14, 30: AAS 88 (1996),
387-388, 403-404.
[110] Cf. Código de Derecho Canónico, can. 273, § 3;
Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 578, § 3.
[111] Congregación para los Institutos de Vida
Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Instr. Caminar desde Cristo,
(19 de mayo de 2002), n. 30.
[112] Cf. Juan Pablo II, Exhort. apost. Pastores dabo
vobis, n. 27-30: AAS 84 (1992), 700-707.
[113] Cf. Pablo VI, Enc. Sacerdotalis caelibatus (24
de junio de 1967): AAS 59 (1967), 657-697.
[114] Benedicto XVI, Exhort. apost. Sacramentum
caritatis, n. 24: AAS 99 (2007), 124.
[115] Cf. Juan Pablo II, Exhort. apost. Pastores dabo
vobis, n. 29: AAS 84 (1992), 703-705; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum
ordinis, 16.
[116] La forma jurídica más simple para el
reconocimiento de las realidades eclesiales de naturaleza carismática es la de
la Asociación de fieles (cf. Código de Derecho Canónico, can. 321 – 326; Código
de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 573, § 2-583). Sin embargo, es
bueno considerar atentamente también las otras formas jurídicas con sus propias
características específicas, como por ejemplo las Asociaciones públicas de
fieles (cf. Código de Derecho Canónico, can. 312 – 320; Código de los Cánones
de las Iglesias Orientales, can. 573, § 2-583), las Asociaciones de fieles
“clericales” (cf. Código de Derecho Canónico, can. 302), los Institutos de vida
consagrada (cf. Código de Derecho Canónico, can. 573-730; Código de los Cánones
de las Iglesias Orientales, can. 410-571), las Sociedades de Vida apostólica
(cf. Código de Derecho Canónico, can. 531-746; Código de los Cánones de las
Iglesias Orientales, can. 572) y las Prelaturas personales (cf. Código de
Derecho Canónico, can. 294 – 297).
[117] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium,
n. 62.
[118] Francisco, Exhort. apost. Evangelii gaudium, n.
287: AAS 105 (2013), 1136.