Declaración

 PONTIFICIO CONSEJO PARA LOS TEXTOS LEGISLATIVOS


SOBRE LA ADMISIBILIDAD A LA SAGRADA COMUNIÓN DE LOS DIVORCIADOS QUE SE HAN VUELTO A CASAR



El Código de Derecho Canónico establece que: «No deben ser admitidos a la sagrada comunión los excomulgados y los que están en entredicho después de la imposición o de la declaración de la pena, y los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave» (can. 915)

En los últimos años algunos autores han sostenido, sobre la base de diversas argumentaciones, que este canon no sería aplicable a los fieles divorciados que se han vuelto a casar. Reconocen que la Exhortación Apostolica Familiaris consortio, de 1981, en su n. 84 había confirmado, en términos inequívocos, tal prohibición, y que ésta ha sido reafirmada de modo expreso en otras ocasiones, especialmente en 1992 por el Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1650, y en 1994 por la Carta Annus internationalis Familiae de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Pero, pese a todo ello, dichos autores ofrecen diversas interpretaciones del citado canon que concuerdan en excluir del mismo, en la práctica, la situación de los divorciados que se han vuelto a casar. 

Por ejemplo, puesto que el texto habla de «pecado grave», serían necesarias todas las condiciones, incluidas las subjetivas, que se requieren para la existencia de un pecado mortal, por lo que el ministro de la Comunión no podría hacer ab externo un juicio de ese género; además, para que se hablase de perseverar «obstinadamente» en ese pecado, sería necesario descubrir en el fiel una actitud desafiante después de haber sido legítimamente amonestado por el Pastor.

Ante ese pretendido contraste entre la disciplina del Código de 1983 y las enseñanzas constantes de la Iglesia sobre la materia, este Consejo Pontificio, de acuerdo con la Congregación para la Doctrina de la Fe y con la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, declara cuanto sigue:

1. La prohibición establecida en ese canon, por su propia naturaleza, deriva de la ley divina y trasciende el ámbito de las leyes eclesiásticas positivas: éstas no pueden introducir cambios legislativos que se opongan a la doctrina de la Iglesia. El texto de la Escritura en que se apoya siempre la tradición eclesial es éste de San Pablo: «Así, pues, quien come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, pues, el hombre a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz: pues el que come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condenación» (1 Cor 11, 27-29).

Este texto concierne ante todo al mismo fiel y a su conciencia moral, lo cual se formula en el Código en el sucesivo can. 916. Pero el ser indigno porque se está en estado de pecado crea también un grave problema jurídico en la Iglesia: precisamente el término «indigno» está recogido en el canon del Código de los Cánones de las Iglesias Orientales que es paralelo al can. 915 latino: «Deben ser alejados de la recepción de la Divina Eucaristía los públicamente indignos» (can. 712). En efecto, recibir el cuerpo de Cristo siendo públicamente indigno constituye un daño objetivo a la comunión eclesial; es un comportamiento que atenta contra los derechos de la Iglesia y de todos los fieles a vivir en coherencia con las exigencias de esa comunión. 

En el caso concreto de la admisión a la sagrada Comunión de los fieles divorciados que se han vuelto a casar, el escándalo, entendido como acción que mueve a los otros hacia el mal, atañe a un tiempo al sacramento de la Eucaristía y a la indisolubilidad del matrimonio. Tal escándalo sigue existiendo aún cuando ese comportamiento, desgraciadamente, ya no cause sorpresa: más aún, precisamente es ante la deformación de las conciencias cuando resulta más necesaria la acción de los Pastores, tan paciente como firme, en custodia de la santidad de los sacramentos, en defensa de la moralidad cristiana, y para la recta formación de los fieles.

2. Toda interpretación del can. 915 que se oponga a su contenido sustancial, declarado ininterrumpidamente por el Magisterio y la disciplina de la Iglesia a lo largo de los siglos, es claramente errónea. No se puede confundir el respeto de las palabras de la ley (cfr. can. 17) con el uso impropio de las mismas palabras como instrumento para relativizar o desvirtuar los preceptos.

La fórmula «y los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave» es clara, y se debe entender de modo que no se deforme su sentido haciendo la norma inaplicable. Las tres condiciones que deben darse son:

a) el pecado grave, entendido objetivamente, porque el ministro de la Comunión no podría juzgar de la imputabilidad subjetiva;

b) la obstinada perseverancia, que significa la existencia de una situación objetiva de pecado que dura en el tiempo y a la cual la voluntad del fiel no pone fin, sin que se necesiten otros requisitos (actitud desafiante, advertencia previa, etc.) para que se verifique la situación en su fundamental gravedad eclesial;

c) el carácter manifiesto de la situación de pecado grave habitual.

Sin embargo, no se encuentran en situación de pecado grave habitual los fieles divorciados que se han vuelto a casar que, no pudiendo por serias razones -como, por ejemplo, la educación de los hijos- «satisfacer la obligación de la separación, asumen el empeño de vivir en perfecta continencia, es decir, de abstenerse de los actos propios de los cónyuges» (Familiaris consortio, n. 84), y que sobre la base de ese propósito han recibido el sacramento de la Penitencia. Debido a que el hecho de que tales fieles no viven more uxorio es de por sí oculto, mientras que su condición de divorciados que se han vuelto a casar es de por sí manifiesta, sólo podrán acceder a la Comunión eucarística remoto scandalo.

3. Naturalmente la prudencia pastoral aconseja vivamente que se evite el tener que llegar a casos de pública denegación de la sagrada Comunión. Los Pastores deben cuidar de explicar a los fieles interesados el verdadero sentido eclesial de la norma, de modo que puedan comprenderla o al menos respetarla. Pero cuando se presenten situaciones en las que esas precauciones no hayan tenido efecto o no hayan sido posibles, el ministro de la distribución de la Comunión debe negarse a darla a quien sea públicamente indigno. Lo hará con extrema caridad, y tratará de explicar en el momento oportuno las razones que le han obligado a ello. Pero debe hacerlo también con firmeza, sabedor del valor que semejantes signos de fortaleza tienen para el bien de la Iglesia y de las almas.

El discernimiento de los casos de exclusión de la Comunión eucarística de los fieles que se encuentren en la situación descrita concierne al Sacerdote responsable de la comunidad. Éste dará precisas instrucciones al diácono o al eventual ministro extraordinario acerca del modo de comportarse en las situaciones concretas.

4. Teniendo en cuenta la naturaleza de la antedicha norma (cfr. n. 1), ninguna autoridad eclesiástica puede dispensar en caso alguno de esta obligación del ministro de la sagrada Comunión, ni dar directivas que la contradigan.

5. La Iglesia reafirma su solicitud materna por los fieles que se encuentran en esta situación o en otras análogas, que impiden su admisión a la mesa eucarística. Cuanto se ha expuesto en esta Declaración no está en contradicción con el gran deseo de favorecer la participación de esos hijos a la vida eclesial, que se puede ya expresar de muchas formas compatibles con su situación. Es más, el deber de reafirmar esa imposibilidad de admitir a la Eucaristía es condición de una verdadera pastoralidad, de una auténtica preocupación por el bien de estos fieles y de toda la Iglesia, porque señala las condiciones necesarias para la plenitud de aquella conversión a la cual todos están siempre invitados por el Señor, de manera especial durante este Año Santo del Gran Jubileo.

Del Vaticano, 24 de junio de 2000, Solemnidad de la Natividad de San Juan Bautista.



Julián Herranz
 Arzobispo tit. de Vertara
 Presidente

Bruno Bertagna
 Obispo tit. de Drivasto
 Secretario





Homilía del Papa


A un grupo de más de 500 parlamentarios italianos

Ecclesia, (27-3-2014)

Abrazar la dialéctica de la libertad y abandonar la lógica de la necesidad

Las Lecturas que hoy la Iglesia nos propone podemos definirlas como un diálogo entre las quejas de Dios y las justificaciones de los hombres. Dios, el Señor, se queja. Se queja de no haber sido escuchado a lo largo de la historia. Es siempre lo mismo: «”Escuchad mi voz. Yo seré vuestro Dios [...]. Todo os irá bien”. Pero no escucharon ni hicieron caso. Al contrario, caminaron según sus ideas, según la maldad de su obstinado corazón. Me dieron la espalda y no la cara» (Jer 7, 23-24). Es la historia de la infidelidad del pueblo de Dios.

Y esta queja de Dios surge porque había sido un trabajo muy, muy grande, el que había tenido que hacer el Señor para quitar del corazón de su pueblo la idolatría, para volverlo dócil a su Palabra. Pero ellos iban por este camino durante un cierto tiempo, y después se volvían atrás. Y así durante siglos y siglos, hasta el momento en que llegó Jesús.

Y lo mismo sucedió con el Señor, con Jesús. Algunos decían: «¡Este es el Hijo de Dios, es un gran profeta!»; otros –aquellos de los que habla el Evangelio de hoy– decían: «No, es un brujo que cura con el poder de Satanás». El pueblo de Dios estaba solo, y esa clase dirigente –los doctores de la Ley, los saduceos, los fariseos– era muy cerrada en sus ideas, en su pastoral, en su ideología.

Esa clase no ha escuchado la Palabra del Señor, y para justificarse dice lo que hemos oído en el Evangelio: «Por arte de Belzebú [...] echa los demonios» (Lc 11, 15). Es como si dijeran: «Es un soldado de Belzebú o de Satanás, o de la banda de Satanás»; es lo mismo. Se justifican por no haber escuchado la llamada del Señor. No podían oírla: estaban muy, muy cerrados, alejados del pueblo, y eso es así. Jesús mira al pueblo y se conmueve, porque lo ve como «ovejas sin pastor», como dice el Evangelio. Y va hacia los pobres, va hacia los enfermos, va hacia todos, hacia las viudas, hacia los leprosos para curarlos.

Y les habla con una palabra que provoca admiración en el pueblo: «¡Pero este habla como uno que tiene autoridad!»; habla de manera distinta a la de esa clase dirigente que se había alejado del pueblo y que solo cultivaba el interés por sus propias cosas: por su grupo, por su partido, por sus luchas internas. Y, mientras tanto, el pueblo quedaba allá… Habían abandonado al rebaño. ¿Y esa gente era pecadora? Sí. Sí, todos somos pecadores, todos. Todos los que estamos aquí somos pecadores. Pero aquellos eran más que pecadores: el corazón de aquella gente, de aquel grupito, con el paso del tiempo se había endurecido hasta tal punto, que les resultaba imposible escuchar la voz del Señor.

Y, de pecadores que eran, fueron deslizándose y acabaron siendo corruptos. Es muy difícil que un corrupto logre volverse atrás. El pecador sí, porque el Señor es misericordioso y nos espera a todos. Pero el corrupto está centrado en sus cosas, y aquellos eran corruptos. Y por eso se justifican: porque Jesús, con su sencillez, pero con su poder de Dios, les resulta molesto. Y, poco a poco, acaban convenciéndose de que tienen que matar a Jesús, y uno de ellos dice: «Es mejor que un hombre muera por el pueblo».

Erraron camino. Se resistieron a la salvación del amor del Señor, y así se deslizaron, desde la fe, desde una teología de fe, a una teología del deber: «Debéis hacer esto, aquello y lo otro…». Y Jesús los llama con ese adjetivo tan feo: «¡Hipócritas! Cargáis tantos pesos aplastantes sobre los hombros del pueblo. ¿Y vosotros? ¡Ni con un dedo los tocáis! ¡Hipócritas!». Rechazaron el amor del Señor, y ese rechazo provocó que fueran por un camino que no era el de la dialéctica de la libertad que ofrecía el Señor, sino el de la lógica de la necesidad, en la que no hay sitio para el Señor. En la dialéctica de la libertad está el Señor bueno, que nos ama, ¡que tanto nos ama! En cambio, en la lógica de la necesidad no hay sitio para Dios: se debe hacer, se debe hacer, se debe… Se volvieron conductistas. Hombres de buenos modales, pero de malas costumbres. A ellos Jesús los llama «sepulcros blanqueados». Ese es el dolor del Señor, el dolor de Dios, la queja de Dios.

«Venid, adoremos al Señor, porque nos ama». «Volved a mí con todo vuestro corazón», nos dice, «porque soy misericordioso y compasivo». Los que se justifican no comprenden la misericordia ni la compasión. En cambio, aquel pueblo, que tanto amaba a Jesús, necesitaba misericordia y compasión, y acudía a pedirla al Señor.

En este camino de Cuaresma nos vendrá bien, a todos nosotros, pensar en esta invitación del Señor al amor, en esta dialéctica de la libertad en la que hay amor, y preguntarnos, todos: Pero ¿estoy yendo yo por ese camino? ¿O corro el peligro de justificarme y de ir por otro camino, por un camino coyuntural, porque no lleva a ninguna salvación? Y oremos para que el Señor nos conceda la gracia de ir siempre por el camino de la salvación, de abrirnos a la salvación que solo procede de Dios, de la fe, y no de lo que proponían aquellos «doctores del deber», que habían perdido la fe y gobernaban al pueblo con esa teología pastoral del deber. Nosotros pidamos esta gracia: Dame, Señor, la gracia de abrirme a tu salvación.


La Cuaresma está para eso. Dios nos ama a todos: ¡nos ama a todos! Hacer el esfuerzo de abrirnos: esto es lo único que nos pide. «Ábreme la puerta. De lo demás, me encargo yo». Dejemos que él entre en nosotros, que nos acaricie y que nos dé la salvación. Así sea.