En la solemnidad de San Pedro y San Pablo apóstol
S.S. Paulo VI, 29-6-1972
Tenemos que agradecer a vosotros y a cuantos, ausentes
de Roma, estáis presentes en espíritu, la asistencia a este rito que quiere
tener una doble intención: la primera, diría —y es suficiente—, es la de honrar
a los santos Pedro y Pablo, especialmente por estar en la basílica en la que
nos hallamos, sobre la tumba y las reliquias del apóstol Pedro; de honrar a
estos príncipes de los apóstoles y de honrar a Cristo en ellos, y de sentirnos
llevados por ellos a Cristo, pues les somos deudores de esta gran herencia de
la fe. Y, además, la otra intención es que no podemos ser insensibles a conmemorar
el noveno aniversario de nuestra elección —como sucesor de Pedro— al
Pontificado romano y, lo decimos temblando, al puesto de representante visible
en la Tierra, vicario de Nuestro Señor Jesucristo.
Os lo agradecemos de corazón, también, porque esta presencia
nos asegura lo que más vivo y ardoroso está en nuestros deseos: vuestra
adhesión, vuestra fidelidad, vuestra comunión, vuestra unidad en la oración y
en la fe, y en la constitución de esta misteriosa sociedad visible y terrenal
que se llama la Iglesia, y por sentirnos aquí particularmente Iglesia, unidos
en Jesucristo como en un cuerpo solo y, también, porque confiamos en que esta
presencia significa ayuda, oración, y signifique indulgencia para quien os
habla y también oración por Nos, por nuestro cargo, por la misión que el Señor
Nos encomendó para el bien de la Iglesia y del mundo. Y esta oración Nos
servirá verdaderamente de gran sufragio para cumplir humilde y fuertemente
nuestra fatiga.
Nos sentimos autorizados a ceder la palabra al propio
San Pedro y a rogarle que diga una de sus palabras entre las tantas hermosas
que nos dejó en las dos epístolas canónicas que conservamos en el cuerpo de la
Sagrada Escritura, y elegimos las que hablan de vosotros. San Pedro habla de la
comunidad la Iglesia naciente en la primera carta —extraña, pero expresiva— que
envió desde Roma a las iglesias de Oriente, a las iglesias de Asia Menor, dicen
los exégetas informados y que, según su costumbre, escribió no para hacer
nuevas comunicaciones doctrinales —como solía hacer San Pablo—, sino para
exhortar. Se siente el pastor que quiere incitar, que quiere animar, y que
quiere dar conciencia de lo que el pueblo cristiano es y de lo que debe hacer.
En esta primera carta de San Pedro se toca, con profunda clarividencia y agudeza,
toda la gama de los nuevos sentimientos que deben tener vivencia y brotar con
ímpetu del corazón cristiano. Entre las muchas palabras que la carta contiene,
os presentamos éstas que dejamos a vuestra meditación, con un breve comentario;
dice San Pedro: “Vosotros sois una estirpe elegida, un sacerdocio real, gente
santa, pueblo de su propiedad, para que proclaméis las virtudes de quien os
llamó de las tinieblas a la luz maravillosa. Vosotros que antaño no erais un
pueblo, ahora sois pueblo de Dios; vosotros que antes no fuisteis partícipes de
la misericordia, ahora en cambio participáis de la misericordia del Señor”.
He aquí lo que Nos, sometemos un momento a vuestra
reflexión.
Sacerdocio real
Estas son palabras que han sido muy estudiadas en los
últimos años, especialmente porque han sido el eje de la doctrina del Concilio
en su capítulo principal, es decir, en la Constitución Dogmática sobre la
Iglesia, donde se describe precisamente este cuadro del pueblo de Dios. Sí; os
decimos que en este momento propio de oración, pobres como somos, el Señor nos
inspira para comprender las cosas. Imaginamos tener delante de Nos, casi
extendida en panorama, a toda la Santa Iglesia Católica, y la vemos —con las
características que San Pedro indica— en una unidad; recogida en este principio
—Cristo— para este fin: glorificarle para este beneficio, salvarse para esta
transfiguración, casi para esta metamorfosis que está iniciada en cada uno de
los que componen esta comunidad de orden sobrenatural, por el descubrimiento de
la vocación en cada uno de los componentes de esta gran masa humana, de este
gran mar de la Humanidad, en el que cada cual está personalmente llamado como
miembro de la multitud, personalmente llamado —según dice el “Apocalipsis”,
acerca del último día— a recibir, como cada uno de los elegidos, un nombre
nuevo. Si bien recuerdo, dice el Señor en el texto, que todos estamos llamados
a ejercer, a componer, un sacerdocio real. Aquí hay una reminiscencia del
Antiguo Testamento —la del Éxodo—cuando Dios, hablando a Moisés antes de
entregarle La Ley, dice: “Yo haré de este pueblo un pueblo sacerdotal y real”.
San Pedro recoge esta palabra tan grande, tan exaltadora, y !a aplica al nuevo
pueblo de Dios, heredero y continuador del Israel dela Biblia, para formar un
nuevo Israel, el Israel de Cristo. Dice San Pedro: “Será el pueblo sacerdotal y
real el que glorificará al Dios de la misericordia, al Dios de la salvación”.
Sabemos que esta palabra ha sido, a veces, mal entendida, como si e! sacerdocio
fuera un solo orden, es decir ,fuese comunicado a cuantos están insertos en el
Cuerpo Místico de Cristo, a cuantos son cristianos. En cierto sentido es
verdad, y solemos llamarlo sacerdocio común, pero el Concilio nos dice —y la
Tradición ya nos lo había enseñado— que existe otro grado, otro estado de
sacerdocio: el sacerdocio ministerial, que tiene facultades, prerrogativas
particulares y exclusivas, precisamente del sacerdocio ministerial.
Pero detengámonos en lo que interesa a todos: el
sacerdocio real. Aquí deberíamos preguntarnos qué significa sacerdocio, pero
las explicaciones no acabarían nunca, y por ello nos limitamos y conformamos
con esto: sacerdote significa capacidad de rendir culto a Dios, de comunicar
con El, de buscarle siempre en una profundidad nueva, en un descubrimiento
nuevo, en un amor nuevo. Este impulso de la Humanidad hacia Dios, que no ha
sido suficientemente alcanzado ni suficientemente conocido, es el sacerdocio de
quien está inserto en el único sacerdote que, después del advenimiento del Nuevo
Testamento, es Cristo. Es que el cristiano está dotado por ello mismo de esta
calidad, de esta prerrogativa de poder hablar al Señor en términos verdaderos,
como de hijo a padre.
Lo que distingue al cristiano
“Audemos dicere”: podemos en verdad celebrar ante el
Señor un rito, una liturgia de la oración común, una santificación de la vida
incluso profana, que distingue al cristiano del que no es cristiano. Este
pueblo es distinto, aunque esté confundido en la gran marea de la Humanidad.
Tiene su distinción, su característica inconfundible. San Pablo se definió
“segregatus”, separado, distinto del resto de la Humanidad, precisamente por
estar investido de prerrogativas y funciones que no tienen los que no poseen la
suma fortuna y la excelencia de ser miembros de Cristo. Entonces tenemos que
considerar que nosotros, los que estamos llamados a ser hijos de Dios, a
participar en el Cuerpo Místico de Cristo, que somos animados por el Espíritu
Santo y hechos templos de la presencia de Dios, tenemos que realizar este
coloquio, este diálogo, esta conversación con Dios en la religión, en el culto
litúrgico, en el culto privado, y tenemos que extender el sentido de la
sacralidad incluso a las acciones profanas. “Si coméis, si bebéis —dijo San
Pablo— hacedlo por la gloria de Dios”. Y lo dice repetidas veces, en sus
cartas, como para reivindicar al cristiano la capacidad de infundir algo nuevo,
de ¡luminar, de sacralizar también las cosas temporales, externas, efímeras,
profanas.
Desacralización
Se nos exhorta a dar al pueblo cristiano, que se llama
Iglesia, un sentido verdaderamente sagrado. Y afirmándolo así, sentirnos que
tenemos que contener la ola de profanidad, desacralización, secularización, que
sube, que oprime y que quiere confundir y desbordar el sentido religioso en el
secreto del corazón —en la vida privada exclusivamente secreta, o también en
las afirmaciones de la vida exterior— de toda interioridad personal, o incluso
hacerlo desaparecer. Se afirma que ya no hay razón para distinguir un hombre de
otro, que no hay nada que pueda realizar esta distinción. Aún más, hay que
devolver al hombre su autenticidad, hay que devolver al hombre su verdadero
ser, que es común a todos los demás. Pero la Iglesia, y hoy San Pedro, llamando
al pueblo cristiano a la conciencia de sí mismo, le dicen que es el pueblo
elegido, distinto, adquirido por Cristo, un pueblo que debe ejercer una
particular relación con Dios, un sacerdocio con Dios. Esta sacralización de la
vida hoy no debe ser borrada, expulsada de las costumbres y de nuestra vida,
como si ya no debiera figurar.
Hemos perdido los hábitos religiosos, hemos perdido
muchas otras manifestaciones exteriores de la vida religiosa. Respecto a esto
hay mucho que discutir y mucho que conceder, pero es necesario mantener el
concepto, y con el concepto también algún signo de la sacralidad del pueblo
cristiano, es decir, de aquellos que están insertos en Cristo, Sumo y Eterno
Sacerdote. Ello nos dirá también que tenemos que sentir un gran fervor
religioso.
En la actualidad hay una parte de los estudios de la
Humanidad —la llamada sociología— que prescinde de este contacto con Dios. Por
el Contrario, la sociología de San Pedro, la sociología de la Iglesia, al
estudiar a los hombres, pone en evidencia precisamente este aspecto sacral, de
conversación con el Inefable, con Dios, con el mundo divino, y ello hay que
afirmarlo en el estudio de todas las diferenciaciones humanas. Por muy
heterogéneo que se presente el género humano, no tenemos que olvidar esta
verdad fundamental que el Señor nos confiere cuando nos da la Gracia: todos
somos hermanos en el mismo Cristo. Ya no hay ni judío, ni griego, ni escita, ni
bárbaro, ni hombre, ni mujer. Todos somos una sola cosa en Cristo, todos
estamos santificados, tenemos todos la participación en este grado de elevación
sobrenatural que Cristo nos confirió, y San Pedro nos lo recuerda; es la
sociología de la Iglesia que no debemos hacer desaparecer ni olvidar.
Defecciones
Volviendo a mirar aquel panorama a que aludimos —el
gran plano de la vida humana, toda la Iglesia— ¿qué es lo que vemos? Si nos
preguntan qué es hoy la Iglesia, ¿se puede confrontar tranquilamente con las
palabras que Pedro nos dejó como herencia y meditación?, ¿podemos estar
tranquilos?, ¿no podemos ver a la Iglesia en una ideología que nos obliga a
alguna reflexión, a alguna actitud, a algún esfuerzo y a alguna virtud que se
convierte en característica del cristiano?
Pensamos de nuevo en este momento—con inmensa caridad—
en todos nuestros hermanos que nos abandonan, en muchos que son fugitivos y
olvidan, en muchos que tal vez nunca han conseguido tener conciencia de la
vocación cristiana, aunque han recibido el bautismo. Quisiéramos muy de verdad
tender la mano hacia ellos y decirles que el corazón está siempre abierto, que
pasar el umbral es fácil. Mucho quisiéramos hacerles partícipes de la grande e
inefable fortuna de nuestra felicidad, la de estar en comunicación con Dios,
que no nos quita nada de la visión temporal y del realismo positivo del mundo
exterior.
Tal vez ello nos obliga a renuncias, a sacrificios,
pero mientras nos priva de algo, multiplica sus dones. Nos impone renuncias,
pero nos proporciona abundantemente otras riquezas. No somos pobres, somos
ricos, porque tenemos la riqueza del Señor. Ahora bien; quisiéramos decir a
estos hermanos—de los que sentimos el desgarro en las entrañas de nuestra alma
sacerdotal— cuánto les tenemos presente, cuánto —ahora y siempre, y cada vez
más— les queremos, y cuánto rezamos por ellos, y cuánto procuramos con este
esfuerzo que les persigue y les rodea, suplir la interrupción que ellos mismos
hacen de nuestra comunión en Cristo.
Duda, incertidumbre, inquietud
Luego existe otra categoría, y a ella pertenecemos un
poco todos. Y diría que esta categoría caracteriza a la Iglesia de hoy. Se diría que a través de alguna grieta ha
entrado, el humo de Satanás en el templo de Dios. Hay dudas, incertidumbre,
problemática, inquietud, insatisfacción, confrontación. Ya no se confía en la
Iglesia, se confía más en el primer profeta profano —que nos viene a hablar
desde algún periódico o desde algún movimiento social— para seguirle y
preguntarle si tiene la fórmula de la verdadera vida; y, por el contrario, no
nos damos cuenta de que nosotros ya somos dueños y maestros de ella. Ha entrado
la duda en nuestras conciencias y ha entrado a través de ventanas que debían
estar abiertas a la luz: la ciencia. Pero la ciencia está hecha para darnos
verdades que no alejan de Dios, sino que nos lo hacen buscar aún más y
celebrarle con mayor intensidad. Por el contrario, de la ciencia ha venido la
crítica, ha venido la duda respecto a todo lo que existe y a todo lo que
conocemos. Los científicos son aquellos que más pensativa y dolorosamente bajan
la frente y acaban por enseñar: “no sé, no sabemos, no podemos saber”.
Es cierto que la ciencia nos dice los límites de
nuestro saber, pero todo lo que nos proporciona de positivo debería ser
certeza, debería ser impulso, debería ser riqueza, debería aumentar nuestra
capacidad de oración y de himno al Señor; y, por el contrario, he aquí que la
enseñanza se convierte en palestra de confusión, en pluralidad que ya no va de
acuerdo, en contradicciones a veces absurdas.
Se ensalza el progreso para luego poder demolerlo con
las revoluciones más extrañas y radicales, para negar todo lo que se ha
conquistado, para volver a ser primitivos después de haber exaltado tanto los
progresos del mundo moderno.
También en nosotros, los de la Iglesia, reina este estado
de incertidumbre. Se creía que después del Concilio vendría un día de sol para
la historia de la Iglesia. Por el contrario, ha venido un día de nubes, de
tempestad, de oscuridad, de búsqueda, de incertidumbre y se siente fatiga en
dar la alegría de la fe. Predicamos el ecumenismo y nos alejamos cada vez más
de los otros. Procuramos excavar abismos en vez de colmarlos.
Intervención del Diablo
¿Cómo ha ocurrido todo esto? Nos, os confiaremos
nuestro pensamiento: ha habido un poder, un poder adverso. Digamos su nombre:
él Demonio. Este misterioso ser que está en la propia carta de San Pedro —que
estamos comentando— y al que se hace alusión tantas y cuantas veces en el
Evangelio —en los labios de Cristo— vuelve la mención de este enemigo del
hombre. Creemos en algo preternatural venido al mundo precisamente para
perturbar, para sofocar los frutos del Concilio ecuménico y para impedir que la
Iglesia prorrumpiera en el himno de júbilo por tener de nuevo plena conciencia
de sí misma.
Precisamente por esto, quisiéramos ser capaces, ahora
más que nunca, de ejercerla función que Dios encomendó a Pedro de confirmar en
la fe a los hermanos. Quisiéramos comunicarnos este carisma de .la certeza que
el Señor da a quien le representa, incluso indignamente, en esta tierra. Y
deciros que la fe —cuando está fundada en la palabra de Dios, aceptada y
situada en la conformidad de nuestro propio ánimo humano— esta fe nos da una
certeza verdaderamente segura. Quien crea con sencillez, con humildad, se sabe
por el buen camino, siente que tiene un testimonio interior que nos confirma en
nuestra difícil ideología y nos conforta en la difícil conquista de la verdad.
El Señor se manifiesta como luz y verdad al que lo
acepta en su palabra, y su palabra no se convierte en obstáculo a la verdad y
al camino hacia el ser, sino en peldaño por el que podemos subir y ser de
verdad conquistadores del Señor, que nos viene al encuentro y se entrega hoy a
través de esta metodología, de este camino de la fe que es anticipo y garantía
de la visión definitiva.
Fuertes en la fe
Y entonces Nos vemos el tercer aspecto que nos gusta
tanto contemplar, la gran extensión de la Humanidad creyente. Vemos una gran
cantidad de almas humildes, simples, puras, rectas, fuertes, que creen, que son
—según dice San Pedro al final de su epístola— “fortes in fide”. Y quisiéramos
que esta fuerza de la fe, esta seguridad, esta paz, triunfase sobre los
obstáculos que la vida —nuestra propia experiencia y la fenomenología de las
cosas— ponen delante de nosotros, y que fuéramos siempre “fuertes en la fe”.
Hermanos, no decimos cosas extrañas, difíciles ni
absurdas. Quisiéramos tan sólo que hicierais la experiencia de un acto de fe,
en humildad y sinceridad; un esfuerzo psicológico que nos diga a nosotros
mismos que tratemos de cumplir una acción consciente.
¿Es cierto, no es cierto?, ¿acepto, no acepto? Sí,
Señor, yo creo en tu palabra; creo en tu Revelación; creo en quien Tú me has
dado como testigo y garantía de esta Revelación Tuya, para sentir y probar, con
la fuerza de la fe, el anticipo de la bienaventuranza de la vida que con la fe
se nos ha prometido.
Fuente de la traducción: Secretum Meum Mihi.
Publicado por Stat Veritas