Benedicto XVI: pleno apoyo al diálogo actual entre católicos y ortodoxos



Discurso a la delegación del patriarcado ecuménico de Constantinopla

“Gracia a vosotros y paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo” (Ef. 1,2)

Venerables hermanos:

Con estas palabras, San Pablo, “apóstol de Cristo Jesús por voluntad de Dios”, se dirige “a los santos” que viven en Éfeso y a los “fieles en Cristo Jesús” (Ef 1,1).

Hoy, con este anuncio de paz y de salvación, deseo darles la bienvenida en la fiesta patronal de los santos Pedro y Pablo con la que vamos a concluir el Año Paulino.

El año pasado, el Patriarca ecuménico, Su Santidad Bartolomé I, quiso honrarnos con su presencia para celebrar juntos la inauguración de este año de oración, reflexión e intercambio de gestos de comunión entre Roma y Constantinopla.

A su vez, nosotros tuvimos la alegría de enviar una delegación a las celebraciones análogas organizadas por el Patriarcado ecuménico.

No podía ser de otra manera en este año consagrado a San Pablo, que recomienda encarecidamente "conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz” y nos enseña que hay “un solo Cuerpo y un solo Espíritu” (Ef 4, 3-4).

Sed así bienvenidos, queridos hermanos que habéis sido enviados por Su Santidad el Patriarca ecuménico al cual, a su vez, llevaréis mi saludo caluroso y fraterno en el Señor.

Juntos, nosotros daremos gracias al Señor por todos los frutos y los beneficios que nos ha aportado la celebración de los dos mil años del nacimiento de San Pablo.

Nosotros celebraremos en la concordia la fiesta de los santos Pedro y Pablo, los protòthroni de los apóstoles, tal y como los invoca la tradición litúrgica ortodoxa, es decir, los que ocupan el primer puesto entre los apóstoles y son llamados “maestros de ecumene”.

Por vuestra presencia, que es signo de fraternidad eclesial, nos recordáis nuestro compromiso común en la búsqueda de la plena comunión.

Ya lo sabéis, pero me complace hoy volver a confirmar que la Iglesia católica está decidida a contribuir de todas las maneras que le sea posible al restablecimiento de la plena unidad, en respuesta a la voluntad de Cristo para sus discípulos y conservando en la memoria la enseñanza de Pablo que nos recuerda que hemos sido llamados “a una misma esperanza”.

En esta perspectiva, podemos entonces considerar con confianza el buen desarrollo de los trabajos de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre los ortodoxos y los católicos.

Ésta se reunirá el próximo mes de octubre para afrontar un tema crucial para las relaciones entre Oriente y Occidente, el de la “función del obispo de Roma en la comunión de la Iglesia durante el primer milenio”.

El estudio de este aspecto es indispensable para poder profundizar globalmente en esta cuestión en el marco actual de la búsqueda de la plena comunión.

Esta comisión, que ya ha realizado un importante trabajo, será generosamente recibida por la Iglesia ortodoxa de Chipre a la que expresamos desde ahora toda nuestra gratitud por su acogida fraterna y el clima de oración que envuelve nuestras conversaciones y facilitarán nuestra labor y la comprensión mutua.

Deseo que los participantes en el diálogo católico-ortodoxo sepan que mis oraciones les acompañan y que este diálogo tiene el pleno apoyo de la Iglesia católica.

De todo corazón, espero que los malentendidos y las tensiones producidas entre los delegados ortodoxos en las últimas sesiones plenarias de esta comisión sean superadas en el amor fraterno de manera que este diálogo cuente con mayor representación ortodoxa.

Muy queridos hermanos, quiero volver a daros las gracias por estar entre nosotros este día y quiero pediros que transmitáis mi saludo fraterno al Patriarca ecuménico Su Santidad Bartolomé I, al Santo Sínodo y a todo el clero, así como al pueblo de los fieles ortodoxos.

Que el gozo de la fiesta de los santos Apóstoles Pedro y Pablo que nosotros celebramos tradicionalmente el mismo día, llene vuestros corazones de confianza y de esperanza.

CIUDAD DEL VATICANO, domingo 28 de junio de 2009 (ZENIT.org).-

¿A dónde va la Iglesia? Responde Benedicto XVI


Discurso a la asamblea eclesial de Roma

CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 20 de junio de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI en la inaugración de la asamblea eclesial de la diócesis de Roma, en la Basílica papal de San Juan de Letrán, el martes 26 de mayo de 2009

Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos religiosos y religiosas;
queridos hermanos y hermanas:

Siguiendo una costumbre ya arraigada, me alegra inaugurar también este año la Asamblea diocesana pastoral. A cada uno de vosotros, que aquí representáis a toda la comunidad diocesana, dirijo con afecto mi saludo y expreso mi viva gratitud por el trabajo pastoral que realizáis. A través de vosotros, extiendo a todas las parroquias mi saludo cordial con las palabras del apóstol san Pablo: "A todos los amados de Dios que estáis en Roma, santos por vocación, a vosotros gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo" (Rm 1, 7). Agradezco de corazón al cardenal vicario las estimulantes palabras que me ha dirigido, haciéndose intérprete de vuestros sentimientos, y la ayuda que, juntamente con los obispos auxiliares, me presta en el servicio apostólico diario al que el Señor me ha llamado como Obispo de Roma.

Nos acaban de recordar que, a lo largo del decenio pasado, la atención de la diócesis se concentró inicialmente, durante tres años, en la familia; después, durante el trienio sucesivo, en la educación de las nuevas generaciones en la fe, tratando de responder a la "emergencia educativa", que para todos es un desafío difícil; y, por último, también con referencia a la educación, estimulados por la carta encíclica Spe salvi, habéis tomado en consideración el tema de educar en la esperanza. A la vez que doy gracias con vosotros al Señor por el gran bien que nos ha concedido realizar -pienso, en particular, en los párrocos y en los sacerdotes que no escatiman esfuerzos en la guía de las comunidades que les han sido encomendadas-, deseo expresar mi aprecio por la opción pastoral de dedicar tiempo a una verificación del camino recorrido, con la finalidad de examinar, a la luz de la experiencia vivida, algunos ámbitos fundamentales de la pastoral ordinaria, para precisarlos mejor y permitir una mayor participación.

El fundamento de este compromiso, al que ya os estáis dedicando desde hace algunos meses en todas las parroquias y en las demás realidades eclesiales, debe ser una renovada toma de conciencia de nuestro ser Iglesia y de la corresponsabilidad pastoral que, en nombre de Cristo, todos estamos llamados a asumir. Y precisamente de este aspecto quisiera tratar ahora.

El concilio Vaticano II, queriendo transmitir pura e íntegra la doctrina sobre la Iglesia desarrollada a lo largo de dos mil años, dio de ella una "definición más meditada", ilustrando, ante todo, su naturaleza mistérica, es decir, su "realidad penetrada por la presencia divina y, por esto, siempre capaz de nuevas y más profundas investigaciones" (Pablo VI, Discurso de inauguración de la segunda sesión, 29 de septiembre de 1963). Ahora bien, la Iglesia, que tiene su origen en el Dios trinitario, es un misterio de comunión. En cuanto comunión, la Iglesia no es una realidad solamente espiritual, sino que vive en la historia, por decirlo así, en carne y hueso. El concilio Vaticano II la describe "como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (Lumen gentium, 1). Y la esencia del sacramento es precisamente que en lo visible se palpa lo invisible, que lo visible palpable abre la puerta a Dios mismo.

Hemos dicho que la Iglesia es una comunión, una comunión de personas que, por la acción del Espíritu Santo, forman el pueblo de Dios, que es al mismo tiempo el Cuerpo de Cristo. Reflexionemos un poco sobre estas dos palabras clave. El concepto de "pueblo de Dios" nació y se desarrolló en el Antiguo Testamento: para entrar en la realidad de la historia humana, Dios eligió a un pueblo determinado, el pueblo de Israel, para que fuera su pueblo. La intención de esta elección particular es llegar a muchos a través de pocos, y desde muchos a todos. Con otras palabras, la intención de la elección particular es la universalidad. A través de este pueblo Dios entra realmente, de modo concreto, en la historia. Y esta apertura a la universalidad se realizó en la cruz y en la resurrección de Cristo. En la cruz -así dice san Pablo-, Cristo derribó el muro de separación. Dándonos su Cuerpo, nos reúne en su Cuerpo para hacer de nosotros uno. En la comunión del "Cuerpo de Cristo" todos llegamos a ser un solo pueblo, el pueblo de Dios, donde -por citar de nuevo a san Pablo- todos somos uno y ya no hay distinción, diferencia, entre griego y judío, circunciso e incircunciso, bárbaro, escita, esclavo y hebreo, sino que Cristo es todo en todos. Él derribó el muro de separación entre los pueblos, las razas y las culturas: todos estamos unidos en Cristo.

Así, vemos que los dos conceptos -"pueblo de Dios" y "Cuerpo de Cristo"- se completan y forman juntos el concepto neotestamentario de Iglesia. Y mientras "pueblo de Dios" expresa la continuidad de la historia de la Iglesia, "Cuerpo de Cristo" manifiesta la universalidad inaugurada en la cruz y en la resurrección del Señor. Por tanto, para nosotros, los cristianos, "Cuerpo de Cristo" no sólo es una imagen, sino también un verdadero concepto, porque Cristo nos entrega su Cuerpo real, no sólo una imagen. Resucitado, Cristo nos une a todos en el Sacramento para convertirnos en un único cuerpo. Por eso los conceptos de "pueblo de Dios" y "Cuerpo de Cristo" se completan: en Cristo llegamos a ser realmente el pueblo de Dios. Y en consecuencia "pueblo de Dios" significa "todos": desde el Papa hasta el último niño bautizado. La primera plegaria eucarística, el llamado Canon romano, escrito en el siglo iv, distingue entre "tus siervos" y "plebs tua sancta"; por tanto, si se quiere distinguir, se habla de "siervos" y plebs sancta, mientras que el término "pueblo de Dios" expresa a todos juntos en su ser común la Iglesia.

Después del concilio Vaticano II esta doctrina eclesiológica ha tenido amplia acogida y, gracias a Dios, en la comunidad cristiana han madurado muchos frutos buenos. Sin embargo, debemos recordar también que la recepción de esta doctrina en la práctica y su consiguiente asimilación en el entramado de la conciencia eclesial, no se han realizado siempre y en todas partes sin dificultad y según una correcta interpretación. Como aclaré en el discurso a la Curia romana del 22 de diciembre de 2005, una corriente de interpretación, apelando a un presunto "espíritu del Concilio", ha intentado establecer una discontinuidad, e incluso una contraposición, entre la Iglesia anterior y la Iglesia posterior al Concilio, superando a veces los mismos confines que existen objetivamente entre el ministerio jerárquico y las responsabilidades de los laicos en la Iglesia.

La noción de "pueblo de Dios", en particular, fue interpretada por algunos según una visión puramente sociológica, desde una perspectiva casi exclusivamente horizontal, que excluía la referencia vertical a Dios. Esta posición contrasta totalmente con la letra y el espíritu del Concilio, que no quiso una ruptura, otra Iglesia, sino una verdadera y profunda renovación, en la continuidad del único sujeto Iglesia, que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo siempre idéntico, único sujeto del pueblo de Dios en peregrinación.

En segundo lugar, es preciso reconocer que el despertar de energías espirituales y pastorales durante estos años no ha producido siempre el incremento y el desarrollo deseados. Debemos constatar que en algunas comunidades eclesiales, después de un período de fervor e iniciativas, se ha sucedido un tiempo de debilitamiento del compromiso, una situación de cansancio, a veces casi de estancamiento, incluso de resistencia y contradicción entre la doctrina conciliar y diversos conceptos formulados en nombre del Concilio, pero en realidad opuestos a su espíritu y a su letra. También por esta razón, al tema de la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo se dedicó la Asamblea ordinaria del Sínodo de los obispos de 1987.

Este hecho nos dice que las luminosas páginas que el Concilio dedicó al laicado aún no habían sido traducidas y realizadas suficientemente en la conciencia de los católicos y en la práctica pastoral. Por una parte, existe todavía la tendencia a identificar unilateralmente la Iglesia con la jerarquía, olvidando la responsabilidad común, la misión común del pueblo de Dios, que somos todos nosotros en Cristo. Por otra, persiste también la tendencia a concebir el pueblo de Dios, como ya he dicho, según una idea puramente sociológica o política, olvidando la novedad y la especificidad de ese pueblo, que sólo se convierte en pueblo en la comunión con Cristo.

Queridos hermanos y hermanas, ahora tenemos que preguntarnos: ¿En qué situación se encuentra nuestra diócesis de Roma? ¿En qué medida se reconoce y favorece la responsabilidad pastoral de todos, en particular la de los laicos? Durante los siglos pasados, gracias al generoso testimonio de muchos bautizados que han dedicado su vida a educar en la fe a las nuevas generaciones, a cuidar a los enfermos y socorrer a los pobres, la comunidad cristiana ha anunciado el Evangelio a los habitantes de Roma.

Esta misma misión se nos confía a nosotros hoy, en situaciones diversas, en una ciudad donde muchos bautizados han perdido el camino de la Iglesia, y los que no son cristianos no conocen la belleza de nuestra fe. El Sínodo diocesano, promovido por mi amado predecesor Juan Pablo II, fue una receptio efectiva de la doctrina conciliar, y el Libro del Sínodo comprometió a la diócesis a ser cada vez más Iglesia viva y activa en el corazón de la ciudad, a través de la acción coordinada y responsable de todos sus componentes.

La Misión ciudadana, que siguió en preparación al gran jubileo del año 2000, permitió a nuestra comunidad eclesial tomar conciencia de que el mandato de evangelizar no implica sólo a algunos bautizados, sino a todos. Fue una experiencia positiva que contribuyó a hacer madurar en las parroquias, en las comunidades religiosas, en las asociaciones y en los movimientos, la conciencia de pertenecer al único pueblo de Dios que, según las palabras del apóstol san Pedro, "Dios se ha adquirido para anunciar sus maravillas" (cf. 1 P 2, 9). Por eso queremos dar gracias esta tarde.

Aún queda mucho camino por recorrer. Demasiados bautizados no se sienten parte de la comunidad eclesial y viven al margen de ella, dirigiéndose a las parroquias sólo en algunas circunstancias para recibir servicios religiosos. En proporción al número de habitantes de cada parroquia, todavía son pocos los laicos que, aun declarándose católicos, están dispuestos a trabajar en los diversos campos apostólicos. Ciertamente, no faltan dificultades de orden cultural y social, pero, fieles al mandato del Señor, no podemos resignarnos a conservar lo que tenemos. Confiando en la gracia del Espíritu, que Cristo resucitado nos ha garantizado, debemos reanudar el camino con renovado impulso.

¿Qué caminos podemos recorrer? En primer lugar, es preciso renovar el esfuerzo en favor de una formación más atenta y conforme a la visión de Iglesia de la que he hablado, tanto por parte de los sacerdotes como de los religiosos y laicos. Comprender cada vez mejor qué es esta Iglesia, este pueblo de Dios en el Cuerpo de Cristo. Al mismo tiempo, es necesario mejorar los planes pastorales para que, respetando las vocaciones y las funciones de los consagrados y de los laicos, se promueva gradualmente la corresponsabilidad de todos los miembros del pueblo de Dios. Esto exige un cambio de mentalidad, en particular por lo que respecta a los laicos, pasando de considerarlos "colaboradores" del clero a reconocerlos realmente como "corresponsables" del ser y actuar de la Iglesia, favoreciendo la consolidación de un laicado maduro y comprometido.

Esta conciencia de ser Iglesia, común a todos los bautizados, no disminuye la responsabilidad de los párrocos. Precisamente a vosotros, queridos párrocos, os corresponde promover el crecimiento espiritual y apostólico de quienes ya son asiduos y están comprometidos en las parroquias: ellos son el núcleo de la comunidad que se convertirá en fermento para los demás. Para que dichas comunidades, aunque a veces sean pequeñas numéricamente, no pierdan su identidad y su vigor, es necesario educarlas en la escucha orante de la Palabra de Dios, a través de la práctica de la lectio divina, recomendada fervientemente por el reciente Sínodo de los obispos.

Alimentémonos realmente de la escucha, de la meditación de la Palabra de Dios. Nuestras comunidades deben tener siempre clara conciencia de que son "Iglesia", porque Cristo, Palabra eterna del Padre, las convoca y las convierte en su pueblo. La fe, por una parte, es una relación profundamente personal con Dios, pero, por otra, posee un componente comunitario esencial, y ambas dimensiones son inseparables. Así, también los jóvenes, que están más expuestos al creciente individualismo de la cultura contemporánea, la cual conlleva como consecuencias inevitables el debilitamiento de los vínculos interpersonales y la disminución del sentido de pertenencia, podrán experimentar la belleza y la alegría de ser y sentirse Iglesia. Por la fe en Dios estamos unidos en el Cuerpo de Cristo; todos somos uno en el mismo Cuerpo; así, precisamente creyendo de modo profundo, podemos vivir también la comunión entre nosotros y superar la soledad del individualismo.

Si la Palabra convoca a la comunidad, la Eucaristía la transforma en un cuerpo: "Porque aun siendo muchos -escribe san Pablo-, somos un solo pan y un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan" (1 Co 10, 17). Por tanto, la Iglesia no es el resultado de una suma de individuos, sino una unidad entre quienes se alimentan de la única Palabra de Dios y del único Pan de vida. La comunión y la unidad de la Iglesia, que nacen de la Eucaristía, son una realidad de la que debemos tener cada vez mayor conciencia, también cuando recibimos la sagrada Comunión; debemos ser cada vez más conscientes de que entramos en unidad con Cristo, y así llegamos a ser uno entre nosotros. Debemos aprender siempre de nuevo a conservar esta unidad y defenderla de rivalidades, controversias y celos, que pueden nacer dentro de las comunidades eclesiales y entre ellas.

En particular, quiero pedir a los movimientos y a las comunidades surgidos después del Vaticano II, que también en nuestra diócesis son un don valioso que debemos agradecer siempre al Señor, quiero pedir a estos movimientos que, repito, son un don, que se preocupen siempre de que sus itinerarios formativos lleven a sus miembros a madurar un verdadero sentido de pertenencia a la comunidad parroquial. El centro de la vida de la parroquia, como he dicho, es la Eucaristía, y en particular la celebración dominical. Si la unidad de la Iglesia nace del encuentro con el Señor, no es secundario que se cuide mucho la adoración y la celebración de la Eucaristía, permitiendo que los que participan en ellas experimenten la belleza del misterio de Cristo. Dado que la belleza de la liturgia "no es mero esteticismo sino el modo en que nos llega, nos fascina y nos cautiva la verdad del amor de Dios en Cristo" (Sacramentum caritatis, 35), es importante que la celebración eucarística manifieste, comunique, a través de los signos sacramentales, la vida divina y revele a los hombres y a las mujeres de esta ciudad el verdadero rostro de la Iglesia.

El crecimiento espiritual y apostólico de la comunidad lleva, además, a promover su ampliación mediante una convencida acción misionera. Por tanto, esforzaos por revitalizar en todas las parroquias, como en el tiempo de la Misión ciudadana, los pequeños grupos o centros de escucha de fieles que anuncian a Cristo y su Palabra, lugares donde sea posible experimentar la fe, practicar la caridad y organizar la esperanza. Esta articulación de las grandes parroquias urbanas a través de la multiplicación de pequeñas comunidades permite una actividad misionera más vasta, que tiene en cuenta la densidad de la población, su fisonomía social y cultural, a menudo notablemente diversa. Sería importante que este método pastoral tuviera una aplicación eficaz también en los lugares de trabajo, que hoy se deben evangelizar con una pastoral de ambiente bien pensada, pues por la notable movilidad social la población pasa en ellos gran parte de su jornada.

Por último, no hay que olvidar el testimonio de la caridad, que une los corazones y abre a la pertenencia eclesial. A la pregunta de cómo se explica el éxito del cristianismo de los primeros siglos, la elevación de una presunta secta judía al rango de religión del Imperio, los historiadores responden que fue sobre todo la experiencia de la caridad de los cristianos lo que convenció al mundo. Vivir la caridad es la forma primaria de la actividad misionera. La Palabra anunciada y vivida resulta creíble si se encarna en comportamientos de solidaridad, de compartir, en gestos que muestran a Cristo como verdadero Amigo del hombre.

Ojalá que el testimonio silencioso y diario de caridad que dan las parroquias gracias al compromiso de numerosos fieles laicos siga extendiéndose cada vez más, para que quienes viven en el sufrimiento sientan cercana a la Iglesia y experimenten el amor del Padre, rico en misericordia. Por tanto, sed "buenos samaritanos", dispuestos a curar las heridas materiales y espirituales de vuestros hermanos. Los diáconos, conformados mediante la ordenación a Cristo siervo, podrán prestar un servicio útil en la promoción de una renovada atención a las antiguas y nuevas formas de pobreza. Pienso, además, en los jóvenes. Queridos jóvenes, os invito a poner al servicio de Cristo y del Evangelio vuestro entusiasmo y vuestra creatividad, convirtiéndoos en apóstoles de vuestros coetáneos, dispuestos a responder generosamente al Señor si os llama a seguirlo más de cerca en el sacerdocio o en la vida consagrada.

Queridos hermanos y hermanas, el futuro del cristianismo y de la Iglesia en Roma también depende del compromiso y del testimonio de cada uno de nosotros. Por esto invoco la intercesión materna de la Virgen María, venerada desde hace siglos en la basílica de Santa María la Mayor como Salus populi romani. Que, como hizo con los Apóstoles en el Cenáculo en espera de Pentecostés, nos acompañe también a nosotros y nos impulse a mirar con confianza al futuro. Con estos sentimientos, a la vez que os agradezco vuestro continuo trabajo, os imparto de corazón a todos una bendición apostólica especial.

[Traducción distribuida por la Santa Sede]

Zenit, 20-6-09





Juan Escoto Eriúgena


BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 10 de junio de 2009

Juan Escoto Eriúgena

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy voy a hablar de un pensador notable del Occidente cristiano: Juan Escoto Eriúgena, cuyos orígenes sin embargo son oscuros. Ciertamente, procedía de Irlanda, donde nació a inicios del siglo IX, pero no sabemos cuándo salió de su isla, atravesando el canal de la Mancha, para entrar a formar parte plenamente del mundo cultural que estaba renaciendo en torno a los carolingios y, de modo particular, en torno a Carlos el Calvo, en la Francia del siglo IX. Del mismo modo que no se conoce la fecha exacta de su nacimiento, también ignoramos el año de su muerte que, según los estudiosos, debería haber acaecido alrededor del año 870.

Juan Escoto Eriúgena tenía una cultura patrística, tanto griega como latina, de primera mano: conocía directamente los escritos de los Padres latinos y griegos. Conocía bien, entre otras, las obras de san Agustín, san Ambrosio, san Gregorio Magno, grandes Padres del Occidente cristiano, pero también conocía a fondo el pensamiento de Orígenes, san Gregorio de Nisa, san Juan Crisóstomo y los demás Padres cristianos de Oriente no menos grandes. Era un hombre excepcional, que dominaba en ese tiempo la lengua griega. Prestó atención muy especial a san Máximo el Confesor y, sobre todo, a Dionisio el Areopagita. Bajo este seudónimo se oculta un escritor eclesiástico del siglo V, de Siria, pero Juan Escoto Eriúgena, como todos en la Edad Media, estaba convencido de que este autor se identificaba con un discípulo directo de san Pablo, del que se habla en los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 17, 34).

Escoto Eriúgena, convencido de esta apostolicidad de los escritos de Dionisio, lo definió "autor divino" por excelencia. Por eso, los escritos de Dionisio fueron una fuente eminente de su pensamiento. Juan Escoto tradujo al latín sus obras. Los grandes teólogos medievales, como san Buenaventura, conocieron las obras de Dionisio a través de esta traducción. Se dedicó durante toda su vida a profundizar y desarrollar su pensamiento, bebiendo en esos escritos, hasta el punto de que aún hoy alguna vez resulta difícil distinguir dónde se halla el pensamiento de Escoto Eriúgena y dónde en cambio no hace más que volver a presentar el pensamiento del Pseudo Dionisio.

En verdad, el trabajo teológico de Juan Escoto no tuvo mucha suerte. No sólo el final de la era carolingia hizo que se olvidaran sus obras, sino que, además, una censura por parte de la autoridad eclesiástica ensombreció su figura. En realidad, Juan Escoto representa un platonismo radical, que a veces parece acercarse a una visión panteísta, aunque su intención personal subjetiva fue siempre ortodoxa.

De Juan Escoto Eriúgena se conservan varias obras, entre las cuales merece la pena recordar, en particular, el tratado "Sobre la división de la naturaleza" y las "Exposiciones sobre la jerarquía celeste de san Dionisio". En ellas desarrolla reflexiones teológicas y espirituales estimulantes, que podrían sugerir interesantes puntos de profundización incluso para los teólogos contemporáneos. Me refiero, por ejemplo, a lo que escribe sobre el deber de realizar un discernimiento adecuado sobre lo que se presenta como auctoritas vera, o sobre el compromiso de seguir buscando la verdad hasta que se alcance una experiencia de ella en la adoración silenciosa de Dios.

Nuestro autor dice: "Salus nostra ex fide inchoat", "Nuestra salvación comienza con la fe". Es decir, no podemos hablar de Dios partiendo de nuestras propias ocurrencias, sino de lo que dice Dios de sí mismo en las Sagradas Escrituras. Sin embargo, dado que Dios sólo dice la verdad, Escoto Eriúgena está convencido de que la autoridad y la razón nunca pueden oponerse; está convencido de que la verdadera religión y la verdadera filosofía coinciden.

Desde esta perspectiva escribe: "Cualquier tipo de autoridad que no sea confirmada por una verdadera razón debería considerarse débil... Porque no existe verdadera autoridad si no es la que coincide con la verdad descubierta en virtud de la razón, aunque se tratara de una autoridad recomendada y transmitida para utilidad de las futuras generaciones por los Santos Padres" (I, PL 122, col. 513 bc). Por consiguiente, advierte: "Ninguna autoridad te debe atemorizar o distraer de lo que te hace comprender la persuasión obtenida gracias a una recta contemplación racional. En efecto, la autoridad auténtica no contradice nunca la recta razón, ni esta puede contradecir una verdadera autoridad. Ambas proceden sin duda alguna de la misma fuente, que es la sabiduría divina" (I,PL 122, col. 511 b). Aquí vemos una valiente afirmación del valor de la razón, fundada en la certeza de que la verdadera autoridad es razonable, porque Dios es la razón creadora.

Según Escoto Eriúgena, también a la Escritura es necesario acercarse utilizando el mismo criterio de discernimiento, pues la Escritura —sostiene el teólogo irlandés, presentando una reflexión ya presente en san Juan Crisóstomo—, aunque procede de Dios, no sería necesaria si el hombre no hubiera pecado. Por tanto, se debería deducir que Dios nos dio la Escritura con una finalidad pedagógica y por condescendencia, para que el hombre pudiera recordar todo lo que había sido grabado en su corazón desde el momento de su creación "a imagen y semejanza de Dios" (Gn 1, 26) y que la caída original le había hecho olvidar.

Juan Escoto escribe en las Expositiones: "No es que el hombre haya sido creado para la Escritura, de la cual no hubiera tenido necesidad si no hubiera pecado, sino que, más bien, es la Escritura, tejida de doctrina y de símbolos, la que ha sido dada para el hombre. Gracias a ella nuestra naturaleza racional puede ser introducida en los secretos de la auténtica y pura contemplación de Dios" (II, PL 122, col. 146 c). La palabra de la Sagrada Escritura purifica nuestra razón un poco ciega y nos ayuda a volver al recuerdo de lo que nosotros, como imagen de Dios, llevamos en nuestro corazón, lamentablemente herido por el pecado.

De aquí derivan algunas consecuencias hermenéuticas, sobre el modo de interpretar la Escritura, que pueden indicar también hoy el camino real para una lectura correcta de la Sagrada Escritura. Se trata de descubrir el sentido oculto en el texto sagrado y esto supone un ejercicio interior particular, gracias al cual la razón se abre al camino seguro que lleva a la verdad. Ese ejercicio consiste en cultivar una disponibilidad constante a la conversión. Para llegar a comprender en profundidad el texto es necesario progresar simultáneamente en la conversión del corazón y en el análisis conceptual de la página bíblica, sea de carácter cósmico, histórico o doctrinal. Porque sólo se puede llegar a una comprensión exacta gracias a la constante purificación tanto del ojo del corazón como del ojo de la mente.

Este camino arduo, exigente y entusiasmante, hecho de continuas conquistas y relativizaciones del saber humano, lleva a la criatura inteligente hasta el umbral del Misterio divino, donde todas las nociones muestran su debilidad e incapacidad, y por eso, con la sencilla fuerza libre y dulce de la verdad, obligan a ir continuamente más allá de todo lo conseguido. Así, el reconocimiento adorante y silencioso del Misterio, que desemboca en la comunión unificadora, se revela como el único camino de una relación con la verdad que sea a la vez la más íntima posible y la más escrupulosamente respetuosa de la alteridad.

Juan Escoto, utilizando también aquí un vocabulario arraigado en la tradición cristiana de lengua griega, llamó a esta experiencia, a la que tendemos, "theosis" o divinización, con afirmaciones tan atrevidas que en algunos suscitaron sospechas de panteísmo heterodoxo. Por lo demás, se experimenta una fuerte emoción al leer textos como el siguiente, donde, recurriendo a la antigua metáfora de la fusión del hierro, escribe: "Por tanto, del mismo modo que todo el hierro candente se licúa hasta el punto de que parece haber sólo fuego, pero siguen siendo distintas las sustancias de uno y otro, así se debe aceptar que, después del fin de este mundo, toda la naturaleza, tanto la corpórea como la incorpórea, sólo manifiesta a Dios, aunque permanezca íntegra de tal modo que a Dios se le pueda com-prender aunque siga siendo in-comprensible y la criatura misma sea transformada, con maravilla inefable, en Dios" (V, PL 122, col. 451 b).

En realidad, todo el pensamiento teológico de Juan Escoto es la demostración más evidente del intento de expresar lo comprensible del Dios incomprensible, fundándose únicamente en el misterio del Verbo encarnado en Jesús de Nazaret. Las numerosas metáforas que utiliza para indicar esta realidad inefable demuestran que es consciente de que los términos con que hablamos de estas cosas son absolutamente inadecuados. Sin embargo, queda el encanto y el clima de auténtica experiencia mística que de vez en cuando se puede palpar en sus textos. Baste citar, como confirmación, una página del De divisione naturae que toca a fondo incluso el corazón de nosotros, los creyentes del siglo XXI: "No se debe desear otra cosa —escribe— sino la alegría de la verdad, que es Cristo, ni evitar otra cosa sino el estar alejados de él, pues esto se debería considerar como causa única de tristeza total y eterna. Si me quitas a Cristo, no me quedará ningún bien, y nada me asustará como estar lejos de él. El mayor tormento de una criatura racional es estar privado de él o lejos de él" (V, PL 122, col. 989 a). Son palabras que podemos hacer nuestras, transformándolas en oración a Aquel que constituye también el anhelo de nuestro corazón.

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Benedicto XVI: Ante la crisis, un nuevo modelo de desarrollo


Discurso a la Fundación Centesimus Annus Pro Pontifice

Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,

queridos amigos:

Gracias por vuestra visita que se enmarca en el contexto de vuestra reunión anual. Os saludo a todos con afecto y os doy las gracias por lo que hacéis, con probada generosidad, al servicio de la Iglesia. Saludo y doy las gracias al conde Lorenzo Rossi di Montelera, vuestro presidente, que ha interpretado con fina sensibilidad vuestros sentimientos, exponiendo en grandes líneas la actividad de la Fundación. Doy también las gracias a quienes, en idiomas diferentes, han querido testimoniar su común devoción. El encuentro de hoy asume un significado y un valor particular a la luz de la situación que vive en este momento toda la humanidad.

En efecto, la crisis financiera y económica que ha golpeado a los países industrializados, los emergentes y los que están en vías de desarrollo, demuestra que hay que replantearse algunos paradigmas económico-financieros dominantes en los últimos años. Por tanto, vuestra fundación ha estado acertada al afrontar, en el congreso internacional que se celebró ayer, el tema de la búsqueda de los valores y reglas a los que debería atenerse el mundo económico para implementar un modelo de desarrollo más atento a las exigencias de la solidaridad y más respetuoso de la dignidad humana.

Me alegra saber que habéis examinado, en particular, las interdependencias entre instituciones, empresas y mercado, partiendo, en acuerdo con la encíclica Centesimus annus de mi venerado predecesor Juan Pablo II, de la reflexión según la cual, la economía de mercado, entendida como "un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía" (n. 42), puede ser reconocida como un camino de progreso económico y civil sólo si se orienta hacia el bien común (Cf. n. 43). Esta visión, sin embargo, debe estar acompañada también por otra reflexión, según la cual, la libertad en el sector de la economía debe enmarcarse en "un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral", una libertad responsable, "cuyo centro es ético y religioso" (n. 42). Oportunamente la encíclica mencionada afirma: "Así como la persona se realiza plenamente en la libre donación de sí misma, así también la propiedad se justifica moralmente cuando crea, en los debidos modos y circunstancias, oportunidades de trabajo y crecimiento humano para todos" (n. 43).

Deseo que las investigaciones desarrolladas en vuestro trabajo, inspirándose en los eternos principios del Evangelio, elaboren una visión de la economía moderna respetuosa de las necesidades y de los derechos de los débiles. Como sabéis, próximamente se publicará mi encíclica dedicada precisamente al gran tema de la economía y del trabajo: en ella se destacarán cuáles son, para nosotros, los cristianos, los objetivos que hay que perseguir y los valores que hay que promover y defender incansablemente para lograr una convivencia humana realmente libre y solidaria.

Constato también, con complacencia, todo lo que estáis haciendo a favor del Pontificio Instituto para Estudios Árabes e Islámicos (PISAI), a cuyas finalidades, compartidas por vosotros, atribuyo un gran valor para un diálogo interreligioso cada vez más fecundo.

Queridos amigos: gracias una vez más por vuestra visita; aseguro a cada uno de vosotros un recuerdo en la oración, mientras os bendigo a todos de corazón.

ZENIT, 15-6-09