Benedicto XVI: El sacerdote, "puente" entre Dios y el hombre



“Lectio divina” del Papa con los sacerdotes de Roma


Eminencia,

queridos hermanos en el Episcopado

y en el Sacerdocio,

es una tradición muy gozosa y también importante para mí poder iniciar la Cuaresma siempre con mi Presbiterio, los Presbíteros de Roma. Así, como Iglesia local de Roma, pero también como Iglesia universal, podemos emprender este camino esencial con el Señor hacia la Pasión, hacia la Cruz, el camino pascual.

Este año queremos meditar sobre los pasajes de la Carta a los Hebreos ahora leídos. El autor de esta Carta ha abierto un nuevo camino para entender el Antiguo testamento como libro que habla sobre Cristo. La tradición precedente había visto a Cristo sobre todo, esencialmente, en la clave de la promesa davídica, del verdadero David, del verdadero Salomón, del verdadero Rey de Israel, verdadero Rey porque es hombre y Dios. Y la inscripción sobre la Cruz había realmente anunciado al mundo esta realidad: ahora está el verdadero Rey de Israel, que es el Rey del mundo. El Rey de los Judíos está en la Cruz. Es una proclamación de la realeza de Jesús, del cumplimiento de la espera mesiánica del Antiguo Testamento, la cual, en el fondo del corazón, es una esperanza de todos los hombres que esperan al verdadero Rey, que da justicia, amor y fraternidad.

Pero el Autor de la Carta a los Hebreos ha descubierto una cita que hasta aquel momento no había sido observada: Salmo 110, 4 — “tu eres sacerdote según el rito de Melquisedec”. Esto significa que Jesús no solo cumple la promesa davídica, las expectativas del verdadero Rey de Israel y del mundo, sino que realiza también la promesa del verdadero Sacerdote. En parte del Antiguo Testamento, sobre todo también en Qumran, hay dos líneas separadas de espera: el Rey y el Sacerdote. El Autor de la Carta a los Hebreos, descubriendo este versículo, ha comprendido que en Cristo se unen las dos promesas: Cristo es el verdadero Rey, el Hijo de Dios – según el Salmo 2, 7 que él cita – pero es también el verdadero Sacerdote.

Así todo el mundo cultual, toda la realidad de los sacrificios, del sacerdocio, que está en búsqueda del verdadero sacerdocio, del verdadero sacrificio, encuentra en Cristo su clave, su cumplimiento y, con esta clave, puede releer el Antiguo Testamento y mostrar como precisamente también la ley cultual, que tras la destrucción del Templo fue abolida, en realidad iba hacia Cristo; por tanto, no fue simplemente abolida, sino renovada, transformada, porque en Cristo todo encuentra su sentido. El sacerdocio aparece entonces en su pureza y en su verdad profunda.

De este modo, la Carta a los Hebreos presenta el tema del sacerdocio de Cristo, Cristo sacerdote, en tres niveles: el sacerdocio de Aarón, el del Templo; Melquisedec; y el mismo Cristo, como el verdadero sacerdocio. También el sacerdocio de Aarón, aún siendo diferente del de Cristo, aún siendo, por así decirlo, sólo una búsqueda, un caminar en dirección a Cristo, con todo es “camino” hacia Cristo, y ya en este sacerdocio se delinean los elementos esenciales. Después está Melquisedec – volveremos sobre este punto – que es un pagano. El mundo pagano entra en el Antiguo Testamento, entra en una figura misteriosa, sin padre, sin madre – dice la Carta a los Hebreos –, sencillamente aparece, y en él aparece la verdadera veneración del Dios Altísimo, del Creador del cielo y de la tierra. Así también desde el mundo pagano viene la esperanza y la prefiguración profunda del misterio de Cristo. En Cristo mismo todo está sintetizado, purificado y guiado hacia su fin, a su verdadera esencia.

Veamos ahora cada uno de los elementos, en cuanto sea posible, sobre el sacerdocio. De la Ley, del sacerdocio de Aarón, aprendemos dos cosas, nos dice el autor de la Carta a los Hebreos: un sacerdote, para ser realmente mediador entre Dios y el hombre, tiene que ser hombre. Esto es fundamental, y el Hijo de Dios se hizo hombre precisamente para ser sacerdote, para poder realizar la misión del sacerdote. Debe ser hombre – volveremos sobre este punto –, pero no puede por sí mismo hacerse mediador hacia Dios. El sacerdote necesita una autorización, de una institución divina y sólo perteneciendo a las dos esferas – la de Dios y la del hombre –, puede ser mediador, puede ser “puente”. Esta es la misión del sacerdote: combinar, unir estas dos realidades aparentemente tan separadas, es decir, el mundo de Dios – lejano a nosotros, a menudo desconocido para el hombre – y nuestro mundo humano. La misión del sacerdocio es la de ser mediador, puente que une, y así llevar al hombre a Dios, a su redención, a su luz verdadera, a su vida verdadera.

Como primer punto, por tanto, el sacerdote debe estar de la parte de Dios, y solamente en Cristo esta necesidad, esta condición de la mediación se realiza plenamente. Por eso era necesario este Misterio: el Hijo de Dios se hace hombre para que se dé el verdadero puente, se dé la verdadera mediación. Los demás deben tener al menos una autorización de Dios, o, en el caso de la Iglesia, el Sacramento, es decir, introducir nuestro ser en el ser de Cristo, en el ser divino. Sólo con el Sacramento, este acto divino que nos crea sacerdotes en comunión con Cristo, podemos realizar nuestra misión. Y esto me parece un primer punto de meditación para nosotros: la importancia del Sacramento. Nadie se hace sacerdote por sí mismo; sólo Dios puede atraerme, puede autorizarme, puede introducirme en la participación en el misterio de Cristo; solo Dios puede entrar en mi vida y tomarme de la mano. Este aspecto del don, de la precedencia divina, de la acción divina, que nosotros no podemos realizar, esta pasividad nuestra – ser elegidos y tomados de la mano por Dios – es un punto fundamental en el que entrar. Debemos volver siempre al Sacramento, volver a este don en el que Dios me da lo que yo no podría nunca dar: la participación, la comunión con el ser divino, con el sacerdocio de Cristo.

Hagamos esta realidad también un factor práctico en nuestra vida: si es así, un sacerdote debe ser realmente un hombre de Dios, debe conocer a Dios de cerca, y lo conoce en comunión con Cristo. Debemos por tanto vivir esta comunión y la celebración de la Santa Misa, la oración del Breviario, toda la oración personal,son elementos del estar con Dios, del ser hombres de Dios. Nuestro ser, nuestra vida, nuestro corazón deben estar fijados en Dios, en este punto del que no debemos salir, y esto se realiza, se refuerza día tras día, también con breves oraciones en las que nos volvemos a conectar con Dios y nos convertimos cada vez más en hombres de Dios, que viven en su comunión y que pueden así hablar de Dios y guiar a Dios.



El otro elemento es que el sacerdote tiene que ser hombre. Hombre en todos los sentidos, es decir, debe vivir una verdadera humanidad, un verdadero humanismo; debe tener una educación, una formación humana, virtudes humanas; debe desarrollar su inteligencia, su voluntad, sus sentimientos, sus afectos; debe ser realmente hombre, hombre según la voluntad del Creador, del Redentor, porque sabemos que el ser humano está herido y la cuestión de “qué es el hombre” está oscurecida por el hecho del pecado, que ha lesionado la naturaleza humana hasta en lo profundo. Así se dice: “ha mentido”, “es humano”; “ha robado”, “es humano”; pero esto no es el verdadero ser humano. Lo humano es ser generoso, ser bueno, ser hombre de la justicia, de la verdadera prudencia, de la sabiduría. Por tanto salir, con la ayuda de Cristo, de este oscurecimiento de nuestra naturaleza para llegar al verdadero ser humano a imagen de Dios, es un proceso de vida que debe comenzar en la formación al sacerdocio, pero que debe realizarse también y continuar en toda nuestra existencia. Pienso que las dos cosas van fundamentalmente juntas: estar en Dios y con Dios y ser realmente hombre, en el verdadero sentido que quiso el Creador, al plasmar esta criatura que somos nosotros.

Ser hombre: la Carta a los Hebreos hace un subrayado de nuestra humanidad que nos sorprende, porque dice: debe ser uno con “compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza” (5, 2) y después – mucho más fuerte aún - “habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente” (5, 7). Para la Carta a los Hebreos el elemento esencial de nuestro ser hombre es la compasión, es el sufrir con los demás: esta es la verdadera humanidad. No es el pecado, porque el pecado no es nunca solidaridad, sino siempre desolidarización, es un tomar mi vida para mí mismo, en lugar de entregarla. La verdadera humanidad es participar realmente en el sufrimiento del ser humano, quiere decir ser hombre de compasión – metriopathèin, dice el texto griego – es decir, estar en el centro de la pasión humana, llevar realmente con los demás sus sufrimientos, las tentaciones de este tiempo: “Dios, ¿dónde estás tú en este mundo?”.

Esta humanidad del sacerdote no responde al ideal platónico y aristotélico, según el cual el verdadero hombre sería aquel que vive solo en la contemplación de la verdad, y así es beato, feliz, porque tiene amistad solo con las cosas hermosas, con la belleza divina, mientras que “los trabajos” los hacen otros. Esta es una suposición, mientras que aquí se supone que el sacerdote entra como Cristo en la miseria humana, la toma consigo, va a las personas sufrientes, se ocupa de ellas, y no sólo exteriormente, sino que las tome sobre sí interiormente, recoja en sí mismo la “pasión” de su tiempo, de su parroquia, de las personas a él confiadas. Así Cristo mostró su verdadero humanismo. Ciertamente su corazón está siempre fijo en Dios, ve siempre a Dios, íntimamente está siempre en diálogo con Él, pero Él lleva, al mismo tiempo, todo el ser, todo el sufrimiento humano entra en la pasión. Hablando, viendo a los hombres que son pequeños, sin pastor, Él sufre con ellos, y nosotros sacerdotes no podemos retirarnos a un Elysium, sino que estamos inmersos en la pasión de este mundo y debemos, con la ayuda de Cristo y en comunión con Él, intentar transformarlo, de llevarlo hacia Dios.

Precisamente esto se dice, con el siguiente texto realmente estimulante: «habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas” (Hb 5, 7). Esto no es solo una indicación de la hora de angustia en el Monte de los Olivos, sino que es un resumen de toda la historia de la pasión, que abraza toda la vida de Jesús. Lágrimas: Jesús lloraba ante la tumba de Lázaro, estaba realmente tocado interiormente por el misterio de la muerte, por el terror de la muerte. Personas que pierden al hermano, como en este caso, a la madre y al hijo, al amigo: toda la terribilidad de la muerte, que destruye el amor, que destruye las relaciones, que es un signo de nuestra finitud, de nuestra pobreza. Jesús es puesto a prueba y se confronta hasta lo profundo de su alma con este misterio, con esta tristeza que es la muerte, y llora. Llora ante Jerusalén, viendo la destrucción de la bella ciudad a causa de la desobediencia; llora viendo todas las destrucciones de la historia del mundo; llora viendo cómo los hombres se destruyen a sí mismos y sus ciudades en la violencia, en la desobediencia.

Jesús llora, con fuertes gritos. Sabemos por los Evangelios que Jesús gritó desde la Cruz, gritó: “¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15, 34; cfr. Mt 27, 46), y que gritó una vez más al final. Y este grito responde a una dimensión fundamental de los Salmos: en los momentos terribles de la vida humana, muchos salmos son un fuerte grito a Dios: “¡Ayúdanos, escúchanos!”. Precisamente hoy, en el Breviario, hemos rezado en este sentido: ¿Donde estás, Dios? “Como ovejas de matadero nos entregan” (Sal 44, 12). ¡Un grito de la humanidad sufriente! Y Jesús, que es el verdadero sujeto de los Salmos, lleva realmente este grito de la humanidad a Dios, a los oídos de Dios: “¡Ayúdanos y escúchanos!”. Él transforma todo el sufrimiento humano, tomándolo en sí mismo en un grito a los oídos de Dios.

Y así vemos que precisamente de este modo se realiza el sacerdocio, la función del mediador, transportando en sí, asumiendo en sí el sufrimiento y la pasión del mundo, transformándola en grito hacia Dios, llevándola ante los ojos y en las manos de Dios, y así llevándola realmente al momento de la Redención.

En realidad la Carta a los Hebreos dice que “ofreció oraciones y súplicas”, “gritos y lágrimas” (5, 7). Es una traducción correcta del verbo prosphèrein, que es una palabra cultual y expresa el acto de la ofrenda de los dones humanos a Dios, expresa precisamente el acto del ofertorio, del sacrificio. Así, con este término cultual aplicado a las oraciones y lágrimas de Cristo, demuestra que las lágrimas de Cristo, la angustia del Monte de los Olivos, el grito de la Cruz, todo el sufrimiento no son algo al lado de su gran misión. Precisamente de esta forma Él ofrece el sacrificio, hace de sacerdote. La Carta a los Hebreos, con este “ofreció”, prosphèrein, nos dice: esta es la realización de su sacerdocio, así lleva la humanidad a Dios, así se hace mediador, así se hace sacerdote.

Digamos, justamente, que Jesús no ofreció algo a Dios, sino que se ofreció a sí mismo, y este ofrecerse a sí mismo se realiza precisamente en esta compasión, que transforma en oración y en grito al Padre el sufrimiento del mundo. En este sentido, tampoco nuestro sacerdocio se limita al acto cultual de la Santa Misa, en el que todo es puesto en las manos de Cristo, sino que toda nuestra compasión hacia el sufrimiento de este mundo tan alejado de Dios, es acto sacerdotal, es prosphèrein, es ofrecer. En este sentido, me parece que debemos entender y aprender a aceptar más profundamente los sufrimientos de la vida pastoral, porque precisamente esto es acción sacerdotal, es mediación, es entrar en el misterio de Cristo, es comunicación con el misterio de Cristo, muy real y esencial, existencial y también sacramental.

Una segunda palabra en este contexto es importante. Se dice que Cristo así – a través de esta obediencia – se hizo perfecto, en griego teleiothèis (cfr. Hb 5, 8-9). Sabemos que en toda la Torá, es decir, en toda la legislación cultual, la palabra tèleion, aquí utilizada, indica la ordenación sacerdotal. Es decir, la Carta a los Hebreos nos dice que precisamente haciendo esto Jesús se hizo sacerdote, se realizó en su sacerdocio. Nuestra ordenación sacerdotal sacramental debe realizarse y concretarse existencialmente, pero también de modo cristológico, precisamente en este llevar al mundo con Cristo y a Cristo y, con Cristo, a Dios: así nos convertimos realmente en sacerdotes, teleiothèis. Por tanto, el sacerdocio no es una cosa para algunas horas, sino que se realiza precisamente en la vida pastoral, en sus sufrimientos y en sus debilidades, en sus tristezas y también en sus alegrías, naturalmente. Así nos convertimos cada vez más en sacerdotes en comunión con Cristo.

La Carta a los Hebreos resume, finalmente, toda esta compasión en la palabra hypakoèn, obediencia: todo esto es obediencia. Es una palabra que no nos gusta, en nuestra época. La obediencia aparece como una alienación, como una actitud servil. Uno no usa su libertad, su libertad se somete a la voluntad de otro, por tanto uno ya no es libre, sino que está determinado por otro, mientras que la autodeterminación, la emancipación sería la verdadera existencia humano. En lugar de la palabra “obediencia”, nosotros queremos como palabra clave antropológica la de “libertad”. Pero considerando desde cerca este problema, vemos que las dos cosas van juntas: la obediencia de Cristo es conformidad de su voluntad con la voluntad del Padre; es un llevar la voluntad humana a la voluntad divina, a la conformación de nuestra voluntad a la voluntad de Dios.

San Máximo Confesor, en su interpretación del Monte de los Olivos, de la angustia expresada precisamente en la oración de Jesús, “no mi voluntad, sino la tuya”, describió este proceso, que Cristo lleva en sí como verdadero hombre, con la naturaleza, la voluntad humana; en este acto – “no mi voluntad, sino la tuya” – Jesús resume todo el proceso de su vida, es decir, del llevar la vida humana natural a la vida divina, y de esta forma transformar al hombre: divinización del hombre, y así redención del hombre, porque la voluntad de Dios no es una voluntad tiránica, no es una voluntad que esté fuera de nuestro ser, sino que es precisamente la voluntad creadora, es precisamente el lugar donde encontramos nuestra verdadera identidad.

Dios nos ha creado y somos nosotros mismos conformes con su voluntad: sólo así entramos en la verdad de nuestro ser y no estamos alienados. Al contrario, la alienación se realiza precisamente saliendo de la voluntad de Dios, porque de este modo salimos del diseño de nuestro ser, ya no somos nosotros mismos y caemos en el vacío. En verdad, la obediencia a Dios, es decir, la conformidad, la verdad de nuestro ser, es la verdadera libertad, porque es la divinización. Jesús, llevando al hombre, el ser hombre, en sí y consigo, en la conformidad con Dios, en la perfecta obediencia, es decir, en la conformación perfecta entre las dos voluntades, nos ha redimido y la redención es siempre este proceso de llevar la voluntad humana a la comunión con la voluntad divina. Es un proceso por el que rezamos cada día: “hágase tu voluntad”. Y queremos rezar realmente al Señor, para que nos ayude a ver íntimamente que esta es la libertad, y a entrar, así, con gozo en esta obediencia y a “recoger” al ser humano para llevarlo – con nuestro ejemplo, con nuestra humildad, con nuestra oración, con nuestra acción pastoral – a la comunión con Dios.

Continuando la lectura, sigue una frase difícil de interpretar. El Autor de la Carta a los Hebreos dice que Jesús oró fuertemente, con gritos y con lágrimas, a Dios que podía salvarlo de la muerte, y por su pleno abandono, fue escuchado (cfr. 5, 7). Aquí quisiéramos decir: “No, no fue escuchado de verdad, pues murió”. Jesús rezó para ser liberado de la muerte, pero no fue liberado, murió de una forma muy cruel. Por eso el gran teólogo liberal Harnack dijo: “Aquí falta un no”, debía estar escrito: “No fue escuchado”, y Bultmann aceptó esta interpretación. Pero esta es una solución que no es exegesis, sino que es una violencia al texto. En ninguno de los manuscritos aparece “no”, sino “fue escuchado”; por tanto, debemos aprender a entender qué significa este “ser escuchado”, a pesar de la Cruz.

Yo veo tres niveles para entender esta expresión. En un primer nivel, se puede traducir el texto griego así: “fue redimido de su angustia”, y en este sentido, Jesús fue escuchado. Sería, por tanto, una indicación a cuanto nos relata san Lucas de que “un ángel venido del cielo que le confortaba” (cfr. Lc 22, 43), de modo que, tras el momento de la angustia, pudiese andar derecho y sin temor hacia su hora, como nos describen los Evangelios, sobre todo el de san Juan. Sería la escucha en el sentido de que Dios le dio la fuerza para llevar todo este peso, y así fue escuchado. Pero a mí me parece que esta respuesta no es del todo suficiente. Escuchado en el sentido más profundo – lo subrayó el padre Vanhoye – quiere decir que “fue redimido de la muerte”, pero no en aquel momento, para aquel momento, sino para siempre, en la Resurrección: la verdadera respuesta de Dios a la oración de ser redimido de la muerte es la Resurrección, y la humanidad es redimida de la muerte precisamente en la Resurrección, que es la verdadera curación de nuestros sufrimientos, del misterio terrible de la muerte.

Aquí ya está presente un tercer nivel de comprensión: la Resurrección de Jesús no es sólo un acontecimiento personal. Me parece que sea de ayuda tener presente en este breve texto en el que san Juan, en el capítulo 12 de su Evangelio, presenta y narra, de modo muy resumido, el hecho del Monte de los Olivos. Jesús dice: “Mi alma está turbada” (Jn 12, 27), y, en toda la angustia del Monte de los Olivos, qué diré: “O sálvame de esta hora, o glorifica tu nombre” (cfr Jn 12, 27-28). Es la misma oración que encontramos en los Sinópticos: “Si es posible sálvame, pero hágase tu voluntad” (cfr. Mt 26, 42; Mc 14, 36; Lc 22, 42), que en el lenguaje joánico aparece: “O sálvame, o glorifica». Y Dios responde: “Le he glorificado y de nuevo le glorificaré" (cfr. Jn 12, 28). Esta es la respuesta, la escucha divina: glorificaré la Cruz; es la presencia de la gloria divina, porque es el acto supremo del amor. En la Cruz, Jesús fue elevado sobre toda la tierra y atrae a la tierra hacia sí; en la Cruz aparece ahora el “Kabod”, la verdadera gloria divina del Dios que ama hasta la Cruz y así transforma la muerte y crea la Resurrección.

La oración de Jesús fue escuchada, en el sentido de que realmente su muerte se convierte en vida, se convierte en el lugar desde donde redime al hombre, desde donde atrae al hombre hacia sí. Si la respuesta divina en Juan dice “te glorificaré”, significa que esta gloria trasciende y atraviesa toda la historia siempre y de nuevo: desde tu Cruz, presente en la Eucaristía, transforma la muerte en gloria. Esta es la gran promesa que se realiza en la Santa Eucaristía, que abre siempre de nuevo el cielo. Ser servidor de la Eucaristía es, por tanto, la profundidad del misterio sacerdotal.

Aún unas breves palabras, al menos sobre Melquisedec. Es una figura misteriosa que entra en Génesis 14 en la historia sagrada: tras la victoria de Abraham sobre algunos reyes, aparece el Rey de Salem, de Jerusalén, Melquisedec, y trae pan y vino. Una historia no comentada y un poco incomprensible, que aparece nuevamente solo en el salmo 110, como ya se ha dicho, pero se entiende que después el Judaísmo, el Gnosticismo y el Cristianismo hayan querido reflexionar profundamente sobre esta palabra y hayan creado sus interpretaciones. La Carta a los Hebreos no hace especulaciones, sino que trae solamente lo que dice la Escritura, y son diversos elementos: es rey de justicia, habita en la paz, es Rey allí donde hay paz, venera y adora al Dios Altísimo, el Creador del cielo y de la tierra, y trae pan y vino (cfr. Hb 7, 1-3; Gen 14, 18-20). No se comenta que aquí aparece el Sumo Sacerdote del Dios Altísimo, Rey de la paz, que adora con pan y vino al Dios Creador del cielo y de la tierra. Los padres han subrayado que es uno de los santos paganos del Antiguo Testamento y esto muestra que también del paganismo hay un camino hacia Cristo y los criterios son: adorar al Dios Altísimo, al Creador, cultivar justicia y paz, y venerar a Dios de modo puro. Así, con estos elementos fundamentales, también el paganismo está en camino hacia Cristo, hace, de cierta forma, presente la luz de Cristo.

En el canon romano, tras la Consagración, tenemos la oración supra quae, que menciona algunas prefiguraciones de Cristo, de su sacerdocio y de su sacrificio: Abel, el primer mártir, con su cordero; Abraham, que sacrifica en intención a su hijo Isaac, sustituido por el cordero dado por Dios; y Melquisedec, Sumo Sacerdote del Dios Altísimo, que trae pan y vino. Esto quiere decir que Cristo es la novedad absoluta de Dios y, al mismo tiempo, está presente en toda la historia, a través de a historia, y la historia va hacia Cristo. Y no solo la historia del pueblo elegido, que es la verdadera preparación querida por Dios, en la que se revela el misterio de Cristo, sino que también desde el paganismo se prepara el misterio de Cristo, hay caminos hacia Cristo, el cual lleva todo en sí.

Esto me parece importante en la celebración de la Eucaristía: aquí está recogida toda la oración humana, todo el deseo humano, toda la verdadera devoción humana, la verdadera búsqueda de Dios, que se encuentra finalmente realizada en Cristo. Finalmente hay que decir que ahora se abre el cielo, el culto ya no es enigmático, en signos relativos, sino verdadero, porque el cielo se ha abierto y no se ofrece algo, sino que el hombre se convierte en uno con Dios y este es el verdadero culto. Así dice la Carta a los Hebreos: “tenemos un Sumo Sacerdote sentado a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, al servicio del santuario y de la Tienda verdadera, erigida por el Señor” (cfr. 8, 1-2).

Volvamos al punto en que Melquisedec es Rey de Salem. Toda la tradición davídica se refiere a esto, diciendo: “éste es el lugar, Jerusalén es el lugar del culto verdadero, la concentración del culto en Jerusalén viene ya de los tiempos de Abraham. Jerusalén es el verdadero lugar de la justa veneración de Dios”.

Demos un nuevo paso: la verdadera Jerusalén, el Salem de Dios, es el Cuerpo de Cristo, la Eucaristía es la paz de Dios con el hombre. Sabemos que san Juan, en el Prólogo, llama a la humanidad de Jesús “la tienda de Dios”, eskènosen en hemìn (Jn 1, 14). Aquí Dios mismo ha creado su tienda en el mundo y esta tienda, esta nueva, verdadera Jerusalén, está al mismo tiempo en la tierra y en el celo, porque este Sacramento, este sacrificio se realiza siempre entre nosotros y llega siempre hasta el trono de la Gracia, a la presencia de Dios. Aquí está la verdadera Jerusalén, al mismo tiempo celeste y terrestre, la tienda, que es el Cuerpo de Dios, que como Cuerpo resucitado es siempre cuerpo y abraza a la humanidad, y al mismo tiempo, siendo Cuerpo resucitado, nos un e con Dios. Todo esto se realiza siempre de nuevo en la Eucaristía. Y nosotros como sacerdotes estamos llamados a ser ministros de este gran Misterio, en el Sacramento y en la vida. Oremos al Señor para que nos haga entender cada vez mejor este Misterio, vivir cada vez mejor este Misterio y ofrecer así nuestra ayuda para que el mundo se abra a Dios, para que el mundo sea redimido. Gracias.

CIUDAD DEL VATICANO, jueves 25 de febrero de 2010 (ZENIT.org).-













Mensaje del Papa para la Cuarema de 2010



La justicia divina, salvación para el hombre

Queridos hermanos y hermanas:

Cada año, con ocasión de la Cuaresma, la Iglesia nos invita a una sincera revisión de nuestra vida a la luz de las enseñanzas evangélicas. Este año quiero proponeros algunas reflexiones sobre el vasto tema de la justicia, partiendo de la afirmación paulina: La justicia de Dios se ha manifestado por la fe en Jesucristo (cf. Rm 3,21-22).

Justicia: "dare cuique suum"

Me detengo, en primer lugar, en el significado de la palabra "justicia", que en el lenguaje común implica "dar a cada uno lo suyo" - "dare cuique suum", según la famosa expresión de Ulpiano, un jurista romano del siglo III. Sin embargo, esta clásica definición no aclara en realidad en qué consiste "lo suyo" que hay que asegurar a cada uno. Aquello de lo que el hombre tiene más necesidad no se le puede garantizar por ley. Para gozar de una existencia en plenitud, necesita algo más íntimo que se le puede conceder sólo gratuitamente: podríamos decir que el hombre vive del amor que sólo Dios, que lo ha creado a su imagen y semejanza, puede comunicarle. Los bienes materiales ciertamente son útiles y necesarios (es más, Jesús mismo se preocupó de curar a los enfermos, de dar de comer a la multitud que lo seguía y sin duda condena la indiferencia que también hoy provoca la muerte de centenares de millones de seres humanos por falta de alimentos, de agua y de medicinas), pero la justicia "distributiva" no proporciona al ser humano todo "lo suyo" que le corresponde. Este, además del pan y más que el pan, necesita a Dios. Observa san Agustín: si "la justicia es la virtud que distribuye a cada uno lo suyo... no es justicia humana la que aparta al hombre del verdadero Dios" (De Civitate Dei, XIX, 21).

¿De dónde viene la injusticia?

El evangelista Marcos refiere las siguientes palabras de Jesús, que se sitúan en el debate de aquel tiempo sobre lo que es puro y lo que es impuro: "Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre... Lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas" (Mc 7,15. 20-21). Más allá de la cuestión inmediata relativa a los alimentos, podemos ver en la reacción de los fariseos una tentación permanente del hombre: la de identificar el origen del mal en una causa exterior. Muchas de las ideologías modernas tienen, si nos fijamos bien, este presupuesto: dado que la injusticia viene "de fuera", para que reine la justicia es suficiente con eliminar las causas exteriores que impiden su puesta en práctica. Esta manera de pensar ­advierte Jesús­ es ingenua y miope. La injusticia, fruto del mal, no tiene raíces exclusivamente externas; tiene su origen en el corazón humano, donde se encuentra el germen de una misteriosa convivencia con el mal. Lo reconoce amargamente el salmista: "Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre" (Sal 51,7). Sí, el hombre es frágil a causa de un impulso profundo, que lo mortifica en la capacidad de entrar en comunión con el prójimo. Abierto por naturaleza al libre flujo del compartir, siente dentro de sí una extraña fuerza de gravedad que lo lleva a replegarse en sí mismo, a imponerse por encima de los demás y contra ellos: es el egoísmo, consecuencia de la culpa original. Adán y Eva, seducidos por la mentira de Satanás, aferrando el misterioso fruto en contra del mandamiento divino, sustituyeron la lógica del confiar en el Amor por la de la sospecha y la competición; la lógica del recibir, del esperar confiado los dones del Otro, por la lógica ansiosa del aferrar y del actuar por su cuenta (cf. Gn 3,1-6), experimentando como resultado un sentimiento de inquietud y de incertidumbre. ¿Cómo puede el hombre librarse de este impulso egoísta y abrirse al amor?

Justicia y Sedaqad

En el corazón de la sabiduría de Israel encontramos un vínculo profundo entre la fe en el Dios que "levanta del polvo al desvalido" (Sal 113,7) y la justicia para con el prójimo. Lo expresa bien la misma palabra que en hebreo indica la virtud de la justicia: sedaqad,. En efecto, sedaqad significa, por una parte, aceptación plena de la voluntad del Dios de Israel; por otra, equidad con el prójimo (cf. Ex 20,12-17), en especial con el pobre, el forastero, el huérfano y la viuda (cf. Dt 10,18-19). Pero los dos significados están relacionados, porque dar al pobre, para el israelita, no es otra cosa que dar a Dios, que se ha apiadado de la miseria de su pueblo, lo que le debe. No es casualidad que el don de las tablas de la Ley a Moisés, en el monte Sinaí, suceda después del paso del Mar Rojo. Es decir, escuchar la Ley presupone la fe en el Dios que ha sido el primero en "escuchar el clamor" de su pueblo y "ha bajado para librarle de la mano de los egipcios" (cf. Ex 3,8). Dios está atento al grito del desdichado y como respuesta pide que se le escuche: pide justicia con el pobre (cf. Si 4,4-5.8-9), el forastero (cf. Ex 20,22), el esclavo (cf. Dt 15,12-18). Por lo tanto, para entrar en la justicia es necesario salir de esa ilusión de autosuficiencia, del profundo estado de cerrazón, que es el origen de nuestra injusticia. En otras palabras, es necesario un "éxodo" más profundo que el que Dios obró con Moisés, una liberación del corazón, que la palabra de la Ley, por sí sola, no tiene el poder de realizar. ¿Existe, pues, esperanza de justicia para el hombre?

Cristo, justicia de Dios

El anuncio cristiano responde positivamente a la sed de justicia del hombre, como afirma el Apóstol Pablo en la Carta a los Romanos: "Ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado... por la fe en Jesucristo, para todos los que creen, pues no hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia (Rm 3,21-25).

¿Cuál es, pues, la justicia de Cristo? Es, ante todo, la justicia que viene de la gracia, donde no es el hombre que repara, se cura a sí mismo y a los demás. El hecho de que la "propiciación" tenga lugar en la "sangre" de Jesús significa que no son los sacrificios del hombre los que le libran del peso de las culpas, sino el gesto del amor de Dios que se abre hasta el extremo, hasta aceptar en sí mismo la "maldición" que corresponde al hombre, a fin de transmitirle en cambio la "bendición" que corresponde a Dios (cf. Ga 3,13-14). Pero esto suscita en seguida una objeción: ¿qué justicia existe dónde el justo muere en lugar del culpable y el culpable recibe en cambio la bendición que corresponde al justo? Cada uno no recibe de este modo lo contrario de "lo suyo"? En realidad, aquí se manifiesta la justicia divina, profundamente distinta de la humana. Dios ha pagado por nosotros en su Hijo el precio del rescate, un precio verdaderamente exorbitante. Frente a la justicia de la Cruz, el hombre se puede rebelar, porque pone de manifiesto que el hombre no es un ser autárquico, sino que necesita de Otro para ser plenamente él mismo. Convertirse a Cristo, creer en el Evangelio, significa precisamente esto: salir de la ilusión de la autosuficiencia para descubrir y aceptar la propia indigencia, indigencia de los demás y de Dios, exigencia de su perdón y de su amistad.

Se entiende, entonces, como la fe no es un hecho natural, cómodo, obvio: hace falta humildad para aceptar tener necesidad de Otro que me libere de lo "mío", para darme gratuitamente lo "suyo". Esto sucede especialmente en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Gracias a la acción de Cristo, nosotros podemos entrar en la justicia "más grande", que es la del amor (cf. Rm 13,8-10), la justicia de quien en cualquier caso se siente siempre más deudor que acreedor, porque ha recibido más de lo que podía esperar.

Precisamente por la fuerza de esta experiencia, el cristiano se ve impulsado a contribuir a la formación de sociedades justas, donde todos reciban lo necesario para vivir según su propia dignidad de hombres y donde la justicia sea vivificada por el amor.

Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma culmina en el Triduo Pascual, en el que este año volveremos a celebrar la justicia divina, que es plenitud de caridad, de don y de salvación. Que este tiempo penitencial sea para todos los cristianos un tiempo de auténtica conversión y de intenso conocimiento del misterio de Cristo, que vino para cumplir toda justicia. Con estos sentimientos, os imparto a todos de corazón la bendición apostólica.

Vaticano, 30 de octubre de 2009 (publicado en febrero/2010)