Instrucción Ad Resurgendum cum Christo

acerca de la sepultura de los difuntos
y la conservación de las cenizas en caso de cremación



1. Para resucitar con Cristo, es necesario morir con Cristo, es necesario «dejar este cuerpo para ir a morar cerca del Señor»(2 Co 5, 8). Con la Instrucción Piam et constantem del 5 de julio de 1963, el entonces Santo Oficio, estableció que «la Iglesia aconseja vivamente la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos», pero agregó que la cremación no es «contraria a ninguna verdad natural o sobrenatural» y que no se les negaran los sacramentos y los funerales a los que habían solicitado ser cremados, siempre que esta opción no obedezca a la «negación de los dogmas cristianos o por odio contra la religión católica y la Iglesia»[1]. Este cambio de la disciplina eclesiástica ha sido incorporado en el Código de Derecho Canónico (1983) y en el Código de Cánones de las Iglesias Orientales (1990).

Mientras tanto, la práctica de la cremación se ha difundido notablemente en muchos países, pero al mismo tiempo también se han propagado nuevas ideas en desacuerdo con la fe de la Iglesia. Después de haber debidamente escuchado a la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, el Consejo Pontificio para los Textos Legislativos y muchas Conferencias Episcopales y Sínodos de los Obispos de las Iglesias Orientales, la Congregación para la Doctrina de la Fe ha considerado conveniente la publicación de una nueva Instrucción, con el fin de reafirmar las razones doctrinales y pastorales para la preferencia de la sepultura de los cuerpos y de emanar normas relativas a la conservación de las cenizas en el caso de la cremación.

2. La resurrección de Jesús es la verdad culminante de la fe cristiana, predicada como una parte esencial del Misterio pascual desde los orígenes del cristianismo: «Les he trasmitido en primer lugar, lo que yo mismo recibí: Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la Escritura. Fue sepultado y resucitó al tercer día, de acuerdo con la Escritura. Se apareció a Pedro y después a los Doce» (1 Co 15,3-5).

Por su muerte y resurrección, Cristo nos libera del pecado y nos da acceso a una nueva vida: «a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos… también nosotros vivamos una nueva vida» (Rm 6,4). Además, el Cristo resucitado es principio y fuente de nuestra resurrección futura: «Cristo resucitó de entre los muertos, como primicia de los que durmieron… del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (1 Co 15, 20-22).

Si es verdad que Cristo nos resucitará en el último día, también lo es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En el Bautismo, de hecho, hemos sido sumergidos en la muerte y resurrección de Cristo y asimilados sacramentalmente a él: «Sepultados con él en el bautismo, con él habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos»(Col 2, 12). Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado (cf. Ef 2, 6).

Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. La visión cristiana de la muerte se expresa de modo privilegiado en la liturgia de la Iglesia: «La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma: y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo»[2]. Por la muerte, el alma se separa del cuerpo, pero en la resurrección Dios devolverá la vida incorruptible a nuestro cuerpo transformado, reuniéndolo con nuestra alma. También en nuestros días, la Iglesia está llamada a anunciar la fe en la resurrección: «La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella»[3].

3. Siguiendo la antiquísima tradición cristiana, la Iglesia recomienda insistentemente que los cuerpos de los difuntos sean sepultados en los cementerios u otros lugares sagrados[4].

En la memoria de la muerte, sepultura y resurrección del Señor, misterio a la luz del cual se manifiesta el sentido cristiano de la muerte[5], la inhumación es en primer lugar la forma más adecuada para expresar la fe y la esperanza en la resurrección corporal[6].

La Iglesia, como madre acompaña al cristiano durante su peregrinación terrena, ofrece al Padre, en Cristo, el hijo de su gracia, y entregará sus restos mortales a la tierra con la esperanza de que resucitará en la gloria[7].

Enterrando los cuerpos de los fieles difuntos, la Iglesia confirma su fe en la resurrección de la carne[8], y pone de relieve la alta dignidad del cuerpo humano como parte integrante de la persona con la cual el cuerpo comparte la historia[9]. No puede permitir, por lo tanto, actitudes y rituales que impliquen conceptos erróneos de la muerte, considerada como anulación definitiva de la persona, o como momento de fusión con la Madre naturaleza o con el universo, o como una etapa en el proceso de re-encarnación, o como la liberación definitiva de la “prisión” del cuerpo.

Además, la sepultura en los cementerios u otros lugares sagrados responde adecuadamente a la compasión y el respeto debido a los cuerpos de los fieles difuntos, que mediante el Bautismo se han convertido en templo del Espíritu Santo y de los cuales, «como herramientas y vasos, se ha servido piadosamente el Espíritu para llevar a cabo muchas obras buenas»[10].

Tobías el justo es elogiado por los méritos adquiridos ante Dios por haber sepultado a los muertos[11], y la Iglesia considera la sepultura de los muertos como una obra de misericordia corporal[12].

Por último, la sepultura de los cuerpos de los fieles difuntos en los cementerios u otros lugares sagrados favorece el recuerdo y la oración por los difuntos por parte de los familiares y de toda la comunidad cristiana, y la veneración de los mártires y santos.

Mediante la sepultura de los cuerpos en los cementerios, en las iglesias o en las áreas a ellos dedicadas, la tradición cristiana ha custodiado la comunión entre los vivos y los muertos, y se ha opuesto a la tendencia a ocultar o privatizar el evento de la muerte y el significado que tiene para los cristianos.

4. Cuando razones de tipo higiénicas, económicas o sociales lleven a optar por la cremación, ésta no debe ser contraria a la voluntad expresa o razonablemente presunta del fiel difunto, la Iglesia no ve razones doctrinales para evitar esta práctica, ya que la cremación del cadáver no toca el alma y no impide a la omnipotencia divina resucitar el cuerpo y por lo tanto no contiene la negación objetiva de la doctrina cristiana sobre la inmortalidad del alma y la resurrección del cuerpo[13].

La Iglesia sigue prefiriendo la sepultura de los cuerpos, porque con ella se demuestra un mayor aprecio por los difuntos; sin embargo, la cremación no está prohibida, «a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana»[14].

En ausencia de razones contrarias a la doctrina cristiana, la Iglesia, después de la celebración de las exequias, acompaña la cremación con especiales indicaciones litúrgicas y pastorales, teniendo un cuidado particular para evitar cualquier tipo de escándalo o indiferencia religiosa.

5. Si por razones legítimas se opta por la cremación del cadáver, las cenizas del difunto, por regla general, deben mantenerse en un lugar sagrado, es decir, en el cementerio o, si es el caso, en una iglesia o en un área especialmente dedicada a tal fin por la autoridad eclesiástica competente.

Desde el principio, los cristianos han deseado que sus difuntos fueran objeto de oraciones y recuerdo de parte de la comunidad cristiana. Sus tumbas se convirtieron en lugares de oración, recuerdo y reflexión. Los fieles difuntos son parte de la Iglesia, que cree en la comunión «de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia»[15].

La conservación de las cenizas en un lugar sagrado puede ayudar a reducir el riesgo de sustraer a los difuntos de la oración y el recuerdo de los familiares y de la comunidad cristiana. Así, además, se evita la posibilidad de olvido, falta de respeto y malos tratos, que pueden sobrevenir sobre todo una vez pasada la primera generación, así como prácticas inconvenientes o supersticiosas.

6. Por las razones mencionadas anteriormente, no está permitida la conservación de las cenizas en el hogar. Sólo en casos de graves y excepcionales circunstancias, dependiendo de las condiciones culturales de carácter local, el Ordinario, de acuerdo con la Conferencia Episcopal o con el Sínodo de los Obispos de las Iglesias Orientales, puede conceder el permiso para conservar las cenizas en el hogar. Las cenizas, sin embargo, no pueden ser divididas entre los diferentes núcleos familiares y se les debe asegurar respeto y condiciones adecuadas de conservación.

7. Para evitar cualquier malentendido panteísta, naturalista o nihilista, no sea permitida la dispersión de las cenizas en el aire, en la tierra o en el agua o en cualquier otra forma, o la conversión de las cenizas en recuerdos conmemorativos, en piezas de joyería o en otros artículos, teniendo en cuenta que para estas formas de proceder no se pueden invocar razones higiénicas, sociales o económicas que pueden motivar la opción de la cremación.

8. En el caso de que el difunto hubiera dispuesto la cremación y la dispersión de sus cenizas en la naturaleza por razones contrarias a la fe cristiana, se le han de negar las exequias, de acuerdo con la norma del derecho[16].

El Sumo Pontífice Francisco, en audiencia concedida al infrascrito Cardenal Prefecto el 18 de marzo de 2016, ha aprobado la presente Instrucción, decidida en la Sesión Ordinaria de esta Congregación el 2 de marzo de 2016, y ha ordenado su publicación.

Roma, de la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, 15 de agosto de 2016, Solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María.

GerhardCard. Müller
Prefecto

+Luis F. Ladaria, S.I.
Arzobispo titular de Thibica
Secretario



[1] Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio, Instrucción Piam et constantem (5 de julio de 1963): AAS 56 (1964), 822-823.

[2] Misal Romano, Prefacio de difuntos, I.

[3] Tertuliano, De resurrectione carnis, 1,1: CCL 2, 921.

[4] Cf. CIC, can. 1176, § 3; can. 1205; CCEO, can. 876, § 3; can. 868.

[5] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1681.

[6] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2300.

[7] Cf. 1 Co 15,42-44; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1683.

[8] Cf. San Agustín, De cura pro mortuis gerenda, 3, 5: CSEL 41, 628.

[9] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, n. 14.

[10] Cf. San Agustín, De cura pro mortuis gerenda, 3, 5: CSEL 41, 627.

[11] Cf. Tb 2, 9; 12, 12.

[12] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2300.

[13] Cf. Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio, Instrucción Piam et constantem (5 de julio de  1963): AAS 56 (1964), 822.

[14] CIC, can. 1176, § 3; cf. CCEO, can. 876, § 3.

[15] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 962.

[16] CIC, can. 1184; CCEO, can. 876, § 3.

La lucha contra la corrupción

            
NOTA DEL CONSEJO PONTIFICIO «JUSTICIA Y PAZ»


1. Los días 2 y 3 de junio de 2006 se llevó a cabo en el Vaticano la Conferencia Internacional organizada por el Pontificio Consejo « Justicia y Paz » sobre el tema: « La lucha contra la corrupción ». En ella participaron altos funcionarios de Organismos Internacionales, estudiosos e intelectuales, embajadores ante la Santa Sede, profesores y expertos. El objetivo de la Conferencia, como afirmó el Cardenal Renato Raffaele Martino[1], era tener un mejor conocimiento del fenómeno de la corrupción, precisar los métodos mejores para contrarrestarlo y clarificar la contribución que la Iglesia puede dar para llevar a cabo esta empresa. Diversos e ilustres relatores, estudiosos y expertos del fenómeno en cuestión, ayudaron a los participantes a tener un cuadro más amplio de lo que es la corrupción y de lo que a nivel mundial se hace para contrarrestarla (Antonio Maria Costa)[2], tanto en el sector privado (François Vincke)[3] como en el público (David Hall)[4], en la sociedad civil (Jong-Sung You)[5], en los países ricos y en los países pobres (Eva Joly)[6], poniendo en evidencia el fuerte impacto de este fenómeno en los países pobres del mundo (Cobus de Swardt)[7] y las características de una cultura de la corrupción (Paul Wolfowitz)[8]. S.E. Monseñor Giampaolo Crepaldi[9] presentó las líneas de lo que la doctrina social de la Iglesia enseña sobre tal cuestión.

2. El fenómeno de la corrupción siempre ha existido, sin embargo es sólo desde hace pocos años que se ha tomado conciencia de él a nivel internacional. En efecto, el mayor número de las convenciones contra la corrupción y de los planes de acción, redactados por los Estados de manera particular, por grupos de Estados y por Organismos Internacionales en los ámbitos del comercio internacional, en la disciplina de las transacciones internacionales y especialmente en el ámbito de las finanzas, pertenecen a los últimos tres lustros. Esto significa que la corrupción se ha convertido ya en un fenómeno relevante, pero también que se está difundiendo a nivel mundial su valoración negativa y consolidándose una conciencia nueva de la necesidad de combatirlo. Para este fin, se han elaborado instrumentos de análisis empírica y evaluación cuantitativa de la corrupción que nos permiten conocer mejor las dinámicas propias de las prácticas ilegales a ella vinculadas, con el objetivo de predisponer instrumentos más adecuados, no sólo de tipo jurídico y represivo, para combatir estos fenómenos. Este cambio reciente se produjo, en particular, por dos grandes acontecimientos históricos. El primero ha sido el fin de los bloques ideológicos después de 1989 y, el segundo, la globalización de las informaciones. Ambos procesos han contribuido a poner más en evidencia la corrupción y a tomar una conciencia adecuada del fenómeno. La apertura de las fronteras a consecuencia del proceso de la globalización permite que la corrupción sea exportada con mayor facilidad que en el pasado, pero también ofrece la oportunidad de combatirla mejor, a través de una colaboración internacional más estrecha y coordinada.

3. La corrupción es un fenómeno que no conoce límites políticos ni geográficos. Está presente en los países ricos y en los países pobres. La entidad de la economía de la corrupción es difícil de establecer en manera precisa y, en efecto, sobre este punto los datos con frecuencia no coinciden. De cualquier forma se trata de enormes recursos que se sustraen a la economía, a la producción y a las políticas sociales. Los costos recaen sobre los ciudadanos, ya que la corrupción se paga desviando los fondos de su legítima utilización.

La corrupción atraviesa todos los sectores sociales: No se puede atribuir sólo a los operadores económicos ni sólo a los funcionarios públicos. La sociedad civil tampoco está exenta. Es un fenómeno que atañe tanto a cada uno de los Estados como a los Organismos Internacionales.

La corrupción se favorece por la escasa transparencia en las finanzas internacionales, la existencia de paraísos fiscales y la disparidad de nivel en las formas de combatirla, con frecuencia restringidas al ámbito de cada Estado, mientras que el ámbito de acción de los actores de la corrupción es con frecuencia supranacional e internacional. Es también favorecida por la escasa colaboración entre los Estados en el sector de la lucha contra la corrupción, la excesiva diversidad en las normas de los varios sistemas jurídicos, la escasa sensibilidad de los medios de comunicación con respecto a la corrupción en ciertos países del mundo y la falta de democracia en varios países. Sin la presencia de un periodismo libre, de sistemas democráticos de control y de transparencia, la corrupción es indudablemente más fácil.

Hoy la corrupción despierta mucha preocupación ya que también está vinculada con el tráfico de estupefacientes, el reciclaje de dinero sucio, el comercio ilegal de armas y con otras formas de criminalidad.

4. Si la corrupción es un grave daño desde el punto de vista material y un enorme costo para el crecimiento económico, sus efectos son todavía más negativos sobre los bienes inmateriales, vinculados más estrechamente con la dimensión cualitativa y humana de la vida social. La corrupción política, como enseña el Compendio de la doctrina social de la Iglesia, «compromete el correcto funcionamiento del Estado, influyendo negativamente en la relación entre gobernantes y gobernados; introduce una creciente desconfianza respecto a las instituciones públicas, causando un progresivo menosprecio de los ciudadanos por la política y sus representantes, con el consiguiente debilitamiento de las instituciones» (n. 411).

Existen nexos muy claros y empíricamente demostrados entre corrupción y carencia de cultura, entre corrupción y límites de funcionalidad del sistema institucional, entre corrupción e índice de desarrollo humano, entre corrupción e injusticias sociales. No se trata sólo de un proceso que debilita el sistema económico: la corrupción impide la promoción de la persona y hace que las sociedades sean menos justas y menos abiertas.

5 La Iglesia considera la corrupción como un hecho muy grave de deformación del sistema político. El Compendio de la doctrina social de la Iglesia la estigmatiza así: «La corrupción distorsiona de raíz el papel de las instituciones representativas, porque las usa como terreno de intercambio político entre peticiones clientelistas y prestaciones de los gobernantes. De este modo, las opciones políticas favorecen los objetivos limitados de quienes poseen los medios para influenciarlas e impiden la realización del bien común de todos los ciudadanos» (n. 411). La corrupción se enumera « entre las causas que en mayor medida concurren a determinar el subdesarrollo y la pobreza » (n. 447) y, en ocasiones, está presente también al interno de los procesos mismos de ayuda a los países pobres.

La corrupción priva a los pueblos de un bien común fundamental, el de la legalidad: respeto de las reglas, funcionamiento correcto de las instituciones económicas y políticas, transparencia. La legalidad es un verdadero bien común con destino universal. En efecto, la legalidad es una de las claves para el desarrollo, en cuanto que permite establecer relaciones correctas entre sociedad, economía y política, y predispone el marco de confianza en el que se inscribe la actividad económica. Siendo un « bien común », se le debe promover adecuadamente por parte de todos: todos los pueblos tienen derecho a la legalidad. Entre las cosas que se deben al hombre en cuanto hombre está precisamente también la legalidad. La práctica y la cultura de la corrupción deben ser sustituidas por la práctica y la cultura de la legalidad.

6. Para superar la corrupción, es positivo el paso de sociedades autoritarias a sociedades democráticas, de sociedades cerradas a sociedades abiertas, de sociedades verticales a sociedades horizontales, de sociedades centralistas a sociedades participativas. Sin embargo, no está garantizado que estos procesos sean positivos automáticamente. Es necesario estar muy atentos a que la apertura no socave la solidez de las convicciones morales y la pluralidad no impida vínculos sociales sólidos. En la anomia de muchas sociedades avanzadas se esconde un serio peligro de corrupción, no menor que en la rigidez de tantas sociedades arcaicas. Por un lado se puede verificar cómo la corrupción se ve favorecida en las sociedades muy estructuradas, rígidas y cerradas, incluso autoritarias tanto en su interior como hacia el exterior, porque en ellas es menos fácil darse cuenta de sus manifestaciones: corruptos y corruptores, a falta de transparencia y de un verdadero y propio Estado de derecho, pueden permanecer escondidos y hasta protegidos. La corrupción puede perpetuarse porque puede contar con una situación de inmovilidad. Pero, por el otro lado, fácilmente se puede notar también cómo en las sociedades muy flexibles y móviles, con estructuras ligeras e instituciones democráticas abiertas y libres, se esconden peligros. El excesivo pluralismo puede minar el consenso ético de los ciudadanos. La babel de los estilos de vida puede debilitar el juicio moral sobre la corrupción. La pérdida de los confines internos y externos en estas sociedades puede facilitar la exportación de la corrupción.

7. Para evitar estos peligros, la doctrina social de la Iglesia propone el concepto de « ecología humana » (Centesimus annus, 38), apto también para orientar la lucha contra la corrupción. Los comportamientos corruptos pueden ser comprendidos adecuadamente sólo si son vistos como el fruto de laceraciones en la ecología humana. Si la familia no es capaz de cumplir con su tarea educativa, si leyes contrarias al auténtico bien del hombre —como aquellas contra la vida— deseducan a los ciudadanos sobre el bien, si la justicia procede con lentitud excesiva, si la moralidad de base se debilita por la trasgresión tolerada, si se degradan las condiciones de vida, si la escuela no acoge y emancipa, no es posible garantizar la « ecología humana », cuya ausencia abona el terreno para que el fenómeno de la corrupción eche sus raíces. En efecto, no se debe olvidar que la corrupción implica un conjunto de relaciones de complicidad, oscurecimiento de las conciencias, extorsiones y amenazas, pactos no escritos y connivencias que llaman en causa, antes que a las estructuras, a las personas y su conciencia moral. Se colocan aquí, con su enorme importancia, la educación, la formación moral de los ciudadanos y la tarea de la Iglesia que, presente con sus comunidades, instituciones, movimientos, asociaciones y cada uno de sus fieles en todos los ángulos de la sociedad de hoy, puede desarrollar una función cada vez más relevante en la prevención de la corrupción. La Iglesia puede cultivar y promover los recursos morales que ayudan a construir una « ecología humana » en la que la corrupción no encuentre un hábitat favorable.

8. La doctrina social de la Iglesia empeña todos sus principios orientadores fundamentales en el frente de la lucha contra la corrupción, los cuales propone como guías para el comportamiento personal y colectivo. Estos principios son la dignidad de la persona humana, el bien común, la solidaridad, la subsidiaridad, la opción preferencial por los pobres, el destino universal de los bienes. La corrupción contrasta radicalmente con todos estos principios, ya que instrumentaliza a la persona humana utilizándola con desprecio para conseguir intereses egoístas. Impide la consecución del bien común porque se le opone con criterios individualistas, de cinismo egoísta y de ilícitos intereses de parte. Contradice la solidaridad, porque produce injusticia y pobreza, y la subsidiaridad porque no respeta los diversos roles sociales e institucionales, sino que más bien los corrompe. Va también contra la opción preferencial por los pobres porque impide que los recursos destinados a ellos lleguen correctamente. En fin, la corrupción es contraria al destino universal de los bienes porque se opone también a la legalidad, que como hemos ya visto, es un bien del hombre y para el hombre, destinado a todos.

Toda la doctrina social de la Iglesia propone una visión de las relaciones sociales totalmente contrastante con la práctica de la corrupción. De aquí deriva la gravedad de este fenómeno y el juicio fuertemente negativo que la Iglesia expresa de él. De aquí deriva también el gran recurso que la Iglesia pone a disposición para combatir la corrupción: toda su doctrina social y el trabajo comprometido de cuantos se inspiran en ella.

9. La lucha contra la corrupción requiere que aumenten tanto la convicción —a través del consenso dado a las evidencias morales—, como la conciencia que con esta lucha se obtienen importantes ventajas sociales. Es ésta la enseñanza social que encontramos en la Centesimus annus: « El hombre tiende hacia el bien, pero es también capaz del mal; puede trascender su interés inmediato y, sin embargo, permanece vinculado a él. El orden social será tanto más sólido cuanto más tenga en cuenta este hecho y no oponga el interés individual al de la sociedad en su conjunto, sino que busque más bien los modos de su fructuosa coordinación » (n. 25). Se trata de un criterio realista bastante eficaz. Éste nos señala que: debemos apostar por los rasgos virtuosos del hombre, pero también incentivarlos; pensar que la lucha contra la corrupción es un valor, pero también una necesidad; la corrupción es un mal, pero también un costo; el rechazo de la corrupción es un bien, pero también una ventaja; el abandono de prácticas corruptas puede generar desarrollo y bienestar; los comportamientos honestos se deben incentivar y castigar los deshonestos. En la lucha contra la corrupción es muy importante que las responsabilidades de los hechos ilícitos salgan a la luz, que los culpables sean castigados con formas reparadoras de comportamiento socialmente responsable. Es importante también que los países o grupos económicos que trabajan con un código ético intolerante con los comportamientos corruptos sean premiados.

10. La lucha contra la corrupción en el ámbito internacional requiere que se actúe para aumentar la transparencia de las transacciones económicas y financieras y para armonizar o uniformar la legislación de los diversos países en este campo. En la actualidad resulta fácil ocultar los fondos que provienen de la corrupción y de gobiernos corruptos, que fácilmente logran trasladar capitales ingentes con la ayuda de múltiples complicidades.

Dado que el crimen organizado no tiene fronteras, es necesario también aumentar la colaboración internacional entre los gobiernos, al menos en campo jurídico y en materia de extradición. La ratificación de convenciones contra la corrupción es muy importante y es deseable que los países ratificatorios de la Convención de la ONU aumenten. Además queda por afrontar el problema de la verdadera y propia aplicación de las Convenciones, dado que por motivos políticos éstas no se siguen al interno de muchos países, incluso firmantes. Además, es necesario que en el ámbito internacional se encuentre un acuerdo sobre procedimientos para confiscar y recuperar todo lo recibido ilegalmente, puesto que hoy las normas que regulan estos procedimientos existen sólo al interno de cada nación.

Muchos se auguran la constitución de una autoridad internacional contra la corrupción, con capacidad de acción autónoma, pero en colaboración con los Estados, y en grado de verificar los reatos de corrupción internacional y sancionarlos. En este ámbito puede ser útil la aplicación del principio de subsidiaridad en los diversos niveles de autoridad en el campo del combate a la corrupción.

11. Se debe tener una atención particular con respecto a los países pobres. Éstos deben ser ayudados, como se decía antes, allí donde manifiesten carencias a nivel legislativo y no posean aún las instituciones jurídicas para luchar contra la corrupción. Una colaboración bilateral o multilateral en el sector de la justicia —para mejorar el sistema carcelario, adquirir competencia para la investigación, lograr la independencia estructural de la magistratura de los gobiernos— es muy útil y se debe incluir plenamente entre las ayudas para el desarrollo.

La corrupción en los países en vías de desarrollo muchas veces es causada por compañías occidentales o incluso por Organismos estatales o internacionales, otras veces es iniciativa de oligarquías corruptas locales. Sólo con una postura coherente y disciplinada de los países ricos será posible ayudar a los gobiernos de los países más pobres para que adquieran credibilidad. Una vía maestra, seguramente deseable, es la promoción de la democracia en estos países, de medios de comunicación libres y vigilantes y de la vitalidad de la sociedad civil. Programas específicos, país por país, por parte de los Organismos Internacionales pueden obtener buenos resultados en este campo.

Las Iglesias locales están comprometidas fuertemente en la formación de una conciencia civil y la educación de los ciudadanos para una verdadera democracia; las Conferencias episcopales de muchos países, en repetidas ocasiones han intervenido contra la corrupción y a favor de la convivencia civil bajo el gobierno de la ley. Las Iglesias locales también deben colaborar válidamente con los Organismos Internacionales en la lucha contra la corrupción.

Ciudad del Vaticano, 21 de septiembre de 2006 Fiesta de San Mateo, Apóstol y Evangelista

Renato Raffaele Card. Martino
Presidente

Giampaolo Crepaldi
Secretario

Notas

[1] Presidente del Pontificio Consejo « Justicia y Paz » y del Pontificio Consejo para la Pastoral de Emigrantes e Itinerantes.

[2] Director Ejecutivo, Oficina de las Naciones Unidas para la Fiscalización de Drogas y Prevención del Delito (UNODC).

[3] Presidente, Comisión Anticorrupción de la Cámara Internacional de Comercio (ICC).

[4] Director, Public Services International Research Unit (PSIRU), Escuela de Negocios, Universidad de Greenwich.

[5] Kennedy School of Government, Universidad de Harvard.

[6] Consejera Especial para combatir la corrupción y el reciclaje de dinero, Noruega.

[7] Director de Programas Mundiales, Transparencia Internacional.

[8] Presidente del Banco Mundial.


[9] Secretario del Pontificio Consejo « Justicia y Paz ».