Homilía del Papa


A un grupo de más de 500 parlamentarios italianos

Ecclesia, (27-3-2014)

Abrazar la dialéctica de la libertad y abandonar la lógica de la necesidad

Las Lecturas que hoy la Iglesia nos propone podemos definirlas como un diálogo entre las quejas de Dios y las justificaciones de los hombres. Dios, el Señor, se queja. Se queja de no haber sido escuchado a lo largo de la historia. Es siempre lo mismo: «”Escuchad mi voz. Yo seré vuestro Dios [...]. Todo os irá bien”. Pero no escucharon ni hicieron caso. Al contrario, caminaron según sus ideas, según la maldad de su obstinado corazón. Me dieron la espalda y no la cara» (Jer 7, 23-24). Es la historia de la infidelidad del pueblo de Dios.

Y esta queja de Dios surge porque había sido un trabajo muy, muy grande, el que había tenido que hacer el Señor para quitar del corazón de su pueblo la idolatría, para volverlo dócil a su Palabra. Pero ellos iban por este camino durante un cierto tiempo, y después se volvían atrás. Y así durante siglos y siglos, hasta el momento en que llegó Jesús.

Y lo mismo sucedió con el Señor, con Jesús. Algunos decían: «¡Este es el Hijo de Dios, es un gran profeta!»; otros –aquellos de los que habla el Evangelio de hoy– decían: «No, es un brujo que cura con el poder de Satanás». El pueblo de Dios estaba solo, y esa clase dirigente –los doctores de la Ley, los saduceos, los fariseos– era muy cerrada en sus ideas, en su pastoral, en su ideología.

Esa clase no ha escuchado la Palabra del Señor, y para justificarse dice lo que hemos oído en el Evangelio: «Por arte de Belzebú [...] echa los demonios» (Lc 11, 15). Es como si dijeran: «Es un soldado de Belzebú o de Satanás, o de la banda de Satanás»; es lo mismo. Se justifican por no haber escuchado la llamada del Señor. No podían oírla: estaban muy, muy cerrados, alejados del pueblo, y eso es así. Jesús mira al pueblo y se conmueve, porque lo ve como «ovejas sin pastor», como dice el Evangelio. Y va hacia los pobres, va hacia los enfermos, va hacia todos, hacia las viudas, hacia los leprosos para curarlos.

Y les habla con una palabra que provoca admiración en el pueblo: «¡Pero este habla como uno que tiene autoridad!»; habla de manera distinta a la de esa clase dirigente que se había alejado del pueblo y que solo cultivaba el interés por sus propias cosas: por su grupo, por su partido, por sus luchas internas. Y, mientras tanto, el pueblo quedaba allá… Habían abandonado al rebaño. ¿Y esa gente era pecadora? Sí. Sí, todos somos pecadores, todos. Todos los que estamos aquí somos pecadores. Pero aquellos eran más que pecadores: el corazón de aquella gente, de aquel grupito, con el paso del tiempo se había endurecido hasta tal punto, que les resultaba imposible escuchar la voz del Señor.

Y, de pecadores que eran, fueron deslizándose y acabaron siendo corruptos. Es muy difícil que un corrupto logre volverse atrás. El pecador sí, porque el Señor es misericordioso y nos espera a todos. Pero el corrupto está centrado en sus cosas, y aquellos eran corruptos. Y por eso se justifican: porque Jesús, con su sencillez, pero con su poder de Dios, les resulta molesto. Y, poco a poco, acaban convenciéndose de que tienen que matar a Jesús, y uno de ellos dice: «Es mejor que un hombre muera por el pueblo».

Erraron camino. Se resistieron a la salvación del amor del Señor, y así se deslizaron, desde la fe, desde una teología de fe, a una teología del deber: «Debéis hacer esto, aquello y lo otro…». Y Jesús los llama con ese adjetivo tan feo: «¡Hipócritas! Cargáis tantos pesos aplastantes sobre los hombros del pueblo. ¿Y vosotros? ¡Ni con un dedo los tocáis! ¡Hipócritas!». Rechazaron el amor del Señor, y ese rechazo provocó que fueran por un camino que no era el de la dialéctica de la libertad que ofrecía el Señor, sino el de la lógica de la necesidad, en la que no hay sitio para el Señor. En la dialéctica de la libertad está el Señor bueno, que nos ama, ¡que tanto nos ama! En cambio, en la lógica de la necesidad no hay sitio para Dios: se debe hacer, se debe hacer, se debe… Se volvieron conductistas. Hombres de buenos modales, pero de malas costumbres. A ellos Jesús los llama «sepulcros blanqueados». Ese es el dolor del Señor, el dolor de Dios, la queja de Dios.

«Venid, adoremos al Señor, porque nos ama». «Volved a mí con todo vuestro corazón», nos dice, «porque soy misericordioso y compasivo». Los que se justifican no comprenden la misericordia ni la compasión. En cambio, aquel pueblo, que tanto amaba a Jesús, necesitaba misericordia y compasión, y acudía a pedirla al Señor.

En este camino de Cuaresma nos vendrá bien, a todos nosotros, pensar en esta invitación del Señor al amor, en esta dialéctica de la libertad en la que hay amor, y preguntarnos, todos: Pero ¿estoy yendo yo por ese camino? ¿O corro el peligro de justificarme y de ir por otro camino, por un camino coyuntural, porque no lleva a ninguna salvación? Y oremos para que el Señor nos conceda la gracia de ir siempre por el camino de la salvación, de abrirnos a la salvación que solo procede de Dios, de la fe, y no de lo que proponían aquellos «doctores del deber», que habían perdido la fe y gobernaban al pueblo con esa teología pastoral del deber. Nosotros pidamos esta gracia: Dame, Señor, la gracia de abrirme a tu salvación.


La Cuaresma está para eso. Dios nos ama a todos: ¡nos ama a todos! Hacer el esfuerzo de abrirnos: esto es lo único que nos pide. «Ábreme la puerta. De lo demás, me encargo yo». Dejemos que él entre en nosotros, que nos acaricie y que nos dé la salvación. Así sea.

No hay comentarios:

Publicar un comentario