para la Jornada Mundial de la Paz 2013
BIENAVENTURADOS LOS
QUE TRABAJAN POR LA PAZ
1. Cada nuevo año
trae consigo la esperanza de un mundo mejor. En esta perspectiva, pido a Dios,
Padre de la humanidad, que nos conceda la concordia y la paz, para que se
puedan cumplir las aspiraciones de una vida próspera y feliz para todos.
Trascurridos 50 años
del Concilio Vaticano II, que ha contribuido a fortalecer la misión de la Iglesia en el mundo, es
alentador constatar que los cristianos, como Pueblo de Dios en comunión con él
y caminando con los hombres, se comprometen en la historia compartiendo las
alegrías y esperanzas, las tristezas y angustias[1], anunciando la salvación de
Cristo y promoviendo la paz para todos.
En efecto, este
tiempo nuestro, caracterizado por la globalización, con sus aspectos positivos
y negativos, así como por sangrientos conflictos aún en curso, y por amenazas
de guerra, reclama un compromiso renovado y concertado en la búsqueda del bien
común, del desarrollo de todos los hombres y de todo el hombre.
Causan alarma los
focos de tensión y contraposición provocados por la creciente desigualdad entre
ricos y pobres, por el predominio de una mentalidad egoísta e individualista,
que se expresa también en un capitalismo financiero no regulado. Aparte de las
diversas formas de terrorismo y delincuencia internacional, representan un
peligro para la paz los fundamentalismos y fanatismos que distorsionan la
verdadera naturaleza de la religión, llamada a favorecer la comunión y la
reconciliación entre los hombres.
Y, sin embargo, las
numerosas iniciativas de paz que enriquecen el mundo atestiguan la vocación
innata de la humanidad hacia la paz. El deseo de paz es una aspiración esencial
de cada hombre, y coincide en cierto modo con el deseo de una vida humana
plena, feliz y lograda. En otras palabras, el deseo de paz se corresponde con
un principio moral fundamental, a saber, con el derecho y el deber a un
desarrollo integral, social, comunitario, que forma parte del diseño de Dios
sobre el hombre. El hombre está hecho para la paz, que es un don de Dios.
Todo esto me ha
llevado a inspirarme para este mensaje en las palabras de Jesucristo:
«Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de
Dios» (Mt 5,9).
La bienaventuranza
evangélica
2. Las
bienaventuranzas proclamadas por Jesús (cf. Mt 5,3-12; Lc 6,20-23) son
promesas. En la tradición bíblica, en efecto, la bienaventuranza pertenece a un
género literario que comporta siempre una buena noticia, es decir, un evangelio
que culmina con una promesa. Por tanto, las bienaventuranzas no son meras
recomendaciones morales, cuya observancia prevé que, a su debido tiempo –un
tiempo situado normalmente en la otra vida–, se obtenga una recompensa, es
decir, una situación de felicidad futura. La bienaventuranza consiste más bien
en el cumplimiento de una promesa dirigida a todos los que se dejan guiar por
las exigencias de la verdad, la justicia y el amor. Quienes se encomiendan a
Dios y a sus promesas son considerados frecuentemente por el mundo como
ingenuos o alejados de la realidad. Sin embargo, Jesús les declara que, no sólo
en la otra vida sino ya en ésta, descubrirán que son hijos de Dios, y que,
desde siempre y para siempre, Dios es totalmente solidario con ellos.
Comprenderán que no están solos, porque él está a favor de los que se
comprometen con la verdad, la justicia y el amor. Jesús, revelación del amor
del Padre, no duda en ofrecerse con el sacrificio de sí mismo. Cuando se acoge
a Jesucristo, Hombre y Dios, se vive la experiencia gozosa de un don inmenso:
compartir la vida misma de Dios, es decir, la vida de la gracia, prenda de una
existencia plenamente bienaventurada. En particular, Jesucristo nos da la
verdadera paz que nace del encuentro confiado del hombre con Dios.
La bienaventuranza de
Jesús dice que la paz es al mismo tiempo un don mesiánico y una obra humana. En
efecto, la paz presupone un humanismo abierto a la trascendencia. Es fruto del
don recíproco, de un enriquecimiento mutuo, gracias al don que brota de Dios, y
que permite vivir con los demás y para los demás. La ética de la paz es ética
de la comunión y de la participación. Es indispensable, pues, que las
diferentes culturas actuales superen antropologías y éticas basadas en
presupuestos teórico-prácticos puramente subjetivistas y pragmáticos, en virtud
de los cuales las relaciones de convivencia se inspiran en criterios de poder o
de beneficio, los medios se convierten en fines y viceversa, la cultura y la
educación se centran únicamente en los instrumentos, en la tecnología y la
eficiencia. Una condición previa para la paz es el desmantelamiento de la dictadura
del relativismo moral y del presupuesto de una moral totalmente autónoma, que
cierra las puertas al reconocimiento de la imprescindible ley moral natural
inscrita por Dios en la conciencia de cada hombre. La paz es la construcción de
la convivencia en términos racionales y morales, apoyándose sobre un fundamento
cuya medida no la crea el hombre, sino Dios: « El Señor da fuerza a su pueblo,
el Señor bendice a su pueblo con la paz », dice el Salmo 29 (v. 11).
La paz, don de Dios y
obra del hombre
3. La paz concierne a
la persona humana en su integridad e implica la participación de todo el
hombre. Se trata de paz con Dios viviendo según su voluntad. Paz interior con
uno mismo, y paz exterior con el prójimo y con toda la creación. Comporta
principalmente, como escribió el beato Juan XXIII en la Encíclica Pacem in
Terris, de la que dentro de pocos meses se cumplirá el 50 aniversario, la
construcción de una convivencia basada en la verdad, la libertad, el amor y la
justicia[2]. La negación de lo que constituye la verdadera naturaleza del ser
humano en sus dimensiones constitutivas, en su capacidad intrínseca de conocer
la verdad y el bien y, en última instancia, a Dios mismo, pone en peligro la
construcción de la paz. Sin la verdad sobre el hombre, inscrita en su corazón
por el Creador, se menoscaba la libertad y el amor, la justicia pierde el
fundamento de su ejercicio.
Para llegar a ser un
auténtico trabajador por la paz, es indispensable cuidar la dimensión
trascendente y el diálogo constante con Dios, Padre misericordioso, mediante el
cual se implora la redención que su Hijo Unigénito nos ha conquistado. Así
podrá el hombre vencer ese germen de oscuridad y de negación de la paz que es
el pecado en todas sus formas: el egoísmo y la violencia, la codicia y el deseo
de poder y dominación, la intolerancia, el odio y las estructuras injustas.
La realización de la
paz depende en gran medida del reconocimiento de que, en Dios, somos una sola
familia humana. Como enseña la Encíclica Pacem in Terris, se estructura mediante
relaciones interpersonales e instituciones apoyadas y animadas por un «
nosotros » comunitario, que implica un orden moral interno y externo, en el que
se reconocen sinceramente, de acuerdo con la verdad y la justicia, los derechos
recíprocos y los deberes mutuos. La paz es un orden vivificado e integrado por
el amor, capaz de hacer sentir como propias las necesidades y las exigencias
del prójimo, de hacer partícipes a los demás de los propios bienes, y de tender
a que sea cada vez más difundida en el mundo la comunión de los valores
espirituales. Es un orden llevado a cabo en la libertad, es decir, en el modo
que corresponde a la dignidad de las personas, que por su propia naturaleza
racional asumen la responsabilidad de sus propias obras[3].
La paz no es un
sueño, no es una utopía: la paz es posible. Nuestros ojos deben ver con mayor
profundidad, bajo la superficie de las apariencias y las manifestaciones, para
descubrir una realidad positiva que existe en nuestros corazones, porque todo
hombre ha sido creado a imagen de Dios y llamado a crecer, contribuyendo a la
construcción de un mundo nuevo. En efecto, Dios mismo, mediante la encarnación
del Hijo, y la redención que él llevó a cabo, ha entrado en la historia, haciendo
surgir una nueva creación y una alianza nueva entre Dios y el hombre (cf. Jr
31,31-34), y dándonos la posibilidad de tener « un corazón nuevo » y « un
espíritu nuevo » (cf. Ez 36,26).
Precisamente por eso,
la Iglesia
está convencida de la urgencia de un nuevo anuncio de Jesucristo, el primer y
principal factor del desarrollo integral de los pueblos, y también de la paz.
En efecto, Jesús es nuestra paz, nuestra justicia, nuestra reconciliación (cf.
Ef 2,14; 2Co 5,18). El que trabaja por la paz, según la bienaventuranza de
Jesús, es aquel que busca el bien del otro, el bien total del alma y el cuerpo,
hoy y mañana.
A partir de esta
enseñanza se puede deducir que toda persona y toda comunidad –religiosa, civil,
educativa y cultural– está llamada a trabajar por la paz. La paz es
principalmente la realización del bien común de las diversas sociedades,
primarias e intermedias, nacionales, internacionales y de alcance mundial.
Precisamente por esta razón se puede afirmar que las vías para construir el
bien común son también las vías a seguir para obtener la paz.
Los que trabajan por
la paz son quienes aman, defienden
y promueven la vida
en su integridad
4. El camino para la
realización del bien común y de la paz pasa ante todo por el respeto de la vida
humana, considerada en sus múltiples aspectos, desde su concepción, en su
desarrollo y hasta su fin natural. Auténticos trabajadores por la paz son,
entonces, los que aman, defienden y promueven la vida humana en todas sus
dimensiones: personal, comunitaria y transcendente. La vida en plenitud es el
culmen de la paz. Quien quiere la paz no puede tolerar atentados y delitos
contra la vida.
Quienes no aprecian
suficientemente el valor de la vida humana y, en consecuencia, sostienen por
ejemplo la liberación del aborto, tal vez no se dan cuenta que, de este modo,
proponen la búsqueda de una paz ilusoria. La huida de las responsabilidades,
que envilece a la persona humana, y mucho más la muerte de un ser inerme e
inocente, nunca podrán traer felicidad o paz. En efecto, ¿cómo es posible
pretender conseguir la paz, el desarrollo integral de los pueblos o la misma
salvaguardia del ambiente, sin que sea tutelado el derecho a la vida de los más
débiles, empezando por los que aún no han nacido? Cada agresión a la vida, especialmente
en su origen, provoca inevitablemente daños irreparables al desarrollo, a la
paz, al ambiente. Tampoco es justo codificar de manera subrepticia falsos
derechos o libertades, que, basados en una visión reductiva y relativista del
ser humano, y mediante el uso hábil de expresiones ambiguas encaminadas a
favorecer un pretendido derecho al aborto y a la eutanasia, amenazan el derecho
fundamental a la vida.
También la estructura
natural del matrimonio debe ser reconocida y promovida como la unión de un hombre
y una mujer, frente a los intentos de equipararla desde un punto de vista
jurídico con formas radicalmente distintas de unión que, en realidad, dañan y
contribuyen a su desestabilización, oscureciendo su carácter particular y su
papel insustituible en la sociedad.
Estos principios no
son verdades de fe, ni una mera derivación del derecho a la libertad religiosa.
Están inscritos en la misma naturaleza humana, se pueden conocer por la razón,
y por tanto son comunes a toda la humanidad. La acción de la Iglesia al promoverlos no
tiene un carácter confesional, sino que se dirige a todas las personas,
prescindiendo de su afiliación religiosa. Esta acción se hace tanto más
necesaria cuanto más se niegan o no se comprenden estos principios, lo que es
una ofensa a la verdad de la persona humana, una herida grave inflingida a la
justicia y a la paz.
Por tanto, constituye
también una importante cooperación a la paz el reconocimiento del derecho al
uso del principio de la objeción de conciencia con respecto a leyes y medidas
gubernativas que atentan contra la dignidad humana, como el aborto y la
eutanasia, por parte de los ordenamientos jurídicos y la administración de la
justicia.
Entre los derechos
humanos fundamentales, también para la vida pacífica de los pueblos, está el de
la libertad religiosa de las personas y las comunidades. En este momento
histórico, es cada vez más importante que este derecho sea promovido no sólo
desde un punto de vista negativo, como libertad frente –por ejemplo, frente a
obligaciones o constricciones de la libertad de elegir la propia religión–,
sino también desde un punto de vista positivo, en sus varias articulaciones,
como libertad de, por ejemplo, testimoniar la propia religión, anunciar y
comunicar su enseñanza, organizar actividades educativas, benéficas o
asistenciales que permitan aplicar los preceptos religiosos, ser y actuar como
organismos sociales, estructurados según los principios doctrinales y los fines
institucionales que les son propios. Lamentablemente, incluso en países con una
antigua tradición cristiana, se están multiplicando los episodios de
intolerancia religiosa, especialmente en relación con el cristianismo o de
quienes simplemente llevan signos de identidad de su religión.
El que trabaja por la
paz debe tener presente que, en sectores cada vez mayores de la opinión
pública, la ideología del liberalismo radical y de la tecnocracia insinúan la
convicción de que el crecimiento económico se ha de conseguir incluso a costa
de erosionar la función social del Estado y de las redes de solidaridad de la
sociedad civil, así como de los derechos y deberes sociales. Estos derechos y
deberes han de ser considerados fundamentales para la plena realización de
otros, empezando por los civiles y políticos.
Uno de los derechos y
deberes sociales más amenazados actualmente es el derecho al trabajo. Esto se
debe a que, cada vez más, el trabajo y el justo reconocimiento del estatuto
jurídico de los trabajadores no están adecuadamente valorizados, porque el desarrollo
económico se hace depender sobre todo de la absoluta libertad de los mercados.
El trabajo es considerado una mera variable dependiente de los mecanismos
económicos y financieros. A este propósito, reitero que la dignidad del hombre,
así como las razones económicas, sociales y políticas, exigen que « se siga
buscando como prioridad el objetivo del acceso al trabajo por parte de todos, o
lo mantengan »[4]. La condición previa para la realización de este ambicioso
proyecto es una renovada consideración del trabajo, basada en los principios
éticos y valores espirituales, que robustezca la concepción del mismo como bien
fundamental para la persona, la familia y la sociedad. A este bien corresponde
un deber y un derecho que exigen nuevas y valientes políticas de trabajo para
todos.
Construir el bien de
la paz mediante un nuevo modelo de desarrollo y de economía
5. Actualmente son
muchos los que reconocen que es necesario un nuevo modelo de desarrollo, así
como una nueva visión de la economía. Tanto el desarrollo integral, solidario y
sostenible, como el bien común, exigen una correcta escala de valores y bienes,
que se pueden estructurar teniendo a Dios como referencia última. No basta con
disposiciones de muchos medios y una amplia gama de opciones, aunque sean de
apreciar. Tanto los múltiples bienes necesarios para el desarrollo, como las
opciones posibles deben ser usados según la perspectiva de una vida buena, de
una conducta recta que reconozca el primado de la dimensión espiritual y la
llamada a la consecución del bien común. De otro modo, pierden su justa
valencia, acabando por ensalzar nuevos ídolos.
Para salir de la
actual crisis financiera y económica – que tiene como efecto un aumento de las
desigualdades – se necesitan personas, grupos e instituciones que promuevan la
vida, favoreciendo la creatividad humana para aprovechar incluso la crisis como
una ocasión de discernimiento y un nuevo modelo económico. El que ha
prevalecido en los últimos decenios postulaba la maximización del provecho y
del consumo, en una óptica individualista y egoísta, dirigida a valorar a las
personas sólo por su capacidad de responder a las exigencias de la
competitividad. Desde otra perspectiva, sin embargo, el éxito auténtico y
duradero se obtiene con el don de uno mismo, de las propias capacidades
intelectuales, de la propia iniciativa, puesto que un desarrollo económico
sostenible, es decir, auténticamente humano, necesita del principio de
gratuidad como manifestación de fraternidad y de la lógica del don[5]. En
concreto, dentro de la actividad económica, el que trabaja por la paz se
configura como aquel que instaura con sus colaboradores y compañeros, con los
clientes y los usuarios, relaciones de lealtad y de reciprocidad. Realiza la
actividad económica por el bien común, vive su esfuerzo como algo que va más
allá de su propio interés, para beneficio de las generaciones presentes y
futuras. Se encuentra así trabajando no sólo para sí mismo, sino también para
dar a los demás un futuro y un trabajo digno.
En el ámbito económico,
se necesitan, especialmente por parte de los estados, políticas de desarrollo
industrial y agrícola que se preocupen del progreso social y la
universalización de un estado de derecho y democrático. Es fundamental e
imprescindible, además, la estructuración ética de los mercados monetarios,
financieros y comerciales; éstos han de ser estabilizados y mejor coordinados y
controlados, de modo que no se cause daño a los más pobres. La solicitud de los
muchos que trabajan por la paz se debe dirigir además – con una mayor
resolución respecto a lo que se ha hecho hasta ahora – a atender la crisis
alimentaria, mucho más grave que la financiera. La seguridad de los
aprovisionamientos de alimentos ha vuelto a ser un tema central en la agenda
política internacional, a causa de crisis relacionadas, entre otras cosas, con
las oscilaciones repentinas de los precios de las materias primas agrícolas,
los comportamientos irresponsables por parte de algunos agentes económicos y
con un insuficiente control por parte de los gobiernos y la comunidad
internacional. Para hacer frente a esta crisis, los que trabajan por la paz
están llamados a actuar juntos con espíritu de solidaridad, desde el ámbito
local al internacional, con el objetivo de poner a los agricultores, en particular
en las pequeñas realidades rurales, en condiciones de poder desarrollar su
actividad de modo digno y sostenible desde un punto de vista social, ambiental
y económico.
La educación a una
cultura de la paz:
el papel de la
familia y de las instituciones
6. Deseo reiterar con
fuerza que todos los que trabajan por la paz están llamados a cultivar la
pasión por el bien común de la familia y la justicia social, así como el
compromiso por una educación social idónea.
Ninguno puede ignorar
o minimizar el papel decisivo de la familia, célula base de la sociedad desde
el punto de vista demográfico, ético, pedagógico, económico y político. Ésta
tiene como vocación natural promover la vida: acompaña a las personas en su
crecimiento y las anima a potenciarse mutuamente mediante el cuidado recíproco.
En concreto, la familia cristiana lleva consigo el germen del proyecto de
educación de las personas según la medida del amor divino. La familia es uno de
los sujetos sociales indispensables en la realización de una cultura de la paz.
Es necesario tutelar el derecho de los padres y su papel primario en la
educación de los hijos, en primer lugar en el ámbito moral y religioso. En la
familia nacen y crecen los que trabajan por la paz, los futuros promotores de
una cultura de la vida y del amor[6].
En esta inmensa tarea
de educación a la paz están implicadas en particular las comunidades
religiosas. La Iglesia
se siente partícipe en esta gran responsabilidad a través de la nueva
evangelización, que tiene como pilares la conversión a la verdad y al amor de
Cristo y, consecuentemente, un nuevo nacimiento espiritual y moral de las
personas y las sociedades. El encuentro con Jesucristo plasma a los que
trabajan por la paz, comprometiéndoles en la comunión y la superación de la injusticia.
Las instituciones
culturales, escolares y universitarias desempeñan una misión especial en
relación con la paz. A ellas se les pide una contribución significativa no sólo
en la formación de nuevas generaciones de líderes, sino también en la renovación
de las instituciones públicas, nacionales e internacionales. También pueden
contribuir a una reflexión científica que asiente las actividades económicas y
financieras en un sólido fundamento antropológico y ético. El mundo actual,
particularmente el político, necesita del soporte de un pensamiento nuevo, de
una nueva síntesis cultural, para superar tecnicismos y armonizar las múltiples
tendencias políticas con vistas al bien común. Éste, considerado como un
conjunto de relaciones interpersonales e institucionales positivas al servicio
del crecimiento integral de los individuos y los grupos, es la base de
cualquier educación a la auténtica paz.
Una pedagogía del que
trabaja por la paz
7. Como conclusión,
aparece la necesidad de proponer y promover una pedagogía de la paz. Ésta pide
una rica vida interior, claros y válidos referentes morales, actitudes y
estilos de vida apropiados. En efecto, las iniciativas por la paz contribuyen
al bien común y crean interés por la paz y educan para ella. Pensamientos,
palabras y gestos de paz crean una mentalidad y una cultura de la paz, una
atmósfera de respeto, honestidad y cordialidad. Es necesario enseñar a los
hombres a amarse y educarse a la paz, y a vivir con benevolencia, más que con
simple tolerancia. Es fundamental que se cree el convencimiento de que « hay
que decir no a la venganza, hay que reconocer las propias culpas, aceptar las
disculpas sin exigirlas y, en fi n, perdonar »[7],de modo que los errores y las
ofensas puedan ser en verdad reconocidos para avanzar juntos hacia la
reconciliación. Esto supone la difusión de una pedagogía del perdón. El mal, en
efecto, se vence con el bien, y la justicia se busca imitando a Dios Padre que
ama a todos sus hijos (cf. Mt 5,21-48). Es un trabajo lento, porque supone una
evolución espiritual, una educación a los más altos valores, una visión nueva
de la historia humana. Es necesario renunciar a la falsa paz que prometen los
ídolos de este mundo y a los peligros que la acompañan; a esta falsa paz que
hace las conciencias cada vez más insensibles, que lleva a encerrarse en uno
mismo, a una existencia atrofiada, vivida en la indiferencia. Por el contrario,
la pedagogía de la paz implica acción, compasión, solidaridad, valentía y
perseverancia.
Jesús encarna el
conjunto de estas actitudes en su existencia, hasta el don total de sí mismo,
hasta « perder la vida » (cf. Mt 10,39; Lc 17,33; Jn 12,35). Promete a sus
discípulos que, antes o después, harán el extraordinario descubrimiento del que
hemos hablado al inicio, es decir, que en el mundo está Dios, el Dios de Jesús,
completamente solidario con los hombres. En este contexto, quisiera recordar la
oración con la que se pide a Dios que nos haga instrumentos de su paz, para
llevar su amor donde hubiese odio, su perdón donde hubiese ofensa, la verdadera
fe donde hubiese duda. Por nuestra parte, junto al beato Juan XXIII, pidamos a
Dios que ilumine también con su luz la mente de los que gobiernan las naciones,
para que, al mismo tiempo que se esfuerzan por el justo bienestar de sus
ciudadanos, aseguren y defiendan el don hermosísimo de la paz; que encienda las
voluntades de todos los hombres para echar por tierra las barreras que dividen
a los unos de los otros, para estrechar los vínculos de la mutua caridad, para
fomentar la recíproca comprensión, para perdonar, en fin, a cuantos nos hayan
injuriado. De esta manera, bajo su auspicio y amparo, todos los pueblos se
abracen como hermanos y florezca y reine siempre entre ellos la tan anhelada
paz[8].
Con esta invocación,
pido que todos sean verdaderos trabajadores y constructores de paz, de modo que
la ciudad del hombre crezca en fraterna concordia, en prosperidad y paz.
Vaticano, 8 de
diciembre de 2012
BENEDICTUS PP. XVI
Fuente: Ecclesia
[1] Cf. Conc. Ecum. Vat. II,
Cost. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 1.
[2] Cf. Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963): AAS 55 (1963),
265-266.
[3] Cf. ibíd.: AAS 55
(1963), 266.
[4] Carta enc.,
Caritas in veritate (29 junio 2009), 32: AAS 101 (2009), 666-667.
[5] Cf. ibíd., 34.
36: AAS 101 (2009), 668-670; 671-672.
[6] Cf. Juan Pablo
II, Mensaje para la
Jornada Mundial de la
Paz 1994 (8 diciembre 1993), 2: AAS 86 (1994), 156-162.
[7] Discurso a los
miembros del gobierno, de las instituciones de la república, el cuerpo
diplomático, los responsables religiosos y los representantes del mundo de la
cultura, Baabda-Líbano (15 septiembre 2012): L’Osservatore Romano, ed. en
lengua española, 23 septiembre 2012, p. 6.
[8] Cf. Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963): AAS 55 (1963), 30
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