Importante catequesis
del santo padre sobre el origen de Cristo
Queridos hermanos y
hermanas:
Siempre y nuevamente
emerge la pregunta sobre el origen de Jesús, la misma que planteó el procurador
Poncio Pilato durante el proceso: “¿De dónde eres tú? (Juan 19,19). Si bien se trata de un origen
muy claro: en el evangelio de Juan, cuando el Señor afirma: “Yo soy el pan
bajado del cielo”, los Judíos reaccionan murmurando: “¿No es éste Jesús, el
hijo de José, cuyo padre y madre nosotros conocemos? ¿Cómo puede decir: “He
descendido del cielo?” (Juan 6,42).
Y poco después cuando
los ciudadanos de Jerusalén se oponen con
fuerza delante del pretendido mesianismo de Jesús, afirmando que se sabe
bien “de dónde es; mas cuando venga el Cristo, nadie sabrá de dónde sea” (Juan
7,27). El mismo Jesús hace notar que la pretención de conocer su origen es
inadecuada, y así ofrece una orientación para saber de dónde viene: no he
venido de mí mismo, pero el que me envió es verdadero, a quien vosotros no
conocéis”. (Juan 7,28). Seguramente, Jesús es originario de Nazaret y nació en
Belén, ¿pero qué se sabe de su verdadero origen?
En los cuatro
evangelios emerge con claridad la respuesta a la pregunta “de dónde” viene
Jesús: su verdadero origen es el Padre, Dios; Él proviene totalmente de Él, si
bien de manera diversa de los otros profetas o enviados de Dios que lo han
precedido. Este origen del misterio de Dios, “que nadie conoce” está contenido
en las narraciones sobre la infancia, en los evangelios de Mateo y de Lucas que
estamos leyendo en este tiempo navideño. El ángel Gabriel anuncia: “El Espíritu
bajará sobre ti, y la potencia del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por lo
tanto el que nacerá será santo y llamado Hijo de Dios”. (Lc 1,35).
Repetimos estas
palabras cada vez que recitamos el credo, la profesión de fe “et incarnatus est
de Spiritu Sancto, ex Maria Virgine”, “por obra del Espíritu Santo se encarnó
en el seno de la Virgen
María ”. Delante de esta frase nos arrodillamos porque el velo
que escondía a Dios, por así decir se abre y su misterio insondable e
inaccesible nos toca: Dios se vuelve Emanuel, “Dios con nosotros”.
Cuando escuchamos las
misas compuestas por los grandes maestros de la música sacra -pienso por ejemplo
a la Misa de la Coronación , de
Mozart- notamos fácilmente que se
detiene de manera particular en esta frase, como queriendo expresar con el
lenguaje universal de la música lo que las palabras no pueden manifestar: el
misterio grande de Dios que se encarna y se hace hombre.
Si consideramos
atentamente la expresión “por obra del Espíritu Santo, nació en el seno de la Vírgen María ”
encontramos que esta incluye cuatro elementos que actúan. En modo explícito son
mencionados el Espíritu Santo y María, si bien se sobreentiende “Él” o sea el
Hijo que se hizo carne en el vientre de la Virgen.
En la profesión de
fe, el Credo, Jesús es definido con diversos nombres: “Señor; Cristo; unigénito
de Dios; Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero; de la
misma sustancia del Padre” (credo nicenoconstantinopolitano). Vemos entonces
que “Él” reenvía a otra persona, a la del Padre. El primer sujeto de esta frase
es por lo tanto el Padre, que con el Hijo y el Espíritu Santo, es el único
Dios.
Esta afirmación del
Credo no se refiere al ser eterno de Dios, sino más bien nos habla de una
acción en la que toman parte tres personas divinas y que se realiza “ex María
Vírgine”.
Sin ella el ingreso
de Dios en la historia de la humanidad no habría llegado a su fin y no habría
tenido lugar lo que es central en nuestra profesión de fe: Dios es un Dios con
nosotros. Así, María pertenece de manera irrenunciable a nuestra fe en el Dios
que actúa, que entra en la historia. Ella pone a disposición toda su persona y
“acepta” ser el lugar de la habitación de Dios.
A veces, también en
el camino y en la vida de fe podemos advertir nuestra pobreza, cuanto somos
inadecuados delante al testimonio que debemos ofrecer al mundo.
Entretanto, Dios
eligió justamente una humilde mujer, en un pueblo desconocido, en una de las
provincias más lejanas del gran imperio romano. Siempre y también en medio de
las dificultades más arduas que se van a enfrentar, tenemos que tener confianza
en Dios, renovando la fe en su presencia y su acción en nuestra historia, como
en aquella de María. ¡Nada es imposible a Dios! Con Él nuestra existencia
camina siempre sobre un terreno seguro y está abierta a un futuro de firme
esperanza.
Al profesar en el
Credo: “por obra del Espíritu Santo se encarnó de María Virgen”, afirmamos que el Espíritu Santo, como fuerza
de Dios Altísimo obró de manera misteriosa en la Virgen María la
concepción del Hijo de Dios.
El evangelista Lucas
reporta las palabras del arcángel Gabriel: “El Espíritu descenderá sobre ti y
la potencia del Altísimo te cubrirá con su sombra” (1,35). Hay dos indicaciones
evidentes: la primera es en el momento de la creación. En el inicio del Libro
del Génesis leemos que “el espíritu de Dios flotaba sobre las aguas” (1,2); es
el Espíritu creador que dio vida a todas las cosas y al ser humano. Lo que
sucedió en María, a través de la acción del mismo Espíritu divino, es una nueva
creación: Dios que ha llamado al ser de la nada, con la Encarnación da vida a
un nuevo inicio de la humanidad.
Los Padres de la Iglesia diversas veces
hablan de Cristo como del nuevo Adán, para subrayar el inicio de la nueva
creación desde el nacimiento del Hijo de Dios en el seno de la Virgen María. Esto
nos hace reflexionar cómo la fe nos trae una novedad tan fuerte que produce un
segundo nacimiento.
De hecho, en el
inicio del ser cristianos está el bautismo que nos hace renacer como hijos de
Dios, nos hace participar a la relación filial que Jesús tiene con el Padre. Y
quiero hacer notar cómo el bautismo se recibe, nosotros decimos: “somos
bautizados” -está en pasivo- porque nadie es capaz de volverse por sí mismo
Hijo de Dios. Es un don que es conferido
gratuitamente. San Pablo indica esta
filiación adoptiva de los cristianos en un pasaje central de su Carta a los
Romanos, en la que escribe: “Todos aquellos que son guiados por el Espíritu de
Dios, estos son hijos de Dios. Y vosotros no habéis recibido un espíritu de
esclavos para caer en el miedo, sino que habéis recibido el Espíritu que nos
vuelve hijos adoptivos, por medio del cual gritamos: “¡Abbá! ¡Padre!”. El
Espíritu mismo, junto a nuestro espíritu da testimonio que somos hijos de Dios”
(8,14-16), no siervos. Solamente si nos abrimos a la acción de Dios, como
María, solamente si confiamos nuestra vida al Señor como a un amigo del cual
uno se confía totalmente, todo cambia, nuestra vida toma un nuevo sentido y un
nuevo rostro: el de hijos de un Padre que nos ama y que nunca nos abandona.
Hemos hablado de dos
elementos: el primero es el Espíritu sobre las aguas, el Espíritu Creador; hay
entretanto otro elemento en las palabras de la Anunciación. El
ángel le dice a María: “La potencia del Altísimo te cubrirá con su sombra”. Es
una invocación de la nube santa que, durante el camino del éxodo, se detenía
sobre la Carpa
del Encuentro, sobre el Arca de la
Alianza , que el pueblo de Israel llevaba consigo, y que
indicaba la presencia de Dios. (Cfr Ex 40,40,34-38). María por lo tanto es la Carpa Santa , la nueva
Arca de la Alianza :
con su “sí” a las palabras del arcángel, da a Dios una morada en este mundo,
Aquel a quien el universo no puede contener toma morada en el vientre de una
virgen.
Retornemos entonces a
la cuestión de la cual partimos, sobre el origen de Jesús, sintetizado en la
pregunta de Pilato: “¿De dónde eres tu?”.
En nuestras reflexiones
aparece claro desde el inicio de los evangelios, cuál sea el verdadero origen
de Jesús: Él es el Hijo unigénito del Padre, viene de Dios. Estamos delante a
un gran y desconcertante misterio que celebramos en este tiempo de Navidad: El
Hijo de Dios, por obra del Espíritu Santo se encarnó en el seno de la Virgen María. Es
este un anuncio que resuena siempre nuevo y que trae en sí esperanza y alegría
a nuestro corazón, porque nos dona cada vez la certeza que, aún si a veces nos
sentimos débiles, pobres, incapaces delante de las dificultades y del mal del
mundo, la potencia de Dios actúa siempre y obra maravillas justamente en la
debilidad. Su gracia es nuestra fuerza. (cfr 2 Cor 12,9-10). Gracias.
CIUDAD DEL VATICANO, Miércoles 2 de enero 2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario