CARTA
ENCÍCLICA
DEL
SUMO PONTÍFICE
JUAN
PABLO II
A
LOS OBISPOS
A
LOS SACERDOTES Y DIÁCONOS
A
LOS RELIGIOSOS Y RELIGIOSAS
A
LOS FIELES LAICOS
Y A
TODAS LAS PERSONAS DE BUENA VOLUNTAD
SOBRE
EL VALOR Y EL CARÁCTER INVIOLABLE
DE
LA VIDA HUMANA
INTRODUCCIÓN
1. El Evangelio de la vida
está en el centro del mensaje de Jesús. Acogido con amor cada día por la
Iglesia, es anunciado con intrépida fidelidad como buena noticia a los hombres
de todas las épocas y culturas.
En la aurora de la salvación,
el nacimiento de un niño es proclamado como gozosa noticia: « Os anuncio una
gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad
de David, un salvador, que es el Cristo Señor » (Lc 2, 10-11). El nacimiento
del Salvador produce ciertamente esta « gran alegría »; pero la Navidad pone
también de manifiesto el sentido profundo de todo nacimiento humano, y la
alegría mesiánica constituye así el fundamento y realización de la alegría por
cada niño que nace (cf. Jn 16, 21).
Presentando el núcleo
central de su misión redentora, Jesús dice: « Yo he venido para que tengan vida
y la tengan en abundancia » (Jn 10, 10). Se refiere a aquella vida « nueva » y
« eterna », que consiste en la comunión con el Padre, a la que todo hombre está
llamado gratuitamente en el Hijo por obra del Espíritu Santificador. Pero es
precisamente en esa « vida » donde encuentran pleno significado todos los
aspectos y momentos de la vida del hombre.
Valor incomparable de la
persona humana
2. El hombre está llamado a
una plenitud de vida que va más allá de las dimensiones de su existencia
terrena, ya que consiste en la participación de la vida misma de Dios. Lo
sublime de esta vocación sobrenatural manifiesta la grandeza y el valor de la
vida humana incluso en su fase temporal. En efecto, la vida en el tiempo es
condición básica, momento inicial y parte integrante de todo el proceso
unitario de la vida humana. Un proceso que, inesperada e inmerecidamente, es
iluminado por la promesa y renovado por el don de la vida divina, que alcanzará
su plena realización en la eternidad (cf. 1 Jn 3, 1-2). Al mismo tiempo, esta
llamada sobrenatural subraya precisamente el carácter relativo de la vida
terrena del hombre y de la mujer. En verdad, esa no es realidad « última »,
sino « penúltima »; es realidad sagrada, que se nos confía para que la
custodiemos con sentido de responsabilidad y la llevemos a perfección en el
amor y en el don de nosotros mismos a Dios y a los hermanos.
La Iglesia sabe que este
Evangelio de la vida, recibido de su Señor1, tiene un eco profundo y persuasivo
en el corazón de cada persona, creyente e incluso no creyente, porque,
superando infinitamente sus expectativas, se ajusta a ella de modo
sorprendente. Todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien, aun entre
dificultades e incertidumbres, con la luz de la razón y no sin el influjo
secreto de la gracia, puede llegar a descubrir en la ley natural escrita en su
corazón (cf. Rm 2, 14-15) el valor sagrado de la vida humana desde su inicio
hasta su término, y afirmar el derecho de cada ser humano a ver respetado
totalmente este bien primario suyo. En el reconocimiento de este derecho se
fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad política.
Los creyentes en Cristo
deben, de modo particular, defender y promover este derecho, conscientes de la
maravillosa verdad recordada por el Concilio Vaticano II: « El Hijo de Dios,
con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre ».2 En efecto,
en este acontecimiento salvífico se revela a la humanidad no sólo el amor
infinito de Dios que « tanto amó al mundo que dio a su Hijo único » (Jn 3, 16),
sino también el valor incomparable de cada persona humana.
La Iglesia, escrutando
asiduamente el misterio de la Redención, descubre con renovado asombro este
valor 3 y se siente llamada a anunciar a los hombres de todos los tiempos este
« evangelio », fuente de esperanza inquebrantable y de verdadera alegría para
cada época de la historia. El Evangelio del amor de Dios al hombre, el Evangelio
de la dignidad de la persona y el Evangelio de la vida son un único e
indivisible Evangelio.
Por ello el hombre, el
hombre viviente, constituye el camino primero y fundamental de la Iglesia.4
Nuevas amenazas a la vida
humana
3. Cada persona, precisamente
en virtud del misterio del Verbo de Dios hecho carne (cf. Jn 1, 14), es
confiada a la solicitud materna de la Iglesia. Por eso, toda amenaza a la
dignidad y a la vida del hombre repercute en el corazón mismo de la Iglesia,
afecta al núcleo de su fe en la encarnación redentora del Hijo de Dios, la
compromete en su misión de anunciar el Evangelio de la vida por todo el mundo y
a cada criatura (cf. Mc 16, 15).
Hoy este anuncio es
particularmente urgente ante la impresionante multiplicación y agudización de
las amenazas a la vida de las personas y de los pueblos, especialmente cuando
ésta es débil e indefensa. A las tradicionales y dolorosas plagas del hambre,
las enfermedades endémicas, la violencia y las guerras, se añaden otras, con
nuevas facetas y dimensiones inquietantes.
Ya el Concilio Vaticano II,
en una página de dramática actualidad, denunció con fuerza los numerosos
delitos y atentados contra la vida humana. A treinta años de distancia,
haciendo mías las palabras de la asamblea conciliar, una vez más y con idéntica
firmeza los deploro en nombre de la Iglesia entera, con la certeza de
interpretar el sentimiento auténtico de cada conciencia recta: « Todo lo que se
opone a la vida, como los homicidios de cualquier género, los genocidios, el
aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la
integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas corporales
y mentales, incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a
la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los
encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la
prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; también las condiciones
ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados como meros instrumentos
de lucro, no como personas libres y responsables; todas estas cosas y otras
semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la civilización humana,
deshonran más a quienes los practican que a quienes padecen la injusticia y son
totalmente contrarios al honor debido al Creador ».5
4. Por desgracia, este
alarmante panorama, en vez de disminuir, se va más bien agrandando. Con las
nuevas perspectivas abiertas por el progreso científico y tecnológico surgen
nuevas formas de agresión contra la dignidad del ser humano, a la vez que se va
delineando y consolidando una nueva situación cultural, que confiere a los
atentados contra la vida un aspecto inédito y —podría decirse— aún más inicuo
ocasionando ulteriores y graves preocupaciones: amplios sectores de la opinión
pública justifican algunos atentados contra la vida en nombre de los derechos
de la libertad individual, y sobre este presupuesto pretenden no sólo la
impunidad, sino incluso la autorización por parte del Estado, con el fin de
practicarlos con absoluta libertad y además con la intervención gratuita de las
estructuras sanitarias.
En la actualidad, todo esto
provoca un cambio profundo en el modo de entender la vida y las relaciones
entre los hombres. El hecho de que las legislaciones de muchos países,
alejándose tal vez de los mismos principios fundamentales de sus
Constituciones, hayan consentido no penar o incluso reconocer la plena
legitimidad de estas prácticas contra la vida es, al mismo tiempo, un síntoma
preocupante y causa no marginal de un grave deterioro moral. Opciones, antes
consideradas unánimemente como delictivas y rechazadas por el común sentido
moral, llegan a ser poco a poco socialmente respetables. La misma medicina, que
por su vocación está ordenada a la defensa y cuidado de la vida humana, se
presta cada vez más en algunos de sus sectores a realizar estos actos contra la
persona, deformando así su rostro, contradiciéndose a sí misma y degradando la
dignidad de quienes la ejercen. En este contexto cultural y legal, incluso los graves
problemas demográficos, sociales y familiares, que pesan sobre numerosos
pueblos del mundo y exigen una atención responsable y activa por parte de las
comunidades nacionales y de las internacionales, se encuentran expuestos a
soluciones falsas e ilusorias, en contraste con la verdad y el bien de las
personas y de las naciones.
El resultado al que se llega
es dramático: si es muy grave y preocupante el fenómeno de la eliminación de
tantas vidas humanas incipientes o próximas a su ocaso, no menos grave e
inquietante es el hecho de que a la conciencia misma, casi oscurecida por
condicionamientos tan grandes, le cueste cada vez más percibir la distinción
entre el bien y el mal en lo referente al valor fundamental mismo de la vida
humana.
En comunión con todos los
Obispos del mundo
5. El Consistorio
extraordinario de Cardenales, celebrado en Roma del 4 al 7 de abril de 1991, se
dedicó al problema de las amenazas a la vida humana en nuestro tiempo. Después
de un amplio y profundo debate sobre el tema y sobre los desafíos presentados a
toda la familia humana y, en particular, a la comunidad cristiana, los
Cardenales, con voto unánime, me pidieron ratificar, con la autoridad del
Sucesor de Pedro, el valor de la vida humana y su carácter inviolable, con
relación a las circunstancias actuales y a los atentados que hoy la amenazan.
Acogiendo esta petición,
escribí en Pentecostés de 1991 una carta personal a cada Hermano en el
Episcopado para que, en el espíritu de colegialidad episcopal, me ofreciera su
colaboración para redactar un documento al respecto. 6 Estoy profundamente
agradecido a todos los Obispos que contestaron, enviándome valiosas
informaciones, sugerencias y propuestas. Ellos testimoniaron así su unánime y
convencida participación en la misión doctrinal y pastoral de la Iglesia sobre
el Evangelio de la vida.
En la misma carta, a pocos
días de la celebración del centenario de la Encíclica Rerum novarum, llamaba la
atención de todos sobre esta singular analogía: « Así como hace un siglo la
clase obrera estaba oprimida en sus derechos fundamentales, y la Iglesia tomó
su defensa con gran valentía, proclamando los derechos sacrosantos de la
persona del trabajador, así ahora, cuando otra categoría de personas está
oprimida en su derecho fundamental a la vida, la Iglesia siente el deber de dar
voz, con la misma valentía, a quien no tiene voz. El suyo es el clamor
evangélico en defensa de los pobres del mundo y de quienes son amenazados,
despreciados y oprimidos en sus derechos humanos ». 7
Hoy una gran multitud de
seres humanos débiles e indefensos, como son, concretamente, los niños aún no
nacidos, está siendo aplastada en su derecho fundamental a la vida. Si la
Iglesia, al final del siglo pasado, no podía callar ante los abusos entonces existentes,
menos aún puede callar hoy, cuando a las injusticias sociales del pasado,
tristemente no superadas todavía, se añaden en tantas partes del mundo
injusticias y opresiones incluso más graves, consideradas tal vez como
elementos de progreso de cara a la organización de un nuevo orden mundial.
La presente Encíclica, fruto
de la colaboración del Episcopado de todos los Países del mundo, quiere ser
pues una confirmación precisa y firme del valor de la vida humana y de su
carácter inviolable, y, al mismo tiempo, una acuciante llamada a todos y a cada
uno, en nombre de Dios: ¡respeta, defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida
humana! ¡Sólo siguiendo este camino encontrarás justicia, desarrollo, libertad
verdadera, paz y felicidad!
¡Que estas palabras lleguen
a todos los hijos e hijas de la Iglesia! ¡Que lleguen a todas las personas de
buena voluntad, interesadas por el bien de cada hombre y mujer y por el destino
de toda la sociedad!
6. En comunión profunda con
cada uno de los hermanos y hermanas en la fe, y animado por una amistad sincera
hacia todos, quiero meditar de nuevo y anunciar el Evangelio de la vida,
esplendor de la verdad que ilumina las conciencias, luz diáfana que sana la
mirada oscurecida, fuente inagotable de constancia y valor para afrontar los
desafíos siempre nuevos que encontramos en nuestro camino.
Al recordar la rica
experiencia vivida durante el Año de la Familia, como completando idealmente la
Carta dirigida por mí « a cada familia de
cualquier región de la
tierra »,8 miro con confianza renovada a todas las comunidades domésticas, y
deseo que resurja o se refuerce a cada nivel el compromiso de todos por
sostener la familia, para que también hoy —aun en medio de numerosas
dificultades y de graves amenazas— ella se mantenga siempre, según el designio
de Dios, como « santuario de la vida ».9
A todos los miembros de la
Iglesia, pueblo de la vida y para la vida, dirijo mi más apremiante invitación
para que, juntos, podamos ofrecer a este mundo nuestro nuevos signos de
esperanza, trabajando para que aumenten la justicia y la solidaridad y se
afiance una nueva cultura de la vida humana, para la edificación de una
auténtica civilización de la verdad y del amor.
CAPÍTULO I
LA SANGRE DE TU HERMANO
CLAMA A MÍ DESDE EL SUELO
ACTUALES AMENAZAS A LA VIDA
HUMANA
«Caín se lanzó contra su
hermano Abel y lo mató» (Gn 4, 8):
raíz de la violencia contra
la vida
7. « No fue Dios quien hizo
la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes; él todo lo creó para
que subsistiera... Porque Dios creó al hombre para la incorruptibilidad, le
hizo imagen de su misma naturaleza; mas por envidia del diablo entró la muerte
en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen » (Sb 1, 13-14; 2, 23-24).
El Evangelio de la vida,
proclamado al principio con la creación del hombre a imagen de Dios para un
destino de vida plena y perfecta (cf. Gn 2, 7; Sb 9, 2-3), está como en
contradicción con la experiencia lacerante de la muerte que entra en el mundo y
oscurece el sentido de toda la existencia humana. La muerte entra por la
envidia del diablo (cf. Gn 3, 1.4-5) y por el pecado de los primeros padres
(cf. Gn 2, 17; 3, 17-19). Y entra de un modo violento, a través de la muerte de
Abel causada por su hermano Caín: « Cuando estaban en el campo, se lanzó Caín
contra su hermano Abel y lo mató » (Gn 4, 8).
Esta primera muerte es
presentada con una singular elocuencia en una página emblemática del libro del
Génesis. Una página que cada día se vuelve a escribir, sin tregua y con
degradante repetición, en el libro de la historia de los pueblos.
Releamos juntos esta página
bíblica, que, a pesar de su carácter arcaico y de su extrema simplicidad, se
presenta muy rica de enseñanzas.
« Fue Abel pastor de ovejas
y Caín labrador. Pasó algún tiempo, y Caín hizo al Señor una oblación de los
frutos del suelo. También Abel hizo una oblación de los primogénitos de su
rebaño, y de la grasa de los mismos. El Señor miró propicio a Abel y su
oblación, mas no miró propicio a Caín y su oblación, por lo cual se irritó Caín
en gran manera y se abatió su rostro. El Señor dijo a Caín: "¿Por qué
andas irritado, y por qué se ha abatido tu rostro? ¿No es cierto que si obras
bien podrás alzarlo? Mas, si no obras bien, a la puerta está el pecado
acechando como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar".
Caín dijo a su hermano Abel:
"Vamos afuera". Y cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su
hermano Abel y lo mató.
El Señor dijo a Caín:
"¿Dónde está tu hermano Abel?". Contestó: "No sé. ¿Soy yo acaso
el guarda de mi hermano?". Replicó el Señor: "¿Qué has hecho? Se oye
la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo. Pues bien: maldito seas,
lejos de este suelo que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu
hermano. Aunque labres el suelo, no te dará más fruto. Vagabundo y errante
serás en la tierra".
Entonces dijo Caín al Señor:
"Mi culpa es demasiado grande para soportarla. Es decir que hoy me echas
de este suelo y he de esconderme de tu presencia, convertido en vagabundo
errante por la tierra, y cualquiera que me encuentre me matará".
El Señor le respondió:
"Al contrario, quienquiera que matare a Caín, lo pagará siete veces".
Y el Señor puso una señal a Caín para que nadie que lo encontrase le atacara.
Caín salió de la presencia del Señor, y se estableció en el país de Nod, al
oriente de Edén » (Gn 4, 2-16).
8. Caín se « irritó en gran
manera » y su rostro se « abatió » porque el Señor « miró propicio a Abel y su
oblación » (Gn 4, 4). El texto bíblico no dice el motivo por el que Dios
prefirió el sacrificio de Abel al de Caín; sin embargo, indica con claridad
que, aun prefiriendo la oblación de Abel, no interrumpió su diálogo con Caín.
Le reprende recordándole su libertad frente al mal: el hombre no está
predestinado al mal. Ciertamente, igual que Adán, es tentado por el poder
maléfico del pecado que, como bestia feroz, está acechando a la puerta de su
corazón, esperando lanzarse sobre la presa. Pero Caín es libre frente al
pecado. Lo puede y lo debe dominar: « Como fiera que te codicia, y a quien tienes
que dominar » (Gn 4, 7).
Los celos y la ira
prevalecen sobre la advertencia del Señor, y así Caín se lanza contra su
hermano y lo mata. Como leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica, « la
Escritura, en el relato de la muerte de Abel a manos de su hermano Caín,
revela, desde los comienzos de la historia humana, la presencia en el hombre de
la ira y la codicia, consecuencia del pecado original. El hombre se convirtió
en el enemigo de sus semejantes ». 10
El hermano mata a su
hermano. Como en el primer fratricidio, en cada homicidio se viola el
parentesco « espiritual » que agrupa a los hombres en una única gran familia 11
donde todos participan del mismo bien fundamental: la idéntica dignidad
personal. Además, no pocas veces se viola también el parentesco « de carne y
sangre », por ejemplo, cuando las amenazas a la vida se producen en la relación
entre padres e hijos, como sucede con el aborto o cuando, en un contexto
familiar o de parentesco más amplio, se favorece o se procura la eutanasia.
En la raíz de cada violencia
contra el prójimo se cede a la lógica del maligno, es decir, de aquél que « era
homicida desde el principio » (Jn 8, 44), como nos recuerda el apóstol Juan: «
Pues este es el mensaje que habéis oído desde el principio: que nos amemos unos
a otros. No como Caín, que, siendo del maligno, mató a su hermano » (1 Jn 3,
11-12). Así, esta muerte del hermano al comienzo de la historia es el triste
testimonio de cómo el mal avanza con rapidez impresionante: a la rebelión del
hombre contra Dios en el paraíso terrenal se añade la lucha mortal del hombre
contra el hombre.
Después del delito, Dios
interviene para vengar al asesinado. Caín, frente a Dios, que le pregunta sobre
el paradero de Abel, lejos de sentirse avergonzado y excusarse, elude la pregunta
con arrogancia: « No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano? » (Gn 4, 9). «
No sé ». Con la mentira Caín trata de ocultar su delito. Así ha sucedido con
frecuencia y sigue sucediendo cuando las ideologías más diversas sirven para
justificar y encubrir los atentados más atroces contra la persona. « ¿Soy yo
acaso el guarda de mi hermano? »: Caín no quiere pensar en su hermano y rechaza
asumir aquella responsabilidad que cada hombre tiene en relación con los demás.
Esto hace pensar espontáneamente en las tendencias actuales de ausencia de
responsabilidad del hombre hacia sus semejantes, cuyos síntomas son, entre
otros, la falta de solidaridad con los miembros más débiles de la sociedad —es
decir, ancianos, enfermos, inmigrantes y niños— y la indiferencia que con
frecuencia se observa en la relación entre los pueblos, incluso cuando están en
juego valores fundamentales como la supervivencia, la libertad y la paz.
9. Dios no puede dejar
impune el delito: desde el suelo sobre el que fue derramada, la sangre del
asesinado clama justicia a Dios (cf. Gn 37, 26; Is 26, 21; Ez 24, 7-8). De este
texto la Iglesia ha sacado la denominación de « pecados que claman venganza
ante la presencia de Dios » y entre ellos ha incluido, en primer lugar, el
homicidio voluntario. 12 Para los hebreos, como para otros muchos pueblos de la
antigüedad, en la sangre se encuentra la vida, mejor aún, « la sangre es la
vida » (Dt 12, 23) y la vida, especialmente la humana, pertenece sólo a Dios:
por eso quien atenta contra la vida del hombre, de alguna manera atenta contra
Dios mismo.
Caín es maldecido por Dios y
también por la tierra, que le negará sus frutos (cf. Gn 4, 11-12). Y es
castigado: tendrá que habitar en la estepa y en el desierto. La violencia
homicida cambia profundamente el ambiente de vida del hombre. La tierra de «
jardín de Edén » (Gn 2, 15), lugar de abundancia, de serenas relaciones
interpersonales y de amistad con Dios, pasa a ser « país de Nod » (Gn 4, 16),
lugar de « miseria », de soledad y de lejanía de Dios. Caín será « vagabundo
errante por la tierra » (Gn 4, 14): la inseguridad y la falta de estabilidad lo
acompañarán siempre.
Pero Dios, siempre
misericordioso incluso cuando castiga, « puso una señal a Caín para que nadie
que le encontrase le atacara » (Gn 4, 15). Le da, por tanto, una señal de
reconocimiento, que tiene como objetivo no condenarlo a la execración de los
demás hombres, sino protegerlo y defenderlo frente a quienes querrán matarlo
para vengar así la muerte de Abel. Ni siquiera el homicida pierde su dignidad
personal y Dios mismo se hace su garante. Es justamente aquí donde se
manifiesta el misterio paradójico de la justicia misericordiosa de Dios, como
escribió san Ambrosio: « Porque se había cometido un fratricidio, esto es, el
más grande de los crímenes, en el momento mismo en que se introdujo el pecado,
se debió desplegar la ley de la misericordia divina; ya que, si el castigo
hubiera golpeado inmediatamente al culpable, no sucedería que los hombres, al
castigar, usen cierta tolerancia o suavidad, sino que entregarían
inmediatamente al castigo a los culpables. (...) Dios expulsó a Caín de su
presencia y, renegado por sus padres, lo desterró como al exilio de una
habitación separada, por el hecho de que había pasado de la humana benignidad a
la ferocidad bestial. Sin embargo, Dios no quiso castigar al homicida con el
homicidio, ya que quiere el arrepentimiento del pecador y no su muerte ».13
« ¿Qué has hecho? » (Gn 4,
10): eclipse del valor de la vida
10. El Señor dice a Caín: «
¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo » (Gn
4, 10). La voz de la sangre derramada por los hombres no cesa de clamar, de
generación en generación, adquiriendo tonos y acentos diversos y siempre
nuevos.
La pregunta del Señor « ¿Qué
has hecho? », que Caín no puede esquivar, se dirige también al hombre
contemporáneo para que tome conciencia de la amplitud y gravedad de los
atentados contra la vida, que siguen marcando la historia de la humanidad; para
que busque las múltiples causas que los generan y alimentan; reflexione con
extrema seriedad sobre las consecuencias que derivan de estos mismos atentados
para la vida de las personas y de los pueblos.
Hay amenazas que proceden de
la naturaleza misma, y que se agravan por la desidia culpable y la negligencia
de los hombres que, no pocas veces, podrían remediarlas. Otras, sin embargo,
son fruto de situaciones de violencia, odio, intereses contrapuestos, que
inducen a los hombres a agredirse entre sí con homicidios, guerras, matanzas y
genocidios.
¿Cómo no pensar también en
la violencia contra la vida de millones de seres humanos, especialmente niños,
forzados a la miseria, a la desnutrición, y al hambre, a causa de una inicua
distribución de las riquezas entre los pueblos y las clases sociales? ¿o en la
violencia derivada, incluso antes que de las guerras, de un comercio
escandaloso de armas, que favorece la espiral de tantos conflictos armados que
ensangrientan el mundo? ¿o en la siembra de muerte que se realiza con el
temerario desajuste de los equilibrios ecológicos, con la criminal difusión de
la droga, o con el fomento de modelos de práctica de la sexualidad que, además
de ser moralmente inaceptables, son también portadores de graves riesgos para
la vida? Es imposible enumerar completamente la vasta gama de amenazas contra
la vida humana, ¡son tantas sus formas, manifiestas o encubiertas, en nuestro
tiempo!
11. Pero nuestra atención
quiere concentrarse, en particular, en otro género de atentados, relativos a la
vida naciente y terminal, que presentan caracteres nuevos respecto al pasado y
suscitan problemas de gravedad singular, por el hecho de que tienden a perder,
en la conciencia colectiva, el carácter de « delito » y a asumir
paradójicamente el de « derecho », hasta el punto de pretender con ello un
verdadero y propio reconocimiento legal por parte del Estado y la sucesiva
ejecución mediante la intervención gratuita de los mismos agentes sanitarios.
Estos atentados golpean la vida humana en situaciones de máxima precariedad, cuando
está privada de toda capacidad de defensa. Más grave aún es el hecho de que, en
gran medida, se produzcan precisamente dentro y por obra de la familia, que
constitutivamente está llamada a ser, sin embargo, « santuario de la vida ».
¿Cómo se ha podido llegar a
una situación semejante? Se deben tomar en consideración múltiples factores. En
el fondo hay una profunda crisis de la cultura, que engendra escepticismo en
los fundamentos mismos del saber y de la ética, haciendo cada vez más difícil
ver con claridad el sentido del hombre, de sus derechos y deberes. A esto se
añaden las más diversas dificultades existenciales y relacionales, agravadas
por la realidad de una sociedad compleja, en la que las personas, los
matrimonios y las familias se quedan con frecuencia solas con sus problemas. No
faltan además situaciones de particular pobreza, angustia o exasperación, en
las que la prueba de la supervivencia, el dolor hasta el límite de lo
soportable, y las violencias sufridas, especialmente aquellas contra la mujer,
hacen que las opciones por la defensa y promoción de la vida sean exigentes, a
veces incluso hasta el heroísmo.
Todo esto explica, al menos
en parte, cómo el valor de la vida pueda hoy sufrir una especie de « eclipse »,
aun cuando la conciencia no deje de señalarlo como valor sagrado e intangible,
como demuestra el hecho mismo de que se tienda a disimular algunos delitos
contra la vida naciente o terminal con expresiones de tipo sanitario, que
distraen la atención del hecho de estar en juego el derecho a la existencia de
una persona humana concreta.
12. En efecto, si muchos y
graves aspectos de la actual problemática social pueden explicar en cierto modo
el clima de extendida incertidumbre moral y atenuar a veces en las personas la
responsabilidad objetiva, no es menos cierto que estamos frente a una realidad
más amplia, que se puede considerar como una verdadera y auténtica estructura
de pecado, caracterizada por la difusión de una cultura contraria a la
solidaridad, que en muchos casos se configura como verdadera « cultura de
muerte ». Esta estructura está activamente promovida por fuertes corrientes
culturales, económicas y políticas, portadoras de una concepción de la sociedad
basada en la eficiencia. Mirando las cosas desde este punto de vista, se puede
hablar, en cierto sentido, de una guerra de los poderosos contra los débiles.
La vida que exigiría más acogida, amor y cuidado es tenida por inútil, o
considerada como un peso insoportable y, por tanto, despreciada de muchos
modos. Quien, con su enfermedad, con su minusvalidez o, más simplemente, con su
misma presencia pone en discusión el bienestar y el estilo de vida de los más
aventajados, tiende a ser visto como un enemigo del que hay que defenderse o a
quien eliminar. Se desencadena así una especie de « conjura contra la vida »,
que afecta no sólo a las personas concretas en sus relaciones individuales,
familiares o de grupo, sino que va más allá llegando a perjudicar y alterar, a
nivel mundial, las relaciones entre los pueblos y los Estados.
13. Para facilitar la
difusión del aborto, se han invertido y se siguen invirtiendo ingentes sumas
destinadas a la obtención de productos farmacéuticos, que hacen posible la
muerte del feto en el seno materno, sin necesidad de recurrir a la ayuda del
médico. La misma investigación científica sobre este punto parece preocupada
casi exclusivamente por obtener productos cada vez más simples y eficaces
contra la vida y, al mismo tiempo, capaces de sustraer el aborto a toda forma
de control y responsabilidad social.
Se afirma con frecuencia que
la anticoncepción, segura y asequible a todos, es el remedio más eficaz contra
el aborto. Se acusa además a la Iglesia católica de favorecer de hecho el
aborto al continuar obstinadamente enseñando la ilicitud moral de la anticoncepción.
La objeción, mirándolo bien, se revela en realidad falaz. En efecto, puede ser
que muchos recurran a los anticonceptivos incluso para evitar después la
tentación del aborto. Pero los contravalores inherentes a la « mentalidad
anticonceptiva » —bien diversa del ejercicio responsable de la paternidad y
maternidad, respetando el significado pleno del acto conyugal— son tales que
hacen precisamente más fuerte esta tentación, ante la eventual concepción de
una vida no deseada. De hecho, la cultura abortista está particularmente
desarrollada justo en los ambientes que rechazan la enseñanza de la Iglesia
sobre la anticoncepción. Es cierto que anticoncepción y aborto, desde el punto
de vista moral, son males específicamente distintos: la primera contradice la
verdad plena del acto sexual como expresión propia del amor conyugal, el
segundo destruye la vida de un ser humano; la anticoncepción se opone a la
virtud de la castidad matrimonial, el aborto se opone a la virtud de la
justicia y viola directamente el precepto divino « no matarás ».
A pesar de su diversa
naturaleza y peso moral, muy a menudo están íntimamente relacionados, como
frutos de una misma planta. Es cierto que no faltan casos en los que se llega a
la anticoncepción y al mismo aborto bajo la presión de múltiples dificultades
existenciales, que sin embargo nunca pueden eximir del esfuerzo por observar
plenamente la Ley de Dios. Pero en muchísimos otros casos estas prácticas
tienen sus raíces en una mentalidad hedonista e irresponsable respecto a la
sexualidad y presuponen un concepto egoísta de libertad que ve en la
procreación un obstáculo al desarrollo de la propia personalidad. Así, la vida
que podría brotar del encuentro sexual se convierte en enemigo a evitar
absolutamente, y el aborto en la única respuesta posible frente a una
anticoncepción frustrada.
Lamentablemente la estrecha
conexión que, como mentalidad, existe entre la práctica de la anticoncepción y
la del aborto se manifiesta cada vez más y lo demuestra de modo alarmante también
la preparación de productos químicos, dispositivos intrauterinos y « vacunas »
que, distribuidos con la misma facilidad que los anticonceptivos, actúan en
realidad como abortivos en las primerísimas fases de desarrollo de la vida del
nuevo ser humano.
14. También las distintas
técnicas de reproducción artificial, que parecerían puestas al servicio de la
vida y que son practicadas no pocas veces con esta intención, en realidad dan
pie a nuevos atentados contra la vida. Más allá del hecho de que son moralmente
inaceptables desde el momento en que separan la procreación del contexto
integralmente humano del acto conyugal, 14 estas técnicas registran altos
porcentajes de fracaso. Este afecta no tanto a la fecundación como al
desarrollo posterior del embrión, expuesto al riesgo de muerte por lo general
en brevísimo tiempo. Además, se producen con frecuencia embriones en número
superior al necesario para su implantación en el seno de la mujer, y estos así
llamados « embriones supernumerarios » son posteriormente suprimidos o
utilizados para investigaciones que, bajo el pretexto del progreso científico o
médico, reducen en realidad la vida humana a simple « material biológico » del
que se puede disponer libremente.
Los diagnósticos prenatales,
que no presentan dificultades morales si se realizan para determinar eventuales
cuidados necesarios para el niño aún no nacido, con mucha frecuencia son
ocasión para proponer o practicar el aborto. Es el aborto eugenésico, cuya
legitimación en la opinión pública procede de una mentalidad —equivocadamente
considerada acorde con las exigencias de la « terapéutica »— que acoge la vida
sólo en determinadas condiciones, rechazando la limitación, la minusvalidez, la
enfermedad.
Siguiendo esta misma lógica,
se ha llegado a negar los cuidados ordinarios más elementales, y hasta la
alimentación, a niños nacidos con graves deficiencias o enfermedades. Además,
el panorama actual resulta aún más desconcertante debido a las propuestas,
hechas en varios lugares, de legitimar, en la misma línea del derecho al
aborto, incluso el infanticidio, retornando así a una época de barbarie que se
creía superada para siempre.
15. Amenazas no menos graves
afectan también a los enfermos incurables y a los terminales, en un contexto
social y cultural que, haciendo más difícil afrontar y soportar el sufrimiento,
agudiza la tentación de resolver el problema del sufrimiento eliminándolo en su
raíz, anticipando la muerte al momento considerado como más oportuno.
En una decisión así
confluyen con frecuencia elementos diversos, lamentablemente convergentes en
este terrible final. Puede ser decisivo, en el enfermo, el sentimiento de
angustia, exasperación, e incluso desesperación, provocado por una experiencia
de dolor intenso y prolongado. Esto supone una dura prueba para el equilibrio a
veces ya inestable de la vida familiar y personal, de modo que, por una parte,
el enfermo —no obstante la ayuda cada vez más eficaz de la asistencia médica y
social—, corre el riesgo de sentirse abatido por la propia fragilidad; por
otra, en las personas vinculadas afectivamente con el enfermo, puede surgir un
sentimiento de comprensible aunque equivocada piedad. Todo esto se ve agravado
por un ambiente cultural que no ve en el sufrimiento ningún significado o
valor, es más, lo considera el mal por excelencia, que debe eliminar a toda
costa. Esto acontece especialmente cuando no se tiene una visión religiosa que
ayude a comprender positivamente el misterio del dolor.
Además, en el conjunto del
horizonte cultural no deja de influir también una especie de actitud prometeica
del hombre que, de este modo, se cree señor de la vida y de la muerte porque
decide sobre ellas, cuando en realidad es derrotado y aplastado por una muerte
cerrada irremediablemente a toda perspectiva de sentido y esperanza.
Encontramos una trágica expresión de todo esto en la difusión de la eutanasia,
encubierta y subrepticia, practicada abiertamente o incluso legalizada. Esta,
más que por una presunta piedad ante el dolor del paciente, es justificada a veces
por razones utilitarias, de cara a evitar gastos innecesarios demasiado
costosos para la sociedad. Se propone así la eliminación de los recién nacidos
malformados, de los minusválidos graves, de los impedidos, de los ancianos,
sobre todo si no son autosuficientes, y de los enfermos terminales. No nos es
lícito callar ante otras formas más engañosas, pero no menos graves o reales,
de eutanasia. Estas podrían producirse cuando, por ejemplo, para aumentar la
disponibilidad de órganos para trasplante, se procede a la extracción de los
órganos sin respetar los criterios objetivos y adecuados que certifican la
muerte del donante.
16. Otro fenómeno actual, en
el que confluyen frecuentemente amenazas y atentados contra la vida, es el
demográfico. Este presenta modalidades diversas en las diferentes partes del
mundo: en los Países ricos y desarrollados se registra una preocupante
reducción o caída de los nacimientos; los Países pobres, por el contrario,
presentan en general una elevada tasa de aumento de la población, difícilmente
soportable en un contexto de menor desarrollo económico y social, o incluso de
grave subdesarrollo. Ante la superpoblación de los Países pobres faltan, a
nivel internacional, medidas globales —serias políticas familiares y sociales,
programas de desarrollo cultural y de justa producción y distribución de los
recursos— mientras se continúan realizando políticas antinatalistas.
La anticoncepción, la
esterilización y el aborto están ciertamente entre las causas que contribuyen a
crear situaciones de fuerte descenso de la natalidad. Puede ser fácil la
tentación de recurrir también a los mismos métodos y atentados contra la vida
en las situaciones de « explosión demográfica ».
El antiguo Faraón, viendo
como una pesadilla la presencia y aumento de los hijos de Israel, los sometió a
toda forma de opresión y ordenó que fueran asesinados todos los recién nacidos
varones de las mujeres hebreas (cf. Ex 1, 7-22). Del mismo modo se comportan
hoy no pocos poderosos de la tierra. Estos consideran también como una
pesadilla el crecimiento demográfico actual y temen que los pueblos más
prolíficos y más pobres representen una amenaza para el bienestar y la
tranquilidad de sus Países. Por consiguiente, antes que querer afrontar y
resolver estos graves problemas respetando la dignidad de las personas y de las
familias, y el derecho inviolable de todo hombre a la vida, prefieren promover
e imponer por cualquier medio una masiva planificación de los nacimientos. Las
mismas ayudas económicas, que estarían dispuestos a dar, se condicionan
injustamente a la aceptación de una política antinatalista.
17. La humanidad de hoy nos
ofrece un espectáculo verdaderamente alarmante, si consideramos no sólo los
diversos ámbitos en los que se producen los atentados contra la vida, sino
también su singular proporción numérica, junto con el múltiple y poderoso apoyo
que reciben de una vasta opinión pública, de un frecuente reconocimiento legal
y de la implicación de una parte del personal sanitario.
Como afirmé con fuerza en
Denver, con ocasión de la VIII Jornada Mundial de la Juventud: « Con el tiempo,
las amenazas contra la vida no disminuyen. Al contrario, adquieren dimensiones
enormes. No se trata sólo de amenazas procedentes del exterior, de las fuerzas
de la naturaleza o de los "Caínes" que asesinan a los
"Abeles"; no, se trata de amenazas programadas de manera científica y
sistemática. El siglo XX será considerado una época de ataques masivos contra
la vida, una serie interminable de guerras y una destrucción permanente de vidas
humanas inocentes. Los falsos profetas y los falsos maestros han logrado el
mayor éxito posible ».15 Más allá de las intenciones, que pueden ser diversas y
presentar tal vez aspectos convincentes incluso en nombre de la solidaridad,
estamos en realidad ante una objetiva « conjura contra la vida », que ve
implicadas incluso a Instituciones internacionales, dedicadas a alentar y
programar auténticas campañas de difusión de la anticoncepción, la
esterilización y el aborto. Finalmente, no se puede negar que los medios de
comunicación social son con frecuencia cómplices de esta conjura, creando en la
opinión pública una cultura que presenta el recurso a la anticoncepción, la
esterilización, el aborto y la misma eutanasia como un signo de progreso y
conquista de libertad, mientras muestran como enemigas de la libertad y del
progreso las posiciones incondicionales a favor de la vida.
« ¿Soy acaso yo el guarda de
mi hermano? » (Gn 4, 9): una idea perversa de libertad
18. El panorama descrito
debe considerarse atendiendo no sólo a los fenómenos de muerte que lo
caracterizan, sino también a las múltiples causas que lo determinan. La
pregunta del Señor: « ¿Qué has hecho? » (Gn 4, 10) parece como una invitación a
Caín para ir más allá de la materialidad de su gesto homicida, y comprender
toda su gravedad en las motivaciones que estaban en su origen y en las
consecuencias que se derivan.
Las opciones contra la vida
proceden, a veces, de situaciones difíciles o incluso dramáticas de profundo
sufrimiento, soledad, falta total de perspectivas económicas, depresión y
angustia por el futuro. Estas circunstancias pueden atenuar incluso
notablemente la responsabilidad subjetiva y la consiguiente culpabilidad de
quienes hacen estas opciones en sí mismas moralmente malas. Sin embargo, hoy el
problema va bastante más allá del obligado reconocimiento de estas situaciones
personales. Está también en el plano cultural, social y político, donde
presenta su aspecto más subversivo e inquietante en la tendencia, cada vez más
frecuente, a interpretar estos delitos contra la vida como legítimas
expresiones de la libertad individual, que deben reconocerse y ser protegidas
como verdaderos y propios derechos.
De este modo se produce un
cambio de trágicas consecuencias en el largo proceso histórico, que después de
descubrir la idea de los « derechos humanos » —como derechos inherentes a cada
persona y previos a toda Constitución y legislación de los Estados— incurre hoy
en una sorprendente contradicción: justo en una época en la que se proclaman
solemnemente los derechos inviolables de la persona y se afirma públicamente el
valor de la vida, el derecho mismo a la vida queda prácticamente negado y
conculcado, en particular en los momentos más emblemáticos de la existencia,
como son el nacimiento y la muerte.
Por una parte, las varias
declaraciones universales de los derechos del hombre y las múltiples
iniciativas que se inspiran en ellas, afirman a nivel mundial una sensibilidad
moral más atenta a reconocer el valor y la dignidad de todo ser humano en
cuanto tal, sin distinción de raza, nacionalidad, religión, opinión política o
clase social.
Por otra parte, a estas
nobles declaraciones se contrapone lamentablemente en la realidad su trágica
negación. Esta es aún más desconcertante y hasta escandalosa, precisamente por
producirse en una sociedad que hace de la afirmación y de la tutela de los
derechos humanos su objetivo principal y al mismo tiempo su motivo de orgullo.
¿Cómo poner de acuerdo estas repetidas afirmaciones de principios con la
multiplicación continua y la difundida legitimación de los atentados contra la
vida humana? ¿Cómo conciliar estas declaraciones con el rechazo del más débil,
del más necesitado, del anciano y del recién concebido? Estos atentados van en
una dirección exactamente contraria a la del respeto a la vida, y representan
una amenaza frontal a toda la cultura de los derechos del hombre. Es una
amenaza capaz, al límite, de poner en peligro el significado mismo de la
convivencia democrática: nuestras ciudades corren el riesgo de pasar de ser
sociedades de « con-vivientes » a sociedades de excluidos, marginados,
rechazados y eliminados. Si además se dirige la mirada al horizonte mundial,
¿cómo no pensar que la afirmación misma de los derechos de las personas y de
los pueblos se reduce a un ejercicio retórico estéril, como sucede en las altas
reuniones internacionales, si no se desenmascara el egoísmo de los Países ricos
que cierran el acceso al desarrollo de los Países pobres, o lo condicionan a
absurdas prohibiciones de procreación, oponiendo el desarrollo al hombre? ¿No
convendría quizá revisar los mismos modelos económicos, adoptados a menudo por
los Estados incluso por influencias y condicionamientos de carácter
internacional, que producen y favorecen situaciones de injusticia y violencia
en las que se degrada y vulnera la vida humana de poblaciones enteras?
19. ¿Dónde están las raíces
de una contradicción tan sorprendente?
Podemos encontrarlas en
valoraciones generales de orden cultural o moral, comenzando por aquella
mentalidad que, tergiversando e incluso deformando el concepto de subjetividad,
sólo reconoce como titular de derechos a quien se presenta con plena o, al
menos, incipiente autonomía y sale de situaciones de total dependencia de los
demás. Pero, ¿cómo conciliar esta postura con la exaltación del hombre como ser
« indisponible »? La teoría de los derechos humanos se fundamenta precisamente
en la consideración del hecho que el hombre, a diferencia de los animales y de
las cosas, no puede ser sometido al dominio de nadie. También se debe señalar
aquella lógica que tiende a identificar la dignidad personal con la capacidad
de comunicación verbal y explícita y, en todo caso, experimentable. Está claro
que, con estos presupuestos, no hay espacio en el mundo para quien, como el que
ha de nacer o el moribundo, es un sujeto constitutivamente débil, que parece
sometido en todo al cuidado de otras personas, dependiendo radicalmente de
ellas, y que sólo sabe comunicarse mediante el lenguaje mudo de una profunda
simbiosis de afectos. Es, por tanto, la fuerza que se hace criterio de opción y
acción en las relaciones interpersonales y en la convivencia social. Pero esto
es exactamente lo contrario de cuanto ha querido afirmar históricamente el
Estado de derecho, como comunidad en la que a las « razones de la fuerza »
sustituye la « fuerza de la razón ».
A otro nivel, el origen de
la contradicción entre la solemne afirmación de los derechos del hombre y su
trágica negación en la práctica, está en un concepto de libertad que exalta de
modo absoluto al individuo, y no lo dispone a la solidaridad, a la plena
acogida y al servicio del otro. Si es cierto que, a veces, la eliminación de la
vida naciente o terminal se enmascara también bajo una forma malentendida de
altruismo y piedad humana, no se puede negar que semejante cultura de muerte,
en su conjunto, manifiesta una visión de la libertad muy individualista, que
acaba por ser la libertad de los « más fuertes » contra los débiles destinados
a sucumbir.
Precisamente en este sentido
se puede interpretar la respuesta de Caín a la pregunta del Señor « ¿Dónde está
tu hermano Abel? »: « No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano? » (Gn 4,
9). Sí, cada hombre es « guarda de su hermano », porque Dios confía el hombre
al hombre. Y es también en vista de este encargo que Dios da a cada hombre la
libertad, que posee una esencial dimensión relacional. Es un gran don del
Creador, puesta al servicio de la persona y de su realización mediante el don
de sí misma y la acogida del otro. Sin embargo, cuando la libertad es
absolutizada en clave individualista, se vacía de su contenido original y se
contradice en su misma vocación y dignidad.
Hay un aspecto aún más
profundo que acentuar: la libertad reniega de sí misma, se autodestruye y se
dispone a la eliminación del otro cuando no reconoce ni respeta su vínculo
constitutivo con la verdad. Cada vez que la libertad, queriendo emanciparse de
cualquier tradición y autoridad, se cierra a las evidencias primarias de una
verdad objetiva y común, fundamento de la vida personal y social, la persona
acaba por asumir como única e indiscutible referencia para sus propias
decisiones no ya la verdad sobre el bien o el mal, sino sólo su opinión
subjetiva y mudable o, incluso, su interés egoísta y su capricho.
20. Con esta concepción de
la libertad, la convivencia social se deteriora profundamente. Si la promoción
del propio yo se entiende en términos de autonomía absoluta, se llega
inevitablemente a la negación del otro, considerado como enemigo de quien defenderse.
De este modo la sociedad se convierte en un conjunto de individuos colocados
unos junto a otros, pero sin vínculos recíprocos: cada cual quiere afirmarse
independientemente de los demás, incluso haciendo prevalecer sus intereses. Sin
embargo, frente a los intereses análogos de los otros, se ve obligado a buscar
cualquier forma de compromiso, si se quiere garantizar a cada uno el máximo
posible de libertad en la sociedad. Así, desaparece toda referencia a valores
comunes y a una verdad absoluta para todos; la vida social se adentra en las
arenas movedizas de un relativismo absoluto. Entonces todo es pactable, todo es
negociable: incluso el primero de los derechos fundamentales, el de la vida.
Es lo que de hecho sucede
también en el ámbito más propiamente político o estatal: el derecho originario
e inalienable a la vida se pone en discusión o se niega sobre la base de un
voto parlamentario o de la voluntad de una parte —aunque sea mayoritaria— de la
población. Es el resultado nefasto de un relativismo que predomina
incontrovertible: el « derecho » deja de ser tal porque no está ya fundamentado
sólidamente en la inviolable dignidad de la persona, sino que queda sometido a
la voluntad del más fuerte. De este modo la democracia, a pesar de sus reglas,
va por un camino de totalitarismo fundamental. El Estado deja de ser la « casa
común » donde todos pueden vivir según los principios de igualdad fundamental,
y se transforma en Estado tirano, que presume de poder disponer de la vida de
los más débiles e indefensos, desde el niño aún no nacido hasta el anciano, en
nombre de una utilidad pública que no es otra cosa, en realidad, que el interés
de algunos. Parece que todo acontece en el más firme respeto de la legalidad,
al menos cuando las leyes que permiten el aborto o la eutanasia son votadas
según las, así llamadas, reglas democráticas. Pero en realidad estamos sólo
ante una trágica apariencia de legalidad, donde el ideal democrático, que es
verdaderamente tal cuando reconoce y tutela la dignidad de toda persona humana,
es traicionado en sus mismas bases: « ¿Cómo es posible hablar todavía de
dignidad de toda persona humana, cuando se permite matar a la más débil e
inocente? ¿En nombre de qué justicia se realiza la más injusta de las
discriminaciones entre las personas, declarando a algunas dignas de ser
defendidas, mientras a otras se niega esta dignidad? ».16 Cuando se verifican
estas condiciones, se han introducido ya los dinamismos que llevan a la
disolución de una auténtica convivencia humana y a la disgregación de la misma
realidad establecida.
Reivindicar el derecho al
aborto, al infanticidio, a la eutanasia, y reconocerlo legalmente, significa
atribuir a la libertad humana un significado perverso e inicuo: el de un poder
absoluto sobre los demás y contra los demás. Pero ésta es la muerte de la
verdadera libertad: « En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado
es un esclavo » (Jn 8, 34).
« He de esconderme de tu
presencia » (Gn 4, 14): eclipse del sentido de Dios y del hombre
21. En la búsqueda de las
raíces más profundas de la lucha entre la « cultura de la vida » y la « cultura
de la muerte », no basta detenerse en la idea perversa de libertad
anteriormente señalada. Es necesario llegar al centro del drama vivido por el
hombre contemporáneo: el eclipse del sentido de Dios y del hombre,
característico del contexto social y cultural dominado por el secularismo, que
con sus tentáculos penetrantes no deja de poner a prueba, a veces, a las mismas
comunidades cristianas. Quien se deja contagiar por esta atmósfera, entra
fácilmente en el torbellino de un terrible círculo vicioso: perdiendo el
sentido de Dios, se tiende a perder también el sentido del hombre, de su
dignidad y de su vida. A su vez, la violación sistemática de la ley moral,
especialmente en el grave campo del respeto de la vida humana y su dignidad,
produce una especie de progresiva ofuscación de la capacidad de percibir la
presencia vivificante y salvadora de Dios.
Una vez más podemos
inspirarnos en el relato del asesinato de Abel por parte de su hermano. Después
de la maldición impuesta por Dios, Caín se dirige así al Señor: « Mi culpa es
demasiado grande para soportarla. Es decir que hoy me echas de este suelo y he
de esconderme de tu presencia, convertido en vagabundo errante por la tierra, y
cualquiera que me encuentre me matará » (Gn 4, 13-14). Caín considera que su
pecado no podrá ser perdonado por el Señor y que su destino inevitable será
tener que « esconderse de su presencia ». Si Caín confiesa que su culpa es «
demasiado grande », es porque sabe que se encuentra ante Dios y su justo
juicio. En realidad, sólo delante del Señor el hombre puede reconocer su pecado
y percibir toda su gravedad. Esta es la experiencia de David, que después de «
haber pecado contra el Señor », reprendido por el profeta Natán (cf. 2 Sam
11-12), exclama: « Mi delito yo lo reconozco, mi pecado sin cesar está ante mí;
contra ti, contra ti sólo he pecado, lo malo a tus ojos cometí » (Sal 51 50,
5-6).
22. Por esto, cuando se
pierde el sentido de Dios, también el sentido del hombre queda amenazado y
contaminado, como afirma lapidariamente el Concilio Vaticano II: « La criatura
sin el Creador desaparece... Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura
queda oscurecida ».17 El hombre no puede ya entenderse como « misteriosamente
otro » respecto a las demás criaturas terrenas; se considera como uno de tantos
seres vivientes, como un organismo que, a lo sumo, ha alcanzado un estadio de
perfección muy elevado. Encerrado en el restringido horizonte de su materialidad,
se reduce de este modo a « una cosa », y ya no percibe el carácter trascendente
de su « existir como hombre ». No considera ya la vida como un don espléndido
de Dios, una realidad « sagrada » confiada a su responsabilidad y, por tanto, a
su custodia amorosa, a su « veneración ». La vida llega a ser simplemente « una
cosa », que el hombre reivindica como su propiedad exclusiva, totalmente
dominable y manipulable.
Así, ante la vida que nace y
la vida que muere, el hombre ya no es capaz de dejarse interrogar sobre el
sentido más auténtico de su existencia, asumiendo con verdadera libertad estos
momentos cruciales de su propio « existir ». Se preocupa sólo del « hacer » y,
recurriendo a cualquier forma de tecnología, se afana por programar, controlar
y dominar el nacimiento y la muerte. Estas, de experiencias originarias que
requieren ser « vividas », pasan a ser cosas que simplemente se pretenden «
poseer » o « rechazar ».
Por otra parte, una vez
excluida la referencia a Dios, no sorprende que el sentido de todas las cosas
resulte profundamente deformado, y la misma naturaleza, que ya no es « mater »,
quede reducida a « material » disponible a todas las manipulaciones. A esto
parece conducir una cierta racionalidad técnico-científica, dominante en la cultura
contemporánea, que niega la idea misma de una verdad de la creación que hay que
reconocer o de un designio de Dios sobre la vida que hay que respetar. Esto no
es menos verdad, cuando la angustia por los resultados de esta « libertad sin
ley » lleva a algunos a la postura opuesta de una « ley sin libertad », como
sucede, por ejemplo, en ideologías que contestan la legitimidad de cualquier
intervención sobre la naturaleza, como en nombre de una « divinización » suya,
que una vez más desconoce su dependencia del designio del Creador.
En realidad, viviendo « como
si Dios no existiera », el hombre pierde no sólo el misterio de Dios, sino
también el del mundo y el de su propio ser.
23. El eclipse del sentido
de Dios y del hombre conduce inevitablemente al materialismo práctico, en el
que proliferan el individualismo, el utilitarismo y el hedonismo. Se manifiesta
también aquí la perenne validez de lo que escribió el Apóstol: « Como no
tuvieron a bien guardar el verdadero conocimiento de Dios, Dios los entregó a
su mente insensata, para que hicieran lo que no conviene » (Rm 1, 28). Así, los
valores del ser son sustituidos por los del tener. El único fin que cuenta es
la consecución del propio bienestar material. La llamada « calidad de vida » se
interpreta principal o exclusivamente como eficiencia económica, consumismo
desordenado, belleza y goce de la vida física, olvidando las dimensiones más
profundas —relacionales, espirituales y religiosas— de la existencia.
En semejante contexto el
sufrimiento, elemento inevitable de la existencia humana, aunque también factor
de posible crecimiento personal, es « censurado », rechazado como inútil, más
aún, combatido como mal que debe evitarse siempre y de cualquier modo. Cuando
no es posible evitarlo y la perspectiva de un bienestar al menos futuro se
desvanece, entonces parece que la vida ha perdido ya todo sentido y aumenta en
el hombre la tentación de reivindicar el derecho a su supresión.
Siempre en el mismo
horizonte cultural, el cuerpo ya no se considera como realidad típicamente
personal, signo y lugar de las relaciones con los demás, con Dios y con el
mundo. Se reduce a pura materialidad: está simplemente compuesto de órganos,
funciones y energías que hay que usar según criterios de mero goce y
eficiencia. Por consiguiente, también la sexualidad se despersonaliza e
instrumentaliza: de signo, lugar y lenguaje del amor, es decir, del don de sí
mismo y de la acogida del otro según toda la riqueza de la persona, pasa a ser
cada vez más ocasión e instrumento de afirmación del propio yo y de
satisfacción egoísta de los propios deseos e instintos. Así se deforma y
falsifica el contenido originario de la sexualidad humana, y los dos
significados, unitivo y procreativo, innatos a la naturaleza misma del acto
conyugal, son separados artificialmente. De este modo, se traiciona la unión y
la fecundidad se somete al arbitrio del hombre y de la mujer. La procreación se
convierte entonces en el « enemigo » a evitar en la práctica de la sexualidad.
Cuando se acepta, es sólo porque manifiesta el propio deseo, o incluso la
propia voluntad, de tener un hijo « a toda costa », y no, en cambio, por
expresar la total acogida del otro y, por tanto, la apertura a la riqueza de
vida de la que el hijo es portador.
En la perspectiva
materialista expuesta hasta aquí, las relaciones interpersonales experimentan
un grave empobrecimiento. Los primeros que sufren sus consecuencias negativas
son la mujer, el niño, el enfermo o el que sufre y el anciano. El criterio
propio de la dignidad personal —el del respeto, la gratuidad y el servicio— se
sustituye por el criterio de la eficiencia, la funcionalidad y la utilidad. Se
aprecia al otro no por lo que « es », sino por lo que « tiene, hace o produce
». Es la supremacía del más fuerte sobre el más débil.
24. En lo íntimo de la
conciencia moral se produce el eclipse del sentido de Dios y del hombre, con
todas sus múltiples y funestas consecuencias para la vida. Se pone en duda,
sobre todo, la conciencia de cada persona, que en su unicidad e irrepetibilidad
se encuentra sola ante Dios. 18 Pero también se cuestiona, en cierto sentido,
la « conciencia moral » de la sociedad. Esta es de algún modo responsable, no
sólo porque tolera o favorece comportamientos contrarios a la vida, sino
también porque alimenta la « cultura de la muerte », llegando a crear y
consolidar verdaderas y auténticas « estructuras de pecado » contra la vida. La
conciencia moral, tanto individual como social, está hoy sometida, a causa
también del fuerte influjo de muchos medios de comunicación social, a un
peligro gravísimo y mortal, el de la confusión entre el bien y el mal en
relación con el mismo derecho fundamental a la vida. Lamentablemente, una gran
parte de la sociedad actual se asemeja a la que Pablo describe en la Carta a
los Romanos. Está formada « de hombres que aprisionan la verdad en la
injusticia » (1, 18): habiendo renegado de Dios y creyendo poder construir la
ciudad terrena sin necesidad de El, « se ofuscaron en sus razonamientos » de
modo que « su insensato corazón se entenebreció » (1, 21); « jactándose de
sabios se volvieron estúpidos » (1, 22), se hicieron autores de obras dignas de
muerte y « no solamente las practican, sino que aprueban a los que las cometen
» (1, 32). Cuando la conciencia, este luminoso ojo del alma (cf. Mt 6, 22-23),
llama « al mal bien y al bien mal » (Is 5, 20), camina ya hacia su degradación
más inquietante y hacia la más tenebrosa ceguera moral.
Sin embargo, todos los
condicionamientos y esfuerzos por imponer el silencio no logran sofocar la voz
del Señor que resuena en la conciencia de cada hombre. De este íntimo santuario
de la conciencia puede empezar un nuevo camino de amor, de acogida y de
servicio a la vida humana.
« Os habéis acercado a la
sangre de la aspersión » (cf. Hb 12, 22.24):
signos de esperanza y
llamada al compromiso
25. « Se oye la sangre de tu
hermano clamar a mí desde el suelo » (Gn 4, 10). No es sólo la sangre de Abel,
el primer inocente asesinado, que clama a Dios, fuente y defensor de la vida.
También la sangre de todo hombre asesinado después de Abel es un clamor que se
eleva al Señor. De una forma absolutamente única, clama a Dios la sangre de
Cristo, de quien Abel en su inocencia es figura profética, como nos recuerda el
autor de la Carta a los Hebreos: « Vosotros, en cambio, os habéis acercado al
monte Sión, a la ciudad del Dios vivo... al mediador de una Nueva Alianza, y a
la aspersión purificadora de una sangre que habla mejor que la de Abel » (12,
22.24).
Es la sangre de la
aspersión. De ella había sido símbolo y signo anticipador la sangre de los
sacrificios de la Antigua Alianza, con los que Dios manifestaba la voluntad de
comunicar su vida a los hombres, purificándolos y consagrándolos (cf. Ex 24, 8;
Lv 17, 11). Ahora, todo esto se cumple y verifica en Cristo: la suya es la
sangre de la aspersión que redime, purifica y salva; es la sangre del mediador
de la Nueva Alianza « derramada por muchos para perdón de los pecados » (Mt 26,
28). Esta sangre, que brota del costado abierto de Cristo en la cruz (cf. Jn
19, 34), « habla mejor que la de Abel »; en efecto, expresa y exige una «
justicia » más profunda, pero sobre todo implora misericordia, 19 se hace ante
el Padre intercesora por los hermanos (cf. Hb 7, 25), es fuente de redención
perfecta y don de vida nueva.
La sangre de Cristo,
mientras revela la grandeza del amor del Padre, manifiesta qué precioso es el
hombre a los ojos de Dios y qué inestimable es el valor de su vida. Nos lo
recuerda el apóstol Pedro: « Sabéis que habéis sido rescatados de la conducta
necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con
una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo » (1 Pe
1, 18-19). Precisamente contemplando la sangre preciosa de Cristo, signo de su
entrega de amor (cf. Jn 13, 1), el creyente aprende a reconocer y apreciar la
dignidad casi divina de todo hombre y puede exclamar con nuevo y grato estupor:
« ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha "merecido
tener tan gran Redentor" (Himno Exsultet de la Vigilia pascual), si
"Dios ha dado a su Hijo", a fin de que él, el hombre, "no muera
sino que tenga la vida eterna" (cf. Jn 3, 16)! ».20
Además, la sangre de Cristo
manifiesta al hombre que su grandeza, y por tanto su vocación, consiste en el
don sincero de sí mismo. Precisamente porque se derrama como don de vida, la
sangre de Cristo ya no es signo de muerte, de separación definitiva de los
hermanos, sino instrumento de una comunión que es riqueza de vida para todos.
Quien bebe esta sangre en el sacramento de la Eucaristía y permanece en Jesús
(cf. Jn 6, 56) queda comprometido en su mismo dinamismo de amor y de entrega de
la vida, para llevar a plenitud la vocación originaria al amor, propia de todo
hombre (cf. Jn 1, 27; 2, 18-24).
Es en la sangre de Cristo
donde todos los hombres encuentran la fuerza para comprometerse en favor de la
vida. Esta sangre es justamente el motivo más grande de esperanza, más aún, es
el fundamento de la absoluta certeza de que según el designio divino la vida
vencerá. « No habrá ya muerte », exclama la voz potente que sale del trono de
Dios en la Jerusalén celestial (Ap 21, 4). Y san Pablo nos asegura que la
victoria actual sobre el pecado es signo y anticipo de la victoria definitiva
sobre la muerte, cuando « se cumplirá la palabra que está escrita: "La
muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?
¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?" » (1 Cor 15, 54-55).
26. En realidad, no faltan
signos que anticipan esta victoria en nuestras sociedades y culturas, a pesar
de estar fuertemente marcadas por la « cultura de la muerte ». Se daría, por
tanto, una imagen unilateral, que podría inducir a un estéril desánimo, si
junto con la denuncia de las amenazas contra la vida no se presentan los signos
positivos que se dan en la situación actual de la humanidad.
Desgraciadamente, estos
signos positivos encuentran a menudo dificultad para manifestarse y ser
reconocidos, tal vez también porque no encuentran una adecuada atención en los
medios de comunicación social. Pero, ¡cuántas iniciativas de ayuda y apoyo a
las personas más débiles e indefensas han surgido y continúan surgiendo en la
comunidad cristiana y en la sociedad civil, a nivel local, nacional e
internacional, promovidas por individuos, grupos, movimientos y organizaciones
diversas!
Son todavía muchos los
esposos que, con generosa responsabilidad, saben acoger a los hijos como « el
don más excelente del matrimonio ».21 No faltan familias que, además de su
servicio cotidiano a la vida, acogen a niños abandonados, a muchachos y jóvenes
en dificultad, a personas minusválidas, a ancianos solos. No pocos centros de
ayuda a la vida, o instituciones análogas, están promovidos por personas y
grupos que, con admirable dedicación y sacrificio, ofrecen un apoyo moral y material
a madres en dificultad, tentadas de recurrir al aborto. También surgen y se
difunden grupos de voluntarios dedicados a dar hospitalidad a quienes no tienen
familia, se encuentran en condiciones de particular penuria o tienen necesidad
de hallar un ambiente educativo que les ayude a superar comportamientos
destructivos y a recuperar el sentido de la vida.
La medicina, impulsada con
gran dedicación por investigadores y profesionales, persiste en su empeño por
encontrar remedios cada vez más eficaces: resultados que hace un tiempo eran
del todo impensables y capaces de abrir prometedoras perspectivas se obtienen
hoy para la vida naciente, para las personas que sufren y los enfermos en fase
aguda o terminal. Distintos entes y organizaciones se movilizan para llevar,
incluso a los países más afectados por la miseria y las enfermedades endémicas,
los beneficios de la medicina más avanzada. Así, asociaciones nacionales e
internacionales de médicos se mueven oportunamente para socorrer a las
poblaciones probadas por calamidades naturales, epidemias o guerras. Aunque una
verdadera justicia internacional en la distribución de los recursos médicos
está aún lejos de su plena realización, ¿cómo no reconocer en los pasos dados
hasta ahora el signo de una creciente solidaridad entre los pueblos, de una
apreciable sensibilidad humana y moral y de un mayor respeto por la vida?
27. Frente a legislaciones
que han permitido el aborto y a tentativas, surgidas aquí y allá, de legalizar
la eutanasia, han aparecido en todo el mundo movimientos e iniciativas de
sensibilización social en favor de la vida. Cuando, conforme a su auténtica
inspiración, actúan con determinada firmeza pero sin recurrir a la violencia,
estos movimientos favorecen una toma de conciencia más difundida y profunda del
valor de la vida, solicitando y realizando un compromiso más decisivo por su
defensa.
¿Cómo no recordar, además,
todos estos gestos cotidianos de acogida, sacrificio y cuidado desinteresado
que un número incalculable de personas realiza con amor en las familias,
hospitales, orfanatos, residencias de ancianos y en otros centros o
comunidades, en defensa de la vida? La Iglesia, dejándose guiar por el ejemplo
de Jesús « buen samaritano » (cf. Lc 10, 29-37) y sostenida por su fuerza,
siempre ha estado en la primera línea de la caridad: tantos de sus hijos e
hijas, especialmente religiosas y religiosos, con formas antiguas y siempre
nuevas, han consagrado y continúan consagrando su vida a Dios ofreciéndola por
amor al prójimo más débil y necesitado. Estos gestos construyen en lo profundo
la « civilización del amor y de la vida », sin la cual la existencia de las
personas y de la sociedad pierde su significado más auténticamente humano.
Aunque nadie los advierta y permanezcan escondidos a la mayoría, la fe asegura
que el Padre, « que ve en lo secreto » (Mt 6, 4), no sólo sabrá recompensarlos,
sino que ya desde ahora los hace fecundos con frutos duraderos para todos.
Entre los signos de
esperanza se da también el incremento, en muchos estratos de la opinión
pública, de una nueva sensibilidad cada vez más contraria a la guerra como
instrumento de solución de los conflictos entre los pueblos, y orientada cada
vez más a la búsqueda de medios eficaces, pero « no violentos », para frenar la
agresión armada. Además, en este mismo horizonte se da la aversión cada vez más
difundida en la opinión pública a la pena de muerte, incluso como instrumento
de « legítima defensa » social, al considerar las posibilidades con las que
cuenta una sociedad moderna para reprimir eficazmente el crimen de modo que,
neutralizando a quien lo ha cometido, no se le prive definitivamente de la
posibilidad de redimirse.
También se debe considerar
positivamente una mayor atención a la calidad de vida y a la ecología, que se
registra sobre todo en las sociedades más desarrolladas, en las que las
expectativas de las personas no se centran tanto en los problemas de la
supervivencia cuanto más bien en la búsqueda de una mejora global de las
condiciones de vida. Particularmente significativo es el despertar de una
reflexión ética sobre la vida. Con el nacimiento y desarrollo cada vez más
extendido de la bioética se favorece la reflexión y el diálogo —entre creyentes
y no creyentes, así como entre creyentes de diversas religiones— sobre problemas
éticos, incluso fundamentales, que afectan a la vida del hombre.
28. Este horizonte de luces
y sombras debe hacernos a todos plenamente conscientes de que estamos ante un
enorme y dramático choque entre el bien y el mal, la muerte y la vida, la «
cultura de la muerte » y la « cultura de la vida ». Estamos no sólo « ante »,
sino necesariamente « en medio » de este conflicto: todos nos vemos implicados
y obligados a participar, con la responsabilidad ineludible de elegir
incondicionalmente en favor de la vida.
También para nosotros
resuena clara y fuerte la invitación a Moisés: « Mira, yo pongo hoy ante ti
vida y felicidad, muerte y desgracia...; te pongo delante vida o muerte,
bendición o maldición. Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia » (Dt
30, 15.19). Es una invitación válida también para nosotros, llamados cada día a
tener que decidir entre la « cultura de la vida » y la « cultura de la muerte
». Pero la llamada del Deuteronomio es aún más profunda, porque nos apremia a
una opción propiamente religiosa y moral. Se trata de dar a la propia
existencia una orientación fundamental y vivir en fidelidad y coherencia con la
Ley del Señor: « Yo te prescribo hoy que ames al Señor tu Dios, que sigas sus
caminos y guardes sus mandamientos, preceptos y normas... Escoge la vida, para
que vivas, tú y tu descendencia, amando al Señor tu Dios, escuchando su voz,
viviendo unido a él; pues en eso está tu vida, así como la prolongación de tus
días » (30, 16.19-20).
La opción incondicional en
favor de la vida alcanza plenamente su significado religioso y moral cuando
nace, viene plasmada y es alimentada por la fe en Cristo. Nada ayuda tanto a
afrontar positivamente el conflicto entre la muerte y la vida, en el que
estamos inmersos, como la fe en el Hijo de Dios que se ha hecho hombre y ha
venido entre los hombres « para que tengan vida y la tengan en abundancia » (Jn
10, 10): es la fe en el Resucitado, que ha vencido la muerte; es la fe en la
sangre de Cristo « que habla mejor que la de Abel » (Hb 12, 24).
Por tanto, a la luz y con la
fuerza de esta fe, y ante los desafíos de la situación actual, la Iglesia toma
más viva conciencia de la gracia y de la responsabilidad que recibe de su Señor
para anunciar, celebrar y servir al Evangelio de la vida.
CAPÍTULO II
HE VENIDO PARA QUE TENGAN
VIDA
MENSAJE CRISTIANO SOBRE LA
VIDA
« La Vida se manifestó, y
nosotros la hemos visto » (1 Jn 1, 2): la mirada dirigida a Cristo, « Palabra
de vida »
29. Ante las innumerables y
graves amenazas contra la vida en el mundo contemporáneo, podríamos sentirnos
como abrumados por una sensación de impotencia insuperable: ¡el bien nunca
podrá tener la fuerza suficiente para vencer el mal!
Este es el momento en que el
Pueblo de Dios, y en él cada creyente, está llamado a profesar, con humildad y
valentía, la propia fe en Jesucristo, « Palabra de vida » (1 Jn 1, 1). En
realidad, el Evangelio de la vida no es una mera reflexión, aunque original y
profunda, sobre la vida humana; ni sólo un mandamiento destinado a sensibilizar
la conciencia y a causar cambios significativos en la sociedad; menos aún una
promesa ilusoria de un futuro mejor. El Evangelio de la vida es una realidad
concreta y personal, porque consiste en el anuncio dela persona misma de Jesús,
el cual se presenta al apóstol Tomás, y en él a todo hombre, con estas
palabras: « Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida » (Jn 14, 6). Es la misma
identidad manifestada a Marta, la hermana de Lázaro: « Yo soy la resurrección y
la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en
mí, no morirá jamás » (Jn 11, 25-26). Jesús es el Hijo que desde la eternidad
recibe la vida del Padre (cf. Jn 5, 26) y que ha venido a los hombres para
hacerles partícipes de este don: « Yo he venido para que tengan vida y la tengan
en abundancia » (Jn 10, 10).
Así, por la palabra, la
acción y la persona misma de Jesús se da al hombre la posibilidad de « conocer
» toda la verdad sobre el valor de la vida humana. De esa « fuente » recibe, en
particular, la capacidad de « obrar » perfectamente esa verdad (cf. Jn 3, 21),
es decir, asumir y realizar en plenitud la responsabilidad de amar y servir,
defender y promover la vida humana.
En efecto, en Cristo se
anuncia definitivamente y se da plenamente aquel Evangelio de la vida que,
anticipado ya en la Revelación del Antiguo Testamento y, más aún, escrito de
algún modo en el corazón mismo de cada hombre y mujer, resuena en cada
conciencia « desde el principio », o sea, desde la misma creación, de modo que,
a pesar de los condicionamientos negativos del pecado, también puede ser
conocido por la razón humana en sus aspectos esenciales. Como dice el Concilio
Vaticano II, Cristo « con su presencia y manifestación, con sus palabras y
obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con
el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la
confirma con testimonio divino; a saber, que Dios está con nosotros para
librarnos de las tinieblas del pecado y la muerte y para hacernos resucitar a
una vida eterna ».22
30. Por tanto, con la mirada
fija en el Señor Jesús queremos volver a escuchar de El « las palabras de Dios
» (Jn 3, 34) y meditar de nuevo el Evangelio de la vida. El sentido más
profundo y original de esta meditación del mensaje revelado sobre la vida
humana ha sido expuesto por el apóstol Juan, al comienzo de su Primera Carta: «
Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con
nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la
Palabra de vida —pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos
testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y
que se nos manifestó— lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que
también vosotros estéis en comunión con nosotros » (1, 1-3).
En Jesús, « Palabra de vida
», se anuncia y comunica la vida divina y eterna. Gracias a este anuncio y a
este don, la vida física y espiritual del hombre, incluida su etapa terrena,
encuentra plenitud de valor y significado: en efecto, la vida divina y eterna
es el fin al que está orientado y llamado el hombre que vive en este mundo. El
Evangelio de la vida abarca así todo lo que la misma experiencia y la razón
humana dicen sobre el valor de la vida, lo acoge, lo eleva y lo lleva a término.
« Mi fortaleza y mi canción
es el Señor. El es mi salvación » (Ex 15, 2): la vida es siempre un bien
31. En realidad, la plenitud
evangélica del mensaje sobre la vida fue ya preparada en el Antiguo Testamento.
Es sobre todo en las vicisitudes del Exodo, fundamento de la experiencia de fe
del Antiguo Testamento, donde Israel descubre el valor de la vida a los ojos de
Dios. Cuando parece ya abocado al exterminio, porque la amenaza de muerte se
extiende a todos sus recién nacidos varones (cf. Ex 1, 15-22), el Señor se le
revela como salvador, capaz de asegurar un futuro a quien está sin esperanza.
Nace así en Israel una clara conciencia: su vida no está a merced de un faraón
que puede usarla con arbitrio despótico; al contrario, es objeto de un tierno y
fuerte amor por parte de Dios.
La liberación de la
esclavitud es el don de una identidad, el reconocimiento de una dignidad
indeleble y el inicio de una historia nueva, en la que van unidos el
descubrimiento de Dios y de sí mismo. La experiencia del Exodo es original y
ejemplar. Israel aprende de ella que, cada vez que es amenazado en su
existencia, sólo tiene que acudir a Dios con confianza renovada para encontrar
en él asistencia eficaz: « Eres mi siervo, Israel. ¡Yo te he formado, tú eres
mi siervo, Israel, yo no te olvido! » (Is 44, 21).
De este modo, mientras
Israel reconoce el valor de su propia existencia como pueblo, avanza también en
la percepción del sentido y valor de la vida en cuanto tal. Es una reflexión
que se desarrolla de modo particular en los libros sapienciales, partiendo de
la experiencia cotidiana de la precariedad de la vida y de la conciencia de las
amenazas que la acechan. Ante las contradicciones de la existencia, la fe está
llamada a ofrecer una respuesta.
El problema del dolor acosa
sobre todo a la fe y la pone a prueba. ¿Cómo no oír el gemido universal del
hombre en la meditación del libro de Job? El inocente aplastado por el
sufrimiento se pregunta comprensiblemente: « ¿Para qué dar la luz a un
desdichado, la vida a los que tienen amargada el alma, a los que ansían la
muerte que no llega y excavan en su búsqueda más que por un tesoro? » (3,
20-21). Pero también en la más densa oscuridad la fe orienta hacia el
reconocimiento confiado y adorador del « misterio »: « Sé que eres todopoderoso:
ningún proyecto te es irrealizable » (Jb 42, 2).
Progresivamente la
Revelación lleva a descubrir con mayor claridad el germen de vida inmortal
puesto por el Creador en el corazón de los hombres: « El ha hecho todas las
cosas apropiadas a su tiempo; también ha puesto el mundo en sus corazones »
(Ecl 3, 11). Este germen de totalidad y plenitud espera manifestarse en el
amor, y realizarse, por don gratuito de Dios, en la participación en su vida
eterna.
« El nombre de Jesús ha
restablecido a este hombre » (cf. Hch 3, 16): en la precariedad de la
existencia humana Jesús lleva a término el sentido de la vida
32. La experiencia del
pueblo de la Alianza se repite en la de todos los « pobres » que encuentran a
Jesús de Nazaret. Así como el Dios « amante de la vida » (cf. Sb 11, 26) había
confortado a Israel en medio de los peligros, así ahora el Hijo de Dios
anuncia, a cuantos se sienten amenazados e impedidos en su existencia, que sus
vidas también son un bien al cual el amor del Padre da sentido y valor.
« Los ciegos ven, los cojos
andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se
anuncia a los pobres la Buena Nueva » (Lc 7, 22). Con estas palabras del
profeta Isaías (35, 5-6; 61, 1), Jesús presenta el significado de su propia
misión. Así, quienes sufren a causa de una existencia de algún modo «
disminuida », escuchan de El la buena nueva de que Dios se interesa por ellos,
y tienen la certeza de que también su vida es un don celosamente custodiado en
las manos del Padre (cf. Mt 6, 25-34).
Los « pobres » son
interpelados particularmente por la predicación y las obras de Jesús. La
multitud de enfermos y marginados, que lo siguen y lo buscan (cf. Mt 4, 23-25),
encuentran en su palabra y en sus gestos la revelación del gran valor que tiene
su vida y del fundamento de sus esperanzas de salvación.
Lo mismo sucede en la misión
de la Iglesia desde sus comienzos. Ella, que anuncia a Jesús como aquél que «
pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios
estaba con él » (Hch 10, 38), es portadora de un mensaje de salvación que
resuena con toda su novedad precisamente en las situaciones de miseria y
pobreza de la vida del hombre. Así hace Pedro en la curación del tullido, al
que ponían todos los días junto a la puerta « Hermosa » del templo de Jerusalén
para pedir limosna: « No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te doy: en
nombre de Jesucristo, el Nazareno, ponte a andar » (Hch 3, 6). Por la fe en
Jesús, « autor de la vida » (cf. Hch 3, 15), la vida que yace abandonada y
suplicante vuelve a ser consciente de sí misma y de su plena dignidad.
La palabra y las acciones de
Jesús y de su Iglesia no se dirigen sólo a quienes padecen enfermedad,
sufrimiento o diversas formas de marginación social, sino que conciernen más
profundamente al sentido mismo de la vida de cada hombre en sus dimensiones
morales y espirituales. Sólo quien reconoce que su propia vida está marcada por
la enfermedad del pecado, puede redescubrir, en el encuentro con Jesús
Salvador, la verdad y autenticidad de su existencia, según sus mismas palabras:
« No necesitan médico los que están sanos, sino los que están mal. No he venido
a llamar a conversión a justos, sino a pecadores » (Lc 5, 31-32).
En cambio, quien cree que
puede asegurar su vida mediante la acumulación de bienes materiales, como el
rico agricultor de la parábola evangélica, en realidad se engaña. La vida se le
está escapando, y muy pronto se verá privado de ella sin haber logrado percibir
su verdadero significado: « ¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las
cosas que preparaste, ¿para quién serán? » (Lc 12, 20).
33. En la vida misma de
Jesús, desde el principio al fin, se da esta singular « dialéctica » entre la
experiencia de la precariedad de la vida humana y la afirmación de su valor. En
efecto, la precariedad marca la vida de Jesús desde su nacimiento. Ciertamente
encuentra acogida en los justos, que se unieron al « sí » decidido y gozoso de
María (cf. Lc 1, 38). Pero también siente, en seguida, el rechazo de un mundo
que se hace hostil y busca al niño « para matarle » (Mt 2, 13), o que permanece
indiferente y distraído ante el cumplimiento del misterio de esta vida que
entra en el mundo: « no tenían sitio en el alojamiento » (Lc 2, 7). Del
contraste entre las amenazas y las inseguridades, por una parte, y la fuerza
del don de Dios, por otra, brilla con mayor intensidad la gloria que se irradia
desde la casa de Nazaret y del pesebre de Belén: esta vida que nace es
salvación para toda la humanidad (cf. Lc 2, 11).
Jesús asume plenamente las
contradicciones y los riesgos de la vida: « siendo rico, por vosotros se hizo
pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza » (2 Cor 8, 9). La pobreza
de la que habla Pablo no es sólo despojarse de privilegios divinos, sino también
compartir las condiciones más humildes y precarias de la vida humana (cf. Flp
2, 6-7). Jesús vive esta pobreza durante toda su vida, hasta el momento
culminante de la cruz: « se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y
muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el nombre que está sobre
todo nombre » (Flp 2, 8-9). Es precisamente en su muerte donde Jesús revela
toda la grandeza y el valor de la vida, ya que su entrega en la cruz es fuente
de vida nueva para todos los hombres (cf. Jn 12, 32). En este peregrinar en
medio de las contradicciones y en la misma pérdida de la vida, Jesús es guiado
por la certeza de que está en las manos del Padre. Por eso puede decirle en la
cruz: « Padre, en tus manos pongo mi espíritu » (Lc 23, 46), esto es, mi vida.
¡Qué grande es el valor de la vida humana si el Hijo de Dios la ha asumido y ha
hecho de ella el lugar donde se realiza la salvación para toda la humanidad!
« Llamados... a reproducir
la imagen de su Hijo » (Rm 8, 28-29): la gloria de Dios resplandece en el
rostro del hombre
34. La vida es siempre un
bien. Esta es una intuición o, más bien, un dato de experiencia, cuya razón
profunda el hombre está llamado a comprender.
¿Por qué la vida es un bien?
La pregunta recorre toda la Biblia, y ya desde sus primeras páginas encuentra
una respuesta eficaz y admirable. La vida que Dios da al hombre es original y
diversa de la de las demás criaturas vivientes, ya que el hombre, aunque
proveniente del polvo de la tierra (cf. Gn 2, 7; 3, 19; Jb 34, 15; Sal 103 102,
14; 104 103, 29), es manifestación de Dios en el mundo, signo de su presencia,
resplandor de su gloria (cf. Gn 1, 26-27; Sal 8, 6). Es lo que quiso acentuar
también san Ireneo de Lyon con su célebre definición: « el hombre que vive es
la gloria de Dios ».23 Al hombre se le ha dado una altísima dignidad, que tiene
sus raíces en el vínculo íntimo que lo une a su Creador: en el hombre se
refleja la realidad misma de Dios.
Lo afirma el libro del
Génesis en el primer relato de la creación, poniendo al hombre en el vértice de
la actividad creadora de Dios, como su culmen, al término de un proceso que va
desde el caos informe hasta la criatura más perfecta. Toda la creación está ordenada
al hombre y todo se somete a él: « Henchid la tierra y sometedla; mandad... en
todo animal que serpea sobre la tierra » (1, 28), ordena Dios al hombre y a la
mujer. Un mensaje semejante aparece también en el otro relato de la creación: «
Tomó, pues, el Señor Dios al hombre y le dejó en el jardín de Edén, para que lo
labrase y cuidase » (Gn 2, 15). Así se reafirma la primacía del hombre sobre
las cosas, las cuales están destinadas a él y confiadas a su responsabilidad,
mientras que por ningún motivo el hombre puede ser sometido a sus semejantes y
reducido al rango de cosa.
En el relato bíblico, la
distinción entre el hombre y las demás criaturas se manifiesta sobre todo en el
hecho de que sólo su creación se presenta como fruto de una especial decisión por
parte de Dios, de una deliberación que establece un vínculo particular y
específico con el Creador: « Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como
semejanza nuestra » (Gn 1, 26). La vida que Dios ofrece al hombre es un don con
el que Dios comparte algo de sí mismo con la criatura.
Israel se peguntará durante
mucho tiempo sobre el sentido de este vínculo particular y específico del
hombre con Dios. También el libro del Eclesiástico reconoce que Dios al crear a
los hombres « los revistió de una fuerza como la suya, y los hizo a su imagen »
(17, 3). Con esto el autor sagrado manifiesta no sólo su dominio sobre el
mundo, sino también las facultades espirituales más características del hombre,
como la razón, el discernimiento del bien y del mal, la voluntad libre: « De
saber e inteligencia los llenó, les enseñó el bien y el mal » (Si 17, 6). La
capacidad de conocer la verdad y la libertad son prerrogativas del hombre en
cuanto creado a imagen de su Creador, el Dios verdadero y justo (cf. Dt 32, 4).
Sólo el hombre, entre todas las criaturas visibles, tiene « capacidad para
conocer y amar a su Creador ».24 La vida que Dios da al hombre es mucho más que
un existir en el tiempo. Es tensión hacia una plenitud de vida, es germen de un
existencia que supera los mismos límites del tiempo: « Porque Dios creó al
hombre para la incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma naturaleza » (Sb
2, 23).
35. El relato yahvista de la
creación expresa también la misma convicción. En efecto, esta antigua narración
habla de un soplo divino que es infundido en el hombre para que tenga vida: «
El Señor Dios formó al hombre con polvo del suelo, sopló en sus narices un
aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente » (Gn 2, 7).
El origen divino de este
espíritu de vida explica la perenne insatisfacción que acompaña al hombre
durante su existencia. Creado por Dios, llevando en sí mismo una huella
indeleble de Dios, el hombre tiende naturalmente a El. Al experimentar la
aspiración profunda de su corazón, todo hombre hace suya la verdad expresada
por san Agustín: « Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto
hasta que descanse en ti ».25
Qué elocuente es la
insatisfacción de la que es víctima la vida del hombre en el Edén, cuando su
única referencia es el mundo vegetal y animal (cf. Gn 2, 20). Sólo la aparición
de la mujer, es decir, de un ser que es hueso de sus huesos y carne de su carne
(cf. Gn 2, 23), y en quien vive igualmente el espíritu de Dios creador, puede
satisfacer la exigencia de diálogo interpersonal que es vital para la
existencia humana. En el otro, hombre o mujer, se refleja Dios mismo, meta
definitiva y satisfactoria de toda persona.
« ¿Qué es el hombre para que
de él te acuerdes, el hijo de Adán para que de él te cuides? », se pregunta el
Salmista (Sal 8, 5). Ante la inmensidad del universo es muy poca cosa, pero
precisamente este contraste descubre su grandeza: « Apenas inferior a los
ángeles le hiciste (también se podría traducir: « apenas inferior a Dios »),
coronándole de gloria y de esplendor » (Sal 8, 6). La gloria de Dios
resplandece en el rostro del hombre. En él encuentra el Creador su descanso,
como comenta asombrado y conmovido san Ambrosio: « Finalizó el sexto día y se
concluyó la creación del mundo con la formación de aquella obra maestra que es
el hombre, el cual ejerce su dominio sobre todos los seres vivientes y es como
el culmen del universo y la belleza suprema de todo ser creado. Verdaderamente
deberíamos mantener un reverente silencio, porque el Señor descansó de toda
obra en el mundo. Descansó al final en lo íntimo del hombre, descansó en su
mente y en su pensamiento; en efecto, había creado al hombre dotado de razón,
capaz de imitarle, émulo de sus virtudes, anhelante de las gracias celestes. En
estas dotes suyas descansa el Dios que dijo: "¿En quién encontraré reposo,
si no es en el humilde y contrito, que tiembla a mi palabra" (cf. Is 66,
1-2). Doy gracias al Señor nuestro Dios por haber creado una obra tan
maravillosa donde encontrar su descanso ».26
36. Lamentablemente, el
magnífico proyecto de Dios se oscurece por la irrupción del pecado en la
historia. Con el pecado el hombre se rebela contra el Creador, acabando por
idolatrar a las criaturas: « Cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y
adoraron y sirvieron a la criatura en vez del Creador » (Rm 1, 25). De este
modo, el ser humano no sólo desfigura en sí mismo la imagen de Dios, sino que
está tentado de ofenderla también en los demás, sustituyendo las relaciones de
comunión por actitudes de desconfianza, indiferencia, enemistad, llegando al
odio homicida. Cuando no se reconoce a Dios como Dios, se traiciona el sentido
profundo del hombre y se perjudica la comunión entre los hombres.
En la vida del hombre la
imagen de Dios vuelve a resplandecer y se manifiesta en toda su plenitud con la
venida del Hijo de Dios en carne humana: « El es Imagen de Dios invisible »
(Col 1, 15), « resplandor de su gloria e impronta de su sustancia » (Hb 1, 3).
El es la imagen perfecta del Padre.
El proyecto de vida confiado
al primer Adán encuentra finalmente su cumplimiento en Cristo. Mientras la
desobediencia de Adán deteriora y desfigura el designio de Dios sobre la vida
del hombre, introduciendo la muerte en el mundo, la obediencia redentora de
Cristo es fuente de gracia que se derrama sobre los hombres abriendo de par en
par a todos las puertas del reino de la vida (cf. Rm 5, 12-21). Afirma el
apóstol Pablo: « Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el último
Adán, espíritu que da vida » (1 Cor 15, 45).
La plenitud de la vida se da
a cuantos aceptan seguir a Cristo. En ellos la imagen divina es restaurada,
renovada y llevada a perfección. Este es el designio de Dios sobre los seres
humanos: que « reproduzcan la imagen de su Hijo » (Rm 8, 29). Sólo así, con el
esplendor de esta imagen, el hombre puede ser liberado de la esclavitud de la
idolatría, puede reconstruir la fraternidad rota y reencontrar su propia
identidad.
« Todo el que vive y cree en
mí, no morirá jamás » (Jn 11, 26): el don de la vida eterna
37. La vida que el Hijo de Dios
ha venido a dar a los hombres no se reduce a la mera existencia en el tiempo.
La vida, que desde siempre está « en él » y es « la luz de los hombres » (Jn 1,
4), consiste en ser engendrados por Dios y participar de la plenitud de su
amor: « A todos los que lo recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a
los que creen en su nombre; el cual no nació de sangre, ni de deseo de carne,
ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios » (Jn 1, 12-13).
A veces Jesús llama esta
vida, que El ha venido a dar, simplemente así: « la vida »; y presenta la
generación por parte de Dios como condición necesaria para poder alcanzar el
fin para el cual Dios ha creado al hombre: « El que no nazca de lo alto no
puede ver el Reino de Dios » (Jn 3, 3). El don de esta vida es el objetivo
específico de la misión de Jesús: él « es el que baja del cielo y da la vida al
mundo » (Jn 6, 33), de modo que puede afirmar con toda verdad: « El que me
siga... tendrá la luz de la vida » (Jn 8, 12).
Otras veces Jesús habla de «
vida eterna », donde el adjetivo no se refiere sólo a una perspectiva
supratemporal. « Eterna » es la vida que Jesús promete y da, porque es
participación plena de la vida del « Eterno ». Todo el que cree en Jesús y
entra en comunión con El tiene la vida eterna (cf. Jn 3, 15; 6, 40), ya que
escucha de El las únicas palabras que revelan e infunden plenitud de vida en su
existencia; son las « palabras de vida eterna » que Pedro reconoce en su
confesión de fe: « Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida
eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios » (Jn 6,
68-69). Jesús mismo explica después en qué consiste la vida eterna,
dirigiéndose al Padre en la gran oración sacerdotal: « Esta es la vida eterna:
que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado,
Jesucristo » (Jn 17, 3). Conocer a Dios y a su Hijo es acoger el misterio de la
comunión de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en la propia vida,
que ya desde ahora se abre a la vida eterna por la participación en la vida
divina.
38. Por tanto, la vida
eterna es la vida misma de Dios y a la vez la vida de los hijos de Dios. Un
nuevo estupor y una gratitud sin límites se apoderan necesariamente del
creyente ante esta inesperada e inefable verdad que nos viene de Dios en
Cristo. El creyente hace suyas las palabras del apóstol Juan: « Mirad qué amor
nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!...
Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos.
Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos
tal cual es » (1 Jn 3, 1-2).
Así alcanza su culmen la
verdad cristiana sobre la vida. Su dignidad no sólo está ligada a sus orígenes,
a su procedencia divina, sino también a su fin, a su destino de comunión con
Dios en su conocimiento y amor. A la luz de esta verdad san Ireneo precisa y
completa su exaltación del hombre: « el hombre que vive » es « gloria de Dios
», pero « la vida del hombre consiste en la visión de Dios ».27
De aquí derivan unas
consecuencias inmediatas para la vida humana en su misma condición terrena, en
la que ya ha germinado y está creciendo la vida eterna. Si el hombre ama
instintivamente la vida porque es un bien, este amor encuentra ulterior
motivación y fuerza, nueva extensión y profundidad en las dimensiones divinas
de este bien. En esta perspectiva, el amor que todo ser humano tiene por la
vida no se reduce a la simple búsqueda de un espacio donde pueda realizarse a
sí mismo y entrar en relación con los demás, sino que se desarrolla en la
gozosa conciencia de poder hacer de la propia existencia el « lugar » de la
manifestación de Dios, del encuentro y de la comunión con El. La vida que Jesús
nos da no disminuye nuestra existencia en el tiempo, sino que la asume y conduce
a su destino último: « Yo soy la resurrección y la vida...; todo el que vive y
cree en mí, no morirá jamás » (Jn 11, 25.26).
« A cada uno pediré cuentas
de la vida de su hermano » (Gn 9, 5): veneración y amor por la vida de todos
39. La vida del hombre
proviene de Dios, es su don, su imagen e impronta, participación de su soplo
vital. Por tanto, Dios es el único señor de esta vida: el hombre no puede
disponer de ella. Dios mismo lo afirma a Noé después del diluvio: « Os prometo
reclamar vuestra propia sangre: la reclamaré a todo animal y al hombre: a todos
y a cada uno reclamaré el alma humana » (Gn 9, 5). El texto bíblico se preocupa
de subrayar cómo la sacralidad de la vida tiene su fundamento en Dios y en su
acción creadora: « Porque a imagen de Dios hizo El al hombre » (Gn 9, 6).
La vida y la muerte del
hombre están, pues, en las manos de Dios, en su poder: « El, que tiene en su
mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre », exclama
Job (12, 10). « El Señor da muerte y vida, hace bajar al Seol y retornar » (1 S
2, 6). Sólo El puede decir: « Yo doy la muerte y doy la vida » (Dt 32, 39).
Sin embargo, Dios no ejerce
este poder como voluntad amenazante, sino como cuidado y solicitud amorosa
hacia sus criaturas. Si es cierto que la vida del hombre está en las manos de
Dios, no lo es menos que sus manos son cariñosas como las de una madre que
acoge, alimenta y cuida a su niño: « Mantengo mi alma en paz y silencio como
niño destetado en el regazo de su madre. ¡Como niño destetado está mi alma en
mí! » (Sal 131 130, 2; cf. Is 49, 15; 66, 12-13; Os 11, 4). Así Israel ve en
las vicisitudes de los pueblos y en la suerte de los individuos no el fruto de
una mera casualidad o de un destino ciego, sino el resultado de un designio de
amor con el que Dios concentra todas las potencialidades de vida y se opone a
las fuerzas de muerte que nacen del pecado: « No fue Dios quien hizo la muerte,
ni se recrea en la destrucción de los vivientes; él todo lo creó para que
subsistiera » (Sb 1, 13-14).
40. De la sacralidad de la
vida deriva su carácter inviolable, inscrito desde el principio en el corazón
del hombre, en su conciencia. La pregunta « ¿Qué has hecho? » (Gn 4, 10), con
la que Dios se dirige a Caín después de que éste hubiera matado a su hermano
Abel, presenta la experiencia de cada hombre: en lo profundo de su conciencia
siempre es llamado a respetar el carácter inviolable de la vida —la suya y la
de los demás—, como realidad que no le pertenece, porque es propiedad y don de
Dios Creador y Padre.
El mandamiento relativo al
carácter inviolable de la vida humana ocupa el centro de las « diez palabras »
de la alianza del Sinaí (cf. Ex 34, 28). Prohíbe, ante todo, el homicidio: « No
matarás » (Ex 20, 13); « No quites la vida al inocente y justo » (Ex 23, 7);
pero también condena —como se explicita en la legislación posterior de Israel—
cualquier daño causado a otro (cf. Ex 21, 12-27). Ciertamente, se debe
reconocer que en el Antiguo Testamento esta sensibilidad por el valor de la
vida, aunque ya muy marcada, no alcanza todavía la delicadeza del Sermón de la
Montaña, como se puede ver en algunos aspectos de la legislación entonces
vigente, que establecía penas corporales no leves e incluso la pena de muerte.
Pero el mensaje global, que corresponde al Nuevo Testamento llevar a
perfección, es una fuerte llamada a respetar el carácter inviolable de la vida
física y la integridad personal, y tiene su culmen en el mandamiento positivo
que obliga a hacerse cargo del prójimo como de sí mismo: « Amarás a tu prójimo
como a ti mismo » (Lv 19, 18).
41. El mandamiento « no
matarás », incluido y profundizado en el precepto positivo del amor al prójimo,
es confirmado por el Señor Jesús en toda su validez. Al joven rico que le
pregunta: « Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida eterna? »,
responde: « Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos » (Mt 19,
16.17). Y cita, como primero, el « no matarás » (v. 18). En el Sermón de la
Montaña, Jesús exige de los discípulos una justicia superior a la de los
escribas y fariseos también en el campo del respeto a la vida: « Habéis oído
que se dijo a los antepasados: No matarás; y aquel que mate será reo ante el
tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será
reo ante el tribunal » (Mt 5, 21-22).
Jesús explicita
posteriormente con su palabra y sus obras las exigencias positivas del
mandamiento sobre el carácter inviolable de la vida. Estas estaban ya presentes
en el Antiguo Testamento, cuya legislación se preocupaba de garantizar y
salvaguardar a las personas en situaciones de vida débil y amenazada: el
extranjero, la viuda, el huérfano, el enfermo, el pobre en general, la vida
misma antes del nacimiento (cf. Ex 21, 22; 22, 20-26). Con Jesús estas
exigencias positivas adquieren vigor e impulso nuevos y se manifiestan en toda
su amplitud y profundidad: van desde cuidar la vida del hermano (familiar,
perteneciente al mismo pueblo, extranjero que vive en la tierra de Israel), a
hacerse cargo del forastero, hasta amar al enemigo.
No existe el forastero para
quien debe hacerse prójimo del necesitado, incluso asumiendo la responsabilidad
de su vida, como enseña de modo elocuente e incisivo la parábola del buen
samaritano (cf. Lc 10, 25-37). También el enemigo deja de serlo para quien está
obligado a amarlo (cf. Mt 5, 38-48; Lc 6, 27-35) y « hacerle el bien » (cf. Lc
6, 27.33.35), socorriendo las necesidades de su vida con prontitud y sentido de
gratuidad (cf. Lc 6, 34-35). Culmen de este amor es la oración por el enemigo,
mediante la cual sintonizamos con el amor providente de Dios: « Pues yo os
digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis
hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y
llover sobre justos e injustos » (Mt 5, 44-45; cf. Lc 6, 28.35).
De este modo, el mandamiento
de Dios para salvaguardar la vida del hombre tiene su aspecto más profundo en
la exigencia de veneración y amor hacia cada persona y su vida. Esta es la
enseñanza que el apóstol Pablo, haciéndose eco de la palabra de Jesús (cf. Mt
19, 17-18), dirige a los cristianos de Roma: « En efecto, lo de: No
adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos,
se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no
hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud » (Rm 13,
9-10).
« Sed fecundos y
multiplicaos, y henchid la tierra y sometedla » (Gn 1, 28): responsabilidades
del hombre ante la vida
42. Defender y promover,
respetar y amar la vida es una tarea que Dios confía a cada hombre, llamándolo,
como imagen palpitante suya, a participar de la soberanía que El tiene sobre el
mundo: « Y Dios los bendijo, y les dijo Dios: "Sed fecundos y
multiplicaos, y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en
las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra" » (Gn
1, 28).
El texto bíblico evidencia
la amplitud y profundidad de la soberanía que Dios da al hombre. Se trata,
sobre todo, del dominio sobre la tierra y sobre cada ser vivo, como recuerda el
libro de la Sabiduría: « Dios de los Padres, Señor de la misericordia... con tu
Sabiduría formaste al hombre para que dominase sobre los seres por ti creados,
y administrase el mundo con santidad y justicia » (9, 1.2-3). También el
Salmista exalta el dominio del hombre como signo de la gloria y del honor
recibidos del Creador: « Le hiciste señor de las obras de tus manos, todo fue
puesto por ti bajo sus pies: ovejas y bueyes, todos juntos, y aun las bestias
del campo, y las aves del cielo, y los peces del mar, que surcan las sendas de
las aguas » (Sal 8, 7-9).
El hombre, llamado a
cultivar y custodiar el jardín del mundo (cf. Gn 2, 15), tiene una
responsabilidad específica sobre el ambiente de vida, o sea, sobre la creación
que Dios puso al servicio de su dignidad personal, de su vida: respecto no sólo
al presente, sino también a las generaciones futuras. Es la cuestión ecológica
—desde la preservación del « habitat » natural de las diversas especies
animales y formas de vida, hasta la « ecología humana » propiamente dicha28—
que encuentra en la Biblia una luminosa y fuerte indicación ética para una
solución respetuosa del gran bien de la vida, de toda vida. En realidad, « el
dominio confiado al hombre por el Creador no es un poder absoluto, ni se puede
hablar de libertad de "usar y abusar", o de disponer de las cosas
como mejor parezca. La limitación impuesta por el mismo Creador desde el
principio, y expresada simbólicamente con la prohibición de "comer del
fruto del árbol" (cf. Gn 2, 16-17), muestra claramente que, ante la
naturaleza visible, estamos sometidos a las leyes no sólo biológicas sino
también morales, cuya transgresión no queda impune ».29
43. Una cierta participación
del hombre en la soberanía de Dios se manifiesta también en la responsabilidad
específica que le es confiada en relación con la vida propiamente humana. Es
una responsabilidad que alcanza su vértice en el don de la vida mediante la
procreación por parte del hombre y la mujer en el matrimonio, como nos recuerda
el Concilio Vaticano II: « El mismo Dios, que dijo « no es bueno que el hombre
esté solo » (Gn 2, 18) y que « hizo desde el principio al hombre, varón y mujer
» (Mt 19, 4), queriendo comunicarle cierta participación especial en su propia
obra creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: « Creced y multiplicaos
» (Gn 1, 28) ».30
Hablando de una « cierta
participación especial » del hombre y de la mujer en la « obra creadora » de
Dios, el Concilio quiere destacar cómo la generación de un hijo es un
acontecimiento profundamente humano y altamente religioso, en cuanto implica a
los cónyuges que forman « una sola carne » (Gn 2, 24) y también a Dios mismo
que se hace presente. Como he escrito en la Carta a las Familias, « cuando de
la unión conyugal de los dos nace un nuevo hombre, éste trae consigo al mundo
una particular imagen y semejanza de Dios mismo: en la biología de la
generación está inscrita la genealogía de la persona. Al afirmar que los
esposos, en cuanto padres, son colaboradores de Dios Creador en la concepción y
generación de un nuevo ser humano, no nos referimos sólo al aspecto biológico;
queremos subrayar más bien que en la paternidad y maternidad humanas Dios mismo
está presente de un modo diverso de como lo está en cualquier otra generación
"sobre la tierra". En efecto, solamente de Dios puede provenir
aquella "imagen y semejanza", propia del ser humano, como sucedió en
la creación. La generación es, por consiguiente, la continuación de la creación
».31
Esto lo enseña, con lenguaje
inmediato y elocuente, el texto sagrado refiriendo la exclamación gozosa de la
primera mujer, « la madre de todos los vivientes » (Gn 3, 20). Consciente de la
intervención de Dios, Eva dice: « He adquirido un varón con el favor del Señor
» (Gn 4, 1). Por tanto, en la procreación, al comunicar los padres la vida al
hijo, se transmite la imagen y la semejanza de Dios mismo, por la creación del
alma inmortal. 32 En este sentido se expresa el comienzo del « libro de la
genealogía de Adán »: « El día en que Dios creó a Adán, le hizo a imagen de
Dios. Los creó varón y hembra, los bendijo, y los llamó "Hombre" en
el día de su creación. Tenía Adán ciento treinta años cuando engendró un hijo a
su semejanza, según su imagen, a quien puso por nombre Set » (Gn 5, 1-3).
Precisamente en esta función suya como colaboradores de Dios que transmiten su
imagen a la nueva criatura, está la grandeza de los esposos dispuestos « a
cooperar con el amor del Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y
enriquece su propia familia cada día más ».33 En este sentido el obispo
Anfiloquio exaltaba el « matrimonio santo, elegido y elevado por encima de
todos los dones terrenos » como « generador de la humanidad, artífice de
imágenes de Dios ».34
Así, el hombre y la mujer unidos
en matrimonio son asociados a una obra divina: mediante el acto de la
procreación, se acoge el don de Dios y se abre al futuro una nueva vida.
Sin embargo, más allá de la
misión específica de los padres, el deber de acoger y servir la vida incumbe a
todos y ha de manifestarse principalmente con la vida que se encuentra en
condiciones de mayor debilidad. Es el mismo Cristo quien nos lo recuerda,
pidiendo ser amado y servido en los hermanos probados por cualquier tipo de
sufrimiento: hambrientos, sedientos, forasteros, desnudos, enfermos,
encarcelados... Todo lo que se hace a uno de ellos se hace a Cristo mismo (cf.
Mt 25, 31-46).
« Porque tú mis vísceras has
formado » (Sal 139 138, 13): la dignidad del niño aún no nacido
44. La vida humana se encuentra
en una situación muy precaria cuando viene al mundo y cuando sale del tiempo
para llegar a la eternidad. Están muy presentes en la Palabra de Dios —sobre
todo en relación con la existencia marcada por la enfermedad y la vejez— las
exhortaciones al cuidado y al respeto. Si faltan llamadas directas y explícitas
a salvaguardar la vida humana en sus orígenes, especialmente la vida aún no
nacida, como también la que está cercana a su fin, ello se explica fácilmente
por el hecho de que la sola posibilidad de ofender, agredir o, incluso, negar
la vida en estas condiciones se sale del horizonte religioso y cultural del
pueblo de Dios.
En el Antiguo Testamento la
esterilidad es temida como una maldición, mientras que la prole numerosa es
considerada como una bendición: « La herencia del Señor son los hijos,
recompensa el fruto de las entrañas » (Sal 127 126, 3; cf. Sal 128 127, 3-4).
Influye también en esta convicción la conciencia que tiene Israel de ser el
pueblo de la Alianza, llamado a multiplicarse según la promesa hecha a Abraham:
« Mira al cielo, y cuenta las estrellas, si puedes contarlas... así será tu
descendencia » (Gn 5, 15). Pero es sobre todo palpable la certeza de que la
vida transmitida por los padres tiene su origen en Dios, como atestiguan tantas
páginas bíblicas que con respeto y amor hablan de la concepción, de la
formación de la vida en el seno materno, del nacimiento y del estrecho vínculo
que hay entre el momento inicial de la existencia y la acción del Dios Creador.
« Antes de haberte formado
yo en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado »
(Jr 1, 5): la existencia de cada individuo, desde su origen, está en el
designio divino. Job, desde lo profundo de su dolor, se detiene a contemplar la
obra de Dios en la formación milagrosa de su cuerpo en el seno materno,
encontrando en ello un motivo de confianza y manifestando la certeza de la
existencia de un proyecto divino sobre su vida: « Tus manos me formaron, me
plasmaron, ¡y luego, en arrebato, me quieres destruir! Recuerda que me hiciste
como se amasa el barro, y que al polvo has de devolverme. ¿No me vertiste como
leche y me cuajaste como queso? De piel y de carne me vestiste y me tejiste de
huesos y de nervios. Luego con la vida me agraciaste y tu solicitud cuidó mi
aliento » (10, 8-12). Acentos de reverente estupor ante la intervención de Dios
sobre la vida en formación resuenan también en los Salmos. 35
¿Cómo se puede pensar que
uno solo de los momentos de este maravilloso proceso de formación de la vida pueda
ser sustraído de la sabia y amorosa acción del Creador y dejado a merced del
arbitrio del hombre? Ciertamente no lo pensó así la madre de los siete
hermanos, que profesó su fe en Dios, principio y garantía de la vida desde su
concepción, y al mismo tiempo fundamento de la esperanza en la nueva vida más
allá de la muerte: « Yo no sé cómo aparecisteis en mis entrañas, ni fui yo
quien os regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé yo los elementos de
cada uno. Pues así el Creador del mundo, el que modeló al hombre en su
nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas, os devolverá el espíritu y
la vida con misericordia, porque ahora no miráis por vosotros mismos a causa de
sus leyes » (2 M 7, 22-23).
45. La revelación del Nuevo
Testamento confirma el reconocimiento indiscutible del valor de la vida desde
sus comienzos. La exaltación de la fecundidad y la espera diligente de la vida
resuenan en las palabras con las que Isabel se alegra por su embarazo: « El
Señor... se dignó quitar mi oprobio entre los hombres » (Lc 1, 25). El valor de
la persona desde su concepción es celebrado más vivamente aún en el encuentro
entre la Virgen María e Isabel, y entre los dos niños que llevan en su seno.
Son precisamente ellos, los niños, quienes revelan la llegada de la era
mesiánica: en su encuentro comienza a actuar la fuerza redentora de la
presencia del Hijo de Dios entre los hombres. « Bien pronto —escribe san
Ambrosio— se manifiestan los beneficios de la llegada de María y de la
presencia del Señor... Isabel fue la primera en oír la voz, pero Juan fue el
primero en experimentar la gracia, porque Isabel escuchó según las facultades
de la naturaleza, pero Juan, en cambio, se alegró a causa del misterio. Isabel
sintió la proximidad de María, Juan la del Señor; la mujer oyó la salutación de
la mujer, el hijo sintió la presencia del Hijo; ellas proclaman la gracia,
ellos, viviéndola interiormente, logran que sus madres se aprovechen de este
don hasta tal punto que, con un doble milagro, ambas empiezan a profetizar por
inspiración de sus propios hijos. El niño saltó de gozo y la madre fue llena
del Espíritu Santo, pero no fue enriquecida la madre antes que el hijo, sino
que, después que fue repleto el hijo, quedó también colmada la madre ».36
« ¡Tengo fe, aún cuando digo:
"Muy desdichado soy"! » (Sal 116 115, 10): la vida en la vejez y en
el sufrimiento
46. También en lo relativo a
los últimos momentos de la existencia, sería anacrónico esperar de la
revelación bíblica una referencia expresa a la problemática actual del respeto
de las personas ancianas y enfermas, y una condena explícita de los intentos de
anticipar violentamente su fin. En efecto, estamos en un contexto cultural y
religioso que no está afectado por estas tentaciones, sino que, en lo
concerniente al anciano, reconoce en su sabiduría y experiencia una riqueza
insustituible para la familia y la sociedad.
La vejez está marcada por el
prestigio y rodeada de veneración (cf. 2 M 6, 23). El justo no pide ser privado
de la ancianidad y de su peso, al contrario, reza así: « Pues tú eres mi
esperanza, Señor, mi confianza desde mi juventud... Y ahora que llega la vejez
y las canas, ¡oh Dios, no me abandones!, para que anuncie yo tu brazo a todas
las edades venideras » (Sal 71 70, 5.18). El tiempo mesiánico ideal es
presentado como aquél en el que « no habrá jamás... viejo que no llene sus días
» (Is 65, 20).
Sin embargo, ¿cómo afrontar
en la vejez el declive inevitable de la vida? ¿Qué actitud tomar ante la
muerte? El creyente sabe que su vida está en las manos de Dios: « Señor, en tus
manos está mi vida » (cf. Sal 16 15, 5), y que de El acepta también el morir: «
Esta sentencia viene del Señor sobre toda carne, ¿por qué desaprobar el agrado
del Altísimo? » (Si 41, 4). El hombre, que no es dueño de la vida, tampoco lo
es de la muerte; en su vida, como en su muerte, debe confiarse totalmente al «
agrado del Altísimo », a su designio de amor.
Incluso en el momento de la
enfermedad, el hombre está llamado a vivir con la misma seguridad en el Señor y
a renovar su confianza fundamental en El, que « cura todas las enfermedades »
(cf. Sal 103 102, 3). Cuando parece que toda expectativa de curación se cierra
ante el hombre —hasta moverlo a gritar: « Mis días son como la sombra que
declina, y yo me seco como el heno » (Sal 102 101, 12)—, también entonces el
creyente está animado por la fe inquebrantable en el poder vivificante de Dios.
La enfermedad no lo empuja a la desesperación y a la búsqueda de la muerte,
sino a la invocación llena de esperanza: « ¡Tengo fe, aún cuando digo:
"Muy desdichado soy"! » (Sal 116 115, 10); « Señor, Dios mío, clamé a
ti y me sanaste. Tú has sacado, Señor, mi alma del Seol, me has recobrado de
entre los que bajan a la fosa » (Sal 30 29, 3-4).
47. La misión de Jesús, con
las numerosas curaciones realizadas, manifiesta cómo Dios se preocupa también
de la vida corporal del hombre. « Médico de la carne y del espíritu »,37 Jesús
fue enviado por el Padre a anunciar la buena nueva a los pobres y a sanar los
corazones quebrantados (cf. Lc 4, 18; Is 61, 1). Al enviar después a sus
discípulos por el mundo, les confía una misión en la que la curación de los
enfermos acompaña al anuncio del Evangelio: « Id proclamando que el Reino de
los Cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos,
expulsad demonios » (Mt 10, 7-8; cf. Mc 6, 13; 16, 18).
Ciertamente, la vida del
cuerpo en su condición terrena no es un valor absoluto para el creyente, sino
que se le puede pedir que la ofrezca por un bien superior; como dice Jesús, «
quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por
el Evangelio, la salvará » (Mc 8, 35). A este propósito, los testimonios del
Nuevo Testamento son diversos. Jesús no vacila en sacrificarse a sí mismo y,
libremente, hace de su vida una ofrenda al Padre (cf. Jn 10, 17) y a los suyos
(cf. Jn 10, 15). También la muerte de Juan el Bautista, precursor del Salvador,
manifiesta que la existencia terrena no es un bien absoluto; es más importante
la fidelidad a la palabra del Señor, aunque pueda poner en peligro la vida (cf.
Mc 6, 17-29). Y Esteban, mientras era privado de la vida temporal por
testimoniar fielmente la resurrección del Señor, sigue las huellas del Maestro
y responde a quienes le apedrean con palabras de perdón (cf. Hch 7, 59-60),
abriendo el camino a innumerables mártires, venerados por la Iglesia desde su
comienzo.
Sin embargo, ningún hombre
puede decidir arbitrariamente entre vivir o morir. En efecto, sólo es dueño
absoluto de esta decisión el Creador, en quien « vivimos, nos movemos y existimos
» (Hch 17, 28).
« Todos los que la guardan
alcanzarán la vida » (Ba 4, 1): de la Ley del Sinaí al don del Espíritu
48. La vida lleva escrita en
sí misma de un modo indeleble su verdad. El hombre, acogiendo el don de Dios,
debe comprometerse a mantener la vida en esta verdad, que le es esencial.
Distanciarse de ella equivale a condenarse a sí mismo a la falta de sentido y a
la infelicidad, con la consecuencia de poder ser también una amenaza para la
existencia de los demás, una vez rotas las barreras que garantizan el respeto y
la defensa de la vida en cada situación.
La verdad de la vida es
revelada por el mandamiento de Dios. La palabra del Señor indica concretamente
qué dirección debe seguir la vida para poder respetar su propia verdad y salvaguardar
su propia dignidad. No sólo el específico mandamiento « no matarás » (Ex 20,
13; Dt 5, 17) asegura la protección de la vida, sino que toda la Ley del Señor
está al servicio de esta protección, porque revela aquella verdad en la que la
vida encuentra su pleno significado.
Por tanto, no sorprende que
la Alianza de Dios con su pueblo esté tan fuertemente ligada a la perspectiva
de la vida, incluso en su dimensión corpórea. El mandamiento se presenta en
ella como camino de vida: « Yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y
desgracia. Si escuchas los mandamientos del Señor tu Dios que yo te prescribo
hoy, si amas al Señor tu Dios, si sigues sus caminos y guardas sus
mandamientos, preceptos y normas, vivirás y te multiplicarás; el Señor tu Dios
te bendecirá en la tierra a la que vas a entrar para tomarla en posesión » (Dt
30, 15-16). Está en juego no sólo la tierra de Canaán y la existencia del
pueblo de Israel, sino el mundo de hoy y del futuro, así como la existencia de
toda la humanidad. En efecto, es absolutamente imposible que la vida se
conserve auténtica y plena alejándose del bien; y, a su vez, el bien está
esencialmente vinculado a los mandamientos del Señor, es decir, a la « ley de
vida » (Si 17, 9). El bien que hay que cumplir no se superpone a la vida como
un peso que carga sobre ella, ya que la razón misma de la vida es precisamente
el bien, y la vida se realiza sólo mediante el cumplimiento del bien.
El conjunto de la Ley es,
pues, lo que salvaguarda plenamente la vida del hombre. Esto explica lo difícil
que es mantenerse fiel al « no matarás » cuando no se observan las otras «
palabras de vida » (Hch 7, 38), relacionadas con este mandamiento. Fuera de
este horizonte, el mandamiento acaba por convertirse en una simple obligación
extrínseca, de la que muy pronto se querrán ver límites y se buscarán
atenuaciones o excepciones. Sólo si nos abrimos a la plenitud de la verdad
sobre Dios, el hombre y la historia, la palabra « no matarás » volverá a
brillar como un bien para el hombre en todas sus dimensiones y relaciones. En
este sentido podemos comprender la plenitud de la verdad contenida en el pasaje
del libro del Deuteronomio, citado por Jesús en su respuesta a la primera
tentación: « No sólo de pan vive el hombre, sino... de todo lo que sale de la
boca del Señor » (8, 3; cf. Mt 4, 4).
Sólo escuchando la palabra
del Señor el hombre puede vivir con dignidad y justicia; observando la Ley de
Dios el hombre puede dar frutos de vida y felicidad: « todos los que la guardan
alcanzarán la vida, mas los que la abandonan morirán » (Ba 4, 1).
49. La historia de Israel
muestra lo difícil que es mantener la fidelidad a la ley de la vida, que Dios
ha inscrito en el corazón de los hombres y ha entregado en el Sinaí al pueblo
de la Alianza. Ante la búsqueda de proyectos de vida alternativos al plan de
Dios, los Profetas reivindican con fuerza que sólo el Señor es la fuente
auténtica de la vida. Así escribe Jeremías: « Doble mal ha hecho mi pueblo: a
mí me dejaron, Manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas
agrietadas, que el agua no retienen » (2, 13). Los Profetas señalan con el dedo
acusador a quienes desprecian la vida y violan los derechos de las personas: «
Pisan contra el polvo de la tierra la cabeza de los débiles » (Am 2, 7); « Han
llenado este lugar de sangre de inocentes » (Jr 19, 4). Entre ellos el profeta
Ezequiel censura varias veces a la ciudad de Jerusalén, llamándola « la ciudad
sanguinaria » (22, 2; 24, 6.9), « ciudad que derramas sangre en medio de ti »
(22, 3).
Pero los Profetas, mientras
denuncian las ofensas contra la vida, se preocupan sobre todo de suscitar la
espera de un nuevo principio de vida, capaz de fundar una nueva relación con
Dios y con los hermanos abriendo posibilidades inéditas y extraordinarias para
comprender y realizar todas las exigencias propias del Evangelio de la vida.
Esto será posible únicamente gracias al don de Dios, que purifica y renueva: «
Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y
de todas vuestras basuras os purificaré. Y os daré un corazón nuevo, infundiré
en vosotros un espíritu nuevo » (Ez 36, 25-26; cf. Jr 31, 31-34). Gracias a
este « corazón nuevo » se puede comprender y llevar a cabo el sentido más
verdadero y profundo de la vida: ser un don que se realiza al darse. Este es el
mensaje esclarecedor que sobre el valor de la vida nos da la figura del Siervo
del Señor: « Si se da a sí mismo en expiación, verá descendencia, alargará sus
días... Por las fatigas de su alma, verá luz » (Is 53, 10.11).
En Jesús de Nazaret se
cumple la Ley y se da un corazón nuevo mediante su Espíritu. En efecto, Jesús
no reniega de la Ley, sino que la lleva a su cumplimiento (cf. Mt 5, 17): la
Ley y los Profetas se resumen en la regla de oro del amor recíproco (cf. Mt 7,
12). En El la Ley se hace definitivamente « evangelio », buena noticia de la
soberanía de Dios sobre el mundo, que reconduce toda la existencia a sus raíces
y a sus perspectivas originarias. Es la Ley Nueva, « la ley del espíritu que da
la vida en Cristo Jesús » (Rm 8, 2), cuya expresión fundamental, a semejanza
del Señor que da la vida por sus amigos (cf. Jn 15, 13), es el don de sí mismo
en el amor a los hermanos: « Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte al
vida, porque amamos a los hermanos » (1 Jn 3, 14). Es ley de libertad, de alegría
y de bienaventuranza.
« Mirarán al que atravesaron
» (Jn 19, 37): en el árbol de la Cruz se cumple el Evangelio de la vida
50. Al final de este
capítulo, en el que hemos meditado el mensaje cristiano sobre la vida, quisiera
detenerme con cada uno de vosotros a contemplar a Aquél que atravesaron y que
atrae a todos hacia sí (cf. Jn 19, 37; 12, 32). Mirando « el espectáculo » de
la cruz (cf. Lc 23, 48) podremos descubrir en este árbol glorioso el
cumplimiento y la plena revelación de todo el Evangelio de la vida.
En las primeras horas de la
tarde del viernes santo, « al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda la
tierra... El velo del Santuario se rasgó por medio » (Lc 23, 44.45). Es símbolo
de una gran alteración cósmica y de una inmensa lucha entre las fuerzas del
bien y las fuerzas del mal, entre la vida y la muerte. Hoy nosotros nos
encontramos también en medio de una lucha dramática entre la « cultura de la
muerte » y la « cultura de la vida ». Sin embargo, esta oscuridad no eclipsa el
resplandor de la Cruz; al contrario, resalta aún más nítida y luminosa y se
manifiesta como centro, sentido y fin de toda la historia y de cada vida
humana.
Jesús es clavado en la cruz
y elevado sobre la tierra. Vive el momento de su máxima « impotencia », y su
vida parece abandonada totalmente al escarnio de sus adversarios y en manos de
sus asesinos: es ridiculizado, insultado, ultrajado (cf. Mc 15, 24-36). Sin
embargo, ante todo esto el centurión romano, viendo « que había expirado de esa
manera », exclama: « Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios » (Mc 15, 39).
Así, en el momento de su debilidad extrema se revela la identidad del Hijo de
Dios: ¡en la Cruz se manifiesta su gloria!
Con su muerte, Jesús ilumina
el sentido de la vida y de la muerte de todo ser humano. Antes de morir, Jesús
ora al Padre implorando el perdón para sus perseguidores (cf. Lc 23, 34) y dice
al malhechor que le pide que se acuerde de él en su reino: « Yo te aseguro: hoy
estarás conmigo en el paraíso » (Lc 23, 43). Después de su muerte « se abrieron
los sepulcros, y muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron » (Mt 27, 52).
La salvación realizada por Jesús es don de vida y de resurrección. A lo largo
de su existencia, Jesús había dado también la salvación sanando y haciendo el bien
a todos (cf. Hch 10, 38). Pero los milagros, las curaciones y las mismas
resurrecciones eran signo de otra salvación, consistente en el perdón de los
pecados, es decir, en liberar al hombre de su enfermedad más profunda,
elevándolo a la vida misma de Dios.
En la Cruz se renueva y
realiza en su plena y definitiva perfección el prodigio de la serpiente
levantada por Moisés en el desierto (cf. Jn 3, 14-15; Nm 21, 8-9). También hoy,
dirigiendo la mirada a Aquél que atravesaron, todo hombre amenazado en su existencia
encuentra la esperanza segura de liberación y redención.
51. Existe todavía otro
hecho concreto que llama mi atención y me hace meditar con emoción: « Cuando
tomó Jesús el vinagre, dijo: "Todo está cumplido". E inclinando la
cabeza entregó el espíritu ». (Jn 19, 30). Y el soldado romano « le atravesó el
costado con una lanza y al instante salió sangre y agua » (Jn 19, 34).
Todo ha alcanzado ya su
pleno cumplimiento. La « entrega del espíritu » presenta la muerte de Jesús
semejante a la de cualquier otro ser humano, pero parece aludir también al «
don del Espíritu », con el que nos rescata de la muerte y nos abre a una vida
nueva.
El hombre participa de la
misma vida de Dios. Es la vida que, mediante los sacramentos de la Iglesia —de
los que son símbolo la sangre y el agua manados del costado de Cristo—, se
comunica continuamente a los hijos de Dios, constituidos así como pueblo de la
nueva alianza. De la Cruz, fuente de vida, nace y se propaga el « pueblo de la
vida ».
La contemplación de la Cruz
nos lleva, de este modo, a las raíces más profundas de cuanto ha sucedido.
Jesús, que entrando en el mundo había dicho: « He aquí que vengo, Señor, a
hacer tu voluntad » (cf. Hb 10, 9), se hizo en todo obediente al Padre y, «
habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo »
(Jn 13, 1), se entregó a sí mismo por ellos.
El, que no había « venido a
ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos » (Mc 10,
45), alcanza en la Cruz la plenitud del amor. « Nadie tiene mayor amor, que el
que da su vida por sus amigos » (Jn 15, 13). Y El murió por nosotros siendo
todavía nosotros pecadores (cf. Rm 5, 8).
De este modo proclama que la
vida encuentra su centro, su sentido y su plenitud cuando se entrega.
En este punto la meditación
se hace alabanza y agradecimiento y, al mismo tiempo, nos invita a imitar a
Jesús y a seguir sus huellas (cf. 1 P 2, 21).
También nosotros estamos
llamados a dar nuestra vida por los hermanos, realizando de este modo en
plenitud de verdad el sentido y el destino de nuestra existencia.
Lo podremos hacer porque Tú,
Señor, nos has dado ejemplo y nos has comunicado la fuerza de tu Espíritu. Lo
podremos hacer si cada día, contigo y como Tú, somos obedientes al Padre y
cumplimos su voluntad.
Por ello, concédenos
escuchar con corazón dócil y generoso toda palabra que sale de la boca de Dios.
Así aprenderemos no sólo a « no matar » la vida del hombre, sino a venerarla,
amarla y promoverla.
CAPÍTULO III
NO MATARÁS
LA LEY SANTA DE DIOS
« Si quieres entrar en la
vida, guarda los mandamientos » (Mt 19, 17): Evangelio y mandamiento
52. « En esto se le acercó
uno y le dijo: "Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida
eterna?" » (Mt 19, 16). Jesús responde: « Si quieres entrar en la vida,
guarda los mandamientos » (Mt 19, 17). El Maestro habla de la vida eterna, es
decir, de la participación en la vida misma de Dios. A esta vida se llega por
la observancia de los mandamientos del Señor, incluido también el mandamiento «
no matarás ». Precisamente éste es el primer precepto del Decálogo que Jesús
recuerda al joven que pregunta qué mandamientos debe observar: « Jesús dijo:
"No matarás, no cometerás adulterio, no robarás..." » (Mt 19, 18).
El mandamiento de Dios no
está nunca separado de su amor; es siempre un don para el crecimiento y la
alegría del hombre. Como tal, constituye un aspecto esencial y un elemento
irrenunciable del Evangelio, más aún, es presentado como « evangelio », esto
es, buena y gozosa noticia. También el Evangelio de la vida es un gran don de
Dios y, al mismo tiempo, una tarea que compromete al hombre. Suscita asombro y
gratitud en la persona libre, y requiere ser aceptado, observado y estimado con
gran responsabilidad: al darle la vida, Dios exige al hombre que la ame, la
respete y la promueva. De este modo, el don se hace mandamiento, y el
mandamiento mismo es un don.
El hombre, imagen viva de
Dios, es querido por su Creador como rey y señor. « Dios creó al hombre
—escribe san Gregorio de Nisa— de modo tal que pudiera desempeñar su función de
rey de la tierra... El hombre fue creado a imagen de Aquél que gobierna el
universo. Todo demuestra que, desde el principio, su naturaleza está marcada
por la realeza... También el hombre es rey. Creado para dominar el mundo,
recibió la semejanza con el rey universal, es la imagen viva que participa con
su dignidad en la perfección del modelo divino ».38 Llamado a ser fecundo y a
multiplicarse, a someter la tierra y a dominar sobre todos los seres inferiores
a él (cf. Gn 1, 28), el hombre es rey y señor no sólo de las cosas, sino
también y sobre todo de sí mismo 39 y, en cierto sentido, de la vida que le ha
sido dada y que puede transmitir por medio de la generación, realizada en el
amor y respeto del designio divino. Sin embargo, no se trata de un señorío
absoluto, sino ministerial, reflejo real del señorío único e infinito de Dios.
Por eso, el hombre debe vivirlo con sabiduría y amor, participando de la
sabiduría y del amor inconmensurables de Dios. Esto se lleva a cabo mediante la
obediencia a su santa Ley: una obediencia libre y gozosa (cf. Sal 119 118), que
nace y crece siendo conscientes de que los preceptos del Señor son un don
gratuito confiado al hombre siempre y sólo para su bien, para la tutela de su
dignidad personal y para la consecución de su felicidad.
Como sucede con las cosas, y
más aún con la vida, el hombre no es dueño absoluto y árbitro incensurable,
sino —y aquí radica su grandeza sin par— que es « administrador del plan
establecido por el Creador ».40
La vida se confía al hombre
como un tesoro que no se debe malgastar, como un talento a negociar. El hombre
debe rendir cuentas de ella a su Señor (cf. Mt 25, 14-30; Lc 19, 12-27).
« Pediré cuentas de la vida
del hombre al hombre » (cf. Gn 9, 5): la vida humana es sagrada e inviolable
53. « La vida humana es
sagrada porque desde su inicio comporta "la acción creadora de Dios"
y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo
Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término: nadie, en ninguna
circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser
humano inocente ».41 Con estas palabras la Instrucción Donum vitae expone el
contenido central de la revelación de Dios sobre el carácter sagrado e
inviolable de la vida humana.
En efecto, la Sagrada
Escritura impone al hombre el precepto « no matarás » como mandamiento divino
(Ex 20, 13; Dt 5, 17). Este precepto —como ya he indicado— se encuentra en el
Decálogo, en el núcleo de la Alianza que el Señor establece con el pueblo
elegido; pero estaba ya incluido en la alianza originaria de Dios con la
humanidad después del castigo purificador del diluvio, provocado por la
propagación del pecado y de la violencia (cf. Gn 9, 5-6).
Dios se proclama Señor
absoluto de la vida del hombre, creado a su imagen y semejanza (cf. Gn 1,
26-28). Por tanto, la vida humana tiene un carácter sagrado e inviolable, en el
que se refleja la inviolabilidad misma del Creador. Precisamente por esto, Dios
se hace juez severo de toda violación del mandamiento « no matarás », que está
en la base de la convivencia social. Dios es el defensor del inocente (cf. Gn
4, 9-15; Is 41, 14; Jr 50, 34; Sal 19 18, 15). También de este modo, Dios
demuestra que « no se recrea en la destrucción de los vivientes » (Sb 1, 13).
Sólo Satanás puede gozar con ella: por su envidia la muerte entró en el mundo
(cf. Sb 2, 24). Satanás, que es « homicida desde el principio », y también «
mentiroso y padre de la mentira » (Jn 8, 44), engañando al hombre, lo conduce a
los confines del pecado y de la muerte, presentados como logros o frutos de
vida.
54. Explícitamente, el
precepto « no matarás » tiene un fuerte contenido negativo: indica el límite
que nunca puede ser transgredido. Implícitamente, sin embargo, conduce a una
actitud positiva de respeto absoluto por la vida, ayudando a promoverla y a
progresar por el camino del amor que se da, acoge y sirve. El pueblo de la
Alianza, aun con lentitud y contradicciones, fue madurando progresivamente en
esta dirección, preparándose así al gran anuncio de Jesús: el amor al prójimo
es un mandamiento semejante al del amor a Dios; « de estos dos mandamientos
dependen toda la Ley y los Profetas » (cf. Mt 22, 36-40). « Lo de... no
matarás... y todos los demás preceptos —señala san Pablo— se resumen en esta
fórmula: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" » (Rm 13, 9; cf. Ga 5,
14). El precepto « no matarás », asumido y llevado a plenitud en la Nueva Ley,
es condición irrenunciable para poder « entrar en la vida » (cf. Mt 19, 16-19).
En esta misma perspectiva, son apremiantes también las palabras del apóstol
Juan: « Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún
asesino tiene vida eterna permanente en él » (1 Jn 3, 15).
Desde sus inicios, la
Tradición viva de la Iglesia —como atestigua la Didaché, el más antiguo escrito
cristiano no bíblico— repite de forma categórica el mandamiento « no matarás »:
« Dos caminos hay, uno de la vida y otro de la muerte; pero grande es la
diferencia que hay entre estos caminos... Segundo mandamiento de la doctrina:
No matarás... no matarás al hijo en el seno de su madre, ni quitarás la vida al
recién nacido... Mas el camino de la muerte es éste:... que no se compadecen
del pobre, no sufren por el atribulado, no conocen a su Criador, matadores de
sus hijos, corruptores de la imagen de Dios; los que rechazan al necesitado,
oprimen al atribulado, abogados de los ricos, jueces injustos de los pobres,
pecadores en todo. ¡Ojalá os veáis libres, hijos, de todos estos pecados! ».42
A lo largo del tiempo, la
Tradición de la Iglesia siempre ha enseñado unánimemente el valor absoluto y
permanente del mandamiento « no matarás ». Es sabido que en los primeros siglos
el homicidio se consideraba entre los tres pecados más graves —junto con la
apostasía y el adulterio— y se exigía una penitencia pública particularmente
dura y larga antes que al homicida arrepentido se le concediese el perdón y la
readmisión en la comunión eclesial.
55. No debe sorprendernos:
matar un ser humano, en el que está presente la imagen de Dios, es un pecado
particularmente grave. ¡Sólo Dios es dueño de la vida! Desde siempre, sin
embargo, ante las múltiples y a menudo dramáticas situaciones que la vida
individual y social presenta, la reflexión de los creyentes ha tratado de
conocer de forma más completa y profunda lo que prohíbe y prescribe el
mandamiento de Dios. 43 En efecto, hay situaciones en las que aparecen como una
verdadera paradoja los valores propuestos por la Ley de Dios. Es el caso, por
ejemplo, de la legítima defensa, en que el derecho a proteger la propia vida y
el deber de no dañar la del otro resultan, en concreto, difícilmente
conciliables. Sin duda alguna, el valor intrínseco de la vida y el deber de
amarse a sí mismo no menos que a los demás son la base de un verdadero derecho
a la propia defensa. El mismo precepto exigente del amor al prójimo, formulado
en el Antiguo Testamento y confirmado por Jesús, supone el amor por uno mismo
como uno de los términos de la comparación: « Amarás a tu prójimo como a ti
mismo » (Mc 12, 31). Por tanto, nadie podría renunciar al derecho a defenderse
por amar poco la vida o a sí mismo, sino sólo movido por un amor heroico, que
profundiza y transforma el amor por uno mismo, según el espíritu de las
bienaventuranzas evangélicas (cf. Mt 5, 38-48) en la radicalidad oblativa cuyo
ejemplo sublime es el mismo Señor Jesús.
Por otra parte, « la
legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave, para
el que es responsable de la vida de otro, del bien común de la familia o de la
sociedad ».44 Por desgracia sucede que la necesidad de evitar que el agresor
cause daño conlleva a veces su eliminación. En esta hipótesis el resultado
mortal se ha de atribuir al mismo agresor que se ha expuesto con su acción,
incluso en el caso que no fuese moralmente responsable por falta del uso de
razón. 45
56. En este horizonte se
sitúa también el problema de la pena de muerte, respecto a la cual hay, tanto
en la Iglesia como en la sociedad civil, una tendencia progresiva a pedir una
aplicación muy limitada e, incluso, su total abolición. El problema se enmarca
en la óptica de una justicia penal que sea cada vez más conforme con la
dignidad del hombre y por tanto, en último término, con el designio de Dios
sobre el hombre y la sociedad. En efecto, la pena que la sociedad impone «
tiene como primer efecto el de compensar el desorden introducido por la falta
».46 La autoridad pública debe reparar la violación de los derechos personales
y sociales mediante la imposición al reo de una adecuada expiación del crimen,
como condición para ser readmitido al ejercicio de la propia libertad. De este
modo la autoridad alcanza también el objetivo de preservar el orden público y
la seguridad de las personas, no sin ofrecer al mismo reo un estímulo y una
ayuda para corregirse y enmendarse. 47
Es evidente que,
precisamente para conseguir todas estas finalidades, la medida y la calidad de
la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a
la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta
necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro
modo. Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la
institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente
inexistentes.
De todos modos, permanece
válido el principio indicado por el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica,
según el cual « si los medios incruentos bastan para defender las vidas humanas
contra el agresor y para proteger de él el orden público y la seguridad de las
personas, en tal caso la autoridad se limitará a emplear sólo esos medios,
porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y
son más conformes con la dignidad de la persona humana ».48
57. Si se pone tan gran
atención al respeto de toda vida, incluida la del reo y la del agresor injusto,
el mandamiento « no matarás » tiene un valor absoluto cuando se refiere a la
persona inocente. Tanto más si se trata de un ser humano débil e indefenso, que
sólo en la fuerza absoluta del mandamiento de Dios encuentra su defensa radical
frente al arbitrio y a la prepotencia ajena.
En efecto, el absoluto
carácter inviolable de la vida humana inocente es una verdad moral
explícitamente enseñada en la Sagrada Escritura, mantenida constantemente en la
Tradición de la Iglesia y propuesta de forma unánime por su Magisterio. Esta
unanimidad es fruto evidente de aquel « sentido sobrenatural de la fe » que,
suscitado y sostenido por el Espíritu Santo, preserva de error al pueblo de
Dios, cuando « muestra estar totalmente de acuerdo en cuestiones de fe y de
moral ».49
Ante la progresiva pérdida
de conciencia en los individuos y en la sociedad sobre la absoluta y grave
ilicitud moral de la eliminación directa de toda vida humana inocente,
especialmente en su inicio y en su término, el Magisterio de la Iglesia ha
intensificado sus intervenciones en defensa del carácter sagrado e inviolable
de la vida humana. Al Magisterio pontificio, especialmente insistente, se ha
unido siempre el episcopal, por medio de numerosos y amplios documentos
doctrinales y pastorales, tanto de Conferencias Episcopales como de Obispos en
particular. Tampoco ha faltado, fuerte e incisiva en su brevedad, la
intervención del Concilio Vaticano II. 50
Por tanto, con la autoridad
conferida por Cristo a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con los Obispos de
la Iglesia católica, confirmo que la eliminación directa y voluntaria de un ser
humano inocente es siempre gravemente inmoral. Esta doctrina, fundamentada en
aquella ley no escrita que cada hombre, a la luz de la razón, encuentra en el
propio corazón (cf. Rm 2, 14-15), es corroborada por la Sagrada Escritura,
transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio
ordinario y universal. 51
La decisión deliberada de
privar a un ser humano inocente de su vida es siempre mala desde el punto de
vista moral y nunca puede ser lícita ni como fin, ni como medio para un fin
bueno. En efecto, es una desobediencia grave a la ley moral, más aún, a Dios
mismo, su autor y garante; y contradice las virtudes fundamentales de la
justicia y de la caridad. « Nada ni nadie puede autorizar la muerte de un ser humano
inocente, sea feto o embrión, niño o adulto, anciano, enfermo incurable o
agonizante. Nadie además puede pedir este gesto homicida para sí mismo o para
otros confiados a su responsabilidad ni puede consentirlo explícita o
implícitamente. Ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo ni permitirlo
».52
Cada ser humano inocente es
absolutamente igual a todos los demás en el derecho a la vida. Esta igualdad es
la base de toda auténtica relación social que, para ser verdadera, debe
fundamentarse sobre la verdad y la justicia, reconociendo y tutelando a cada
hombre y a cada mujer como persona y no como una cosa de la que se puede
disponer. Ante la norma moral que prohíbe la eliminación directa de un ser
humano inocente « no hay privilegios ni excepciones para nadie. No hay ninguna
diferencia entre ser el dueño del mundo o el último de los miserables de la
tierra: ante las exigencias morales somos todos absolutamente iguales ».53
« Mi embrión tus ojos lo
veían » (Sal 139 138, 16): el delito abominable del aborto
58. Entre todos los delitos
que el hombre puede cometer contra la vida, el aborto procurado presenta
características que lo hacen particularmente grave e ignominioso. El Concilio
Vaticano II lo define, junto con el infanticidio, como « crímenes nefandos ».54
Hoy, sin embargo, la
percepción de su gravedad se ha ido debilitando progresivamente en la
conciencia de muchos. La aceptación del aborto en la mentalidad, en las
costumbres y en la misma ley es señal evidente de una peligrosísima crisis del
sentido moral, que es cada vez más incapaz de distinguir entre el bien y el
mal, incluso cuando está en juego el derecho fundamental a la vida. Ante una
situación tan grave, se requiere más que nunca el valor de mirar de frente a la
verdad y de llamar a las cosas por su nombre, sin ceder a compromisos de
conveniencia o a la tentación de autoengaño. A este propósito resuena
categórico el reproche del Profeta: « ¡Ay, los que llaman al mal bien, y al
bien mal!; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad » (Is 5, 20).
Precisamente en el caso del aborto se percibe la difusión de una terminología
ambigua, como la de « interrupción del embarazo », que tiende a ocultar su
verdadera naturaleza y a atenuar su gravedad en la opinión pública. Quizás este
mismo fenómeno lingüístico sea síntoma de un malestar de las conciencias. Pero
ninguna palabra puede cambiar la realidad de las cosas: el aborto procurado es
la eliminación deliberada y directa, como quiera que se realice, de un ser
humano en la fase inicial de su existencia, que va de la concepción al
nacimiento.
La gravedad moral del aborto
procurado se manifiesta en toda su verdad si se reconoce que se trata de un
homicidio y, en particular, si se consideran las circunstancias específicas que
lo cualifican. Quien se elimina es un ser humano que comienza a vivir, es
decir, lo más inocente en absoluto que se pueda imaginar: ¡jamás podrá ser
considerado un agresor, y menos aún un agresor injusto! Es débil, inerme, hasta
el punto de estar privado incluso de aquella mínima forma de defensa que
constituye la fuerza implorante de los gemidos y del llanto del recién nacido.
Se halla totalmente confiado a la protección y al cuidado de la mujer que lo
lleva en su seno. Sin embargo, a veces, es precisamente ella, la madre, quien
decide y pide su eliminación, e incluso la procura.
Es cierto que en muchas
ocasiones la opción del aborto tiene para la madre un carácter dramático y
doloroso, en cuanto que la decisión de deshacerse del fruto de la concepción no
se toma por razones puramente egoístas o de conveniencia, sino porque se
quisieran preservar algunos bienes importantes, como la propia salud o un nivel
de vida digno para los demás miembros de la familia. A veces se temen para el
que ha de nacer tales condiciones de existencia que hacen pensar que para él lo
mejor sería no nacer. Sin embargo, estas y otras razones semejantes, aun siendo
graves y dramáticas, jamás pueden justificar la eliminación deliberada de un
ser humano inocente.
59. En la decisión sobre la
muerte del niño aún no nacido, además de la madre, intervienen con frecuencia
otras personas. Ante todo, puede ser culpable el padre del niño, no sólo cuando
induce expresamente a la mujer al aborto, sino también cuando favorece de modo
indirecto esta decisión suya al dejarla sola ante los problemas del embarazo:
55 de esta forma se hiere mortalmente a la familia y se profana su naturaleza
de comunidad de amor y su vocación de ser « santuario de la vida ». No se
pueden olvidar las presiones que a veces provienen de un contexto más amplio de
familiares y amigos. No raramente la mujer está sometida a presiones tan
fuertes que se siente psicológicamente obligada a ceder al aborto: no hay duda
de que en este caso la responsabilidad moral afecta particularmente a quienes
directa o indirectamente la han forzado a abortar. También son responsables los
médicos y el personal sanitario cuando ponen al servicio de la muerte la
competencia adquirida para promover la vida.
Pero la responsabilidad
implica también a los legisladores que han promovido y aprobado leyes que
amparan el aborto y, en la medida en que haya dependido de ellos, los
administradores de las estructuras sanitarias utilizadas para practicar
abortos. Una responsabilidad general no menos grave afecta tanto a los que han favorecido
la difusión de una mentalidad de permisivismo sexual y de menosprecio de la
maternidad, como a quienes debieron haber asegurado —y no lo han hecho—
políticas familiares y sociales válidas en apoyo de las familias, especialmente
de las numerosas o con particulares dificultades económicas y educativas.
Finalmente, no se puede minimizar el entramado de complicidades que llega a
abarcar incluso a instituciones internacionales, fundaciones y asociaciones que
luchan sistemáticamente por la legalización y la difusión del aborto en el
mundo. En este sentido, el aborto va más allá de la responsabilidad de las
personas concretas y del daño que se les provoca, asumiendo una dimensión
fuertemente social: es una herida gravísima causada a la sociedad y a su cultura
por quienes deberían ser sus constructores y defensores. Como he escrito en mi
Carta a las Familias, « nos encontramos ante una enorme amenaza contra la vida:
no sólo la de cada individuo, sino también la de toda la civilización ».56
Estamos ante lo que puede definirse como una « estructura de pecado » contra la
vida humana aún no nacida.
60. Algunos intentan
justificar el aborto sosteniendo que el fruto de la concepción, al menos hasta
un cierto número de días, no puede ser todavía considerado una vida humana
personal. En realidad, « desde el momento en que el óvulo es fecundado, se
inaugura una nueva vida que no es la del padre ni la de la madre, sino la de un
nuevo ser humano que se desarrolla por sí mismo. Jamás llegará a ser humano si
no lo ha sido desde entonces. A esta evidencia de siempre... la genética
moderna otorga una preciosa confirmación. Muestra que desde el primer instante
se encuentra fijado el programa de lo que será ese viviente: una persona, un
individuo con sus características ya bien determinadas. Con la fecundación
inicia la aventura de una vida humana, cuyas principales capacidades requieren
un tiempo para desarrollarse y poder actuar ».57 Aunque la presencia de un alma
espiritual no puede deducirse de la observación de ningún dato experimental,
las mismas conclusiones de la ciencia sobre el embrión humano ofrecen « una
indicación preciosa para discernir racionalmente una presencia personal desde
este primer surgir de la vida humana: ¿cómo un individuo humano podría no ser
persona humana? ».58
Por lo demás, está en juego
algo tan importante que, desde el punto de vista de la obligación moral,
bastaría la sola probabilidad de encontrarse ante una persona para justificar
la más rotunda prohibición de cualquier intervención destinada a eliminar un
embrión humano. Precisamente por esto, más allá de los debates científicos y de
las mismas afirmaciones filosóficas en las que el Magisterio no se ha
comprometido expresamente, la Iglesia siempre ha enseñado, y sigue enseñando,
que al fruto de la generación humana, desde el primer momento de su existencia,
se ha de garantizar el respeto incondicional que moralmente se le debe al ser
humano en su totalidad y unidad corporal y espiritual: « El ser humano debe ser
respetado y tratado como persona desde el instante de su concepción y, por eso,
a partir de ese mismo momento se le deben reconocer los derechos de la persona,
principalmente el derecho inviolable de todo ser humano inocente a la vida ».59
61. Los textos de la Sagrada
Escritura, que nunca hablan del aborto voluntario y, por tanto, no contienen
condenas directas y específicas al respecto, presentan de tal modo al ser
humano en el seno materno, que exigen lógicamente que se extienda también a
este caso el mandamiento divino « no matarás ».
La vida humana es sagrada e
inviolable en cada momento de su existencia, también en el inicial que precede
al nacimiento. El hombre, desde el seno materno, pertenece a Dios que lo
escruta y conoce todo, que lo forma y lo plasma con sus manos, que lo ve mientras
es todavía un pequeño embrión informe y que en él entrevé el adulto de mañana,
cuyos días están contados y cuya vocación está ya escrita en el « libro de la
vida » (cf. Sal 139 138, 1. 13-16). Incluso cuando está todavía en el seno
materno, —como testimonian numerosos textos bíblicos 60— el hombre es término
personalísimo de la amorosa y paterna providencia divina.
La Tradición cristiana —como
bien señala la Declaración emitida al respecto por la Congregación para la
Doctrina de la Fe 61— es clara y unánime, desde los orígenes hasta nuestros
días, en considerar el aborto como desorden moral particularmente grave. Desde
que entró en contacto con el mundo greco-romano, en el que estaba difundida la
práctica del aborto y del infanticidio, la primera comunidad cristiana se opuso
radicalmente, con su doctrina y praxis, a las costumbres difundidas en aquella
sociedad, como bien demuestra la ya citada Didaché. 62 Entre los escritores
eclesiásticos del área griega, Atenágoras recuerda que los cristianos consideran
como homicidas a las mujeres que recurren a medicinas abortivas, porque los
niños, aun estando en el seno de la madre, son ya « objeto, por ende, de la
providencia de Dios ».63 Entre los latinos, Tertuliano afirma: « Es un
homicidio anticipado impedir el nacimiento; poco importa que se suprima el alma
ya nacida o que se la haga desaparecer en el nacimiento. Es ya un hombre aquél
que lo será ».64
A lo largo de su historia
bimilenaria, esta misma doctrina ha sido enseñada constantemente por los Padres
de la Iglesia, por sus Pastores y Doctores. Incluso las discusiones de carácter
científico y filosófico sobre el momento preciso de la infusión del alma
espiritual, nunca han provocado la mínima duda sobre la condena moral del
aborto.
62. El Magisterio pontificio
más reciente ha reafirmado con gran vigor esta doctrina común. En particular,
Pío XI en la Encíclica Casti connubii rechazó las pretendidas justificaciones
del aborto; 65 Pío XII excluyó todo aborto directo, o sea, todo acto que tienda
directamente a destruir la vida humana aún no nacida, « tanto si tal
destrucción se entiende como fin o sólo como medio para el fin »; 66 Juan XXIII
reafirmó que la vida humana es sagrada, porque « desde que aflora, ella implica
directamente la acción creadora de Dios ».67 El Concilio Vaticano II, como ya
he recordado, condenó con gran severidad el aborto: « se ha de proteger la vida
con el máximo cuidado desde la concepción; tanto el aborto como el infanticidio
son crímenes nefandos ».68
La disciplina canónica de la
Iglesia, desde los primeros siglos, ha castigado con sanciones penales a
quienes se manchaban con la culpa del aborto y esta praxis, con penas más o
menos graves, ha sido ratificada en los diversos períodos históricos. El Código
de Derecho Canónico de 1917 establecía para el aborto la pena de excomunión. 69
También la nueva legislación canónica se sitúa en esta dirección cuando
sanciona que « quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en
excomunión latae sententiae »,70 es decir, automática. La excomunión afecta a
todos los que cometen este delito conociendo la pena, incluidos también
aquellos cómplices sin cuya cooperación el delito no se hubiera producido: 71
con esta reiterada sanción, la Iglesia señala este delito como uno de los más
graves y peligrosos, alentando así a quien lo comete a buscar solícitamente el
camino de la conversión. En efecto, en la Iglesia la pena de excomunión tiene
como fin hacer plenamente conscientes de la gravedad de un cierto pecado y
favorecer, por tanto, una adecuada conversión y penitencia.
Ante semejante unanimidad en
la tradición doctrinal y disciplinar de la Iglesia, Pablo VI pudo declarar que
esta enseñanza no había cambiado y que era inmutable. 72 Por tanto, con la
autoridad que Cristo confirió a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con todos
los Obispos —que en varias ocasiones han condenado el aborto y que en la
consulta citada anteriormente, aunque dispersos por el mundo, han concordado
unánimemente sobre esta doctrina—, declaro que el aborto directo, es decir,
querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, en cuanto
eliminación deliberada de un ser humano inocente. Esta doctrina se fundamenta
en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la
Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal. 73
Ninguna circunstancia,
ninguna finalidad, ninguna ley del mundo podrá jamás hacer lícito un acto que
es intrínsecamente ilícito, por ser contrario a la Ley de Dios, escrita en el
corazón de cada hombre, reconocible por la misma razón, y proclamada por la
Iglesia.
63. La valoración moral del
aborto se debe aplicar también a las recientes formas de intervención sobre los
embriones humanos que, aun buscando fines en sí mismos legítimos, comportan
inevitablemente su destrucción. Es el caso de los experimentos con embriones,
en creciente expansión en el campo de la investigación biomédica y legalmente
admitida por algunos Estados. Si « son lícitas las intervenciones sobre el
embrión humano siempre que respeten la vida y la integridad del embrión, que no
lo expongan a riesgos desproporcionados, que tengan como fin su curación, la
mejora de sus condiciones de salud o su supervivencia individual »,74 se debe
afirmar, sin embargo, que el uso de embriones o fetos humanos como objeto de
experimentación constituye un delito en consideración a su dignidad de seres
humanos, que tienen derecho al mismo respeto debido al niño ya nacido y a toda
persona. 75
La misma condena moral
concierne también al procedimiento que utiliza los embriones y fetos humanos
todavía vivos —a veces « producidos » expresamente para este fin mediante la
fecundación in vitro— sea como « material biológico » para ser utilizado, sea
como abastecedores de órganos o tejidos para trasplantar en el tratamiento de
algunas enfermedades. En verdad, la eliminación de criaturas humanas inocentes,
aun cuando beneficie a otras, constituye un acto absolutamente inaceptable.
Una atención especial merece
la valoración moral de las técnicas de diagnóstico prenatal, que permiten
identificar precozmente eventuales anomalías del niño por nacer. En efecto, por
la complejidad de estas técnicas, esta valoración debe hacerse muy cuidadosa y
articuladamente. Estas técnicas son moralmente lícitas cuando están exentas de
riesgos desproporcionados para el niño o la madre, y están orientadas a
posibilitar una terapia precoz o también a favorecer una serena y consciente
aceptación del niño por nacer. Pero, dado que las posibilidades de curación
antes del nacimiento son hoy todavía escasas, sucede no pocas veces que estas
técnicas se ponen al servicio de una mentalidad eugenésica, que acepta el
aborto selectivo para impedir el nacimiento de niños afectados por varios tipos
de anomalías. Semejante mentalidad es ignominiosa y totalmente reprobable,
porque pretende medir el valor de una vida humana siguiendo sólo parámetros de
« normalidad » y de bienestar físico, abriendo así el camino a la legitimación
incluso del infanticidio y de la eutanasia.
En realidad, precisamente el
valor y la serenidad con que tantos hermanos nuestros, afectados por graves
formas de minusvalidez, viven su existencia cuando son aceptados y amados por
nosotros, constituyen un testimonio particularmente eficaz de los auténticos
valores que caracterizan la vida y que la hacen, incluso en condiciones
difíciles, preciosa para sí y para los demás. La Iglesia está cercana a
aquellos esposos que, con gran ansia y sufrimiento, acogen a sus hijos
gravemente afectados de incapacidades, así como agradece a todas las familias
que, por medio de la adopción, amparan a quienes han sido abandonados por sus
padres, debido a formas de minusvalidez o enfermedades.
« Yo doy la muerte y doy la
vida » (Dt 32, 39): el drama de la eutanasia
64. En el otro extremo de la
existencia, el hombre se encuentra ante el misterio de la muerte. Hoy, debido a
los progresos de la medicina y en un contexto cultural con frecuencia cerrado a
la trascendencia, la experiencia de la muerte se presenta con algunas
características nuevas. En efecto, cuando prevalece la tendencia a apreciar la
vida sólo en la medida en que da placer y bienestar, el sufrimiento aparece
como una amenaza insoportable, de la que es preciso librarse a toda costa. La
muerte, considerada « absurda » cuando interrumpe por sorpresa una vida todavía
abierta a un futuro rico de posibles experiencias interesantes, se convierte
por el contrario en una « liberación reivindicada » cuando se considera que la
existencia carece ya de sentido por estar sumergida en el dolor e inexorablemente
condenada a un sufrimiento posterior más agudo.
Además, el hombre,
rechazando u olvidando su relación fundamental con Dios, cree ser criterio y
norma de sí mismo y piensa tener el derecho de pedir incluso a la sociedad que
le garantice posibilidades y modos de decidir sobre la propia vida en plena y
total autonomía. Es particularmente el hombre que vive en países desarrollados
quien se comporta así: se siente también movido a ello por los continuos
progresos de la medicina y por sus técnicas cada vez más avanzadas. Mediante
sistemas y aparatos extremadamente sofisticados, la ciencia y la práctica
médica son hoy capaces no sólo de resolver casos antes sin solución y de
mitigar o eliminar el dolor, sino también de sostener y prolongar la vida
incluso en situaciones de extrema debilidad, de reanimar artificialmente a
personas que perdieron de modo repentino sus funciones biológicas elementales,
de intervenir para disponer de órganos para trasplantes.
En semejante contexto es
cada vez más fuerte la tentación de la eutanasia, esto es, adueñarse de la
muerte, procurándola de modo anticipado y poniendo así fin « dulcemente » a la
propia vida o a la de otros. En realidad, lo que podría parecer lógico y
humano, al considerarlo en profundidad se presenta absurdo e inhumano. Estamos
aquí ante uno de los síntomas más alarmantes de la « cultura de la muerte »,
que avanza sobre todo en las sociedades del bienestar, caracterizadas por una
mentalidad eficientista que presenta el creciente número de personas ancianas y
debilitadas como algo demasiado gravoso e insoportable. Muy a menudo, éstas se
ven aisladas por la familia y la sociedad, organizadas casi exclusivamente
sobre la base de criterios de eficiencia productiva, según los cuales una vida
irremediablemente inhábil no tiene ya valor alguno.
65. Para un correcto juicio
moral sobre la eutanasia, es necesario ante todo definirla con claridad. Por
eutanasia en sentido verdadero y propio se debe entender una acción o una
omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte, con el fin de
eliminar cualquier dolor. « La eutanasia se sitúa, pues, en el nivel de las
intenciones o de los métodos usados ».76
De ella debe distinguirse la
decisión de renunciar al llamado « ensañamiento terapéutico », o sea, ciertas
intervenciones médicas ya no adecuadas a la situación real del enfermo, por ser
desproporcionadas a los resultados que se podrían esperar o, bien, por ser
demasiado gravosas para él o su familia. En estas situaciones, cuando la muerte
se prevé inminente e inevitable, se puede en conciencia « renunciar a unos
tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de
la existencia, sin interrumpir sin embargo las curas normales debidas al
enfermo en casos similares ».77 Ciertamente existe la obligación moral de
curarse y hacerse curar, pero esta obligación se debe valorar según las
situaciones concretas; es decir, hay que examinar si los medios terapéuticos a
disposición son objetivamente proporcionados a las perspectivas de mejoría. La
renuncia a medios extraordinarios o desproporcionados no equivale al suicidio o
a la eutanasia; expresa más bien la aceptación de la condición humana ante al
muerte. 78
En la medicina moderna van
teniendo auge los llamados « cuidados paliativos », destinados a hacer más
soportable el sufrimiento en la fase final de la enfermedad y, al mismo tiempo,
asegurar al paciente un acompañamiento humano adecuado. En este contexto
aparece, entre otros, el problema de la licitud del recurso a los diversos
tipos de analgésicos y sedantes para aliviar el dolor del enfermo, cuando esto
comporta el riesgo de acortarle la vida. En efecto, si puede ser digno de
elogio quien acepta voluntariamente sufrir renunciando a tratamientos contra el
dolor para conservar la plena lucidez y participar, si es creyente, de manera
consciente en la pasión del Señor, tal comportamiento « heroico » no debe
considerarse obligatorio para todos. Ya Pío XII afirmó que es lícito suprimir
el dolor por medio de narcóticos, a pesar de tener como consecuencia limitar la
conciencia y abreviar la vida, « si no hay otros medios y si, en tales
circunstancias, ello no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y
morales ».79 En efecto, en este caso no se quiere ni se busca la muerte, aunque
por motivos razonables se corra ese riesgo. Simplemente se pretende mitigar el
dolor de manera eficaz, recurriendo a los analgésicos puestos a disposición por
la medicina. Sin embargo, « no es lícito privar al moribundo de la conciencia
propia sin grave motivo »: 80 acercándose a la muerte, los hombres deben estar
en condiciones de poder cumplir sus obligaciones morales y familiares y, sobre
todo, deben poderse preparar con plena conciencia al encuentro definitivo con
Dios.
Hechas estas distinciones,
de acuerdo con el Magisterio de mis Predecesores 81 y en comunión con los
Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eutanasia es una grave
violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente
inaceptable de una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley
natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la
Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal. 82
Semejante práctica conlleva,
según las circunstancias, la malicia propia del suicidio o del homicidio.
66. Ahora bien, el suicidio
es siempre moralmente inaceptable, al igual que el homicidio. La tradición de
la Iglesia siempre lo ha rechazado como decisión gravemente mala. 83 Aunque
determinados condicionamientos psicológicos, culturales y sociales puedan
llevar a realizar un gesto que contradice tan radicalmente la inclinación
innata de cada uno a la vida, atenuando o anulando la responsabilidad
subjetiva, el suicidio, bajo el punto de vista objetivo, es un acto gravemente
inmoral, porque comporta el rechazo del amor a sí mismo y la renuncia a los
deberes de justicia y de caridad para con el prójimo, para con las distintas
comunidades de las que se forma parte y para la sociedad en general. 84 En su
realidad más profunda, constituye un rechazo de la soberanía absoluta de Dios
sobre la vida y sobre la muerte, proclamada así en la oración del antiguo sabio
de Israel: « Tú tienes el poder sobre la vida y sobre la muerte, haces bajar a
las puertas del Hades y de allí subir » (Sb 16, 13; cf. Tb 13, 2).
Compartir la intención
suicida de otro y ayudarle a realizarla mediante el llamado « suicidio asistido
» significa hacerse colaborador, y algunas veces autor en primera persona, de
una injusticia que nunca tiene justificación, ni siquiera cuando es solicitada.
« No es lícito —escribe con sorprendente actualidad san Agustín— matar a otro,
aunque éste lo pida y lo quiera y no pueda ya vivir... para librar, con un
golpe, el alma de aquellos dolores, que luchaba con las ligaduras del cuerpo y
quería desasirse ».85 La eutanasia, aunque no esté motivada por el rechazo
egoísta de hacerse cargo de la existencia del que sufre, debe considerarse como
una falsa piedad, más aún, como una preocupante « perversión » de la misma. En
efecto, la verdadera « compasión » hace solidarios con el dolor de los demás, y
no elimina a la persona cuyo sufrimiento no se puede soportar. El gesto de la
eutanasia aparece aún más perverso si es realizado por quienes —como los
familiares— deberían asistir con paciencia y amor a su allegado, o por cuantos
—como los médicos—, por su profesión específica, deberían cuidar al enfermo
incluso en las condiciones terminales más penosas.
La opción de la eutanasia es
más grave cuando se configura como un homicidio que otros practican en una
persona que no la pidió de ningún modo y que nunca dio su consentimiento. Se
llega además al colmo del arbitrio y de la injusticia cuando algunos, médicos o
legisladores, se arrogan el poder de decidir sobre quién debe vivir o morir.
Así, se presenta de nuevo la tentación del Edén: ser como Dios « conocedores
del bien y del mal » (Gn 3, 5). Sin embargo, sólo Dios tiene el poder sobre el
morir y el vivir: « Yo doy la muerte y doy la vida » (Dt 32, 39; cf. 2 R 5, 7;
1 S 2, 6). El ejerce su poder siempre y sólo según su designio de sabiduría y
de amor. Cuando el hombre usurpa este poder, dominado por una lógica de necedad
y de egoísmo, lo usa fatalmente para la injusticia y la muerte. De este modo,
la vida del más débil queda en manos del más fuerte; se pierde el sentido de la
justicia en la sociedad y se mina en su misma raíz la confianza recíproca,
fundamento de toda relación auténtica entre las personas.
67. Bien diverso es, en
cambio, el camino del amor y de la verdadera piedad, al que nos obliga nuestra
común condición humana y que la fe en Cristo Redentor, muerto y resucitado,
ilumina con nuevo sentido. El deseo que brota del corazón del hombre ante el
supremo encuentro con el sufrimiento y la muerte, especialmente cuando siente
la tentación de caer en la desesperación y casi de abatirse en ella, es sobre
todo aspiración de compañía, de solidaridad y de apoyo en la prueba. Es
petición de ayuda para seguir esperando, cuando todas las esperanzas humanas se
desvanecen. Como recuerda el Concilio Vaticano II, « ante la muerte, el enigma
de la condición humana alcanza su culmen » para el hombre; y sin embargo «
juzga certeramente por instinto de su corazón cuando aborrece y rechaza la
ruina total y la desaparición definitiva de su persona. La semilla de eternidad
que lleva en sí, al ser irreductible a la sola materia, se rebela contra la
muerte ».86
Esta repugnancia natural a
la muerte es iluminada por la fe cristiana y este germen de esperanza en la
inmortalidad alcanza su realización por la misma fe, que promete y ofrece la
participación en la victoria de Cristo Resucitado: es la victoria de Aquél que,
mediante su muerte redentora, ha liberado al hombre de la muerte, « salario del
pecado » (Rm 6, 23), y le ha dado el Espíritu, prenda de resurrección y de vida
(cf. Rm 8, 11). La certeza de la inmortalidad futura y la esperanza en la
resurrección prometida proyectan una nueva luz sobre el misterio del
sufrimiento y de la muerte, e infunden en el creyente una fuerza extraordinaria
para abandonarse al plan de Dios.
El apóstol Pablo expresó
esta novedad como una pertenencia total al Señor que abarca cualquier condición
humana: « Ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para
sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos.
Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos » (Rm 14, 7-8). Morir para el
Señor significa vivir la propia muerte como acto supremo de obediencia al Padre
(cf. Flp 2, 8), aceptando encontrarla en la « hora » querida y escogida por El
(cf. Jn 13, 1), que es el único que puede decir cuándo el camino terreno se ha
concluido. Vivir para el Señor significa también reconocer que el sufrimiento,
aun siendo en sí mismo un mal y una prueba, puede siempre llegar a ser fuente
de bien. Llega a serlo si se vive con amor y por amor, participando, por don
gratuito de Dios y por libre decisión personal, en el sufrimiento mismo de
Cristo crucificado. De este modo, quien vive su sufrimiento en el Señor se
configura más plenamente a El (cf. Flp 3, 10; 1 P 2, 21) y se asocia más
íntimamente a su obra redentora en favor de la Iglesia y de la humanidad. 87
Esta es la experiencia del Apóstol, que toda persona que sufre está también
llamada a revivir: « Me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros,
y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de
su Cuerpo, que es la Iglesia » (Col 1, 24).
« Hay que obedecer a Dios
antes que a los hombres » (Hch 5, 29): ley civil y ley moral
68. Una de las
características propias de los atentados actuales contra la vida humana —como
ya se ha dicho— consiste en la tendencia a exigir su legitimación jurídica,
como si fuesen derechos que el Estado, al menos en ciertas condiciones, debe
reconocer a los ciudadanos y, por consiguiente, la tendencia a pretender su
realización con la asistencia segura y gratuita de médicos y agentes
sanitarios.
No pocas veces se considera
que la vida de quien aún no ha nacido o está gravemente debilitado es un bien
sólo relativo: según una lógica proporcionalista o de puro cálculo, deberá ser
cotejada y sopesada con otros bienes. Y se piensa también que solamente quien
se encuentra en esa situación concreta y está personalmente afectado puede
hacer una ponderación justa de los bienes en juego; en consecuencia, sólo él
podría juzgar la moralidad de su decisión. El Estado, por tanto, en interés de
la convivencia civil y de la armonía social, debería respetar esta decisión,
llegando incluso a admitir el aborto y la eutanasia.
Otras veces se cree que la
ley civil no puede exigir que todos los ciudadanos vivan de acuerdo con un
nivel de moralidad más elevado que el que ellos mismos aceptan y comparten. Por
esto, la ley debería siempre manifestar la opinión y la voluntad de la mayoría
de los ciudadanos y reconcerles también, al menos en ciertos casos extremos, el
derecho al aborto y a la eutanasia. Por otra parte, la prohibición y el castigo
del aborto y de la eutanasia en estos casos llevaría inevitablemente —así se
dice— a un aumento de prácticas ilegales, que, sin embargo, no estarían sujetas
al necesario control social y se efectuarían sin la debida seguridad médica. Se
plantea, además, si sostener una ley no aplicable concretamente no
significaría, al final, minar también la autoridad de las demás leyes.
Finalmente, las opiniones
más radicales llegan a sostener que, en una sociedad moderna y pluralista, se
debería reconocer a cada persona una plena autonomía para disponer de su propia
vida y de la vida de quien aún no ha nacido. En efecto, no correspondería a la
ley elegir entre las diversas opciones morales y, menos aún, pretender imponer
una opción particular en detrimento de las demás.
69. De todos modos, en la
cultura democrática de nuestro tiempo se ha difundido ampliamente la opinión de
que el ordenamiento jurídico de una sociedad debería limitarse a percibir y
asumir las convicciones de la mayoría y, por tanto, basarse sólo sobre lo que
la mayoría misma reconoce y vive como moral. Si además se considera incluso que
una verdad común y objetiva es inaccesible de hecho, el respeto de la libertad
de los ciudadanos —que en un régimen democrático son considerados como los
verdaderos soberanos— exigiría que, a nivel legislativo, se reconozca la
autonomía de cada conciencia individual y que, por tanto, al establecer las
normas que en cada caso son necesarias para la convivencia social, éstas se
adecuen exclusivamente a la voluntad de la mayoría, cualquiera que sea. De este
modo, todo político, en su actividad, debería distinguir netamente entre el
ámbito de la conciencia privada y el del comportamiento público.
Por consiguiente, se
perciben dos tendencias diametralmente opuestas en apariencia. Por un lado, los
individuos reivindican para sí la autonomía moral más completa de elección y
piden que el Estado no asuma ni imponga ninguna concepción ética, sino que
trate de garantizar el espacio más amplio posible para la libertad de cada uno,
con el único límite externo de no restringir el espacio de autonomía al que los
demás ciudadanos también tienen derecho. Por otro lado, se considera que, en el
ejercicio de las funciones públicas y profesionales, el respeto de la libertad
de elección de los demás obliga a cada uno a prescindir de sus propias
convicciones para ponerse al servicio de cualquier petición de los ciudadanos,
que las leyes reconocen y tutelan, aceptando como único criterio moral para el
ejercicio de las propias funciones lo establecido por las mismas leyes. De este
modo, la responsabilidad de la persona se delega a la ley civil, abdicando de
la propia conciencia moral al menos en el ámbito de la acción pública.
70. La raíz común de todas
estas tendencias es el relativismo ético que caracteriza muchos aspectos de la
cultura contemporánea. No falta quien considera este relativismo como una
condición de la democracia, ya que sólo él garantizaría la tolerancia, el
respeto recíproco entre las personas y la adhesión a las decisiones de la
mayoría, mientras que las normas morales, consideradas objetivas y vinculantes,
llevarían al autoritarismo y a la intolerancia.
Sin embargo, es precisamente
la problemática del respeto de la vida la que muestra los equívocos y
contradicciones, con sus terribles resultados prácticos, que se encubren en
esta postura.
Es cierto que en la historia
ha habido casos en los que se han cometido crímenes en nombre de la « verdad ».
Pero crímenes no menos graves y radicales negaciones de la libertad se han
cometido y se siguen cometiendo también en nombre del « relativismo ético ».
Cuando una mayoría parlamentaria o social decreta la legitimidad de la eliminación
de la vida humana aún no nacida, inclusive con ciertas condiciones, ¿acaso no
adopta una decisión « tiránica » respecto al ser humano más débil e indefenso?
La conciencia universal reacciona justamente ante los crímenes contra la
humanidad, de los que nuestro siglo ha tenido tristes experiencias. ¿Acaso
estos crímenes dejarían de serlo si, en vez de haber sido cometidos por tiranos
sin escrúpulo, hubieran estado legitimados por el consenso popular?
En realidad, la democracia
no puede mitificarse convirtiéndola en un sustitutivo de la moralidad o en una
panacea de la inmoralidad. Fundamentalmente, es un « ordenamiento » y, como
tal, un instrumento y no un fin. Su carácter « moral » no es automático, sino
que depende de su conformidad con la ley moral a la que, como cualquier otro
comportamiento humano, debe someterse; esto es, depende de la moralidad de los
fines que persigue y de los medios de que se sirve. Si hoy se percibe un
consenso casi universal sobre el valor de la democracia, esto se considera un
positivo « signo de los tiempos », como también el Magisterio de la Iglesia ha
puesto de relieve varias veces. 88 Pero el valor de la democracia se mantiene o
cae con los valores que encarna y promueve: fundamentales e imprescindibles son
ciertamente la dignidad de cada persona humana, el respeto de sus derechos
inviolables e inalienables, así como considerar el « bien común » como fin y
criterio regulador de la vida política.
En la base de estos valores
no pueden estar provisionales y volubles « mayorías » de opinión, sino sólo el
reconocimiento de una ley moral objetiva que, en cuanto « ley natural »
inscrita en el corazón del hombre, es punto de referencia normativa de la misma
ley civil. Si, por una trágica ofuscación de la conciencia colectiva, el escepticismo
llegara a poner en duda hasta los principios fundamentales de la ley moral, el
mismo ordenamiento democrático se tambalearía en sus fundamentos, reduciéndose
a un puro mecanismo de regulación empírica de intereses diversos y
contrapuestos. 89
Alguien podría pensar que
semejante función, a falta de algo mejor, es también válida para los fines de
la paz social. Aun reconociendo un cierto aspecto de verdad en esta valoración,
es difícil no ver cómo, sin una base moral objetiva, ni siquiera la democracia
puede asegurar una paz estable, tanto más que la paz no fundamentada sobre los
valores de la dignidad humana y de la solidaridad entre todos los hombres, es a
menudo ilusoria. En efecto, en los mismos regímenes participativos la
regulación de los intereses se produce con frecuencia en beneficio de los más
fuertes, que tienen mayor capacidad para maniobrar no sólo las palancas del
poder, sino incluso la formación del consenso. En un situación así, la
democracia se convierte fácilmente en una palabra vacía.
71. Para el futuro de la
sociedad y el desarrollo de una sana democracia, urge pues descubrir de nuevo
la existencia de valores humanos y morales esenciales y originarios, que
derivan de la verdad misma del ser humano y expresan y tutelan la dignidad de
la persona. Son valores, por tanto, que ningún individuo, ninguna mayoría y
ningún Estado nunca pueden crear, modificar o destruir, sino que deben sólo
reconocer, respetar y promover.
En este sentido, es
necesario tener en cuenta los elementos fundamentales del conjunto de las
relaciones entre ley civil y ley moral, tal como son propuestos por la Iglesia,
pero que forman parte también del patrimonio de las grandes tradiciones
jurídicas de la humanidad.
Ciertamente, el cometido de
la ley civil es diverso y de ámbito más limitado que el de la ley moral. Sin
embargo, « en ningún ámbito de la vida la ley civil puede sustituir a la
conciencia ni dictar normas que excedan la propia competencia »,90 que es la de
asegurar el bien común de las personas, mediante el reconocimiento y la defensa
de sus derechos fundamentales, la promoción de la paz y de la moralidad
pública. 91 En efecto, la función de la ley civil consiste en garantizar una
ordenada convivencia social en la verdadera justicia, para que todos « podamos
vivir una vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad » (1 Tm 2, 2).
Precisamente por esto, la ley civil debe asegurar a todos los miembros de la
sociedad el respeto de algunos derechos fundamentales, que pertenecen
originariamente a la persona y que toda ley positiva debe reconocer y
garantizar. Entre ellos el primero y fundamental es el derecho inviolable de
cada ser humano inocente a la vida. Si la autoridad pública puede, a veces,
renunciar a reprimir aquello que provocaría, de estar prohibido, un daño más
grave, 92 sin embargo, nunca puede aceptar legitimar, como derecho de los
individuos —aunque éstos fueran la mayoría de los miembros de la sociedad—, la
ofensa infligida a otras personas mediante la negación de un derecho suyo tan
fundamental como el de la vida. La tolerancia legal del aborto o de la
eutanasia no puede de ningún modo invocar el respeto de la conciencia de los
demás, precisamente porque la sociedad tiene el derecho y el deber de
protegerse de los abusos que se pueden dar en nombre de la conciencia y bajo el
pretexto de la libertad. 93
A este propósito, Juan XXIII
recordó en la Encíclica Pacem in terris: « En la época moderna se considera
realizado el bien común cuando se han salvado los derechos y los deberes de la
persona humana. De ahí que los deberes fundamentales de los poderes públicos
consisten sobre todo en reconocer, respetar, armonizar, tutelar y promover
aquellos derechos, y en contribuir por consiguiente a hacer más fácil el
cumplimiento de los respectivos deberes. "Tutelar el intangible campo de
los derechos de la persona humana y hacer fácil el cumplimiento de sus
obligaciones, tal es el deber esencial de los poderes públicos". Por esta
razón, aquellos magistrados que no reconozcan los derechos del hombre o los atropellen,
no sólo faltan ellos mismos a su deber, sino que carece de obligatoriedad lo
que ellos prescriban ».94
72. En continuidad con toda
la tradición de la Iglesia se encuentra también la doctrina sobre la necesaria
conformidad de la ley civil con la ley moral, tal y como se recoge, una vez
más, en la citada encíclica de Juan XXIII: « La autoridad es postulada por el
orden moral y deriva de Dios. Por lo tanto, si las leyes o preceptos de los
gobernantes estuvieran en contradicción con aquel orden y, consiguientemente,
en contradicción con la voluntad de Dios, no tendrían fuerza para obligar en
conciencia...; más aún, en tal caso, la autoridad dejaría de ser tal y
degeneraría en abuso ».95 Esta es una clara enseñanza de santo Tomás de Aquino,
que entre otras cosas escribe: « La ley humana es tal en cuanto está conforme
con la recta razón y, por tanto, deriva de la ley eterna. En cambio, cuando una
ley está en contraste con la razón, se la denomina ley inicua; sin embargo, en
este caso deja de ser ley y se convierte más bien en un acto de violencia ».96
Y añade: « Toda ley puesta por los hombres tiene razón de ley en cuanto deriva
de la ley natural. Por el contrario, si contradice en cualquier cosa a la ley
natural, entonces no será ley sino corrupción de la ley ».97
La primera y más inmediata
aplicación de esta doctrina hace referencia a la ley humana que niega el
derecho fundamental y originario a la vida, derecho propio de todo hombre. Así,
las leyes que, como el aborto y la eutanasia, legitiman la eliminación directa
de seres humanos inocentes están en total e insuperable contradicción con el
derecho inviolable a la vida inherente a todos los hombres, y niegan, por
tanto, la igualdad de todos ante la ley. Se podría objetar que éste no es el
caso de la eutanasia, cuando es pedida por el sujeto interesado con plena
conciencia. Pero un Estado que legitimase una petición de este tipo y
autorizase a llevarla a cabo, estaría legalizando un caso de
suicidio-homicidio, contra los principios fundamentales de que no se puede
disponer de la vida y de la tutela de toda vida inocente. De este modo se
favorece una disminución del respeto a la vida y se abre camino a
comportamientos destructivos de la confianza en las relaciones sociales.
Por tanto, las leyes que
autorizan y favorecen el aborto y la eutanasia se oponen radicalmente no sólo
al bien del individuo, sino también al bien común y, por consiguiente, están
privadas totalmente de auténtica validez jurídica. En efecto, la negación del
derecho a la vida, precisamente porque lleva a eliminar la persona en cuyo
servicio tiene la sociedad su razón de existir, es lo que se contrapone más
directa e irreparablemente a la posibilidad de realizar el bien común. De esto
se sigue que, cuando una ley civil legitima el aborto o la eutanasia deja de
ser, por ello mismo, una verdadera ley civil moralmente vinculante.
73. Así pues, el aborto y la
eutanasia son crímenes que ninguna ley humana puede pretender legitimar. Leyes
de este tipo no sólo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por
el contrario, establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas
mediante la objeción de conciencia. Desde los orígenes de la Iglesia, la
predicación apostólica inculcó a los cristianos el deber de obedecer a las
autoridades públicas legítimamente constituidas (cf. Rm 13, 1-7, 1 P 2, 13-14),
pero al mismo tiempo enseñó firmemente que « hay que obedecer a Dios antes que
a los hombres » (Hch 5, 29). Ya en el Antiguo Testamento, precisamente en
relación a las amenazas contra la vida, encontramos un ejemplo significativo de
resistencia a la orden injusta de la autoridad. Las comadronas de los hebreos
se opusieron al faraón, que había ordenado matar a todo recién nacido varón.
Ellas « no hicieron lo que les había mandado el rey de Egipto, sino que dejaban
con vida a los niños » (Ex 1, 17). Pero es necesario señalar el motivo profundo
de su comportamiento: « Las parteras temían a Dios » (ivi). Es precisamente de
la obediencia a Dios —a quien sólo se debe aquel temor que es reconocimiento de
su absoluta soberanía— de donde nacen la fuerza y el valor para resistir a las
leyes injustas de los hombres. Es la fuerza y el valor de quien está dispuesto
incluso a ir a prisión o a morir a espada, en la certeza de que « aquí se
requiere la paciencia y la fe de los santos » (Ap 13, 10).
En el caso pues de una ley
intrínsecamente injusta, como es la que admite el aborto o la eutanasia, nunca
es lícito someterse a ella, « ni participar en una campaña de opinión a favor
de una ley semejante, ni darle el sufragio del propio voto ».98
Un problema concreto de
conciencia podría darse en los casos en que un voto parlamentario resultase
determinante para favorecer una ley más restrictiva, es decir, dirigida a
restringir el número de abortos autorizados, como alternativa a otra ley más
permisiva ya en vigor o en fase de votación. No son raros semejantes casos. En
efecto, se constata el dato de que mientras en algunas partes del mundo
continúan las campañas para la introducción de leyes a favor del aborto,
apoyadas no pocas veces por poderosos organismos internacionales, en otras
Naciones —particularmente aquéllas que han tenido ya la experiencia amarga de
tales legislaciones permisivas— van apareciendo señales de revisión. En el caso
expuesto, cuando no sea posible evitar o abrogar completamente una ley
abortista, un parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto sea
clara y notoria a todos, puede lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas
encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos
negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública. En efecto,
obrando de este modo no se presta una colaboración ilícita a una ley injusta;
antes bien se realiza un intento legítimo y obligado de limitar sus aspectos
inicuos.
74. La introducción de
legislaciones injustas pone con frecuencia a los hombres moralmente rectos ante
difíciles problemas de conciencia en materia de colaboración, debido a la
obligatoria afirmación del propio derecho a no ser forzados a participar en acciones
moralmente malas. A veces las opciones que se imponen son dolorosas y pueden
exigir el sacrificio de posiciones profesionales consolidadas o la renuncia a
perspectivas legítimas de avance en la carrera. En otros casos, puede suceder
que el cumplimiento de algunas acciones en sí mismas indiferentes, o incluso
positivas, previstas en el articulado de legislaciones globalmente injustas,
permita la salvaguarda de vidas humanas amenazadas. Por otra parte, sin
embargo, se puede temer justamente que la disponibilidad a cumplir tales
acciones no sólo conlleve escándalo y favorezca el debilitamiento de la
necesaria oposición a los atentados contra la vida, sino que lleve
insensiblemente a ir cediendo cada vez más a una lógica permisiva.
Para iluminar esta difícil
cuestión moral es necesario tener en cuenta los principios generales sobre la
cooperación en acciones moralmente malas. Los cristianos, como todos los
hombres de buena voluntad, están llamados, por un grave deber de conciencia, a
no prestar su colaboración formal a aquellas prácticas que, aun permitidas por
la legislación civil, se oponen a la Ley de Dios. En efecto, desde el punto de
vista moral, nunca es lícito cooperar formalmente en el mal. Esta cooperación
se produce cuando la acción realizada, o por su misma naturaleza o por la
configuración que asume en un contexto concreto, se califica como colaboración
directa en un acto contra la vida humana inocente o como participación en la
intención inmoral del agente principal. Esta cooperación nunca puede justificarse
invocando el respeto de la libertad de los demás, ni apoyarse en el hecho de
que la ley civil la prevea y exija. En efecto, los actos que cada uno realiza
personalmente tienen una responsabilidad moral, a la que nadie puede nunca
substraerse y sobre la cual cada uno será juzgado por Dios mismo (cf. Rm 2, 6;
14, 12).
El rechazo a participar en
la ejecución de una injusticia no sólo es un deber moral, sino también un
derecho humano fundamental. Si no fuera así, se obligaría a la persona humana a
realizar una acción intrínsecamente incompatible con su dignidad y, de este
modo, su misma libertad, cuyo sentido y fin auténticos residen en su
orientación a la verdad y al bien, quedaría radicalmente comprometida. Se
trata, por tanto, de un derecho esencial que, como tal, debería estar previsto
y protegido por la misma ley civil. En este sentido, la posibilidad de rechazar
la participación en la fase consultiva, preparatoria y ejecutiva de semejantes
actos contra la vida debería asegurarse a los médicos, a los agentes sanitarios
y a los responsables de las instituciones hospitalarias, de las clínicas y
casas de salud. Quien recurre a la objeción de conciencia debe estar a salvo no
sólo de sanciones penales, sino también de cualquier daño en el plano legal,
disciplinar, económico y profesional.
« Amarás a tu prójimo como a
ti mismo » (Lc 10, 27): « promueve » la vida
75. Los mandamientos de Dios
nos enseñan el camino de la vida. Los preceptos morales negativos, es decir,
los que declaran moralmente inaceptable la elección de una determinada acción,
tienen un valor absoluto para la libertad humana: obligan siempre y en toda
circunstancia, sin excepción. Indican que la elección de determinados
comportamientos es radicalmente incompatible con el amor a Dios y la dignidad
de la persona, creada a su imagen. Por eso, esta elección no puede justificarse
por la bondad de ninguna intención o consecuencia, está en contraste insalvable
con la comunión entre las personas, contradice la decisión fundamental de orientar
la propia vida a Dios. 99
Ya en este sentido los
preceptos morales negativos tienen una importantísima función positiva: el « no
» que exigen incondicionalmente marca el límite infranqueable más allá del cual
el hombre libre no puede pasar y, al mismo tiempo, indica el mínimo que debe
respetar y del que debe partir para pronunciar innumerables « sí », capaces de
abarcar progresivamente el horizonte completo del bien (cf. Mt 5, 48). Los
mandamientos, en particular los preceptos morales negativos, son el inicio y la
primera etapa necesaria del camino hacia la libertad: « La primera libertad
—escribe san Agustín— es no tener delitos... como homicidio, adulterio, alguna
inmundicia de fornicación, hurto, fraude, sacrilegio y otros parecidos. Cuando
el hombre empieza a no tener tales delitos (el cristiano no debe tenerlos),
comienza a levantar la cabeza hacia la libertad; pero ésta es una libertad
incoada, no es perfecta ».100
76. El mandamiento « no
matarás » establece, por tanto, el punto de partida de un camino de verdadera
libertad, que nos lleva a promover activamente la vida y a desarrollar
determinadas actitudes y comportamientos a su servicio. Obrando así,
ejercitamos nuestra responsabilidad hacia las personas que nos han sido
confiadas y manifestamos, con las obras y según la verdad, nuestro
reconocimiento a Dios por el gran don de la vida (cf. Sal 139 138, 13-14).
El Creador ha confiado la
vida del hombre a su cuidado responsable, no para que disponga de ella de modo
arbitrario, sino para que la custodie con sabiduría y la administre con amorosa
fidelidad. El Dios de la Alianza ha confiado la vida de cada hombre a otro
hombre hermano suyo, según la ley de la reciprocidad del dar y del recibir, del
don de sí mismo y de la acogida del otro. En la plenitud de los tiempos, el
Hijo de Dios, encarnándose y dando su vida por el hombre, ha demostrado a qué
altura y profundidad puede llegar esta ley de la reciprocidad. Cristo, con el
don de su Espíritu, da contenidos y significados nuevos a la ley de la reciprocidad,
a la entrega del hombre al hombre. El Espíritu, que es artífice de comunión en
el amor, crea entre los hombres una nueva fraternidad y solidaridad, reflejo
verdadero del misterio de recíproca entrega y acogida propio de la Santísima
Trinidad. El mismo Espíritu llega a ser la ley nueva, que da la fuerza a los
creyentes y apela a su responsabilidad para vivir con reciprocidad el don de sí
mismos y la acogida del otro, participando del amor mismo de Jesucristo según
su medida.
77. En esta ley nueva se
inspira y plasma el mandamiento « no matarás ». Por tanto, para el cristiano
implica en definitiva el imperativo de respetar, amar y promover la vida de
cada hermano, según las exigencias y las dimensiones del amor de Dios en
Jesucristo. « El dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida
por los hermanos » (1 Jn 3, 16).
El mandamiento « no matarás
», incluso en sus contenidos más positivos de respeto, amor y promoción de la
vida humana, obliga a todo hombre. En efecto, resuena en la conciencia moral de
cada uno como un eco permanente de la alianza original de Dios creador con el
hombre; puede ser conocido por todos a la luz de la razón y puede ser observado
gracias a la acción misteriosa del Espíritu que, soplando donde quiere (cf. Jn
3, 8), alcanza y compromete a cada hombre que vive en este mundo.
Por tanto, lo que todos
debemos asegurar a nuestro prójimo es un servicio de amor, para que siempre se
defienda y promueva su vida, especialmente cuando es más débil o está
amenazada. Es una exigencia no sólo personal sino también social, que todos
debemos cultivar, poniendo el respeto incondicional de la vida humana como
fundamento de una sociedad renovada.
Se nos pide amar y respetar
la vida de cada hombre y de cada mujer y trabajar con constancia y valor, para
que se instaure finalmente en nuestro tiempo, marcado por tantos signos de
muerte, una cultura nueva de la vida, fruto de la cultura de la verdad y del
amor.
CAPÍTULO IV
A MÍ ME LO HICISTEIS
POR UNA NUEVA CULTURA DE LA
VIDA HUMANA
« Vosotros sois el pueblo
adquirido por Dios para anunciar sus alabanzas » (cf. 1 P 2, 9): el pueblo de
la vida y para la vida
78. La Iglesia ha recibido
el Evangelio como anuncio y fuente de gozo y salvación. Lo ha recibido como don
de Jesús, enviado del Padre « para anunciar a los pobres la Buena Nueva » (Lc
4, 18). Lo ha recibido a través de los Apóstoles, enviados por El a todo el
mundo (cf. Mc 16, 15; Mt 28, 19-20). La Iglesia, nacida de esta acción
evangelizadora, siente resonar en sí misma cada día la exclamación del Apóstol:
« ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio! » (1 Cor 9, 16). En efecto, «
evangelizar —como escribía Pablo VI— constituye la dicha y vocación propia de
la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar ».101
La evangelización es una
acción global y dinámica, que compromete a la Iglesia a participar en la misión
profética, sacerdotal y real del Señor Jesús. Por tanto, conlleva
inseparablemente las dimensiones del anuncio, de la celebración y del servicio
de la caridad. Es un acto profundamente eclesial, que exige la cooperación de
todos los operarios del Evangelio, cada uno según su propio carisma y
ministerio.
Así sucede también cuando se
trata de anunciar el Evangelio de la vida, parte integrante del Evangelio que
es Jesucristo. Nosotros estamos al servicio de este Evangelio, apoyados por la
certeza de haberlo recibido como don y de haber sido enviados a proclamarlo a
toda la humanidad « hasta los confines de la tierra » (Hch 1, 8). Mantengamos,
por ello, la conciencia humilde y agradecida de ser el pueblo de la vida y para
la vida y presentémonos de este modo ante todos.
79. Somos el pueblo de la
vida porque Dios, en su amor gratuito, nos ha dado el Evangelio de la vida y
hemos sido transformados y salvados por este mismo Evangelio. Hemos sido
redimidos por el « autor de la vida » (Hch 3, 15) a precio de su preciosa
sangre (cf. 1 Cor 6, 20; 7, 23; 1 P 1, 19) y mediante el baño bautismal hemos
sido injertados en El (cf. Rm 6, 4-5; Col 2, 12), como ramas que reciben savia
y fecundidad del árbol único (cf. Jn 15, 5). Renovados interiormente por la
gracia del Espíritu, « que es Señor y da la vida », hemos llegado a ser un
pueblo para la vida y estamos llamados a comportarnos como tal.
Somos enviados: estar al
servicio de la vida no es para nosotros una vanagloria, sino un deber, que nace
de la conciencia de ser el pueblo adquirido por Dios para anunciar sus
alabanzas (cf. 1 P 2, 9). En nuestro camino nos guía y sostiene la ley del
amor: el amor cuya fuente y modelo es el Hijo de Dios hecho hombre, que «
muriendo ha dado la vida al mundo ».102
Somos enviados como pueblo.
El compromiso al servicio de la vida obliga a todos y cada uno. Es una
responsabilidad propiamente « eclesial », que exige la acción concertada y generosa
de todos los miembros y de todas las estructuras de la comunidad cristiana. Sin
embargo, la misión comunitaria no elimina ni disminuye la responsabilidad de
cada persona, a la cual se dirige el mandato del Señor de « hacerse prójimo »
de cada hombre: « Vete y haz tú lo mismo » (Lc 10, 37).
Todos juntos sentimos el
deber de anunciar el Evangelio de la vida, de celebrarlo en la liturgia y en
toda la existencia, de servirlo con las diversas iniciativas y estructuras de
apoyo y promoción.
« Lo que hemos visto y oído,
os lo anunciamos » (1 Jn 1, 3): anunciar el Evangelio de la vida
80. « Lo que existía desde
el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que
contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de la vida... os lo
anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros » (1 Jn
1, 1. 3). Jesús es el único Evangelio: no tenemos otra cosa que decir y
testimoniar.
Precisamente el anuncio de
Jesús es anuncio de la vida. En efecto, El es « la Palabra de vida » (1 Jn 1,
1). En El « la vida se manifestó » (1 Jn 1, 2); más aún, él mismo es « la vida
eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó » (ivi). Esta
misma vida, gracias al don del Espíritu, ha sido comunicada al hombre. La vida
terrena de cada uno, ordenada a la vida en plenitud, a la « vida eterna »,
adquiere también pleno sentido.
Iluminados por este
Evangelio de la vida, sentimos la necesidad de proclamarlo y testimoniarlo por
la novedad sorprendente que lo caracteriza. Este Evangelio, al identificarse
con el mismo Jesús, portador de toda novedad 103 y vencedor de la « vejez »
causada por el pecado y que lleva a la muerte, 104 supera toda expectativa del
hombre y descubre la sublime altura a la que, por gracia, es elevada la
dignidad de la persona. Así la contempla san Gregorio de Nisa: « El hombre que,
entre los seres, no cuenta nada, que es polvo, hierba, vanidad, cuando es
adoptado por el Dios del universo como hijo, llega a ser familiar de este Ser,
cuya excelencia y grandeza nadie puede ver, escuchar y comprender. ¿Con qué
palabra, pensamiento o impulso del espíritu se podrá exaltar la sobreabundancia
de esta gracia? El hombre sobrepasa su naturaleza: de mortal se hace inmortal,
de perecedero imperecedero, de efímero eterno, de hombre se hace dios ».105
El agradecimiento y la
alegría por la dignidad inconmensurable del hombre nos mueve a hacer a todos
partícipes de este mensaje: « Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para
que también vosotros estéis en comunión con nosotros » (1 Jn 1, 3). Es
necesario hacer llegar el Evangelio de la vida al corazón de cada hombre y
mujer e introducirlo en lo más recóndito de toda la sociedad.
81. Ante todo se trata de
anunciar el núcleo de este Evangelio. Es anuncio de un Dios vivo y cercano, que
nos llama a una profunda comunión con El y nos abre a la esperanza segura de la
vida eterna; es afirmación del vínculo indivisible que fluye entre la persona,
su vida y su corporeidad; es presentación de la vida humana como vida de relación,
don de Dios, fruto y signo de su amor; es proclamación de la extraordinaria
relación de Jesús con cada hombre, que permite reconocer en cada rostro humano
el rostro de Cristo; es manifestación del « don sincero de sí mismo » como
tarea y lugar de realización plena de la propia libertad.
Al mismo tiempo, se trata se
señalar todas las consecuencias de este mismo Evangelio, que se pueden resumir
así: la vida humana, don precioso de Dios, es sagrada e inviolable, y por esto,
en particular, son absolutamente inaceptables el aborto procurado y la
eutanasia; la vida del hombre no sólo no debe ser suprimida, sino que debe ser
protegida con todo cuidado amoroso; la vida encuentra su sentido en el amor
recibido y dado, en cuyo horizonte hallan su plena verdad la sexualidad y la
procreación humana; en este amor incluso el sufrimiento y la muerte tienen un
sentido y, aun permaneciendo el misterio que los envuelve, pueden llegar a ser
acontecimientos de salvación; el respeto de la vida exige que la ciencia y la
técnica estén siempre ordenadas al hombre y a su desarrollo integral; toda la
sociedad debe respetar, defender y promover la dignidad de cada persona humana,
en todo momento y condición de su vida.
82. Para ser verdaderamente
un pueblo al servicio de la vida debemos, con constancia y valentía, proponer
estos contenidos desde el primer anuncio del Evangelio y, posteriormente, en la
catequesis y en las diversas formas de predicación, en el diálogo personal y en
cada actividad educativa. A los educadores, profesores, catequistas y teólogos
corresponde la tarea de poner de relieve las razones antropológicas que
fundamentan y sostienen el respeto de cada vida humana. De este modo, haciendo
resplandecer la novedad original del Evangelio de la vida, podremos ayudar a todos
a descubrir, también a la luz de la razón y de la experiencia, cómo el mensaje
cristiano ilumina plenamente el hombre y el significado de su ser y de su
existencia; hallaremos preciosos puntos de encuentro y de diálogo incluso con
los no creyentes, comprometidos todos juntos en hacer surgir una nueva cultura
de la vida.
En medio de las voces más
dispares, cuando muchos rechazan la sana doctrina sobre la vida del hombre,
sentimos como dirigida también a nosotros la exhortación de Pablo a Timoteo: «
Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta
con toda paciencia y doctrina » (2 Tm 4, 2). Esta exhortación debe encontrar un
fuerte eco en el corazón de cuantos, en la Iglesia, participan más
directamente, con diverso título, en su misión de « maestra » de la verdad. Que
resuene ante todo para nosotros Obispos: somos los primeros a quienes se pide
ser anunciadores incansables del Evangelio de la vida; a nosotros se nos confía
también la misión de vigilar sobre la trasmisión íntegra y fiel de la enseñanza
propuesta en esta Encíclica y adoptar las medidas más oportunas para que los
fieles sean preservados de toda doctrina contraria a la misma. Debemos poner
una atención especial para que en las facultades teológicas, en los seminarios
y en las diversas instituciones católicas se difunda, se ilustre y se
profundice el conocimiento de la sana doctrina. 106 Que la exhortación de Pablo
resuene para todos los teólogos, para los pastores y para todos los que
desarrollan tareas de enseñanza, catequesis y formación de las conciencias:
conscientes del papel que les pertenece, no asuman nunca la grave
responsabilidad de traicionar la verdad y su misma misión exponiendo ideas
personales contrarias al Evangelio de la vida como lo propone e interpreta
fielmente el Magisterio.
Al anunciar este Evangelio,
no debemos temer la hostilidad y la impopularidad, rechazando todo compromiso y
ambigüedad que nos conformaría a la mentalidad de este mundo (cf. Rm 12, 2).
Debemos estar en el mundo, pero no ser del mundo (cf. Jn 15, 19; 17, 16), con
la fuerza que nos viene de Cristo, que con su muerte y resurrección ha vencido
el mundo (cf. Jn 16, 33).
« Te doy gracias por tantas
maravillas: prodigio soy » (Sal 139 138, 14): celebrar el Evangelio de la vida
83. Enviados al mundo como «
pueblo para la vida », nuestro anuncio debe ser también una celebración
verdadera y genuina del Evangelio de la vida. Más aún, esta celebración, con la
fuerza evocadora de sus gestos, símbolos y ritos, debe convertirse en lugar
precioso y significativo para transmitir la belleza y grandeza de este
Evangelio.
Con este fin, urge ante todo
cultivar, en nosotros y en los demás, una mirada contemplativa. 107 Esta nace
de la fe en el Dios de la vida, que ha creado a cada hombre haciéndolo como un
prodigio (cf. Sal 139 138, 14). Es la mirada de quien ve la vida en su
profundidad, percibiendo sus dimensiones de gratuidad, belleza, invitación a la
libertad y a la responsabilidad. Es la mirada de quien no pretende apoderarse
de la realidad, sino que la acoge como un don, descubriendo en cada cosa el
reflejo del Creador y en cada persona su imagen viviente (cf. Gn 1, 27; Sal 8,
6). Esta mirada no se rinde desconfiada ante quien está enfermo, sufriendo,
marginado o a las puertas de la muerte; sino que se deja interpelar por todas
estas situaciones para buscar un sentido y, precisamente en estas
circunstancias, encuentra en el rostro de cada persona una llamada a la mutua
consideración, al diálogo y a la solidaridad.
Es el momento de asumir todos
esta mirada, volviendo a ser capaces, con el ánimo lleno de religiosa
admiración, de venerar y respetar a todo hombre, como nos invitaba a hacer
Pablo VI en uno de sus primeros mensajes de Navidad. 108 El pueblo nuevo de los
redimidos, animado por esta mirada contemplativa, prorrumpe en himnos de
alegría, alabanza y agradecimiento por el don inestimable de la vida, por el
misterio de la llamada de todo hombre a participar en Cristo de la vida de
gracia, y a una existencia de comunión sin fin con Dios Creador y Padre.
84. Celebrar el Evangelio de
la vida significa celebrar el Dios de la vida, el Dios que da la vida: «
Celebremos ahora la Vida eterna, fuente de toda vida. Desde ella y por ella se
extiende a todos los seres que de algún modo participan de la vida, y de modo
conveniente a cada uno de ellos. La Vida divina es por sí vivificadora y
creadora de la vida. Toda vida y toda moción vital proceden de la Vida, que
está sobre toda vida y sobre el principio de ella. De esta Vida les viene a las
almas el ser inmortales, y gracias a ella vive todo ser viviente, plantas y
animales hasta el grado ínfimo de vida. Además, da a los hombres, a pesar de
ser compuestos, una vida similar, en lo posible, a la de los ángeles. Por la
abundancia de su bondad, a nosotros, que estamos separados, nos atrae y dirige.
Y lo que es todavía más maravilloso: promete que nos trasladará íntegramente,
es decir, en alma y cuerpo, a la vida perfecta e inmortal. No basta decir que
esta Vida está viviente, que es Principio de vida, Causa y Fundamento único de
la vida. Conviene, pues, a toda vida el contemplarla y alabarla: es Vida que
vivifica toda vida ».109
Como el Salmista también
nosotros, en la oración cotidiana, individual y comunitaria, alabamos y
bendecimos a Dios nuestro Padre, que nos ha tejido en el seno materno y nos ha
visto y amado cuando todavía éramos informes (cf. Sal 139 138, 13. 15-16), y
exclamamos con incontenible alegría: « Yo te doy gracias por tantas maravillas:
prodigio soy, prodigios son tus obras. Mi alma conocías cabalmente » (Sal 139
138, 14). Sí, « esta vida mortal, a pesar de sus tribulaciones, de sus oscuros
misterios, sus sufrimientos, su fatal caducidad, es un hecho bellísimo, un
prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado
con júbilo y gloria ».110 Más aún, el hombre y su vida no se nos presentan sólo
como uno de los prodigios más grandes de la creación: Dios ha dado al hombre
una dignidad casi divina (cf. Sal 8, 6-7). En cada niño que nace y en cada
hombre que vive y que muere reconocemos la imagen de la gloria de Dios, gloria
que celebramos en cada hombre, signo del Dios vivo, icono de Jesucristo.
Estamos llamados a expresar
admiración y gratitud por la vida recibida como don, y a acoger, gustar y
comunicar el Evangelio de la vida no sólo con la oración personal y
comunitaria, sino sobre todo con las celebraciones del año litúrgico. Se deben
recordar aquí particularmente los Sacramentos, signos eficaces de la presencia
y de la acción salvífica del Señor Jesús en la existencia cristiana. Ellos
hacen a los hombres partícipes de la vida divina, asegurándoles la energía
espiritual necesaria para realizar verdaderamente el significado de vivir,
sufrir y morir. Gracias a un nuevo y genuino descubrimiento del significado de
los ritos y a su adecuada valoración, las celebraciones litúrgicas, sobre todo
las sacramentales, serán cada vez más capaces de expresar la verdad plena sobre
el nacimiento, la vida, el sufrimiento y la muerte, ayudando a vivir estas
realidades como participación en el misterio pascual de Cristo muerto y
resucitado.
85. En la celebración del
Evangelio de la vida es preciso saber apreciar y valorar también los gestos y
los símbolos, de los que son ricas las diversas tradiciones y costumbres
culturales y populares. Son momentos y formas de encuentro con las que, en los
diversos Países y culturas, se manifiestan el gozo por una vida que nace, el
respeto y la defensa de toda existencia humana, el cuidado del que sufre o está
necesitado, la cercanía al anciano o al moribundo, la participación del dolor
de quien está de luto, la esperanza y el deseo de inmortalidad.
En esta perspectiva,
acogiendo también la sugerencia de los Cardenales en el Consistorio de 1991,
propongo que se celebre cada año en las distintas Naciones una Jornada por la
Vida, como ya tiene lugar por iniciativa de algunas Conferencias Episcopales.
Es necesario que esta Jornada se prepare y se celebre con la participación
activa de todos los miembros de la Iglesia local. Su fin fundamental es suscitar
en las conciencias, en las familias, en la Iglesia y en la sociedad civil, el
reconocimiento del sentido y del valor de la vida humana en todos sus momentos
y condiciones, centrando particularmente la atención sobre la gravedad del
aborto y de la eutanasia, sin olvidar tampoco los demás momentos y aspectos de
la vida, que merecen ser objeto de atenta consideración, según sugiera la
evolución de la situación histórica.
86. Respecto al culto
espiritual agradable a Dios (cf. Rm 12, 1), la celebración del Evangelio de la
vida debe realizarse sobre todo en la existencia cotidiana, vivida en el amor
por los demás y en la entrega de uno mismo. Así, toda nuestra existencia se
hará acogida auténtica y responsable del don de la vida y alabanza sincera y
reconocida a Dios que nos ha hecho este don. Es lo que ya sucede en tantísimos
gestos de entrega, con frecuencia humilde y escondida, realizados por hombres y
mujeres, niños y adultos, jóvenes y ancianos, sanos y enfermos.
En este contexto, rico en
humanidad y amor, es donde surgen también los gestos heroicos. Estos son la
celebración más solemne del Evangelio de la vida, porque lo proclaman con la
entrega total de sí mismos; son la elocuente manifestación del grado más
elevado del amor, que es dar la vida por la persona amada (cf. Jn 15, 13); son
la participación en el misterio de la Cruz, en la que Jesús revela cuánto vale
para El la vida de cada hombre y cómo ésta se realiza plenamente en la entrega
sincera de sí mismo. Más allá de casos clamorosos, está el heroísmo cotidiano,
hecho de pequeños o grandes gestos de solidaridad que alimentan una auténtica
cultura de la vida. Entre ellos merece especial reconocimiento la donación de
órganos, realizada según criterios éticamente aceptables, para ofrecer una
posibilidad de curación e incluso de vida, a enfermos tal vez sin esperanzas.
A este heroísmo cotidiano
pertenece el testimonio silencioso, pero a la vez fecundo y elocuente, de «
todas las madres valientes, que se dedican sin reservas a su familia, que
sufren al dar a luz a sus hijos, y luego están dispuestas a soportar cualquier
esfuerzo, a afrontar cualquier sacrificio, para transmitirles lo mejor de sí
mismas ».111 Al desarrollar su misión « no siempre estas madres heroicas
encuentran apoyo en su ambiente. Es más, los modelos de civilización, a menudo
promovidos y propagados por los medios de comunicación, no favorecen la
maternidad. En nombre del progreso y la modernidad, se presentan como superados
ya los valores de la fidelidad, la castidad y el sacrificio, en los que se han
distinguido y siguen distinguiéndose innumerables esposas y madres
cristianas... Os damos las gracias, madres heroicas, por vuestro amor
invencible. Os damos las gracias por la intrépida confianza en Dios y en su
amor. Os damos las gracias por el sacrificio de vuestra vida... Cristo, en el
misterio pascual, os devuelve el don que le habéis hecho, pues tiene el poder
de devolveros la vida que le habéis dado como ofrenda ».112 « ¿De qué sirve,
hermanos míos, que alguien diga: "Tengo fe", si no tiene obras? » (St
2, 14): servir el Evangelio de la vida
87. En virtud de la
participación en la misión real de Cristo, el apoyo y la promoción de la vida
humana deben realizarse mediante el servicio de la caridad, que se manifiesta
en el testimonio personal, en las diversas formas de voluntariado, en la
animación social y en el compromiso político. Esta es una exigencia
particularmente apremiante en el momento actual, en que la « cultura de la
muerte » se contrapone tan fuertemente a la « cultura de la vida » y con
frecuencia parece que la supera. Sin embargo, es ante todo una exigencia que
nace de la « fe que actúa por la caridad » (Gal 5, 6), como nos exhorta la
Carta de Santiago: « ¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga:
"Tengo fe", si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe? Si un
hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y algunos
de vosotros les dice: "Idos en paz, calentaos y hartaos", pero no les
dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene
obras, está realmente muerta » (2, 14-17).
En el servicio de la
caridad, hay una actitud que debe animarnos y distinguirnos: hemos de hacernos
cargo del otro como persona confiada por Dios a nuestra responsabilidad. Como
discípulos de Jesús, estamos llamados a hacernos prójimos de cada hombre (cf.
Lc 10, 29-37), teniendo una preferencia especial por quien es más pobre, está
sólo y necesitado. Precisamente mediante la ayuda al hambriento, al sediento,
al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado —como también al niño aún
no nacido, al anciano que sufre o cercano a la muerte— tenemos la posibilidad
de servir a Jesús, como El mismo dijo: « Cuanto hicisteis a unos de estos
hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis » (Mt 25, 40). Por eso, nos
sentimos interpelados y juzgados por las palabras siempre actuales de san Juan
Crisóstomo: « ¿Queréis de verdad honrar el cuerpo de Cristo? No consintáis que
esté desnudo. No le honréis aquí en el templo con vestidos de seda y fuera le
dejéis perecer de frío y desnudez ».113
El servicio de la caridad a
la vida debe ser profundamente unitario: no se pueden tolerar unilateralismos y
discriminaciones, porque la vida humana es sagrada e inviolable en todas sus
fases y situaciones. Es un bien indivisible. Por tanto, se trata de « hacerse
cargo » de toda la vida y de la vida de todos. Más aún, se trata de llegar a
las raíces mismas de la vida y del amor.
Partiendo precisamente de un
amor profundo por cada hombre y mujer, se ha desarrollado a lo largo de los
siglos una extraordinaria historia de caridad, que ha introducido en la vida
eclesial y civil numerosas estructuras de servicio a la vida, que suscitan la
admiración de todo observador sin prejuicios. Es una historia que cada
comunidad cristiana, con nuevo sentido de responsabilidad, debe continuar
escribiendo a través de una acción pastoral y social múltiple. En este sentido,
se deben poner en práctica formas discretas y eficaces de acompañamiento de la
vida naciente, con una especial cercanía a aquellas madres que, incluso sin el
apoyo del padre, no tienen miedo de traer al mundo su hijo y educarlo. Una
atención análoga debe prestarse a la vida que se encuentra en la marginación o
en el sufrimiento, especialmente en sus fases finales.
88. Todo esto supone una
paciente y valiente obra educativa que apremie a todos y cada uno a hacerse
cargo del peso de los demás (cf. Gal 6, 2); exige una continua promoción de
vocaciones al servicio, particularmente entre los jóvenes; implica la
realización de proyectos e iniciativas concretas, estables e inspiradas en el
Evangelio.
Múltiples son los medios
para valorar con competencia y serio propósito. Respecto a los inicios de la
vida, los centros de métodos naturales de regulación de la fertilidad han de
ser promovidos como una valiosa ayuda para la paternidad y maternidad
responsables, en la que cada persona, comenzando por el hijo, es reconocida y
respetada por sí misma, y cada decisión es animada y guiada por el criterio de
la entrega sincera de sí. También los consultorios matrimoniales y familiares,
mediante su acción específica de consulta y prevención, desarrollada a la luz
de una antropología coherente con la visión cristiana de la persona, de la
pareja y de la sexualidad, constituyen un servicio precioso para profundizar en
el sentido del amor y de la vida y para sostener y acompañar cada familia en su
misión como « santuario de la vida ». Al servicio de la vida naciente están
también los centros de ayuda a la vida y las casas o centros de acogida de la vida.
Gracias a su labor muchas madres solteras y parejas en dificultad hallan
razones y convicciones, y encuentran asistencia y apoyo para superar las
molestias y miedos de acoger una vida naciente o recién dada a luz.
Ante condiciones de
dificultad, extravío, enfermedad y marginación en la vida, otros medios —como
las comunidades de recuperación de drogadictos, las residencias para menores o
enfermos mentales, los centros de atención y acogida para enfermos de SIDA, y
las cooperativas de solidaridad sobre todo para incapacitados— son expresiones
elocuentes de lo que la caridad sabe inventar para dar a cada uno razones
nuevas de esperanza y posibilidades concretas de vida.
Cuando la existencia terrena
llega a su fin, de nuevo la caridad encuentra los medios más oportunos para que
los ancianos, especialmente si no son autosuficientes, y los llamados enfermos
terminales puedan gozar de una asistencia verdaderamente humana y recibir
cuidados adecuados a sus exigencias, en particular a su angustia y soledad. En estos
casos es insustituible el papel de las familias; pero pueden encontrar gran
ayuda en las estructuras sociales de asistencia y, si es necesario, recurriendo
a los cuidados paliativos, utilizando los adecuados servicios sanitarios y
sociales, presentes tanto en los centros de hospitalización y tratamiento
públicos como a domicilio.
En particular, se debe
revisar la función de los hospitales, de las clínicas y de las casas de salud:
su verdadera identidad no es sólo la de estructuras en las que se atiende a los
enfermos y moribundos, sino ante todo la de ambientes en los que el
sufrimiento, el dolor y la muerte son considerados e interpretados en su
significado humano y específicamente cristiano. De modo especial esta identidad
debe ser clara y eficaz en los institutos regidos por religiosos o relacionados
de alguna manera con la Iglesia.
89. Estas estructuras y
centros de servicio a la vida, y todas las demás iniciativas de apoyo y
solidaridad que las circunstancias puedan aconsejar según los casos, tienen
necesidad de ser animadas por personas generosamente disponibles y
profundamente conscientes de lo fundamental que es el Evangelio de la vida para
el bien del individuo y de la sociedad.
Es peculiar la
responsabilidad confiada a todo el personal sanitario: médicos, farmacéuticos,
enfermeros, capellanes, religiosos y religiosas, personal administrativo y
voluntarios. Su profesión les exige ser custodios y servidores de la vida
humana. En el contexto cultural y social actual, en que la ciencia y la medicina
corren el riesgo de perder su dimensión ética original, ellos pueden estar a
veces fuertemente tentados de convertirse en manipuladores de la vida o incluso
en agentes de muerte. Ante esta tentación, su responsabilidad ha crecido hoy
enormemente y encuentra su inspiración más profunda y su apoyo más fuerte
precisamente en la intrínseca e imprescindible dimensión ética de la profesión
sanitaria, como ya reconocía el antiguo y siempre actual juramento de
Hipócrates, según el cual se exige a cada médico el compromiso de respetar
absolutamente la vida humana y su carácter sagrado.
El respeto absoluto de toda
vida humana inocente exige tambiénejercer la objeción de conciencia ante el
aborto procurado y la eutanasia. El « hacer morir » nunca puede considerarse un
tratamiento médico, ni siquiera cuando la intención fuera sólo la de secundar
una petición del paciente: es más bien la negación de la profesión sanitaria
que debe ser un apasionado y tenaz « sí » a la vida. También la investigación
biomédica, campo fascinante y prometedor de nuevos y grandes beneficios para la
humanidad, debe rechazar siempre los experimentos, descubrimientos o
aplicaciones que, al ignorar la dignidad inviolable del ser humano, dejan de
estar al servicio de los hombres y se transforman en realidades que,
aparentando socorrerlos, los oprimen.
90. Un papel específico
están llamadas a desempeñar las personas comprometidas en el voluntariado:
ofrecen una aportación preciosa al servicio de la vida, cuando saben conjugar
la capacidad profesional con el amor generoso y gratuito. El Evangelio de la
vida las mueve a elevar los sentimientos de simple filantropía a la altura de
la caridad de Cristo; a reconquistar cada día, entre fatigas y cansancios, la
conciencia de la dignidad de cada hombre; a salir al encuentro de las
necesidades de las personas iniciando —si es preciso— nuevos caminos allí donde
más urgentes son las necesidades y más escasas las atenciones y el apoyo.
El realismo tenaz de la
caridad exige que al Evangelio de la vida se le sirva también mediante formas
de animación social y de compromiso político, defendiendo y proponiendo el
valor de la vida en nuestras sociedades cada vez más complejas y pluralistas.
Los individuos, las familias, los grupos y las asociaciones tienen una responsabilidad,
aunque a título y en modos diversos, en la animación social y en la elaboración
de proyectos culturales, económicos, políticos y legislativos que, respetando a
todos y según la lógica de la convivencia democrática, contribuyan a edificar una
sociedad en la que se reconozca y tutele la dignidad de cada persona, y se
defienda y promueva la vida de todos.
Esta tarea corresponde en
particular a los responsables de la vida pública. Llamados a servir al hombre y
al bien común, tienen el deber de tomar decisiones valientes en favor de la
vida, especialmente en el campo de las disposiciones legislativas. En un
régimen democrático, donde las leyes y decisiones se adoptan sobre la base del
consenso de muchos, puede atenuarse el sentido de la responsabilidad personal
en la conciencia de los individuos investidos de autoridad. Pero nadie puede
abdicar jamás de esta responsabilidad, sobre todo cuando se tiene un mandato
legislativo o ejecutivo, que llama a responder ante Dios, ante la propia
conciencia y ante la sociedad entera de decisiones eventualmente contrarias al
verdadero bien común. Si las leyes no son el único instrumento para defender la
vida humana, sin embargo desempeñan un papel muy importante y a veces
determinante en la promoción de una mentalidad y de unas costumbres. Repito una
vez más que una norma que viola el derecho natural a la vida de un inocente es
injusta y, como tal, no puede tener valor de ley. Por eso renuevo con fuerza mi
llamada a todos los políticos para que no promulguen leyes que, ignorando la
dignidad de la persona, minen las raíces de la misma convivencia ciudadana.
La Iglesia sabe que, en el
contexto de las democracias pluralistas, es difícil realizar una eficaz defensa
legal de la vida por la presencia de fuertes corrientes culturales de diversa
orientación. Sin embargo, movida por la certeza de que la verdad moral
encuentra un eco en la intimidad de cada conciencia, anima a los políticos,
comenzando por los cristianos, a no resignarse y a adoptar aquellas decisiones
que, teniendo en cuenta las posibilidades concretas, lleven a restablecer un
orden justo en la afirmación y promoción del valor de la vida. En esta
perspectiva, es necesario poner de relieve que no basta con eliminar las leyes
inicuas. Hay que eliminar las causas que favorecen los atentados contra la
vida, asegurando sobre todo el apoyo debido a la familia y a la maternidad: la
política familiar debe ser eje y motor de todas las políticas sociales. Por
tanto, es necesario promover iniciativas sociales y legislativas capaces de
garantizar condiciones de auténtica libertad en la decisión sobre la paternidad
y la maternidad; además, es necesario replantear las políticas laborales,
urbanísticas, de vivienda y de servicios para que se puedan conciliar entre sí
los horarios de trabajo y los de la familia, y sea efectivamente posible la
atención a los niños y a los ancianos.
91. La problemática
demográfica constituye hoy un capítulo importante de la política sobre la vida.
Las autoridades públicas tienen ciertamente la responsabilidad de « intervenir
para orientar la demografía de la población »; 114 pero estas iniciativas deben
siempre presuponer y respetar la responsabilidad primaria e inalienable de los
esposos y de las familias, y no pueden recurrir a métodos no respetuosos de la
persona y de sus derechos fundamentales, comenzando por el derecho a la vida de
todo ser humano inocente. Por tanto, es moralmente inaceptable que, para
regular la natalidad, se favorezca o se imponga el uso de medios como la
anticoncepción, la esterilización y el aborto.
Los caminos para resolver el
problema demográfico son otros: los Gobiernos y las distintas instituciones
internacionales deben mirar ante todo a la creación de las condiciones
económicas, sociales, médico-sanitarias y culturales que permitan a los esposos
tomar sus opciones procreativas con plena libertad y con verdadera
responsabilidad; deben además esforzarse en « aumentar los medios y distribuir
con mayor justicia la riqueza para que todos puedan participar equitativamente
de los bienes de la creación. Hay que buscar soluciones a nivel mundial,
instaurando una verdadera economía de comunión y de participación de bienes,
tanto en el orden internacional como nacional ».115 Este es el único camino que
respeta la dignidad de las personas y de las familias, además de ser el
auténtico patrimonio cultural de los pueblos.
El servicio al Evangelio de
la vida es, pues, vasto y complejo. Se nos presenta cada vez más como un ámbito
privilegiado y favorable para una colaboración activa con los hermanos de las
otras Iglesias y Comunidades eclesiales, en la línea de aquel ecumenismo de las
obras que el Concilio Vaticano II autorizadamente impulsó. 116 Además, se
presenta como espacio providencial para el diálogo y la colaboración con los fieles
de otras religiones y con todos los hombres de buena voluntad: la defensa y la
promoción de la vida no son monopolio de nadie, sino deber y responsabilidad de
todos. El desafío que tenemos ante nosotros, a las puertas del tercer milenio,
es arduo. Sólo la cooperación concorde de cuantos creen en el valor de la vida
podrá evitar una derrota de la civilización de consecuencias imprevisibles.
« La herencia del Señor son
los hijos, recompensa el fruto de las entrañas » (Sal 127 126, 3): la familia «
santuario de la vida »
92. Dentro del « pueblo de
la vida y para la vida », es decisiva la responsabilidad de la familia: es una
responsabilidad que brota de su propia naturaleza —la de ser comunidad de vida
y de amor, fundada sobre el matrimonio— y de su misión de « custodiar, revelar
y comunicar el amor ».117 Se trata del amor mismo de Dios, cuyos colaboradores
y como intérpretes en la transmisión de la vida y en su educación según el
designio del Padre son los padres. 118 Es, pues, el amor que se hace gratuidad,
acogida, entrega: en la familia cada uno es reconocido, respetado y honrado por
ser persona y, si hay alguno más necesitado, la atención hacia él es más
intensa y viva.
La familia está llamada a
esto a lo largo de la vida de sus miembros, desde el nacimiento hasta la
muerte. La familia es verdaderamente « el santuario de la vida..., el ámbito
donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada
contra los múltiples ataques a que está expuesta, y puede desarrollarse según
las exigencias de un auténtico crecimiento humano ».119 Por esto, el papel de
la familia en la edificación de la cultura de la vida es determinante e
insustituible.
Como iglesia doméstica, la
familia está llamada a anunciar, celebrar y servir el Evangelio de la vida. Es
una tarea que corresponde principalmente a los esposos, llamados a transmitir
la vida, siendo cada vez más conscientes del significado de la procreación,
como acontecimiento privilegiado en el cual se manifiesta que la vida humana es
un don recibido para ser a su vez dado. En la procreación de una nueva vida los
padres descubren que el hijo, « si es fruto de su recíproca donación de amor,
es a su vez un don para ambos: un don que brota del don ».120
Es principalmente mediante
la educación de los hijos como la familia cumple su misión de anunciar el
Evangelio de la vida. Con la palabra y el ejemplo, en las relaciones y
decisiones cotidianas, y mediante gestos y expresiones concretas, los padres
inician a sus hijos en la auténtica libertad, que se realiza en la entrega
sincera de sí, y cultivan en ellos el respeto del otro, el sentido de la
justicia, la acogida cordial, el diálogo, el servicio generoso, la solidaridad
y los demás valores que ayudan a vivir la vida como un don. La tarea educadora
de los padres cristianos debe ser un servicio a la fe de los hijos y una ayuda
para que ellos cumplan la vocación recibida de Dios. Pertenece a la misión
educativa de los padres enseñar y testimoniar a los hijos el sentido verdadero
del sufrimiento y de la muerte. Lo podrán hacer si saben estar atentos a cada
sufrimiento que encuentren a su alrededor y, principalmente, si saben
desarrollar actitudes de cercanía, asistencia y participación hacia los
enfermos y ancianos dentro del ámbito familiar.
93. Además, la familia
celebra el Evangelio de la vida con la oración cotidiana, individual y
familiar: con ella alaba y da gracias al Señor por el don de la vida e implora
luz y fuerza para afrontar los momentos de dificultad y de sufrimiento, sin
perder nunca la esperanza. Pero la celebración que da significado a cualquier
otra forma de oración y de culto es la que se expresa en la vida cotidiana de
la familia, si es una vida hecha de amor y entrega.
De este modo la celebración
se transforma en un servicio al Evangelio de la vida, que se expresa por medio
de la solidaridad, experimentada dentro y alrededor de la familia como atención
solícita, vigilante y cordial en las pequeñas y humildes cosas de cada día. Una
expresión particularmente significativa de solidaridad entre las familias es la
disponibilidad a la adopción o a la acogida temporal de niños abandonados por
sus padres o en situaciones de grave dificultad. El verdadero amor paterno y
materno va más allá de los vínculos de carne y sangre acogiendo incluso a niños
de otras familias, ofreciéndoles todo lo necesario para su vida y pleno
desarrollo. Entre las formas de adopción, merece ser considerada también la
adopción a distancia, preferible en los casos en los que el abandono tiene como
único motivo las condiciones de grave pobreza de una familia. En efecto, con
esta forma de adopción se ofrecen a los padres las ayudas necesarias para
mantener y educar a los propios hijos, sin tener que desarraigarlos de su
ambiente natural.
La solidaridad, entendida
como « determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común »,121
requiere también ser llevada a cabo mediante formas de participación social y
política. En consecuencia, servir el Evangelio de la vida supone que las
familias, participando especialmente en asociaciones familiares, trabajen para
que las leyes e instituciones del Estado no violen de ningún modo el derecho a
la vida, desde la concepción hasta la muerte natural, sino que la defiendan y
promuevan.
94. Una atención particular
debe prestarse a los ancianos. Mientras en algunas culturas las personas de
edad más avanzada permanecen dentro de la familia con un papel activo
importante, por el contrario, en otras culturas el viejo es considerado como un
peso inútil y es abandonado a su propia suerte. En semejante situación puede
surgir con mayor facilidad la tentación de recurrir a la eutanasia.
La marginación o incluso el
rechazo de los ancianos son intolerables. Su presencia en la familia o al menos
la cercanía de la misma a ellos, cuando no sea posible por la estrechez de la
vivienda u otros motivos, son de importancia fundamental para crear un clima de
intercambio recíproco y de comunicación enriquecedora entre las distintas
generaciones. Por ello, es importante que se conserve, o se restablezca donde
se ha perdido, una especie de « pacto » entre las generaciones, de modo que los
padres ancianos, llegados al término de su camino, puedan encontrar en sus
hijos la acogida y la solidaridad que ellos les dieron cuando nacieron: lo
exige la obediencia al mandamiento divino de honrar al padre y a la madre (cf.
Ex 20, 12; Lv 19, 3). Pero hay algo más. El anciano no se debe considerar sólo
como objeto de atención, cercanía y servicio. También él tiene que ofrecer una
valiosa aportación al Evangelio de la vida. Gracias al rico patrimonio de
experiencias adquirido a lo largo de los años, puede y debe ser transmisor de
sabiduría, testigo de esperanza y de caridad.
Si es cierto que « el futuro
de la humanidad se fragua en la familia »,122 se debe reconocer que las
actuales condiciones sociales, económicas y culturales hacen con frecuencia más
ardua y difícil la misión de la familia al servicio de la vida. Para que pueda
realizar su vocación de « santuario de la vida », como célula de una sociedad
que ama y acoge la vida, es necesario y urgente que la familia misma sea
ayudada y apoyada. Las sociedades y los Estados deben asegurarle todo el apoyo,
incluso económico, que es necesario para que las familias puedan responder de
un modo más humano a sus propios problemas. Por su parte, la Iglesia debe
promover incansablemente una pastoral familiar que ayude a cada familia a
redescubrir y vivir con alegría y valor su misión en relación con el Evangelio
de la vida.
« Vivid como hijos de la luz
» (Ef 5, 8): para realizar un cambio cultural
95. « Vivid como hijos de la
luz... Examinad qué es lo que agrada al Señor, y no participéis en las obras
infructuosas de las tinieblas » (Ef 5, 8.10-11). En el contexto social actual,
marcado por una lucha dramática entre la « cultura de la vida » y la « cultura
de la muerte », debe madurar un fuerte sentido crítico, capaz de discernir los
verdaderos valores y las auténticas exigencias.
Es urgente una movilización
general de las conciencias y uncomún esfuerzo ético, para poner en práctica una
gran estrategia en favor de la vida. Todos juntos debemos construir una nueva
cultura de la vida: nueva, para que sea capaz de afrontar y resolver los
problemas propios de hoy sobre la vida del hombre; nueva, para que sea asumida
con una convicción más firme y activa por todos los cristianos; nueva, para que
pueda suscitar un encuentro cultural serio y valiente con todos. La urgencia de
este cambio cultural está relacionada con la situación histórica que estamos
atravesando, pero tiene su raíz en la misma misión evangelizadora, propia de la
Iglesia. En efecto, el Evangelio pretende « transformar desde dentro, renovar
la misma humanidad »; 123 es como la levadura que fermenta toda la masa (cf. Mt
13, 33) y, como tal, está destinado a impregnar todas las culturas y a
animarlas desde dentro, 124 para que expresen la verdad plena sobre el hombre y
sobre su vida.
Se debe comenzar por la
renovación de la cultura de la vida dentro de las mismas comunidades
cristianas. Muy a menudo los creyentes, incluso quienes participan activamente
en la vida eclesial, caen en una especie de separación entre la fe cristiana y
sus exigencias éticas con respecto a la vida, llegando así al subjetivismo
moral y a ciertos comportamientos inaceptables. Ante esto debemos preguntarnos,
con gran lucidez y valentía, qué cultura de la vida se difunde hoy entre los
cristianos, las familias, los grupos y las comunidades de nuestras Diócesis.
Con la misma claridad y decisión, debemos determinar qué pasos hemos de dar
para servir a la vida según la plenitud de su verdad. Al mismo tiempo, debemos
promover un diálogo serio y profundo con todos, incluidos los no creyentes,
sobre los problemas fundamentales de la vida humana, tanto en los lugares de
elaboración del pensamiento, como en los diversos ámbitos profesionales y allí
donde se desenvuelve cotidianamente la existencia de cada uno.
96. El primer paso
fundamental para realizar este cambio cultural consiste en la formación de la
conciencia moral sobre el valor inconmensurable e inviolable de toda vida
humana. Es de suma importancia redescubrir el nexo inseparable entre vida y
libertad. Son bienes inseparables: donde se viola uno, el otro acaba también
por ser violado. No hay libertad verdadera donde no se acoge y ama la vida; y
no hay vida plena sino en la libertad. Ambas realidades guardan además una
relación innata y peculiar, que las vincula indisolublemente: la vocación al
amor. Este amor, como don sincero de sí, 125 es el sentido más verdadero de la
vida y de la libertad de la persona.
No menos decisivo en la
formación de la conciencia es eldescubrimiento del vínculo constitutivo entre
la libertad y la verdad. Como he repetido otras veces, separar la libertad de
la verdad objetiva hace imposible fundamentar los derechos de la persona sobre
una sólida base racional y pone las premisas para que se afirme en la sociedad
el arbitrio ingobernable de los individuos y el totalitarismo del poder público
causante de la muerte. 126
Es esencial pues que el
hombre reconozca la evidencia original de su condición de criatura, que recibe
de Dios el ser y la vida como don y tarea. Sólo admitiendo esta dependencia
innata en su ser, el hombre puede desarrollar plenamente su libertad y su vida
y, al mismo tiempo, respetar en profundidad la vida y libertad de las demás
personas. Aquí se manifiesta ante todo que « el punto central de toda cultura
lo ocupa la actitud que el hombre asume ante el misterio más grande: el
misterio de Dios ».127 Cuando se niega a Dios y se vive como si no existiera, o
no se toman en cuenta sus mandamientos, se acaba fácilmente por negar o
comprometer también la dignidad de la persona humana y el carácter inviolable
de su vida.
97. A la formación de la
conciencia está vinculada estrechamente la labor educativa, que ayuda al hombre
a ser cada vez más hombre, lo introduce siempre más profundamente en la verdad,
lo orienta hacia un respeto creciente por la vida, lo forma en las justas
relaciones entre las personas.
En particular, es necesario
educar en el valor de la vida comenzando por sus mismas raíces. Es una ilusión
pensar que se puede construir una verdadera cultura de la vida humana, si no se
ayuda a los jóvenes a comprender y vivir la sexualidad, el amor y toda la
existencia según su verdadero significado y en su íntima correlación. La
sexualidad, riqueza de toda la persona, « manifiesta su significado íntimo al
llevar a la persona hacia el don de sí misma en el amor ».128 La banalización
de la sexualidad es uno de los factores principales que están en la raíz del
desprecio por la vida naciente: sólo un amor verdadero sabe custodiar la vida.
Por tanto, no se nos puede eximir de ofrecer sobre todo a los adolescentes y a
los jóvenes la auténtica educación de la sexualidad y del amor, una educación
que implica la formación de la castidad, como virtud que favorece la madurez de
la persona y la capacita para respetar el significado « esponsal » del cuerpo.
La labor de educación para
la vida requiere la formación de los esposos para la procreación responsable.
Esta exige, en su verdadero significado, que los esposos sean dóciles a la
llamada del Señor y actúen como fieles intérpretes de su designio: esto se
realiza abriendo generosamente la familia a nuevas vidas y, en todo caso,
permaneciendo en actitud de apertura y servicio a la vida incluso cuando, por
motivos serios y respetando la ley moral, los esposos optan por evitar
temporalmente o a tiempo indeterminado un nuevo nacimiento. La ley moral les
obliga de todos modos a encauzar las tendencias del instinto y de las pasiones
y a respetar las leyes biológicas inscritas en sus personas. Precisamente este
respeto legitima, al servicio de la responsabilidad en la procreación, el
recurso a los métodos naturales de regulación de la fertilidad: éstos han sido
precisados cada vez mejor desde el punto de vista científico y ofrecen
posibilidades concretas para adoptar decisiones en armonía con los valores
morales. Una consideración honesta de los resultados alcanzados debería
eliminar prejuicios todavía muy difundidos y convencer a los esposos, y también
a los agentes sanitarios y sociales, de la importancia de una adecuada
formación al respecto. La Iglesia está agradecida a quienes con sacrificio
personal y dedicación con frecuencia ignorada trabajan en la investigación y
difusión de estos métodos, promoviendo al mismo tiempo una educación en los
valores morales que su uso supone.
La labor educativa debe
tener en cuenta también el sufrimiento y la muerte. En realidad forman parte de
la experiencia humana, y es vano, además de equivocado, tratar de ocultarlos o
descartarlos. Al contrario, se debe ayudar a cada uno a comprender, en la
realidad concreta y difícil, su misterio profundo. El dolor y el sufrimiento
tienen también un sentido y un valor, cuando se viven en estrecha relación con
el amor recibido y entregado. En este sentido he querido que se celebre cada
año la Jornada Mundial del Enfermo, destacando « el carácter salvífico del
ofrecimiento del sacrificio que, vivido en comunión con Cristo, pertenece a la
esencia misma de la redención ».129 Por otra parte, incluso la muerte es algo
más que una aventura sin esperanza: es la puerta de la existencia que se
proyecta hacia la eternidad y, para quienes la viven en Cristo, es experiencia
de participación en su misterio de muerte y resurrección.
98. En síntesis, podemos
decir que el cambio cultural deseado aquí exige a todos el valor de asumir un
nuevo estilo de vida que se manifieste en poner como fundamento de las
decisiones concretas —a nivel personal, familiar, social e internacional— la
justa escala de valores: la primacía del ser sobre el tener, 130 de la persona
sobre las cosas.
131 Este nuevo estilo de
vida implica también pasar de la indiferencia al interés por el otro y del
rechazo a su acogida: los demás no son contrincantes de quienes hay que
defenderse, sino hermanos y hermanas con quienes se ha de ser solidarios; hay
que amarlos por sí mismos; nos enriquecen con su misma presencia.
En la movilización por una
nueva cultura de la vida nadie se debe sentir excluido: todos tienen un papel importante
que desempeñar. La misión de los profesores y de los educadores es, junto con
la de las familias, particularmente importante. De ellos dependerá mucho que
los jóvenes, formados en una auténtica libertad, sepan custodiar interiormente
y difundir a su alrededor ideales verdaderos de vida, y que sepan crecer en el
respeto y servicio a cada persona, en la familia y en la sociedad.
También los intelectuales
pueden hacer mucho en la construcción de una nueva cultura de la vida humana.
Una tarea particular corresponde a los intelectuales católicos, llamados a
estar presentes activamente en los círculos privilegiados de elaboración
cultural, en el mundo de la escuela y de la universidad, en los ambientes de
investigación científica y técnica, en los puntos de creación artística y de la
reflexión humanística. Alimentando su ingenio y su acción en las claras fuentes
del Evangelio, deben entregarse al servicio de una nueva cultura de la vida con
aportaciones serias, documentadas, capaces de ganarse por su valor el respeto e
interés de todos. Precisamente en esta perspectiva he instituido la Pontificia
Academia para la Vida con el fin de « estudiar, informar y formar en lo que
atañe a las principales cuestiones de biomedicina y derecho, relativas a la
promoción y a la defensa de la vida, sobre todo en las que guardan mayor
relación con la moral cristiana y las directrices del Magisterio de la Iglesia
».132 Una aportación específica deben dar también las Universidades,
particularmente las católicas, y los Centros, Institutos y Comités de bioética.
Grande y grave es la
responsabilidad de los responsables de los medios de comunicación social,
llamados a trabajar para que la transmisión eficaz de los mensajes contribuya a
la cultura de la vida. Deben, por tanto, presentar ejemplos de vida elevados y
nobles, dando espacio a testimonios positivos y a veces heroicos de amor al
hombre; proponiendo con gran respeto los valores de la sexualidad y del amor,
sin enmascarar lo que deshonra y envilece la dignidad del hombre. En la lectura
de la realidad, deben negarse a poner de relieve lo que pueda insinuar o
acrecentar sentimientos o actitudes de indiferencia, desprecio o rechazo ante
la vida. En la escrupulosa fidelidad a la verdad de los hechos, están llamados
a conjugar al mismo tiempo la libertad de información, el respeto a cada
persona y un sentido profundo de humanidad.
99. En el cambio cultural en
favor de la vida las mujeres tienen un campo de pensamiento y de acción
singular y sin duda determinante: les corresponde ser promotoras de un « nuevo
feminismo » que, sin caer en la tentación de seguir modelos « machistas », sepa
reconocer y expresar el verdadero espíritu femenino en todas las
manifestaciones de la convivencia ciudadana, trabajando por la superación de
toda forma de discriminación, de violencia y de explotación.
Recordando las palabras del
mensaje conclusivo del Concilio Vaticano II, dirijo también yo a las mujeres
una llamada apremiante: « Reconciliad a los hombres con la vida ».133 Vosotras
estáis llamadas a testimoniar el significado del amor auténtico, de aquel don
de uno mismo y de la acogida del otro que se realizan de modo específico en la
relación conyugal, pero que deben ser el alma de cualquier relación
interpersonal. La experiencia de la maternidad favorece en vosotras una aguda
sensibilidad hacia las demás personas y, al mismo tiempo, os confiere una
misión particular: « La maternidad conlleva una comunión especial con el
misterio de la vida que madura en el seno de la mujer... Este modo único de contacto
con el nuevo hombre que se está formando crea a su vez una actitud hacia el
hombre —no sólo hacia el propio hijo, sino hacia el hombre en general—, que
caracteriza profundamente toda la personalidad de la mujer ».134 En efecto, la
madre acoge y lleva consigo a otro ser, le permite crecer en su seno, le ofrece
el espacio necesario, respetándolo en su alteridad. Así, la mujer percibe y
enseña que las relaciones humanas son auténticas si se abren a la acogida de la
otra persona, reconocida y amada por la dignidad que tiene por el hecho de ser
persona y no de otros factores, como la utilidad, la fuerza, la inteligencia,
la belleza o la salud. Esta es la aportación fundamental que la Iglesia y la
humanidad esperan de las mujeres. Y es la premisa insustituible para un
auténtico cambio cultural.
Una reflexión especial
quisiera tener para vosotras, mujeres que habéis recurrido al aborto. La
Iglesia sabe cuántos condicionamientos pueden haber influido en vuestra
decisión, y no duda de que en muchos casos se ha tratado de una decisión
dolorosa e incluso dramática. Probablemente la herida aún no ha cicatrizado en
vuestro interior. Es verdad que lo sucedido fue y sigue siendo profundamente
injusto. Sin embargo, no os dejéis vencer por el desánimo y no abandonéis la
esperanza. Antes bien, comprended lo ocurrido e interpretadlo en su verdad. Si
aún no lo habéis hecho, abríos con humildad y confianza al arrepentimiento: el
Padre de toda misericordia os espera para ofreceros su perdón y su paz en el
sacramento de la Reconciliación. Podéis confiar con esperanza a vuestro hijo a
este mismo Padre y a su misericordia. Ayudadas por el consejo y la cercanía de
personas amigas y competentes, podréis estar con vuestro doloroso testimonio
entre los defensores más elocuentes del derecho de todos a la vida. Por medio
de vuestro compromiso por la vida, coronado eventualmente con el nacimiento de
nuevas criaturas y expresado con la acogida y la atención hacia quien está más
necesitado de cercanía, seréis artífices de un nuevo modo de mirar la vida del
hombre.
100. En este gran esfuerzo
por una nueva cultura de la vida estamos sostenidos y animados por la confianza
de quien sabe que el Evangelio de la vida, como el Reino de Dios, crece y
produce frutos abundantes (cf. Mc 4, 26-29). Es ciertamente enorme la
desproporción que existe entre los medios, numerosos y potentes, con que
cuentan quienes trabajan al servicio de la « cultura de la muerte » y los de
que disponen los promotores de una « cultura de la vida y del amor ». Pero
nosotros sabemos que podemos confiar en la ayuda de Dios, para quien nada es
imposible (cf. Mt 19, 26).
Con esta profunda certeza, y
movido por la firme solicitud por cada hombre y mujer, repito hoy a todos
cuanto he dicho a las familias comprometidas en sus difíciles tareas en medio
de las insidias que las amenazan: 135 es urgente una gran oración por la vida,
que abarque al mundo entero. Que desde cada comunidad cristiana, desde cada
grupo o asociación, desde cada familia y desde el corazón de cada creyente, con
iniciativas extraordinarias y con la oración habitual, se eleve una súplica
apasionada a Dios, Creador y amante de la vida. Jesús mismo nos ha mostrado con
su ejemplo que la oración y el ayuno son las armas principales y más eficaces
contra las fuerzas del mal (cf. Mt 4, 1-11) y ha enseñado a sus discípulos que
algunos demonios sólo se expulsan de este modo (cf. Mc 9, 29). Por tanto,
tengamos la humildad y la valentía de orar y ayunar para conseguir que la
fuerza que viene de lo alto haga caer los muros del engaño y de la mentira, que
esconden a los ojos de tantos hermanos y hermanas nuestros la naturaleza
perversa de comportamientos y de leyes hostiles a la vida, y abra sus corazones
a propósitos e intenciones inspirados en la civilización de la vida y del amor.
« Os escribimos esto para
que nuestro gozo sea completo » (1 Jn 1, 4): el Evangelio de la vida es para la
ciudad de los hombres
101. « Os escribimos esto
para que nuestro gozo sea completo » (1 Jn 1, 4). La revelación del Evangelio
de la vida se nos da como un bien que hay que comunicar a todos: para que todos
los hombres estén en comunión con nosotros y con la Trinidad (cf. 1 Jn 1, 3).
No podremos tener alegría plena si no comunicamos este Evangelio a los demás,
si sólo lo guardamos para nosotros mismos.
El Evangelio de la vida no
es exclusivamente para los creyentes: es para todos. El tema de la vida y de su
defensa y promoción no es prerrogativa única de los cristianos. Aunque de la fe
recibe luz y fuerza extraordinarias, pertenece a toda conciencia humana que
aspira a la verdad y está atenta y preocupada por la suerte de la humanidad. En
la vida hay seguramente un valor sagrado y religioso, pero de ningún modo
interpela sólo a los creyentes: en efecto, se trata de un valor que cada ser
humano puede comprender también a la luz de la razón y que, por tanto, afecta
necesariamente a todos.
Por esto, nuestra acción de
« pueblo de la vida y para la vida » debe ser interpretada de modo justo y
acogida con simpatía. Cuando la Iglesia declara que el respeto incondicional
del derecho a la vida de toda persona inocente —desde la concepción a su muerte
natural— es uno de los pilares sobre los que se basa toda sociedad civil, «
quiere simplemente promover un Estado humano. Un Estado que reconozca, como su deber
primario, la defensa de los derechos fundamentales de la persona humana,
especialmente de la más débil ».136
El Evangelio de la vida es
para la ciudad de los hombres. Trabajar en favor de la vida es contribuir a la
renovación de la sociedad mediante la edificación del bien común. En efecto, no
es posible construir el bien común sin reconocer y tutelar el derecho a la
vida, sobre el que se fundamentan y desarrollan todos los demás derechos
inalienables del ser humano. Ni puede tener bases sólidas una sociedad que
—mientras afirma valores como la dignidad de la persona, la justicia y la paz—
se contradice radicalmente aceptando o tolerando las formas más diversas de
desprecio y violación de la vida humana sobre todo si es débil y marginada.
Sólo el respeto de la vida puede fundamentar y garantizar los bienes más
preciosos y necesarios de la sociedad, como la democracia y la paz.
En efecto, no puede haber
verdadera democracia, si no se reconoce la dignidad de cada persona y no se
respetan sus derechos.
No puede haber siquiera
verdadera paz, si no se defiende y promueve la vida, como recordaba Pablo VI: «
Todo delito contra la vida es un atentado contra la paz, especialmente si hace
mella en la conducta del pueblo..., por el contrario, donde los derechos del
hombre son profesados realmente y reconocidos y defendidos públicamente, la paz
se convierte en la atmósfera alegre y operante de la convivencia social ».137
El « pueblo de la vida » se
alegra de poder compartir con otros muchos su tarea, de modo que sea cada vez
más numeroso el « pueblo para la vida » y la nueva cultura del amor y de la
solidaridad pueda crecer para el verdadero bien de la ciudad de los hombres.
CONCLUSIÓN
102. Al final de esta
Encíclica, la mirada vuelve espontáneamente al Señor Jesús, « el Niño nacido
para nosotros » (cf. Is 9, 5), para contemplar en El « la Vida » que « se
manifestó » (1 Jn 1, 2). En el misterio de este nacimiento se realiza el
encuentro de Dios con el hombre y comienza el camino del Hijo de Dios sobre la
tierra, camino que culminará con la entrega de su vida en la Cruz: con su
muerte vencerá la muerte y será para la humanidad entera principio de vida
nueva.
Quien acogió « la Vida » en
nombre de todos y para bien de todos fue María, la Virgen Madre, la cual tiene
por tanto una relación personal estrechísima con el Evangelio de la vida. El
consentimiento de María en la Anunciación y su maternidad son el origen mismo
del misterio de la vida que Cristo vino a dar a los hombres (cf. Jn 10, 10). A
través de su acogida y cuidado solícito de la vida del Verbo hecho carne, la
vida del hombre ha sido liberada de la condena de la muerte definitiva y
eterna.
Por esto María, « como la
Iglesia de la que es figura, es madre de todos los que renacen a la vida. Es,
en efecto, madre de aquella Vida por la que todos viven, pues, al dar a luz
esta Vida, regeneró, en cierto modo, a todos los que debían vivir por ella
».138
Al contemplar la maternidad
de María, la Iglesia descubre el sentido de su propia maternidad y el modo con
que está llamada a manifestarla. Al mismo tiempo, la experiencia maternal de la
Iglesia muestra la perspectiva más profunda para comprender la experiencia de
María como modelo incomparable de acogida y cuidado de la vida.
« Una gran señal apareció en
el cielo: una Mujer vestida del sol » (Ap 12, 1): la maternidad de María y de
la Iglesia
103. La relación recíproca
entre el misterio de la Iglesia y María se manifiesta con claridad en la « gran
señal » descrita en el Apocalipsis: « Una gran señal apareció en el cielo: una
Mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce
estrellas sobre su cabeza » (12, 1). En esta señal la Iglesia ve una imagen de
su propio misterio: inmersa en la historia, es consciente de que la
transciende, ya que es en la tierra el « germen y el comienzo » del Reino de
Dios. 139 La Iglesia ve este misterio realizado de modo pleno y ejemplar en
María. Ella es la mujer gloriosa, en la que el designio de Dios se pudo llevar
a cabo con total perfección.
La « Mujer vestida del sol »
—pone de relieve el Libro del Apocalipsis— « está encinta » (12, 2). La Iglesia
es plenamente consciente de llevar consigo al Salvador del mundo, Cristo el
Señor, y de estar llamada a darlo al mundo, regenerando a los hombres a la vida
misma de Dios. Pero no puede olvidar que esta misión ha sido posible gracias a
la maternidad de María, que concibió y dio a luz al que es « Dios de Dios », «
Dios verdadero de Dios verdadero ». María es verdaderamente Madre de Dios, la
Theotokos, en cuya maternidad viene exaltada al máximo la vocación a la
maternidad inscrita por Dios en cada mujer. Así María se pone como modelo para
la Iglesia, llamada a ser la « nueva Eva », madre de los creyentes, madre de
los « vivientes » (cf. Gn 3, 20).
La maternidad espiritual de
la Iglesia sólo se realiza —también de esto la Iglesia es consciente— en medio
de « los dolores y del tormento de dar a luz » (Ap 12, 2), es decir, en la
perenne tensión con las fuerzas del mal, que continúan atravesando el mundo y
marcando el corazón de los hombres, haciendo resistencia a Cristo: « En El
estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las
tinieblas, y las tinieblas no la vencieron » (Jn 1, 4-5).
Como la Iglesia, también
María tuvo que vivir su maternidad bajo el signo del sufrimiento: « Este está
puesto... para ser señal de contradicción —¡y a ti misma una espada te
atravesará el alma!— a fin de que queden al descubierto las intenciones de
muchos corazones » (Lc 2, 34-35). En las palabras que, al inicio de la vida
terrena del Salvador, Simeón dirige a María está sintéticamente representado el
rechazo hacia Jesús, y con El hacia María, que alcanzará su culmen en el
Calvario. « Junto a la cruz de Jesús » (Jn 19, 25), María participa de la
entrega que el Hijo hace de sí mismo: ofrece a Jesús, lo da, lo engendra
definitivamente para nosotros. El « sí » de la Anunciación madura plenamente en
la Cruz, cuando llega para María el tiempo de acoger y engendrar como hijo a
cada hombre que se hace discípulo, derramando sobre él el amor redentor del
Hijo: « Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba,
dice a su madre: "Mujer, ahí tienes a tu hijo" » (Jn 19, 26).
« El Dragón se detuvo delante
de la Mujer... para devorar a su Hijo en cuanto lo diera a luz » (Ap 12, 4): la
vida amenazada por las fuerzas del mal
104. En el Libro del
Apocalipsis la « gran señal » de la « Mujer » (12, 1) es acompañada por « otra
señal en el cielo » : se trata de « un gran Dragón rojo » (12, 3), que
simboliza a Satanás, potencia personal maléfica, y al mismo tiempo a todas las
fuerzas del mal que intervienen en la historia y dificultan la misión de la
Iglesia.
También en esto María
ilumina a la Comunidad de los creyentes. En efecto, la hostilidad de las
fuerzas del mal es una oposición encubierta que, antes de afectar a los
discípulos de Jesús, va contra su Madre. Para salvar la vida del Hijo de
cuantos lo temen como una amenaza peligrosa, María debe huir con José y el Niño
a Egipto (cf. Mt 2, 13-15).
María ayuda así a la Iglesia
a tomar conciencia de que la vida está siempre en el centro de una gran lucha
entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. El Dragón quiere devorar
al niño recién nacido (cf. Ap 12, 4), figura de Cristo, al que María engendra
en la « plenitud de los tiempos » (Gal 4, 4) y que la Iglesia debe presentar
continuamente a los hombres de las diversas épocas de la historia. Pero en
cierto modo es también figura de cada hombre, de cada niño, especialmente de
cada criatura débil y amenazada, porque —como recuerda el Concilio— « el Hijo
de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre ».140
Precisamente en la « carne » de cada hombre, Cristo continúa revelándose y entrando
en comunión con nosotros, de modo que el rechazo de la vida del hombre, en sus
diversas formas, es realmente rechazo de Cristo. Esta es la verdad fascinante,
y al mismo tiempo exigente, que Cristo nos descubre y que su Iglesia continúa
presentando incansablemente: « El que reciba a un niño como éste en mi nombre,
a mí me recibe » (Mt 18, 5); « En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de
estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis » (Mt 25, 40).
« No habrá ya muerte » (Ap
21, 4): esplendor de la resurrección
105. La anunciación del
ángel a María se encuentra entre estas confortadoras palabras: « No temas,
María » y « Ninguna cosa es imposible para Dios » (Lc 1, 30.37). En verdad,
toda la existencia de la Virgen Madre está marcada por la certeza de que Dios
está a su lado y la acompaña con su providencia benévola. Esta es también la
existencia de la Iglesia, que encuentra « un lugar » (Ap 12, 6) en el desierto,
lugar de la prueba, pero también de la manifestación del amor de Dios hacia su
pueblo (cf. Os 2, 16). María es la palabra viva de consuelo para la Iglesia en
su lucha contra la muerte. Mostrándonos a su Hijo, nos asegura que las fuerzas
de la muerte han sido ya derrotadas en El: « Lucharon vida y muerte en singular
batalla, y, muerto el que es la Vida, triunfante se levanta ».141
El Cordero inmolado vive con
las señales de la pasión en el esplendor de la resurrección. Sólo El domina
todos los acontecimientos de la historia: desata sus « sellos » (cf. Ap 5,
1-10) y afirma, en el tiempo y más allá del tiempo, el poder de la vida sobre
la muerte. En la « nueva Jerusalén », es decir, en el mundo nuevo, hacia el que
tiende la historia de los hombres, « no habrá ya muerte, ni habrá llanto, ni
gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado » (Ap 21, 4).
Y mientras, como pueblo
peregrino, pueblo de la vida y para la vida, caminamos confiados hacia « un
cielo nuevo y una tierra nueva » (Ap 21, 1), dirigimos la mirada a aquélla que
es para nosotros « señal de esperanza cierta y de consuelo ».142
Oh María,
aurora del mundo nuevo,
Madre de los vivientes,
a Ti confiamos la causa de
la vida:
mira, Madre, el número
inmenso
de niños a quienes se impide
nacer,
de pobres a quienes se hace
difícil vivir,
de hombres y mujeres
víctimas
de violencia inhumana,
de ancianos y enfermos
muertos
a causa de la indiferencia
o de una presunta piedad.
Haz que quienes creen en tu
Hijo
sepan anunciar con firmeza y
amor
a los hombres de nuestro
tiempo
el Evangelio de la vida.
Alcánzales la gracia de
acogerlo
como don siempre nuevo,
la alegría de celebrarlo con
gratitud
durante toda su existencia
y la valentía de
testimoniarlo
con solícita constancia,
para construir,
junto con todos los hombres
de buena voluntad,
la civilización de la verdad
y del amor,
para alabanza y gloria de
Dios Creador
y amante de la vida.
Dado en Roma, junto a san
Pedro, el 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del Señor, del año 1995,
decimoséptimo de mi Pontificado.
IOANNES PAULUS PP. II
1. En realidad, la expresión
« Evangelio de la vida » no se encuentra como tal en la Sagrada Escritura. Sin
embargo, expresa bien un aspecto esencial del mensaje bíblico.
2. Const. past. Gaudium et
spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.
3. Cf. Carta enc. Redemptor
hominis (4 marzo 1979), 10: AAS 71 ( 1979), 275.
4. Cf. Ibid, 14: l.c., 285.
5. Const. past, Gaudium et
spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 27.
6. Cf. Carta a todos los
Obispos de la Iglesia sobre la intangibilidad de la vida humana inocente (19
mayo 1991): Insegnamenti XIV, 1 (1991), 1293-1296.
7. Ibid., l.c., 1294.
8. Carta a las Familias
Gratissimam sane (2 febrero 1994), 4: AAS 86 ( 1994), 871.
9. Carta enc. Centesimus
annus (1 mayo 1991), 39: AAS 83 (1991), 842.
10. N. 2259.
11. Cf. S. Ambrosio, De Noe,
26, 94-96: CSEL 32, 480-481.
12. Cf. Catecismo de la
Iglesia Católica, 1867 y 2268.
13. De Cain et Abel, II, 10,
38: CSEL 32, 408.
14. Cf. Congregación para la
Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, sobre el respeto de la vida humana
naciente y la dignidad de la procreación: AAS 80 (1988), 70-102.
15. Discurso durante la
Vigilia de oración en la VIII Jornada Mundial de la Juventud (14 agosto 1993),
II, 3: AAS 86 (1994), 419.
16. Discurso a los
participantes en el Convenio de estudio sobre «El derecho a la vida y Europa»
(18 diciembre 1987): Insegnamenti X, 3 (1987), 1446-1447.
17. Const. past. Gaudium et
spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 36.
18. Cf. ibid., 16.
19. Cf. S. Gregorio Magno, Moralia in Job, 13, 23: CCL
143 A, 683.
20. Carta enc. Redemptor
hominis (4 marzo 1979), 10: AAS 71 ( 1979), 274.
21. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium
et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 50.
22. Const. dogm. Dei Verbum,
sobre la divina Revelación, 4.
23. « Gloria Dei vivens homo
»: Contra las herejías, IV, 20, 7: SCh 100/2, 648-649.
24. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium
et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 12.
25. Confesiones, I, 1: CCL
27, 1.
26 Exameron, VI, 75-76: CSEL
32, 260-261.
27. « Vita autem hominis
visio Dei »: Contra las herejías, IV, 20, 7. SCh 100/2, 648-649.
28. Cf. Carta enc.
Centesimus annus (1 mayo 1991), 38; AAS ( 1991), 840-841.
29. Carta enc. Sollicitudo
rei socialis (30 diciembre 1987), 34: AAS 80 ( 1988), 560.
30. Const. past. Gaudium et
spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 50.
31. Carta a las Familias
Gratissimam sane (2 febrero 1994), 9: AAS 86 ( 1994), 878; cf. Pío XII, Carta
enc. Humani generis (12 agosto 1950): AAS 42 (1950), 574.
32. « Animas enim a Deo
immediate creari catholica fides nos retinere iubet »: Pío XII, Carta enc.
Humani generis (12 agosto 1950): AAS 42 ( 1950), 575.
33. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium
et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 50; cf. Exhort, ap, Familiaris
consortio (22 noviembre 1981 ), 28: AAS 74 (1982), 114.
34. Homilías, II, 1; CCSG 3,
39.
35. Véanse, por ejemplo, los
Salmos 22/21, 10-11; 71/70, 6; 139/138, 13-14.
36. Expositio Evangelii
secundum Lucam, II, 22-23: CCL 14, 40-41.
37. S. Ignacio de Antioquía,
Carta a los Efesios, 7, 2; Patres Apostolici, ed. F.X. Funk, II, 82.
38. La creación del hombre,
4: PG 44, 136.
39. Cf. S. Juan Damasceno,
La fe recta, 2, 12: PG 94, 920.922, citado en S. Tomás de Aquino, Summa
Theologiae, I-II, Prol.
40. Pablo VI, Carta enc.
Humanae vitae (25 julio 1968), 13: AAS 60 ( 1968), 489.
41. Congregación para la
Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, sobre el respeto de la vida humana
naciente y la dignidad de la procreación (22 febrero 1987), Introd., 5: AAS 80
(1988), 76-77; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2258.
42. Didaché, I, 1; II, 1-2;
V, 1 y 3: Patres Apostolici, ed. F.X. Funk, I, 2-3, 6-9, 14-17; cf. Carta del
Pseudo-Bernabé, XIX, 5: l.c., 90-93.
43. Cf. Catecismo de la
Iglesia Católica, 2263-2269; cf, Catecismo del Concilio de Trento III, 327-332.
44. Catecismo de la Iglesia
Católica, 2265.
45. Cf. S. 'I'omás de
Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 6-1, a. 7; S. Alfonso de Ligorio, Theologia
moralis, I. III, tr. 4, C. 1 dub. 3.
46. Catecismo de la Iglesia
Católica, 2266.
47. Cf. Ibid.
48. N. 2267.
49. Conc, Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen gentium, sobre la Iglesia, 12.
50. Cf. Const. past. Gaudium
et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 27.
51. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 25.
52. Congregación para la
Doctrina de la Fe, Decl. Iura et bona, sobre la eutanasia (5 mayo 1980), II:
AAS 72 ( 1980), 546.
53. Carta enc, Veritatis
splendor (6 agosto 1993), 96: AAS 85 ( 1993 ), 1209.
54. Const. past. Gaudium et
spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 51: « Abortus necnon infanticidium
nefanda sunt crimina ».
55. Cf. Carta ap. Mulieris
dignitatem (15 agosto 1988),14: AAS 80 (1988), 1686.
56. N. 21: AAS 86 (1994),
920.
57. Congregación para la
Doctrina de la Fe, Declaración sobre el aborto procurado (18 noviembre 1974),
12-13: AAS 66 (1974), 738.
58. Congregación para la
Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, sobre el respeto de la vida humana
naciente y la dignidad de la procreación (22 febrero 1987), I, 1: AAS 80
(1988), 78-79.
59. Ibid., l.c., 79.
60. Así el profeta Jeremías:
« Me fue dirigida la palabra del Señor en estos términos: "Antes de
haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses, te
tenía consagrado: yo profeta de las naciones te constituí" » (1, 4-5). El
Salmista, por su parte, se dirige de este modo al Señor: « En ti tengo mi apoyo
desde el seno, tú mi porción desde las entrañas de mi madre » (Sal 71/70, 6;
cf. Is 46, 3; Jb 10, 8-12; Sal 22/21, 10-11). También el evangelista Lucas -en
el magnífico episodio del encuentro de las dos madres, Isabel y María, y de los
hijos, Juan el Bautista y Jesús, ocultos todavía en el seno materno (cf. 1,
39-45)- señala cómo el niño advierte la venida del Niño y exulta de alegría.
61. cf. Declaración sobre el
aborto procurado (18 noviembre 1974). AAS 66 (1974), 740-747.
62. « No matarás al hijo en
el seno de su madre, ni quitarás la vida al recién nacido »: V, 2, Patres
Apostolici, ed. F.X. Funk, I, 17.
63. Legación en favor de los
cristianos, 35: PG 6, 969.
64. Apologeticum, IX, 8;
CSEL 69, 24.
65. Cf. Carta enc. Casti
connubii (31 diciembre 1930), II: AAS 22 (1930), 562-592.
66. Discurso a la Unión
médico-biológica «S. Lucas» (12 noviembre 1944): Discorsi e radiomessaggi, VI,
(1944-1945),191; cf, Discurso a la Unión Católica Italiana de Comadronas (29
octubre 1951), 2: AAS 43 (1951), 838.
67. Carta enc. Mater et
Magistra (15 mayo 1961), 3: AAS 53 ( 1961 ), 447.
68. Const. past. Gaudium et
spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 51.
69. Cf. Can. 2350, § 1.
70. Código de Derecho
Canónico, can. 1398; cf. Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can.
1450 ~ 2.
71. Cf. Ibid., can.1329;
Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 1417.
72. Cf. Discurso al Congreso
de la Asociación de Juristas Católicos Italianos (9 diciembre 1972): AAS 64
(1972), 777; Carta enc. Humanae vitae (25 julio 1968), 14: AAS 60 ( 1968), 490.
73. Cf. Conc Ecum. Vat. II,
Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 25.
74. Congregación para la
Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, sobre el respeto de la vida humana
naciente y la dignidad de la procreación (22 febrero 1987), I, 3: AAS 80
(1988), 80.
75. Cf. Carta de los
derechos de la familia (22 octubre 1983), art. 4b, Tipografía Políglota
Vaticana, 1983,
76. Congregación para la
Doctrina de la Fe, Decl. Iura et bona, sobre la eutanasia (5 mayo 1980), II:
AAS 72 (1980), 546.
77. Ibid., IV, l.c., 551.
78. Cf. Ibid.
79. Discurso a un grupo
internacional de médicos (24 febrero 1957), III; AAS 49 (1957), 147; Cf..
Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Iura et bona, sobre la eutanasia,
III: AAS 72 (1980), 547-548.
80. Pío XII, Discurso a un
grupo internacional de médicos (24 febrero 1957), III: AAS 49 (1957), 145.
81. Cf. Pío XII, Discurso a
un grupo internacional de médicos (24 febrero 1957): AAS 49 (1957), 129-147;
Congregación del San Oficio, Decretum de directa insontium occisione (2
diciembre 1940): AAS 32 ( 1940), 553-554; Pablo VI, Mensaje a la televisión
francesa: « Toda vida es sagrada » (27 enero 1971): Insegnamenti IX 1971 ),
57-58; Discurso al International College of Surgeons (1 junio 1972): AAS 64
(1972), 432-436; Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 27.
82. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 25.
83. Cf. S. Agustín, De
Civitate Dei I, 20: CCL 47, 22; S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q.
6, a. 5.
84. Cf. Congregación para la
Doctrina de la Fe, Decl. Iura et bona, sobre la eutanasia (5 mayo 1980), I: AAS
72 (1980), 545; Catecismo de la Iglesia Católica, 2281-2283.
85. Epistula 204, 5: CSEL
57, 320.
86. Const. past. Gaudium et
spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 18.
87. Cf. Carta ap. Salvifici
doloris (11 febrero 1984), 14-24: AAS 76 ( 1984 ), 214-234.
88. Cf, Carta enc.
Centesimus annus (1 mayo 1991), 46: AAS 83 (1991), 850; Pío XII, Radiomensaje
de Navidad (24 diciembre 1944): AAS 37 (1945), 10-20.
89. Cf. Carta enc, Veritatis
splendor (6 agosto 1993), 97 y 99: AAS 85 ( 1993 ), 1209-1211.
90. Congregación para la
Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, sobre el respeto de la vida humana
naciente y la dignidad de la procreación (22 febrero 1987), III; AAS 80 (1988),
98.
91. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis
humanae, sobre la libertad religiosa, 7.
92. Cf. S. Tomás de Aquino,
Summa Theologiae, I-II, q. 96, a. 2.
93. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis
humanae, sobre la libertad religiosa, 7.
94 Carta enc. Pacem in
terris (11 abril 1963 ), II: AAS 55 ( 1963 ), 273-274; la cita interna está
tomada del Radiomensaje de Pentecostés 1941 (1 junio 1941 ) de Pío XII: AAS 33
( 1941 ), 200. Sobre este tema la Encíclica hace referencia en nota a: Pío XI,
Carta enc. Mit brennender Sorge (14 marzo 1937): AAS 29 (1937), 159; Carta enc.
Divini Redemptoris (19 marzo 1937), III: AAS 29 (1937), 79; Pío XII,
Radiomensaje de Navidad (24 diciembre 1942): AAS 35 (1943), 9-24.
95. Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963), l.c.,
271.
96. Summa Theologiae, I-II, q. 93, a. 3, ad 2um.
97. Ibid., I-II, q. 95, a.
2. El Aquinate cita a S.. Agustín: «Non videtur esse lex, quae insta non
fuerit», De libero arbitrio, I, 5, 11: PL 32, 1227.
98. Congregación para la Doctrina de la Fe,
Declaración sobre el aborto procurado (18 noviembre 1974), 22: AAS 66 (1974),
744.
99. Cf. Catecismo de la
Iglesia Católica,1753-1755; Carta enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993),
81-82; AAS 85 (1993), 1198-1199.
100. In Iohannis Evangelium Tractatus,
41,10: CCL 36, 363; cf. Carta enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993), 13: AAS
85 (1993), 1144.
101. Exhort, ap. Evangelii
nuntiandi (8 diciembre 1975),14: AAS 68 (1976), 13,
102. Cf. Misal romano,
Oración del celebrante antes de la comunión.
103. Cf. S. Ireneo: « Omnem novitatem attulit,
semetipsum afferens, qui fuerat annuntiatus », Contra las herejías, IV, 34, 1:
SCh 100/2, 846-847.
104. Cf. S. Tomás de Aquino
« Peccator inveterascit, recedens a novitate Christi », In Psalmos Davidis
lectura, 6, 5.
105. Sobre las
bienaventuranzas, Sermón VII: PG 44, 1280.
106. Cf. Carta enc.
Veritatis splendor (6 agosto 1993), 116: AAS 85 ( 1993 ), 1224.
107. Cf. Carta enc.
Centesimus annus (1 mayo 1991), 37: AAS 83 ( 1991 ), 840.
108. Cf. Mensaje con ocasión
de la Navidad de 1967: AAS 60 ( 1968), 40.
109. Pseudo-Dionisio
Areopagita, Sobre los nombres divinos, 6, 1-3: PG 3, 856-857.
110. Pablo VI, Pensamiento
sobre la muerte, Instituto Pablo VI, Brescia 1988, 24.
111. Homilía para la
beatificación de Isidoro Bakanja, Elisabetta Canori Mora y Gianna Beretta Molla
(24 abril 1994): L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 29 abril
1994, 2.
112. Ibid.
113. Homilías sobre Mateo,
L, 3: PG 58, 508.
114. Catecismo de la Iglesia
Católica, 2372.
115. Discurso a la IV
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Santo Domingo (12 octubre
1992), 15: AAS 85 (1993), 819.
116. Cf. Decr. Unitatis
redintegratio, sobre el ecumenismo, l2; Const. past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 90.
117. Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre
1981), 17: AAS 74 (1982), 100.
118. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium
et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 50.
119. Carta enc. Centesimus
annus (1 mayo 1991), 39: AAS 83 (1991), 842.
120. Discurso a los
participantes en el VII Simposio de Obispos europeos sobre el tema «Las
actitudes contemporáneas ante el nacimiento y la muerte: un desafío para la
evangelización» (17 octubre 1989), 5: Insegnamenti XII, 2 (1989), 945. La
tradición bíblica presenta a los hijos precisamente como un don de Dios (cf.
Sal 127/126, 3); y como un signo de su bendición al hombre que camina por los
caminos del Señor (cf. Sal 128/127, 3-4).
121. Cart enc. Sollicitudo
rei socialis (30 diciembre 1987), 38: AAS 80 (1988), 565-566.
122. Exhort. ap. Familiaris consortio (22
noviembre 1981), 86: AAS 74 (1982), 188.
123. Pablo VI, Exhort. ap.
Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 18: AAS 68 (1976), 17.
124. Cf. Ibid., 20, l.c., 18.
125. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium
et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 24.
126. Cf. Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991),
17: AAS 83 (1991), 814; Carta enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993), 95-101:
AAS 85 (1993), 1208-1213.
127. Carta enc. Centesimus
annus (1 mayo 1991), 24: AAS 83 (1991), 822.
128. Exhort. ap. Familiaris
consortio (22 noviembre 1981), 37: AAS 74 (1982), 128.
129. Carta con que se
instituye la Jornada Mundial del Enfermo (13 mayo 1992), 2: Insegnamenti XV, 1 (1992),
1440.
130. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium
et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 35; Pablo VI, Carta enc.
Populorum progressio (26 marzo 1967), 15: AAS 59 (1967), 265.
131. Cf. Carta a las
Familias Gratissimam sane (2 febrero 1994), 13: AAS 86 (1994), 892.
132. Motu proprio Vitae
mysterium (11 febrero 1994), 4: AAS 86 (1994), 386-387.
133. Mensajes del Concilio a
la humanidad (8 diciembre 1965): A las mujeres.
134. Carta ap. Mulieris
dignitatem (15 agosto 1988), 18: AAS 80 (1988), 1696.
135. Cf. Carta a las
Familias Gratissimam sane (2 febrero 1994), 5: AAS 86 (1994), 872
136. Discurso a los
participantes en la reunión de estudio sobre el tema «El derecho a la vida y
Europa» (18 diciembre 1987): Insegnamenti X, 3 (1987), 1446.
137. Mensaje para la Jornada
Mundial de la Paz 1977: AAS 68 (1976), 711-712.
138. Bto. Guerrico D'Igny, In Assumptione B. Mariae,
sermo I, 2: PL, 185, 188.
139. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 5.
140. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium
et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.
141. Misal romano, Secuencia
del domingo de Pascua de Resurrección.
142. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 68.
© Copyright - Libreria
Editrice Vaticana
No hay comentarios:
Publicar un comentario