CARTA
APOSTÓLICA
DEL
SANTO PADRE
FRANCISCO
EN
EL XVI CENTENARIO DE LA MUERTE DE SAN JERÓNIMO
Una estima por la Sagrada
Escritura, un amor vivo y suave por la Palabra de Dios escrita es la herencia
que san Jerónimo ha dejado a la Iglesia a través de su vida y sus obras. Las
expresiones, tomadas de la memoria litúrgica del santo[1], nos ofrecen una clave
de lectura indispensable para conocer, en el XVI centenario de su muerte, su
admirable figura en la historia de la Iglesia y su gran amor por Cristo. Este
amor se extiende, como un río en muchos cauces, a través de su obra de
incansable estudioso, traductor, exegeta, profundo conocedor y apasionado
divulgador de la Sagrada Escritura; fino intérprete de los textos bíblicos;
ardiente y en ocasiones impetuoso defensor de la verdad cristiana; ascético y
eremita intransigente, además de experto guía espiritual, en su generosidad y
ternura. Hoy, mil seiscientos años después, su figura sigue siendo de gran
actualidad para nosotros, cristianos del siglo XXI.
Introducción
El 30 de septiembre del año
420, Jerónimo concluía su vida terrena en Belén, en la comunidad que fundó
junto a la gruta de la Natividad. De este modo se confiaba a ese Señor que
siempre había buscado y conocido en la Escritura, el mismo que como Juez ya
había encontrado en una visión, cuando padecía fiebre, quizá en la Cuaresma del
año 375. En ese acontecimiento, que marcó un viraje decisivo en su vida, un
momento de conversión y cambio de perspectiva, se sintió arrastrado a la
presencia del Juez: «Interrogado acerca de mi condición, respondí que era
cristiano. Pero el que estaba sentado me dijo: “Mientes; tú eres ciceroniano,
tú no eres cristiano”»[2]. San Jerónimo, en efecto, había amado desde joven la
belleza límpida de los textos clásicos latinos y, en comparación, los escritos
de la Biblia le parecían, inicialmente, toscos e imprecisos, demasiado ásperos
para su refinado gusto literario.
Ese episodio de su vida
favoreció la decisión de consagrarse totalmente a Cristo y a su Palabra,
dedicando su existencia a hacer que las palabras divinas, a través de su
infatigable trabajo de traductor y comentarista, fueran cada vez más accesibles
a los demás. Ese acontecimiento dio a su vida una orientación nueva y más
decidida: convertirse en servidor de la Palabra de Dios, como enamorado de la
“carne de la Escritura”. Así, en la búsqueda continua que caracterizó su vida,
revalorizó sus estudios juveniles y la formación recibida en Roma, reordenando
su saber en un servicio más maduro a Dios y a la comunidad eclesial.
Por eso, san Jerónimo entra
con pleno derecho entre las grandes figuras de la Iglesia de la época antigua,
en el periodo llamado el siglo de oro de la patrística, verdadero puente entre
Oriente y Occidente: fue amigo de juventud de Rufino de Aquilea, visitó a
Ambrosio y mantuvo una intensa correspondencia con Agustín. En Oriente conoció
a Gregorio Nacianceno, Dídimo el Ciego, Epifanio de Salamina. La tradición
iconográfica cristiana lo consagró representándolo, junto con Agustín, Ambrosio
y Gregorio Magno, entre los cuatro grandes doctores de la Iglesia de Occidente.
Mis predecesores también
quisieron recordar su figura en diversas circunstancias. Hace un siglo, con
ocasión del decimoquinto centenario de su muerte, Benedicto XV le dedicó la
Carta encíclica Spiritus Paraclitus (15 septiembre 1920), presentándolo al
mundo como «doctor maximus explanandis Scripturis»[3]. En tiempos más
recientes, Benedicto XVI expuso su personalidad y sus obras en dos catequesis
sucesivas[4]. Ahora, en el decimosexto centenario de su muerte, también yo
deseo recordar a san Jerónimo y volver a proponer la actualidad de su mensaje y
de sus enseñanzas, a partir de su gran estima por las Escrituras.
En este sentido, puede
conectarse perfectamente, como guía segura y testigo privilegiado, con la XII
Asamblea del Sínodo de los Obispos, dedicada a la Palabra de Dios[5], y con la
Exhortación apostólica Verbum Domini (VD) de mi predecesor Benedicto XVI,
publicada precisamente en la fiesta del santo, el 30 de septiembre de 2010[6].
De Roma a Belén
La vida y el itinerario
personal de san Jerónimo se consumaron por las vías del imperio romano, entre
Europa y Oriente. Nació alrededor del año 345 en Estridón, frontera entre
Dalmacia y Panonia, en el territorio de la actual Croacia y Eslovenia, y recibió
una sólida educación en una familia cristiana. Según el uso de la época, fue
bautizado en edad adulta, en los años en que estudió retórica en Roma, entre el
358 y el 364. Precisamente en este periodo romano se convirtió en un lector
insaciable de los clásicos latinos, que estudiaba bajo la guía de los maestros
de retórica más ilustres de su tiempo.
Al finalizar los estudios
emprendió un largo viaje a la Galia, que lo llevó a la ciudad imperial de
Tréveris, hoy Alemania. Allí entró en contacto, por primera vez, con la
experiencia monástica oriental difundida por san Atanasio. De este modo maduró
un deseo profundo que lo acompañó a Aquilea donde inició con algunos de sus
amigos «un coro de bienaventurados»[7], un periodo de vida en común.
Hacia el año 374, pasando
por Antioquía, decidió retirarse al desierto de Calcis, para realizar, de forma
cada vez más radical, una vida ascética, en la que estaba reservado un amplio
espacio al estudio de las lenguas bíblicas, primero del griego y después del
hebreo. Se confió a un hermano judío, convertido al cristianismo, que lo
introdujo en el conocimiento de la nueva lengua hebrea y de los sonidos, que
definió «palabras fricativas y aspiradas»[8].
Jerónimo eligió y vivió el
desierto, con la consiguiente vida eremítica, en su significado más profundo:
como lugar de las elecciones existenciales fundamentales, de intimidad y
encuentro con Dios, donde a través de la contemplación, las pruebas interiores
y el combate espiritual llegó al conocimiento de la fragilidad, con una mayor
conciencia de los límites propios y ajenos, reconociendo la importancia de las
lágrimas[9]. Así, en el desierto, experimentó concretamente la presencia de
Dios, la necesaria relación del ser humano con Él, su consolación
misericordiosa. A este respecto, me gusta recordar una anécdota, de tradición
apócrifa. Jerónimo le dijo al Señor: “¿Qué quieres de mí?” Y Él le respondió:
“Todavía no me has dado todo”. “Pero, Señor, yo te di esto, esto y esto…”
—“Falta una cosa” —“¿Qué cosa?” —“Dame tus pecados, para que pueda tener la
alegría de perdonarlos otra vez”[10].
Volvemos a encontrarlo en
Antioquía, donde fue ordenado sacerdote por el obispo Paulino, después en
Constantinopla, hacia el año 379, donde conoció a Gregorio Nacianceno y
prosiguió sus estudios; se dedicó a traducir del griego al latín importantes
obras (las homilías de Orígenes y la crónica de Eusebio), respiró el clima del
Concilio celebrado en esa ciudad en el año 381. En esos años, su pasión y su
generosidad se revelaron en el estudio. Una bendita inquietud lo guiaba y lo
volvía incansable y apasionado en la búsqueda: «Cuántas veces me desanimé,
cuántas desistí para empezar de nuevo en mi empeño de aprender», conducido por
la “amarga semilla” de semejantes estudios para poder recoger “dulces frutos”[11].
En el año 382 Jerónimo
volvió a Roma y se puso a disposición del papa Dámaso quien, valorando sus
grandes cualidades, lo nombró su estrecho colaborador. Aquí Jerónimo se dedicó
a una actividad incesante, sin olvidar la dimensión espiritual. En el Aventino,
gracias al apoyo de mujeres aristocráticas romanas, deseosas de elecciones
evangélicas radicales, como Marcela, Paula y su hija Eustoquio, creó un
cenáculo fundado en la lectura y el estudio riguroso de la Escritura. Jerónimo
fue exegeta, docente, guía espiritual. En ese tiempo comenzó una revisión de
las anteriores traducciones latinas de los Evangelios, y quizá también de otras
partes del Nuevo Testamento; continuó su trabajo como traductor de homilías y
comentarios escriturísticos de Orígenes, desplegó una intensa actividad
epistolar, se confrontó públicamente con autores heréticos, a veces con excesos
e intransigencias, pero siempre movido sinceramente por el deseo de defender la
verdadera fe y el depósito de las Escrituras.
Este periodo intenso y
prolífico se interrumpió con la muerte del papa Dámaso. Se vio obligado a dejar
Roma y, seguido por algunos amigos y mujeres deseosas de continuar la
experiencia espiritual y el estudio bíblico que habían comenzado, partió hacia
Egipto —donde conoció al gran teólogo Dídimo el Ciego— y Palestina, para
establecerse definitivamente en Belén en el año 386. Retomó sus estudios
filológicos, arraigados en los lugares físicos que habían sido escenario de
esas narraciones.
La importancia que daba a
los lugares santos se evidencia no sólo por la elección de vivir en Palestina,
desde el año 386 hasta su muerte, sino también por el servicio a las
peregrinaciones. Precisamente en Belén, lugar privilegiado para él, cerca de la
gruta de la Natividad fundó dos monasterios “gemelos”, masculino y femenino,
con albergues para acoger a los peregrinos venidos ad loca sancta, manifestando
así su generosidad para alojar a cuantos llegaban a aquella tierra para ver y
tocar los lugares de la historia de la salvación, uniendo de este modo la
búsqueda cultural a la espiritual[12].
Poniéndose a la escucha,
Jerónimo se encontró a sí mismo en la Sagrada Escritura, como también el rostro
de Dios y de los hermanos, y afinó su predilección por la vida comunitaria. De
ahí su deseo de vivir con los amigos, como en los tiempos de Aquilea, y de
fundar comunidades monásticas, persiguiendo el ideal cenobítico de vida
religiosa que ve al monasterio como “lugar de entrenamiento” donde formar
personas «que se hayan hecho los más insignificantes de todos para merecer ser
los primeros», felices en la pobreza y capaces de enseñar con el propio estilo
de vida. De hecho, consideraba formativo vivir «bajo la disciplina de un solo
padre y en compañía de muchos hermanos» para aprender la humildad, la
paciencia, el silencio y la mansedumbre, consciente de que «a la verdad no le
gustan los rincones ni le hacen falta los chismosos»[13]. Además, confiesa que
comenzó a «sentir […] nostalgia de las celdas del monasterio y a echar de menos
la similitud de aquellas hormigas con los monjes, entre los cuales se trabaja
en común y, aunque nada sea propiedad de cada cual, todos lo tienen todo»[14].
Jerónimo no encontró en el
estudio un deleite efímero centrado en sí mismo, sino un ejercicio de vida
espiritual, un medio para llegar a Dios y, de este modo, su formación clásica
se reordenó también en un servicio más maduro a la comunidad eclesial. Pensemos
en la ayuda que dio al papa Dámaso, en la enseñanza que dedicó a las mujeres,
especialmente para el hebreo, desde el primer cenáculo en el Aventino, hasta
hacer entrar a Paula y Eustoquio en «las discrepancias de los traductores»[15]
y, algo inaudito para ese tiempo, permitirles que pudieran leer y cantar los
Salmos en la lengua original[16].
Una cultura, la suya, puesta
al servicio y confirmada como necesaria para todo evangelizador. Así le
recordaba al amigo Nepociano: «La palabra del presbítero está inspirada por la
lectura de las Escrituras. No te quiero ni declamador, ni deslenguado, ni
charlatán, sino conocedor del misterio e instruido en los designios de tu Dios.
Hablar con engolamiento o precipitadamente para suscitar admiración ante el
vulgo ignorante es propio de hombres incultos. El hombre de frente altanera se
lanza con frecuencia a interpretar lo que ignora, y si logra convencer a los
demás, se arroga para sí mismo el saber»[17].
Hasta su muerte en el año
420, Jerónimo transcurrió en Belén el periodo más fecundo e intenso de su vida,
completamente dedicado al estudio de la Escritura, comprometido en la monumental
obra de traducción de todo el Antiguo Testamento a partir del original hebreo.
Al mismo tiempo, comentaba los libros proféticos, los salmos, las obras
paulinas, escribía subsidios para el estudio de la Biblia. El trabajo valioso
que se encuentra en sus obras es fruto del diálogo y la colaboración, desde la
copia y el análisis de los manuscritos hasta su reflexión y discusión: Para
estudiar «los libros divinos yo nunca he confiado en mis propias fuerzas ni he
tenido como maestra mi propia opinión, sino que he solido preguntar incluso
sobre aquellas cosas que yo creía saber, ¡cuánto más sobre aquellas de las que
yo estaba dudoso!»[18]. Por eso, consciente de sus propios límites, pedía
auxilio continuamente en la oración de intercesión, para que la traducción de
los textos sagrados estuviera hecha «con el mismo espíritu con que fueron
escritos los libros»[19], sin olvidar traducir también otras obras de autores
como Orígenes, indispensables para el trabajo exegético, para «procurar
materiales a quienes quieran adelantar en el conocimiento de las cosas»[20].
El estudio de Jerónimo se
reveló como un esfuerzo realizado en la comunidad y al servicio de la
comunidad, modelo de sinodalidad también para nosotros, para nuestro tiempo y
para las diversas instituciones culturales de la Iglesia, con vistas a que sean
siempre «lugar donde el saber se vuelve servicio, porque sin el saber nacido de
la colaboración y que se traduce en la cooperación no hay desarrollo humano
genuino e integral»[21]. El fundamento de esa comunión es la Escritura, que no
podemos leer por nuestra cuenta: «La Biblia ha sido escrita por el Pueblo de
Dios y para el Pueblo de Dios, bajo la inspiración del Espíritu Santo. Sólo en
esta comunión con el Pueblo de Dios podemos entrar realmente, con el
“nosotros”, en el núcleo de la verdad que Dios mismo quiere comunicarnos»[22].
La vigorosa experiencia de
vida de Jerónimo, alimentada por la Palabra de Dios, hizo que se convirtiera en
guía espiritual, a través de una intensa correspondencia epistolar. Se hizo
compañero de viaje, convencido de que «ningún arte se aprende sin maestro»,
como escribe a Rústico: «Todo lo que pretendo insinuarte, tomándote de la mano,
todo lo que pretendo inculcarte, como el experto marino que ha pasado por
muchos naufragios lo haría con un remero bisoño»[23]. Desde aquel rincón
tranquilo del mundo acompañaba a la humanidad en una época de grandes cambios,
marcada por acontecimientos como el saqueo de Roma del año 410, que lo afectó
profundamente.
Confiaba en sus cartas las
polémicas doctrinales, siempre en defensa de la recta fe, revelándose como
hombre de relaciones vividas con fuerza y con dulzura, involucrado totalmente,
sin formas edulcoradas, experimentando que «el amor no tiene precio»[24]. Así
vivía sus afectos, con ímpetu y sinceridad. Esta implicación en las situaciones
en las que vivía y actuaba se constata también con el hecho de que ofrecía su
trabajo de traducción y crítica como munus amicitiae. Era un don ante todo para
los amigos, a quienes destinaba y dedicaba sus obras, y a quienes les pedía que
las leyeran con ojos amigables más que críticos, y luego para los lectores, sus
contemporáneos y los de todos los tiempos[25].
Dedicó los últimos años de
su vida a la lectura orante personal y comunitaria de la Escritura, a la
contemplación, al servicio a los hermanos a través de sus obras. Todo esto en
Belén, junto a la gruta donde la Virgen dio a luz al Verbo, consciente de que
es «dichoso aquel que porta en su pecho la cruz, la resurrección y el lugar del
nacimiento de Cristo y el de la ascensión. Dichoso aquel que tiene a Belén en
su corazón, y en cuyo corazón Cristo nace a diario»[26].
La clave sapiencial de su
retrato
Para una plena comprensión
de la personalidad de san Jerónimo es necesario conjugar dos dimensiones
características de su existencia como creyente. Por un lado, su absoluta y
rigurosa consagración a Dios, con la renuncia a cualquier satisfacción humana,
por amor a Cristo crucificado (cf. 1 Co 2,2; Flp 3,8.10); por otro lado, el
esfuerzo de estudio asiduo, dirigido exclusivamente a una comprensión del
misterio del Señor cada vez más profunda. Es precisamente este doble testimonio
ofrecido de modo admirable por san Jerónimo, el que se propone como modelo,
sobre todo, para los monjes, quienes viven de ascesis y oración, con vistas a
que se dediquen al trabajo asiduo de la investigación y del pensamiento;
después, para los estudiosos, que deben recordar que el saber sólo es válido
religiosamente si está fundado en el amor exclusivo a Dios, y expoliado de toda
ambición humana y aspiración mundana.
Tales dimensiones fueron
incorporadas en el campo de la historia del arte, donde la presencia de san
Jerónimo es frecuente: grandes maestros de la pintura occidental nos han dejado
sus representaciones. Podríamos organizar las diversas tipologías iconográficas
en dos líneas distintas. Una lo define sobre todo como monje y penitente, con
un cuerpo marcado por el ayuno, retirado en zonas desérticas, de rodillas o
postrado en tierra, en muchos casos apretando una piedra en la mano derecha
para golpearse el pecho, y con los ojos vueltos al Crucificado. En esta línea
se sitúa la conmovedora obra maestra de Leonardo da Vinci conservada en la
Pinacoteca Vaticana. Otro modo de representar a Jerónimo es el que lo muestra
vestido como un estudioso, sentado en su escritorio, dedicado a la traducción y
al comentario de la Sagrada Escritura, rodeado de libros y pergaminos,
consagrado a la misión de defender la fe a través del pensamiento y la escritura.
Albrecht Dürer, por citar otro ejemplo ilustre, lo representó más de una vez en
esta actitud.
Los dos aspectos evocados
anteriormente se encuentran unidos en el lienzo de Caravaggio, en la Galería
Borghese de Roma. En una única escena se representa al anciano asceta, vestido
ligeramente con un manto rojo, que tiene un cráneo sobre la mesa, símbolo de la
vanidad de las realidades terrenas; pero al mismo tiempo también se manifiesta
con vehemencia su cualidad de estudioso, que tiene los ojos fijos en el libro,
mientras su mano mete la pluma en el tintero, como acto que caracteriza al
escritor.
De manera análoga —que
llamaría sapiencial— debemos comprender el doble perfil del itinerario
biográfico de Jerónimo. Cuando, como un verdadero «León de Belén», exageraba en
los tonos, lo hacía por la búsqueda de una verdad que estaba dispuesto a servir
incondicionalmente. Y como él mismo explica en el primero de sus escritos, Vida
de san Pablo, ermitaño de Tebas, los leones son capaces de «desaforados
rugidos», pero también de lágrimas[27]. Por este motivo, las dos fisonomías
contrapuestas que aparecen en su figura son, en realidad, elementos con los que
el Espíritu Santo le permitió madurar su unidad interior.
Amor por la Sagrada
Escritura
El rasgo peculiar de la figura
espiritual de san Jerónimo sigue siendo, sin duda, su amor apasionado por la
Palabra de Dios, transmitida a la Iglesia en la Sagrada Escritura. Si todos los
Doctores de la Iglesia —y en particular los de la época cristiana primitiva—
obtuvieron explícitamente de la Biblia el contenido de sus enseñanzas, Jerónimo
lo hizo de una manera más sistemática y en algunos aspectos única.
En los últimos tiempos los
exegetas han descubierto el genio narrativo y poético de la Biblia, exaltado
precisamente por su calidad expresiva. Jerónimo, en cambio, lo que enfatizaba
de las Escrituras era más bien el carácter humilde con el que Dios se reveló,
expresándose en la naturaleza áspera y casi primitiva de la lengua hebrea,
comparada con el refinamiento del latín ciceroniano. Por tanto, no se dedicaba
a la Sagrada Escritura por un gusto estético, sino —como es bien conocido— sólo
porque lo llevaba a conocer a Cristo, porque ignorar las Escrituras es ignorar
a Cristo[28].
Jerónimo nos enseña que no
sólo se deben estudiar los Evangelios, y que no es solamente la tradición
apostólica, presente en los Hechos de los Apóstoles y en las Cartas, la que hay
que comentar, sino que todo el Antiguo Testamento es indispensable para
penetrar en la verdad y la riqueza de Cristo[29]. Las mismas páginas del
Evangelio lo atestiguan: nos hablan de Jesús como Maestro que, para explicar su
misterio, recurre a Moisés, a los profetas y a los Salmos (cf. Lc 4,16-21;
24,27.44-47). Incluso la predicación de Pedro y Pablo, en los Hechos, se fundamenta
emblemáticamente en las antiguas Escrituras; sin ellas, no puede entenderse
plenamente la figura del Hijo de Dios, el Mesías Salvador. El Antiguo
Testamento no debe considerarse como un vasto repertorio de citas que
demuestran el cumplimiento de las profecías en la persona de Jesús de Nazaret.
En cambio, más radicalmente, sólo a la luz de las “figuras”
veterotestamentarias es posible comprender plenamente el significado del
acontecimiento de Cristo, cumplido en su muerte y resurrección. De ahí la necesidad
de redescubrir, en la práctica catequética y en la predicación, así como en las
discusiones teológicas, el aporte indispensable del Antiguo Testamento, que
debe ser leído y asimilado como alimento precioso (cf. Ez 3,1-11; Ap
10,8-11)[30].
La dedicación total de
Jerónimo a las Escrituras se manifestó en una forma de expresión apasionada,
semejante a la de los antiguos profetas. De ellos sacaba nuestro Doctor su
fuego interior, que se convertía en palabra impetuosa y explosiva (cf. Jr 5,14;
20,9; 23,29; Ml 3,2; Si 48,1; Mt 3,11; Lc 12,49), necesaria para expresar el
celo ardiente del servidor de la causa de Dios. Siguiendo los pasos de Elías,
Juan el Bautista e incluso el apóstol Pablo, el desdén ante la mentira, la
hipocresía y las falsas doctrinas enciende el discurso de Jerónimo haciéndolo
provocativo y aparentemente duro. La dimensión polémica de sus escritos se
comprende mejor si se lee como una especie de calco y actualización de la
tradición profética más auténtica. Jerónimo, por tanto, es un modelo de
testimonio inflexible de la verdad, que asume la severidad del reproche para
inducir a la conversión. En la intensidad de las locuciones e imágenes se
manifiesta la valentía del siervo que no quiere agradar a los hombres sino sólo
a su Señor (Ga 1,10), por quien ha consumido toda la energía espiritual.
El estudio de la Sagrada
Escritura
El amor apasionado de san
Jerónimo por las divinas Escrituras está impregnado de obediencia. En primer
lugar respecto a Dios, que se ha comunicado con palabras que exigen una escucha
reverente[31] y, en consecuencia, también la obediencia a quienes en la Iglesia
representan la tradición interpretativa viva del mensaje revelado. Sin embargo,
la «obediencia de la fe» (Rm 1,5; 16,26) no es una mera recepción pasiva de lo que
es conocido; al contrario, requiere el compromiso activo de la investigación
personal. Podemos considerar a san Jerónimo como un “servidor” de la Palabra,
fiel y trabajador, completamente consagrado a favorecer en sus hermanos de fe
una comprensión más adecuada del «depósito» sagrado que les ha sido confiado
(cf. 1 Tm 6,20; 2 Tm 1,14). Si no se entiende lo escrito por los autores
inspirados, la misma Palabra de Dios carece de eficacia (cf. Mt 13,19) y el
amor a Dios no puede surgir.
Ahora bien, las páginas
bíblicas no siempre son accesibles de inmediato. Como se dice en Isaías
(29,11), incluso para aquellos que saben “leer” —es decir, que han tenido una
formación intelectual suficiente— el libro sagrado aparece “sellado”, cerrado
herméticamente a la interpretación. Por tanto, es necesario que intervenga un
testigo competente para proporcionar la llave liberadora, la de Cristo Señor,
único capaz de desatar los sellos y abrir el libro (cf. Ap 5,1-10), para
revelar la prodigiosa efusión de la gracia (cf. Lc 4,17-21). Muchos entonces,
incluso entre los cristianos practicantes, declaran abiertamente que no saben
leer (cf. Is 29,12), no por analfabetismo, sino porque no están preparados para
el lenguaje bíblico, sus modos expresivos y las tradiciones culturales
antiguas, por lo que el texto bíblico resulta indescifrable, como si estuviera
escrito en un alfabeto desconocido y en una lengua poco comprensible.
Se vuelve necesario, por
tanto, la mediación del intérprete, ejerciendo su función “diaconal”, al
ponerse al servicio de quienes no pueden comprender el sentido de lo escrito
proféticamente. La imagen que se puede evocar, a este respecto, es la del
diácono Felipe, impulsado por el Señor para ir en ayuda del eunuco que está
leyendo un pasaje de Isaías en su carroza (53,7-8), pero sin poder comprender
su significado: «¿Crees entender lo que estás leyendo?», pregunta Felipe; y el
eunuco responde: «¿Cómo voy a entender si nadie me lo explica?» (Hch
8,30-31)[32].
Jerónimo es nuestro guía sea
porque, como lo hizo Felipe (cf. Hch 8,35), lleva a quien lee al misterio de
Jesús, sea también porque asume responsable y sistemáticamente las mediaciones
exegéticas y culturales necesarias para una lectura correcta y fecunda de la
Sagrada Escritura[33]. La competencia en las lenguas en las que se transmitió
la Palabra de Dios, el cuidadoso análisis y evaluación de los manuscritos, la
investigación arqueológica precisa, además del conocimiento de la historia de
la interpretación, en definitiva, todos los recursos metodológicos que estaban
disponibles en su época histórica los supo utilizar armónica y sabiamente, para
orientar hacia una comprensión correcta de la Escritura inspirada.
Una dimensión tan ejemplar
de la actividad de san Jerónimo es muy importante incluso en la Iglesia de hoy.
Como nos enseña la Dei Verbum, si la Biblia es «como el alma de la sagrada
teología»[34] y la columna vertebral espiritual de la práctica religiosa
cristiana[35], es indispensable que el acto interpretativo de la misma esté sostenido
por competencias específicas.
A este propósito sirven
ciertamente los centros especializados para la investigación bíblica —como el
Pontificio Instituto Bíblico en Roma y L’École Biblique y el Studium Biblicum
Franciscanum en Jerusalén— y patrística —como el Augustinianum en Roma—, pero
también las Facultades de Teología deben esforzarse para que la enseñanza de la
Sagrada Escritura esté programada de tal manera que se asegure a los
estudiantes una capacidad interpretativa competente, tanto en la exégesis de
los textos como en la síntesis de la teología bíblica. La riqueza de las
Escrituras es desafortunadamente ignorada o minimizada por muchos, porque no se
les han proporcionado las bases esenciales del conocimiento. Por tanto, junto a
un incremento de los estudios eclesiásticos dirigidos a sacerdotes y
catequistas, que valoricen de manera más adecuada la competencia en la Sagrada
Escritura, se debe promover una formación extendida a todos los cristianos,
para que cada uno sea capaz de abrir el libro sagrado y extraer los frutos
inestimables de sabiduría, esperanza y vida[36].
Aquí quisiera recordar lo
que expresó mi predecesor en la Exhortación apostólica Verbum Domini: «La
sacramentalidad de la Palabra se puede entender en analogía con la presencia
real de Cristo bajo las especies del pan y del vino consagrados. […] Sobre la
actitud que se ha de tener con respecto a la Eucaristía y la Palabra de Dios,
dice san Jerónimo: “Nosotros leemos las Sagradas Escrituras. Yo pienso que el
Evangelio es el Cuerpo de Cristo; yo pienso que las Sagradas Escrituras son su
enseñanza. Y cuando él dice: ‛Quien no come mi carne y bebe mi sangre’ (Jn
6,53), aunque estas palabras puedan entenderse como referidas también al
Misterio [eucarístico], sin embargo, el cuerpo de Cristo y su sangre es
realmente la palabra de la Escritura, es la enseñanza de Dios”»[37].
Lamentablemente, en muchas
familias cristianas nadie se siente capaz —como en cambio está prescrito en la
Torá (cf. Dt 6,6)— de dar a conocer a sus hijos la Palabra del Señor, con toda
su belleza, con toda su fuerza espiritual. Por eso quise establecer el Domingo
de la Palabra de Dios[38], animando a la lectura orante de la Biblia y a la
familiaridad con la Palabra de Dios[39]. Todas las demás manifestaciones de la religiosidad
se enriquecerán así de sentido, estarán orientadas por una jerarquía de valores
y se dirigirán a lo que constituye la cumbre de la fe: la adhesión plena al
misterio de Cristo.
La Vulgata
El “fruto más dulce de la
ardua siembra”[40] del estudio del griego y el hebreo, realizado por Jerónimo,
es la traducción del Antiguo Testamento del hebreo original al latín. Hasta ese
momento, los cristianos del imperio romano sólo podían leer la Biblia en griego
en su totalidad. Mientras que los libros del Nuevo Testamento se habían escrito
en griego, para los del Antiguo existía una traducción completa, la llamada
Septuaginta (es decir, la versión de los Setenta) realizada por la comunidad
judía de Alejandría alrededor del siglo II a.C. Para los lectores de lengua
latina, sin embargo, no había una versión completa de la Biblia en su propio
idioma, sino sólo algunas traducciones, parciales e incompletas, que procedían
del griego. Jerónimo, y después de él sus seguidores, tuvieron el mérito de
haber emprendido una revisión y una nueva traducción de toda la Escritura. Con
el estímulo del papa Dámaso, Jerónimo comenzó en Roma la revisión de los
Evangelios y los Salmos, y luego, en su retiro en Belén, empezó la traducción
de todos los libros veterotestamentarios, directamente del hebreo; una obra que
duró años.
Para completar este trabajo
de traducción, Jerónimo hizo un buen uso de sus conocimientos de griego y
hebreo, así como de su sólida formación latina, y utilizó las herramientas
filológicas que tenía a su disposición, en particular las Hexaplas de Orígenes.
El texto final combinó la continuidad en las fórmulas, ahora de uso común, con
una mayor adherencia al estilo hebreo, sin sacrificar la elegancia de la lengua
latina. El resultado es un verdadero monumento que ha marcado la historia
cultural de Occidente, dando forma al lenguaje teológico. Superados algunos
rechazos iniciales, la traducción de Jerónimo se convirtió inmediatamente en
patrimonio común tanto de los eruditos como del pueblo cristiano, de ahí el
nombre de Vulgata[41]. La Europa medieval aprendió a leer, orar y razonar en
las páginas de la Biblia traducidas por Jerónimo. «La Sagrada Escritura se ha
convertido así en una especie de “inmenso vocabulario” (P. Claudel) y de “Atlas
iconográfico” (M. Chagall) del que se han nutrido la cultura y el arte
cristianos»[42]. La literatura, las artes e incluso el lenguaje popular se han
inspirado constantemente en la versión jeronimiana de la Biblia, dejándonos
tesoros de belleza y devoción.
En relación a este hecho
indiscutible, el Concilio de Trento estableció el carácter «auténtico» de la
Vulgata en el decreto Insuper, rindiendo homenaje al uso secular que la Iglesia
había hecho de ella y certificando su valor como instrumento de estudio,
predicación y discusión pública[43]. Sin embargo, no pretendía minimizar la
importancia de las lenguas originales, como no dejaba de recordar Jerónimo, ni
mucho menos prohibir nuevos trabajos de traducción integral en el futuro. San
Pablo VI, asumiendo el mandato de los Padres del Concilio Vaticano II, quiso
que la revisión de la traducción de la Vulgata se completara y se pusiera a
disposición de toda la Iglesia. Así es como san Juan Pablo II, en la
Constitución apostólica Scripturarum thesaurus[44], promulgó en 1979 la edición
típica llamada Neovulgata.
La traducción como
inculturación
Con su traducción, Jerónimo
logró “inculturar” la Biblia en la lengua y la cultura latina, y esta obra se
convirtió en un paradigma permanente para la acción misionera de la Iglesia. En
efecto, «cuando una comunidad acoge el anuncio de la salvación, el Espíritu
Santo fecunda su cultura con la fuerza transformadora del Evangelio»[45], y de
este modo se establece una especie de circularidad: así como la traducción de
Jerónimo está en deuda con la lengua y la cultura de los clásicos latinos,
cuyas huellas son claramente visibles, así ella, con su lengua y su contenido
simbólico y de imágenes, se ha convertido a su vez en un elemento creador de
cultura.
El trabajo de traducción de
Jerónimo nos enseña que los valores y las formas positivas de cada cultura
representan un enriquecimiento para toda la Iglesia. Los diferentes modos en
que la Palabra de Dios se anuncia, se comprende y se vive con cada nueva
traducción enriquecen la Escritura misma, puesto que —según la conocida
expresión de Gregorio Magno— crece con el lector[46], recibiendo a lo largo de
los siglos nuevos acentos y nueva sonoridad. La inserción de la Biblia y del
Evangelio en las diferentes culturas hace que la Iglesia se manifieste cada vez
más como «sponsa ornata monilibus suis» (Is 61,10). Y atestigua, al mismo
tiempo, que la Biblia necesita ser traducida constantemente a las categorías
lingüísticas y mentales de cada cultura y de cada generación, incluso en la
secularizada cultura global de nuestro tiempo[47].
Ha sido recordado, con
razón, que es posible establecer una analogía entre la traducción, como acto de
hospitalidad lingüística, y otras formas de hospitalidad[48]. Por eso, la
traducción no es un trabajo que concierne únicamente al lenguaje, sino que
corresponde, de hecho, a una decisión ética más amplia, que está relacionada
con toda la visión de la vida. Sin traducción, las diferentes comunidades
lingüísticas no podrían comunicarse entre sí; nosotros cerraríamos las puertas
de la historia y negaríamos la posibilidad de construir una cultura del
encuentro[49]. En efecto, sin traducción no hay hospitalidad y se fortalecen
las acciones de hostilidad. El traductor es un constructor de puentes. ¡Cuántos
juicios temerarios, cuántas condenas y conflictos surgen del hecho de ignorar
el idioma de los demás y de no esforzarnos, con tenaz esperanza, en esta prueba
infinita de amor que es la traducción!
Jerónimo también tuvo que
oponerse al pensamiento dominante de su época. Si en los albores del imperio
romano, el saber griego era relativamente común, en ese momento ya era una
rareza. Sin embargo, llegó a ser uno de los mejores conocedores de la lengua y
literatura griega cristiana y se embarcó solo en un viaje aún más arduo cuando
se dedicó al estudio del hebreo. Como fue escrito, si «los límites de mi
lenguaje son los límites de mi mundo»[50], podemos decir que le debemos al
poliglotismo de san Jerónimo una comprensión más universal del cristianismo y,
al mismo tiempo, más acorde con sus fuentes.
Con la celebración del
centenario de la muerte de san Jerónimo, nuestra mirada se vuelve hacia la
extraordinaria vitalidad misionera expresada por la traducción de la Palabra de
Dios a más de tres mil idiomas. Muchos son los misioneros a quienes debemos la
preciosa labor de publicar gramáticas, diccionarios y otras herramientas
lingüísticas que ofrecen las bases de la comunicación humana y son un vehículo
del «sueño misionero de llegar a todos»[51]. Es necesario valorar todo este
trabajo e invertir en él, contribuyendo a superar las fronteras de la
incomunicabilidad y de la falta de encuentro. Todavía queda mucho por hacer.
Como ha sido afirmado, no existe comprensión sin traducción[52]; no nos
comprenderemos a nosotros mismos, ni a los demás.
Jerónimo y la cátedra de
Pedro
Jerónimo siempre tuvo una
relación especial con la ciudad de Roma: Roma es el puerto espiritual al que
regresó continuamente; en Roma se formó el humanista y se forjó el cristiano;
él era homo romanus. Este vínculo se daba, de manera muy peculiar, en la lengua
de la Urbe, el latín, del que fue maestro y conocedor, pero estuvo sobre todo
vinculado a la Iglesia de Roma y, en especial, a la cátedra de Pedro. La tradición
iconográfica, de manera anacrónica, lo representaba con la púrpura
cardenalicia, para señalar su pertenencia al presbiterio de Roma junto al papa
Dámaso. Fue en Roma donde comenzó la revisión de la traducción; e incluso
cuando la envidia y la incomprensión lo obligaron a abandonar la ciudad,
siempre permaneció fuertemente vinculado a la cátedra de Pedro.
Para Jerónimo, la Iglesia de
Roma era el terreno fértil donde la semilla de Cristo da fruto abundante[53].
En una época agitada, en la que la túnica inconsútil de la Iglesia se veía a
menudo desgarrada por las divisiones entre los cristianos, Jerónimo consideraba
la cátedra de Pedro como un punto de referencia seguro: «Yo, que no sigo más
primacía que la de Cristo, me uno por la comunión a tu beatitud, es decir, a la
cátedra de Pedro. Sé que la Iglesia está edificada sobre esa roca». En medio de
las disputas contra los arrianos, escribió a Dámaso: «Quien no recoge contigo,
desparrama; es decir, el que no es de Cristo es del anticristo»[54]. Por eso podía
afirmar también: «El que se adhiera a la cátedra de Pedro es mío»[55].
Jerónimo a menudo se vio
involucrado en discusiones ásperas a causa de la fe. Su amor por la verdad y la
ardiente defensa de Cristo quizá lo llevaron a exagerar la violencia verbal en
sus cartas y escritos. Sin embargo, vivía orientado a la paz: «También nosotros
queremos la paz, y no sólo la queremos, sino que la pedimos suplicantes. Pero
la paz de Cristo, la paz verdadera, una paz sin enemistades, una paz que no
lleve escondida la guerra, una paz que no esclavice a los adversarios, sino que
los una como amigos»[56].
Nuestro mundo necesita más
que nunca la medicina de la misericordia y la comunión. Permítanme repetir una
vez más: Demos un testimonio de comunión fraterna que sea atractivo y
luminoso[57]. «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis
unos a otros» (Jn 13,35). Es lo que pidió intensamente Jesús con su oración al
Padre: «Para que todos sean uno […] en nosotros, para que el mundo crea» (Jn
17,21).
Amar lo que Jerónimo amó
Como conclusión de esta
Carta, quisiera hacer un nuevo llamamiento a todos. Entre los muchos elogios
que la posteridad le rinde a san Jerónimo está el de no ser considerado
solamente uno de los más grandes estudiosos de la “biblioteca” de la que el
cristianismo se nutre a lo largo del tiempo, comenzando por el tesoro de las
Sagradas Escrituras; sino que también se le puede aplicar lo que él mismo
escribió sobre Nepociano: «Por la asidua lectura y la meditación prolongada,
había hecho de su corazón una biblioteca de Cristo»[58]. Jerónimo no escatimó
esfuerzos para enriquecer su biblioteca, en la que siempre vio un laboratorio
indispensable para la comprensión de la fe y la vida espiritual; y en esto
constituye un maravilloso ejemplo también para el presente. Pero, además, fue
más lejos. Para él, el estudio no se limitaba a sus primeros años juveniles de
formación, sino que era un compromiso constante, una prioridad de todos los
días de su vida. En definitiva, podemos decir que asimiló toda una biblioteca y
se convirtió en dispensador de conocimiento para muchos otros. Postumiano, que
en el siglo IV viajó a Oriente para descubrir los movimientos monásticos, fue
testigo ocular del estilo de vida de Jerónimo, con quien permaneció unos meses,
y lo describió de la siguiente manera: «Él es todo en la lectura, todo en los
libros; no descansa ni de día ni de noche; siempre lee o escribe algo»[59].
En este sentido, a menudo
pienso en la experiencia que puede tener un joven hoy al entrar en una librería
de su ciudad, o en una página de internet, y buscar el sector de libros
religiosos. Es un espacio que, cuando existe, en la mayoría de los casos no
sólo es marginal, sino carente de obras sustanciales. Al examinar esos
estantes, o esas páginas en la red, es difícil para un joven comprender cómo la
investigación religiosa pueda ser una aventura emocionante que une pensamiento
y corazón; cómo la sed de Dios haya encendido grandes mentes a lo largo de los
siglos hasta hoy; cómo la maduración de la vida espiritual haya contagiado a
teólogos y filósofos, artistas y poetas, historiadores y científicos. Uno de
los problemas actuales, no sólo de religión, es el analfabetismo: escasean las
competencias hermenéuticas que nos hagan intérpretes y traductores creíbles de
nuestra propia tradición cultural. Deseo lanzar un desafío, de modo particular,
a los jóvenes: Vayan en busca de su herencia. El cristianismo los convierte en
herederos de un patrimonio cultural insuperable del que deben tomar posesión.
Apasiónense de esta historia, que es de ustedes. Atrévanse a fijar la mirada en
Jerónimo, ese joven inquieto que, como el personaje de la parábola de Jesús,
vendió todo lo que tenía para comprar «la perla de gran valor» (Mt 13,46).
Verdaderamente, Jerónimo es
la «biblioteca de Cristo», una biblioteca perenne que dieciséis siglos después
sigue enseñándonos lo que significa el amor de Cristo, un amor que no se puede
separar del encuentro con su Palabra. Por esta razón, el centenario actual
representa una llamada a amar lo que Jerónimo amó, redescubriendo sus escritos
y dejándonos tocar por el impacto de una espiritualidad que puede describirse,
en su núcleo más vital, como el deseo inquieto y apasionado de un conocimiento
más profundo del Dios de la Revelación. ¿Cómo no escuchar, en nuestros días, lo
que Jerónimo exhortaba incesantemente a sus contemporáneos: «Lee muy a menudo
las Divinas Escrituras, o mejor, nunca el texto sagrado se te caiga de las
manos»?[60].
Un ejemplo luminoso es la
Virgen María, evocada por Jerónimo sobre todo como madre virginal, pero también
en su actitud de lectora orante de la Escritura. María meditaba en su corazón
(cf. Lc 2,19.51) porque «era santa y había leído las Sagradas Escrituras,
conocía a los profetas y recordaba lo que el ángel Gabriel le había anunciado y
lo que se le había augurado por boca de los profetas. […] Veía a Aquel recién
nacido, que era su Hijo, su único Hijo, acostado y dando vagidos, en ese
pesebre, pero a quien en realidad estaba viendo allí acostado era al Hijo de
Dios; y lo que ella estaba viendo andaba comparándolo con cuanto había oído y
leído»[61]. Encomendémonos a ella, que mejor que nadie puede enseñarnos a leer,
meditar, rezar y contemplar a Dios, que se hace presente en nuestra vida sin
cansarse jamás.
Roma, San Juan de Letrán, 30
de septiembre, memoria de san Jerónimo, del año 2020, octavo de mi pontificado.
Francisco
[1] «Deus qui beato
Hieronymo presbitero suavem et vivum Scripturae Sacrae affectum tribuisti, da,
ut populus tuus verbo tuo uberius alatur et in eo fontem vitae inveniet»
(Collecta Missae Sancti Hieronymi, Missale Romanum, editio typica tertia,
Civitas Vaticana 2002). Traducción en lengua española: «Oh, Dios, que
concediste al presbítero san Jerónimo un amor suave y vivo a la Sagrada Escritura,
haz que tu pueblo se alimente de tu palabra con mayor abundancia y encuentre en
ella la fuente de la vida» (Oración colecta Memoria litúrgica de san Jerónimo,
Misal Romano, Madrid 2017)
[2] Epistula (en adelante:
Ep.) 22, 30: CSEL 54, 190.
[3] AAS 12 (1920), 385-423.
[4] Cf. Audiencias Generales
7 y 14 noviembre 2007: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (9
noviembre 2007), p. 12; ibíd. (16 noviembre 2007), p. 16.
[5] Sínodo de los Obispos,
Mensaje al Pueblo de Dios de la XII Asamblea general ordinaria (24 octubre
2008).
[6] Cf. AAS 102 (2010), 681-787.
[7] Chronicum 374: PL 27, 697-698.
[8] Ep. 125, 12: CSEL 56, 131.
[9] Cf. Ep. 122, 3: CSEL 56,
63.
[10] Cf. Homilía en la Santa
Misa, Domus Sanctae Marthae (10 diciembre 2015): L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española (18 diciembre 2015), p. 13. La anécdota se encuentra
en A. Louf, Sotto la guida dello Spirito, Qiqaion, Magnano (BI) 1990, 154-155.
[11] Cf. Ep. 125, 12: CSEL 56, 131.
[12] Cf. VD, 89: AAS 102 (2010), 761-762.
[13] Cf. Ep. 125, 9.15.19:
CSEL 56, 128.133-134.139.
[14] Vita Malchi monachi
captivi 7, 3: PL 23, 59-60; S. Jerónimo, Vidas de tres monjes: Obras completas,
edición bilingüe, vol. II,
ed. BAC, Madrid 2002, 631.
[15] Praef. Esther 2: PL 28, 1505.
[16] Cf. Ep. 108, 26: CSEL 55, 344-345.
[17] Ep. 52, 8: CSEL 54, 428-429; cf. VD, 60: AAS 102
(2010), 739.
[18] Praef. Paralipomenon LXX 1.10-15: SCh 592, 340.
[19] Praef. in Pentateuchum: PL 28, 184.
[20] Ep. 80, 3: CSEL 55,
105.
[21] Mensaje con motivo de
la XXIV solemne Sesión pública de las Academias Pontificias (4 diciembre 2019):
L’Osservatore Romano (6 diciembre 2019), p. 8.
[22] VD, 30: AAS 102 (2010), 709.
[23] Ep. 125, 15.2: CSEL 56, 133.120.
[24] Ep. 3, 6: CSEL 54, 18.
[25] Cf. Praef. Josue 1,
9-12: SCh 592, 316.
[26] Homilia in Psalmum 95:
PL 26, 1181; cf. S. Jerónimo, Obras homiléticas. Comentario a los Salmos: Obras
completas, edición bilingüe, vol. I, ed. BAC, Madrid 1999, 359.
[27] Cf. Vita S. Pauli primi
eremitae, 16, 2: PL 23, 28; S. Jerónimo, Vida de tres monjes: Obras completas,
edición bilingüe, vol. II, ed. BAC, Madrid 2002, 615.
[28] Cf. In Isaiam Prol.: PL
24, 17. S. Jerónimo, Comentario a Isaías (Libros I-XII): Obras completas,
edición bilingüe, vol. VIa,
ed. BAC, Madrid 2007, 5.
[29] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei
Verbum, sobre la divina revelación, 14.
[30] Cf. ibíd.
[31] Cf. ibíd., 7.
[32] Cf. Ep. 53, 5: CSEL 54,
451; S. Jerónimo, Epistolario I (Cartas 1-85): Obras completas, edición
bilingüe, vol. Xa, ed. BAC,
Madrid 2013, 505.
[33] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei
Verbum, sobre la divina revelación, 12.
[34] Ibíd., 24.
[35] Cf. ibíd., 25.
[36] Cf. ibíd., 21.
[37] N. 56; cf. In Psalmum
147: CCL 78, 337-338; S. Jerónimo, Obras homiléticas. Comentario a los Salmos:
Obras completas, edición bilingüe, vol. I, ed. BAC, Madrid 1999, 635-636.
[38] Cf. Carta. ap. en forma
de Motu Proprio Aperuit illis (30 septiembre 2019).
[39] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 152.175: AAS
105 (2013), 1083-1084.1093.
[40] Cf. Ep. 52,3: CSEL 54, 417.
[41] Cf. VD, 72: AAS 102 (2010), 746-747.
[42] S. Juan Pablo II, Carta
a los artistas (4 abril 1999), 5: AAS 91 (1999), 1159-1160.
[43] Cf. Denzinger-Schönmetzer, Enchiridion
Symbolorum, 1506.
[44] (25 abril 1979): AAS 71 (1979), 557-559.
[45] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 116: AAS 105
(2013), 1068.
[46] Homilia in Ezech. I, 7: PL 76, 843D.
[47] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium,
116: AAS 105 (2013), 1068.
[48] Cf. P. Ricœur, Sur la
traduction, Bayard, París 2004.
[49] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24: AAS 105
(2013), 1029-1030.
[50] L. Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus,
5.6.
[51] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 31: AAS 105
(2013), 1033.
[52] Cf. G. Steiner, After Babel. Aspects of language
and translation, Oxford University Press, Nueva York 1975.
[53] Cf. Ep. 15, 1: CSEL 54, 63.
[54] Ibíd., 15, 2: CSEL 54, 62-64.
[55] Ibíd., 16, 2: CSEL 54, 69.
[56] Ibíd., 82, 2: CSEL 55, 109.
[57]Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium,
99: AAS 105 (2013), 1061.
[58] Ep. 60, 10: CSEL 54,
561.
[59] Sulpicius Severus,
Dialogus I, 9, 5: SCh 510, 136-138.
[60] Ep. 52, 7: CSEL 54,
426.
[61] Homilia de nativitate
Domini IV: PLSuppl. 2, 191; S. Jerónimo, Obras homiléticas. Comentario a los
Salmos: Obras completas, edición bilingüe, vol. I, ed. BAC, Madrid 1999, 961.
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