Carta de la
Congregación para la Doctrina de la Fe sobre el cuidado de las personas en las
fases críticas y terminales de la vida
(14 de julio de 2020,
memoria litúrgica de san Camilo de Lelis)
Introducción
El Buen Samaritano que deja su camino para socorrer al hombre enfermo
(cfr. Lc 10, 30-37) es la imagen de Jesucristo que encuentra
al hombre necesitado de salvación y cuida de sus heridas y su dolor con «el
aceite del consuelo y el vino de la esperanza»[1]. Él es el médico de las almas
y de los cuerpos y «el testigo fiel» (Ap 3, 14) de la presencia
salvífica de Dios en el mundo. Pero, ¿cómo concretar hoy este mensaje? ¿Cómo
traducirlo en una capacidad de acompañamiento de la persona enferma en las
fases terminales de la vida de manera que se le ayude respetando y promoviendo
siempre su inalienable dignidad humana, su llamada a la santidad y, por tanto,
el valor supremo de su misma existencia?
El extraordinario y progresivo desarrollo de las tecnologías biomédicas ha
acrecentado de manera exponencial las capacidades clínicas de la medicina en el
diagnóstico, en la terapia y en el cuidado de los pacientes. La Iglesia mira
con esperanza la investigación científica y tecnológica, y ve en ellas una
oportunidad favorable de servicio al bien integral de la vida y de la dignidad
de todo ser humano[2]. Sin embargo, estos progresos de la tecnología médica, si
bien preciosos, no son determinantes por sí mismos para calificar el sentido
propio y el valor de la vida humana. De hecho, todo progreso en las destrezas
de los agentes sanitarios reclama una creciente y sabia capacidad de
discernimiento moral[3] para evitar el uso desproporcionado y deshumanizante de
las tecnologías, sobre todo en las fases críticas y terminales de la vida
humana.
Por otro lado, la gestión organizativa y la elevada articulación y
complejidad de los sistemas sanitarios contemporáneos pueden reducir la
relación de confianza entre el médico y el paciente a una relación meramente
técnica y contractual, un riesgo que afecta, sobre todo, a los países donde se
están aprobando leyes que legitiman formas de suicidio asistido y de eutanasia
voluntaria de los enfermos más vulnerables. Estas niegan los límites éticos y
jurídicos de la autodeterminación del sujeto enfermo, oscureciendo de manera
preocupante el valor de la vida humana en la enfermedad, el sentido del
sufrimiento y el significado del tiempo que precede a la muerte. El dolor y la
muerte, de hecho, no pueden ser los criterios últimos que midan la dignidad
humana, que es propia de cada persona, por el solo hecho de ser un “ser
humano”.
Ante tales desafíos, capaces de poner en juego nuestro modo de pensar la
medicina, el significado del cuidado de la persona enferma y la responsabilidad
social frente a los más vulnerables, el presente documento intenta iluminar a
los pastores y a los fieles en sus preocupaciones y en sus dudas acerca de la
atención médica, espiritual y pastoral debida a los enfermos en las fases
críticas y terminales de la vida. Todos son llamados a dar testimonio junto al
enfermo y transformarse en “comunidad sanadora” para que el deseo de Jesús, que
todos sean una sola carne, a partir de los más débiles y vulnerables, se lleve
a cabo de manera concreta[4]. Se percibe en todas partes, de hecho, la
necesidad de una aclaración moral y de una orientación práctica sobre cómo
asistir a estas personas, ya que «es necesaria una unidad de doctrina y
praxis»[5] respecto a un tema tan delicado, que afecta a los enfermos más
débiles en las etapas más delicadas y decisivas de la vida de una persona.
Diversas Conferencias Episcopales en el mundo han publicado documentos y
cartas pastorales, con las que han buscado dar una respuesta a los desafíos
planteados por el suicidio asistido y la eutanasia voluntaria –legitimadas por
algunas legislaciones nacionales– con una específica referencia a cuantos
trabajan o se recuperan dentro de los hospitales, también en los hospitales
católicos. Pero la atención espiritual y las dudas emergentes, en determinadas
circunstancias y contextos particulares, acerca de la celebración de los
Sacramentos por aquellos que intentan poner fin a la propia vida, reclaman hoy
una intervención más clara y puntual de parte de la Iglesia, con el fin de:
– reafirmar el mensaje del Evangelio y sus expresiones como fundamentos
doctrinales propuestos por el Magisterio, invocando la misión de cuantos están
en contacto con los enfermos en las fases críticas y terminales (los familiares
o los tutores legales, los capellanes de hospital, los ministros
extraordinarios de la Eucaristía y los agentes de pastoral, los voluntarios de
los hospitales y el personal sanitario), además de los mismos enfermos;
– proporcionar pautas pastorales precisas y concretas, de tal manera que a
nivel local se puedan afrontar y gestionar estas situaciones complejas para
favorecer el encuentro personal del paciente con el Amor misericordioso de
Dios.
I. Hacerse cargo del prójimo
Es difícil reconocer el profundo valor de la vida humana cuando, a pesar de
todo esfuerzo asistencial, esta continúa mostrándosenos en su debilidad y
fragilidad. El sufrimiento, lejos de ser eliminado del horizonte existencial de
la persona, continúa generando una inagotable pregunta por el sentido de la
vida[6]. La solución a esta dramática cuestión no podrá jamás ofrecerse solo a
la luz del pensamiento humano, porque en el sufrimiento está contenida la grandeza
de un misterio específico que solo la Revelación de Dios nos puede
desvelar[7]. Especialmente, a cada agente sanitario le ha sido confiada la
misión de una fiel custodia de la vida humana hasta su cumplimiento natural[8],
a través de un proceso de asistencia que sea capaz de re-generar en cada
paciente el sentido profundo de su existencia, cuando viene marcada por el
sufrimiento y la enfermedad. Es por esto necesario partir de una atenta
consideración del propio significado del cuidado, para comprender el
significado de la misión específica confiada por Dios a cada persona, agente
sanitario y de pastoral, así como al mismo enfermo y a su familia.
La experiencia del cuidado médico parte de aquella condición humana,
marcada por la finitud y el límite, que es la vulnerabilidad. En relación a la
persona, esta se inscribe en la fragilidad de nuestro ser juntos “cuerpo”,
material y temporalmente finito, y “alma”, deseo de infinito y destinada a la
eternidad. Nuestro ser criaturas “finitas”, y también destinadas a la
eternidad, revela tanto nuestra dependencia de los bienes materiales y de la
ayuda reciproca de los hombres, como nuestra relación originaria y profunda con
Dios. Esta vulnerabilidad da fundamento a la ética del cuidado, de
manera particular en el ámbito de la medicina, entendida como solicitud,
premura, coparticipación y responsabilidad hacia las mujeres y hombres que se
nos han confiado porque están necesitados de atención física y espiritual.
De manera específica, la relación de cuidado revela un principio de
justicia, en su doble dimensión de promoción de la vida humana (suum cuique
tribuere) y de no hacer daño a la persona (alterum non laedere): es
el mismo principio que Jesús transforma en la regla de oro positiva «todo lo
que deseáis que los demás hagan con vosotros, hacedlo vosotros con ellos» (Mt 7,
12). Es la regla que, en la ética médica tradicional, encuentra un eco en el
aforismo primum non nocere.
El cuidado de la vida es, por tanto, la primera responsabilidad que el
médico experimenta en el encuentro con el enfermo. Esta no puede reducirse a la
capacidad de curar al enfermo, siendo su horizonte antropológico y moral más
amplio: también cuando la curación es imposible o improbable, el acompañamiento
médico y de enfermería (el cuidado de las funciones esenciales del cuerpo),
psicológico y espiritual, es un deber ineludible, porque lo contrario
constituiría un abandono inhumano del enfermo. La medicina, de hecho, que se
sirve de muchas ciencias, posee también una importante dimensión de “arte
terapéutica” que implica una relación estrecha entre el paciente, los agentes
sanitarios, familiares y miembros de las varias comunidades de pertenencia del
enfermo: arte terapéutica, actos clínicos y cuidado están
inseparablemente unidos en la práctica médica, sobre todo en las fases críticas
y terminales de la vida.
El Buen Samaritano, de hecho, «no sólo se acerca, sino que se hace cargo
del hombre medio muerto que encuentra al borde del camino»[9]. Invierte en él
no solo el dinero que tiene, sino también aquel que no tiene y que espera ganar
en Jericó, prometiendo que pagará a su regreso. Así Cristo nos invita a fiarnos
de su gracia invisible y nos empuja a la generosidad basada en la caridad
sobrenatural, identificándose con cada enfermo: «Cada vez que lo hicisteis con
uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,
40). La afirmación de Jesús es una verdad moral de alcance universal: «se trata
de“hacerse cargo” de toda la vida y de la vida de todos»[10], para
revelar el Amor originario e incondicionado de Dios, fuente del sentido de toda
vida.
Por este motivo, sobre todo en las estructuras hospitalarias y
asistenciales inspiradas en los valores cristianos, es más necesario que nunca
hacer un esfuerzo, también espiritual, para dejar espacio a una relación
construida a partir del reconocimiento de la fragilidad y la vulnerabilidad de
la persona enferma. De hecho, la debilidad nos recuerda nuestra dependencia de
Dios, y nos invita a responder desde el respeto debido al prójimo. De aquí nace
la responsabilidad moral ligada a la conciencia de todo sujeto que se hace
cargo del enfermo (médico, enfermero, familiar, voluntario, pastor) de
encontrarse frente a un bien fundamental e inalienable –la persona humana– que
impone no poder saltarse el límite en el que se da el respeto de sí y del otro,
es decir la acogida, la tutela y la promoción de la vida humana hasta la
llegada natural de la muerte. Se trata, en este sentido, de tener una mirada
contemplativa[11], que sabe captar en la existencia propia y la de los
otros un prodigio único e irrepetible, recibido y acogido como un don. Es la
mirada de quién no pretende apoderarse de la realidad de la vida, sino acogerla
así como es, con sus fatigas y sufrimientos, buscando reconocer en la
enfermedad un sentido del que dejarse interpelar y “guiar”, con la confianza de
quien se abandona al Señor de la vida que se manifiesta en él.
Ciertamente, la medicina debe aceptar el límite de la muerte como parte de
la condición humana. Llega un momento en el que ya no queda más que reconocer
la imposibilidad de intervenir con tratamientos específicos sobre una
enfermedad, que aparece en poco tiempo como mortal. Es un hecho dramático, que
se debe comunicar al enfermo con gran humanidad y también con confiada apertura
a la perspectiva sobrenatural, conscientes de la angustia que la muerte genera,
sobre todo en una cultura que la esconde. No se puede pensar en la vida física
como algo que hay que conservar a toda costa –algo que es imposible–, sino como
algo por vivir alcanzando la libre aceptación del sentido de la existencia
corpórea: «sólo con referencia a la persona humana en su “totalidad unificada”,
es decir, “alma que se expresa en el cuerpo informado por un espíritu
inmortal”, se puede entender el significado específicamente humano del
cuerpo»[12].
Reconocer la imposibilidad de curar ante la cercana eventualidad de la
muerte, no significa, sin embargo, el final del obrar médico y de enfermería.
Ejercitar la responsabilidad hacia la persona enferma, significa asegurarle el
cuidado hasta el final: «curar si es posible, cuidar siempre (to
cure if possible, always to care)»[13]. Esta intención de cuidar siempre al
enfermo ofrece el criterio para evaluar las diversas acciones a llevar a cabo
en la situación de enfermedad “incurable”; incurable, de hecho, no es nunca
sinónimo de “in-cuidable”. La mirada contemplativa invita a ampliar la noción
de cuidado. El objetivo de la asistencia debe mirar a la integridad de la
persona, garantizando con los medios adecuados y necesarios el apoyo físico,
psicológico, social, familiar y religioso. La fe viva, mantenida en las almas
de las personas que la rodean, puede contribuir a la verdadera vida teologal de
la persona enferma, aunque esto no sea inmediatamente visible. El cuidado
pastoral de todos, familiares, médicos, enfermeros y capellanes, puede ayudar
al enfermo a persistir en la gracia santificante y a morir en la caridad, en el
Amor de Dios. Frente a lo inevitable de la enfermedad, sobre todo si es crónica
y degenerativa, si falta la fe, el miedo al sufrimiento y a la muerte, y el
desánimo que se produce, constituyen hoy en día las causas principales de la
tentación de controlar y gestionar la llegada de la muerte, aun anticipándola,
con la petición de la eutanasia o del suicidio asistido.
II. La experiencia viviente del Cristo sufriente y el anuncio de la
esperanza
Si la figura del Buen samaritano ilumina de luz nueva la práctica del cuidado,
la experiencia viviente del Cristo sufriente, su agonía en la Cruz y su
Resurrección, son los espacios en los que se manifiesta la cercanía del Dios
hecho hombre en las múltiples formas de la angustia y del dolor, que pueden
golpear a los enfermos y sus familiares, durante las largas jornadas de la
enfermedad y en el final de la vida.
No solo en las palabras del profeta Isaías se anuncia la persona de Cristo
como el hombre familiarizado con el dolor y el padecimiento (cfr. Is 53),
si releemos las páginas de la pasión de Cristo encontramos también la
experiencia de la incomprensión, de la mofa, del abandono, del dolor físico y
de la angustia. Son experiencias que hoy golpean a muchos enfermos, con
frecuencia considerados una carga para la sociedad; a veces no son comprendidos
en sus peticiones,a menudo viven formas de abandono afectivo, de perdida de
relaciones.
Todo enfermo tiene necesidad no solo de ser escuchado, sino de comprender
que el propio interlocutor “sabe” que significa sentirse solo, abandonado,
angustiado frente a la perspectiva de la muerte, al dolor de la carne, al
sufrimiento que surge cuando la mirada de la sociedad mide su valor en términos
de calidad de vida y lo hace sentir una carga para los proyectos de otras
personas. Por eso, volver la mirada a Cristo significa saber que se puede
recurrir a quien ha probado en su carne el dolor de la flagelación y de los
clavos, la burla de los flageladores, el abandono y la traición de los amigos
más queridos.
Frente al desafío de la enfermedad y en presencia de dificultades emotivas
y espirituales en aquel que vive la experiencia del dolor, surge, de manera
inexorable, la necesidad de saber decir una palabra de confort, extraída de la
compasión llena de esperanza de Jesús sobre la Cruz. Una esperanza creíble,
profesada por Cristo en la Cruz, capaz de afrontar el momento de la prueba, el
desafío de la muerte. En la Cruz de Cristo –cantada por la liturgia el Viernes
Santo: Ave crux, spes unica– están concentrados y resumidos todos
los males y sufrimientos del mundo. Todo el mal físico, de los
cuales la cruz, cual instrumento de muerte infame e infamante, es el emblema;
todo el mal psicológico, expresado en la muerte de Jesús en la más
sombría soledad, abandono y traición; todo el mal moral,
manifestado en la condena a muerte del Inocente; todo el mal espiritual,
destacado en la desolación que hace percibir el silencio de Dios.
Cristo es quien ha sentido alrededor de Él la afligida consternación de la
Madre y de los discípulos, que “estaban” bajo la Cruz: en este “estar”,
aparentemente cargado de impotencia y resignación, está toda la cercanía de los
afectos que permite al Dios hecho hombre vivir también aquellas horas que
parecen sin sentido.
Después está la Cruz: de hecho un instrumento de tortura y de ejecución
reservado solo a los últimos, que parece tan semejante, en su carga simbólica,
a aquellas enfermedades que clavan a una cama, que prefiguran solo la muerte y
parecen eliminar el significado del tiempo y de su paso. Sin embargo, aquellos
que “están” alrededor del enfermo no son solo testigos, sino que son
signo viviente de aquellos afectos, de aquellas relaciones, de aquella íntima
disponibilidad al amor, que permiten al que sufre reconocer sobre él una mirada
humana capaz de volver a dar sentido al tiempo de la enfermedad. Porque en la
experiencia de sentirse amado, toda la vida encuentra su justificación. Cristo
ha estado siempre sostenido, en el camino de su pasión, por el confiado
abandono en el amor del Padre, que se hacía evidente, en la hora de la Cruz,
también a través del amor de la Madre. Porque el Amor de Dios se revela
siempre, en la historia de los hombres, gracias al amor de quien no nos
abandona, de quien “está”, a pesar de todo, a nuestro lado.
Si reflexionamos sobre el final de la vida de las personas, no podemos
olvidar que en ellas se aloja con frecuencia la preocupación por aquellos que
dejan: por los hijos, el cónyuge, los padres, los amigos. Un componente humano
que nunca podemos descuidar y a los que se debe ofrecer apoyo y ayuda.
Es la misma preocupación de Cristo, que antes de morir piensa en la Madre
que permanecerá sola, con un dolor que deberá llevar en la historia. En la
crónica austera del Evangelio de Juan, es a la Madre a quien se dirige Cristo,
para tranquilizarla, para confiarla al discípulo amado de tal manera que se
haga cargo de ella: “Madre, ahí tienes a tu hijo” (cfr. Jn 19,
26-27). El tiempo del final de la vida es un tiempo de relaciones, un tiempo en
el que se deben derrotar la soledad y el abandono (cfr. Mt 27,
46 y Mc 15, 34), en vista de una entrega confiada de la propia
vida a Dios (cfr. Lc 23, 46).
Desde esta perspectiva, mirar al Crucificado significa ver una escena
coral, en la que Cristo está en el centro porque resume en su propia carne, y
verdaderamente transfigura, las horas más tenebrosas de la experiencia humana,
aquellas en las que se asoma, silenciosa, la posibilidad de la desesperación.
La luz de la fe nos hace captar, en aquella plástica y descarnada descripción
que los Evangelios nos dan, la Presencia trinitaria, porque Cristo confía en el
Padre gracias al Espíritu Santo, que apoya a la Madre y a los discípulos que “están” y,
en este su “estar” junto a la Cruz, participan, con su humana dedicación
al Sufriente, al misterio de la Redención.
Así, si bien marcada por un tránsito doloroso, la muerte puede convertirse
en ocasión de una esperanza más grande, gracias a la fe, que nos hace
partícipes de la obra redentora de Cristo. De hecho, el dolor es
existencialmente soportable solo donde existe la esperanza. La esperanza que
Cristo transmite al que sufre y al enfermo es la de su presencia, de su real
cercanía. La esperanza no es solo un esperar por un futuro mejor, es una mirada
sobre el presente, que lo llena de significado. En la fe cristiana, el
acontecimiento de la Resurrección no solo revela la vida eterna, sino que pone
de manifiesto que en la historia la última palabra no es jamás
la muerte, el dolor, la traición, el mal. Cristo resurge en la historia
y en el misterio de la Resurrección existe la confirmación del amor del Padre
que no abandona nunca.
Releer, ahora, la experiencia viviente del Cristo sufriente significa
entregar también a los hombres de hoy una esperanza capaz de dar sentido al
tiempo de la enfermedad y de la muerte. Esta esperanza es el amor que resiste a
la tentación de la desesperación.
Aunque son muy importantes y están cargados de valor, los cuidados
paliativos no bastan si no existe alguien que “está” junto al enfermo y le da
testimonio de su valor único e irrepetible. Para el creyente, mirar al
Crucificado significa confiar en la comprensión y en el Amor de Dios: y es
importante, en una época histórica en la que se exalta la autonomía y se
celebran los fastos del individuo, recordar que si bien es verdad que cada uno
vive el propio sufrimiento, el propio dolor y la propia muerte, estas vivencias
están siempre cargadas de la mirada y de la presencia de los otros. Alrededor
de la Cruz están también los funcionarios del Estado romano, están los
curiosos, están los distraídos, están los indiferentes y los resentidos; están
bajo la Cruz, pero no “están” con el Crucificado.
En las unidades de cuidados intensivos, en las casas de cuidado para los
enfermos crónicos, se puede estar presente como funcionario o como personas que
“están” con el enfermo.
La experiencia de la Cruz permite así ofrecer al que sufre un interlocutor
creíble a quien dirigir la palabra, el pensamiento, a quien entregar la
angustia y el miedo: a aquellos que se hacen cargo del enfermo, la escena de la
Cruz proporciona un elemento adicional para comprender que también cuando
parece que no hay nada más que hacer todavía queda mucho por hacer, porque el “estar”
es uno de los signos del amor, y de la esperanza que lleva en sí. El anuncio de
la vida después de la muerte no es una ilusión o un consuelo sino una certeza
que está en el centro del amor, que no se acaba con la muerte.
III. El “corazón que ve” del Samaritano: la vida humana es un don sagrado e
inviolable
El hombre, en cualquier condición física o psíquica que se encuentre, mantiene
su dignidad originaria de haber sido creado a imagen de Dios. Puede vivir y
crecer en el esplendor divino porque está llamado a ser a «imagen y gloria de
Dios» (1Cor 11, 7; 2Cor 3, 18). Su dignidad está
en esta vocación. Dios se ha hecho Hombre para salvarnos, prometiéndonos la
salvación y destinándonos a la comunión con Él: aquí descansa el fundamento
último de la dignidad humana[14].
Pertenece a la Iglesia el acompañar con misericordia a los más débiles en
su camino de dolor, para mantener en ellos la vida teologal y orientarlos a la
salvación de Dios[15]. Es la Iglesia del Buen Samaritano[16], que “considera el
servicio a los enfermos como parte integrante de su misión”[17]. Comprender
esta mediación salvífica de la Iglesia en una perspectiva de comunión y
solidaridad entre los hombres es una ayuda esencial para superar toda tendencia
reduccionista e individualista[18].
Específicamente, el programa del Buen Samaritano es “un corazón que ve”. Él
«enseña que es necesario convertir la mirada del corazón, porque muchas veces
los que miran no ven. ¿Por qué? Porque falta compasión. […] Sin compasión, el
que mira no se involucra en lo que observa y pasa de largo; en cambio, el que
tiene un corazón compasivo se conmueve y se involucra, se detiene y se ocupa de
lo que sucede»[19]. Este corazón ve dónde hay necesidad de amory obra en
consecuencia[20]. Los ojos perciben en la debilidad una llamada de Dios a
obrar, reconociendo en la vida humana el primer bien común de la sociedad[21].
La vida humana es un bien altísimo y la sociedad está llamada a reconocerlo. La
vida es un don[22] sagrado e inviolable y todo hombre, creado por Dios, tiene
una vocación transcendente y una relación única con Aquel que da la vida,
porque «Dios invisible en su gran amor”[23] ofrece a cada hombre un plan de
salvación para que podamos decir: «La vida es siempre un bien. Esta es una
intuición o, más bien, un dato de experiencia, cuya razón profunda el hombre
está llamado a comprender»[24]. Por eso la Iglesia está siempre dispuesta a
colaborar con todos los hombres de buena voluntad, con creyentes de otras
confesiones o religiones o no creyentes, que respetan la dignidad de la vida
humana, también en sus fases extremas del sufrimiento y de la muerte, y
rechazan todo acto contrario a ella[25]. Dios Creador ofrece al hombre la vida
y su dignidad como un don precioso a custodiar y acrecentar y del cual,
finalmente, rendirle cuentas a Él.
La Iglesia afirma el sentido positivo de la vida humana como un valor ya
perceptible por la recta razón, que la luz de la fe confirma y realza en su
inalienable dignidad[26]. No se trata de un criterio subjetivo o arbitrario; se
trata de un criterio fundado en la inviolable dignidad natural –en cuanto que
la vida es el primer bien porque es condición del disfrute de todos los demás
bienes– y en la vocación trascendente de todo ser humano, llamado a compartir
el Amor trinitario del Dios viviente[27]: «el amor especialísimo que el Creador
tiene por cada ser humano le confiere una dignidad infinita»[28]. El valor
inviolable de la vida es una verdad básica de la ley moral natural y un
fundamento esencial del ordenamiento jurídico. Así como no se puede aceptar que
otro hombre sea nuestro esclavo, aunque nos lo pidiese, igualmente no se puede
elegir directamente atentar contra la vida de un ser humano, aunque este lo
pida. Por lo tanto, suprimir un enfermo que pide la eutanasia no significa en
absoluto reconocer su autonomía y apreciarla, sino al contrario significa
desconocer el valor de su libertad, fuertemente condicionada por la enfermedad
y el dolor, y el valor de su vida, negándole cualquier otra posibilidad de
relación humana, de sentido de la existencia y de crecimiento en la vida
teologal. Es más, se decide al puesto de Dios el momento de la muerte. Por eso,
«aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado […] degradan la civilización
humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente
contrarias al honor debido al Creador»[29].
IV. Los obstáculos culturales que oscurecen el valor sagrado de toda vida
humana
Hoy en día algunos factores limitan la capacidad de captar el valor profundo e
intrínseco de toda vida humana: el primero se refiere a un uso equivoco del
concepto de “muerte digna” en relación con el de “calidad de vida”. Irrumpe
aquí una perspectiva antropológica utilitarista, que viene «vinculada
preferentemente a las posibilidades económicas, al “bienestar”, a la belleza y
al deleite de la vida física, olvidando otras dimensiones más profundas –relacionales,
espirituales y religiosas– de la existencia»[30]. En virtud de este principio,
la vida viene considerada digna solo si tiene un nivel aceptable de calidad,
según el juicio del sujeto mismo o de un tercero, en orden a la
presencia-ausencia de determinadas funciones psíquicas o físicas, o con
frecuencia identificada también con la sola presencia de un malestar
psicológico. Según esta perspectiva, cuando la calidad de vida parece pobre, no
merece la pena prolongarla. No se reconoce que la vida humana tiene un valor
por sí misma.
Un segundo obstáculo que oscurece la percepción de la sacralidad de la vida
humana es una errónea comprensión de la “compasión”[31]. Ante un sufrimiento
calificado como “insoportable”, se justifica el final de la vida del paciente
en nombre de la “compasión”. Para no sufrir es mejor morir: es la llamada
eutanasia “compasiva”. Sería compasivo ayudar al paciente a morir a través de
la eutanasia o el suicidio asistido. En realidad, la compasión humana no
consiste en provocar la muerte, sino en acoger al enfermo, en sostenerlo en
medio de las dificultades, en ofrecerle afecto, atención y medios para aliviar
el sufrimiento.
El tercer factor, que hace difícil reconocer el valor de la propia vida y
la de los otros dentro de las relaciones intersubjetivas, es un individualismo
creciente, que induce a ver a los otros como límite y amenaza de la propia
libertad. En la raíz de tal actitud está «un neo-pelagianismo para el cual el
individuo, radicalmente autónomo, pretende salvarse a sí mismo, sin reconocer
que depende, en lo más profundo de su ser, de Dios y de los demás […]. Un
cierto neo-gnosticismo, por su parte, presenta una salvación meramente
interior, encerrada en el subjetivismo»[32], que favorece la liberación de la
persona de los límites de su cuerpo, sobre todo cuando está débil y enferma.
El individualismo, en particular, está en la raíz de la que se considerada
como la enfermedad latente de nuestro tiempo: la soledad[33], tematizada en
algunos contextos legislativos incluso como “derecho a la soledad”, a partir de
la autonomía de la persona y del “principio del permiso-consentimiento”: un
permiso-consentimiento que, dadas determinadas condiciones de malestar o de
enfermedad, puede extenderse hasta la elección de seguir o no viviendo. Es el
mismo “derecho” que subyace a la eutanasia y al suicidio asistido. La idea de
fondo es que cuantos se encuentran en una condición de dependencia y no pueden
alcanzar la perfecta autonomía y reciprocidad son cuidados en virtud de
un favor. El concepto de bien se reduce así a ser el resultado de
un acuerdo social: cada uno recibe los cuidados y la asistencia que la
autonomía o la utilidad social o económica hacen posible o conveniente. Se
produce así un empobrecimiento de las relaciones interpersonales, que se
convierten en frágiles, privadas de la caridad sobrenatural, de aquella
solidaridad humana y de aquel apoyo social, tan necesarios, para afrontar los
momentos y las decisiones más difíciles de la existencia.
Este modo de pensar las relaciones humanas y el significado del bien hacen
mella en el sentido mismo de la vida, haciéndola fácilmente manipulable,
también a través de leyes que legalizan las prácticas eutanásicas, procurando
la muerte de los enfermos. Estas acciones provocan una gran insensibilidad
hacia el cuidado de las personas enfermas y deforman las relaciones. En tales
circunstancias, surgen a veces dilemas infundados sobre la moralidad de las
acciones que, en realidad, no son más que actos debidos de simple cuidado de la
persona, como hidratar y alimentar a un enfermo en estado de inconsciencia sin
perspectivas de curación.
En este sentido, el Papa Francisco ha hablado de la «cultura del
descarte»[34]. Las victimas de tal cultura son los seres humanos más frágiles,
que corren el riesgo de ser “descartados” por un engranaje que quiere ser
eficaz a toda costa. Se trata de un fenómeno cultural fuertemente
anti-solidario, que Juan Pablo II calificó como «cultura de la muerte» y que
crea auténticas «estructuras de pecado»[35]. Esto puede inducir a cumplir
acciones en sí mismas incorrectas por el único motivo de “sentirse bien” al
cumplirlas, generando confusión entre el bien y el mal, allí donde toda vida
personal posee un valor único e irrepetible, siempre prometedor y abierto a la
trascendencia. En esta cultura del descarte y de la muerte, la eutanasia y el
suicidio asistido aparecen como una solución errónea para resolver los
problemas relativos al paciente terminal.
La enseñanza del Magisterio
1. La prohibición de la eutanasia y el suicidio asistido
La Iglesia, en la misión de transmitir a los fieles la gracia del Redentor y la
ley santa de Dios, que ya puede percibirse en los dictados de la ley moral
natural, siente el deber de intervenir para excluir una vez más toda ambigüedad
en relación con el Magisterio sobre la eutanasia y el suicidio asistido,
también en aquellos contextos donde las leyes nacionales han legitimado tales
prácticas.
Especialmente, la difusión de los protocolos médicos aplicables a las
situaciones de final de la vida, como el Do Not Resuscitate Order o
el Physician Orders for Life Sustaining Treatament –con todas
sus variantes según las legislaciones y contextos nacionales, inicialmente
pensados como instrumentos para evitar el ensañamiento terapéutico en las fases
terminales de la vida– , despierta hoy graves problemas en relación con el
deber de tutelar la vida del paciente en las fases más críticas de la
enfermedad. Si por una parte los médicos se sienten cada vez más vinculados a la
autodeterminación expresada por el paciente en estas declaraciones, que lleva a
veces a privarles de la libertad y del deber de obrar tutelando la vida allí
donde podrían hacerlo, por otra parte, en algunos contextos sanitarios,
preocupa el abuso denunciado ampliamente del empleo de tales protocolos con una
perspectiva eutanásica, cuando ni el paciente, ni mucho menos la familia, es
consultado en la decisión final. Esto sucede sobre todo en los países donde la
legislación sobre el final de la vida deja hoy amplios márgenes de ambigüedad
en relación con la aplicación del deber de cuidado, al introducirse en ellos la
práctica de la eutanasia.
Por estas razones, la Iglesia considera que debe reafirmar como enseñanza
definitiva que la eutanasia es un crimen contra la vida humana porque,
con tal acto, el hombre elige causar directamente la muerte de un ser humano
inocente. La definición de eutanasia no procede de la ponderación de
los bienes o los valores en juego, sino de un objeto moral suficientemente
especificado, es decir la elección de «una acción o una omisión que por su
naturaleza, o en la intención, causa la muerte, con el fin de eliminar
cualquier dolor»[36]. «La eutanasia se sitúa, pues, en el nivel de las
intenciones o de los métodos usados»[37]. La valoración moral de la eutanasia,
y de las consecuencias que se derivan, no depende, por tanto, de un balance de
principios, que, según las circunstancias y los sufrimientos del paciente,
podrían, según algunos, justificar la supresión de la persona enferma. El valor
de la vida, la autonomía, la capacidad de decisión y la calidad de vida no
están en el mismo plano.
La eutanasia, por lo tanto, es un acto intrínsecamente malo, en toda
ocasión y circunstancia. En el pasado la Iglesia ya ha afirmado de manera definitiva
«que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios,en cuanto
eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana. Esta
doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es
transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio
ordinario y universal. Semejante práctica conlleva, según las circunstancias,
la malicia propia del suicidio o del homicidio»[38]. Toda
cooperaciónformal omaterial inmediata a tal acto es un pecado grave
contra la vida humana: «Ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo ni
permitirlo. Se trata, en efecto, de una violación de la ley divina, de una
ofensa a la dignidad de la persona humana, de un crimen contra la vida, de un
atentado contra la humanidad»[39]. Por lo tanto, la eutanasia es un acto
homicida que ningún fin puede legitimar y que no tolera ninguna forma de
complicidad o colaboración, activa o pasiva. Aquellos que aprueban leyes sobre
la eutanasia y el suicidio asistido se hacen, por lo tanto, cómplices del grave
pecado que otros llevarán a cabo. Ellos son también culpables de escándalo
porque tales leyes contribuyen a deformar la conciencia, también la de los
fieles[40].
La vida tiene la misma dignidad y el mismo valor para todos y cada uno: el
respeto de la vida del otro es el mismo que se debe a la propia existencia. Una
persona que elije con plena libertad quitarse la vida rompe su relación con
Dios y con los otros y se niega a sí mismo como sujeto moral. El suicidio asistido aumenta
la gravedad, porque hace partícipe a otro de la propia desesperación,
induciéndolo a no dirigir la voluntad hacia el misterio de Dios, a través de la
virtud moral de la esperanza, y como consecuencia a no reconocer el verdadero
valor de la vida y a romper la alianza que constituye la familia humana. Ayudar
al suicida es una colaboración indebida a un acto ilícito, que contradice la
relación teologal con Dios y la relación moral que une a los hombres para que
compartan el don de la vida y sean coparticipes del sentido de la propia
existencia.
También cuando la petición de eutanasia nace de una angustia y de una
desesperación[41], y «aunque en casos de ese género la responsabilidad personal
pueda estar disminuida o incluso no existir, sin embargo el error de juicio de
la conciencia –aunque fuera incluso de buena fe– no modifica la naturaleza del
acto homicida, que en sí sigue siendo siempre inadmisible»[42]. Dígase lo mismo
para el suicidio asistido. Tales prácticas no son nunca una ayuda auténtica al
enfermo, sino una ayuda a morir.
Se trata, por tanto, de una elección siempre incorrecta: «El personal
médico y los otros agentes sanitarios –fieles a la tarea de “estar siempre al
servicio de la vida y de asistirla hasta el final– no pueden prestarse a
ninguna práctica eutanásica ni siquiera a petición del interesado, y mucho
menos de sus familiares. No existe, en efecto, un derecho a disponer
arbitrariamente de la propia vida, por lo que ningún agente sanitario puede
erigirse en tutor ejecutivo de un derecho inexistente»[43].
Es por esto que la eutanasia y el suicidio asistido son siempre un
fracaso de quienes los teorizan, de quienes los deciden y de quienes
los practican[44].
Son gravemente injustas, por tanto, las leyes que legalizan la eutanasia o
aquellas que justifican el suicidio y la ayuda al mismo, por el falso derecho
de elegir una muerte definida inapropiadamente digna solo porque ha sido
elegida[45]. Tales leyes golpean el fundamento del orden jurídico: el derecho a
la vida, que sostiene todo otro derecho, incluido el ejercicio de la libertad
humana. La existencia de estas leyes hiere profundamente las relaciones
humanas, la justicia y amenazan la confianza mutua entre los hombres. Los
ordenamientos jurídicos que han legitimado el suicidio asistido y la eutanasia
muestran, además, una evidente degeneración de este fenómeno social. El Papa
Francisco recuerda que «el contexto sociocultural actual está erosionando
progresivamente la conciencia de lo que hace que la vida humana sea preciosa.
De hecho, la vida se valora cada vez más por su eficiencia y utilidad, hasta el
punto de considerar como “vidas descartadas” o “vidas indignas” las que no se
ajustan a este criterio. En esta situación de pérdida de los valores
auténticos, se resquebrajan también los deberes inderogables de solidaridad y
fraternidad humana y cristiana. En realidad, una sociedad se merece la
calificación de “civil” si desarrolla los anticuerpos contra la cultura del
descarte; si reconoce el valor intangible de la vida humana; si la solidaridad
se practica activamente y se salvaguarda como fundamento de la
convivencia»[46]. En algunos países del mundo, decenas de miles de personas ya
han muerto por eutanasia, muchas de ellas porque se quejaban de sufrimientos
psicológicos o depresión. Son frecuentes los abusos denunciados por los mismos
médicos sobre la supresión de la vida de personas que jamás habrían deseado
para sí la aplicación de la eutanasia. De hecho, la petición de la muerte en
muchos casos es un síntoma mismo de la enfermedad, agravado por el aislamiento
y por el desánimo. La Iglesia ve en esta dificultad una ocasión para la
purificación espiritual, que profundiza la esperanza, haciendo que se convierta
en verdaderamente teologal, focalizada en Dios, y solo en Dios.
Más bien, en lugar de complacerse en una falsa condescendencia, el
cristiano debe ofrecer al enfermo la ayuda indispensable para salir de su
desesperación. El mandamiento «no matarás» (Ex 20, 13; Dt 5,
17), de hecho, es un sí a la vida, de la cual Dios se hace garante:
«se transforma en la llamada a un amor solícito que tutela e impulsa la vida
del prójimo»[47]. El cristiano, por tanto, sabe que la vida terrena no es el
valor supremo. La felicidad última está en el cielo. Así, el cristiano no
pretenderá que la vida física continúe cuando la muerte está cerca. El
cristiano ayudará al moribundo a liberarse de la desesperación y a poner su
esperanza en Dios.
Desde la perspectiva clínica, los factores que más determinan la petición
de eutanasia y suicidio asistido son: el dolor no gestionado y la falta de
esperanza, humana y teologal, inducida también por una atención, humana,
psicológica y espiritual a menudo inadecuada por parte de quien se hace cargo
del enfermo[48].
Es lo que la experiencia confirma: «las súplicas de los enfermos muy graves
que alguna vez invocan la muerte no deben ser entendidas como expresión de una
verdadera voluntad de eutanasia; estas en efecto son casi siempre peticiones
angustiadas de asistencia y de afecto. Además de los cuidados médicos, lo que
necesita el enfermo es el amor, el calor humano y sobrenatural, con el que
pueden y deben rodearlo todos aquellos que están cercanos, padres e hijos,
médicos y enfermeros»[49]. El enfermo que se siente rodeado de una presencia
amorosa, humana y cristiana, supera toda forma de depresión y no cae en la
angustia de quien, en cambio, se siente solo y abandonado a su destino de
sufrimiento y de muerte.
El hombre, en efecto, no vive el dolor solamente como un hecho biológico,
que se gestiona para hacerlo soportable, sino como el misterio de la
vulnerabilidad humana en relación con el final de la vida física, un
acontecimiento difícil de aceptar, dado que la unidad de alma y cuerpo es
esencial para el hombre.
Por eso, solo re-significando el acontecimiento mismo de la muerte
–mediante la apertura en ella de un horizonte de vida eterna, que anuncia el
destino trascendente de toda persona– el “final de la vida” se puede afrontar
de una manera acorde a la dignidad humana y adecuada a aquella fatiga y
sufrimiento que inevitablemente produce la sensación inminente del final. De
hecho, «el sufrimiento es algo todavía más amplio que la
enfermedad, más complejo y a la vez aún más profundamente enraizado en la
humanidad misma»[50]. Y este sufrimiento, con ayuda de la gracia, puede ser
animado desde dentro con la caridad divina, como en el caso del sufrimiento de
Cristo en la Cruz.
Por eso, la actitud de quien atiende a una persona afectada por una
enfermedad crónica o en la fase terminal de la vida, debe ser aquella de “saber
estar”, velar con quien sufre la angustia del morir, “consolar”, o sea
de ser-con en la soledad, de ser co-presencia que abre a la esperanza[51].
Mediante la fe y la caridad expresadas en la intimidad del alma la persona que
cuida es capaz de sufrir el dolor del otro y de abrirse a una relación personal
con el débil que amplía los horizontes de la vida más allá del acontecimiento
de la muerte, transformándose así en una presencia llena de esperanza.
«Llorad con los que lloran» (Rm 12, 15), porque es feliz quien
tiene compasión hasta llorar con los otros (cfr. Mt 5, 4). En
esta relación, en la que se da la posibilidad de amar, el sufrimiento se llena
de significado en el com-partir de una condición humana y con la solidaridad en
el camino hacia Dios, que expresa aquella alianza radical entre los hombres[52]
que les hace entrever una luz también más allá de la muerte. Ella nos hace ver
el acto médico desde dentro de una alianza terapéutica entre
el médico y el enfermo, unidos por el reconocimiento del valor trascendente de
la vida y del sentido místico del sufrimiento. Esta alianza es la luz para
comprender el buen obrar médico, superando la visión individualista y
utilitarista hoy predominante.
2. La obligación moral de evitar el ensañamiento terapéutico
El Magisterio de la Iglesia recuerda que, cuando se acerca el término de la
existencia terrena, la dignidad de la persona humana se concreta como derecho a
morir en la mayor serenidad posible y con la dignidad humana y cristiana que le
son debidas[53]. Tutelar la dignidad del morir significa tanto excluir la
anticipación de la muerte como el retrasarla con el llamado “ensañamiento
terapéutico”[54]. La medicina actual dispone, de hecho, de medios capaces de
retrasar artificialmente la muerte, sin que el paciente reciba en tales casos
un beneficio real. Ante la inminencia de una muerte inevitable, por lo tanto,
es lícito en ciencia y en conciencia tomar la decisión de renunciar a los
tratamientos que procurarían solamente una prolongación precaria y penosa de la
vida, sin interrumpir todavía los cuidados normales debidos al enfermo en casos
similares[55]. Esto significa que no es lícito suspender los cuidados que sean
eficaces para sostener las funciones fisiológicas esenciales, mientras que el
organismo sea capaz de beneficiarse (ayudas a la hidratación, a la nutrición, a
la termorregulación y otras ayudas adecuadas y proporcionadas a la respiración,
y otras más, en la medida en que sean necesarias para mantener la homeostasis
corpórea y reducir el sufrimiento orgánico y sistémico). La suspensión de toda
obstinación irrazonable en la administración de los tratamientos no
debe ser una retirada terapéutica. Tal aclaración se hace hoy indispensable
a la luz de los numerosos casos judiciales que en los últimos años han llevado a
la retirada de los cuidados –y a la muerte anticipada– a pacientes en
condiciones críticas, pero no terminales, a los cuales se ha decidido suspender
los cuidados de soporte vital, porque no había perspectivas de una mejora en su
calidad de vida.
En el caso específico del ensañamiento terapéutico, viene reafirmado que la
renuncia a medios extraordinarios y/o desproporcionados «no equivale al
suicidio o a la eutanasia; expresa más bien la aceptación de la condición
humana ante la muerte»[56]o la elección ponderada de evitar la puesta en marcha
de un dispositivo médico desproporcionado a los resultados que se podrían
esperar. La renuncia a tales tratamientos, que procurarían solamente una
prolongación precaria y penosa de la vida, puede también manifestar el respeto
a la voluntad del paciente, expresada en las llamadas voluntades anticipadas de
tratamiento, excluyendo sin embargo todo acto de naturaleza eutanásica
o suicida[57].
La proporcionalidad, de hecho, se refiere a la totalidad del bien del
enfermo. Nunca se puede aplicar el falso discernimiento moral de la elección
entre valores (por ejemplo, vida versus calidad de
vida); esto podría inducir a excluir de la consideración la salvaguarda de la
integridad personal y del bien-vida y el verdadero objeto moral del acto
realizado[58]. En efecto, todo acto médico debe tener en el objeto y en las
intenciones de quien obra el acompañamiento de la vida y nunca la consecución
de la muerte[59]. En todo caso, el médico no es nunca un mero ejecutor de la
voluntad del paciente o de su representante legal, conservando el derecho y el
deber de sustraerse a la voluntad discordante con el bien moral visto desde la
propia conciencia[60].
3. Los cuidados básicos: el deber de alimentación e hidratación
Principio fundamental e ineludible del acompañamiento del enfermo en
condiciones críticas y/o terminales es la continuidad de la asistencia en
sus funciones fisiológicas esenciales. En particular, un cuidado básico debido
a todo hombre es el de administrar los alimentos y los líquidos necesarios para
el mantenimiento de la homeostasis del cuerpo, en la medida en que y hasta
cuando esta administración demuestre alcanzar su finalidad propia, que consiste
en el procurar la hidratación y la nutrición del paciente[61].
Cuando la administración de sustancias nutrientes y líquidos fisiológicos
no resulte de algún beneficio al paciente, porque su organismo no está en grado
de absorberlo o metabolizarlo, la administración viene suspendida. De este
modo, no se anticipa ilícitamente la muerte por privación de las ayudas a la
hidratación y a la nutrición, esenciales para las funciones vitales, sino que
se respeta la evolución natural de la enfermedad crítica o terminal. En caso
contrario, la privación de estas ayudas se convierte en una acción injusta y
puede ser fuente de gran sufrimiento para quien lo padece. Alimentación e
hidratación no constituyen un tratamiento médico en sentido propio, porque no
combaten las causas de un proceso patológico activo en el cuerpo del paciente,
sino que representan el cuidado debido a la persona del paciente, una atención
clínica y humana primaria e ineludible. La obligatoriedad de este cuidado del
enfermo a través de una apropiada hidratación y nutrición puede exigir en
algunos casos el uso de una vía de administración artificial[62], con la
condición que esta no resulte dañina para el enfermo o provoque sufrimientos
inaceptables para el paciente[63].
4. Los cuidados paliativos
De la continuidad de la asistencia forma parte el constante
deber de comprender las necesidades del enfermo: necesidad de asistencia, de
alivio del dolor, necesidades emotivas, afectivas y espirituales. Como se ha
demostrado por la más amplia experiencia clínica, la medicina paliativa
constituye un instrumento precioso e irrenunciable para acompañar al paciente
en las fases más dolorosas, penosas, crónicas y terminales de la enfermedad.
Los así llamados cuidados paliativos son la expresión más
auténtica de la acción humana y cristiana del cuidado, el símbolo tangible del
compasivo “estar” junto al que sufre. Estos tienen como objetivo «aliviar los
sufrimientos en la fase final de la enfermedad y de asegurar al mismo paciente
un adecuado acompañamiento humano”[64] digno, mejorándole –en la medida de lo
posible– la calidad de vida y el completo bienestar. La experiencia enseña que
la aplicación de los cuidados paliativos disminuye drásticamente el número de
personas que piden la eutanasia. Por este motivo, parece útil un compromiso
decidido, según las posibilidades económicas, para llevar estos cuidados a
quienes tengan necesidad, para aplicarlos no solo en las fases terminales de la
vida, sino como perspectiva integral de cuidado en relación a
cualquier patología crónica y/o degenerativa, que pueda tener un pronóstico
complejo, doloroso e infausto para el paciente y para su familia[65].
La asistencia espiritual al enfermo, y a sus familiares, forma parte de los
cuidados paliativos. Esta infunde confianza y esperanza en Dios al moribundo y
a los familiares, ayudándoles a aceptar la muerte del pariente. Es una
contribución esencial que compete a los agentes de pastoral y a toda la
comunidad cristiana, con el ejemplo del Buen Samaritano, para que al rechazo le
siga la aceptación, y sobre la angustia prevalezca la esperanza[66], sobre todo
cuando el sufrimiento se prolonga por la degeneración de la patología, al
aproximarse el final. En esta fase, la prescripción de una terapia analgésica
eficaz permite al paciente afrontar la enfermedad y la muerte sin miedo a un
dolor insoportable. Este remedio estará asociado, necesariamente, a un apoyo
fraternal que pueda vencer la sensación de soledad del paciente causada, con
frecuencia, por no sentirse suficientemente acompañado y comprendido en su
difícil situación.
La técnica no da una respuesta radical al sufrimiento y no se puede pensar
que esta pueda llegar a eliminarlo de la vida de los hombres[67]. Una
pretensión semejante genera una falsa esperanza, causando una desesperación
todavía mayor en el que sufre. La ciencia médica es capaz de conocer cada vez mejor
el dolor físico y debe poner en práctica los mejores recursos técnicos para
tratarlo; pero el horizonte vital de una enfermedad terminal genera un
sufrimiento profundo en el enfermo, que requiere una atención no meramente
técnica. Spe salvi facti sumus, en la esperanza, teologal,
dirigida hacia Dios, hemos sido salvados, dice San Pablo (Rm 8,
24).
“El vino de la esperanza” es la contribución específica de la fe cristiana
en el cuidado del enfermo y hace referencia al modo como Dios vence el mal en
el mundo. En el sufrimiento el hombre debe poder experimentar una solidaridad y
un amor que asume el sufrimiento ofreciendo un sentido a la vida, que se
extiende más allá de la muerte. Todo esto posee una gran relevancia social:
«Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir
mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado,
también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana»[68].
Debe, sin embargo, precisarse que la definición de los cuidados paliativos
ha asumido en años recientes una connotación que puede resultar equívoca. En
algunos países del mundo, las legislaciones nacionales que regulan los cuidados
paliativos (Palliative Care Act) así como las leyes sobre el “final de
la vida” (End-of-Life Law), prevén, junto a los cuidados paliativos, la
llamada Asistencia Médica a la Muerte (MAiD), que puede
incluir la posibilidad de pedir la eutanasia y el suicidio asistido. Estas
previsiones legislativas constituyen un motivo de confusión cultural grave,
porque hacen creer que la asistencia médica a la muerte voluntaria sea parte
integrante de los cuidados paliativos y que, por lo tanto, sea moralmente
lícito pedir la eutanasia o el suicidio asistido.
Además, en estos mismos contextos legislativos, las intervenciones
paliativas para reducir el sufrimiento de los pacientes graves o moribundos
pueden consistir en la administración de fármacos dirigidos a anticipar la
muerte o en la suspensión/interrupción de la hidratación y la alimentación,
incluso cuando hay un pronóstico de semanas o meses. Sin embargo, estas
prácticas equivalen a una acción u omisión directa para procurar la
muerte y son por tanto ilícitas. La difusión progresiva de estas leyes,
también a través de los protocolos de las sociedades científicas nacionales e
internacionales, además de inducir a un número creciente de personas
vulnerables a elegir la eutanasia o el suicidio, constituye una
irresponsabilidadsocial frente a tantas personas, que solo tendrían necesidad
de ser mejor atendidas y consoladas.
5. El papel de la familia y los hospices
En el cuidado del enfermo terminal es central el papel de la familia[69]. En
ella la persona se apoya en relaciones fuertes, viene apreciada por sí misma y
no solo por su productividad o por el placer que pueda generar. En el cuidado
es esencial que el enfermo no se sienta una carga, sino que tenga la cercanía y
el aprecio de sus seres queridos. En esta misión, la familia necesita la ayuda
y los medios adecuados. Es necesario, por tanto, que los Estados reconozcan la
función social primaria y fundamental de la familia y su papel insustituible,
también en este ámbito, destinando los recursos y las estructuras necesarias
para ayudarla. Además, el acompañamiento humano y espiritual de la familia es
un deber en las estructuras sanitarias de inspiración cristiana; nunca debe
descuidarse, porque constituye una única unidad de cuidado con el
enfermo.
Junto a la familia, la creación de los hospices, centros y
estructuras donde acoger los enfermos terminales, para asegurar el cuidado
hasta el último momento, es algo bueno y de gran ayuda. Después de todo, «la
respuesta cristiana al misterio del sufrimiento y de la muerte no es una
explicación sino una Presencia»[70] que se hace cargo del dolor, lo acompaña y
lo abre a una esperanza confiada. Estas estructuras se ponen como ejemplo de
humanidad en la sociedad, santuarios del dolor vivido con plenitud de sentido.
Por esto deben estar equipadas con personal especializado y medios materiales
específicos de cuidado, siempre abiertos a la familia: «A este respecto, pienso
en lo bien que funcionan loshospicespara los cuidados paliativos, en los
que los enfermos terminales son acompañados con un apoyo médico, psicológico y
espiritual cualificado, para que puedan vivir con dignidad, confortados por la
cercanía de sus seres queridos, la fase final de su vida terrenal. Espero que estos
centros continúen siendo lugares donde se practique con compromiso la “terapia
de la dignidad”, alimentando así el amor y el respeto por la vida»[71]. En
estas situaciones, así como en cualquier estructura sanitaria católica, es
necesaria la presencia de agentes sanitarios y pastorales preparados no solo
bajo el perfil clínico, sino también practicantes de una verdadera vida
teologal de fe y esperanza, dirigida hacia Dios, porque esta constituye la
forma más elevada de humanización del morir[72].
6. El acompañamiento y el cuidado en la edad prenatal y pediátrica
En relación al acompañamiento de los neonatos y de los niños afectados de
enfermedades crónicas degenerativas incompatibles con la vida, o en las fases
terminales de la vida misma, es necesario reafirmar cuanto sigue, siendo
conscientes de la necesidad de desarrollar una estrategia operativa capaz de
garantizar calidad y bienestar al niño y a su familia.
Desde la concepción, los niños afectados por malformaciones o patologías de
cualquier tipo son pequeños pacientes que la medicina hoy es
capaz de asistir y acompañar de manera respetuosa con la vida. Su vida es
sagrada, única, irrepetible e inviolable, exactamente como aquella de toda
persona adulta.
En el caso de las llamadas patologías prenatales “incompatibles con la
vida” –es decir que seguramente lo llevaran a la muerte dentro de un breve
espacio de tiempo– y en ausencia de tratamientos fetales o neonatales capaces
de mejorar las condiciones de salud de estos niños, de ninguna manera son abandonados
en el plano asistencial, sino que son acompañados, como cualquier otro
paciente, hasta la consecución de la muerte natural; el comfort care
perinatal favorece, en este sentido, un proceso
asistencial integrado, que, junto al apoyo de los médicos y de los
agentes de pastoral sostiene la presencia constante de la familia. El niño es
un paciente especial y requiere por parte del acompañante una preparación
específica ya sea en términos de conocimiento como de presencia. El
acompañamiento empático de un niño en fase terminal, que está entre los más
delicados, tiene el objetivo de añadir vida a los años del niño y no años a su
vida.
Especialmente, los HospicesPerinatales proporcionan un
apoyo esencial a las familias que acogen el nacimiento de un hijo en
condiciones de fragilidad. En tales casos, el acompañamiento médico competente
y el apoyo de otras familias-testigos, que han pasado por la misma experiencia
de dolor y de pérdida, constituyen un recurso esencial, junto al necesario
acompañamiento espiritual de estas familias. Es un deber pastoral de los
agentes sanitarios de inspiración cristiana trabajar para favorecer la máxima
difusión de los mismos en el mundo.
Todo esto se revela especialmente importante en el caso de aquellos niños
que, en el estado actual del conocimiento científico, están destinados a morir
inmediatamente después del parto o en un corto periodo de tiempo. Cuidar a
estos niños ayuda a los padres a elaborar el luto y a concebirlo no solo como
una pérdida, sino como una etapa de un camino de amor recorrido junto al hijo.
Desafortunadamente, la cultura hoy dominante no promueve esta perspectiva:
a nivel social, el uso a veces obsesivo del diagnóstico prenatal y el afirmarse
de una cultura hostil a la discapacidad inducen, con frecuencia, a la elección
del aborto, llegando a configurarlo como una práctica de “prevención”. Este
consiste en la eliminación deliberada de una vida humana inocente y como tal
nunca es lícito. Por lo tanto, el uso del diagnóstico prenatal con una
finalidad selectiva es contrario a la dignidad de la persona y gravemente
ilícito porque es expresión de una mentalidad eugenésica. En otros casos,
después del nacimiento, la misma cultura lleva a suspender, o no iniciar, los
cuidados al niño apenas nacido, por la presencia o incluso solo por la
posibilidad que desarrolle en el futuro una discapacidad. También esta
perspectiva, de matriz utilitarista, no puede ser aprobada. Un procedimiento
semejante, además de inhumano, es gravemente ilícito desde el punto de vista moral.
Un principio fundamental de la asistencia pediátrica es que el niño en la
fase final de la vida tiene el derecho al respeto y al cuidado de su persona,
evitando tanto el ensañamiento terapéutico y la obstinación irrazonable como
toda anticipación intencional de su muerte. En la perspectiva cristiana, el
cuidado pastoral de un niño enfermo terminal reclama la participación a la vida
divina en el Bautismo y la Confirmación.
En la fase terminal del recorrido de una enfermedad incurable, incluso si
se suspenden las terapias farmacológicas o de otra naturaleza destinadas a
luchar contra la patología que sufre el niño, porque no son apropiadas a su
deteriorada condición clínica y son consideradas por los médicos como fútiles o
excesivamente gravosas para él, en cuanto causa de un mayor sufrimiento, no
deben reducirse los cuidados integrales del pequeño enfermo, en sus diversas
dimensiones fisiológica, psicológica, afectivo-relacional y espiritual. Cuidar
no significa solo poner en práctica una terapia o curar; así como interrumpir
una terapia, cuando esta ya no beneficia al niño incurable, no implica
suspender los cuidados eficaces para sostener las funciones fisiológicas
esenciales para la vida del pequeño paciente, mientras su organismo sea capaz
de beneficiarse (ayuda a la hidratación, a la nutrición, a la termorregulación
y todavía otras, en la medida en que estas se requieran para sostener la
homeostasis corporal y reducir el sufrimiento orgánico y sistémico). La
abstención de toda obstinación terapéutica, en la administración de los
tratamientos juzgados ineficaces, no debe ser una retirada terapéutica en
los cuidados, sino que debe mantener abierto el camino de acompañamiento a la
muerte. Se debe considerar, también, que las intervenciones rutinarias, como la
ayuda a la respiración, se administren de manera indolora y proporcionada,
personalizando sobre el paciente el tipo de ayuda adecuada, para evitar que la
justa preocupación por la vida contraste con la imposición injusta de un dolor
evitable.
En este contexto, la evaluación y la gestión del dolor físico del neonato y
del niño son esenciales para respetarlo y acompañarlo en las fases más
estresantes de la enfermedad. Los cuidados personalizados y delicados, que hoy
en día se llevan a cabo en la asistencia clínica pediátrica, acompañados por la
presencia de los padres, hacen posible una gestión integrada y más eficaz de
cualquier intervención asistencial.
El mantenimiento del vínculo afectivo entre los padres y el hijo es parte
integrante del proceso de cuidado. La relación de cuidado y de acompañamiento
padre-niño viene favorecida con todos los instrumentos necesarios y constituye
la parte fundamental del cuidado, también para las enfermedades incurables y
las situaciones de evolución terminal. Además del contacto afectivo, no se debe
olvidar el momento espiritual. La oración de las personas cercanas, por la
intención del niño enfermo, tiene un valor sobrenatural que sobrepasa y
profundiza la relación afectiva.
El concepto ético/jurídico del “mejor interés del niño” –hoy utilizado para
efectuar la evaluación costes-beneficios de los cuidados que se lleven a cabo–
de ninguna manera puede constituir el fundamento para decidir abreviar su vida
con el objetivo de evitarle sufrimientos, con acciones u omisiones que por su
naturaleza o en la intención se puedan configurar como eutanásicas. Como se ha
dicho, la suspensión de terapias desproporcionadas no puede conducir a la
supresión de aquellos cuidados básicos necesarios para acompañarlo a una muerte
digna, incluidas aquellas para aliviar el dolor, y tampoco a la suspensión de
aquella atención espiritual que se ofrece a quienes pronto se encontrarán con
Dios.
7. Terapias analgésicas y supresión de la conciencia
Algunos cuidados especializados requieren, por parte de los agentes sanitarios,
una atención y competencias específicas para llevar a cabo la mejor práctica
médica, desde el punto de vista ético, siempre conscientes de acercarse a las
personas en su situación concreta de dolor.
Para disminuir los dolores del enfermo, la terapia analgésica utiliza
fármacos que pueden causar la supresión de la conciencia (sedación). Un
profundo sentido religioso puede permitir al paciente vivir el dolor como un
ofrecimiento especial a Dios, en la óptica de la Redención[73]; sin embargo, la
Iglesia afirma la licitud de la sedación como parte de los cuidados que se
ofrecen al paciente, de tal manera que el final de la vida acontezca con la
máxima paz posible y en las mejores condiciones interiores. Esto es verdad
también en el caso de tratamientos que anticipan el momento de la muerte
(sedación paliativa profunda en fase terminal)[74], siempre, en la medida de lo
posible, con el consentimiento informado del paciente. Desde el punto de vista
pastoral, es bueno cuidar la preparación espiritual del enfermo para que llegue
conscientemente tanto a la muerte como al encuentro con Dios[75]. El uso de los
analgésicos es, por tanto, una parte de los cuidados del paciente, pero
cualquier administración que cause directa e intencionalmente la muerte es una
práctica eutanásica y es inaceptable[76]. La sedación debe por tanto excluir,
como su objetivo directo, la intención de matar, incluso si con ella es posible
un condicionamiento a la muerte en todo caso inevitable[77].
Se necesita aquí una aclaración en relación al contexto pediátrico: en el
caso del niño incapaz de entender, como por ejemplo un neonato, no se debe
cometer el error de suponer que el niño podrá soportar el dolor y aceptarlo,
cuando existen sistemas para aliviarlo. Por eso, es un deber médico trabajar
para reducir al máximo posible el sufrimiento del niño, de tal manera que pueda
alcanzar la muerte natural en paz y pudiendo percibir lo mejor posible la
presencia amorosa de los médicos y, sobre todo, de la familia.
8. El estado vegetativo y el estado de mínima consciencia
Otras situaciones relevantes son la del enfermo con falta persistente de
consciencia, el llamado “estado vegetativo”, y la del enfermo en estado “de
mínima consciencia”. Es siempre engañoso pensar que el estado vegetativo, y el
estado de mínima consciencia, en sujetos que respiran autónomamente, sean un
signo de que el enfermo haya cesado de ser persona humana con toda la dignidad
que le es propia[78]. Al contrario, en estos estados de máxima debilidad, debe
ser reconocido en su valor y asistidocon los cuidados adecuados. El hecho que
el enfermo pueda permanecer por años en esta dolorosa situación sin una
esperanza clara de recuperación implica, sin ninguna duda, un sufrimiento para
aquellos que lo cuidan.
Puede ser útil recordar lo que nunca se puede perder de vista en relación
con semejante situación dolorosa. Es decir, el paciente en estos estados tiene
derecho a la alimentación y a la hidratación; alimentación e hidratación por
vías artificiales son, en línea de principio, medidas ordinarias; en algunos
casos, tales medidas pueden llegar a ser desproporcionadas, o porque su
administración no es eficaz, o porque los medios para administrarlas crean una
carga excesiva y provocan efectos negativos que sobrepasan los beneficios.
En la óptica de estos principios, el compromiso del agente sanitario no
puede limitarse al paciente sino que debe extenderse también a la familia o a
quien es responsable del cuidado del paciente, para quienes se debe prever
también un oportuno acompañamiento pastoral. Por lo tanto, es necesario prever
una ayuda adecuada a los familiares para llevar el peso prolongado de la
asistencia al enfermo en estos estados, asegurándoles aquella cercanía que los
ayude a no desanimarse y, sobre todo, a no ver como única solución la
interrupción de los cuidados. Hay que estar adecuadamente preparados, y también
es necesario que los miembros de la familia sean ayudados debidamente.
9. La objeción de conciencia por parte de los agentes sanitarios y de las
instituciones sanitarias católicas
Ante las leyes que legitiman –bajo cualquier forma de asistencia médica– la
eutanasia o el suicidio asistido, se debe negar siempre cualquier cooperación
formal o material inmediata. Estas situaciones constituyen un ámbito específico
para el testimonio cristiano, en las cuales «es necesario obedecer a Dios antes
que a los hombres» (Hch 5, 29). No existe el derecho al suicidio ni
a la eutanasia: el derecho existe para tutelar la vida y la coexistencia entre
los hombres, no para causar la muerte. Por tanto, nunca le es lícito a nadie
colaborar con semejantes acciones inmorales o dar a entender que se pueda ser
cómplice con palabras, obras u omisiones. El único verdadero derecho es aquel
del enfermo a ser acompañado y cuidado con humanidad. Solo así se custodia su
dignidad hasta la llegada de la muerte natural. «Ningún agente sanitario, por
tanto, puede erigirse en tutor ejecutivo de un derecho inexistente, aun cuando
la eutanasia fuese solicitada con plena conciencia por el sujeto interesado»[79].
A este respecto, los principios generales referidos a la cooperación al
mal, es decir a acciones ilícitas, son reafirmados: «Los cristianos, como todos
los hombres de buena voluntad, están llamados, por un grave deber de
conciencia, a no prestar su colaboración formal a aquellas prácticas que, aun
permitidas por la legislación civil, se oponen a la Ley de Dios. En efecto,
desde el punto de vista moral, nunca es lícito cooperar formalmente con el mal.
Esta cooperación se produce cuando la acción realizada, o por su misma
naturaleza o por la configuración que asume en un contexto concreto, se
califica como colaboración directa en un acto contra la vida humana inocente o
como participación en la intención moral del agente principal. Esta cooperación
nunca puede justificarse invocando el respeto a la libertad de los demás, ni
apoyarse en el hecho de que la ley civil la prevea y exija. En efecto, los
actos que cada cual realiza personalmente tienen una responsabilidad moral, a
la que nadie puede nunca substraerse y sobre la que todos y cada uno serán
juzgados por Dios mismo (cfr. Rm 2, 6; 14, 12)»[80].
Es necesario que los Estados reconozcan la objeción de conciencia en ámbito
médico y sanitario, en el respeto a los principios de la ley moral natural, y
especialmente donde el servicio a la vida interpela cotidianamente la
conciencia humana[81]. Donde esta no esté reconocida, se puede llegar a la
situación de deber desobedecer a la ley, para no añadir injusticia a la
injusticia, condicionando la conciencia de las personas. Los agentes sanitarios
no deben vacilar en pedirla como derecho propio y como contribución específica
al bien común.
Igualmente, las instituciones sanitarias deben superar las fuertes
presiones económicas que a veces les inducen a aceptar la práctica de la
eutanasia. Y donde la dificultad para encontrar los medios necesarios hiciese
gravoso el trabajo de las instituciones públicas, toda la sociedad está llamada
a un aumento de responsabilidad de tal manera que los enfermos incurables no
sean abandonados a su suerte o a los únicos recursos de sus familiares. Todo
esto requiere una toma de posición clara y unitaria por parte de las
Conferencias Episcopales, las Iglesias locales, así como de las comunidades y
de las instituciones católicas para tutelar el propio derecho a la objeción de
conciencia en los contextos legislativos que prevén la eutanasia y el suicidio.
Las instituciones sanitarias católicas constituyen un signo concreto del
modo con el que la comunidad eclesial, tras el ejemplo del Buen Samaritano, se
hace cargo de los enfermos. El mandamiento de Jesús, “cuidad a los enfermos” (Lc 10,
9), encuentra su concreta actuación no solo imponiendo sobre ellos las manos,
sino también recogiéndolos de la calle, asistiéndolos en sus propias casas y
creando estructuras especiales de acogida y de hospitalidad. Fiel al
mandamiento del Señor, la Iglesia ha creado, a lo largo de los siglos varias
estructuras de acogida, donde la atención médica encuentra una específica
declinación en la dimensión del servicio integral a la persona enferma.
Las instituciones sanitarias “católicas” están llamadas a ser fieles
testigos de la irrenunciable atención ética por el respeto a los valores
fundamentales y a aquellos cristianos constitutivos de su identidad, mediante
la abstención de comportamientos de evidente ilicitud moral y la declarada y
formal obediencia a las enseñanzas del Magisterio eclesial. Cualquier otra
acción, que no corresponda a la finalidad y a los valores a los cuales las
instituciones católicas se inspiran, no es éticamente aceptable y, por tanto,
perjudica la atribución de la calificación de “católica”, a la misma
institución sanitaria.
En este sentido, no es éticamente admisible una colaboración institucional
con otras estructuras hospitalarias hacia las que orientar y dirigir a las personas
que piden la eutanasia. Semejantes elecciones no pueden ser moralmente
admitidas ni apoyadas en su realización concreta, aunque sean legalmente
posibles. De hecho, las leyes que aprueban la eutanasia «no sólo no crean
ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen unagrave
y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia.Desde
los orígenes de la Iglesia, la predicación apostólica ha inculcado a los
cristianos el deber de obedecer a las autoridades públicas legítimamente
constituidas (cfr. Rm 13, 1-7, 1P 2, 13-14),
pero al mismo tiempo ha enseñado firmemente que “hay que obedecer a Dios antes
que a los hombres”(Hch 5, 29)»[82].
El derecho a la objeción de conciencia no debe hacernos olvidar que los
cristianos no rechazan estas leyes en virtud de una concepción religiosa
privada, sino de un derecho fundamental e inviolable de toda persona, esencial
para el bien común de toda la sociedad. Se trata, de hecho, de leyes contrarias
al derecho natural en cuanto que minan los fundamentos mismos de la dignidad
humana y de una convivencia basada en la justicia.
10. El acompañamiento pastoral y el apoyo de los sacramentos
El momento de la muerte es un paso decisivo del hombre en su encuentro con Dios
Salvador. La Iglesia está llamada a acompañar espiritualmente a los fieles en
esta situación, ofreciéndoles los “recursos sanadores” de la oración y los
sacramentos. Ayudar al cristiano a vivirlo en un contexto de acompañamiento
espiritual es un acto supremo de caridad. Simplemente porque «ningún creyente
debería morir en la soledad y en el abandono»[83], es necesario crear en torno
al enfermo una sólida plataforma de relaciones humanas y humanizadoras que lo
acompañen y lo abran a la esperanza.
La parábola del Buen Samaritano indica cual debe ser la relación con el
prójimo que sufre, que actitudes hay que evitar –indiferencia, apatía,
prejuicio, miedo a mancharse las manos, encerrarse en sus propias
preocupaciones– y cuales hay que poner en práctica –atención, escucha,
comprensión, compasión, discreción.
La invitación a la imitación, «Ve y haz también tú lo mismo» (Lc 10,
37), es una llamada a no subestimar todo el potencial humano de presencia, de
disponibilidad, de acogida, de discernimiento, de implicación, que la
proximidad hacia quien está en una situación de necesidad exige y que es
esencial en el cuidado integral de la persona enferma.
La calidad del amor y del cuidado de las personas en las situaciones
críticas y terminales de la vida contribuye a alejar de ellas el terrible y
extremo deseo de poner fin a la propia vida. Solo un contexto de calor humano y
de fraternidad evangélica es capaz de abrir un horizonte positivo y de sostener
al enfermo en la esperanza y en un confiado abandono.
Este acompañamiento forma parte de la ruta definida por los cuidados
paliativos y debe incluir al paciente y a su familia.
La familia, desde siempre, ha tenido un papel importante en el cuidado,
cuya presencia, apoyo, afecto, constituyen para el enfermo un factor
terapéutico esencial. Ella, de hecho, recuerda el Papa Francisco, «ha sido
siempre el “hospital” más cercano. Aún hoy, en muchas partes del mundo, el
hospital es un privilegio para pocos, y a menudo está distante. Son la mamá, el
papá, los hermanos, las hermanas, las abuelas quienes garantizan las atenciones
y ayudan a sanar»[84].
El hacerse cargo del otro o el hacerse cargo de los sufrimientos de otros
es una tarea que implica no solo a algunos, sino que abraza la responsabilidad
de todos, de toda la comunidad cristiana. San Pablo afirma que, cuando un
miembro sufre, todo el cuerpo está sufriendo (cfr. 1Cor 12,
26) y todo entero se inclina sobre el miembro enfermo para darle alivio. Cada
uno, por su parte, está llamado a ser “siervo del consuelo” frente a las
situaciones humanas de desolación y desánimo.
El acompañamiento pastoral reclama el ejercicio de las virtudes humanas y
cristianas de la empatía (en-pathos), de la compasión (cum-passio),
del hacerse cargo del sufrimiento del enfermo compartiéndolo, y del consuelo (cum-solacium),
del entrar en la soledad del otro para hacerle sentirse amado, acogido,
acompañado, apoyado.
El ministerio de la escucha y del consuelo que el sacerdote está llamado a
ofrecer, haciéndose signo de la solicitud compasiva de Cristo y de la Iglesia,
puede y debe tener un papel decisivo. En esta importante misión es
extremadamente importante testimoniar y conjugar aquella verdad y caridad con
las que la mirada del Buen Pastor no deja de acompañar a todos sus hijos. Dada
la importancia de la figura del sacerdote en el acompañamiento humano, pastoral
y espiritual de los enfermos en las fases terminales de la vida, es necesario
que en su camino de formación esté prevista una preparación actualizada y
orientada en este sentido. También es importante que sean formados en este
acompañamiento cristiano los médicos y los agentes sanitarios, porque pueden
darse circunstancias específicas que hacen muy difícil una adecuada presencia
de los sacerdotes a la cabecera del enfermo terminal.
Ser hombres y mujeres expertos en humanidad significa favorecer, a través
de las actitudes con las que se cuida del prójimo que sufre, el encuentro con
el Señor de la vida, el único capaz de verter, de manera eficaz, sobre las
heridas humanas el aceite del consuelo y el vino de la esperanza.
Todo hombre tiene el derecho natural de ser atendido en esta hora suprema
según las expresiones de la religión que profesa.
El momento sacramental es siempre el culmen de toda la tarea pastoral de
cuidado que lo precede y fuente de todo lo que sigue.
La Iglesia llama sacramentos «de curación»[85] a la Penitencia y a la
Unción de los enfermos, que culminan en la Eucaristía como “viático” para la
vida eterna[86]. Mediante la cercanía de la Iglesia, el enfermo vive la
cercanía de Cristo que lo acompaña en el camino hacia la casa del Padre
(cfr. Jn 14, 6) y lo ayuda a no caer en la desesperación[87],
sosteniéndolo en la esperanza, sobre todo cuando el camino se hace más
penoso[88].
11. El discernimiento pastoral hacia quien pide la eutanasia o el suicidio
asistido
Un caso del todo especial en el que hoy es necesario reafirmar la enseñanza de
la Iglesia es el acompañamiento pastoral de quien ha pedido expresamente la
eutanasia o el suicidio asistido. Respecto al sacramento de la Reconciliación,
el confesor debe asegurarse que haya contrición, la cual es necesaria
para la validez de la absolución, y que consiste en el «dolor del alma y
detestación del pecado cometido, con propósito de no pecar en adelante»[89]. En
nuestro caso nos encontramos ante una persona que, más allá de sus
disposiciones subjetivas, ha realizado la elección de un acto gravemente
inmoral y persevera en él libremente. Se trata de una manifiesta no-disposición
para la recepción de los sacramentos de la Penitencia[90], con la absolución, y
de la Unción[91], así como del Viático[92]. Podrá recibir tales sacramentos en
el momento en el que su disposición a cumplir los pasos concretos permita al
ministro concluir que el penitente ha modificado su decisión. Esto implica
también que una persona que se haya registrado en una asociación para recibir
la eutanasia o el suicidio asistido debe mostrar el propósito de anular tal
inscripción, antes de recibir los sacramentos. Se recuerda que la necesidad de
posponer la absolución no implica un juicio sobre la imputabilidad de la culpa,
porque la responsabilidad personal podría estar disminuida o incluso no
existir[93]. En el caso en el que el paciente estuviese desprovisto de conciencia,
el sacerdote podría administrar los sacramentos sub condicione si
se puede presumir el arrepentimiento a partir de cualquier signo dado con
anterioridad por la persona enferma.
Esta posición de la Iglesia no es un signo de falta de acogida al enfermo.
De hecho, debe ser el ofrecimiento de una ayuda y de una escucha siempre
posible, siempre concedida, junto a una explicación profunda del contenido del
sacramento, con el fin de dar a la persona, hasta el último momento, los
instrumentos para poder escogerlo y desearlo. La Iglesia está atenta a escrutar
los signos de conversión suficientes, para que los fieles puedan pedir
razonablemente la recepción de los sacramentos. Se recuerda que posponer la
absolución es también un acto medicinal de la Iglesia, dirigido, no a condenar
al pecador, sino a persuadirlo y acompañarlo hacia la conversión.
También en el caso en el que una persona no se encuentre en las
disposiciones objetivas para recibir los sacramentos, es necesaria una cercanía
que invite siempre a la conversión. Sobre todo si la eutanasia, pedida o
aceptada, no se lleva a cabo en un breve periodo de tiempo. Se tendrá entonces
la posibilidad de un acompañamiento para hacer renacer la esperanza y modificar
la elección errónea, y que el enfermo se abra al acceso a los sacramentos.
Sin embargo, no es admisible por parte de aquellos que asisten
espiritualmente a estos enfermos ningún gesto exterior que pueda ser
interpretado como una aprobación de la acción eutanásica, como por ejemplo el
estar presentes en el instante de su realización. Esta presencia solo puede
interpretarse como complicidad. Este principio se refiere de manera particular,
pero no solo, a los capellanes de las estructuras sanitarias donde puede
practicarse la eutanasia, que no deben dar escándalo mostrándose de algún modo
cómplices de la supresión de una vida humana.
12. La reforma del sistema educativo y la formación de los agentes
sanitarios
En el contexto social y cultural actual, tan denso en desafíos en relación con
la tutela de la vida humana en las fases más críticas de la existencia, el
papel de la educación es ineludible. La familia, la escuela, las demás
instituciones educativas y las comunidades parroquiales deben trabajar con
perseverancia para despertar y madurar aquella sensibilidad hacia el prójimo y
su sufrimiento, de la que se ha convertido en símbolo la figura evangélica del
Samaritano[94].
A las capellanías hospitalarias se les pide ampliar la formación espiritual
y moral de los agentes sanitarios, incluidos médicos y personal de enfermería,
así como de los grupos de voluntariado hospitalario, para que sepan dar la
atención humana y espiritual necesaria en las fases terminales de la vida. El
cuidado psicológico y espiritual del paciente durante toda la evolución de la
enfermedad debe ser una prioridad para los agentes pastorales y sanitarios,
teniendo cuidado de poner en el centro al paciente y a su familia.
Los cuidados paliativos deben difundirse en el mundo y es obligatorio
preparar, para tal fin, los cursos universitarios para la formación
especializada de los agentes sanitarios. También es prioritaria la difusión de
una correcta y meticulosa información sobre la eficacia de los auténticos
cuidados paliativos para un acompañamiento digno de la persona hasta la muerte
natural. Las instituciones sanitarias de inspiración cristiana deben preparar
protocolos para sus agentes sanitarios que incluyan una apropiada asistencia
psicológica, moral y espiritual como componente esencial de los cuidados
paliativos.
La asistencia humana y espiritual debe volver a entrar en los recorridos
formativos académicos de todos los agentes sanitarios y en las prácticas
hospitalarias.
Además de todo esto, las estructuras sanitarias y asistenciales deben
preparar modelos de asistencia psicológica y espiritual para
los agentes sanitarios que tienen a su cargo los pacientes en las fases
terminales de la vida humana. Hacerse cargo de quienes cuidan es
esencial para evitar que sobre los agentes y los médicos recaiga todo el peso (burn
out) del sufrimiento y de la muerte de los pacientes incurables. Estos
tienen necesidad de apoyo y de momentos de discusióny de escucha adecuados para
poder procesar no solo valores y emociones, sino también el sentido de la
angustia, del sufrimiento y de la muerte en el ámbito de su servicio a la vida.
Tienen que poder percibir el sentido profundo de la esperanza y la conciencia
que su misión es una verdadera vocación a apoyar y acompañar el misterio de la
vida y de la gracia en las fases dolorosas y terminales de la existencia[95].
Conclusión
El misterio de la Redención del hombre está enraizado de una manera
sorprendente en el compromiso amoroso de Dios con el sufrimiento humano. Por
eso podemos fiarnos de Dios y trasmitir esta certeza en la fe al hombre sufriente
y asustado por el dolor y la muerte.
El testimonio cristiano muestra como la esperanza es siempre posible,
también en el interior de la cultura del descarte. «La elocuencia de la
parábola del buen Samaritano, como también la de todo el Evangelio, es
concretamente esta: el hombre debe sentirse llamado personalmente a
testimoniar el amor en el sufrimiento»[96].
La Iglesia aprende del Buen Samaritano el cuidado del enfermo terminal y
obedece así el mandamiento unido al don de la vida: «¡respeta, defiende, ama
y sirve a la vida, a toda vida humana!»[97]. El evangelio de la vida es un
evangelio de la compasión y de la misericordia dirigido al hombre concreto,
débil y pecador, para levantarlo, mantenerlo en la vida de la gracia y, si es
posible, curarlo de toda posible herida.
No basta, sin embargo, compartir el dolor, es necesario sumergirse en los
frutos del Misterio Pascual de Cristo para vencer el pecado y el mal, con la
voluntad de «desterrar la miseria ajena como si fuese propia»[98]. Sin embargo,
la miseria más grande es la falta de esperanza ante la muerte. Esta es la
esperanza anunciada por el testimonio cristiano que, para ser eficaz, debe ser
vivida en la fe implicando a todos, familiares, enfermeros, médicos, y la
pastoral de las diócesis y de los hospitales católicos, llamados a vivir con
fidelidad el deber de acompañar a los enfermos en todas las
fases de la enfermedad, y en particular, en las fases críticas y terminales de
la vida, así como se ha definido en el presente documento.
El Buen Samaritano, que pone en el centro de su corazón el rostro del
hermano en dificultad, sabe ver su necesidad, le ofrece todo el bien necesario
para levantarlo de la herida de la desolación y abrir en su corazón hendiduras
luminosas de esperanza.
El “querer el bien” del Samaritano, que se hace prójimo del hombre herido
no con palabras ni con la lengua, sino con los hechos y en la verdad
(cfr. 1Jn 3, 18), toma la forma de cuidado, con el ejemplo de
Cristo que pasó haciendo el bien y sanando a todos (cfr. Hch 10,
38).
Curados por Jesús, nos transformamos en hombres y mujeres llamados a
anunciar su potencia sanadora, a amar y a hacernos cargo del prójimo como él
nos ha enseñado.
Esta vocación al amor y al cuidado del otro[99], que lleva consigo ganancias
de eternidad, se anuncia de manera explícita por el Señor de la vida en esta
paráfrasis del juicio final: recibid en heredad el reino, porque estaba enfermo
y me habéis visitado. ¿Cuándo, Señor? Todas las veces que habéis hecho esto con
un hermano vuestro más pequeño, a un hermano vuestro que sufre, lo habéis hecho
conmigo (cfr. Mt 25, 31-46).
El Sumo Pontífice Francisco, en fecha 25 de junio de 2020 ha aprobado esta
Carta, decidida en la Sesión Plenaria de esta Congregación el 29 de enero de
2020, y ha ordenado su publicación.
Dada en Roma, desde la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe,
el 14 de julio de 2020, memoria litúrgica de san Camilo de Lelis.
Card. Luis F. Ladaria, SJ, prefecto
Mons. Giacomo Morandi, arzobispo titular de Cerveteri, secretario
Notas:
[1] Misal Romanoreformado por mandato del Concilio Ecuménico Vaticano II,
promulgado por la autoridad del papa Pablo VI, revisado por el papa Juan Pablo
II, Conferencia Episcopal Española, Madrid 2017, Prefacio común VIII, p.
515.
[2] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de
los Agentes sanitarios, Ed. Salterrae, Malian?o (Cantabria – España) 2017,
n. 6.
[3] Benedicto XVI, Carta Enc. Spe salvi (30 noviembre 2007),
n. 22: AAS 99 (2007), 1004: «Si el progreso técnico no se
corresponde con un progreso en la formación ética del hombre, con el
crecimiento del hombre interior (cfr. Ef 3, 16; 2
Cor 4, 16), no es un progreso sino una amenaza para el hombre y para
el mundo».
[4] Cfr. Francisco, Discurso a la Asociación Italiana contra las
leucemias-linfomas y mielomas (AIL) (2 marzo 2019): L’Osservatore
Romano, 3 marzo 2019, 7.
[5] Francisco, Exhort. Ap. Amoris laetitia (19
marzo 2016), n. 3: AAS 108 (2016), 312.
[6] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Past. Gaudium et spes (7 diciembre
1965), n. 10: AAS 58 (1966), 1032-1033.
[7] Cfr. Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11
febrero 1984), n. 4: AAS 76 (1984), 203.
[8] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de
los Agentes sanitarios, n. 144.
[9] Francisco,Mensaje para la XLVIII Jornada Mundial de las Comunicaciones
Sociales(24 enero 2014): AAS 106 (2014), 114.
[10] Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n.
87: AAS 87 (1995), 500.
[11] Cfr. Juan Pablo II, Carta Enc. Centesimus annus (1 mayo
1991), n. 37: AAS 83 (1991), 840.
[12] Juan Pablo II, Carta Enc. Veritatis splendor(6 agosto 1993),
n. 50: AAS 85 (1993), 1173.
[13] Juan Pablo II, Discurso a los participantes al Congreso
Internacional sobre “Los tratamientos de soporte vital y estado vegetativo.
Progresos científicos y dilemas éticos”(20 marzo 2004), n. 7: AAS 96
(2004), 489.
[14] Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Placuit Deo (22
febrero 2018), n. 6: AAS 110 (2018), 430.
[15] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta
de los Agentes sanitarios, n. 9.
[16] Cfr. Pablo VI, Mensaje en la última sesión pública del Concilio (7
diciembre 1965): AAS 58 (1966), 55-56.
[17] Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de los
Agentes sanitarios, n. 9.
[18] Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Placuit Deo (22
febrero 2018), n. 12: AAS 110 (2018), 433-434.
[19] Francisco, Discursoa los participantes en la Asamblea Plenaria de
la Congregación para la Doctrina de la Fe (30 enero 2020): L’Osservatore
Romano, 31 enero 2020, 7.
[20] Benedicto XVI, Carta Enc. Deus caritas est (25 diciembre
2005), n. 31: AAS 98 (2006), 245.
[21] Benedicto XVI, Carta Enc. Caritas in veritate (29 junio
2009), n. 76: AAS 101 (2009), 707.
[22] Cfr. Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo
1995), n. 49: AAS 87 (1995), 455: «El sentido más verdadero y
profundo de la vida: serun don que se realiza al darse».
[23] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Dogm. Dei Verbum (8 noviembre
1965), n. 2: AAS 58 (1966), 818.
[24] Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo
1995), n. 34: AAS 87 (1995), 438.
[25] Cfr. Declaración conjunta de las Religiones Monoteístas Abrahámicas
sobre las cuestiones del final de la vida, Ciudad del Vaticano, 28 octubre
2019: «Nos oponemos a cualquier forma de eutanasia –que es el acto directo,
deliberado e intencional de quitar la vida– así como al suicidio médicamente
asistido –que es el apoyo directo, deliberado e intencional para suicidarse–
porque contradicen fundamentalmente el valor inalienable de la vida humana y,
por lo tanto, son inherente y consecuentemente erróneos desde el punto de vista
moral y religioso, y deben ser prohibidos sin excepciones».
[26] Cfr. Francisco, Discursoal Congreso de la Asociación de Médicos
Católicos Italianos en el 70 aniversario de su fundación (15 noviembre
2014): AAS 106 (2014), 976.
[27] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta
de los Agentes sanitarios, n. 1; Congregación para la Doctrina de la Fe,
Instr. Dignitas personae (8 septiembre 2008), n. 8: AAS 100
(2008), 863.
[28] Francisco, Carta Enc. Laudato si’ (24 mayo 2015), n.
65: AAS 107 (2015), 873.
[29] Con. Ecum. Vat. II, Const. Past. Gaudium
et spes (7 diciembre 1965), n. 27: AAS 58 (1966),
1047-1048.
[30] Francisco,Discursoal Congreso de la Asociación de
Médicos Católicos Italianos en el 70 aniversario de su fundación (15
noviembre 2014): AAS 106 (2014), 976.
[31] Cfr. Francisco, Discurso a la Federación Nacional de las Ordenes
de Médicos Cirujanos y de los Odontólogos(20 septiembre 2019): L’Osservatore
Romano, 21 septiembre 2019, 8: «Son formas apresuradas de tratar opciones
que no son, como podría parecer, una expresión de la libertad de la persona,
cuando incluyen el descarte del enfermo como una posibilidad, o la falsa compasión
frente a la petición de que se le ayude a anticipar la muerte».
[32] Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Placuit Deo (22
febrero 2018), n. 3: AAS 110 (2018), 428-429; cfr. Francisco,
Carta Enc. Laudato si’ (24 mayo 2015), n. 162: AAS 107
(2015), 912.
[33] Benedicto XVI, Carta Enc. Caritas in veritate (29 junio
2009), n. 53: AAS 101 (2009), 688: «Una de las pobrezas más
hondas que el hombre puede experimentar es la soledad. Ciertamente, también las
otras pobrezas, incluidas las materiales, nacen del aislamiento, del no ser
amados o de la dificultad de amar».
[34] Cfr. Francisco, Exhort. Ap. Evangelii gaudium (24
noviembre 2013), n. 53: AAS 105 (2013), 1042; se puede ver
también: Id., Discurso a la delegación del Instituto“Dignitatis
Humanae” (7 diciembre 2013): AAS 106 (2014) 14-15;
Id., Encuentro con los ancianos (28 septiembre 2014): AAS 106
(2014), 759-760.
[35] Cfr. Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo
1995), n. 12: AAS 87 (1995), 414.
[36] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et bona (5
mayo 1980), II: AAS 72 (1980), 546.
[37] Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n.
65: AAS 87 (1995), 475; cfr. Congregación para la Doctrina de
la Fe, Declarac. Iura et bona (5 mayo 1980), II: AAS 72
(1980), 546.
[38] Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n.
65: AAS 87 (1995), 477. Es una doctrina propuesta de modo
definitivo en la cual la Iglesia compromete su infalibilidad: cfr. Congregación
para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal ilustrativa de la fórmula
conclusiva de la Professio fidei (29 junio 1998), n. 11: AAS 90
(1998), 550.
[39] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et bona (5
mayo 1980), II: AAS 72 (1980), 546.
[40] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2286.
[41] Cfr. ibidem, nn. 1735 y 2282.
[42] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et bona (5
mayo 1980), II: AAS 72 (1980), 546.
[43] Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de los
Agentes sanitarios, n. 169.
[44] Cfr. ibidem, n. 170.
[45] Cfr. Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo
1995), n. 72: AAS 87 (1995), 484-485.
[46] Francisco, Discursoa los participantes en la Asamblea Plenaria de
la Congregación para la Doctrina de la Fe (30 enero 2020): L’Osservatore
Romano, 31 enero 2020, 7.
[47] Juan Pablo II, Carta Enc. Veritatis splendor(6 agosto 1993),
n. 15: AAS 85 (1993), 1145.
[48] Cfr. Benedicto XVI, Carta Enc. Spe salvi (30 noviembre
2007), nn. 36-37: AAS 99 (2007), 1014-1016.
[49] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et bona (5
mayo 1980), II: AAS 72 (1980), 546.
[50] Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11 febrero
1984), n. 5: AAS 76 (1984), 204.
[51] Cfr. Benedicto XVI, Carta Enc. Spe salvi (30 noviembre
2007), n. 38: AAS 99 (2007), 1016.
[52] Cfr. Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11
febrero 1984), n. 29: AAS 76 (1984), 244:«No puede el hombre
“prójimo” pasar con desinterés ante el sufrimiento ajeno, en nombre de la
fundamental solidaridad humana; y mucho menos en nombre del amor al prójimo.
Debe “pararse”, “conmoverse”, actuando como el Samaritano de la parábola
evangélica. La parábola en sí expresauna verdad profundamente cristiana,pero
a la vez tan universalmente humana».
[53] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et bona (5
mayo 1980), IV: AAS 72 (1980), 549-551.
[54] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2278; Pontificio
Consejo para los Agentes Sanitarios, Carta de los Agentes sanitarios,
Ciudad del Vaticano, 1995, n. 119; Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium
vitae (25 marzo 1995), n. 65: AAS 87 (1995), 475;
Francisco, Mensajea los participantes en la reunión de la región
europea de la Asociación Médica Mundial (7 noviembre 2017): «Y si
sabemos que no siempre se puede garantizar la curación de la enfermedad, a la
persona que vive debemos y podemos cuidarla siempre: sin acortar su vida
nosotros mismos, pero también sin ensañarnos inútilmente contra su muerte»;
Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de los
Agentes sanitarios, n. 149.
[55] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2278; Congregación
para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et bona (5 mayo
1980), IV: AAS 72 (1980), 550-551; Juan Pablo II, Carta Enc.
Evangelium vitae (25 marzo 1995), n. 65: AAS 87
(1995), 475; Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva
carta de los Agentes sanitarios, n. 150.
[56] Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n.
65: AAS 87 (1995), 476.
[57] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta
de los Agentes sanitarios, n. 150.
[58] Cfr. Juan Pablo II, Discursoa los participantes en un encuentro de
estudio sobre la procreación responsable (5 junio 1987), n.1: Insegnamenti
di Giovanni Paolo II, X/2 (1987), 1962: «Hablar de “conflicto de
valores o bienes” y de la consiguiente necesidad de llevar a cabo como una
especie de “equilibrio” de los mismos, eligiendo uno y rechazando el otro, no
es moralmente correcto».
[59] Cfr. Juan Pablo II, Discurso a la Asociación de Médicos Católicos
Italianos (28 diciembre 1978): Insegnamenti di Giovanni Paolo
II, I (1978), 438.
[60] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta
de los Agentes sanitarios, n. 150.
[61] Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Respuestaa algunas
preguntas de la Conferencia Episcopal Estadounidense acerca de la alimentación
y la hidratación artificiales (1 agosto 2007): AAS 99
(2007), 820.
[62] Cfr. ibidem.
[63] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta
de los Agentes sanitarios, n. 152: «La alimentación y la hidratación, aun
artificialmente administradas, son parte de los tratamientos normales que
siempre han de proporcionarse al moribundo, cuando no resulten demasiados
gravosos o de ningún beneficio para él. Su indebida suspensión significa
verdadera y propia eutanasia. “Suministrar alimento y agua, incluso por vía
artificial, es, en principio, un medio ordinario y proporcionado para la
conservación de la vida. Por lo tanto, es obligatorio en la medida y mientras se
demuestre que cumple su propia finalidad, que consiste en procurar la
hidratación y la nutrición del paciente. De este modo se evitan el sufrimiento
y la muerte derivados de la inanición y la deshidratación”».
[64] Francisco, Discursoa la plenaria de la Pontificia Academia para la
Vida (5 marzo 2015): AAS 107 (2015), 274, citando a:
Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n.
65: AAS 87 (1995), 476. Cfr. Catecismo de la Iglesia
Católica, n. 2279.
[65] Cfr. [65] Francisco, Discursoa la plenaria de la Pontificia
Academia para la Vida (5 marzo 2015): AAS 107 (2015),
275.
[66] Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de los
Agentes sanitarios, n. 147.
[67] Cfr. Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11
febrero 1984), n. 2: AAS 76 (1984), 202: «El sufrimiento
parece pertenecer a la trascendencia del hombre; es uno de esos puntos en los
que el hombre está en cierto sentido “destinado” a superarse a sí mismo, y de
manera misteriosa es llamado a hacerlo».
[68] Benedicto XVI, Carta. Enc. Spe salvi (30 noviembre 2007),
n. 38: AAS 99 (2007), 1016.
[69] Cfr. Francisco, Exhort. Ap. Amoris laetitia (19 marzo
2016), n. 48: AAS 108 (2016), 330.
[70] C. Saunders, Velad conmigo. Inspiración para una vida en cuidados
paliativos. Ed. Obra Social de la Caixa, 2011, p. 56.
[71] Francisco,Discursoa los participantes a la Asamblea Plenaria de la
Congregación para la Doctrina de la Fe (30 enero 2020): L’Osservatore
Romano, 31 enero 2020, 7.
[72] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta
de los Agentes sanitarios, n. 148.
[73] Cfr. Pío XII, Allocutio. Trois questions religieuses et morales
concernant l’analgésie (24 febrero 1957): AAS 49
(1957) 134-136; Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura
et bona(5 mayo 1980), III: AAS 72 (1980), 547; Juan Pablo
II, Carta Ap. Salvifici doloris (11 febrero 1984), n.
19: AAS 76 (1984), 226.
[74] Cfr. Pío XII, Allocutio. Iis qui interfuerunt Conventui
internationali. Romae habito, a «Collegio Internationali Neuro-Psycho-Pharmacologico»
indicto(9 septiembre 1958): AAS 50 (1958), 694;
Congregaciónpara la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et bona(5
mayo 1980), III: AAS 72 (1980), 548; Catecismo de la
Iglesia Católica, n. 2779; Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva
carta de los Agentes sanitarios, n. 155: «Se da, además, la posibilidad de
provocar con los analgésicos y los narcóticos la supresión de la conciencia del
moribundo. Este uso merece una consideración particular. En presencia de
dolores insoportables, resistentes a las terapias analgésicas habituales, en
proximidad del momento de la muerte o en la previsión fundada de una crisis
particular en ese momento, una seria indicación clínica puede conllevar, con el
consentimiento del enfermo, el suministro de fármacos que suprimen la
conciencia. Esta sedación paliativa profunda en la fase terminal, clínicamente
fundamentada, puede ser moralmente aceptable siempre que se realice con el
consenso del enfermo, se informe a los familiares, se excluya toda intencionalidad
eutanásica y el enfermo haya podido satisfacer sus deberes morales, familiares
y religiosos: “acercándose a la muerte, los hombres deben estar en condiciones
de poder cumplir sus obligaciones morales y familiares y, sobre todo, deben
poder prepararse con plena conciencia para el encuentro definitivo con Dios”.
Por consiguiente, “no es lícito privar al moribundo de la conciencia propia sin
grave motivo”».
[75] Cfr. Pío XII, Allocutio. Trois questions religieuses et morales
concernant l’analgésie (24 febrero 1957): AAS 49
(1957) 145; Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et
bona (5 mayo 1980), III: AAS 72 (1980), 548; Juan
Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n.
65: AAS 87 (1995), 476.
[76] Cfr. Francisco,Discursoal Congreso de la Asociación de Médicos
Católicos Italianos en el 70 aniversario de su fundación (15 noviembre
2014): AAS 106 (2014), 978.
[77] Pío XII, Allocutio. Trois questions religieuses et morales
concernant l’analgésie (24 febrero 1957): AAS 49
(1957) 146; Id., Allocutio. Iis qui interfuerunt Conventui
internationali. Romae habito, a «Collegio Internationali
Neuro-Psycho-Pharmacologico» indicto(9 septiembre 1958): AAS 50
(1958), 695; Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et
bona(5 mayo 1980), III: AAS 72 (1980), 548; Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 2779; Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium
vitae (25 marzo 1995), n. 65: AAS 87 (1995), 476;
Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de los
Agentes sanitarios, n. 154.
[78] Cfr. Juan Pablo II, Discurso a los participantes al Congreso
Internacional sobre «Los tratamientos de soporte vital y estado vegetativo.
Progresos científicos y dilemas éticos»(20 marzo 2004), n. 3: AAS 96
(2004), 487: «Un hombre, aunque esté gravemente enfermo o se halle impedido en
el ejercicio de sus funciones más elevadas, es y será siempre un hombre; jamás
se convertirá en un “vegetal” o en un “animal”».
[79] Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de los
Agentes sanitarios, n. 151.
[80]Ibidem, n. 151; cfr. Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium
vitae (25 marzo 1995), n. 74: AAS 87 (1995), 487.
[81] Cfr. Francisco, Discursoal Congreso de la Asociación de Médicos
Católicos Italianos en el 70 aniversario de su fundación (15 noviembre
2014): AAS 106 (2014), 977.
[82] Juan Pablo II,Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo
1995), n. 73: AAS 87 (1995), 486.
[83] Benedicto XVI, Discursoa los participantes al Congreso de la
Pontificia Academia para la Vida sobre el tema “Junto al enfermo incurable y al
moribundo: orientaciones éticas y operativas” (25 febrero 2008): AAS 100
(2008), 171.
[84] Francisco, Audiencia General (10 junio 2015): L’Osservatore
Romano, 11 junio 2015, 8.
[85]Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1420.
[86] Cfr. Rituale Romanum ex decreto Sacrosancti Oecumenici Concilii
Vaticani II instaruratum auctoritate Pauli PP. VI promulgatum, Ordo unctionis
infirmorum eorumque pastoralis curae, Editio typica, Praenotanda, Typis
Polyglotis Vaticanis, Civitate Vaticana 1972, n. 26; Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 1524.
[87] Francisco, Carta Enc. Laudato si’ (24
mayo 2015), n. 235: AAS 107 (2015), 939.
[88] Cfr. Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo
1995), n. 67: AAS 87 (1995), 478-479.
[89] Concilio de Trento, Ses. XIV, De sacramento penitentiae, cap.
4: DH 1676.
[90] Cfr. CIC, can. 987.
[91] Cfr. CIC, can. 1007: «No se dé la unción de los enfermos a
quienes persisten obstinadamente en un pecado grave manifiesto».
[92] Cfr. CIC, can. 915 y can. 843 §1.
[93] Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et
bona (5 mayo 1980), II: AAS 72 (1980), 546.
[94] Cfr. Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11
febrero 1984), n. 29: AAS 76 (1984), 244-246.
[95] Cfr. Francisco, Discursoa los presidentes de los Colegios de
Médicos de España e Hispanoamérica (9 junio 2016): AAS 108
(2016), 727-728. «La fragilidad el dolor y la enfermedad son una dura prueba
para todos, también para el personal médico, son un llamado a la paciencia, al
padecer-con; por ello no se puede ceder a la tentación funcionalista de aplicar
soluciones rápidas y drásticas, movidos por una falsa compasión o por meros
criterios de eficacia y ahorro económico. Está en juego la dignidad de la vida
humana; está en juego la dignidad de la vocación médica».
[96] Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11 febrero
1984), n. 29: AAS 76 (1984), 246.
[97] Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae(25 marzo 1995), n.
5: AAS 87 (1995), 407.
[98] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 21, a. 3.
[99] Cfr. Benedicto XVI, Carta. Enc. Spe salvi (30 noviembre
2007), n. 39: AAS 99 (2007), 1016: «Sufrir con el otro, por
los otros; sufrir por amor de la verdad y de la justicia; sufrir a causa del
amor y con el fin de convertirse en una persona que ama realmente, son
elementos fundamentales de humanidad, cuya pérdida destruiría al hombre mismo».
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