Ecclesia, Ciudad del
Vaticano 18 de octubre de 2014:
Los Padres Sinodales,
reunidos en Roma junto al Papa Francisco en la Asamblea Extraordinaria
del Sínodo de los Obispos, nos dirigimos a todas las familias de los distintos
continentes y en particular a aquellas que siguen a Cristo, que es camino,
verdad y vida. Manifestamos nuestra admiración y gratitud por el testimonio
cotidiano che ofrecen a la
Iglesia y al mundo con su fidelidad, su fe, su esperanza y su
amor.
Nosotros, pastores de
la Iglesia ,
también nacimos y crecimos en familias con las más diversas historias y
desafíos. Como sacerdotes y obispos nos encontramos y vivimos junto a familias
que, con sus palabras y sus acciones,
nos mostraron una larga serie de esplendores y también de dificultades.
La misma preparación
de esta asamblea sinodal, a partir de las respuestas al cuestionario enviado a
las Iglesias de todo el mundo, nos permitió escuchar la voz de tantas
experiencias familiares. Después, nuestro diálogo durante los días del Sínodo
nos ha enriquecido recíprocamente, ayudándonos a contemplar toda la realidad
viva y compleja de las familias.
Queremos presentarles
las palabras de Cristo: “Yo estoy ante la puerta y llamo, Si alguno escucha mi
voz y me abre la puerta, entraré y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20). Como
lo hacía durante sus recorridos por los caminos de la Tierra Santa ,
entrando en las casas de los pueblos, Jesús sigue pasando hoy por las calles de
nuestras ciudades. En sus casas se viven a menudo luces y sombras, desafíos
emocionantes y a veces también pruebas dramáticas. La oscuridad se vuelve más
densa, hasta convertirse en tinieblas, cundo se insinúan el el mal y el pecado
en el corazón mismo de la familia.
Ante todo, está el
desafío de la fidelidad en el amor conyugal. La vida familiar suele estar
marcada por el debilitamiento de la fe y de los valores, el individualismo, el
empobrecimiento de las relaciones, el stress de una ansiedad que descuida la
reflexión serena. Se asiste así a no pocas crisis matrimoniales, que se
afrontan de un modo superficial y sin la valentía de la paciencia, del diálogo
sincero, del perdón recíproco, de la reconciliación y también del sacrificio.
Los fracasos dan origen a nuevas relaciones, nuevas parejas, nuevas uniones y
nuevos matrimonios, creando situaciones familiares complejas y problemáticas
para la opción cristiana.
Entre tantos desafíos
queremos evocar el cansancio de la propia existencia. Pensamos en el
sufrimiento de un hijo con capacidades especiales, en una enfermedad grave, en
el deterioro neurológico de la vejez, en la muerte de un ser querido. Es
admirable la fidelidad generosa de tantas familias que viven estas pruebas con
fortaleza, fe y amor, considerándolas no como algo que se les impone, sino como
un don que reciben y entregan, descubriendo a Cristo sufriente en esos cuerpos
frágiles.
Pensamos en las
dificultades económicas causadas por sistemas perversos, originados “en el
fetichismo del dinero y en la dictadura de una economía sin rostro y sin un
objetivo verdaderamente humano” (Evangelii gaudium, 55), que humilla la
dignidad de las personas. Pensamos en el padre o en la madre sin trabajo,
impotentes frente a las necesidades aun primarias de su familia, o en los
jóvenes que transcurren días vacíos, sin esperanza, y así pueden ser presa de
la droga o de la criminalidad.
Pensamos también en
la multitud de familias pobres, en las que se aferran a una barca para poder
sobrevivir, en las familias prófugas que migran sin esperanza por los
desiertos, en las que son perseguidas simplemente por su fe o por sus valores
espirituales y humanos, en las que son golpeadas por la brutalidad de las
guerras y de distintas opresiones. Pensamos también en las mujeres que sufren
violencia, y son sometidas al aprovechamiento, en la trata de personas, en los
niños y jovenes víctimas de abusos también de parte de aquellos que debían
cuidarlos y hacerlos crecer en la confianza, y en los miembros de tantas
familias humilladas y en dificultad. Mientras tanto, “la cultura del bienestar
nos anestesia y […] todas estas vidas truncadas por la falta de posibilidades
nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera” (Evangelii
gaudium, 54). Reclamamos a los gobiernos y a las organizaciones internacionales
que promuevan los derechos de la familia para el bien común.
Cristo quiso que su
Iglesia sea una casa con la puerta siempre abierta, recibiendo a todos sin
excluir a nadie. Agradecemos a los pastores, a los fieles y a las comunidades
dispuestos a acompañar y a hacerse cargo de las heridas interiores y sociales
de los matrimonios y de las familias.
***
También está la luz
que resplandece al atardecer detrás de las ventanas en los hogares de las
ciudades, en las modestas casas de las periferias o en los pueblos, y aún en
viviendas muy precarias. Brilla y calienta cuerpos y almas. Esta luz, en el
compromiso nupcial de los cónyuges, se enciende con el encuentro: es un don,
una gracia que se expresa –como dice el Génesis (2, 18)– cuando los dos rostros
están frente a frente, en una “ayuda adecuada”, es decir semejante y recíproca.
El amor del hombre y de la mujer nos enseña que cada uno necesita al otro para
llegar a ser él mismo, aunque se mantiene distinto del otro en su identidad,
que se abre y se revela en el mutuo don. Es lo que expresa de manera sugerente
la mujer del Cantar de los Cantares: “Mi amado es mío y yo soy suya… Yo soy de
mi amado y él es mío” (Ct 2, 17; 6, 3).
El itinerario, para
que este encuentro sea auténtico, comienza en el noviazgo, tiempo de la espera
y de la preparación. Se realiza en plenitud en el sacramento del matrimonio,
donde Dios pone su sello, su presencia y su gracia. Este camino conoce también
la sexualidad, la ternura y la belleza, que perduran aun más allá del vigor y
de la frescura juvenil. El amor tiende por su propia naturaleza a ser para
siempre, hasta dar la vida por la persona amada (cf. Jn 15, 13). Bajo esta luz,
el amor conyugal, único e indisoluble, persiste a pesar de las múltiples
dificultades del límite humano, y es uno de los milagros más bellos, aunque
también es el más común.
Este amor se difunde
naturalmente a través de la fecundidad y la generatividad, que no es sólo la
procreación, sino también el don de la vida divina en el bautismo, la educación
y la catequesis de los hijos. Es también capacidad de ofrecer vida, afecto,
valores, una experiencia posible también para quienes no pueden tener hijos.
Las familias que viven esta aventura luminosa se convierten en un testimonio
para todos, en particular para los jóvenes.
Durante este camino,
que a veces es un sendero de montaña, con cansancios y caídas, siempre está la
presencia y la compañía de Dios. La familia lo experimenta en el afecto y en el
diálogo entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas.
Además lo vive cuando se reúne para escuchar la Palabra de Dios y para
orar juntos, en un pequeño oasis del espíritu que se puede crear por un momento
cada día. También está el empeño cotidiano de la educación en la fe y en la
vida buena y bella del Evangelio, en la santidad. Esta misión es frecuentemente
compartida y ejercitada por los abuelos y las abuelas con gran afecto y
dedicación. Así la familia se presenta como una auténtica Iglesia doméstica,
que se amplía a esa familia de familias que es la comunidad eclesial. Por otra
parte, los cónyuges cristianos son llamados a convertirse en maestros de la fe
y del amor para los matrimonios jóvenes.
Hay otra expresión de
la comunión fraterna, y es la de la caridad, la entrega, la cercanía a los
últimos, a los marginados, a los pobres, a las personas solas, enfermas,
extrajeras, a las familias en crisis, conscientes de las palabras del Señor:
“Hay más alegría en dar que en recibir” (Hch 20, 35). Es una entrega de bienes,
de compañía, de amor y de misericordia, y también un testimonio de verdad, de
luz, de sentido de la vida.
La cima que recoge y
unifica todos los hilos de la comunión con Dios y con el prójimo es la Eucaristía dominical,
cuando con toda la Iglesia
la familia se sienta a la mesa con el Señor. Él se entrega a todos nosotros,
peregrinos en la historia hacia la meta del encuentro último, cuando Cristo
“será todo en todos” (Col 3, 11). Por eso, en la primera etapa de nuestro camino
sinodal, hemos reflexionado sobre el acompañamiento pastoral y sobre el acceso
a los sacramentos de los divorciados en nueva unión.
Nosotros, los Padres
Sinodales, pedimos que caminen con nosotros hacia el próximo Sínodo. Entre ustedes late la presencia de la
familia de Jesús, María y José en su modesta casa. También nosotros, uniéndonos
a la familia de Nazaret, elevamos al Padre de todos nuestra invocación por las
familias de la tierra:
Padre, regala a todas las familias
la presencia de esposos fuertes y sabios, que sean manantial de una familia
libre y unida.
Padre, da a los padres una casa
para vivir en paz con su familia.
Padre, concede a los hijos que sean
signos de confianza y de esperanza y a jóvenes el coraje del compromiso estable
y fiel.
Padre, ayuda a todos a poder ganar
el pan con sus propias manos, a gustar la serenidad del espíritu y a mantener
viva la llama de la fe también en tiempos de oscuridad.
Padre, danos la alegría de ver
florecer una Iglesia cada vez más fiel y creíble, una ciudad justa y humana, un
mundo que ame la verdad, la justicia y la misericordia.
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