Primera Congregación
general: “Relatio ante disceptationem “ del Relator General, Cardenal Péter
Erdő
www.vatican.va, 6-9-14
Introducción
1. El Evangelio de la
familia en el contexto de la evangelización
a) Método de
discernimiento sobre la familia
b) Método de trabajo
sinodal
2. El Evangelio de la
familia y la pastoral familiar
a) El desafío
educativo de la familia: escuela de humanidad, socialidad, eclesialidad y
santidad
b) Firmeza y claridad
en los itinerarios formativos
c) La familia como
protagonista de la evangelización
d) La acción pastoral
en situaciones de crisis
e) Dificultades
internas de la familia y presiones externas
3. Las situaciones
pastorales difíciles
a) La Iglesia como “casa paterna”
(EG 47)
b) Verdad y misericordia
c) Las convivencias y
los matrimonios civiles
d) El cuidado
pastoral de los divorciados vueltos a casar
e) La praxis canónica
de las causas matrimoniales y la vía extra-judicial
f) La praxis de las
Iglesias ortodoxas
4. La familia y el
Evangelio de la vida
a) Anunciar el
Evangelio de la vida
b) La familia en el
contexto relacional
c) La responsabilidad
de la Iglesia
y la educación
d) Temas relativos a la Humanae vitae
Conclusión
***
Introducción
Beatísimo Padre,
Eminentísimos y
Excelentísimos Padres sinodales,
queridos hermanos y
hermanas,
Jesucristo es nuestro primer Maestro y nuestro
único Señor. Sólo en Él se encuentran «palabras de vida eterna» (cf. Jn 6, 68).
Esto también vale respecto a la vocación humana y a la familia. El mensaje de
Cristo no es cómodo, sino exigente: requiere la conversión de nuestros
corazones. Y, sin embargo, es una verdad que nos libera. El objetivo
fundamental de la propuesta cristiana acerca de la familia debe ser «la alegría
del Evangelio» que «llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran
con Jesús» y «se dejan salvar por Él» experimentando la liberación «del pecado,
de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento» —como enseña el Papa
Francisco en la Evangelii
gaudium (n. 1)—. Por esto es oportuno recordar la importancia de los temas de
la esperanza (cf. Gaudium et spes n. 1) y de la misericordia, en los que tanto
hace hincapié el Papa Francisco (cf., por ejemplo, Evangelii gaudium, 119 y
198).
El anuncio, por
tanto, se articula como propuesta, diálogo y camino juntos. Como dice el Papa
Pablo VI en su magistral exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (n. 3)
«necesitamos absolutamente ponernos en contacto con el patrimonio de fe que la Iglesia tiene el deber de
preservar en toda su pureza, y a la vez el deber de presentarlo a los hombres
de nuestro tiempo, con los medios a nuestro alcance, de una manera comprensible
y persuasiva».
La base, el contenido del anuncio es la fe de la Iglesia sobre el
matrimonio y la familia, resumida en diversos documentos, de modo especial en la Gaudium et spes, en la Familiaris consortio de
San Juan Pablo II, a quien el Papa Francisco definió “el Papa de la familia”,
en el Catecismo de la
Iglesia Católica y en numerosos otros textos del Magisterio.
La familia de hoy no sólo es objeto de evangelización, sino también sujeto
primario en el anuncio de la buena nueva de Cristo al mundo. Por eso, es
necesaria la incesante comprensión y puesta en práctica del Evangelio de la
familia que el Espíritu sugiere a la Iglesia. Incluso
las problemáticas familiares más graves hay que considerarlas como un “signo de
los tiempos”, a discernir a la luz del Evangelio: que hay que leer con los ojos
y el corazón de Cristo, y con su mirada en casa de Simón el fariseo (cf. Lc
7,36-50).
1. El Evangelio de la familia en el contexto
de la evangelización
a) Método de discernimiento sobre la familia
La búsqueda de las
respuestas pastorales tiene lugar en el contexto cultural de nuestros días.
Muchos de nuestros contemporáneos encuentran dificultades a la hora de razonar
lógicamente, de leer textos largos. Vivimos en una cultura de lo audiovisual,
de los sentimientos, de las experiencias emocionales, de los símbolos. Los
lugares de peregrinación, en numerosos países, incluso en los más
secularizados, reciben cada vez más visitantes. Decenas de miles de cónyuges
van, por ejemplo, al santuario mariano de Šaštin, en Eslovaquia, para pedir la
ayuda de la Virgen
en sus problemas matrimoniales. Muchos conciben su vida no ya como un proyecto,
sino como una serie de momentos en los cuales el valor supremo es sentirse
bien, estar bien. En esta visión cualquier compromiso estable parece temible,
el futuro aparece como una amenaza, porque puede suceder que en el futuro nos
sintamos peor. Asimismo, las relaciones sociales pueden parecer limitaciones y
obstáculos. Respetar, “querer el bien” de otra persona, puede implicar
renuncias. Por tanto, el aislamiento con frecuencia está vinculado con este
culto del bienestar momentáneo. Dicha cultura general se refleja en el gran
número de respuestas al Cuestionario preparatorio de esta Asamblea sinodal, que
presentan un hecho casi global, es decir, la disminución de los matrimonios
civiles, la tendencia cada vez más típica de vivir juntos sin ningún
matrimonio, ni religioso ni civil. La huída de las instituciones se presenta
como signo de individualización, así como síntoma de crisis de una sociedad
harta de formalismos, obligaciones y burocracia. La huída de las instituciones,
por tanto, se presenta como signo de pobreza, de debilidad del individuo frente
a la difusa “complicación” de las estructuras. Éste es el contexto en el que
debemos anunciar el Evangelio de la familia.
Aun así, la cultura
de la palabra no ha desaparecido. La transmisión del Evangelio acontece
teniendo presente la riqueza de las enseñanzas de la Iglesia. Necesitamos
la fuerza del Espíritu Santo para encontrar los caminos de la verdad en la
caridad, las respuestas que expresen la justicia y al mismo tiempo la
misericordia, porque son inseparables. Hesed y tzedaka, misericordia y justicia
en el Antiguo Testamento son propiedad de Dios, coinciden en Él. En nuestros
trabajos confiamos en su ayuda.
Es preciso subrayar
que el Evangelio de la familia es ante todo la buena nueva de una gracia donada
por el Espíritu en el sacramento del matrimonio: es una posibilidad nueva que
se ofrece a la fragilidad del hombre, que hay que acoger y celebrar con alegría
y gratitud, a nivel tanto personal como comunitario. Ciertamente no hay que
olvidar las obligaciones que derivan del matrimonio, pero hay que verlas como
exigencias del don, que el mismo don hace posibles. Al respecto, vale también
la amonestación del Papa Francisco: «Si algo debe inquietarnos santamente y
preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la
fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de
fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida» (Evangelii gaudium,
n. 49).
La clara y plena
verdad del Evangelio da la luz, el sentido y la esperanza que tanto necesita el
hombre de hoy. La Iglesia
debe proponer esta “verdad medicinal” de forma que se reconozca efectivamente
como “remedio”, incluso para las numerosas situaciones familiares
problemáticas, a menudo muy sufridas. En otras palabras, sin disminuir la
verdad, hay que proponerla poniéndose en el lugar de aquellos a quienes más
“les cuesta” reconocerla como tal y vivirla.
b) Método de trabajo sinodal
En el momento actual
de la cultura, en el que somos propensos a olvidar las verdades esenciales, el
marco global, y corremos la tentación de perdernos en los detalles, resulta
especialmente útil ofrecer a los pastores de las comunidades locales líneas directrices
claras para ayudar a cuantos viven en situaciones difíciles. De hecho, no es
realista esperar que encuentren por sí solos las soluciones adecuadas,
conformes a la verdad del Evangelio y cercanas a las situaciones particulares.
En esta perspectiva, la colegialidad episcopal, que tiene en el Sínodo una
expresión privilegiada, está llamada a caracterizar sus propuestas, armonizando
el respeto y la promoción de las experiencias específicas de cada Conferencia
episcopal, con la búsqueda de líneas pastorales compartidas. Esto debe valer
también a nivel de Iglesias locales, evitando las improvisaciones de una
“pastoral casera”, que acaba por hacer más difícil que se acepte del Evangelio
de la familia. Asimismo, cabe recordar que la Asamblea sinodal extraordinaria
de 2014 es la prima etapa de un camino eclesial que desembocará en la Asamblea ordinaria de
2015. En consecuencia, el lenguaje y las indicaciones deben promover la
profundización teológica más noble, para escuchar con la máxima atención el
mensaje del Señor, alentando al mismo tiempo la participación y la escucha de
toda la comunidad de fieles. Por tanto, es importante la oración, para que
nuestro trabajo dé los mejores frutos, los que Dios quiere.
2. El Evangelio de la
familia y la pastoral familiar
a) El desafío
educativo de la familia: escuela de humanidad, socialidad, eclesialidad y
santidad
La solicitud de
pastores y fieles respecto de las generaciones jóvenes se expresa, de modo
particular, en el empeño formativo con quienes emprenden con valentía y
esperanza el camino que lleva al matrimonio. Por tanto, es tarea propia de la
pastoral familiar sostener el desafío educativo, en sus diversas fases:
mediante la formación general de los jóvenes a la afectividad, en la
preparación próxima a las nupcias, con el acompañamiento en la vida matrimonial
y especialmente mediante el sostén en las situaciones más difíciles, de modo
que la familia constituya una auténtica escuela de humanidad, socialidad,
eclesialidad y santidad. La familia es escuela de humanidad, porque es escuela
de amor en la vida y en el crecimiento de la persona (cf. GS 52: familia
“escuela de humanidad”), gracias a la relación que el matrimonio requiere y
establece entre los cónyuges y entre padres e hijos (cf. Gaudium et Spes 49 y
Familiaris consortio 11). La familia es escuela de socialidad porque hace
crecer a la persona en el desarrollo de sus capacidades de socialización y en
la construcción de la sociedad (cf. FC 15 y 37). Análogamente, la familia es
seno de vida eclesial, que educa a vivir en la comunión de la Iglesia y a ser
protagonistas activos de ésta (cf. FC 48 y 50). La familia es, por último,
también escuela de santificación, en la que se ejerce y se alimenta el camino
de santidad de los cónyuges y de los hijos (cf. GS 48 y FC 56 y 59). Por estas
razones la Iglesia
anuncia el valor y la belleza de la familia. Con esto presta un servicio
decisivo a un mundo que pide, casi implora, ser iluminado con la luz de la
esperanza.
El variado perfil de
la realidad familiar, que emerge del Instrumentum Laboris, muestra que en la
variedad de los contextos socio-culturales existe un consenso —mayor de cuanto
parece a primera vista— sobre el hecho de que matrimonio y familia son bienes
originarios de la cultura de la humanidad, un patrimonio que es preciso
custodiar, promover y, cuando sea necesario, defender. Hoy la mayor parte de
los seres humanos también busca la felicidad de su vida en un vínculo duradero
entre un hombre y una mujer, junto con los hijos engendrados en su unión. La
familia ciertamente hoy encuentra muchas dificultades; pero no es un modelo
anticuado, es más, entre los jóvenes en general se constata un nuevo deseo de
familia. Lo demuestra, entre otras cosas, el testimonio de los numerosos
matrimonios y familias cristianas que viven felizmente. No hay que perder de
vista estas experiencias positivas, pese a las difundidas situaciones precarias
e irregulares.
Entre los cristianos
católicos la sustancia de la enseñanza del Nuevo Testamento y del Catecismo de la Iglesia Católica
sobre el matrimonio parece ser bastante conocida. Sin embargo, los aspectos
específicos de la doctrina y del Magisterio de la Iglesia acerca del
matrimonio y la familia no siempre son suficientemente conocidos entre los
fieles. Además de la cuestión del conocimiento, se toma nota de que tal
doctrina con frecuencia no se sigue en la práctica. Esto no significa que la
gran mayoría de fieles y teólogos pongan en tela de juicio esta doctrina en
línea de principio. En la forma como se presenta en el Concilio Vaticano II
(cf. Gaudium et spes 47-52), resumida en el Instrumentum Laboris, la doctrina
encuentra un amplio consenso entre los católicos practicantes. Esto vale, en
particular, por lo que se refiere a la indisolubilidad del matrimonio y su
sacramentalidad entre los bautizados. No se cuestiona la doctrina de la
indisolubilidad del matrimonio en cuanto tal, es más, queda incontestada y en
gran parte es observada en la praxis pastoral de la Iglesia con las personas
que han fracasado en su matrimonio y que buscan un nuevo inicio. Por tanto, en
este Sínodo no se discute sobre las cuestiones doctrinales, sino sobre las
cuestiones prácticas —inseparables, por otro lado, de las verdades de la fe—,
de naturaleza exquisitamente pastoral.
Por último, del
Instrumentum Laboris emergen dos aspectos claros respecto a la homosexualidad.
Ante todo, un amplio consenso respecto al hecho que las personas de tendencia
homosexual no deben ser discriminadas, como recalca también el Catecismo de la Iglesia Católica
(n. 2357-2359). En segundo lugar, emerge con igual claridad que de parte de la
mayoría de los bautizados —y de la totalidad de las Conferencias episcopales—
no se espera una equiparación de estas relaciones con el matrimonio entre
hombre y mujer. Tampoco las formas ideológicas de las teorías de gender
cosechan consenso entre la gran mayoría de los católicos.
Muchos quieren, en
cambio, superar los tradicionales roles sociales, condicionados culturalmente,
y la discriminación de las mujeres, que sigue presente, sin negar con esto la
diferencia natural y criatural entre los sexos y su reciprocidad y
complementariedad.
No hay, pues, ningún
motivo dentro de la Iglesia
para un estado de ánimo de catastrofismo o de abdicación. Existe un patrimonio
de fe claro y ampliamente compartido, del cual la asamblea sinodal puede
partir, del que se debería hacer más universalmente conscientes a los fieles
mediante una catequesis más profunda sobre el matrimonio y la familia.
Basándose en esta fundamental convicción es posible una reflexión común sobre
las tareas misioneras de las familias cristianas y sobre las cuestiones de la
respuesta pastoral adecuada a las situaciones difíciles.
Sería deseable que el
Sínodo, partiendo de la base de fe común, mirara más allá del círculo de los
católicos practicantes y, considerando la situación compleja de la sociedad,
tratase de las objetivas dificultades sociales y culturales que hoy pesan sobre
la vida matrimonial y familiar. No se trata sólo de problemas de ética
individual, sino de estructuras de pecado hostiles a la familia, en un mundo de
desigualdad y de injusticia social, de consumismo por una parte y de pobreza
por otra. El rápido cambio cultural en todos los ámbitos arrastra a las
familias, que son la célula fundamental de la sociedad, en un proceso de
alteración que cuestiona la cultura familiar tradicional y a menudo la
destruye. Por otra parte, la familia es casi la última realidad humana
acogedora en un mundo determinado casi exclusivamente por las finanzas y la
tecnología. Una nueva cultura de la familia puede ser el punto de partida para
una renovada civilización humana.
b) Firmeza y claridad
en los itinerarios formativos
Abordando ahora más
de cerca la pastoral dirigida a las familias en vías de constitución, es
preciso constatar la incertidumbre que acompaña a muchos jóvenes, que aspiran
con esperanza a un amor estable y duradero. Al dirigirse a la Iglesia , piden —no siempre
de modo explícito— que se les motive a vencer sus legítimos miedos y ser
acogidos en una comunidad, que les testimonie la belleza y la concreción de la
vida matrimonial con todas sus dificultades reales, especialmente relacionales
y económicas. El deseo de familia que llevan en el corazón necesita de una
confirmación y del sostén de catequesis firmes, que les inviten asimismo a
entrar en la comunidad de las familias creyentes. Dichas comunidades están
presentes en muchas parroquias del mundo y son un signo muy alentador de
nuestros tiempos.
En ese sentido, es
preciso acompañar a los novios prometidos hacia una clara conciencia de lo que
es el matrimonio en el designio del Creador, alianza que entre los bautizados
tiene siempre la dignidad sacramental (CIC, can. 1055 §§ 1-2). Los elementos
sustanciales y las propiedades esenciales (unicidad, fidelidad, fecundidad) de
este designio, si son no simplemente desatendidos o, más aún, excluidos con un
acto positivo de voluntad, invalidan el matrimonio. Por otra parte, la fe
personal facilita la acogida de la gracia sacramental, que corrobora el
matrimonio cristiano, buscando de modo responsable sus bienes esenciales. A
pesar de las palabras tan claras de la liturgia que pronuncian los esposos, no
pocos, en efecto, se acercan al sacramento sin la conciencia clara de que se
asumen ante el Señor el compromiso de acoger y dar la vida al cónyuge, sin
condiciones y para siempre. Es más, bajo el influjo de la cultura dominante, no
pocos se reservan el llamado “derecho” de no observar la fidelidad conyugal, de
divorciarse y volverse a casar si el matrimonio no funciona, o de no abrirse a
la vida. La asunción serena y valiente de esta responsabilidad, en cambio, es
signo de la elección personal de fe sin la cual el sacramento, aunque sea
válido, no resulta eficaz. El matrimonio, en efecto, además de ser una relación
personalísima y un vínculo espiritual, es necesariamente una institución de la
sociedad. Esto significa que la condición matrimonial de la persona ante Dios,
realidad que no es perceptible con los sentidos humanos, debe ser acogida del
modo más verdadero posible también por la comunidad. Por eso, son
indispensables algunas presunciones acerca del estado matrimonial de la
persona. De la misma naturaleza de las presunciones se desprende, sin embargo,
la posibilidad de la divergencia entre la condición presunta y la real, sacramental,
de la persona. En efecto, aunque el amor en sí mismo no sea una realidad sujeta
al juicio y a la verificación de terceros, lo es, sin duda, el instituto del
matrimonio y de la familia, dada su relevancia social y eclesial.
A lo largo de los
siglos, la Iglesia
ha querido salvaguardar la verdad de lo humano incluso con normas jurídicas, a
fin de garantizar que el compromiso de la libertad, asumido con conciencia en
el acto del consenso, no se equiparase a cualquier otro compromiso. El esfuerzo
pastoral de la Iglesia
a la hora de acompañar a los novios al matrimonio deberá ser siempre mayor para
mostrar el valor y el atractivo de un vínculo perenne.
c) La familia como protagonista de la
evangelización
Además de la vocación especial y primaria de
la familia a la educación humana y cristiana de los hijos, existe una misión de
los miembros de la familia de transmitir la fe y dar testimonio de ella ante
los demás. La familia es también el núcleo de la comunidad parroquial. En muchos
países del mundo existen comunidades vivas en las parroquias, compuestas por
cónyuges o por familias enteras, que se encuentran regularmente, rezan juntos,
estudian y profundizan en el Catecismo, leen la Biblia , hablan de problemas
de la vida cotidiana, de las dificultades y bellezas de la vida común de
pareja, de cuestiones de educación. En otras palabras, se esfuerzan por
conjugar la fe con la vida. Se ayudan mutuamente en caso de enfermedad,
desempleo u otros problemas. Muchos de ellos participan en el trabajo de la Caritas. No pocos
ayudan en la preparación de los esposos al matrimonio, estableciendo con ellos
relaciones de amistad que perduran después de la celebración de las nupcias.
Hay grupos de jóvenes madres católicas con niños pequeños que también acogen a
madres sin una pertenencia religiosa o no creyentes, realizando así una nueva
forma de misión. De las familias provienen diversas nuevas comunidades que
ayudan a las parejas en crisis o asisten a las mujeres con dificultades
existenciales o psicológicas. Parece importante promover y difundir estas
iniciativas por toda la
Iglesia.
d) La acción pastoral
en situaciones de crisis
El Instrumentum
Laboris constata: «la pérdida de valores e incluso la disgregación de la
familia, se pueden transformar en ocasión de fortalecimiento del vínculo
conyugal. Para superar la crisis puede ser una ayuda el sostén de otras
familias dispuestas a acompañar el difícil camino de la pareja en crisis. En
particular, se subraya la necesidad de que la parroquia muestre su cercanía
como una familia de familias» (n. 63).
e) Dificultades
internas de la familia y presiones externas
La dificultad
generalizada a la hora de establecer una comunicación serena en el seno del
núcleo familiar se debe a múltiples factores como: las preocupaciones de tipo
laboral y económico; visiones distintas en la educación de los hijos,
provenientes de diferentes modelos educativos de los padres; los reducidos
tiempos para el diálogo y el descanso. A esto se añaden factores disgregadores
como la separación y el divorcio, con las consecuencias de realidades
familiares ampliadas o, viceversa, monoparentales, en las cuales la referencia
de los padres se confunde o se reduce, hasta quedar anulada. Por último, no hay
que subestimar la importancia de la generalizada mentalidad egoísta que se
cierra a la vida, con el preocupante crecimiento de la práctica abortiva. El
mismo egoísmo puede llevar a la falsa visión de considerar los hijos como
objetos de propiedad de los padres, que se pueden fabricar según sus deseos.
Especialmente en
contextos donde la pobreza está ampliamente difundida, son particularmente las
mujeres y los niños quienes sufren violencia y abusos; sin embargo, incluso en
los contextos más desarrollados no faltan factores disgregadores, debidos a
varias formas de dependencia, como el alcohol, las drogas, el juego de azar, la
pornografía u otras formas de dependencia sexual, y las redes sociales (social
network). Ante estos desafíos, la
Iglesia siente la urgencia de evangelizar a la familia
mediante el anuncio de la sobriedad y la esencialidad, promoviendo el valor de
las relaciones personales, la sensibilidad para con los más pobres, la
capacidad de un uso responsable de los mass media y de las nuevas tecnologías,
respetando la dignidad de las personas, especialmente las más débiles e
indefensas, que pagan el precio más alto de la soledad y de la marginación.
Entre las presiones
externas, la creciente precariedad laboral representa una pesadilla para muchas
familias; con frecuencia el fenómeno migratorio introduce en la familia
desequilibrios consistentes, como los que experimentan quienes dejan su tierra
—a menudo a causa de la guerra y la pobreza— o quienes les reciben en su propio
país. El apoyo concreto de parte de la Iglesia a estas familias no puede prescindir de
un compromiso eficaz de los Estados y las entidades públicas responsables de la
tutela y de la promoción del bien común, mediante políticas adecuadas.
3. Las situaciones
pastorales difíciles
a) La Iglesia como “casa paterna”
(EG 47)
Como afirma el Papa
Francisco: «La familia atraviesa una crisis cultural profunda, como todas las
comunidades y vínculos sociales [...] la fragilidad de los vínculos se vuelve
especialmente grave porque se trata de la célula básica de la sociedad»
(Evangelii gaudium, 66).
Al respecto, el
Instrumentum Laboris releva: «De las respuestas emerge la común consideración
que, en el ámbito de lo que se pueden definir situaciones matrimoniales
difíciles, se celan historias de gran sufrimiento, así como testimonios de amor
sincero. “La Iglesia
está llamada a ser siempre la casa abierta del Padre”» (EG 47). Una verdadera
urgencia pastoral es permitir a estas personas sanar sus heridas, curarse y
volver a caminar junto a toda la comunidad eclesial.
Para afrontar
correctamente tales situaciones, en primer lugar, la Iglesia afirma el valor
irrenunciable de la verdad de la indisolubilidad del matrimonio, fundada en el
proyecto original del Creador (Gén 1,27; 2,24; cf. Mt 19, 4-9). En cambio,
respecto a la dignidad sacramental que reviste el matrimonio entre los
bautizados, afirma que se basa en la profunda conexión entre el vínculo nupcial
y el vínculo indisoluble de Cristo con la Iglesia (Ef 5,22-33). En segundo lugar, es
necesaria una acción de pastoral familiar renovada y adecuada. Ésta debe
sostener a los cónyuges en su compromiso de fidelidad recíproca y de dedicación
a los hijos. Además, es necesario reflexionar sobre el mejor modo de acompañar
a las personas que se encuentran en dichas situaciones, de modo que no se
sientan excluidas de la vida de la Iglesia. Por último, es preciso individuar formas
y lenguajes adecuados para anunciar que todos son y siguen siendo hijos, amados
por Dios Padre y por la
Iglesia madre.
b) Verdad y
misericordia
En las últimas
décadas el tema de la misericordia está cada vez más en primer plano como un
punto de vista importante en el anuncio del Evangelio. El culmen de la
misericordia de Dios, que ya se presenta ampliamente en el Antiguo Testamento
(cf. Éx 34,6; 2 Sam 24,14; Sal 111,4, etc.), se revela sobre todo en los gestos
y en la predicación de Jesús. En la parábola del Padre misericordioso (cf. Lc
15,11-32), además de en todo el Nuevo Testamento, la misericordia constituye
una verdad central: Dios es rico de misericordia (cf. Ef 2,4). Según Tomás de
Aquino, ésta es la propiedad más importante de Dios (cf. Summa theol. II/II q.
30 a. 4; Evangelii gaudium, 37); expresa la absoluta soberanía de Dios e indica
la creadora fidelidad a sí mismo de Dios que es amor (cf. 1Jn 4, 8.16). Para
recibir esta misericordia, el hijo pródigo vuelve al Padre, pide perdón,
comienza una vida nueva. La manifestación más decisiva de la divina
misericordia con la humanidad es la Encarnación y la Obra salvífica de Cristo. Según el Evangelio de San
Marcos, Cristo mismo comienza el anuncio de la Buena Nueva con la
llamada a la conversión: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15). Dios
en efecto no se cansa nunca de perdonar al pecador que se convierte, y no se
cansa de darle siempre una nueva posibilidad. Esta misericordia no significa
justificación del pecado, sino justificación del pecador, pero en la medida en
que se convierte y se propone no volver a pecar.
La misericordia
significa dar más de lo que es debido, regalar, ayudar. Sólo la misericordia de
Dios puede realizar el verdadero perdón de los pecados. En la absolución
sacramental Dios nos perdona mediante el ministerio de la Iglesia. A nosotros nos
queda la tarea de dar testimonio de la misericordia de Dios y de ejercer los
actos clásicos, conocidos ya en el Antiguo Testamento, de la misericordia
espiritual y corporal. El lugar privilegiado para vivir estos actos de
misericordia es precisamente la familia.
El significado de la
misericordia para la Iglesia
de hoy lo resaltó San Juan XXIII en la apertura del Concilio Vaticano II.
Declaró que la Iglesia
en cada tiempo debe oponerse al error; hoy sin embargo, debe recurrir a la
medicina de la misericordia más que a las armas del rigor. De este modo el Papa
confirió la tonalidad fundamental al Concilio. San Juan Pablo II retomó esta
instancia en su segunda encíclica Dives in misericordia (1980) y dedicó a la Divina Misericordia
el segundo domingo del tiempo pascual. El Papa Benedicto XVI profundizó el tema
en la encíclica Deus caritas est (2005). Desde el comienzo de su pontificado,
el Papa Francisco ha repetido: «Dios nunca se cansa de perdonar. Nunca. [...]
Nosotros, a veces, nos cansamos de pedir perdón» (Angelus del 17 de marzo de
2013). También en el caso de la familia, del matrimonio y del significado de su
indisolubilidad, valen las palabras del Papa Francisco: «La salvación que Dios
nos ofrece es obra de su misericordia. No hay acciones humanas, por más buenas
que sean, que nos hagan merecer un don tan grande. Dios, por pura gracia, nos
atrae para unirnos a sí. Él envía su Espíritu a nuestros corazones para
hacernos sus hijos, para transformarnos y para volvernos capaces de responder
con nuestra vida a ese amor. La
Iglesia es enviada por Jesucristo como sacramento de la
salvación ofrecida por Dios» (EG 112). Ella es «el lugar de la misericordia
gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y
alentado a vivir según la vida buena del Evangelio» (ivi 114).
La misericordia, como
tema central de la revelación de Dios, en definitiva es importante para la
hermenéutica de la acción eclesial (cf. EG 193 ss.); naturalmente, no elimina
la verdad y no la relativiza, sino que lleva a interpretarla correctamente en
el marco de la jerarquía de las verdades (cf. UR 11; EG 36-37). No elimina
tampoco la exigencia de justicia.
La misericordia, por
tanto, tampoco anula los compromisos que nacen de las exigencias del vínculo
matrimonial. Éstos siguen subsistiendo incluso cuando el amor humano se ha
debilitado o ha cesado. Esto significa que, en el caso de un matrimonio
sacramental (consumado), después de un divorcio, mientras el primer cónyuge
siga con vida, no es posible un segundo matrimonio reconocido por la Iglesia.
c) Las convivencias y
los matrimonios civiles
Como se observa en
las respuestas al Cuestionario y se ha resumido en el Instrumentum Laboris, las
situaciones difíciles o irregulares son diversas y no se puede establecer de
forma rígida un mismo recorrido para todas (cf. n. 52), es preciso discernir
caso por caso. En ese sentido, una dimensión nueva de la pastoral familiar
hodierna, consiste en saber considerar adecuadamente la realidad de los
matrimonios civiles y, con las debidas diferencias, también de las
convivencias. En efecto, cuando la unión llega a una notable estabilidad a
través de un vínculo público y está caracterizada por afecto profundo,
responsabilidad respecto a la prole, capacidad de resistir en las pruebas, se
puede ver como un germen que hay que acompañar en su desarrollo hacia el
sacramento del matrimonio. Muy a menudo, en cambio, la convivencia no se
establece con vistas a un posible matrimonio futuro, sino sin ninguna intención
de establecer una relación institucional.
d) El cuidado
pastoral de los divorciados vueltos a casar
Ante todo, el
problema de los divorciados vueltos a casar civilmente es sólo uno entre el
gran número de desafíos pastorales apremiantes hoy (cf. al respecto FC 84). Es
más, cabe observar que en algunos países no se da este problema, puesto que no
existe matrimonio civil, mientras que en otros países el porcentaje de los
divorciados vueltos a casar tiende a disminuir con motivo de la falta de
voluntad de contraer un nuevo matrimonio —ni siquiera civil— después del
fracaso del primero. De las respuestas al Cuestionario resulta que este
problema tiene acentos diversos en las varias regiones del mundo (cf.
Instrumentum Laboris nn. 98-100).
A la luz de lo que ya
se ha dicho, no se trata de poner en tela de juicio la palabra de Cristo (cf.
Mt 19,3-12) y la verdad de la indisolubilidad del matrimonio (cf. Denzinger -
Hünermann 1327; 1797; 1807; GS 49), ni tampoco considerar que ya no estén en
vigor. Crearía, además, confusión el hecho de concentrarse sólo en la cuestión
de la recepción de los sacramentos. La respuesta, por tanto, hay que buscarla
en el contexto de una pastoral juvenil más amplia y de preparación al
matrimonio. Asimismo, es necesario un acompañamiento pastoral intensivo del
matrimonio y de la familia, en particular en las situaciones de crisis.
Por lo que concierne
a los divorciados que se han vuelto a casar civilmente, no pocos sostienen que
hay que tener en cuenta la diferencia entre quien culpablemente ha roto un
matrimonio y quien ha sido abandonado. La pastoral de la Iglesia debería hacerse
cargo de estas personas de modo particular.
Los divorciados
vueltos a casar civilmente pertenecen a la Iglesia. Necesitan
ser acompañados por sus pastores y tienen derecho a ello (cf. Sacramentum caritatis
n. 28). Se les invita a escuchar la palabra de Dios, a participar en la
liturgia de la Iglesia ,
en la oración y a realizar obras buenas de caridad. La pastoral de la Iglesia debe cuidarles de
una forma del todo particular, teniendo presente la situación de cada uno. De
aquí la necesidad de tener al menos en cada Iglesia particular un sacerdote,
debidamente preparado, que pueda previa y gratuitamente aconsejar a las partes
sobre la validez de su matrimonio. En efecto, muchos esposos no son conscientes
de los criterios de validez del matrimonio y menos aún de la posibilidad de la
invalidez. Después del divorcio, hay que llevar a cabo esta verificación, en un
contexto de diálogo pastoral sobre las causas del fracaso del matrimonio
anterior, individuando posibles causas de nulidad. Al mismo tiempo, evitando la
apariencia de un simple cumplimiento burocrático o de intereses económicos. Si
se realiza todo esto con seriedad y buscando la verdad, la declaración de
nulidad producirá una liberación de las conciencias de las partes.
e) La praxis canónica
de las causas matrimoniales y la vía extra-judicial
Teniendo presente
todo lo que se menciona en el Instrumentum Laboris, a propósito de la amplia
solicitud de simplificación de las causas matrimoniales (cf. nn. 98-102), desde
el punto de vista pastoral, y teniendo en cuenta la difusión de la mentalidad
partidaria del divorcio, en cuanto a la válida celebración del sacramento, no
parece imprudente, como acabamos de apuntar, considerar que no pocos
matrimonios celebrados en la
Iglesia pueden resultar no válidos. Para verificar la posible
nulidad del vínculo de manera eficaz y ágil no son pocos quienes creen que hay
que reconsiderar, en primer lugar, la obligatoriedad de la doble sentencia
conforme a la declaración de nulidad del vínculo matrimonial, procediendo con
el segundo grado sólo si hay apelación de una parte o de ambas partes, o bien
de parte del defensor del vínculo, en un tiempo definido. Una posible solución
de este tipo, en cualquier caso, debería evitar el mecanicismo y la impresión
de la concesión de un divorcio. Sin embargo, en ciertos casos podrían ser
necesarias otras garantías, por ejemplo, la obligación del defensor del vínculo
de apelar, con el fin de evitar soluciones injustas y escandalosas.
En segundo lugar, en
cuanto a la ya mencionada amplia difusión de la mentalidad partidaria del
divorcio en muchas sociedades y vista la praxis de los tribunales civiles que
pronuncian las sentencias de divorcio, sucede con frecuencia que las partes que
celebran un matrimonio canónico, se reserven el derecho a divorciarse y
contraer otro matrimonio cuando se presentan dificultades en la convivencia.
Esta simulación, aun sin la plena conciencia de este aspecto ontológico y canónico,
invalida el matrimonio. Para probar dicha exclusión de la indisolubilidad basta
la confesión de la parte simuladora confirmada por las circunstancias y otros
elementos (cf. CIC cann. 1536 § 2, 1679). Si es así ya en el proceso judicial,
es pensable, para algunos, la producción de la misma prueba en el marco de un
proceso administrativo. Además, según cualificadas propuestas, haría falta
valorar la relevancia de la intención de la fe de los novios prometidos en
orden a la validez del matrimonio sacramento, según el principio general que
para la validez de un sacramento es necesario que haya la intención de hacer lo
que hace la Iglesia
(cf. Benedicto XVI, Discurso al Tribunal de la Rota Romana , 26 de
enero de 2013, n. 4). Esta vía extra-judicial podría prever —según ellos— un
itinerario de conocimiento, discernimiento y profundización que, en el caso de
presencia de las condiciones de invalidez, podría culminar en la declaración de
nulidad de parte del Obispo diocesano, el cual propondría a su vez un camino de
toma de conciencia y conversión a la persona interesada, con vistas a un
posible matrimonio futuro, para no repetir la misma simulación.
En tercer lugar, hay
que tener presente que para resolver ciertos casos existe la posibilidad de
aplicar el “privilegio paulino” (cf. CIC, cann. 1143-1147) o recurrir al
“privilegio petrino” (en los casos de matrimonios contraídos con disparidad de
culto). Por último, también hay que tener presente la posibilidad de la
disolución, “por gracia”, del matrimonio rato y no consumado.
f) La praxis de las
Iglesias ortodoxas
El Instrumentum
Laboris señala que algunas respuestas sugieren examinar más en profundidad la
praxis de algunas de las Iglesias ortodoxas, que prevé la posibilidad de
segundas nupcias y terceras connotadas por un carácter penitencial (cf. n. 95).
Dicho estudio es necesario para evitar interpretaciones y conclusiones que no
estén suficientemente fundadas. Este tema subraya la importancia del estudio de
la historia de la disciplina de la
Iglesia en Oriente y en Occidente. Al respecto se podría
reflexionar sobre la posible contribución del conocimiento de la tradición
disciplinar, litúrgica y doctrinal de las Iglesias orientales.
4. La familia y el
Evangelio de la vida
a) Anunciar el
Evangelio de la vida
Dada la diversidad
cultural y de tradiciones en seno de las varias realidades que componen la Iglesia Católica ,
resulta de gran ayuda en la obra de evangelización, de inculturación del
Evangelio, la aportación de las Conferencias episcopales. Análogamente a cuanto
se realiza en la comunión episcopal, es necesario que esta sinergia en el
anuncio se realice sub Petro et cum Petro.
La apertura a la vida
no se añade, por una imposición externa o por una elección opinable y
facultativa, al amor conyugal, sino que es parte esencial de éste, exigencia
intrínseca, porque este amor tiende a la comunión y la comunión engendra vida.
En el mundo occidental no es raro encontrar parejas que elijan deliberadamente
no tener hijos, situación paradójicamente similar a la de quien hace de todo
por tenerlos. En ambos casos la posibilidad de engendrar un hijo se ve
aplastada por la propia capacidad de autodeterminación, reducida a la dimensión
de un proyecto cuyo centro es uno mismo: los propios deseos, las propias expectativas,
la realización de los propios proyectos que no tienen presente al otro.
El amor esponsal, y
más en general la relación, nunca debe construirse como un círculo cerrado. En
la acogida de los hijos se condensa la acogida del otro, de los demás, con la
que se aprende a descubrir y a construir nuestra humanidad. Acoger a un hijo no
es solamente traerlo al mundo, sino engendrarlo en su alteridad, darle la vida.
La acogida de la vida
no se puede pensar como limitada únicamente a la concepción y al nacimiento. Se
completa en la educación de los hijos, en el sostén que se ofrece a su
crecimiento. Y sobre este aspecto también se requiere una reflexión que toca
las dinámicas culturales y sociales, especialmente la relación entre las
diversas generaciones.
b) La familia en el
contexto relacional
Sin embargo, también
es verdad que la acogida de la vida, el asumirse responsabilidades en orden a
la generación de la vida y al cuidado que ésta requiere, sólo es posible si la
familia no se concibe como un fragmento aislado, sino que se percibe insertada
en una trama de relaciones. Se educa a acoger verdaderamente al hijo si uno
está dentro de una realidad de relaciones parentales, amistosas,
institucionales, tanto civiles como eclesiales. Es cada vez más importante no
dejar a la familia o a las familias solas, sino acompañar y sostener su camino.
Cuando esto no sucede, las tensiones y las inevitables fatigas de la
comunicación implicada en la vida de la familia, en la relación entre cónyuges
o en la relación entre padres e hijos, adquieren a veces tonos dramáticos,
hasta explotar en gestos de locura destructiva. Detrás de las tragedias
familiares con mucha frecuencia hay una desesperada soledad, un grito de
sufrimiento que nadie ha sabido escuchar.
Para poder acoger
verdaderamente la vida en la familia y cuidarla siempre, desde la concepción
hasta la muerte natural, es necesario recuperar el sentido de una solidaridad
difusa y concreta. Recuperar la responsabilidad formativa de la comunidad, en
particular de la comunidad eclesial. Activar a nivel institucional las
condiciones que hagan posible este cuidado, ayudando a comprender que el
nacimiento de un niño, así como la asistencia a un anciano, son un bien social
que hay que tutelar y favorecer. Se necesitan comunidades eclesiales que
organicen los tiempos y los espacios de la pastoral a medida de la familia.
Además, es necesario superar la tendencia a la privatización de los afectos. El
mundo occidental corre el riesgo de hacer de la familia una realidad confiada
exclusivamente a las elecciones del individuo, totalmente desvinculada de un
marco normativo e institucional. Tal privatización hace más frágiles los
vínculos familiares, los vacía progresivamente del sentido que les es propio.
La relación que da
vida a una familia, las relaciones que se establecen en su seno, son punto de
enlace entre la dimensión privada y la social. En las sociedades tradicionales
la dimensión social del matrimonio y de la familia se explica en un control
comunitario tan fuerte que a veces resulta sofocante. Es preciso encontrar el
punto de equilibrio justo entre estas diferentes dimensiones, ambas esenciales
tanto para la vida de la familia como para la realidad de la persona, que
siempre es a la vez persona individual y persona social.
En la vida de la
familia se experimenta que en las elecciones más íntimas del sujeto está
presente una dimensión de transcendencia. A través de los cónyuges, de su
apertura concreta a la generación de la vida, se hace experiencia de un misterio
que nos trasciende. El amor que une a los dos cónyuges y que se convierte en
principio de nueva vida, es el amor de Dios.
c) La responsabilidad
de la Iglesia
y la educación
Corresponde a la Iglesia anunciar y
testimoniar la altísima dignidad de la persona humana. La Iglesia no se limita a
decir a los fieles y a los hombres de buena voluntad lo que deben hacer, sino
que es solidaria con ellos. Comparte sus esperanzas, sus deseos y sus
dificultades. Esto es un signo fuerte de credibilidad ante los ojos del mundo.
En ese sentido, es
preciso cuidar de modo particular la educación de la afectividad y de la
sexualidad. En efecto, ante todo hay que saberla apreciar y anunciar su valor.
Es preciso recalcar en ese sentido la importancia de los caminos formativos. El
testimonio de parte de los adultos añade credibilidad a los ideales que deben
presentarse con claridad. Sin duda, a las generaciones jóvenes les ayuda mucho
el testimonio de un amor fiel y profundo hecho de ternura, de respeto, de
acogida recíproca, de perdón, capaz de crecer en el tiempo sin consumirse en la
inmediatez. Al mismo tiempo, sin embargo, es preciso banalidades, evitar la
superficialidad y formas de “tolerancia” que escondan una indiferencia
sustancial y una incapacidad de atención.
Resulta, además,
necesario continuar en la propuesta de la visión personalista del amor conyugal
delineada por el Vaticano II (cf. Gaudium et spes, n. 49), teniendo en cuenta
también los grandes desafíos que constituyen los modos de presentar el amor y
la familia en muchos medios de comunicación. Este tema también requiere más
estudio.
d) Temas relativos a la Humanae vitae
Desde esta
perspectiva es posible volver a proponer de forma positiva el mensaje de la Humanae vitae a través de
una hermenéutica histórica adecuada, que sepa captar los factores históricos y
las preocupaciones que han sostenido la redacción de Pablo VI. En otras
palabras, hay que releer la
Encíclica en la perspectiva que Pablo VI indicaba en la
audiencia del 31 de julio de 1968: «… no es sólo la declaración de una ley
moral negativa, es decir, la exclusión de toda acción que se proponga hacer
imposible la procreación (n. 14), sino que sobre todo es la presentación
positiva de la moralidad conyugal según su misión de amor y fecundidad “a la luz
de una visión integral del hombre y de su vocación, no sólo natural y terrena
sino también sobrenatural y eterna” (n. 7). Es la aclaración de un capítulo
fundamental de la vida personal, conyugal, familiar y social del hombre, pero
no es la exposición completa de todo lo relativo al ser humano en el campo del
matrimonio, de la familia, de la honestidad de las costumbres, un campo inmenso
en el cual el Magisterio de la
Iglesia podrá y deberá quizá volver con un designio más
amplio, orgánico y sintético».
Asimismo, hay que
especificar que la norma moral recordada se pone en práctica a la luz de la
“ley de la gradualidad”, según las indicaciones ya formuladas en el n. 34 de
Familiaris consortio: recordando que el hombre en cuanto ser histórico
«…conoce, ama y cumple el bien moral según etapas de crecimiento».
Conclusión
Si observamos los
orígenes del cristianismo, vemos que logró ser aceptado y acogido —a pesar de
todo rechazo y diversidad cultural— por la profundidad y fuerza intrínseca de
su mensaje. En efecto, logró iluminar la dignidad de la persona a la luz de la Revelación , también por
lo que se refiere a la afectividad, la sexualidad y la familia.
El desafío que el
Sínodo debe aceptar es precisamente lograr proponer de nuevo al mundo de hoy,
en ciertos aspectos tan similar al de los primeros tiempos de la Iglesia , el atractivo del
mensaje cristiano respecto al matrimonio y la familia, subrayando la alegría
que dan, pero al mismo tiempo dar respuestas verdaderas e impregnadas de
caridad (cf. Ef 4,15) a los numerosos problemas que especialmente hoy tocan la
existencia de la familia. Poniendo de relieve que la auténtica libertad moral
no consiste en hacer lo que se siente, no vive sólo de emociones, sino que se
realiza solamente adquiriendo el verdadero bien.
En concreto se nos
pide ante todo ponernos al lado de nuestros hermanas y hermanos con el espíritu
del buen Samaritano (cf. Lc 10, 25-37): estar atentos a su vida, en particular
estar cerca de aquellos a los que la vida ha “herido” y esperan una palabra de
esperanza, que nosotros sabemos que sólo Cristo puede darnos (cf. Jn 6, 68).
El mundo necesita a
Cristo. El mundo también nos necesita a nosotros, porque pertenecemos a Cristo.
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