al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede
(13-1-2014)
Eminencia,
excelencias, señoras y señores:
Es ya una larga y consolidada tradición que el
Papa se reúna, al comienzo de cada año, con el Cuerpo Diplomático acreditado
ante la Santa Sede para felicitar el año y para intercambiar
algunas reflexiones, que brotan, ante todo, de su corazón de pastor, que se
interesa por las alegrías y por los dolores de la humanidad. Por eso el encuentro de hoy es motivo de gran
alegría. Y me permite formular a ustedes personalmente, a sus familias, a las
autoridades y a los pueblos a los que ustedes representan mis mejores deseos de
un año lleno de bendiciones y de paz.
Doy las gracias, ante
todo, al decano Jean-Claude Michel, quien en nombre de todos ustedes ha dado
voz a las manifestaciones de afecto y de estima que unen a sus naciones con la Sede Apostólica.
Me alegra volver a verlos aquí, en tan gran número, después de haberme reunido
una primera vez con ustedes pocos días después de mi elección. Desde entonces
han sido acreditados muchos nuevos embajadores, a los que reitero mi
bienvenida, mientras que no puedo dejar de mencionar –como ha hecho también su
decano–, entre cuantos nos han dejado, al difunto embajador Alejandro
Valladares Lanza, durante varios años decano del Cuerpo Diplomático, y al que
el Señor llamó a su presencia hace unos meses.
El año que acaba de
terminar ha estado especialmente preñado de acontecimientos, no solo en la vida
de la Iglesia ,
sino también en el ámbito de las relaciones que la Santa Sede mantiene con
los Estados y las organizaciones internacionales. Recuerdo, en concreto, el
establecimiento de relaciones diplomáticas con Sudán del Sur; la firma de
acuerdos, básicos o específicos, con Cabo Verde, Hungría y Chad, y la
ratificación del que se suscribió con Guinea Ecuatorial en 2012. También en el
ámbito regional ha aumentado la presencia de la Santa Sede : tanto en la América Central ,
donde se ha convertido en observador extrarregional ante el Sistema de la Integración
Centroamericana , como en África, con su acreditación
como primer observador permanente ante la Comunidad Económica
de los Estados del África Occidental.
En el Mensaje para la Jornada Mundial de
la Paz , dedicado
a la fraternidad como fundamento y camino para la paz, he subrayado que «la
fraternidad se empieza a aprender en el seno de la familia» (1); que «por
vocación, debería contagiar al mundo con su amor» (2) y contribuir a que madure
ese espíritu de servicio y de participación que construye la paz (3). Nos lo
relata el nacimiento, en el que no vemos a la Sagrada Familia
sola y aislada del mundo, sino rodeada de los pastores y de los magos, es decir
como una comunidad abierta, en la que hay sitio para todos, pobres y ricos, cercanos
y lejanos. Se entienden así las palabras de mi querido predecesor Benedicto
XVI, quien subrayaba que «la gramática familiar es una gramática de paz» (4).
Por desgracia, esto
no sucede con frecuencia, porque aumenta el número de las familias divididas y
desgarradas, no solo por la frágil conciencia de pertenencia que caracteriza al
mundo actual, sino también por las difíciles condiciones en las que muchas de
ellas se ven obligadas a vivir, hasta el punto de faltarles los mismos medios
de subsistencia. ¡Se necesitan, por lo tanto, políticas adecuadas que
sostengan, favorezcan y consoliden a la familia!
Sucede, además, que
los ancianos son considerados como un peso, mientras que los jóvenes no ven
ante sí perspectivas seguras para su vida. Ancianos y jóvenes, por el
contrario, son la esperanza de la humanidad. Los primeros aportan la sabiduría
de la experiencia; los segundos nos abren al futuro, evitando que nos
encerremos en nosotros mismos (5). Es sabio no marginar a los ancianos en la
vida social para mantener viva la memoria de un pueblo. Análogamente, es bueno
invertir en los jóvenes, con iniciativas adecuadas que les ayuden a encontrar
trabajo y a fundar un hogar. ¡No hay que apagar su entusiasmo! Conservo viva en
mi mente la experiencia de la Jornada Mundial de la Juventud de Río de
Janeiro. ¡Cuántos jóvenes contentos pude encontrar! ¡Cuánta esperanza y
expectación en sus ojos y en sus oraciones! ¡Cuánta sed de vida y deseo de
abrirse a los demás! La cerrazón y el aislamiento crean siempre una atmósfera
asfixiante y pesada, que tarde o temprano acaba por entristecer y ahogar. Se
necesita, en cambio, un compromiso común por parte de todos para favorecer una
cultura del encuentro, porque solo quien es capaz de ir hacia los demás puede
dar fruto, crear vínculos, generar comunión, irradiar alegría, edificar la paz.
Por si fuera
necesario, confirman esto las imágenes de destrucción y de muerte que hemos
tenido ante los ojos en el año recién terminado. ¡Cuánto dolor, cuánta
desesperación provoca el encerramiento en uno mismo, que adquiere
progresivamente el rostro de la envidia, del egoísmo, de la rivalidad, de la
sed de poder y de dinero! A veces, parece que estas realidades estén destinadas
a dominar. La Navidad ,
en cambio, infunde en nosotros, los cristianos, la certeza de que la palabra
última y definitiva le corresponde al Príncipe de la Paz , que cambia «las espadas
en arados y las lanzas en podaderas» (cf. Is 2, 4) y transforma el egoísmo en
entrega de sí y la venganza en perdón.
Con esta confianza
deseo mirar al año que nos espera. No dejo, por lo tanto, de esperar que acabe,
por fin, el conflicto en Siria. El desvelo por tan querida población y el deseo
de conjurar un agravamiento de la violencia me impulsaron, el pasado mes de
septiembre, a convocar una jornada de ayuno y oración. Por mediación de
ustedes, doy las gracias de corazón a las autoridades públicas y a las personas
de buena voluntad que en sus países se asociaron a esa iniciativa. Ahora se
necesita una voluntad política común y renovada para poner fin al conflicto. En
esta perspectiva, confío en que la Conferencia «Ginebra 2», convocada para el
próximo 22 de enero, marque el comienzo del deseado camino de pacificación. Al
mismo tiempo, es imprescindible un pleno respeto del derecho humanitario. No se
puede aceptar que se vea afectada la
población civil inerme, sobre todo los niños. Animo, además, a todos a facilitar
y a garantizar, de todas las maneras posibles, la asistencia necesaria y
urgente a gran parte de la población, sin olvidar el encomiable esfuerzo de
aquellos países –especialmente el Líbano y Jordania– que han acogido con
generosidad en su territorio a numerosos refugiados sirios.
Sin salir del Oriente
Medio, advierto con preocupación las tensiones que de diferentes formas aquejan
a esa región. Me preocupa de especial manera que se prolonguen las dificultades
políticas en el Líbano, donde un clima de colaboración renovada entre las
diferentes instancias de la sociedad civil y las fuerzas políticas resulta más
indispensable que nunca para evitar que se intensifiquen enfrentamientos que pueden socavar la estabilidad del país.
Pienso también en Egipto, que necesita recobrar una concordia social, como
también en Iraq, al que le cuesta llegar a la paz y a la estabilidad deseadas.
Al mismo tiempo, compruebo con satisfacción los significativos avances
realizados en el diálogo entre Irán y el «Grupo 5+1» sobre la cuestión nuclear.
En cualquier lugar,
la vía para resolver las problemáticas que permanecen abiertas ha de ser la
diplomacia del diálogo. Se trata de la vía maestra que ya indicaba con lúcida
claridad el Papa Benedicto XV cuando invitaba a los responsables de las
naciones europeas a hacer prevalecer «la fuerza moral del derecho» sobre la
«material de las armas» para poner fin a aquella «inútil carnicería» (6) que
fue la Primera Guerra
Mundial, cuyo centenario se conmemora este año. Es preciso animarse «a ir más
allá de la superficie conflictiva» (7) para considerar a los demás en su
dignidad más profunda, para que la unidad prevalezca sobre el conflicto y sea
«posible desarrollar una comunión en las diferencias» (8). En este sentido, es
positivo que se hayan reanudado las negociaciones de paz entre israelíes y
palestinos, y hago votos por que las partes asuman con determinación, con la
ayuda de la comunidad internacional, decisiones valientes para encontrar una
solución justa y duradera de un conflicto cuyo fin resulta cada vez más
necesario y urgente. No deja de suscitar preocupación el éxodo de los
cristianos desde el Oriente Medio y el norte de África. Ellos desean seguir
formando parte del conjunto social, político y cultural de los países que han ayudado
a edificar, y aspiran a contribuir al bien común de las sociedades en las que
desean estar plenamente incorporados, como artífices de paz y de
reconciliación.
También en otras
partes de África los cristianos están
llamados a dar testimonio del amor y de la misericordia de Dios. No hay que
dejar nunca de hacer el bien, aun cuando resulte arduo y se sufran actos de
intolerancia, por no decir de auténtica persecución. En grandes zonas de
Nigeria no se detiene la violencia, y se sigue derramando mucha sangre
inocente. Mi pensamiento se dirige especialmente a la República Centroafricana ,
cuya población sufre a causa de las tensiones por las que el país atraviesa, y
que repetidamente han sembrado destrucción y muerte. Mientras aseguro mi
oración por las víctimas y por los numerosos desplazados, obligados a vivir en
condiciones de indigencia, espero que la implicación de la comunidad
internacional contribuya al cese de la violencia, al restablecimiento del
Estado de derecho y a garantizar el acceso de la ayuda humanitaria también a
las zonas más remotas del país. La
Iglesia católica, por su parte, seguirá asegurando su propia
presencia y colaboración, esforzándose con generosidad para proporcionar toda
ayuda posible a la población y, sobre todo, para reconstruir un ambiente de
reconciliación y de paz entre todos los componentes de la sociedad.
Reconciliación y paz son prioridades fundamentales también en otras áreas del
continente africano: me refiero especialmente a Malí, donde, con todo, se
registra un restablecimiento positivo de
las estructuras democráticas del país, como también a Sudán del Sur, donde, por
el contrario, la inestabilidad política del último período ha provocado ya
muchos muertos y una nueva emergencia humanitaria.
La paz se ve herida,
además, por cualquier negación de la dignidad humana: primera de todas, la
imposibilidad de alimentarse de modo suficiente. No pueden dejarnos
indiferentes los rostros de cuantos sufren el hambre, sobre todo los de los
niños, cuando pensamos en cuánta comida se desperdicia cada día en muchas
regiones del mundo, inmersas en la que he definido en varias ocasiones como la
«cultura del desecho». Por desgracia, objeto de desecho no son solo el alimento
o los bienes superfluos, sino a menudo los mismos seres humanos, que se ven
«desechados» como si fueran «cosas no necesarias». Por ejemplo, causa horror el
mero hecho de pensar en los niños que no
podrán ver nunca la luz, víctimas del aborto, o en los que son utilizados como
soldados, violados o asesinados en conflictos armados, o convertidos en objetos de mercadeo en esa terrible forma de esclavitud
moderna que es la trata de seres humanos, que constituye un delito contra la
humanidad.
No podemos ser
insensibles al drama de las multitudes obligadas a huir por la carestía, por la
violencia o por los abusos, especialmente en el Cuerno de África y en la Región de los Grandes
Lagos. Muchas de esas personas viven como desplazadas o refugiadas en campos
donde no se las considera ya como personas, sino como cifras anónimas. Otras,
con la esperanza puesta en una vida mejor, emprenden viajes aventurados, que en
no pocas ocasiones terminan trágicamente. Pienso de manera especial en los
numerosos emigrantes que desde la América Latina se dirigen a los Estados Unidos, y
sobre todo en los que desde África o desde el Oriente Medio buscan refugio en
Europa.
Aún permanece viva en
mi memoria la breve visita que realicé a Lampedusa, en julio pasado, para rezar
por los numerosos náufragos del Mediterráneo. Por desgracia, cunde una
indiferencia generalizada frente a semejantes tragedias; indiferencia que es
una señal dramática de la pérdida de ese «sentido de la responsabilidad
fraterna» (9) en el que se basa toda sociedad civil. En aquella circunstancia,
sin embargo, pude comprobar también la acogida y la dedicación de tantas
personas. Le deseo al pueblo italiano –al que miro con afecto, también por las
raíces comunes que nos unen– que renueve su encomiable compromiso de
solidaridad hacia los más débiles e indefensos y que, gracias al esfuerzo
sincero y unánime de ciudadanos e instituciones, supere sus dificultades actuales,
recobrando ese ambiente de creatividad social constructiva que lo ha
caracterizado durante largo tiempo.
Por último, deseo
mencionar otra herida a la paz, provocada por la ávida explotación de los
recursos medioambientales. Si bien «la naturaleza está a nuestra disposición»
(10), a menudo «no la respetamos, no la consideramos un don gratuito que
tenemos que cuidar y poner al servicio de los hermanos, también de las
generaciones futuras» (11). También en este caso hay que apelar a la
responsabilidad de cada uno para que, con espíritu fraterno, se persigan
políticas respetuosas con nuestra tierra, que es la casa de cada uno de
nosotros. Recuerdo un dicho popular que dice: «Dios perdona siempre; nosotros
perdonamos a veces; ¡la naturaleza –la creación–, cuando es maltratada, no
perdona nunca!». Por otro lado, hemos visto con nuestros ojos los efectos
devastadores de algunas catástrofes naturales recientes. En especial, deseo
recordar una vez más a las numerosas víctimas y las grandes devastaciones registradas
en Filipinas y en otros países del sureste asiático, provocadas por el tifón
Haiyán.
Eminencia,
excelencias, señoras y señores: El Papa Pablo VI afirmaba que la paz «no se
reduce a una ausencia de guerra, fruto del equilibrio siempre precario de las
fuerzas. La paz se construye día a día, en la instauración de un orden querido
por Dios, que comporta una justicia más perfecta entre los hombres» (12). Este
es el espíritu que anima la actividad de la Iglesia en cualquier parte del mundo, mediante
los sacerdotes, los misioneros, los fieles laicos, que con gran espíritu de
dedicación se prodigan, entre otras cosas, en múltiples obras de carácter
educativo, sanitario y asistencial, al servicio de los pobres, de los enfermos,
de los huérfanos y de todo aquel que esté necesitado de ayuda y de consuelo.
Partiendo de esta «atención amante» (13), la Iglesia coopera con todas las instituciones que
se interesan tanto del bien de los individuos como del bien común.
Al comienzo de este
nuevo año, deseo reiterar, por lo tanto, la disponibilidad de la Santa Sede , y en
particular de la Secretaría
de Estado, a colaborar con sus países para favorecer esos vínculos de
fraternidad que son la reverberación del amor de Dios y el fundamento de la concordia y de la paz. Que la
bendición del Señor descienda copiosa sobre ustedes, sobre sus familias y sobre
sus pueblos. Gracias.
NOTAS
(1) Mensaje para la XLVII Jornada
Mundial de la Paz ,
8-12-2013, n. 1: ECCLESIA 3.707 (2013/II), pág. 1944.
(2) Ibíd.: ECCLESIA, cit.
(3) Cf. ibíd., n. 10: ECCLESIA, cit., pág. 1949.
(4) Benedicto XVI,
Mensaje para la XLI
Jornada Mundial de la
Paz , 8-12-2007, n. 3: ECCLESIA 3.393 (2007/II), pág. 1926.
(5) Cf. Exhort. ap.
Evangelii gaudium, n. 108: ECCLESIA 3.704-05 (2013/II), pág. 1834.
(6) Cf. Benedicto XV,
Carta a los jefes de los pueblos beligerantes (1-8-1917): AAS 9 (1917),
421-423.
(7) Exhort. ap. Evangelii gaudium, n. 228: ECCLESIA, cit., pág. 1853.
(8) Ibíd.: ECCLESIA,
cit.
(9) Homilía en la
misa celebrada en Lampedusa, 8-7-2013: ECCLESIA 3.684 (2013/II), pág. 1100.
(10) Mensaje para la XLVII Jornada
Mundial de la Paz ,
8-12-2013, n. 9: ECCLESIA 3.707 (2013/II), pág. 1948.
(11) Ibíd.: ECCLESIA, cit.
(12) Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 26-3-1967, n. 76: ECCLESIA 1.334
(1967/I), pág. 459.
(13) Exhort. ap. Evangelii gaudium, n. 199: ECCLESIA 3.704-05 (2013/II),
pág. 1849.
(Original italiano
procedente del archivo informático de la Santa Sede ; traducción de ECCLESIA)
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