MENSAJE DEL PAPA PARA
LA JORNADA MUNDIAL
DE LA PAZ
Ciudad del Vaticano,
12 diciembre 2013 (VIS).-
1. En este mi primer
Mensaje para la
Jornada Mundial de la
Paz , quisiera desear a todos, a las personas y a los pueblos,
una vida llena de alegría y de esperanza. El corazón de todo hombre y de toda
mujer alberga en su interior el deseo de una vida plena, de la que forma parte
un anhelo indeleble de fraternidad, que nos invita a la comunión con los otros,
en los que encontramos no enemigos o contrincantes, sino hermanos a los que
acoger y querer.
De hecho, la
fraternidad es una dimensión esencial del hombre, que es un ser relacional. La
viva conciencia de este carácter relacional nos lleva a ver y a tratar a cada
persona como una verdadera hermana y un verdadero hermano; sin ella, es
imposible la construcción de una sociedad justa, de una paz estable y duradera.
Y es necesario recordar que normalmente la fraternidad se empieza a aprender en
el seno de la familia, sobre todo gracias a las responsabilidades
complementarias de cada uno de sus miembros, en particular del padre y de la
madre. La familia es la fuente de toda fraternidad, y por eso es también el
fundamento y el camino primordial para la paz, pues, por vocación, debería
contagiar al mundo con su amor.
El número cada vez
mayor de interdependencias y de comunicaciones que se entrecruzan en nuestro
planeta hace más palpable la conciencia de que todas las naciones de la tierra
forman una unidad y comparten un destino común. En los dinamismos de la
historia, a pesar de la diversidad de etnias, sociedades y culturas, vemos
sembrada la vocación de formar una comunidad compuesta de hermanos que se
acogen recíprocamente y se preocupan los unos de los otros. Sin embargo, a
menudo los hechos, en un mundo caracterizado por la “globalización de la
indiferencia”, que poco a poco nos “habitúa” al sufrimiento del otro,
cerrándonos en nosotros mismos, contradicen y desmienten esa vocación.
En muchas partes del
mundo, continuamente se lesionan gravemente los derechos humanos fundamentales,
sobre todo el derecho a la vida y a la libertad religiosa. El trágico fenómeno
de la trata de seres humanos, con cuya vida y desesperación especulan personas
sin escrúpulos, representa un ejemplo inquietante. A las guerras hechas de
enfrentamientos armados se suman otras guerras menos visibles, pero no menos
crueles, que se combaten en el campo económico y financiero con medios
igualmente destructivos de vidas, de familias, de empresas.
La globalización,
como ha afirmado Benedicto XVI, nos acerca a los demás, pero no nos hace hermanos.
Además, las numerosas situaciones de desigualdad, de pobreza y de injusticia
revelan no sólo una profunda falta de fraternidad, sino también la ausencia de
una cultura de la solidaridad. Las nuevas ideologías, caracterizadas por un
difuso individualismo, egocentrismo y consumismo materialista, debilitan los
lazos sociales, fomentando esa mentalidad del “descarte”, que lleva al
desprecio y al abandono de los más débiles, de cuantos son considerados
“inútiles”. Así la convivencia humana se parece cada vez más a un mero do ut
des pragmático y egoísta.
Al mismo tiempo, es
claro que tampoco las éticas contemporáneas son capaces de generar vínculos
auténticos de fraternidad, ya que una fraternidad privada de la referencia a un
Padre común, como fundamento último, no logra subsistir. Una verdadera
fraternidad entre los hombres supone y requiere una paternidad trascendente. A
partir del reconocimiento de esta paternidad, se consolida la fraternidad entre
los hombres, es decir, ese hacerse "prójimo" que se preocupa por el
otro.
“¿Dónde está tu
hermano?" (Gn 4,9)
2. Para comprender
mejor esta vocación del hombre a la fraternidad, para conocer más adecuadamente
los obstáculos que se interponen en su realización y descubrir los caminos para
superarlos, es fundamental dejarse guiar por el conocimiento del designio de
Dios, que nos presenta luminosamente la Sagrada Escritura.
Según el relato de
los orígenes, todos los hombres proceden de unos padres comunes, de Adán y Eva,
pareja creada por Dios a su imagen y semejanza (cf. Gn 1,26), de los cuales
nacen Caín y Abel. En la historia de la primera familia leemos la génesis de la
sociedad, la evolución de las relaciones entre las personas y los pueblos.
Abel es pastor, Caín
es labrador. Su identidad profunda y, a la vez, su vocación, es ser hermanos,
en la diversidad de su actividad y cultura, de su modo de relacionarse con Dios
y con la creación. Pero el asesinato de Abel por parte de Caín deja constancia
trágicamente del rechazo radical de la vocación a ser hermanos. Su historia
(cf. Gn 4,1-16) pone en evidencia la dificultad de la tarea a la que están
llamados todos los hombres, vivir unidos, preocupándose los unos de los otros.
Caín, al no aceptar la predilección de Dios por Abel, que le ofrecía lo mejor
de su rebaño –"el Señor se fijó en Abel y en su ofrenda, pero no se fijó
en Caín ni en su ofrenda" (Gn 4,4-5)–, mata a Abel por envidia. De esta
manera, se niega a reconocerlo como hermano, a relacionarse positivamente con
él, a vivir ante Dios asumiendo sus responsabilidades de cuidar y proteger al
otro. A la pregunta "¿Dónde está tu hermano?", con la que Dios
interpela a Caín pidiéndole cuentas por lo que ha hecho, él responde: "No
lo sé; ¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?" (Gn 4,9). Después –nos
dice el Génesis– "Caín salió de la presencia del Señor" (4,16).
Hemos de preguntarnos
por los motivos profundos que han llevado a Caín a dejar de lado el vínculo de
fraternidad y, junto con él, el vínculo de reciprocidad y de comunión que lo
unía a su hermano Abel. Dios mismo denuncia y recrimina a Caín su connivencia
con el mal: "El pecado acecha a la puerta" (Gn 4,7). No obstante,
Caín no lucha contra el mal y decide igualmente alzar la mano "contra su
hermano Abel" (Gn 4,8), rechazando el proyecto de Dios. Frustra así su
vocación originaria de ser hijo de Dios y a vivir la fraternidad.
El relato de Caín y
Abel nos enseña que la humanidad lleva inscrita en sí una vocación a la
fraternidad, pero también la dramática posibilidad de su traición. Da
testimonio de ello el egoísmo cotidiano, que está en el fondo de tantas guerras
e injusticias: muchos hombres y mujeres mueren a manos de hermanos y hermanas
que no saben reconocerse como tales, es decir, como seres hechos para la
reciprocidad, para la comunión y para el don.
"Y todos ustedes
son hermanos" (Mt 23,8)
3. Surge espontánea
la pregunta: ¿los hombres y las mujeres de este mundo podrán corresponder
alguna vez plenamente al anhelo de fraternidad, que Dios Padre imprimió en
ellos? ¿Conseguirán, sólo con sus fuerzas, vencer la indiferencia, el egoísmo y
el odio, y aceptar las legítimas diferencias que caracterizan a los hermanos y
hermanas?
Parafraseando sus
palabras, podríamos sintetizar así la respuesta que nos da el Señor Jesús: Ya
que hay un solo Padre, que es Dios, todos ustedes son hermanos (cf. Mt 23,8-9).
La fraternidad está enraizada en la paternidad de Dios. No se trata de una
paternidad genérica, indiferenciada e históricamente ineficaz, sino de un amor
personal, puntual y extraordinariamente concreto de Dios por cada ser humano
(cf. Mt 6,25-30). Una paternidad, por tanto, que genera eficazmente
fraternidad, porque el amor de Dios, cuando es acogido, se convierte en el
agente más asombroso de transformación de la existencia y de las relaciones con
los otros, abriendo a los hombres a la solidaridad y a la reciprocidad.
Sobre todo, la
fraternidad humana ha sido regenerada en y por Jesucristo con su muerte y
resurrección. La cruz es el “lugar” definitivo donde se funda la fraternidad, que
los hombres no son capaces de generar por sí mismos. Jesucristo, que ha asumido
la naturaleza humana para redimirla, amando al Padre hasta la muerte, y una
muerte de cruz (cf. Flp 2,8), mediante su resurrección nos constituye en
humanidad nueva, en total comunión con la voluntad de Dios, con su proyecto,
que comprende la plena realización de la vocación a la fraternidad.
Jesús asume desde el
principio el proyecto de Dios, concediéndole el primado sobre todas las cosas.
Pero Cristo, con su abandono a la muerte por amor al Padre, se convierte en
principio nuevo y definitivo para todos nosotros, llamados a reconocernos
hermanos en Él, hijos del mismo Padre. Él es la misma Alianza, el lugar
personal de la reconciliación del hombre con Dios y de los hermanos entre sí.
En la muerte en cruz de Jesús también queda superada la separación entre
pueblos, entre el pueblo de la
Alianza y el pueblo de los Gentiles, privado de esperanza
porque hasta aquel momento era ajeno a los pactos de la Promesa. Como leemos
en la Carta a
los Efesios, Jesucristo reconcilia en sí a todos los hombres. Él es la paz,
porque de los dos pueblos ha hecho uno solo, derribando el muro de separación
que los dividía, la enemistad. Él ha creado en sí mismo un solo pueblo, un solo
hombre nuevo, una sola humanidad (cf. 2,14-16).
Quien acepta la vida
de Cristo y vive en Él reconoce a Dios como Padre y se entrega totalmente a Él,
amándolo sobre todas las cosas. El hombre reconciliado ve en Dios al Padre de
todos y, en consecuencia, siente el llamado a vivir una fraternidad abierta a
todos. En Cristo, el otro es aceptado y amado como hijo o hija de Dios, como
hermano o hermana, no como un extraño, y menos aún como un contrincante o un
enemigo. En la familia de Dios, donde todos son hijos de un mismo Padre, y
todos están injertados en Cristo, hijos en el Hijo, no hay “vidas
descartables”. Todos gozan de igual e intangible dignidad. Todos son amados por
Dios, todos han sido rescatados por la sangre de Cristo, muerto en cruz y
resucitado por cada uno. Ésta es la razón por la que no podemos quedarnos
indiferentes ante la suerte de los hermanos.
La fraternidad,
fundamento y camino para la paz
4. Teniendo en cuenta
todo esto, es fácil comprender que la fraternidad es fundamento y camino para
la paz. Las Encíclicas sociales de mis Predecesores aportan una valiosa ayuda
en este sentido. Bastaría recuperar las definiciones de paz de la Populorum progressio de
Pablo VI o de la
Sollicitudo rei socialis de Juan Pablo II. En la primera,
encontramos que el desarrollo integral de los pueblos es el nuevo nombre de la
paz. En la segunda, que la paz es opus solidaritatis .
Pablo VI afirma que
no sólo entre las personas, sino también entre las naciones, debe reinar un
espíritu de fraternidad. Y explica: "En esta comprensión y amistad mutuas,
en esta comunión sagrada, debemos […] actuar a una para edificar el porvenir
común de la humanidad". Este deber concierne en primer lugar a los más
favorecidos. Sus obligaciones hunden sus raíces en la fraternidad humana y sobrenatural,
y se presentan bajo un triple aspecto: el deber de solidaridad, que exige que
las naciones ricas ayuden a los países menos desarrollados; el deber de
justicia social, que requiere el cumplimiento en términos más correctos de las
relaciones defectuosas entre pueblos fuertes y pueblos débiles; el deber de
caridad universal, que implica la promoción de un mundo más humano para todos,
en donde todos tengan algo que dar y recibir, sin que el progreso de unos sea
un obstáculo para el desarrollo de los otros.
Asimismo, si se
considera la paz como opus solidaritatis, no se puede soslayar que la
fraternidad es su principal fundamento. La paz –afirma Juan Pablo II– es un
bien indivisible. O es de todos o no es de nadie. Sólo es posible alcanzarla
realmente y gozar de ella, como mejor calidad de vida y como desarrollo más
humano y sostenible, si se asume en la práctica, por parte de todos, una
"determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común" .
Lo cual implica no dejarse llevar por el "afán de ganancia" o por la
"sed de poder". Es necesario estar dispuestos a "‘perderse’ por
el otro en lugar de explotarlo, y a ‘servirlo’ en lugar de oprimirlo para el
propio provecho. […] El ‘otro’ –persona, pueblo o nación– no [puede ser considerado]
como un instrumento cualquiera para explotar a bajo coste su capacidad de
trabajo y resistencia física, abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un
‘semejante’ nuestro, una ‘ayuda’".
La solidaridad
cristiana entraña que el prójimo sea amado no sólo como "un ser humano con
sus derechos y su igualdad fundamental con todos", sino como "la
imagen viva de Dios Padre, rescatada por la sangre de Jesucristo y puesta bajo
la acción permanente del Espíritu Santo" , como un hermano. "Entonces
la conciencia de la paternidad común de Dios, de la hermandad de todos los
hombres en Cristo, ‘hijos en el Hijo’, de la presencia y acción vivificadora
del Espíritu Santo, conferirá –recuerda Juan Pablo II– a nuestra mirada sobre
el mundo un nuevo criterio para interpretarlo", para transformarlo.
La fraternidad,
premisa para vencer la pobreza
5. En la Caritas in veritate, mi
Predecesor recordaba al mundo entero que la falta de fraternidad entre los
pueblos y entre los hombres es una causa importante de la pobreza. En muchas
sociedades experimentamos una profunda pobreza relacional debida a la carencia
de sólidas relaciones familiares y comunitarias. Asistimos con preocupación al
crecimiento de distintos tipos de descontento, de marginación, de soledad y a
variadas formas de dependencia patológica. Una pobreza como ésta sólo puede ser
superada redescubriendo y valorando las relaciones fraternas en el seno de las
familias y de las comunidades, compartiendo las alegrías y los sufrimientos,
las dificultades y los logros que forman parte de la vida de las personas.
Además, si por una
parte se da una reducción de la pobreza absoluta, por otra parte no podemos
dejar de reconocer un grave aumento de la pobreza relativa, es decir, de las
desigualdades entre personas y grupos que conviven en una determinada región o
en un determinado contexto histórico-cultural. En este sentido, se necesitan
también políticas eficaces que promuevan el principio de la fraternidad,
asegurando a las personas –iguales en su dignidad y en sus derechos
fundamentales– el acceso a los "capitales", a los servicios, a los
recursos educativos, sanitarios, tecnológicos, de modo que todos tengan la
oportunidad de expresar y realizar su proyecto de vida, y puedan desarrollarse
plenamente como personas.
También se necesitan
políticas dirigidas a atenuar una excesiva desigualdad de la renta. No podemos
olvidar la enseñanza de la
Iglesia sobre la llamada hipoteca social, según la cual,
aunque es lícito, como dice Santo Tomás de Aquino, e incluso necesario,
"que el hombre posea cosas propias" , en cuanto al uso, no las tiene
"como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de
que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás".
Finalmente, hay una
forma más de promover la fraternidad –y así vencer la pobreza– que debe estar
en el fondo de todas las demás. Es el desprendimiento de quien elige vivir
estilos de vida sobrios y esenciales, de quien, compartiendo las propias
riquezas, consigue así experimentar la comunión fraterna con los otros. Esto es
fundamental para seguir a Jesucristo y ser auténticamente cristianos. No se
trata sólo de personas consagradas que hacen profesión del voto de pobreza,
sino también de muchas familias y ciudadanos responsables, que creen firmemente
que la relación fraterna con el prójimo constituye el bien más preciado.
El redescubrimiento
de la fraternidad en la economía
6. Las graves crisis
financieras y económicas –que tienen su origen en el progresivo alejamiento del
hombre de Dios y del prójimo, en la búsqueda insaciable de bienes materiales,
por un lado, y en el empobrecimiento de las relaciones interpersonales y
comunitarias, por otro– han llevado a muchos a buscar el bienestar, la
felicidad y la seguridad en el consumo y la ganancia más allá de la lógica de
una economía sana. Ya en 1979 Juan Pablo II advertía del "peligro real y perceptible
de que, mientras avanza enormemente el dominio por parte del hombre sobre el
mundo de las cosas, pierda los hilos esenciales de este dominio suyo, y de
diversos modos su humanidad quede sometida a ese mundo, y él mismo se haga
objeto de múltiple manipulación, aunque a veces no directamente perceptible, a
través de toda la organización de la vida comunitaria, a través del sistema de
producción, a través de la presión de los medios de comunicación social" .
El hecho de que las
crisis económicas se sucedan una detrás de otra debería llevarnos a las
oportunas revisiones de los modelos de desarrollo económico y a un cambio en
los estilos de vida. La crisis actual, con graves consecuencias para la vida de
las personas, puede ser, sin embargo, una ocasión propicia para recuperar las
virtudes de la prudencia, de la templanza, de la justicia y de la fortaleza.
Estas virtudes nos pueden ayudar a superar los momentos difíciles y a
redescubrir los vínculos fraternos que nos unen unos a otros, con la profunda
confianza de que el hombre tiene necesidad y es capaz de algo más que
desarrollar al máximo su interés individual. Sobre todo, estas virtudes son
necesarias para construir y mantener una sociedad a medida de la dignidad
humana.
La fraternidad
extingue la guerra
7. Durante este
último año, muchos de nuestros hermanos y hermanas han sufrido la experiencia
denigrante de la guerra, que constituye una grave y profunda herida infligida a
la fraternidad.
Muchos son los
conflictos armados que se producen en medio de la indiferencia general. A todos
cuantos viven en tierras donde las armas imponen terror y destrucción, les
aseguro mi cercanía personal y la de toda la Iglesia. Ésta tiene la
misión de llevar la caridad de Cristo también a las víctimas inermes de las
guerras olvidadas, mediante la oración por la paz, el servicio a los heridos, a
los que pasan hambre, a los desplazados, a los refugiados y a cuantos viven con
miedo. Además la Iglesia
alza su voz para hacer llegar a los responsables el grito de dolor de esta humanidad
sufriente y para hacer cesar, junto a las hostilidades, cualquier atropello o
violación de los derechos fundamentales del hombre.
Por este motivo,
deseo dirigir una encarecida exhortación a cuantos siembran violencia y muerte
con las armas: Redescubran, en quien hoy consideran sólo un enemigo al que
exterminar, a su hermano y no alcen su mano contra él. Renuncien a la vía de
las armas y vayan al encuentro del otro con el diálogo, el perdón y la
reconciliación para reconstruir a su alrededor la justicia, la confianza y la
esperanza. "En esta perspectiva, parece claro que en la vida de los
pueblos los conflictos armados constituyen siempre la deliberada negación de
toda posible concordia internacional, creando divisiones profundas y heridas
lacerantes que requieren muchos años para cicatrizar. Las guerras constituyen
el rechazo práctico al compromiso por alcanzar esas grandes metas económicas y
sociales que la comunidad internacional se ha fijado".
Sin embargo, mientras
haya una cantidad tan grande de armamentos en circulación como hoy en día,
siempre se podrán encontrar nuevos pretextos para iniciar las hostilidades. Por
eso, hago mío el llamamiento de mis Predecesores a la no proliferación de las
armas y al desarme de parte de todos, comenzando por el desarme nuclear y
químico.
No podemos dejar de
constatar que los acuerdos internacionales y las leyes nacionales, aunque son
necesarias y altamente deseables, no son suficientes por sí solas para proteger
a la humanidad del riesgo de los conflictos armados. Se necesita una conversión
de los corazones que permita a cada uno reconocer en el otro un hermano del que
preocuparse, con el que colaborar para construir una vida plena para todos.
Éste es el espíritu que anima muchas iniciativas de la sociedad civil a favor
de la paz, entre las que se encuentran las de las organizaciones religiosas.
Espero que el empeño cotidiano de todos siga dando fruto y que se pueda lograr
también la efectiva aplicación en el derecho internacional del derecho a la
paz, como un derecho humano fundamental, pre-condición necesaria para el
ejercicio de todos los otros derechos.
La corrupción y el
crimen organizado se oponen a la fraternidad
8. El horizonte de la
fraternidad prevé el desarrollo integral de todo hombre y mujer. Las justas
ambiciones de una persona, sobre todo si es joven, no se pueden frustrar y
ultrajar, no se puede defraudar la esperanza de poder realizarlas. Sin embargo,
no podemos confundir la ambición con la prevaricación. Al contrario, debemos
competir en la estima mutua (cf. Rm 12,10). También en las disputas, que
constituyen un aspecto ineludible de la vida, es necesario recordar que somos
hermanos y, por eso mismo, educar y educarse en no considerar al prójimo un
enemigo o un adversario al que eliminar.
La fraternidad genera
paz social, porque crea un equilibrio entre libertad y justicia, entre
responsabilidad personal y solidaridad, entre el bien de los individuos y el
bien común. Y una comunidad política debe favorecer todo esto con trasparencia
y responsabilidad. Los ciudadanos deben sentirse representados por los poderes
públicos sin menoscabo de su libertad. En cambio, a menudo, entre ciudadano e
instituciones, se infiltran intereses de parte que deforman su relación,
propiciando la creación de un clima perenne de conflicto.
Un auténtico espíritu
de fraternidad vence el egoísmo individual que impide que las personas puedan
vivir en libertad y armonía entre sí. Ese egoísmo se desarrolla socialmente
tanto en las múltiples formas de corrupción, hoy tan capilarmente difundidas,
como en la formación de las organizaciones criminales, desde los grupos
pequeños a aquellos que operan a escala global, que, minando profundamente la
legalidad y la justicia, hieren el corazón de la dignidad de la persona. Estas
organizaciones ofenden gravemente a Dios, perjudican a los hermanos y dañan a
la creación, más todavía cuando tienen connotaciones religiosas.
Pienso en el drama
lacerante de la droga, con la que algunos se lucran despreciando las leyes
morales y civiles, en la devastación de los recursos naturales y en la
contaminación, en la tragedia de la explotación laboral; pienso en el blanqueo
ilícito de dinero así como en la especulación financiera, que a menudo asume
rasgos perjudiciales y demoledores para enteros sistemas económicos y sociales,
exponiendo a la pobreza a millones de hombres y mujeres; pienso en la
prostitución que cada día cosecha víctimas inocentes, sobre todo entre los más
jóvenes, robándoles el futuro; pienso en la abominable trata de seres humanos,
en los delitos y abusos contra los menores, en la esclavitud que todavía
difunde su horror en muchas partes del mundo, en la tragedia frecuentemente
desatendida de los emigrantes con los que se especula indignamente en la
ilegalidad. Juan XXIII escribió al respecto: "Una sociedad que se apoye
sólo en la razón de la fuerza ha de calificarse de inhumana. En ella,
efectivamente, los hombres se ven privados de su libertad, en vez de sentirse
estimulados, por el contrario, al progreso de la vida y al propio perfeccionamiento".
Sin embargo, el hombre se puede convertir y nunca se puede excluir la
posibilidad de que cambie de vida. Me gustaría que esto fuese un mensaje de
confianza para todos, también para aquellos que han cometido crímenes atroces,
porque Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf.
Ez 18,23).
En el contexto amplio
del carácter social del hombre, por lo que se refiere al delito y a la pena,
también hemos de pensar en las condiciones inhumanas de muchas cárceles, donde el
recluso a menudo queda reducido a un estado infrahumano y humillado en su
dignidad humana, impedido también de cualquier voluntad y expresión de
redención. La Iglesia
hace mucho en todos estos ámbitos, la mayor parte de las veces en silencio.
Exhorto y animo a hacer cada vez más, con la esperanza de que dichas
iniciativas, llevadas a cabo por muchos hombres y mujeres audaces, sean cada
vez más apoyadas leal y honestamente también por los poderes civiles.
La fraternidad ayuda
a proteger y a cultivar la naturaleza
9. La familia humana
ha recibido del Creador un don en común: la naturaleza. La visión cristiana de
la creación conlleva un juicio positivo sobre la licitud de las intervenciones
en la naturaleza para sacar provecho de ello, a condición de obrar
responsablemente, es decir, acatando aquella “gramática” que está inscrita en
ella y usando sabiamente los recursos en beneficio de todos, respetando la
belleza, la finalidad y la utilidad de todos los seres vivos y su función en el
ecosistema. En definitiva, la naturaleza está a nuestra disposición, y nosotros
estamos llamados a administrarla responsablemente. En cambio, a menudo nos
dejamos llevar por la codicia, por la soberbia del dominar, del tener, del
manipular, del explotar; no custodiamos la naturaleza, no la respetamos, no la
consideramos un don gratuito que tenemos que cuidar y poner al servicio de los
hermanos, también de las generaciones futuras.
En particular, el
sector agrícola es el sector primario de producción con la vocación vital de
cultivar y proteger los recursos naturales para alimentar a la humanidad. A
este respecto, la persistente vergüenza del hambre en el mundo me lleva a
compartir con ustedes la pregunta: ¿cómo usamos los recursos de la tierra? Las
sociedades actuales deberían reflexionar sobre la jerarquía en las prioridades
a las que se destina la producción. De hecho, es un deber de obligado
cumplimiento que se utilicen los recursos de la tierra de modo que nadie pase
hambre. Las iniciativas y las soluciones posibles son muchas y no se limitan al
aumento de la producción. Es de sobra sabido que la producción actual es
suficiente y, sin embargo, millones de personas sufren y mueren de hambre, y
eso constituye un verdadero escándalo. Es necesario encontrar los modos para
que todos se puedan beneficiar de los frutos de la tierra, no sólo para evitar
que se amplíe la brecha entre quien más tiene y quien se tiene que conformar
con las migajas, sino también, y sobre todo, por una exigencia de justicia, de
equidad y de respeto hacia el ser humano. En este sentido, quisiera recordar a
todos el necesario destino universal de los bienes, que es uno de los
principios clave de la doctrina social de la Iglesia. Respetar
este principio es la condición esencial para posibilitar un efectivo y justo
acceso a los bienes básicos y primarios que todo hombre necesita y a los que
tiene derecho.
Conclusión
10. La fraternidad
tiene necesidad de ser descubierta, amada, experimentada, anunciada y
testimoniada. Pero sólo el amor dado por Dios nos permite acoger y vivir
plenamente la fraternidad.
El necesario realismo
de la política y de la economía no puede reducirse a un tecnicismo privado de
ideales, que ignora la dimensión trascendente del hombre. Cuando falta esta
apertura a Dios, toda actividad humana se vuelve más pobre y las personas
quedan reducidas a objetos de explotación. Sólo si aceptan moverse en el amplio
espacio asegurado por esta apertura a Aquel que ama a cada hombre y a cada
mujer, la política y la economía conseguirán estructurarse sobre la base de un
auténtico espíritu de caridad fraterna y podrán ser instrumento eficaz de
desarrollo humano integral y de paz.
Los cristianos
creemos que en la Iglesia
somos miembros los unos de los otros, que todos nos necesitamos unos a otros,
porque a cada uno de nosotros se nos ha dado una gracia según la medida del don
de Cristo, para la utilidad común (cf. Ef 4,7.25; 1 Co 12,7). Cristo ha venido
al mundo para traernos la gracia divina, es decir, la posibilidad de participar
en su vida. Esto lleva consigo tejer un entramado de relaciones fraternas,
basadas en la reciprocidad, en el perdón, en el don total de sí, según la
amplitud y la profundidad del amor de Dios, ofrecido a la humanidad por Aquel
que, crucificado y resucitado, atrae a todos a sí: "Les doy un mandamiento
nuevo: que se amen unos a otros; como yo les he amado, ámense también entre
ustedes. La señal por la que conocerán todos que son discípulos míos será que
se aman unos a otros" (Jn 13,34-35). Ésta es la buena noticia que reclama
de cada uno de nosotros un paso adelante, un ejercicio perenne de empatía, de
escucha del sufrimiento y de la esperanza del otro, también del más alejado de
mí, poniéndonos en marcha por el camino exigente de aquel amor que se entrega y
se gasta gratuitamente por el bien de cada hermano y hermana.
Cristo se dirige al
hombre en su integridad y no desea que nadie se pierda. "Dios no mandó a
su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por
Él" (Jn 3,17). Lo hace sin forzar, sin obligar a nadie a abrirle las
puertas de su corazón y de su mente. "El primero entre ustedes pórtese
como el menor, y el que gobierna, como el que sirve" –dice Jesucristo–,
"yo estoy en medio de ustedes como el que sirve" (Lc 22,26-27). Así
pues, toda actividad debe distinguirse por una actitud de servicio a las
personas, especialmente a las más lejanas y desconocidas. El servicio es el
alma de esa fraternidad que edifica la paz.
Que María, la Madre de Jesús, nos ayude a
comprender y a vivir cada día la fraternidad que brota del corazón de su Hijo,
para llevar paz a todos los hombres en esta querida tierra nuestra.
Vaticano, 8 de
diciembre de 2013.
FRANCISCO
No hay comentarios:
Publicar un comentario