EXHORTACIÓN
APOSTÓLICA
EVANGELII
GAUDIUM
DEL
SANTO PADRE
FRANCISCO
A
LOS OBISPOS
A
LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS
A
LAS PERSONAS CONSAGRADAS
Y
A LOS FILES LAICOS
SOBRE
EL
ANUNCIO DEL EVANGELIO
EN
EL MUNDO ACTUAL
ÍNDICE
I. Alegría que se renueva y se comunica [2-8]
II. La dulce y confortadora alegría de
evangelizar [9-13]
Una eterna novedad
[11-13]
III. La nueva
evangelización para la transmisión de la fe [14-18]
Propuesta y límites
de esta Exhortación [16-18]
Capítulo primero
La transformación
misionera de la Iglesia
I. Una Iglesia en salida [20-24]
Primerear,
involucrarse, acompañar, fructificar y festejar [24]
II. Pastoral en conversión [25-33]
Una impostergable
renovación eclesial [27-33]
III. Desde el corazón del Evangelio [34-39]
IV. La misión que se
encarna en los límites humanos [40-45]
V. Una madre de
corazón abierto [46-49]
Capítulo segundo
En la crisis del
compromiso comunitario
I. Algunos desafíos
del mundo actual [52-75]
No a una economía de
la exclusión [53-54]
No a la nueva
idolatría del dinero [55-56]
No a un dinero que
gobierna en lugar de servir [57-58]
No a la inequidad que
genera violencia [59-60]
Algunos desafíos
culturales [61-67]
Desafíos de la
inculturación de la fe [68-70]
Desafíos de las
culturas urbanas [71-75]
II. Tentaciones de
los agentes pastorales [76-109]
Sí al desafío de una
espiritualidad misionera [78-80]
No a la acedia
egoísta [81-83]
No al pesimismo
estéril [84-86]
Sí a las relaciones
nuevas que genera Jesucristo [87-92]
No a la mundanidad
espiritual [93-97]
No a la guerra entre
nosotros [98-101]
Otros desafíos
eclesiales [102-109]
Capítulo tercero
El anuncio del
Evangelio
I. Todo el Pueblo de
Dios anuncia el Evangelio [111-134]
Un pueblo para todos
[112-114]
Un pueblo con muchos
rostros [115-118]
Todos somos
discípulos misioneros [119-121]
La fuerza
evangelizadora de la piedad popular [122-126]
Persona a persona
[127-129]
Carismas al servicio
de la comunión evangelizadora [130-131]
Cultura, pensamiento
y educación [132-134]
II. La homilía
[135-144]
El contexto litúrgico
[137-138]
La conversación de la
madre [139-141]
Palabras que hacen
arder los corazones [142-144]
III. La preparación
de la predicación [145-159]
El culto a la verdad
[146-148]
La personalización de
la Palabra [149-151]
La lectura espiritual
[152-153]
Un oído en el pueblo
[154-155]
Recursos pedagógicos
[156-159]
IV. Una
evangelización para la profundización del kerygma [160-175]
Una catequesis
kerygmática y mistagógica [163-168]
El acompañamiento
personal de los procesos de crecimiento [169-173]
En torno a la Palabra
de Dios [174-175]
Capítulo cuarto
La dimensión social
de la evangelización
I. Las repercusiones
comunitarias y sociales del kerygma [177-185]
Confesión de la fe y
compromiso social [178-179]
El Reino que nos
reclama [180-181]
La enseñanza de la
Iglesia sobre cuestiones sociales [182-185]
II. La inclusión social de los pobres [186-216]
Unidos a Dios
escuchamos un clamor [187-192]
Fidelidad al
Evangelio para no correr en vano [193-196]
El lugar privilegiado
de los pobres en el pueblo de Dios [197-201]
Economía y
distribución del ingreso [202-208]
Cuidar la fragilidad
[209-216]
III. El bien común y la paz social [217-237]
El tiempo es superior
al espacio [222-225]
La unidad prevalece
sobre el conflicto [226-230]
La realidad es más
importante que la idea [231-233]
El todo es superior a
la parte [234-237]
IV. El diálogo social como contribución a la paz
[238-258]
El diálogo entre la
fe, la razón y las ciencias [242-243]
El diálogo ecuménico
[244-246]
Las relaciones con el
Judaísmo [247-249]
El diálogo
interreligioso [250-254]
El diálogo social en
un contexto de libertad religiosa [255-258]
Capítulo quinto
Evangelizadores con
Espíritu
I. Motivaciones para
un renovado impulso misionero [262-283]
El encuentro personal
con el amor de Jesús que nos salva [264-267]
El gusto espiritual
de ser pueblo [268-274]
La acción misteriosa
del Resucitado y de su Espíritu [275-280]
La fuerza misionera
de la intercesión [281-283]
II. María, la Madre
de la evangelización [284-288]
El regalo de Jesús a
su pueblo [285-286]
La Estrella de la
nueva evangelización [287-288]
1. La alegría del
Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús.
Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del
vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la
alegría. En esta Exhortación quiero dirigirme a los fieles cristianos, para
invitarlos a una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría, e indicar
caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años.
I. Alegría que se renueva y se comunica
2. El gran riesgo del
mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza
individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza
de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se
clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no
entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce
alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los
creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y
se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción de
una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la
vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado.
3. Invito a cada
cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora
mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de
dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón
para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque «nadie queda
excluido de la alegría reportada por el Señor».[1] Al que arriesga, el Señor no
lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él
ya esperaba su llegada con los brazos abiertos. Éste es el momento para decirle
a Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor,
pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito.
Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores».
¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más:
Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de
acudir a su misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar «setenta veces siete»
(Mt 18,22) nos da ejemplo: Él perdona setenta veces siete. Nos vuelve a cargar
sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos
otorga este amor infinito e inquebrantable. Él nos permite levantar la cabeza y
volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede
devolvernos la alegría. No huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos
declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida que nos
lanza hacia adelante!
4. Los libros del
Antiguo Testamento habían preanunciado la alegría de la salvación, que se
volvería desbordante en los tiempos mesiánicos. El profeta Isaías se dirige al
Mesías esperado saludándolo con regocijo: «Tú multiplicaste la alegría,
acrecentaste el gozo» (9,2). Y anima a los habitantes de Sión a recibirlo entre
cantos: «¡Dad gritos de gozo y de júbilo!» (12,6). A quien ya lo ha visto en el
horizonte, el profeta lo invita a convertirse en mensajero para los demás:
«Súbete a un alto monte, alegre mensajero para Sión, clama con voz poderosa,
alegre mensajero para Jerusalén» (40,9). La creación entera participa de esta
alegría de la salvación: «¡Aclamad, cielos, y exulta, tierra! ¡Prorrumpid,
montes, en cantos de alegría! Porque el Señor ha consolado a su pueblo, y de
sus pobres se ha compadecido» (49,13).
Zacarías, viendo el
día del Señor, invita a dar vítores al Rey que llega «pobre y montado en un
borrico»: «¡Exulta sin freno, Sión, grita de alegría, Jerusalén, que viene a ti
tu Rey, justo y victorioso!» (Za 9,9).
Pero quizás la
invitación más contagiosa sea la del profeta Sofonías, quien nos muestra al
mismo Dios como un centro luminoso de fiesta y de alegría que quiere comunicar
a su pueblo ese gozo salvífico. Me llena de vida releer este texto: «Tu Dios
está en medio de ti, poderoso salvador. Él exulta de gozo por ti, te renueva
con su amor, y baila por ti con gritos de júbilo» (So 3,17). Es la alegría que
se vive en medio de las pequeñas cosas de la vida cotidiana, como respuesta a
la afectuosa invitación de nuestro Padre Dios: «Hijo, en la medida de tus
posibilidades trátate bien […] No te prives de pasar un buen día» (Si
14,11.14). ¡Cuánta ternura paterna se intuye detrás de estas palabras!
5. El Evangelio,
donde deslumbra gloriosa la Cruz de Cristo, invita insistentemente a la
alegría. Bastan algunos ejemplos: «Alégrate» es el saludo del ángel a María (Lc
1,28). La visita de María a Isabel hace que Juan salte de alegría en el seno de
su madre (cf. Lc 1,41). En su canto María proclama: «Mi espíritu se estremece
de alegría en Dios, mi salvador» (Lc 1,47). Cuando Jesús comienza su
ministerio, Juan exclama: «Ésta es mi alegría, que ha llegado a su plenitud»
(Jn 3,29). Jesús mismo «se llenó de alegría en el Espíritu Santo» (Lc 10,21).
Su mensaje es fuente de gozo: «Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté
en vosotros, y vuestra alegría sea plena» (Jn 15,11). Nuestra alegría cristiana
bebe de la fuente de su corazón rebosante. Él promete a los discípulos:
«Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría» (Jn 16,20).
E insiste: «Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón, y nadie os podrá
quitar vuestra alegría» (Jn 16,22). Después ellos, al verlo resucitado, «se
alegraron» (Jn 20,20). El libro de los Hechos de los Apóstoles cuenta que en la
primera comunidad «tomaban el alimento con alegría» (2,46). Por donde los
discípulos pasaban, había «una gran alegría» (8,8), y ellos, en medio de la
persecución, «se llenaban de gozo» (13,52). Un eunuco, apenas bautizado,
«siguió gozoso su camino» (8,39), y el carcelero «se alegró con toda su familia
por haber creído en Dios» (16,34). ¿Por qué no entrar también nosotros en ese
río de alegría?
6. Hay cristianos
cuya opción parece ser la de una Cuaresma sin Pascua. Pero reconozco que la
alegría no se vive del mismo modo en todas las etapas y circunstancias de la vida,
a veces muy duras. Se adapta y se transforma, y siempre permanece al menos como
un brote de luz que nace de la certeza personal de ser infinitamente amado, más
allá de todo. Comprendo a las personas que tienden a la tristeza por las graves
dificultades que tienen que sufrir, pero poco a poco hay que permitir que la
alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta pero firme confianza,
aun en medio de las peores angustias: «Me encuentro lejos de la paz, he
olvidado la dicha […] Pero algo traigo a la memoria, algo que me hace esperar.
Que el amor del Señor no se ha acabado, no se ha agotado su ternura. Mañana
tras mañana se renuevan. ¡Grande es su fidelidad! […] Bueno es esperar en
silencio la salvación del Señor» (Lm 3,17.21-23.26).
7. La tentación
aparece frecuentemente bajo forma de excusas y reclamos, como si debieran darse
innumerables condiciones para que sea posible la alegría. Esto suele suceder
porque «la sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer,
pero encuentra muy difícil engendrar la alegría».[2] Puedo decir que los gozos
más bellos y espontáneos que he visto en mis años de vida son los de personas
muy pobres que tienen poco a qué aferrarse. También recuerdo la genuina alegría
de aquellos que, aun en medio de grandes compromisos profesionales, han sabido
conservar un corazón creyente, desprendido y sencillo. De maneras variadas,
esas alegrías beben en la fuente del amor siempre más grande de Dios que se nos
manifestó en Jesucristo. No me cansaré de repetir aquellas palabras de
Benedicto XVI que nos llevan al centro del Evangelio: «No se comienza a ser
cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un
acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con
ello, una orientación decisiva».[3]
8. Sólo gracias a ese
encuentro –o reencuentro– con el amor de Dios, que se convierte en feliz
amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la
autorreferencialidad. Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que
humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos
para alcanzar nuestro ser más verdadero. Allí está el manantial de la acción
evangelizadora. Porque, si alguien ha acogido ese amor que le devuelve el sentido
de la vida, ¿cómo puede contener el deseo de comunicarlo a otros?
II. La dulce y confortadora alegría de
evangelizar
9. El bien siempre
tiende a comunicarse. Toda experiencia auténtica de verdad y de belleza busca
por sí misma su expansión, y cualquier persona que viva una profunda liberación
adquiere mayor sensibilidad ante las necesidades de los demás. Comunicándolo,
el bien se arraiga y se desarrolla. Por eso, quien quiera vivir con dignidad y
plenitud no tiene otro camino más que reconocer al otro y buscar su bien. No
deberían asombrarnos entonces algunas expresiones de san Pablo: «El amor de
Cristo nos apremia» (2 Co 5,14); «¡Ay de mí si no anunciara el Evangelio!» (1
Co 9,16).
10. La propuesta es
vivir en un nivel superior, pero no con menor intensidad: «La vida se
acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad. De hecho,
los que más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y
se apasionan en la misión de comunicar vida a los demás».[4] Cuando la Iglesia
convoca a la tarea evangelizadora, no hace más que indicar a los cristianos el
verdadero dinamismo de la realización personal: «Aquí descubrimos otra ley
profunda de la realidad: que la vida se alcanza y madura a medida que se la
entrega para dar vida a los otros. Eso es en definitiva la misión».[5] Por
consiguiente, un evangelizador no debería tener permanentemente cara de
funeral. Recobremos y acrecentemos el fervor, «la dulce y confortadora alegría
de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas […] Y ojalá el
mundo actual –que busca a veces con angustia, a veces con esperanza– pueda así
recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados,
impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia
el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de
Cristo».[6]
Una eterna novedad
11. Un anuncio
renovado ofrece a los creyentes, también a los tibios o no practicantes, una
nueva alegría en la fe y una fecundidad evangelizadora. En realidad, su centro
y esencia es siempre el mismo: el Dios que manifestó su amor inmenso en Cristo
muerto y resucitado. Él hace a sus fieles siempre nuevos; aunque sean ancianos,
«les renovará el vigor, subirán con alas como de águila, correrán sin fatigarse
y andarán sin cansarse» (Is 40,31). Cristo es el «Evangelio eterno» (Ap 14,6),
y es «el mismo ayer y hoy y para siempre» (Hb 13,8), pero su riqueza y su
hermosura son inagotables. Él es siempre joven y fuente constante de novedad.
La Iglesia no deja de asombrarse por «la profundidad de la riqueza, de la
sabiduría y del conocimiento de Dios» (Rm 11,33). Decía san Juan de la Cruz:
«Esta espesura de sabiduría y ciencia de Dios es tan profunda e inmensa, que,
aunque más el alma sepa de ella, siempre puede entrar más adentro».[7] O bien,
como afirmaba san Ireneo: «[Cristo], en su venida, ha traído consigo toda
novedad».[8] Él siempre puede, con su novedad, renovar nuestra vida y nuestra
comunidad y, aunque atraviese épocas oscuras y debilidades eclesiales, la
propuesta cristiana nunca envejece. Jesucristo también puede romper los
esquemas aburridos en los cuales pretendemos encerrarlo y nos sorprende con su
constante creatividad divina. Cada vez que intentamos volver a la fuente y
recuperar la frescura original del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos
creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas
de renovado significado para el mundo actual. En realidad, toda auténtica
acción evangelizadora es siempre «nueva».
12. Si bien esta
misión nos reclama una entrega generosa, sería un error entenderla como una
heroica tarea personal, ya que la obra es ante todo de Él, más allá de lo que
podamos descubrir y entender. Jesús es «el primero y el más grande
evangelizador».[9] En cualquier forma de evangelización el primado es siempre
de Dios, que quiso llamarnos a colaborar con Él e impulsarnos con la fuerza de
su Espíritu. La verdadera novedad es la que Dios mismo misteriosamente quiere
producir, la que Él inspira, la que Él provoca, la que Él orienta y acompaña de
mil maneras. En toda la vida de la Iglesia debe manifestarse siempre que la
iniciativa es de Dios, que «Él nos amó primero» (1 Jn 4,19) y que «es Dios
quien hace crecer» (1 Co 3,7). Esta convicción nos permite conservar la alegría
en medio de una tarea tan exigente y desafiante que toma nuestra vida por
entero. Nos pide todo, pero al mismo tiempo nos ofrece todo.
13. Tampoco
deberíamos entender la novedad de esta misión como un desarraigo, como un
olvido de la historia viva que nos acoge y nos lanza hacia adelante. La memoria
es una dimensión de nuestra fe que podríamos llamar «deuteronómica», en
analogía con la memoria de Israel. Jesús nos deja la Eucaristía como memoria
cotidiana de la Iglesia, que nos introduce cada vez más en la Pascua (cf. Lc
22,19). La alegría evangelizadora siempre brilla sobre el trasfondo de la
memoria agradecida: es una gracia que necesitamos pedir. Los Apóstoles jamás
olvidaron el momento en que Jesús les tocó el corazón: «Era alrededor de las cuatro
de la tarde» (Jn 1,39). Junto con Jesús, la memoria nos hace presente «una
verdadera nube de testigos» (Hb 12,1). Entre ellos, se destacan algunas
personas que incidieron de manera especial para hacer brotar nuestro gozo
creyente: «Acordaos de aquellos dirigentes que os anunciaron la Palabra de
Dios» (Hb 13,7). A veces se trata de personas sencillas y cercanas que nos
iniciaron en la vida de la fe: «Tengo presente la sinceridad de tu fe, esa fe
que tuvieron tu abuela Loide y tu madre Eunice» (2 Tm 1,5). El creyente es
fundamentalmente «memorioso».
III. La nueva
evangelización para la transmisión de la fe
14. En la escucha del
Espíritu, que nos ayuda a reconocer comunitariamente los signos de los tiempos,
del 7 al 28 de octubre de 2012 se celebró la XIII Asamblea General Ordinaria
del Sínodo de los Obispos sobre el tema La nueva evangelización para la
transmisión de la fe cristiana. Allí se recordó que la nueva evangelización
convoca a todos y se realiza fundamentalmente en tres ámbitos.[10] En primer lugar,
mencionemos el ámbito de la pastoral ordinaria, «animada por el fuego del
Espíritu, para encender los corazones de los fieles que regularmente frecuentan
la comunidad y que se reúnen en el día del Señor para nutrirse de su Palabra y
del Pan de vida eterna».[11] También se incluyen en este ámbito los fieles que
conservan una fe católica intensa y sincera, expresándola de diversas maneras,
aunque no participen frecuentemente del culto. Esta pastoral se orienta al
crecimiento de los creyentes, de manera que respondan cada vez mejor y con toda
su vida al amor de Dios.
En segundo lugar,
recordemos el ámbito de «las personas bautizadas que no viven las exigencias
del Bautismo»,[12] no tienen una pertenencia cordial a la Iglesia y ya no
experimentan el consuelo de la fe. La Iglesia, como madre siempre atenta, se
empeña para que vivan una conversión que les devuelva la alegría de la fe y el
deseo de comprometerse con el Evangelio.
Finalmente,
remarquemos que la evangelización está esencialmente conectada con la
proclamación del Evangelio a quienes no conocen a Jesucristo o siempre lo han
rechazado. Muchos de ellos buscan a Dios secretamente, movidos por la nostalgia
de su rostro, aun en países de antigua tradición cristiana. Todos tienen el
derecho de recibir el Evangelio. Los cristianos tienen el deber de anunciarlo
sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien
comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable.
La Iglesia no crece por proselitismo sino «por atracción».[13]
15. Juan Pablo II nos
invitó a reconocer que «es necesario mantener viva la solicitud por el anuncio»
a los que están alejados de Cristo, «porque ésta es la tarea primordial de la
Iglesia».[14] La actividad misionera «representa aún hoy día el mayor desafío
para la Iglesia»[15] y «la causa misionera debe ser la primera».[16] ¿Qué
sucedería si nos tomáramos realmente en serio esas palabras? Simplemente
reconoceríamos que la salida misionera es el paradigma de toda obra de la
Iglesia. En esta línea, los Obispos latinoamericanos afirmaron que ya «no
podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en nuestros templos»[17] y que
hace falta pasar «de una pastoral de mera conservación a una pastoral
decididamente misionera».[18] Esta tarea sigue siendo la fuente de las mayores
alegrías para la Iglesia: «Habrá más gozo en el cielo por un solo pecador que
se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse» (Lc
15,7).
Propuesta y límites
de esta Exhortación
16. Acepté con gusto
el pedido de los Padres sinodales de redactar esta Exhortación.[19] Al hacerlo,
recojo la riqueza de los trabajos del Sínodo. También he consultado a diversas
personas, y procuro además expresar las preocupaciones que me mueven en este
momento concreto de la obra evangelizadora de la Iglesia. Son innumerables los
temas relacionados con la evangelización en el mundo actual que podrían
desarrollarse aquí. Pero he renunciado a tratar detenidamente esas múltiples
cuestiones que deben ser objeto de estudio y cuidadosa profundización. Tampoco
creo que deba esperarse del magisterio papal una palabra definitiva o completa
sobre todas las cuestiones que afectan a la Iglesia y al mundo. No es
conveniente que el Papa reemplace a los episcopados locales en el
discernimiento de todas las problemáticas que se plantean en sus territorios.
En este sentido, percibo la necesidad de avanzar en una saludable
«descentralización».
17. Aquí he optado
por proponer algunas líneas que puedan alentar y orientar en toda la Iglesia
una nueva etapa evangelizadora, llena de fervor y dinamismo. Dentro de ese
marco, y en base a la doctrina de la Constitución dogmática Lumen gentium,
decidí, entre otros temas, detenerme largamente en las siguientes cuestiones:
a) La reforma de la Iglesia
en salida misionera.
b) Las tentaciones de
los agentes pastorales.
c) La Iglesia
entendida como la totalidad del Pueblo de Dios que evangeliza.
d) La homilía y su
preparación.
e) La inclusión
social de los pobres.
f) La paz y el
diálogo social.
g) Las motivaciones
espirituales para la tarea misionera.
18. Me extendí en
esos temas con un desarrollo que quizá podrá pareceros excesivo. Pero no lo
hice con la intención de ofrecer un tratado, sino sólo para mostrar la
importante incidencia práctica de esos asuntos en la tarea actual de la
Iglesia. Todos ellos ayudan a perfilar un determinado estilo evangelizador que
invito a asumir en cualquier actividad que se realice. Y así, de esta manera,
podamos acoger, en medio de nuestro compromiso diario, la exhortación de la
Palabra de Dios: «Alegraos siempre en el Señor. Os lo repito, ¡alegraos!» (Flp
4,4).
CAPÍTULO PRIMERO
LA TRANSFORMACIÓN
MISIONERA DE LA IGLESIA
19. La evangelización
obedece al mandato misionero de Jesús: «Id y haced que todos los pueblos sean
mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo, enseñándoles a observar todo lo que os he mandado» (Mt 28,19-20). En
estos versículos se presenta el momento en el cual el Resucitado envía a los
suyos a predicar el Evangelio en todo tiempo y por todas partes, de manera que
la fe en Él se difunda en cada rincón de la tierra.
I. Una Iglesia en salida
20. En la Palabra de
Dios aparece permanentemente este dinamismo de «salida» que Dios quiere
provocar en los creyentes. Abraham aceptó el llamado a salir hacia una tierra
nueva (cf. Gn 12,1-3). Moisés escuchó el llamado de Dios: «Ve, yo te envío» (Ex
3,10), e hizo salir al pueblo hacia la tierra de la promesa (cf. Ex 3,17). A
Jeremías le dijo: «Adondequiera que yo te envíe irás» (Jr 1,7). Hoy, en este
«id» de Jesús, están presentes los escenarios y los desafíos siempre nuevos de
la misión evangelizadora de la Iglesia, y todos somos llamados a esta nueva
«salida» misionera. Cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el
camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar este llamado:
salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que
necesitan la luz del Evangelio.
21. La alegría del
Evangelio que llena la vida de la comunidad de los discípulos es una alegría
misionera. La experimentan los setenta y dos discípulos, que regresan de la
misión llenos de gozo (cf. Lc 10,17). La vive Jesús, que se estremece de gozo
en el Espíritu Santo y alaba al Padre porque su revelación alcanza a los pobres
y pequeñitos (cf. Lc 10,21). La sienten llenos de admiración los primeros que
se convierten al escuchar predicar a los Apóstoles «cada uno en su propia
lengua» (Hch 2,6) en Pentecostés. Esa alegría es un signo de que el Evangelio
ha sido anunciado y está dando fruto. Pero siempre tiene la dinámica del éxodo
y del don, del salir de sí, del caminar y sembrar siempre de nuevo, siempre más
allá. El Señor dice: «Vayamos a otra parte, a predicar también en las
poblaciones vecinas, porque para eso he salido» (Mc 1,38). Cuando está sembrada
la semilla en un lugar, ya no se detiene para explicar mejor o para hacer más
signos allí, sino que el Espíritu lo mueve a salir hacia otros pueblos.
22. La Palabra tiene
en sí una potencialidad que no podemos predecir. El Evangelio habla de una
semilla que, una vez sembrada, crece por sí sola también cuando el agricultor
duerme (cf. Mc 4,26-29). La Iglesia debe aceptar esa libertad inaferrable de la
Palabra, que es eficaz a su manera, y de formas muy diversas que suelen superar
nuestras previsiones y romper nuestros esquemas.
23. La intimidad de
la Iglesia con Jesús es una intimidad itinerante, y la comunión «esencialmente
se configura como comunión misionera».[20] Fiel al modelo del Maestro, es vital
que hoy la Iglesia salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares,
en todas las ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo. La alegría del
Evangelio es para todo el pueblo, no puede excluir a nadie. Así se lo anuncia
el ángel a los pastores de Belén: «No temáis, porque os traigo una Buena
Noticia, una gran alegría para todo el pueblo» (Lc 2,10). El Apocalipsis se
refiere a «una Buena Noticia, la eterna, la que él debía anunciar a los
habitantes de la tierra, a toda nación, familia, lengua y pueblo» (Ap 14,6).
Primerear,
involucrarse, acompañar, fructificar y festejar
24. La Iglesia en
salida es la comunidad de discípulos misioneros que primerean, que se
involucran, que acompañan, que fructifican y festejan. «Primerear»: sepan
disculpar este neologismo. La comunidad evangelizadora experimenta que el Señor
tomó la iniciativa, la ha primereado en el amor (cf. 1 Jn 4,10); y, por eso,
ella sabe adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar
a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los
excluidos. Vive un deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber
experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva.
¡Atrevámonos un poco más a primerear! Como consecuencia, la Iglesia sabe
«involucrarse». Jesús lavó los pies a sus discípulos. El Señor se involucra e
involucra a los suyos, poniéndose de rodillas ante los demás para lavarlos.
Pero luego dice a los discípulos: «Seréis felices si hacéis esto» (Jn 13,17).
La comunidad evangelizadora se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de
los demás, achica distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, y
asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo. Los
evangelizadores tienen así «olor a oveja» y éstas escuchan su voz. Luego, la
comunidad evangelizadora se dispone a «acompañar». Acompaña a la humanidad en
todos sus procesos, por más duros y prolongados que sean. Sabe de esperas
largas y de aguante apostólico. La evangelización tiene mucho de paciencia, y
evita maltratar límites. Fiel al don del Señor, también sabe «fructificar». La
comunidad evangelizadora siempre está atenta a los frutos, porque el Señor la
quiere fecunda. Cuida el trigo y no pierde la paz por la cizaña. El sembrador,
cuando ve despuntar la cizaña en medio del trigo, no tiene reacciones quejosas
ni alarmistas. Encuentra la manera de que la Palabra se encarne en una
situación concreta y dé frutos de vida nueva, aunque en apariencia sean
imperfectos o inacabados. El discípulo sabe dar la vida entera y jugarla hasta
el martirio como testimonio de Jesucristo, pero su sueño no es llenarse de
enemigos, sino que la Palabra sea acogida y manifieste su potencia liberadora y
renovadora. Por último, la comunidad evangelizadora gozosa siempre sabe
«festejar». Celebra y festeja cada pequeña victoria, cada paso adelante en la
evangelización. La evangelización gozosa se vuelve belleza en la liturgia en
medio de la exigencia diaria de extender el bien. La Iglesia evangeliza y se
evangeliza a sí misma con la belleza de la liturgia, la cual también es
celebración de la actividad evangelizadora y fuente de un renovado impulso
donativo.
II. Pastoral en conversión
25. No ignoro que hoy
los documentos no despiertan el mismo interés que en otras épocas, y son
rápidamente olvidados. No obstante, destaco que lo que trataré de expresar aquí
tiene un sentido programático y consecuencias importantes. Espero que todas las
comunidades procuren poner los medios necesarios para avanzar en el camino de
una conversión pastoral y misionera, que no puede dejar las cosas como están.
Ya no nos sirve una «simple administración».[21] Constituyámonos en todas las
regiones de la tierra en un «estado permanente de misión».[22]
26. Pablo VI invitó a
ampliar el llamado a la renovación, para expresar con fuerza que no se dirige
sólo a los individuos aislados, sino a la Iglesia entera. Recordemos este
memorable texto que no ha perdido su fuerza interpelante: «La Iglesia debe
profundizar en la conciencia de sí misma, debe meditar sobre el misterio que le
es propio […] De esta iluminada y operante conciencia brota un espontáneo deseo
de comparar la imagen ideal de la Iglesia -tal como Cristo la vio, la quiso y
la amó como Esposa suya santa e inmaculada (cf. Ef 5,27)- y el rostro real que
hoy la Iglesia presenta […] Brota, por lo tanto, un anhelo generoso y casi
impaciente de renovación, es decir, de enmienda de los defectos que denuncia y
refleja la conciencia, a modo de examen interior, frente al espejo del modelo
que Cristo nos dejó de sí».[23]
El Concilio Vaticano
II presentó la conversión eclesial como la apertura a una permanente reforma de
sí por fidelidad a Jesucristo: «Toda la renovación de la Iglesia consiste
esencialmente en el aumento de la fidelidad a su vocación […] Cristo llama a la
Iglesia peregrinante hacia una perenne reforma, de la que la Iglesia misma, en
cuanto institución humana y terrena, tiene siempre necesidad».[24]
Hay estructuras
eclesiales que pueden llegar a condicionar un dinamismo evangelizador;
igualmente las buenas estructuras sirven cuando hay una vida que las anima, las
sostiene y las juzga. Sin vida nueva y auténtico espíritu evangélico, sin
«fidelidad de la Iglesia a la propia vocación», cualquier estructura nueva se
corrompe en poco tiempo.
Una impostergable
renovación eclesial
27. Sueño con una
opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los
estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en
un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la
autopreservación. La reforma de estructuras que exige la conversión pastoral
sólo puede entenderse en este sentido: procurar que todas ellas se vuelvan más
misioneras, que la pastoral ordinaria en todas sus instancias sea más expansiva
y abierta, que coloque a los agentes pastorales en constante actitud de salida
y favorezca así la respuesta positiva de todos aquellos a quienes Jesús convoca
a su amistad. Como decía Juan Pablo II a los Obispos de Oceanía, «toda
renovación en el seno de la Iglesia debe tender a la misión como objetivo para
no caer presa de una especie de introversión eclesial».[25]
28. La parroquia no
es una estructura caduca; precisamente porque tiene una gran plasticidad, puede
tomar formas muy diversas que requieren la docilidad y la creatividad misionera
del Pastor y de la comunidad. Aunque ciertamente no es la única institución
evangelizadora, si es capaz de reformarse y adaptarse continuamente, seguirá
siendo «la misma Iglesia que vive entre las casas de sus hijos y de sus
hijas».[26] Esto supone que realmente esté en contacto con los hogares y con la
vida del pueblo, y no se convierta en una prolija estructura separada de la
gente o en un grupo de selectos que se miran a sí mismos. La parroquia es
presencia eclesial en el territorio, ámbito de la escucha de la Palabra, del
crecimiento de la vida cristiana, del diálogo, del anuncio, de la caridad
generosa, de la adoración y la celebración.[27] A través de todas sus
actividades, la parroquia alienta y forma a sus miembros para que sean agentes
de evangelización.[28] Es comunidad de comunidades, santuario donde los
sedientos van a beber para seguir caminando, y centro de constante envío
misionero. Pero tenemos que reconocer que el llamado a la revisión y renovación
de las parroquias todavía no ha dado suficientes frutos en orden a que estén
todavía más cerca de la gente, que sean ámbitos de viva comunión y
participación, y se orienten completamente a la misión.
29. Las demás
instituciones eclesiales, comunidades de base y pequeñas comunidades,
movimientos y otras formas de asociación, son una riqueza de la Iglesia que el
Espíritu suscita para evangelizar todos los ambientes y sectores. Muchas veces
aportan un nuevo fervor evangelizador y una capacidad de diálogo con el mundo
que renuevan a la Iglesia. Pero es muy sano que no pierdan el contacto con esa
realidad tan rica de la parroquia del lugar, y que se integren gustosamente en
la pastoral orgánica de la Iglesia particular.[29] Esta integración evitará que
se queden sólo con una parte del Evangelio y de la Iglesia, o que se conviertan
en nómadas sin raíces.
30. Cada Iglesia
particular, porción de la Iglesia católica bajo la guía de su obispo, también
está llamada a la conversión misionera. Ella es el sujeto primario de la
evangelización,[30] ya que es la manifestación concreta de la única Iglesia en
un lugar del mundo, y en ella «verdaderamente está y obra la Iglesia de Cristo,
que es Una, Santa, Católica y Apostólica».[31] Es la Iglesia encarnada en un
espacio determinado, provista de todos los medios de salvación dados por
Cristo, pero con un rostro local. Su alegría de comunicar a Jesucristo se
expresa tanto en su preocupación por anunciarlo en otros lugares más
necesitados como en una salida constante hacia las periferias de su propio
territorio o hacia los nuevos ámbitos socioculturales.[32] Procura estar
siempre allí donde hace más falta la luz y la vida del Resucitado.[33] En orden
a que este impulso misionero sea cada vez más intenso, generoso y fecundo,
exhorto también a cada Iglesia particular a entrar en un proceso decidido de
discernimiento, purificación y reforma.
31. El obispo siempre
debe fomentar la comunión misionera en su Iglesia diocesana siguiendo el ideal
de las primeras comunidades cristianas, donde los creyentes tenían un solo
corazón y una sola alma (cf. Hch 4,32). Para eso, a veces estará delante para
indicar el camino y cuidar la esperanza del pueblo, otras veces estará
simplemente en medio de todos con su cercanía sencilla y misericordiosa, y en
ocasiones deberá caminar detrás del pueblo para ayudar a los rezagados y, sobre
todo, porque el rebaño mismo tiene su olfato para encontrar nuevos caminos. En
su misión de fomentar una comunión dinámica, abierta y misionera, tendrá que
alentar y procurar la maduración de los mecanismos de participación que propone
el Código de Derecho Canónico[34] y otras formas de diálogo pastoral, con el
deseo de escuchar a todos y no sólo a algunos que le acaricien los oídos. Pero
el objetivo de estos procesos participativos no será principalmente la
organización eclesial, sino el sueño misionero de llegar a todos.
32. Dado que estoy
llamado a vivir lo que pido a los demás, también debo pensar en una conversión
del papado. Me corresponde, como Obispo de Roma, estar abierto a las
sugerencias que se orienten a un ejercicio de mi ministerio que lo vuelva más
fiel al sentido que Jesucristo quiso darle y a las necesidades actuales de la
evangelización. El Papa Juan Pablo II pidió que se le ayudara a encontrar «una
forma del ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial
de su misión, se abra a una situación nueva».[35] Hemos avanzado poco en ese
sentido. También el papado y las estructuras centrales de la Iglesia universal
necesitan escuchar el llamado a una conversión pastoral. El Concilio Vaticano
II expresó que, de modo análogo a las antiguas Iglesias patriarcales, las
Conferencias episcopales pueden «desarrollar una obra múltiple y fecunda, a fin
de que el afecto colegial tenga una aplicación concreta».[36] Pero este deseo
no se realizó plenamente, por cuanto todavía no se ha explicitado
suficientemente un estatuto de las Conferencias episcopales que las conciba
como sujetos de atribuciones concretas, incluyendo también alguna auténtica
autoridad doctrinal.[37] Una excesiva centralización, más que ayudar, complica
la vida de la Iglesia y su dinámica misionera.
33. La pastoral en
clave de misión pretende abandonar el cómodo criterio pastoral del «siempre se
ha hecho así». Invito a todos a ser audaces y creativos en esta tarea de
repensar los objetivos, las estructuras, el estilo y los métodos
evangelizadores de las propias comunidades. Una postulación de los fines sin
una adecuada búsqueda comunitaria de los medios para alcanzarlos está condenada
a convertirse en mera fantasía. Exhorto a todos a aplicar con generosidad y
valentía las orientaciones de este documento, sin prohibiciones ni miedos. Lo
importante es no caminar solos, contar siempre con los hermanos y especialmente
con la guía de los obispos, en un sabio y realista discernimiento pastoral.
III. Desde el corazón del Evangelio
34. Si pretendemos
poner todo en clave misionera, esto también vale para el modo de comunicar el
mensaje. En el mundo de hoy, con la velocidad de las comunicaciones y la
selección interesada de contenidos que realizan los medios, el mensaje que
anunciamos corre más que nunca el riesgo de aparecer mutilado y reducido a
algunos de sus aspectos secundarios. De ahí que algunas cuestiones que forman
parte de la enseñanza moral de la Iglesia queden fuera del contexto que les da
sentido. El problema mayor se produce cuando el mensaje que anunciamos aparece
entonces identificado con esos aspectos secundarios que, sin dejar de ser
importantes, por sí solos no manifiestan el corazón del mensaje de Jesucristo.
Entonces conviene ser realistas y no dar por supuesto que nuestros
interlocutores conocen el trasfondo completo de lo que decimos o que pueden
conectar nuestro discurso con el núcleo esencial del Evangelio que le otorga
sentido, hermosura y atractivo.
35. Una pastoral en
clave misionera no se obsesiona por la transmisión desarticulada de una
multitud de doctrinas que se intenta imponer a fuerza de insistencia. Cuando se
asume un objetivo pastoral y un estilo misionero, que realmente llegue a todos
sin excepciones ni exclusiones, el anuncio se concentra en lo esencial, que es
lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y al mismo tiempo lo más
necesario. La propuesta se simplifica, sin perder por ello profundidad y
verdad, y así se vuelve más contundente y radiante.
36. Todas las
verdades reveladas proceden de la misma fuente divina y son creídas con la
misma fe, pero algunas de ellas son más importantes por expresar más
directamente el corazón del Evangelio. En este núcleo fundamental lo que
resplandece es la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo
muerto y resucitado. En este sentido, el Concilio Vaticano II explicó que «hay
un orden o “jerarquía” en las verdades en la doctrina católica, por ser diversa
su conexión con el fundamento de la fe cristiana».[38] Esto vale tanto para los
dogmas de fe como para el conjunto de las enseñanzas de la Iglesia, e incluso
para la enseñanza moral.
37. Santo Tomás de
Aquino enseñaba que en el mensaje moral de la Iglesia también hay una
jerarquía, en las virtudes y en los actos que de ellas proceden.[39] Allí lo
que cuenta es ante todo «la fe que se hace activa por la caridad» (Ga 5,6). Las
obras de amor al prójimo son la manifestación externa más perfecta de la gracia
interior del Espíritu: «La principalidad de la ley nueva está en la gracia del
Espíritu Santo, que se manifiesta en la fe que obra por el amor».[40] Por ello
explica que, en cuanto al obrar exterior, la misericordia es la mayor de todas
las virtudes: «En sí misma la misericordia es la más grande de las virtudes, ya
que a ella pertenece volcarse en otros y, más aún, socorrer sus deficiencias.
Esto es peculiar del superior, y por eso se tiene como propio de Dios tener
misericordia, en la cual resplandece su omnipotencia de modo máximo».[41]
38. Es importante
sacar las consecuencias pastorales de la enseñanza conciliar, que recoge una
antigua convicción de la Iglesia. Ante todo hay que decir que en el anuncio del
Evangelio es necesario que haya una adecuada proporción. Ésta se advierte en la
frecuencia con la cual se mencionan algunos temas y en los acentos que se ponen
en la predicación. Por ejemplo, si un párroco a lo largo de un año litúrgico
habla diez veces sobre la templanza y sólo dos o tres veces sobre la caridad o
la justicia, se produce una desproporción donde las que se ensombrecen son
precisamente aquellas virtudes que deberían estar más presentes en la
predicación y en la catequesis. Lo mismo sucede cuando se habla más de la ley
que de la gracia, más de la Iglesia que de Jesucristo, más del Papa que de la
Palabra de Dios.
39. Así como la
organicidad entre las virtudes impide excluir alguna de ellas del ideal
cristiano, ninguna verdad es negada. No hay que mutilar la integralidad del
mensaje del Evangelio. Es más, cada verdad se comprende mejor si se la pone en
relación con la armoniosa totalidad del mensaje cristiano, y en ese contexto
todas las verdades tienen su importancia y se iluminan unas a otras. Cuando la predicación
es fiel al Evangelio, se manifiesta con claridad la centralidad de algunas
verdades y queda claro que la predicación moral cristiana no es una ética
estoica, es más que una ascesis, no es una mera filosofía práctica ni un
catálogo de pecados y errores. El Evangelio invita ante todo a responder al
Dios amante que nos salva, reconociéndolo en los demás y saliendo de nosotros
mismos para buscar el bien de todos. ¡Esa invitación en ninguna circunstancia
se debe ensombrecer! Todas las virtudes están al servicio de esta respuesta de
amor. Si esa invitación no brilla con fuerza y atractivo, el edificio moral de
la Iglesia corre el riesgo de convertirse en un castillo de naipes, y allí está
nuestro peor peligro. Porque no será propiamente el Evangelio lo que se
anuncie, sino algunos acentos doctrinales o morales que proceden de
determinadas opciones ideológicas. El mensaje correrá el riesgo de perder su
frescura y dejará de tener «olor a Evangelio».
IV. La misión que se
encarna en los límites humanos
40. La Iglesia, que
es discípula misionera, necesita crecer en su interpretación de la Palabra
revelada y en su comprensión de la verdad. La tarea de los exégetas y de los
teólogos ayuda a «madurar el juicio de la Iglesia».[42] De otro modo también lo
hacen las demás ciencias. Refiriéndose a las ciencias sociales, por ejemplo,
Juan Pablo II ha dicho que la Iglesia presta atención a sus aportes «para sacar
indicaciones concretas que le ayuden a desempeñar su misión de Magisterio».[43]
Además, en el seno de la Iglesia hay innumerables cuestiones acerca de las
cuales se investiga y se reflexiona con amplia libertad. Las distintas líneas
de pensamiento filosófico, teológico y pastoral, si se dejan armonizar por el
Espíritu en el respeto y el amor, también pueden hacer crecer a la Iglesia, ya
que ayudan a explicitar mejor el riquísimo tesoro de la Palabra. A quienes
sueñan con una doctrina monolítica defendida por todos sin matices, esto puede
parecerles una imperfecta dispersión. Pero la realidad es que esa variedad ayuda
a que se manifiesten y desarrollen mejor los diversos aspectos de la inagotable
riqueza del Evangelio.[44]
41. Al mismo tiempo,
los enormes y veloces cambios culturales requieren que prestemos una constante
atención para intentar expresar las verdades de siempre en un lenguaje que
permita advertir su permanente novedad. Pues en el depósito de la doctrina
cristiana «una cosa es la substancia […] y otra la manera de formular su
expresión».[45] A veces, escuchando un lenguaje completamente ortodoxo, lo que
los fieles reciben, debido al lenguaje que ellos utilizan y comprenden, es algo
que no responde al verdadero Evangelio de Jesucristo. Con la santa intención de
comunicarles la verdad sobre Dios y sobre el ser humano, en algunas ocasiones
les damos un falso dios o un ideal humano que no es verdaderamente cristiano.
De ese modo, somos fieles a una formulación, pero no entregamos la substancia.
Ése es el riesgo más grave. Recordemos que «la expresión de la verdad puede ser
multiforme, y la renovación de las formas de expresión se hace necesaria para
transmitir al hombre de hoy el mensaje evangélico en su inmutable
significado».[46]
42. Esto tiene una
gran incidencia en el anuncio del Evangelio si de verdad tenemos el propósito
de que su belleza pueda ser mejor percibida y acogida por todos. De cualquier
modo, nunca podremos convertir las enseñanzas de la Iglesia en algo fácilmente
comprendido y felizmente valorado por todos. La fe siempre conserva un aspecto
de cruz, alguna oscuridad que no le quita la firmeza de su adhesión. Hay cosas
que sólo se comprenden y valoran desde esa adhesión que es hermana del amor,
más allá de la claridad con que puedan percibirse las razones y argumentos. Por
ello, cabe recordar que todo adoctrinamiento ha de situarse en la actitud
evangelizadora que despierte la adhesión del corazón con la cercanía, el amor y
el testimonio.
43. En su constante
discernimiento, la Iglesia también puede llegar a reconocer costumbres propias
no directamente ligadas al núcleo del Evangelio, algunas muy arraigadas a lo
largo de la historia, que hoy ya no son interpretadas de la misma manera y cuyo
mensaje no suele ser percibido adecuadamente. Pueden ser bellas, pero ahora no
prestan el mismo servicio en orden a la transmisión del Evangelio. No tengamos
miedo de revisarlas. Del mismo modo, hay normas o preceptos eclesiales que
pueden haber sido muy eficaces en otras épocas pero que ya no tienen la misma
fuerza educativa como cauces de vida. Santo Tomás de Aquino destacaba que los
preceptos dados por Cristo y los Apóstoles al Pueblo de Dios «son
poquísimos».[47] Citando a san Agustín, advertía que los preceptos añadidos por
la Iglesia posteriormente deben exigirse con moderación «para no hacer pesada
la vida a los fieles» y convertir nuestra religión en una esclavitud, cuando
«la misericordia de Dios quiso que fuera libre».[48] Esta advertencia, hecha
varios siglos atrás, tiene una tremenda actualidad. Debería ser uno de los
criterios a considerar a la hora de pensar una reforma de la Iglesia y de su
predicación que permita realmente llegar a todos.
44. Por otra parte,
tanto los Pastores como todos los fieles que acompañen a sus hermanos en la fe
o en un camino de apertura a Dios, no pueden olvidar lo que con tanta claridad
enseña el Catecismo de la Iglesia católica: «La imputabilidad y la
responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas a
causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos,
los afectos desordenados y otros factores psíquicos o sociales».[49]
Por lo tanto, sin
disminuir el valor del ideal evangélico, hay que acompañar con misericordia y
paciencia las etapas posibles de crecimiento de las personas que se van
construyendo día a día.[50] A los sacerdotes les recuerdo que el confesionario
no debe ser una sala de torturas sino el lugar de la misericordia del Señor que
nos estimula a hacer el bien posible. Un pequeño paso, en medio de grandes
límites humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida exteriormente
correcta de quien transcurre sus días sin enfrentar importantes dificultades. A
todos debe llegar el consuelo y el estímulo del amor salvífico de Dios, que
obra misteriosamente en cada persona, más allá de sus defectos y caídas.
45. Vemos así que la
tarea evangelizadora se mueve entre los límites del lenguaje y de las
circunstancias. Procura siempre comunicar mejor la verdad del Evangelio en un
contexto determinado, sin renunciar a la verdad, al bien y a la luz que pueda
aportar cuando la perfección no es posible. Un corazón misionero sabe de esos
límites y se hace «débil con los débiles […] todo para todos» (1 Co 9,22).
Nunca se encierra, nunca se repliega en sus seguridades, nunca opta por la
rigidez autodefensiva. Sabe que él mismo tiene que crecer en la comprensión del
Evangelio y en el discernimiento de los senderos del Espíritu, y entonces no
renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del
camino.
V. Una madre de
corazón abierto
46. La Iglesia «en
salida» es una Iglesia con las puertas abiertas. Salir hacia los demás para
llegar a las periferias humanas no implica correr hacia el mundo sin rumbo y
sin sentido. Muchas veces es más bien detener el paso, dejar de lado la
ansiedad para mirar a los ojos y escuchar, o renunciar a las urgencias para
acompañar al que se quedó al costado del camino. A veces es como el padre del
hijo pródigo, que se queda con las puertas abiertas para que, cuando regrese,
pueda entrar sin dificultad.
47. La Iglesia está
llamada a ser siempre la casa abierta del Padre. Uno de los signos concretos de
esa apertura es tener templos con las puertas abiertas en todas partes. De ese
modo, si alguien quiere seguir una moción del Espíritu y se acerca buscando a
Dios, no se encontrará con la frialdad de unas puertas cerradas. Pero hay otras
puertas que tampoco se deben cerrar. Todos pueden participar de alguna manera
en la vida eclesial, todos pueden integrar la comunidad, y tampoco las puertas
de los sacramentos deberían cerrarse por una razón cualquiera. Esto vale sobre
todo cuando se trata de ese sacramento que es «la puerta», el Bautismo. La
Eucaristía, si bien constituye la plenitud de la vida sacramental, no es un
premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los
débiles.[51] Estas convicciones también tienen consecuencias pastorales que
estamos llamados a considerar con prudencia y audacia. A menudo nos comportamos
como controladores de la gracia y no como facilitadores. Pero la Iglesia no es
una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a
cuestas.
48. Si la Iglesia
entera asume este dinamismo misionero, debe llegar a todos, sin excepciones.
Pero ¿a quiénes debería privilegiar? Cuando uno lee el Evangelio, se encuentra
con una orientación contundente: no tanto a los amigos y vecinos ricos sino
sobre todo a los pobres y enfermos, a esos que suelen ser despreciados y
olvidados, a aquellos que «no tienen con qué recompensarte» (Lc 14,14). No
deben quedar dudas ni caben explicaciones que debiliten este mensaje tan claro.
Hoy y siempre, «los pobres son los destinatarios privilegiados del
Evangelio»,[52] y la evangelización dirigida gratuitamente a ellos es signo del
Reino que Jesús vino a traer. Hay que decir sin vueltas que existe un vínculo
inseparable entre nuestra fe y los pobres. Nunca los dejemos solos.
49. Salgamos,
salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo. Repito aquí para toda la
Iglesia lo que muchas veces he dicho a los sacerdotes y laicos de Buenos Aires:
prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes
que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las
propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que
termine clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos. Si algo debe
inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos
nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con
Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de
sentido y de vida. Más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el
temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las
normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos
tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin
cansarse: «¡Dadles vosotros de comer!» (Mc 6,37).
CAPÍTULO SEGUNDO
EN LA CRISIS DEL
COMPROMISO COMUNITARIO
50. Antes de hablar
acerca de algunas cuestiones fundamentales relacionadas con la acción evangelizadora,
conviene recordar brevemente cuál es el contexto en el cual nos toca vivir y
actuar. Hoy suele hablarse de un «exceso de diagnóstico» que no siempre está
acompañado de propuestas superadoras y realmente aplicables. Por otra parte,
tampoco nos serviría una mirada puramente sociológica, que podría tener
pretensiones de abarcar toda la realidad con su metodología de una manera
supuestamente neutra y aséptica. Lo que quiero ofrecer va más bien en la línea
de un discernimiento evangélico. Es la mirada del discípulo misionero, que se
«alimenta a la luz y con la fuerza del Espíritu Santo».[53]
51. No es función del
Papa ofrecer un análisis detallado y completo sobre la realidad contemporánea,
pero aliento a todas las comunidades a una «siempre vigilante capacidad de
estudiar los signos de los tiempos».[54] Se trata de una responsabilidad grave,
ya que algunas realidades del presente, si no son bien resueltas, pueden
desencadenar procesos de deshumanización difíciles de revertir más adelante. Es
preciso esclarecer aquello que pueda ser un fruto del Reino y también aquello
que atenta contra el proyecto de Dios. Esto implica no sólo reconocer e
interpretar las mociones del buen espíritu y del malo, sino –y aquí radica lo
decisivo– elegir las del buen espíritu y rechazar las del malo. Doy por
supuestos los diversos análisis que ofrecieron otros documentos del Magisterio
universal, así como los que han propuesto los episcopados regionales y
nacionales. En esta Exhortación sólo pretendo detenerme brevemente, con una
mirada pastoral, en algunos aspectos de la realidad que pueden detener o
debilitar los dinamismos de renovación misionera de la Iglesia, sea porque
afectan a la vida y a la dignidad del Pueblo de Dios, sea porque inciden
también en los sujetos que participan de un modo más directo en las
instituciones eclesiales y en tareas evangelizadoras.
I. Algunos desafíos
del mundo actual
52. La humanidad vive
en este momento un giro histórico, que podemos ver en los adelantos que se
producen en diversos campos. Son de alabar los avances que contribuyen al
bienestar de la gente, como, por ejemplo, en el ámbito de la salud, de la
educación y de la comunicación. Sin embargo, no podemos olvidar que la mayoría
de los hombres y mujeres de nuestro tiempo vive precariamente el día a día, con
consecuencias funestas. Algunas patologías van en aumento. El miedo y la
desesperación se apoderan del corazón de numerosas personas, incluso en los
llamados países ricos. La alegría de vivir frecuentemente se apaga, la falta de
respeto y la violencia crecen, la inequidad es cada vez más patente. Hay que
luchar para vivir y, a menudo, para vivir con poca dignidad. Este cambio de
época se ha generado por los enormes saltos cualitativos, cuantitativos,
acelerados y acumulativos que se dan en el desarrollo científico, en las
innovaciones tecnológicas y en sus veloces aplicaciones en distintos campos de
la naturaleza y de la vida. Estamos en la era del conocimiento y la
información, fuente de nuevas formas de un poder muchas veces anónimo.
No a una economía de
la exclusión
53. Así como el
mandamiento de «no matar» pone un límite claro para asegurar el valor de la
vida humana, hoy tenemos que decir «no a una economía de la exclusión y la
inequidad». Esa economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de
frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos
en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando
hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del juego de
la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más
débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se
ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida. Se
considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar
y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del «descarte» que, además, se
promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la
opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz
la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella
abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no
son «explotados» sino desechos, «sobrantes».
54. En este contexto,
algunos todavía defienden las teorías del «derrame», que suponen que todo
crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar
por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que
jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua
en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos
sacralizados del sistema económico imperante. Mientras tanto, los excluidos
siguen esperando. Para poder sostener un estilo de vida que excluye a otros, o
para poder entusiasmarse con ese ideal egoísta, se ha desarrollado una
globalización de la indiferencia. Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces
de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama
de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad
ajena que no nos incumbe. La cultura del bienestar nos anestesia y perdemos la
calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas
esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo
que de ninguna manera nos altera.
No a la nueva
idolatría del dinero
55. Una de las causas
de esta situación se encuentra en la relación que hemos establecido con el
dinero, ya que aceptamos pacíficamente su predominio sobre nosotros y nuestras
sociedades. La crisis financiera que atravesamos nos hace olvidar que en su
origen hay una profunda crisis antropológica: ¡la negación de la primacía del
ser humano! Hemos creado nuevos ídolos. La adoración del antiguo becerro de oro
(cf. Ex 32,1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo
del dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin un objetivo
verdaderamente humano. La crisis mundial que afecta a las finanzas y a la
economía pone de manifiesto sus desequilibrios y, sobre todo, la grave carencia
de su orientación antropológica que reduce al ser humano a una sola de sus
necesidades: el consumo.
56. Mientras las
ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan
cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz. Este desequilibrio
proviene de ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la
especulación financiera. De ahí que nieguen el derecho de control de los
Estados, encargados de velar por el bien común. Se instaura una nueva tiranía
invisible, a veces virtual, que impone, de forma unilateral e implacable, sus
leyes y sus reglas. Además, la deuda y sus intereses alejan a los países de las
posibilidades viables de su economía y a los ciudadanos de su poder adquisitivo
real. A todo ello se añade una corrupción ramificada y una evasión fiscal
egoísta, que han asumido dimensiones mundiales. El afán de poder y de tener no
conoce límites. En este sistema, que tiende a fagocitarlo todo en orden a
acrecentar beneficios, cualquier cosa que sea frágil, como el medio ambiente,
queda indefensa ante los intereses del mercado divinizado, convertidos en regla
absoluta.
No a un dinero que
gobierna en lugar de servir
57. Tras esta actitud
se esconde el rechazo de la ética y el rechazo de Dios. La ética suele ser
mirada con cierto desprecio burlón. Se considera contraproducente, demasiado
humana, porque relativiza el dinero y el poder. Se la siente como una amenaza,
pues condena la manipulación y la degradación de la persona. En definitiva, la
ética lleva a un Dios que espera una respuesta comprometida que está fuera de
las categorías del mercado. Para éstas, si son absolutizadas, Dios es
incontrolable, inmanejable, incluso peligroso, por llamar al ser humano a su
plena realización y a la independencia de cualquier tipo de esclavitud. La
ética –una ética no ideologizada– permite crear un equilibrio y un orden social
más humano. En este sentido, animo a los expertos financieros y a los
gobernantes de los países a considerar las palabras de un sabio de la
antigüedad: «No compartir con los pobres los propios bienes es robarles y
quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos, sino suyos».[55]
58. Una reforma
financiera que no ignore la ética requeriría un cambio de actitud enérgico por
parte de los dirigentes políticos, a quienes exhorto a afrontar este reto con
determinación y visión de futuro, sin ignorar, por supuesto, la especificidad
de cada contexto. ¡El dinero debe servir y no gobernar! El Papa ama a todos,
ricos y pobres, pero tiene la obligación, en nombre de Cristo, de recordar que
los ricos deben ayudar a los pobres, respetarlos, promocionarlos. Os exhorto a
la solidaridad desinteresada y a una vuelta de la economía y las finanzas a una
ética en favor del ser humano.
No a la inequidad que
genera violencia
59. Hoy en muchas
partes se reclama mayor seguridad. Pero hasta que no se reviertan la exclusión
y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos será
imposible erradicar la violencia. Se acusa de la violencia a los pobres y a los
pueblos pobres pero, sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de
agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano
provocará su explosión. Cuando la sociedad –local, nacional o mundial– abandona
en la periferia una parte de sí misma, no habrá programas políticos ni recursos
policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la
tranquilidad. Esto no sucede solamente porque la inequidad provoca la reacción
violenta de los excluidos del sistema, sino porque el sistema social y
económico es injusto en su raíz. Así como el bien tiende a comunicarse, el mal
consentido, que es la injusticia, tiende a expandir su potencia dañina y a
socavar silenciosamente las bases de cualquier sistema político y social por
más sólido que parezca. Si cada acción tiene consecuencias, un mal enquistado
en las estructuras de una sociedad tiene siempre un potencial de disolución y
de muerte. Es el mal cristalizado en estructuras sociales injustas, a partir
del cual no puede esperarse un futuro mejor. Estamos lejos del llamado «fin de
la historia», ya que las condiciones de un desarrollo sostenible y en paz
todavía no están adecuadamente planteadas y realizadas.
60. Los mecanismos de
la economía actual promueven una exacerbación del consumo, pero resulta que el
consumismo desenfrenado unido a la inequidad es doblemente dañino del tejido
social. Así la inequidad genera tarde o temprano una violencia que las carreras
armamentistas no resuelven ni resolverán jamás. Sólo sirven para pretender
engañar a los que reclaman mayor seguridad, como si hoy no supiéramos que las
armas y la represión violenta, más que aportar soluciones, crean nuevos y
peores conflictos. Algunos simplemente se regodean culpando a los pobres y a
los países pobres de sus propios males, con indebidas generalizaciones, y
pretenden encontrar la solución en una «educación» que los tranquilice y los
convierta en seres domesticados e inofensivos. Esto se vuelve todavía más
irritante si los excluidos ven crecer ese cáncer social que es la corrupción
profundamente arraigada en muchos países –en sus gobiernos, empresarios e
instituciones– cualquiera que sea la ideología política de los gobernantes.
Algunos desafíos
culturales
61. Evangelizamos
también cuando tratamos de afrontar los diversos desafíos que puedan
presentarse.[56] A veces éstos se manifiestan en verdaderos ataques a la
libertad religiosa o en nuevas situaciones de persecución a los cristianos, las
cuales en algunos países han alcanzado niveles alarmantes de odio y violencia.
En muchos lugares se trata más bien de una difusa indiferencia relativista,
relacionada con el desencanto y la crisis de las ideologías que se provocó como
reacción contra todo lo que parezca totalitario. Esto no perjudica sólo a la
Iglesia, sino a la vida social en general. Reconozcamos que una cultura, en la
cual cada uno quiere ser el portador de una propia verdad subjetiva, vuelve
difícil que los ciudadanos deseen integrar un proyecto común más allá de los
beneficios y deseos personales.
62. En la cultura
predominante, el primer lugar está ocupado por lo exterior, lo inmediato, lo
visible, lo rápido, lo superficial, lo provisorio. Lo real cede el lugar a la
apariencia. En muchos países, la globalización ha significado un acelerado
deterioro de las raíces culturales con la invasión de tendencias pertenecientes
a otras culturas, económicamente desarrolladas pero éticamente debilitadas. Así
lo han manifestado en distintos Sínodos los Obispos de varios continentes. Los
Obispos africanos, por ejemplo, retomando la Encíclica Sollicitudo rei
socialis, señalaron años atrás que muchas veces se quiere convertir a los
países de África en simples «piezas de un mecanismo y de un engranaje
gigantesco. Esto sucede a menudo en el campo de los medios de comunicación
social, los cuales, al estar dirigidos mayormente por centros de la parte Norte
del mundo, no siempre tienen en la debida consideración las prioridades y los
problemas propios de estos países, ni respetan su fisonomía cultural».[57]
Igualmente, los Obispos de Asia «subrayaron los influjos que desde el exterior
se ejercen sobre las culturas asiáticas. Están apareciendo nuevas formas de
conducta, que son resultado de una excesiva exposición a los medios de
comunicación social […] Eso tiene como consecuencia que los aspectos negativos
de las industrias de los medios de comunicación y de entretenimiento ponen en
peligro los valores tradicionales».[58]
63. La fe católica de
muchos pueblos se enfrenta hoy con el desafío de la proliferación de nuevos
movimientos religiosos, algunos tendientes al fundamentalismo y otros que
parecen proponer una espiritualidad sin Dios. Esto es, por una parte, el
resultado de una reacción humana frente a la sociedad materialista, consumista
e individualista y, por otra parte, un aprovechamiento de las carencias de la
población que vive en las periferias y zonas empobrecidas, que sobrevive en
medio de grandes dolores humanos y busca soluciones inmediatas para sus
necesidades. Estos movimientos religiosos, que se caracterizan por su sutil
penetración, vienen a llenar, dentro del individualismo imperante, un vacío dejado
por el racionalismo secularista. Además, es necesario que reconozcamos que, si
parte de nuestro pueblo bautizado no experimenta su pertenencia a la Iglesia,
se debe también a la existencia de unas estructuras y a un clima poco
acogedores en algunas de nuestras parroquias y comunidades, o a una actitud
burocrática para dar respuesta a los problemas, simples o complejos, de la vida
de nuestros pueblos. En muchas partes hay un predominio de lo administrativo
sobre lo pastoral, así como una sacramentalización sin otras formas de
evangelización.
64. El proceso de
secularización tiende a reducir la fe y la Iglesia al ámbito de lo privado y de
lo íntimo. Además, al negar toda trascendencia, ha producido una creciente
deformación ética, un debilitamiento del sentido del pecado personal y social y
un progresivo aumento del relativismo, que ocasionan una desorientación
generalizada, especialmente en la etapa de la adolescencia y la juventud, tan
vulnerable a los cambios. Como bien indican los Obispos de Estados Unidos de
América, mientras la Iglesia insiste en la existencia de normas morales
objetivas, válidas para todos, «hay quienes presentan esta enseñanza como
injusta, esto es, como opuesta a los derechos humanos básicos. Tales alegatos
suelen provenir de una forma de relativismo moral que está unida, no sin
inconsistencia, a una creencia en los derechos absolutos de los individuos. En
este punto de vista se percibe a la Iglesia como si promoviera un prejuicio
particular y como si interfiriera con la libertad individual».[59] Vivimos en
una sociedad de la información que nos satura indiscriminadamente de datos,
todos en el mismo nivel, y termina llevándonos a una tremenda superficialidad a
la hora de plantear las cuestiones morales. Por consiguiente, se vuelve
necesaria una educación que enseñe a pensar críticamente y que ofrezca un
camino de maduración en valores.
65. A pesar de toda
la corriente secularista que invade las sociedades, en muchos países -aun donde
el cristianismo es minoría- la Iglesia católica es una institución creíble ante
la opinión pública, confiable en lo que respecta al ámbito de la solidaridad y
de la preocupación por los más carenciados. En repetidas ocasiones ha servido
de mediadora en favor de la solución de problemas que afectan a la paz, la
concordia, la tierra, la defensa de la vida, los derechos humanos y ciudadanos,
etc. ¡Y cuánto aportan las escuelas y universidades católicas en todo el mundo!
Es muy bueno que así sea. Pero nos cuesta mostrar que, cuando planteamos otras
cuestiones que despiertan menor aceptación pública, lo hacemos por fidelidad a
las mismas convicciones sobre la dignidad humana y el bien común.
66. La familia
atraviesa una crisis cultural profunda, como todas las comunidades y vínculos
sociales. En el caso de la familia, la fragilidad de los vínculos se vuelve
especialmente grave porque se trata de la célula básica de la sociedad, el
lugar donde se aprende a convivir en la diferencia y a pertenecer a otros y
donde los padres transmiten la fe a sus hijos. El matrimonio tiende a ser visto
como una mera forma de gratificación afectiva que puede constituirse de
cualquier manera y modificarse de acuerdo con la sensibilidad de cada uno. Pero
el aporte indispensable del matrimonio a la sociedad supera el nivel de la emotividad
y el de las necesidades circunstanciales de la pareja. Como enseñan los Obispos
franceses, no procede «del sentimiento amoroso, efímero por definición, sino de
la profundidad del compromiso asumido por los esposos que aceptan entrar en una
unión de vida total».[60]
67. El individualismo
posmoderno y globalizado favorece un estilo de vida que debilita el desarrollo
y la estabilidad de los vínculos entre las personas, y que desnaturaliza los
vínculos familiares. La acción pastoral debe mostrar mejor todavía que la
relación con nuestro Padre exige y alienta una comunión que sane, promueva y
afiance los vínculos interpersonales. Mientras en el mundo, especialmente en
algunos países, reaparecen diversas formas de guerras y enfrentamientos, los
cristianos insistimos en nuestra propuesta de reconocer al otro, de sanar las
heridas, de construir puentes, de estrechar lazos y de ayudarnos «mutuamente a
llevar las cargas» (Ga 6,2). Por otra parte, hoy surgen muchas formas de
asociación para la defensa de derechos y para la consecución de nobles
objetivos. Así se manifiesta una sed de participación de numerosos ciudadanos
que quieren ser constructores del desarrollo social y cultural.
Desafíos de la
inculturación de la fe
68. El substrato
cristiano de algunos pueblos –sobre todo occidentales– es una realidad viva.
Allí encontramos, especialmente en los más necesitados, una reserva moral que
guarda valores de auténtico humanismo cristiano. Una mirada de fe sobre la
realidad no puede dejar de reconocer lo que siembra el Espíritu Santo. Sería
desconfiar de su acción libre y generosa pensar que no hay auténticos valores
cristianos donde una gran parte de la población ha recibido el Bautismo y
expresa su fe y su solidaridad fraterna de múltiples maneras. Allí hay que reconocer
mucho más que unas «semillas del Verbo», ya que se trata de una auténtica fe
católica con modos propios de expresión y de pertenencia a la Iglesia. No
conviene ignorar la tremenda importancia que tiene una cultura marcada por la
fe, porque esa cultura evangelizada, más allá de sus límites, tiene muchos más
recursos que una mera suma de creyentes frente a los embates del secularismo
actual. Una cultura popular evangelizada contiene valores de fe y de
solidaridad que pueden provocar el desarrollo de una sociedad más justa y
creyente, y posee una sabiduría peculiar que hay que saber reconocer con una
mirada agradecida.
69. Es imperiosa la
necesidad de evangelizar las culturas para inculturar el Evangelio. En los
países de tradición católica se tratará de acompañar, cuidar y fortalecer la
riqueza que ya existe, y en los países de otras tradiciones religiosas o
profundamente secularizados se tratará de procurar nuevos procesos de
evangelización de la cultura, aunque supongan proyectos a muy largo plazo. No
podemos, sin embargo, desconocer que siempre hay un llamado al crecimiento.
Toda cultura y todo grupo social necesitan purificación y maduración. En el
caso de las culturas populares de pueblos católicos, podemos reconocer algunas
debilidades que todavía deben ser sanadas por el Evangelio: el machismo, el
alcoholismo, la violencia doméstica, una escasa participación en la Eucaristía,
creencias fatalistas o supersticiosas que hacen recurrir a la brujería, etc.
Pero es precisamente la piedad popular el mejor punto de partida para sanarlas
y liberarlas.
70. También es cierto
que a veces el acento, más que en el impulso de la piedad cristiana, se coloca
en formas exteriores de tradiciones de ciertos grupos, o en supuestas
revelaciones privadas que se absolutizan. Hay cierto cristianismo de
devociones, propio de una vivencia individual y sentimental de la fe, que en
realidad no responde a una auténtica «piedad popular». Algunos promueven estas
expresiones sin preocuparse por la promoción social y la formación de los
fieles, y en ciertos casos lo hacen para obtener beneficios económicos o algún
poder sobre los demás. Tampoco podemos ignorar que en las últimas décadas se ha
producido una ruptura en la transmisión generacional de la fe cristiana en el
pueblo católico. Es innegable que muchos se sienten desencantados y dejan de
identificarse con la tradición católica, que son más los padres que no bautizan
a sus hijos y no les enseñan a rezar, y que hay un cierto éxodo hacia otras
comunidades de fe. Algunas causas de esta ruptura son: la falta de espacios de
diálogo familiar, la influencia de los medios de comunicación, el subjetivismo
relativista, el consumismo desenfrenado que alienta el mercado, la falta de
acompañamiento pastoral a los más pobres, la ausencia de una acogida cordial en
nuestras instituciones, y nuestra dificultad para recrear la adhesión mística
de la fe en un escenario religioso plural.
Desafíos de las
culturas urbanas
71. La nueva
Jerusalén, la Ciudad santa (cf. Ap 21,2-4), es el destino hacia donde peregrina
toda la humanidad. Es llamativo que la revelación nos diga que la plenitud de
la humanidad y de la historia se realiza en una ciudad. Necesitamos reconocer
la ciudad desde una mirada contemplativa, esto es, una mirada de fe que
descubra al Dios que habita en sus hogares, en sus calles, en sus plazas. La
presencia de Dios acompaña las búsquedas sinceras que personas y grupos
realizan para encontrar apoyo y sentido a sus vidas. Él vive entre los
ciudadanos promoviendo la solidaridad, la fraternidad, el deseo de bien, de
verdad, de justicia. Esa presencia no debe ser fabricada sino descubierta,
develada. Dios no se oculta a aquellos que lo buscan con un corazón sincero,
aunque lo hagan a tientas, de manera imprecisa y difusa.
72. En la ciudad, lo
religioso está mediado por diferentes estilos de vida, por costumbres asociadas
a un sentido de lo temporal, de lo territorial y de las relaciones, que difiere
del estilo de los habitantes rurales. En sus vidas cotidianas los ciudadanos
muchas veces luchan por sobrevivir, y en esas luchas se esconde un sentido
profundo de la existencia que suele entrañar también un hondo sentido
religioso. Necesitamos contemplarlo para lograr un diálogo como el que el Señor
desarrolló con la samaritana, junto al pozo, donde ella buscaba saciar su sed
(cf. Jn 4,7-26).
73. Nuevas culturas
continúan gestándose en estas enormes geografías humanas en las que el
cristiano ya no suele ser promotor o generador de sentido, sino que recibe de
ellas otros lenguajes, símbolos, mensajes y paradigmas que ofrecen nuevas
orientaciones de vida, frecuentemente en contraste con el Evangelio de Jesús.
Una cultura inédita late y se elabora en la ciudad. El Sínodo ha constatado que
hoy las transformaciones de esas grandes áreas y la cultura que expresan son un
lugar privilegiado de la nueva evangelización.[61] Esto requiere imaginar
espacios de oración y de comunión con características novedosas, más atractivas
y significativas para los habitantes urbanos. Los ambientes rurales, por la
influencia de los medios de comunicación de masas, no están ajenos a estas
transformaciones culturales que también operan cambios significativos en sus
modos de vida.
74. Se impone una
evangelización que ilumine los nuevos modos de relación con Dios, con los otros
y con el espacio, y que suscite los valores fundamentales. Es necesario llegar
allí donde se gestan los nuevos relatos y paradigmas, alcanzar con la Palabra
de Jesús los núcleos más profundos del alma de las ciudades. No hay que olvidar
que la ciudad es un ámbito multicultural. En las grandes urbes puede observarse
un entramado en el que grupos de personas comparten las mismas formas de soñar
la vida y similares imaginarios y se constituyen en nuevos sectores humanos, en
territorios culturales, en ciudades invisibles. Variadas formas culturales
conviven de hecho, pero ejercen muchas veces prácticas de segregación y de
violencia. La Iglesia está llamada a ser servidora de un difícil diálogo. Por
otra parte, aunque hay ciudadanos que consiguen los medios adecuados para el
desarrollo de la vida personal y familiar, son muchísimos los «no ciudadanos»,
los «ciudadanos a medias» o los «sobrantes urbanos». La ciudad produce una
suerte de permanente ambivalencia, porque, al mismo tiempo que ofrece a sus
ciudadanos infinitas posibilidades, también aparecen numerosas dificultades
para el pleno desarrollo de la vida de muchos. Esta contradicción provoca
sufrimientos lacerantes. En muchos lugares del mundo, las ciudades son
escenarios de protestas masivas donde miles de habitantes reclaman libertad,
participación, justicia y diversas reivindicaciones que, si no son
adecuadamente interpretadas, no podrán acallarse por la fuerza.
75. No podemos
ignorar que en las ciudades fácilmente se desarrollan el tráfico de drogas y de
personas, el abuso y la explotación de menores, el abandono de ancianos y
enfermos, varias formas de corrupción y de crimen. Al mismo tiempo, lo que
podría ser un precioso espacio de encuentro y solidaridad, frecuentemente se
convierte en el lugar de la huida y de la desconfianza mutua. Las casas y los
barrios se construyen más para aislar y proteger que para conectar e integrar.
La proclamación del Evangelio será una base para restaurar la dignidad de la
vida humana en esos contextos, porque Jesús quiere derramar en las ciudades
vida en abundancia (cf. Jn 10,10). El sentido unitario y completo de la vida
humana que propone el Evangelio es el mejor remedio para los males urbanos,
aunque debamos advertir que un programa y un estilo uniforme e inflexible de
evangelización no son aptos para esta realidad. Pero vivir a fondo lo humano e
introducirse en el corazón de los desafíos como fermento testimonial, en
cualquier cultura, en cualquier ciudad, mejora al cristiano y fecunda la
ciudad.
II. Tentaciones de
los agentes pastorales
76. Siento una enorme
gratitud por la tarea de todos los que trabajan en la Iglesia. No quiero
detenerme ahora a exponer las actividades de los diversos agentes pastorales,
desde los obispos hasta el más sencillo y desconocido de los servicios
eclesiales. Me gustaría más bien reflexionar acerca de los desafíos que todos
ellos enfrentan en medio de la actual cultura globalizada. Pero tengo que
decir, en primer lugar y como deber de justicia, que el aporte de la Iglesia en
el mundo actual es enorme. Nuestro dolor y nuestra vergüenza por los pecados de
algunos miembros de la Iglesia, y por los propios, no deben hacer olvidar
cuántos cristianos dan la vida por amor: ayudan a tanta gente a curarse o a
morir en paz en precarios hospitales, o acompañan personas esclavizadas por
diversas adicciones en los lugares más pobres de la tierra, o se desgastan en
la educación de niños y jóvenes, o cuidan ancianos abandonados por todos, o
tratan de comunicar valores en ambientes hostiles, o se entregan de muchas
otras maneras que muestran ese inmenso amor a la humanidad que nos ha inspirado
el Dios hecho hombre. Agradezco el hermoso ejemplo que me dan tantos cristianos
que ofrecen su vida y su tiempo con alegría. Ese testimonio me hace mucho bien
y me sostiene en mi propio deseo de superar el egoísmo para entregarme más.
77. No obstante, como
hijos de esta época, todos nos vemos afectados de algún modo por la cultura
globalizada actual que, sin dejar de mostrarnos valores y nuevas posibilidades,
también puede limitarnos, condicionarnos e incluso enfermarnos. Reconozco que
necesitamos crear espacios motivadores y sanadores para los agentes pastorales,
«lugares donde regenerar la propia fe en Jesús crucificado y resucitado, donde
compartir las propias preguntas más profundas y las preocupaciones cotidianas,
donde discernir en profundidad con criterios evangélicos sobre la propia
existencia y experiencia, con la finalidad de orientar al bien y a la belleza
las propias elecciones individuales y sociales».[62] Al mismo tiempo, quiero
llamar la atención sobre algunas tentaciones que particularmente hoy afectan a
los agentes pastorales.
Sí al desafío de una
espiritualidad misionera
78. Hoy se puede
advertir en muchos agentes pastorales, incluso en personas consagradas, una
preocupación exacerbada por los espacios personales de autonomía y de
distensión, que lleva a vivir las tareas como un mero apéndice de la vida, como
si no fueran parte de la propia identidad. Al mismo tiempo, la vida espiritual
se confunde con algunos momentos religiosos que brindan cierto alivio pero que
no alimentan el encuentro con los demás, el compromiso en el mundo, la pasión
evangelizadora. Así, pueden advertirse en muchos agentes evangelizadores,
aunque oren, una acentuación del individualismo, una crisis de identidad y una
caída del fervor. Son tres males que se alimentan entre sí.
79. La cultura
mediática y algunos ambientes intelectuales a veces transmiten una marcada
desconfianza hacia el mensaje de la Iglesia, y un cierto desencanto. Como
consecuencia, aunque recen, muchos agentes pastorales desarrollan una especie
de complejo de inferioridad que les lleva a relativizar u ocultar su identidad
cristiana y sus convicciones. Se produce entonces un círculo vicioso, porque
así no son felices con lo que son y con lo que hacen, no se sienten
identificados con su misión evangelizadora, y esto debilita la entrega.
Terminan ahogando su alegría misionera en una especie de obsesión por ser como
todos y por tener lo que poseen los demás. Así, las tareas evangelizadoras se
vuelven forzadas y se dedican a ellas pocos esfuerzos y un tiempo muy limitado.
80. Se desarrolla en
los agentes pastorales, más allá del estilo espiritual o la línea de
pensamiento que puedan tener, un relativismo todavía más peligroso que el
doctrinal. Tiene que ver con las opciones más profundas y sinceras que
determinan una forma de vida. Este relativismo práctico es actuar como si Dios
no existiera, decidir como si los pobres no existieran, soñar como si los demás
no existieran, trabajar como si quienes no recibieron el anuncio no existieran.
Llama la atención que aun quienes aparentemente poseen sólidas convicciones
doctrinales y espirituales suelen caer en un estilo de vida que los lleva a
aferrarse a seguridades económicas, o a espacios de poder y de gloria humana
que se procuran por cualquier medio, en lugar de dar la vida por los demás en
la misión. ¡No nos dejemos robar el entusiasmo misionero!
No a la acedia
egoísta
81. Cuando más
necesitamos un dinamismo misionero que lleve sal y luz al mundo, muchos laicos
sienten el temor de que alguien les invite a realizar alguna tarea apostólica,
y tratan de escapar de cualquier compromiso que les pueda quitar su tiempo
libre. Hoy se ha vuelto muy difícil, por ejemplo, conseguir catequistas
capacitados para las parroquias y que perseveren en la tarea durante varios
años. Pero algo semejante sucede con los sacerdotes, que cuidan con obsesión su
tiempo personal. Esto frecuentemente se debe a que las personas necesitan
imperiosamente preservar sus espacios de autonomía, como si una tarea
evangelizadora fuera un veneno peligroso y no una alegre respuesta al amor de
Dios que nos convoca a la misión y nos vuelve plenos y fecundos. Algunos se
resisten a probar hasta el fondo el gusto de la misión y quedan sumidos en una
acedia paralizante.
82. El problema no es
siempre el exceso de actividades, sino sobre todo las actividades mal vividas,
sin las motivaciones adecuadas, sin una espiritualidad que impregne la acción y
la haga deseable. De ahí que las tareas cansen más de lo razonable, y a veces
enfermen. No se trata de un cansancio feliz, sino tenso, pesado, insatisfecho
y, en definitiva, no aceptado. Esta acedia pastoral puede tener diversos
orígenes. Algunos caen en ella por sostener proyectos irrealizables y no vivir
con ganas lo que buenamente podrían hacer. Otros, por no aceptar la costosa
evolución de los procesos y querer que todo caiga del cielo. Otros, por
apegarse a algunos proyectos o a sueños de éxitos imaginados por su vanidad.
Otros, por perder el contacto real con el pueblo, en una despersonalización de
la pastoral que lleva a prestar más atención a la organización que a las
personas, y entonces les entusiasma más la «hoja de ruta» que la ruta misma.
Otros caen en la acedia por no saber esperar y querer dominar el ritmo de la
vida. El inmediatismo ansioso de estos tiempos hace que los agentes pastorales
no toleren fácilmente lo que signifique alguna contradicción, un aparente
fracaso, una crítica, una cruz.
83. Así se gesta la
mayor amenaza, que «es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia
en el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se
va desgastando y degenerando en mezquindad».[63] Se desarrolla la psicología de
la tumba, que poco a poco convierte a los cristianos en momias de museo.
Desilusionados con la realidad, con la Iglesia o consigo mismos, viven la
constante tentación de apegarse a una tristeza dulzona, sin esperanza, que se
apodera del corazón como «el más preciado de los elixires del demonio».[64]
Llamados a iluminar y a comunicar vida, finalmente se dejan cautivar por cosas
que sólo generan oscuridad y cansancio interior, y que apolillan el dinamismo
apostólico. Por todo esto me permito insistir: ¡No nos dejemos robar la alegría
evangelizadora!
No al pesimismo
estéril
84. La alegría del
Evangelio es esa que nada ni nadie nos podrá quitar (cf. Jn 16,22). Los males
de nuestro mundo –y los de la Iglesia– no deberían ser excusas para reducir
nuestra entrega y nuestro fervor. Mirémoslos como desafíos para crecer. Además,
la mirada creyente es capaz de reconocer la luz que siempre derrama el Espíritu
Santo en medio de la oscuridad, sin olvidar que «donde abundó el pecado
sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). Nuestra fe es desafiada a vislumbrar el vino
en que puede convertirse el agua y a descubrir el trigo que crece en medio de
la cizaña. A cincuenta años del Concilio Vaticano II, aunque nos duelan las
miserias de nuestra época y estemos lejos de optimismos ingenuos, el mayor
realismo no debe significar menor confianza en el Espíritu ni menor
generosidad. En ese sentido, podemos volver a escuchar las palabras del beato
Juan XXIII en aquella admirable jornada del 11 de octubre de 1962: «Llegan, a
veces, a nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de algunas personas
que, aun en su celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la
medida. Ellas no ven en los tiempos modernos sino prevaricación y ruina […] Nos
parece justo disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anunciar
siempre infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos estuviese
inminente. En el presente momento histórico, la Providencia nos está llevando a
un nuevo orden de relaciones humanas que, por obra misma de los hombres pero
más aún por encima de sus mismas intenciones, se encaminan al cumplimiento de
planes superiores e inesperados; pues todo, aun las humanas adversidades,
aquélla lo dispone para mayor bien de la Iglesia».[65]
85. Una de las
tentaciones más serias que ahogan el fervor y la audacia es la conciencia de
derrota que nos convierte en pesimistas quejosos y desencantados con cara de
vinagre. Nadie puede emprender una lucha si de antemano no confía plenamente en
el triunfo. El que comienza sin confiar perdió de antemano la mitad de la
batalla y entierra sus talentos. Aun con la dolorosa conciencia de las propias
fragilidades, hay que seguir adelante sin declararse vencidos, y recordar lo
que el Señor dijo a san Pablo: «Te basta mi gracia, porque mi fuerza se
manifiesta en la debilidad» (2 Co 12,9). El triunfo cristiano es siempre una
cruz, pero una cruz que al mismo tiempo es bandera de victoria, que se lleva
con una ternura combativa ante los embates del mal. El mal espíritu de la
derrota es hermano de la tentación de separar antes de tiempo el trigo de la
cizaña, producto de una desconfianza ansiosa y egocéntrica.
86. Es cierto que en
algunos lugares se produjo una «desertificación» espiritual, fruto del proyecto
de sociedades que quieren construirse sin Dios o que destruyen sus raíces
cristianas. Allí «el mundo cristiano se está haciendo estéril, y se agota como
una tierra sobreexplotada, que se convierte en arena».[66] En otros países, la
resistencia violenta al cristianismo obliga a los cristianos a vivir su fe casi
a escondidas en el país que aman. Ésta es otra forma muy dolorosa de desierto.
También la propia familia o el propio lugar de trabajo puede ser ese ambiente
árido donde hay que conservar la fe y tratar de irradiarla. Pero «precisamente
a partir de la experiencia de este desierto, de este vacío, es como podemos
descubrir nuevamente la alegría de creer, su importancia vital para nosotros,
hombres y mujeres. En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es
esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los signos de
la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma
implícita o negativa. Y en el desierto se necesitan sobre todo personas de fe
que, con su propia vida, indiquen el camino hacia la Tierra prometida y de esta
forma mantengan viva la esperanza».[67] En todo caso, allí estamos llamados a
ser personas-cántaros para dar de beber a los demás. A veces el cántaro se
convierte en una pesada cruz, pero fue precisamente en la cruz donde, traspasado,
el Señor se nos entregó como fuente de agua viva. ¡No nos dejemos robar la
esperanza!
Sí a las relaciones
nuevas que genera Jesucristo
87. Hoy, que las
redes y los instrumentos de la comunicación humana han alcanzado desarrollos
inauditos, sentimos el desafío de descubrir y transmitir la mística de vivir
juntos, de mezclarnos, de encontrarnos, de tomarnos de los brazos, de
apoyarnos, de participar de esa marea algo caótica que puede convertirse en una
verdadera experiencia de fraternidad, en una caravana solidaria, en una santa
peregrinación. De este modo, las mayores posibilidades de comunicación se
traducirán en más posibilidades de encuentro y de solidaridad entre todos. Si
pudiéramos seguir ese camino, ¡sería algo tan bueno, tan sanador, tan liberador,
tan esperanzador! Salir de sí mismo para unirse a otros hace bien. Encerrarse
en sí mismo es probar el amargo veneno de la inmanencia, y la humanidad saldrá
perdiendo con cada opción egoísta que hagamos.
88. El ideal
cristiano siempre invitará a superar la sospecha, la desconfianza permanente,
el temor a ser invadidos, las actitudes defensivas que nos impone el mundo
actual. Muchos tratan de escapar de los demás hacia la privacidad cómoda o
hacia el reducido círculo de los más íntimos, y renuncian al realismo de la
dimensión social del Evangelio. Porque, así como algunos quisieran un Cristo
puramente espiritual, sin carne y sin cruz, también se pretenden relaciones
interpersonales sólo mediadas por aparatos sofisticados, por pantallas y
sistemas que se puedan encender y apagar a voluntad. Mientras tanto, el
Evangelio nos invita siempre a correr el riesgo del encuentro con el rostro del
otro, con su presencia física que interpela, con su dolor y sus reclamos, con
su alegría que contagia en un constante cuerpo a cuerpo. La verdadera fe en el
Hijo de Dios hecho carne es inseparable del don de sí, de la pertenencia a la
comunidad, del servicio, de la reconciliación con la carne de los otros. El
Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura.
89. El aislamiento,
que es una traducción del inmanentismo, puede expresarse en una falsa autonomía
que excluye a Dios, pero puede también encontrar en lo religioso una forma de
consumismo espiritual a la medida de su individualismo enfermizo. La vuelta a
lo sagrado y las búsquedas espirituales que caracterizan a nuestra época son
fenómenos ambiguos. Más que el ateísmo, hoy se nos plantea el desafío de
responder adecuadamente a la sed de Dios de mucha gente, para que no busquen
apagarla en propuestas alienantes o en un Jesucristo sin carne y sin compromiso
con el otro. Si no encuentran en la Iglesia una espiritualidad que los sane,
los libere, los llene de vida y de paz al mismo tiempo que los convoque a la
comunión solidaria y a la fecundidad misionera, terminarán engañados por
propuestas que no humanizan ni dan gloria a Dios.
90. Las formas
propias de la religiosidad popular son encarnadas, porque han brotado de la
encarnación de la fe cristiana en una cultura popular. Por eso mismo incluyen
una relación personal, no con energías armonizadoras sino con Dios, Jesucristo,
María, un santo. Tienen carne, tienen rostros. Son aptas para alimentar
potencialidades relacionales y no tanto fugas individualistas. En otros
sectores de nuestras sociedades crece el aprecio por diversas formas de
«espiritualidad del bienestar» sin comunidad, por una «teología de la
prosperidad» sin compromisos fraternos o por experiencias subjetivas sin
rostros, que se reducen a una búsqueda interior inmanentista.
91. Un desafío
importante es mostrar que la solución nunca consistirá en escapar de una
relación personal y comprometida con Dios que al mismo tiempo nos comprometa
con los otros. Eso es lo que hoy sucede cuando los creyentes procuran
esconderse y quitarse de encima a los demás, y cuando sutilmente escapan de un
lugar a otro o de una tarea a otra, quedándose sin vínculos profundos y
estables: «Imaginatio locorum et mutatio multos fefellit».[68] Es un falso
remedio que enferma el corazón, y a veces el cuerpo. Hace falta ayudar a
reconocer que el único camino consiste en aprender a encontrarse con los demás
con la actitud adecuada, que es valorarlos y aceptarlos como compañeros de
camino, sin resistencias internas. Mejor todavía, se trata de aprender a
descubrir a Jesús en el rostro de los demás, en su voz, en sus reclamos.
También es aprender a sufrir en un abrazo con Jesús crucificado cuando
recibimos agresiones injustas o ingratitudes, sin cansarnos jamás de optar por
la fraternidad.[69]
92. Allí está la
verdadera sanación, ya que el modo de relacionarnos con los demás que realmente
nos sana en lugar de enfermarnos es una fraternidad mística, contemplativa, que
sabe mirar la grandeza sagrada del prójimo, que sabe descubrir a Dios en cada
ser humano, que sabe tolerar las molestias de la convivencia aferrándose al
amor de Dios, que sabe abrir el corazón al amor divino para buscar la felicidad
de los demás como la busca su Padre bueno. Precisamente en esta época, y
también allí donde son un «pequeño rebaño» (Lc 12,32), los discípulos del Señor
son llamados a vivir como comunidad que sea sal de la tierra y luz del mundo
(cf. Mt 5,13-16). Son llamados a dar testimonio de una pertenencia
evangelizadora de manera siempre nueva.[70] ¡No nos dejemos robar la comunidad!
No a la mundanidad
espiritual
93. La mundanidad
espiritual, que se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de
amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana
y el bienestar personal. Es lo que el Señor reprochaba a los fariseos: «¿Cómo
es posible que creáis, vosotros que os glorificáis unos a otros y no os
preocupáis por la gloria que sólo viene de Dios?» (Jn 5,44). Es un modo sutil
de buscar «sus propios intereses y no los de Cristo Jesús» (Flp 2,21). Toma
muchas formas, de acuerdo con el tipo de personas y con los estamentos en los
que se enquista. Por estar relacionada con el cuidado de la apariencia, no
siempre se conecta con pecados públicos, y por fuera todo parece correcto.
Pero, si invadiera la Iglesia, «sería infinitamente más desastrosa que
cualquiera otra mundanidad simplemente moral».[71]
94. Esta mundanidad
puede alimentarse especialmente de dos maneras profundamente emparentadas. Una
es la fascinación del gnosticismo, una fe encerrada en el subjetivismo, donde
sólo interesa una determinada experiencia o una serie de razonamientos y
conocimientos que supuestamente reconfortan e iluminan, pero en definitiva el
sujeto queda clausurado en la inmanencia de su propia razón o de sus
sentimientos. La otra es el neopelagianismo autorreferencial y prometeico de
quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores
a otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a
cierto estilo católico propio del pasado. Es una supuesta seguridad doctrinal o
disciplinaria que da lugar a un elitismo narcisista y autoritario, donde en
lugar de evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los demás, y en
lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar.
En los dos casos, ni Jesucristo ni los demás interesan verdaderamente. Son
manifestaciones de un inmanentismo antropocéntrico. No es posible imaginar que
de estas formas desvirtuadas de cristianismo pueda brotar un auténtico
dinamismo evangelizador.
95. Esta oscura
mundanidad se manifiesta en muchas actitudes aparentemente opuestas pero con la
misma pretensión de «dominar el espacio de la Iglesia». En algunos hay un
cuidado ostentoso de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia,
pero sin preocuparles que el Evangelio tenga una real inserción en el Pueblo
fiel de Dios y en las necesidades concretas de la historia. Así, la vida de la
Iglesia se convierte en una pieza de museo o en una posesión de pocos. En
otros, la misma mundanidad espiritual se esconde detrás de una fascinación por
mostrar conquistas sociales y políticas, o en una vanagloria ligada a la
gestión de asuntos prácticos, o en un embeleso por las dinámicas de autoayuda y
de realización autorreferencial. También puede traducirse en diversas formas de
mostrarse a sí mismo en una densa vida social llena de salidas, reuniones,
cenas, recepciones. O bien se despliega en un funcionalismo empresarial,
cargado de estadísticas, planificaciones y evaluaciones, donde el principal
beneficiario no es el Pueblo de Dios sino la Iglesia como organización. En
todos los casos, no lleva el sello de Cristo encarnado, crucificado y
resucitado, se encierra en grupos elitistas, no sale realmente a buscar a los
perdidos ni a las inmensas multitudes sedientas de Cristo. Ya no hay fervor
evangélico, sino el disfrute espurio de una autocomplacencia egocéntrica.
96. En este contexto,
se alimenta la vanagloria de quienes se conforman con tener algún poder y
prefieren ser generales de ejércitos derrotados antes que simples soldados de
un escuadrón que sigue luchando. ¡Cuántas veces soñamos con planes apostólicos
expansionistas, meticulosos y bien dibujados, propios de generales derrotados!
Así negamos nuestra historia de Iglesia, que es gloriosa por ser historia de
sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana, de vida deshilachada en el
servicio, de constancia en el trabajo que cansa, porque todo trabajo es «sudor
de nuestra frente». En cambio, nos entretenemos vanidosos hablando sobre «lo
que habría que hacer» –el pecado del «habriaqueísmo»– como maestros
espirituales y sabios pastorales que señalan desde afuera. Cultivamos nuestra
imaginación sin límites y perdemos contacto con la realidad sufrida de nuestro
pueblo fiel.
97. Quien ha caído en
esta mundanidad mira de arriba y de lejos, rechaza la profecía de los hermanos,
descalifica a quien lo cuestione, destaca constantemente los errores ajenos y
se obsesiona por la apariencia. Ha replegado la referencia del corazón al
horizonte cerrado de su inmanencia y sus intereses y, como consecuencia de
esto, no aprende de sus pecados ni está auténticamente abierto al perdón. Es
una tremenda corrupción con apariencia de bien. Hay que evitarla poniendo a la
Iglesia en movimiento de salida de sí, de misión centrada en Jesucristo, de
entrega a los pobres. ¡Dios nos libre de una Iglesia mundana bajo ropajes
espirituales o pastorales! Esta mundanidad asfixiante se sana tomándole el
gusto al aire puro del Espíritu Santo, que nos libera de estar centrados en
nosotros mismos, escondidos en una apariencia religiosa vacía de Dios. ¡No nos
dejemos robar el Evangelio!
No a la guerra entre
nosotros
98. Dentro del Pueblo
de Dios y en las distintas comunidades, ¡cuántas guerras! En el barrio, en el
puesto de trabajo, ¡cuántas guerras por envidias y celos, también entre
cristianos! La mundanidad espiritual lleva a algunos cristianos a estar en
guerra con otros cristianos que se interponen en su búsqueda de poder,
prestigio, placer o seguridad económica. Además, algunos dejan de vivir una
pertenencia cordial a la Iglesia por alimentar un espíritu de «internas». Más
que pertenecer a la Iglesia toda, con su rica diversidad, pertenecen a tal o
cual grupo que se siente diferente o especial.
99. El mundo está
lacerado por las guerras y la violencia, o herido por un difuso individualismo
que divide a los seres humanos y los enfrenta unos contra otros en pos del
propio bienestar. En diversos países resurgen enfrentamientos y viejas divisiones
que se creían en parte superadas. A los cristianos de todas las comunidades del
mundo, quiero pediros especialmente un testimonio de comunión fraterna que se
vuelva atractivo y resplandeciente. Que todos puedan admirar cómo os cuidáis
unos a otros, cómo os dais aliento mutuamente y cómo os acompañáis: «En esto
reconocerán que sois mis discípulos, en el amor que os tengáis unos a otros»
(Jn 13,35). Es lo que con tantos deseos pedía Jesús al Padre: «Que sean uno en
nosotros […] para que el mundo crea» (Jn 17,21). ¡Atención a la tentación de la
envidia! ¡Estamos en la misma barca y vamos hacia el mismo puerto! Pidamos la
gracia de alegrarnos con los frutos ajenos, que son de todos.
100. A los que están
heridos por divisiones históricas, les resulta difícil aceptar que los
exhortemos al perdón y la reconciliación, ya que interpretan que ignoramos su
dolor, o que pretendemos hacerles perder la memoria y los ideales. Pero si ven
el testimonio de comunidades auténticamente fraternas y reconciliadas, eso es siempre
una luz que atrae. Por ello me duele tanto comprobar cómo en algunas
comunidades cristianas, y aun entre personas consagradas, consentimos diversas
formas de odio, divisiones, calumnias, difamaciones, venganzas, celos, deseos
de imponer las propias ideas a costa de cualquier cosa, y hasta persecuciones
que parecen una implacable caza de brujas. ¿A quién vamos a evangelizar con
esos comportamientos?
101. Pidamos al Señor
que nos haga entender la ley del amor. ¡Qué bueno es tener esta ley! ¡Cuánto
bien nos hace amarnos los unos a los otros en contra de todo! Sí, ¡en contra de
todo! A cada uno de nosotros se dirige la exhortación paulina: «No te dejes
vencer por el mal, antes bien vence al mal con el bien» (Rm 12,21). Y también:
«¡No nos cansemos de hacer el bien!» (Ga 6,9). Todos tenemos simpatías y
antipatías, y quizás ahora mismo estamos enojados con alguno. Al menos digamos
al Señor: «Señor yo estoy enojado con éste, con aquélla. Yo te pido por él y
por ella». Rezar por aquel con el que estamos irritados es un hermoso paso en
el amor, y es un acto evangelizador. ¡Hagámoslo hoy! ¡No nos dejemos robar el
ideal del amor fraterno!
Otros desafíos
eclesiales
102. Los laicos son
simplemente la inmensa mayoría del Pueblo de Dios. A su servicio está la minoría
de los ministros ordenados. Ha crecido la conciencia de la identidad y la
misión del laico en la Iglesia. Se cuenta con un numeroso laicado, aunque no
suficiente, con arraigado sentido de comunidad y una gran fidelidad en el
compromiso de la caridad, la catequesis, la celebración de la fe. Pero la toma
de conciencia de esta responsabilidad laical que nace del Bautismo y de la
Confirmación no se manifiesta de la misma manera en todas partes. En algunos
casos porque no se formaron para asumir responsabilidades importantes, en otros
por no encontrar espacio en sus Iglesias particulares para poder expresarse y
actuar, a raíz de un excesivo clericalismo que los mantiene al margen de las
decisiones. Si bien se percibe una mayor participación de muchos en los ministerios
laicales, este compromiso no se refleja en la penetración de los valores
cristianos en el mundo social, político y económico. Se limita muchas veces a
las tareas intraeclesiales sin un compromiso real por la aplicación del
Evangelio a la transformación de la sociedad. La formación de laicos y la
evangelización de los grupos profesionales e intelectuales constituyen un
desafío pastoral importante.
103. La Iglesia
reconoce el indispensable aporte de la mujer en la sociedad, con una
sensibilidad, una intuición y unas capacidades peculiares que suelen ser más
propias de las mujeres que de los varones. Por ejemplo, la especial atención
femenina hacia los otros, que se expresa de un modo particular, aunque no
exclusivo, en la maternidad. Reconozco con gusto cómo muchas mujeres comparten
responsabilidades pastorales junto con los sacerdotes, contribuyen al
acompañamiento de personas, de familias o de grupos y brindan nuevos aportes a
la reflexión teológica. Pero todavía es necesario ampliar los espacios para una
presencia femenina más incisiva en la Iglesia. Porque «el genio femenino es
necesario en todas las expresiones de la vida social; por ello, se ha de
garantizar la presencia de las mujeres también en el ámbito laboral»[72] y en
los diversos lugares donde se toman las decisiones importantes, tanto en la
Iglesia como en las estructuras sociales.
104. Las
reivindicaciones de los legítimos derechos de las mujeres, a partir de la firme
convicción de que varón y mujer tienen la misma dignidad, plantean a la Iglesia
profundas preguntas que la desafían y que no se pueden eludir superficialmente.
El sacerdocio reservado a los varones, como signo de Cristo Esposo que se
entrega en la Eucaristía, es una cuestión que no se pone en discusión, pero
puede volverse particularmente conflictiva si se identifica demasiado la
potestad sacramental con el poder. No hay que olvidar que cuando hablamos de la
potestad sacerdotal «nos encontramos en el ámbito de la función, no de la
dignidad ni de la santidad».[73] El sacerdocio ministerial es uno de los medios
que Jesús utiliza al servicio de su pueblo, pero la gran dignidad viene del
Bautismo, que es accesible a todos. La configuración del sacerdote con Cristo
Cabeza –es decir, como fuente capital de la gracia– no implica una exaltación
que lo coloque por encima del resto. En la Iglesia las funciones «no dan lugar
a la superioridad de los unos sobre los otros».[74] De hecho, una mujer, María,
es más importante que los obispos. Aun cuando la función del sacerdocio
ministerial se considere «jerárquica», hay que tener bien presente que «está
ordenada totalmente a la santidad de los miembros del Cuerpo místico de
Cristo».[75] Su clave y su eje no son el poder entendido como dominio, sino la
potestad de administrar el sacramento de la Eucaristía; de aquí deriva su
autoridad, que es siempre un servicio al pueblo. Aquí hay un gran desafío para
los pastores y para los teólogos, que podrían ayudar a reconocer mejor lo que
esto implica con respecto al posible lugar de la mujer allí donde se toman
decisiones importantes, en los diversos ámbitos de la Iglesia.
105. La pastoral
juvenil, tal como estábamos acostumbrados a desarrollarla, ha sufrido el embate
de los cambios sociales. Los jóvenes, en las estructuras habituales, no suelen
encontrar respuestas a sus inquietudes, necesidades, problemáticas y heridas. A
los adultos nos cuesta escucharlos con paciencia, comprender sus inquietudes o
sus reclamos, y aprender a hablarles en el lenguaje que ellos comprenden. Por
esa misma razón, las propuestas educativas no producen los frutos esperados. La
proliferación y crecimiento de asociaciones y movimientos predominantemente
juveniles pueden interpretarse como una acción del Espíritu que abre caminos
nuevos acordes a sus expectativas y búsquedas de espiritualidad profunda y de
un sentido de pertenencia más concreto. Se hace necesario, sin embargo, ahondar
en la participación de éstos en la pastoral de conjunto de la Iglesia.[76]
106. Aunque no
siempre es fácil abordar a los jóvenes, se creció en dos aspectos: la
conciencia de que toda la comunidad los evangeliza y educa, y la urgencia de
que ellos tengan un protagonismo mayor. Cabe reconocer que, en el contexto
actual de crisis del compromiso y de los lazos comunitarios, son muchos los
jóvenes que se solidarizan ante los males del mundo y se embarcan en diversas
formas de militancia y voluntariado. Algunos participan en la vida de la
Iglesia, integran grupos de servicio y diversas iniciativas misioneras en sus
propias diócesis o en otros lugares. ¡Qué bueno es que los jóvenes sean
«callejeros de la fe», felices de llevar a Jesucristo a cada esquina, a cada
plaza, a cada rincón de la tierra!
107. En muchos
lugares escasean las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada.
Frecuentemente esto se debe a la ausencia en las comunidades de un fervor
apostólico contagioso, lo cual no entusiasma ni suscita atractivo. Donde hay
vida, fervor, ganas de llevar a Cristo a los demás, surgen vocaciones genuinas.
Aun en parroquias donde los sacerdotes son poco entregados y alegres, es la
vida fraterna y fervorosa de la comunidad la que despierta el deseo de
consagrarse enteramente a Dios y a la evangelización, sobre todo si esa
comunidad viva ora insistentemente por las vocaciones y se atreve a proponer a
sus jóvenes un camino de especial consagración. Por otra parte, a pesar de la
escasez vocacional, hoy se tiene más clara conciencia de la necesidad de una
mejor selección de los candidatos al sacerdocio. No se pueden llenar los
seminarios con cualquier tipo de motivaciones, y menos si éstas se relacionan
con inseguridades afectivas, búsquedas de formas de poder, glorias humanas o
bienestar económico.
108. Como ya dije, no
he intentado ofrecer un diagnóstico completo, pero invito a las comunidades a
completar y enriquecer estas perspectivas a partir de la conciencia de sus
desafíos propios y cercanos. Espero que, cuando lo hagan, tengan en cuenta que,
cada vez que intentamos leer en la realidad actual los signos de los tiempos,
es conveniente escuchar a los jóvenes y a los ancianos. Ambos son la esperanza
de los pueblos. Los ancianos aportan la memoria y la sabiduría de la
experiencia, que invita a no repetir tontamente los mismos errores del pasado.
Los jóvenes nos llaman a despertar y acrecentar la esperanza, porque llevan en
sí las nuevas tendencias de la humanidad y nos abren al futuro, de manera que
no nos quedemos anclados en la nostalgia de estructuras y costumbres que ya no
son cauces de vida en el mundo actual.
109. Los desafíos
están para superarlos. Seamos realistas, pero sin perder la alegría, la audacia
y la entrega esperanzada. ¡No nos dejemos robar la fuerza misionera!
CAPÍTULO TERCERO
EL ANUNCIO DEL
EVANGELIO
110. Después de tomar
en cuenta algunos desafíos de la realidad actual, quiero recordar ahora la
tarea que nos apremia en cualquier época y lugar, porque «no puede haber
auténtica evangelización sin la proclamación explícita de que Jesús es el
Señor», y sin que exista un «primado de la proclamación de Jesucristo en
cualquier actividad de evangelización».[77] Recogiendo las inquietudes de los
Obispos asiáticos, Juan Pablo II expresó que, si la Iglesia «debe cumplir su
destino providencial, la evangelización, como predicación alegre, paciente y
progresiva de la muerte y resurrección salvífica de Jesucristo, debe ser
vuestra prioridad absoluta».[78] Esto vale para todos.
I. Todo el Pueblo de
Dios anuncia el Evangelio
111. La
evangelización es tarea de la Iglesia. Pero este sujeto de la evangelización es
más que una institución orgánica y jerárquica, porque es ante todo un pueblo
que peregrina hacia Dios. Es ciertamente un misterio que hunde sus raíces en la
Trinidad, pero tiene su concreción histórica en un pueblo peregrino y
evangelizador, lo cual siempre trasciende toda necesaria expresión institucional.
Propongo detenernos un poco en esta forma de entender la Iglesia, que tiene su
fundamento último en la libre y gratuita iniciativa de Dios.
Un pueblo para todos
112. La salvación que
Dios nos ofrece es obra de su misericordia. No hay acciones humanas, por más
buenas que sean, que nos hagan merecer un don tan grande. Dios, por pura
gracia, nos atrae para unirnos a sí.[79] Él envía su Espíritu a nuestros
corazones para hacernos sus hijos, para transformarnos y para volvernos capaces
de responder con nuestra vida a ese amor. La Iglesia es enviada por Jesucristo
como sacramento de la salvación ofrecida por Dios.[80] Ella, a través de sus
acciones evangelizadoras, colabora como instrumento de la gracia divina que
actúa incesantemente más allá de toda posible supervisión. Bien lo expresaba
Benedicto XVI al abrir las reflexiones del Sínodo: «Es importante saber que la
primera palabra, la iniciativa verdadera, la actividad verdadera viene de Dios
y sólo si entramos en esta iniciativa divina, sólo si imploramos esta
iniciativa divina, podremos también ser –con Él y en Él– evangelizadores».[81]
El principio de la primacía de la gracia debe ser un faro que alumbre
permanentemente nuestras reflexiones sobre la evangelización.
113. Esta salvación,
que realiza Dios y anuncia gozosamente la Iglesia, es para todos,[82] y Dios ha
gestado un camino para unirse a cada uno de los seres humanos de todos los
tiempos. Ha elegido convocarlos como pueblo y no como seres aislados.[83] Nadie
se salva solo, esto es, ni como individuo aislado ni por sus propias fuerzas.
Dios nos atrae teniendo en cuenta la compleja trama de relaciones
interpersonales que supone la vida en una comunidad humana. Este pueblo que
Dios se ha elegido y convocado es la Iglesia. Jesús no dice a los Apóstoles que
formen un grupo exclusivo, un grupo de élite. Jesús dice: «Id y haced que todos
los pueblos sean mis discípulos» (Mt 28,19). San Pablo afirma que en el Pueblo
de Dios, en la Iglesia, «no hay ni judío ni griego [...] porque todos vosotros sois
uno en Cristo Jesús» (Ga 3,28). Me gustaría decir a aquellos que se sienten
lejos de Dios y de la Iglesia, a los que son temerosos o a los indiferentes:
¡El Señor también te llama a ser parte de su pueblo y lo hace con gran respeto
y amor!
114. Ser Iglesia es
ser Pueblo de Dios, de acuerdo con el gran proyecto de amor del Padre. Esto
implica ser el fermento de Dios en medio de la humanidad. Quiere decir anunciar
y llevar la salvación de Dios en este mundo nuestro, que a menudo se pierde,
necesitado de tener respuestas que alienten, que den esperanza, que den nuevo
vigor en el camino. La Iglesia tiene que ser el lugar de la misericordia
gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y
alentado a vivir según la vida buena del Evangelio.
Un pueblo con muchos
rostros
115. Este Pueblo de
Dios se encarna en los pueblos de la tierra, cada uno de los cuales tiene su
cultura propia. La noción de cultura es una valiosa herramienta para entender
las diversas expresiones de la vida cristiana que se dan en el Pueblo de Dios.
Se trata del estilo de vida que tiene una sociedad determinada, del modo propio
que tienen sus miembros de relacionarse entre sí, con las demás criaturas y con
Dios. Así entendida, la cultura abarca la totalidad de la vida de un
pueblo.[84] Cada pueblo, en su devenir histórico, desarrolla su propia cultura
con legítima autonomía.[85] Esto se debe a que la persona humana «por su misma
naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social»,[86] y está siempre
referida a la sociedad, donde vive un modo concreto de relacionarse con la
realidad. El ser humano está siempre culturalmente situado: «naturaleza y
cultura se hallan unidas estrechísimamente».[87] La gracia supone la cultura, y
el don de Dios se encarna en la cultura de quien lo recibe.
116. En estos dos
milenios de cristianismo, innumerable cantidad de pueblos han recibido la
gracia de la fe, la han hecho florecer en su vida cotidiana y la han
transmitido según sus modos culturales propios. Cuando una comunidad acoge el
anuncio de la salvación, el Espíritu Santo fecunda su cultura con la fuerza
transformadora del Evangelio. De modo que, como podemos ver en la historia de la
Iglesia, el cristianismo no tiene un único modo cultural, sino que,
«permaneciendo plenamente uno mismo, en total fidelidad al anuncio evangélico y
a la tradición eclesial, llevará consigo también el rostro de tantas culturas y
de tantos pueblos en que ha sido acogido y arraigado».[88] En los distintos
pueblos, que experimentan el don de Dios según su propia cultura, la Iglesia
expresa su genuina catolicidad y muestra «la belleza de este rostro
pluriforme».[89] En las manifestaciones cristianas de un pueblo evangelizado,
el Espíritu Santo embellece a la Iglesia, mostrándole nuevos aspectos de la
Revelación y regalándole un nuevo rostro. En la inculturación, la Iglesia
«introduce a los pueblos con sus culturas en su misma comunidad»,[90] porque
«toda cultura propone valores y formas positivas que pueden enriquecer la
manera de anunciar, concebir y vivir el Evangelio».[91] Así, «la Iglesia,
asumiendo los valores de las diversas culturas, se hace “sponsa ornata
monilibus suis”, “la novia que se adorna con sus joyas” (cf. Is 61,10)».[92]
117. Bien entendida,
la diversidad cultural no amenaza la unidad de la Iglesia. Es el Espíritu
Santo, enviado por el Padre y el Hijo, quien transforma nuestros corazones y
nos hace capaces de entrar en la comunión perfecta de la Santísima Trinidad,
donde todo encuentra su unidad. Él construye la comunión y la armonía del
Pueblo de Dios. El mismo Espíritu Santo es la armonía, así como es el vínculo
de amor entre el Padre y el Hijo.[93] Él es quien suscita una múltiple y
diversa riqueza de dones y al mismo tiempo construye una unidad que nunca es
uniformidad sino multiforme armonía que atrae. La evangelización reconoce
gozosamente estas múltiples riquezas que el Espíritu engendra en la Iglesia. No
haría justicia a la lógica de la encarnación pensar en un cristianismo
monocultural y monocorde. Si bien es verdad que algunas culturas han estado
estrechamente ligadas a la predicación del Evangelio y al desarrollo de un
pensamiento cristiano, el mensaje revelado no se identifica con ninguna de
ellas y tiene un contenido transcultural. Por ello, en la evangelización de
nuevas culturas o de culturas que no han acogido la predicación cristiana, no
es indispensable imponer una determinada forma cultural, por más bella y
antigua que sea, junto con la propuesta del Evangelio. El mensaje que
anunciamos siempre tiene algún ropaje cultural, pero a veces en la Iglesia
caemos en la vanidosa sacralización de la propia cultura, con lo cual podemos
mostrar más fanatismo que auténtico fervor evangelizador.
118. Los Obispos de
Oceanía pidieron que allí la Iglesia «desarrolle una comprensión y una
presentación de la verdad de Cristo que arranque de las tradiciones y culturas
de la región», e instaron «a todos los misioneros a operar en armonía con los
cristianos indígenas para asegurar que la fe y la vida de la Iglesia se
expresen en formas legítimas adecuadas a cada cultura».[94] No podemos
pretender que los pueblos de todos los continentes, al expresar la fe
cristiana, imiten los modos que encontraron los pueblos europeos en un
determinado momento de la historia, porque la fe no puede encerrarse dentro de
los confines de la comprensión y de la expresión de una cultura.[95] Es
indiscutible que una sola cultura no agota el misterio de la redención de Cristo.
Todos somos
discípulos misioneros
119. En todos los
bautizados, desde el primero hasta el último, actúa la fuerza santificadora del
Espíritu que impulsa a evangelizar. El Pueblo de Dios es santo por esta unción
que lo hace infalible «in credendo». Esto significa que cuando cree no se
equivoca, aunque no encuentre palabras para explicar su fe. El Espíritu lo guía
en la verdad y lo conduce a la salvación.[96] Como parte de su misterio de amor
hacia la humanidad, Dios dota a la totalidad de los fieles de un instinto de la
fe –el sensus fidei– que los ayuda a discernir lo que viene realmente de Dios.
La presencia del Espíritu otorga a los cristianos una cierta connaturalidad con
las realidades divinas y una sabiduría que los permite captarlas intuitivamente,
aunque no tengan el instrumental adecuado para expresarlas con precisión.
120. En virtud del
Bautismo recibido, cada miembro del Pueblo de Dios se ha convertido en
discípulo misionero (cf. Mt 28,19). Cada uno de los bautizados, cualquiera que
sea su función en la Iglesia y el grado de ilustración de su fe, es un agente
evangelizador, y sería inadecuado pensar en un esquema de evangelización
llevado adelante por actores calificados donde el resto del pueblo fiel sea
sólo receptivo de sus acciones. La nueva evangelización debe implicar un nuevo
protagonismo de cada uno de los bautizados. Esta convicción se convierte en un
llamado dirigido a cada cristiano, para que nadie postergue su compromiso con
la evangelización, pues si uno de verdad ha hecho una experiencia del amor de
Dios que lo salva, no necesita mucho tiempo de preparación para salir a
anunciarlo, no puede esperar que le den muchos cursos o largas instrucciones.
Todo cristiano es misionero en la medida en que se ha encontrado con el amor de
Dios en Cristo Jesús; ya no decimos que somos «discípulos» y «misioneros», sino
que somos siempre «discípulos misioneros». Si no nos convencemos, miremos a los
primeros discípulos, quienes inmediatamente después de conocer la mirada de
Jesús, salían a proclamarlo gozosos: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41).
La samaritana, apenas salió de su diálogo con Jesús, se convirtió en misionera,
y muchos samaritanos creyeron en Jesús «por la palabra de la mujer» (Jn 4,39).
También san Pablo, a partir de su encuentro con Jesucristo, «enseguida se puso
a predicar que Jesús era el Hijo de Dios» (Hch 9,20). ¿A qué esperamos
nosotros?
121. Por supuesto que
todos estamos llamados a crecer como evangelizadores. Procuramos al mismo
tiempo una mejor formación, una profundización de nuestro amor y un testimonio
más claro del Evangelio. En ese sentido, todos tenemos que dejar que los demás
nos evangelicen constantemente; pero eso no significa que debamos postergar la
misión evangelizadora, sino que encontremos el modo de comunicar a Jesús que
corresponda a la situación en que nos hallemos. En cualquier caso, todos somos
llamados a ofrecer a los demás el testimonio explícito del amor salvífico del
Señor, que más allá de nuestras imperfecciones nos ofrece su cercanía, su
Palabra, su fuerza, y le da un sentido a nuestra vida. Tu corazón sabe que no
es lo mismo la vida sin Él, entonces eso que has descubierto, eso que te ayuda
a vivir y que te da una esperanza, eso es lo que necesitas comunicar a los
otros. Nuestra imperfección no debe ser una excusa; al contrario, la misión es
un estímulo constante para no quedarse en la mediocridad y para seguir
creciendo. El testimonio de fe que todo cristiano está llamado a ofrecer
implica decir como san Pablo: «No es que lo tenga ya conseguido o que ya sea
perfecto, sino que continúo mi carrera [...] y me lanzo a lo que está por
delante» (Flp 3,12-13).
La fuerza
evangelizadora de la piedad popular
122. Del mismo modo,
podemos pensar que los distintos pueblos en los que ha sido inculturado el
Evangelio son sujetos colectivos activos, agentes de la evangelización. Esto es
así porque cada pueblo es el creador de su cultura y el protagonista de su
historia. La cultura es algo dinámico, que un pueblo recrea permanentemente, y
cada generación le transmite a la siguiente un sistema de actitudes ante las
distintas situaciones existenciales, que ésta debe reformular frente a sus
propios desafíos. El ser humano «es al mismo tiempo hijo y padre de la cultura
a la que pertenece».[97] Cuando en un pueblo se ha inculturado el Evangelio, en
su proceso de transmisión cultural también transmite la fe de maneras siempre
nuevas; de aquí la importancia de la evangelización entendida como
inculturación. Cada porción del Pueblo de Dios, al traducir en su vida el don
de Dios según su genio propio, da testimonio de la fe recibida y la enriquece
con nuevas expresiones que son elocuentes. Puede decirse que «el pueblo se
evangeliza continuamente a sí mismo».[98] Aquí toma importancia la piedad
popular, verdadera expresión de la acción misionera espontánea del Pueblo de
Dios. Se trata de una realidad en permanente desarrollo, donde el Espíritu
Santo es el agente principal.[99]
123. En la piedad
popular puede percibirse el modo en que la fe recibida se encarnó en una
cultura y se sigue transmitiendo. En algún tiempo mirada con desconfianza, ha
sido objeto de revalorización en las décadas posteriores al Concilio. Fue Pablo
VI en su Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi quien dio un impulso
decisivo en ese sentido. Allí explica que la piedad popular «refleja una sed de
Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer»[100] y que «hace
capaz de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo, cuando se trata de
manifestar la fe».[101] Más cerca de nuestros días, Benedicto XVI, en América
Latina, señaló que se trata de un «precioso tesoro de la Iglesia católica» y
que en ella «aparece el alma de los pueblos latinoamericanos».[102]
124. En el Documento
de Aparecida se describen las riquezas que el Espíritu Santo despliega en la piedad
popular con su iniciativa gratuita. En ese amado continente, donde gran
cantidad de cristianos expresan su fe a través de la piedad popular, los
Obispos la llaman también «espiritualidad popular» o «mística popular».[103] Se
trata de una verdadera «espiritualidad encarnada en la cultura de los
sencillos».[104] No está vacía de contenidos, sino que los descubre y expresa
más por la vía simbólica que por el uso de la razón instrumental, y en el acto
de fe se acentúa más el credere in Deum que el credere Deum.[105] Es «una
manera legítima de vivir la fe, un modo de sentirse parte de la Iglesia, y una
forma de ser misioneros»;[106] conlleva la gracia de la misionariedad, del
salir de sí y del peregrinar: «El caminar juntos hacia los santuarios y el
participar en otras manifestaciones de la piedad popular, también llevando a
los hijos o invitando a otros, es en sí mismo un gesto evangelizador».[107] ¡No
coartemos ni pretendamos controlar esa fuerza misionera!
125. Para entender
esta realidad hace falta acercarse a ella con la mirada del Buen Pastor, que no
busca juzgar sino amar. Sólo desde la connaturalidad afectiva que da el amor
podemos apreciar la vida teologal presente en la piedad de los pueblos
cristianos, especialmente en sus pobres. Pienso en la fe firme de esas madres
al pie del lecho del hijo enfermo que se aferran a un rosario aunque no sepan
hilvanar las proposiciones del Credo, o en tanta carga de esperanza derramada
en una vela que se enciende en un humilde hogar para pedir ayuda a María, o en
esas miradas de amor entrañable al Cristo crucificado. Quien ama al santo
Pueblo fiel de Dios no puede ver estas acciones sólo como una búsqueda natural
de la divinidad. Son la manifestación de una vida teologal animada por la
acción del Espíritu Santo que ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rm
5,5).
126. En la piedad
popular, por ser fruto del Evangelio inculturado, subyace una fuerza
activamente evangelizadora que no podemos menospreciar: sería desconocer la
obra del Espíritu Santo. Más bien estamos llamados a alentarla y fortalecerla
para profundizar el proceso de inculturación que es una realidad nunca acabada.
Las expresiones de la piedad popular tienen mucho que enseñarnos y, para quien
sabe leerlas, son un lugar teológico al que debemos prestar atención,
particularmente a la hora de pensar la nueva evangelización.
Persona a persona
127. Hoy que la
Iglesia quiere vivir una profunda renovación misionera, hay una forma de
predicación que nos compete a todos como tarea cotidiana. Se trata de llevar el
Evangelio a las personas que cada uno trata, tanto a los más cercanos como a
los desconocidos. Es la predicación informal que se puede realizar en medio de
una conversación y también es la que realiza un misionero cuando visita un
hogar. Ser discípulo es tener la disposición permanente de llevar a otros el
amor de Jesús y eso se produce espontáneamente en cualquier lugar: en la calle,
en la plaza, en el trabajo, en un camino.
128. En esta
predicación, siempre respetuosa y amable, el primer momento es un diálogo
personal, donde la otra persona se expresa y comparte sus alegrías, sus
esperanzas, las inquietudes por sus seres queridos y tantas cosas que llenan el
corazón. Sólo después de esta conversación es posible presentarle la Palabra, sea
con la lectura de algún versículo o de un modo narrativo, pero siempre
recordando el anuncio fundamental: el amor personal de Dios que se hizo hombre,
se entregó por nosotros y está vivo ofreciendo su salvación y su amistad. Es el
anuncio que se comparte con una actitud humilde y testimonial de quien siempre
sabe aprender, con la conciencia de que ese mensaje es tan rico y tan profundo
que siempre nos supera. A veces se expresa de manera más directa, otras veces a
través de un testimonio personal, de un relato, de un gesto o de la forma que
el mismo Espíritu Santo pueda suscitar en una circunstancia concreta. Si parece
prudente y se dan las condiciones, es bueno que este encuentro fraterno y
misionero termine con una breve oración que se conecte con las inquietudes que
la persona ha manifestado. Así, percibirá mejor que ha sido escuchada e
interpretada, que su situación queda en la presencia de Dios, y reconocerá que
la Palabra de Dios realmente le habla a su propia existencia.
129. No hay que
pensar que el anuncio evangélico deba transmitirse siempre con determinadas
fórmulas aprendidas, o con palabras precisas que expresen un contenido
absolutamente invariable. Se transmite de formas tan diversas que sería
imposible describirlas o catalogarlas, donde el Pueblo de Dios, con sus
innumerables gestos y signos, es sujeto colectivo. Por consiguiente, si el
Evangelio se ha encarnado en una cultura, ya no se comunica sólo a través del
anuncio persona a persona. Esto debe hacernos pensar que, en aquellos países donde
el cristianismo es minoría, además de alentar a cada bautizado a anunciar el
Evangelio, las Iglesias particulares deben fomentar activamente formas, al
menos incipientes, de inculturación. Lo que debe procurarse, en definitiva, es
que la predicación del Evangelio, expresada con categorías propias de la
cultura donde es anunciado, provoque una nueva síntesis con esa cultura. Aunque
estos procesos son siempre lentos, a veces el miedo nos paraliza demasiado. Si
dejamos que las dudas y temores sofoquen toda audacia, es posible que, en lugar
de ser creativos, simplemente nos quedemos cómodos y no provoquemos avance
alguno y, en ese caso, no seremos partícipes de procesos históricos con nuestra
cooperación, sino simplemente espectadores de un estancamiento infecundo de la
Iglesia.
Carismas al servicio
de la comunión evangelizadora
130. El Espíritu
Santo también enriquece a toda la Iglesia evangelizadora con distintos
carismas. Son dones para renovar y edificar la Iglesia.[108] No son un
patrimonio cerrado, entregado a un grupo para que lo custodie; más bien son
regalos del Espíritu integrados en el cuerpo eclesial, atraídos hacia el centro
que es Cristo, desde donde se encauzan en un impulso evangelizador. Un signo
claro de la autenticidad de un carisma es su eclesialidad, su capacidad para
integrarse armónicamente en la vida del santo Pueblo fiel de Dios para el bien
de todos. Una verdadera novedad suscitada por el Espíritu no necesita arrojar
sombras sobre otras espiritualidades y dones para afirmarse a sí misma. En la
medida en que un carisma dirija mejor su mirada al corazón del Evangelio, más
eclesial será su ejercicio. En la comunión, aunque duela, es donde un carisma
se vuelve auténtica y misteriosamente fecundo. Si vive este desafío, la Iglesia
puede ser un modelo para la paz en el mundo.
131. Las diferencias
entre las personas y comunidades a veces son incómodas, pero el Espíritu Santo,
que suscita esa diversidad, puede sacar de todo algo bueno y convertirlo en un
dinamismo evangelizador que actúa por atracción. La diversidad tiene que ser
siempre reconciliada con la ayuda del Espíritu Santo; sólo Él puede suscitar la
diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la
unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y
nos encerramos en nuestros particularismos, en nuestros exclusivismos,
provocamos la división y, por otra parte, cuando somos nosotros quienes
queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por
imponer la uniformidad, la homologación. Esto no ayuda a la misión de la
Iglesia.
Cultura, pensamiento
y educación
132. El anuncio a la
cultura implica también un anuncio a las culturas profesionales, científicas y
académicas. Se trata del encuentro entre la fe, la razón y las ciencias, que
procura desarrollar un nuevo discurso de la credibilidad, una original
apologética[109] que ayude a crear las disposiciones para que el Evangelio sea
escuchado por todos. Cuando algunas categorías de la razón y de las ciencias
son acogidas en el anuncio del mensaje, esas mismas categorías se convierten en
instrumentos de evangelización; es el agua convertida en vino. Es aquello que,
asumido, no sólo es redimido sino que se vuelve instrumento del Espíritu para
iluminar y renovar el mundo.
133. Ya que no basta
la preocupación del evangelizador por llegar a cada persona, y el Evangelio
también se anuncia a las culturas en su conjunto, la teología –no sólo la
teología pastoral– en diálogo con otras ciencias y experiencias humanas, tiene
gran importancia para pensar cómo hacer llegar la propuesta del Evangelio a la
diversidad de contextos culturales y de destinatarios.[110] La Iglesia,
empeñada en la evangelización, aprecia y alienta el carisma de los teólogos y
su esfuerzo por la investigación teológica, que promueve el diálogo con el
mundo de las culturas y de las ciencias. Convoco a los teólogos a cumplir este
servicio como parte de la misión salvífica de la Iglesia. Pero es necesario
que, para tal propósito, lleven en el corazón la finalidad evangelizadora de la
Iglesia y también de la teología, y no se contenten con una teología de
escritorio.
134. Las
Universidades son un ámbito privilegiado para pensar y desarrollar este empeño
evangelizador de un modo interdisciplinario e integrador. Las escuelas
católicas, que intentan siempre conjugar la tarea educativa con el anuncio
explícito del Evangelio, constituyen un aporte muy valioso a la evangelización
de la cultura, aun en los países y ciudades donde una situación adversa nos
estimule a usar nuestra creatividad para encontrar los caminos adecuados.[111]
II. La homilía
135. Consideremos
ahora la predicación dentro de la liturgia, que requiere una seria evaluación
de parte de los Pastores. Me detendré particularmente, y hasta con cierta
meticulosidad, en la homilía y su preparación, porque son muchos los reclamos
que se dirigen en relación con este gran ministerio y no podemos hacer oídos
sordos. La homilía es la piedra de toque para evaluar la cercanía y la
capacidad de encuentro de un Pastor con su pueblo. De hecho, sabemos que los
fieles le dan mucha importancia; y ellos, como los mismos ministros ordenados,
muchas veces sufren, unos al escuchar y otros al predicar. Es triste que así
sea. La homilía puede ser realmente una intensa y feliz experiencia del
Espíritu, un reconfortante encuentro con la Palabra, una fuente constante de
renovación y de crecimiento.
136. Renovemos
nuestra confianza en la predicación, que se funda en la convicción de que es
Dios quien quiere llegar a los demás a través del predicador y de que Él
despliega su poder a través de la palabra humana. San Pablo habla con fuerza
sobre la necesidad de predicar, porque el Señor ha querido llegar a los demás
también mediante nuestra palabra (cf. Rm 10,14-17). Con la palabra, nuestro
Señor se ganó el corazón de la gente. Venían a escucharlo de todas partes (cf.
Mc 1,45). Se quedaban maravillados bebiendo sus enseñanzas (cf. Mc 6,2).
Sentían que les hablaba como quien tiene autoridad (cf. Mc 1,27). Con la
palabra, los Apóstoles, a los que instituyó «para que estuvieran con él, y para
enviarlos a predicar» (Mc 3,14), atrajeron al seno de la Iglesia a todos los
pueblos (cf. Mc 16,15.20).
El contexto litúrgico
137. Cabe recordar
ahora que «la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, sobre todo en el
contexto de la asamblea eucarística, no es tanto un momento de meditación y de
catequesis, sino que es el diálogo de Dios con su pueblo, en el cual son
proclamadas las maravillas de la salvación y propuestas siempre de nuevo las
exigencias de la alianza».[112] Hay una valoración especial de la homilía que
proviene de su contexto eucarístico, que supera a toda catequesis por ser el
momento más alto del diálogo entre Dios y su pueblo, antes de la comunión
sacramental. La homilía es un retomar ese diálogo que ya está entablado entre
el Señor y su pueblo. El que predica debe reconocer el corazón de su comunidad
para buscar dónde está vivo y ardiente el deseo de Dios, y también dónde ese
diálogo, que era amoroso, fue sofocado o no pudo dar fruto.
138. La homilía no
puede ser un espectáculo entretenido, no responde a la lógica de los recursos
mediáticos, pero debe darle el fervor y el sentido a la celebración. Es un
género peculiar, ya que se trata de una predicación dentro del marco de una celebración
litúrgica; por consiguiente, debe ser breve y evitar parecerse a una charla o
una clase. El predicador puede ser capaz de mantener el interés de la gente
durante una hora, pero así su palabra se vuelve más importante que la
celebración de la fe. Si la homilía se prolongara demasiado, afectaría dos
características de la celebración litúrgica: la armonía entre sus partes y el
ritmo. Cuando la predicación se realiza dentro del contexto de la liturgia, se
incorpora como parte de la ofrenda que se entrega al Padre y como mediación de
la gracia que Cristo derrama en la celebración. Este mismo contexto exige que
la predicación oriente a la asamblea, y también al predicador, a una comunión
con Cristo en la Eucaristía que transforme la vida. Esto reclama que la palabra
del predicador no ocupe un lugar excesivo, de manera que el Señor brille más
que el ministro.
La conversación de la
madre
139. Dijimos que el
Pueblo de Dios, por la constante acción del Espíritu en él, se evangeliza
continuamente a sí mismo. ¿Qué implica esta convicción para el predicador? Nos
recuerda que la Iglesia es madre y predica al pueblo como una madre que le
habla a su hijo, sabiendo que el hijo confía que todo lo que se le enseñe será
para bien porque se sabe amado. Además, la buena madre sabe reconocer todo lo
que Dios ha sembrado en su hijo, escucha sus inquietudes y aprende de él. El
espíritu de amor que reina en una familia guía tanto a la madre como al hijo en
sus diálogos, donde se enseña y aprende, se corrige y se valora lo bueno; así
también ocurre en la homilía. El Espíritu, que inspiró los Evangelios y que
actúa en el Pueblo de Dios, inspira también cómo hay que escuchar la fe del
pueblo y cómo hay que predicar en cada Eucaristía. La prédica cristiana, por
tanto, encuentra en el corazón cultural del pueblo una fuente de agua viva para
saber lo que tiene que decir y para encontrar el modo como tiene que decirlo.
Así como a todos nos gusta que se nos hable en nuestra lengua materna, así
también en la fe nos gusta que se nos hable en clave de «cultura materna», en
clave de dialecto materno (cf. 2 M 7,21.27), y el corazón se dispone a escuchar
mejor. Esta lengua es un tono que transmite ánimo, aliento, fuerza, impulso.
140. Este ámbito
materno-eclesial en el que se desarrolla el diálogo del Señor con su pueblo
debe favorecerse y cultivarse mediante la cercanía cordial del predicador, la
calidez de su tono de voz, la mansedumbre del estilo de sus frases, la alegría
de sus gestos. Aun las veces que la homilía resulte algo aburrida, si está
presente este espíritu materno-eclesial, siempre será fecunda, así como los
aburridos consejos de una madre dan fruto con el tiempo en el corazón de los
hijos.
141. Uno se admira de
los recursos que tenía el Señor para dialogar con su pueblo, para revelar su
misterio a todos, para cautivar a gente común con enseñanzas tan elevadas y de
tanta exigencia. Creo que el secreto se esconde en esa mirada de Jesús hacia el
pueblo, más allá de sus debilidades y caídas: «No temas, pequeño rebaño, porque
a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino» (Lc 12,32); Jesús predica
con ese espíritu. Bendice lleno de gozo en el Espíritu al Padre que le atrae a
los pequeños: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque
habiendo ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, se las has revelado a
pequeños» (Lc 10,21). El Señor se complace de verdad en dialogar con su pueblo
y al predicador le toca hacerle sentir este gusto del Señor a su gente.
Palabras que hacen
arder los corazones
142. Un diálogo es
mucho más que la comunicación de una verdad. Se realiza por el gusto de hablar
y por el bien concreto que se comunica entre los que se aman por medio de las
palabras. Es un bien que no consiste en cosas, sino en las personas mismas que
mutuamente se dan en el diálogo. La predicación puramente moralista o
adoctrinadora, y también la que se convierte en una clase de exégesis, reducen
esta comunicación entre corazones que se da en la homilía y que tiene que tener
un carácter cuasi sacramental: «La fe viene de la predicación, y la
predicación, por la Palabra de Cristo» (Rm 10,17). En la homilía, la verdad va
de la mano de la belleza y del bien. No se trata de verdades abstractas o de
fríos silogismos, porque se comunica también la belleza de las imágenes que el
Señor utilizaba para estimular a la práctica del bien. La memoria del pueblo
fiel, como la de María, debe quedar rebosante de las maravillas de Dios. Su
corazón, esperanzado en la práctica alegre y posible del amor que se le
comunicó, siente que toda palabra en la Escritura es primero don antes que
exigencia.
143. El desafío de
una prédica inculturada está en evangelizar la síntesis, no ideas o valores
sueltos. Donde está tu síntesis, allí está tu corazón. La diferencia entre
iluminar el lugar de síntesis e iluminar ideas sueltas es la misma que hay
entre el aburrimiento y el ardor del corazón. El predicador tiene la
hermosísima y difícil misión de aunar los corazones que se aman, el del Señor y
los de su pueblo. El diálogo entre Dios y su pueblo afianza más la alianza
entre ambos y estrecha el vínculo de la caridad. Durante el tiempo que dura la
homilía, los corazones de los creyentes hacen silencio y lo dejan hablar a Él.
El Señor y su pueblo se hablan de mil maneras directamente, sin intermediarios.
Pero en la homilía quieren que alguien haga de instrumento y exprese los
sentimientos, de manera tal que después cada uno elija por dónde sigue su
conversación. La palabra es esencialmente mediadora y requiere no sólo de los
dos que dialogan sino de un predicador que la represente como tal, convencido
de que «no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y
a nosotros como siervos vuestros por Jesús» (2 Co 4,5).
144. Hablar de
corazón implica tenerlo no sólo ardiente, sino iluminado por la integridad de
la Revelación y por el camino que esa Palabra ha recorrido en el corazón de la
Iglesia y de nuestro pueblo fiel a lo largo de su historia. La identidad
cristiana, que es ese abrazo bautismal que nos dio de pequeños el Padre, nos
hace anhelar, como hijos pródigos –y predilectos en María–, el otro abrazo, el
del Padre misericordioso que nos espera en la gloria. Hacer que nuestro pueblo
se sienta como en medio de estos dos abrazos es la dura pero hermosa tarea del
que predica el Evangelio.
III. La preparación
de la predicación
145. La preparación
de la predicación es una tarea tan importante que conviene dedicarle un tiempo
prolongado de estudio, oración, reflexión y creatividad pastoral. Con mucho
cariño quiero detenerme a proponer un camino de preparación de la homilía. Son
indicaciones que para algunos podrán parecer obvias, pero considero conveniente
sugerirlas para recordar la necesidad de dedicar un tiempo de calidad a este
precioso ministerio. Algunos párrocos suelen plantear que esto no es posible
debido a la multitud de tareas que deben realizar; sin embargo, me atrevo a
pedir que todas las semanas se dedique a esta tarea un tiempo personal y
comunitario suficientemente prolongado, aunque deba darse menos tiempo a otras
tareas también importantes. La confianza en el Espíritu Santo que actúa en la
predicación no es meramente pasiva, sino activa y creativa. Implica ofrecerse
como instrumento (cf. Rm 12,1), con todas las propias capacidades, para que
puedan ser utilizadas por Dios. Un predicador que no se prepara no es
«espiritual»; es deshonesto e irresponsable con los dones que ha recibido.
El culto a la verdad
146. El primer paso,
después de invocar al Espíritu Santo, es prestar toda la atención al texto bíblico,
que debe ser el fundamento de la predicación. Cuando uno se detiene a tratar de
comprender cuál es el mensaje de un texto, ejercita el «culto a la
verdad».[113] Es la humildad del corazón que reconoce que la Palabra siempre
nos trasciende, que no somos «ni los dueños, ni los árbitros, sino los
depositarios, los heraldos, los servidores».[114] Esa actitud de humilde y
asombrada veneración de la Palabra se expresa deteniéndose a estudiarla con
sumo cuidado y con un santo temor de manipularla. Para poder interpretar un
texto bíblico hace falta paciencia, abandonar toda ansiedad y darle tiempo,
interés y dedicación gratuita. Hay que dejar de lado cualquier preocupación que
nos domine para entrar en otro ámbito de serena atención. No vale la pena
dedicarse a leer un texto bíblico si uno quiere obtener resultados rápidos,
fáciles o inmediatos. Por eso, la preparación de la predicación requiere amor.
Uno sólo le dedica un tiempo gratuito y sin prisa a las cosas o a las personas
que ama; y aquí se trata de amar a Dios que ha querido hablar. A partir de ese
amor, uno puede detenerse todo el tiempo que sea necesario, con una actitud de
discípulo: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 S 3,9).
147. Ante todo
conviene estar seguros de comprender adecuadamente el significado de las
palabras que leemos. Quiero insistir en algo que parece evidente pero que no
siempre es tenido en cuenta: el texto bíblico que estudiamos tiene dos mil o
tres mil años, su lenguaje es muy distinto del que utilizamos ahora. Por más
que nos parezca entender las palabras, que están traducidas a nuestra lengua,
eso no significa que comprendemos correctamente cuanto quería expresar el
escritor sagrado. Son conocidos los diversos recursos que ofrece el análisis
literario: prestar atención a las palabras que se repiten o se destacan,
reconocer la estructura y el dinamismo propio de un texto, considerar el lugar
que ocupan los personajes, etc. Pero la tarea no apunta a entender todos los
pequeños detalles de un texto, lo más importante es descubrir cuál es el
mensaje principal, el que estructura el texto y le da unidad. Si el predicador
no realiza este esfuerzo, es posible que su predicación tampoco tenga unidad ni
orden; su discurso será sólo una suma de diversas ideas desarticuladas que no
terminarán de movilizar a los demás. El mensaje central es aquello que el autor
en primer lugar ha querido transmitir, lo cual implica no sólo reconocer una
idea, sino también el efecto que ese autor ha querido producir. Si un texto fue
escrito para consolar, no debería ser utilizado para corregir errores; si fue
escrito para exhortar, no debería ser utilizado para adoctrinar; si fue escrito
para enseñar algo sobre Dios, no debería ser utilizado para explicar diversas
opiniones teológicas; si fue escrito para motivar la alabanza o la tarea
misionera, no lo utilicemos para informar acerca de las últimas noticias.
148. Es verdad que,
para entender adecuadamente el sentido del mensaje central de un texto, es
necesario ponerlo en conexión con la enseñanza de toda la Biblia, transmitida
por la Iglesia. Éste es un principio importante de la interpretación bíblica,
que tiene en cuenta que el Espíritu Santo no inspiró sólo una parte, sino la
Biblia entera, y que en algunas cuestiones el pueblo ha crecido en su comprensión
de la voluntad de Dios a partir de la experiencia vivida. Así se evitan
interpretaciones equivocadas o parciales, que nieguen otras enseñanzas de las
mismas Escrituras. Pero esto no significa debilitar el acento propio y
específico del texto que corresponde predicar. Uno de los defectos de una
predicación tediosa e ineficaz es precisamente no poder transmitir la fuerza
propia del texto que se ha proclamado.
La personalización de
la Palabra
149. El predicador
«debe ser el primero en tener una gran familiaridad personal con la Palabra de
Dios: no le basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es también
necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para
que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro
de sí una mentalidad nueva».[115] Nos hace bien renovar cada día, cada domingo,
nuestro fervor al preparar la homilía, y verificar si en nosotros mismos crece
el amor por la Palabra que predicamos. No es bueno olvidar que «en particular,
la mayor o menor santidad del ministro influye realmente en el anuncio de la
Palabra».[116] Como dice san Pablo, «predicamos no buscando agradar a los
hombres, sino a Dios, que examina nuestros corazones» (1 Ts 2,4). Si está vivo
este deseo de escuchar primero nosotros la Palabra que tenemos que predicar,
ésta se transmitirá de una manera u otra al Pueblo fiel de Dios: «de la
abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12,34). Las lecturas del domingo
resonarán con todo su esplendor en el corazón del pueblo si primero resonaron
así en el corazón del Pastor.
150. Jesús se
irritaba frente a esos pretendidos maestros, muy exigentes con los demás, que
enseñaban la Palabra de Dios, pero no se dejaban iluminar por ella: «Atan
cargas pesadas y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras ellos no
quieren moverlas ni siquiera con el dedo» (Mt 23,4). El Apóstol Santiago
exhortaba: «No os hagáis maestros muchos de vosotros, hermanos míos, sabiendo
que tendremos un juicio más severo» (3,1). Quien quiera predicar, primero debe
estar dispuesto a dejarse conmover por la Palabra y a hacerla carne en su
existencia concreta. De esta manera, la predicación consistirá en esa actividad
tan intensa y fecunda que es «comunicar a otros lo que uno ha
contemplado».[117] Por todo esto, antes de preparar concretamente lo que uno va
a decir en la predicación, primero tiene que aceptar ser herido por esa Palabra
que herirá a los demás, porque es una Palabra viva y eficaz, que como una
espada, «penetra hasta la división del alma y el espíritu, articulaciones y
médulas, y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón» (Hb 4,12). Esto
tiene un valor pastoral. También en esta época la gente prefiere escuchar a los
testigos: «tiene sed de autenticidad […] Exige a los evangelizadores que le hablen
de un Dios a quien ellos conocen y tratan familiarmente como si lo estuvieran
viendo».[118]
151. No se nos pide
que seamos inmaculados, pero sí que estemos siempre en crecimiento, que vivamos
el deseo profundo de crecer en el camino del Evangelio, y no bajemos los
brazos. Lo indispensable es que el predicador tenga la seguridad de que Dios lo
ama, de que Jesucristo lo ha salvado, de que su amor tiene siempre la última
palabra. Ante tanta belleza, muchas veces sentirá que su vida no le da gloria
plenamente y deseará sinceramente responder mejor a un amor tan grande. Pero si
no se detiene a escuchar esa Palabra con apertura sincera, si no deja que toque
su propia vida, que le reclame, que lo exhorte, que lo movilice, si no dedica
un tiempo para orar con esa Palabra, entonces sí será un falso profeta, un
estafador o un charlatán vacío. En todo caso, desde el reconocimiento de su
pobreza y con el deseo de comprometerse más, siempre podrá entregar a
Jesucristo, diciendo como Pedro: «No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te
lo doy» (Hch 3,6). El Señor quiere usarnos como seres vivos, libres y
creativos, que se dejan penetrar por su Palabra antes de transmitirla; su
mensaje debe pasar realmente a través del predicador, pero no sólo por su
razón, sino tomando posesión de todo su ser. El Espíritu Santo, que inspiró la
Palabra, es quien «hoy, igual que en los comienzos de la Iglesia, actúa en cada
evangelizador que se deja poseer y conducir por Él, y pone en sus labios las
palabras que por sí solo no podría hallar».[119]
La lectura espiritual
152. Hay una forma
concreta de escuchar lo que el Señor nos quiere decir en su Palabra y de
dejarnos transformar por el Espíritu. Es lo que llamamos «lectio divina».
Consiste en la lectura de la Palabra de Dios en un momento de oración para
permitirle que nos ilumine y nos renueve. Esta lectura orante de la Biblia no
está separada del estudio que realiza el predicador para descubrir el mensaje
central del texto; al contrario, debe partir de allí, para tratar de descubrir qué
le dice ese mismo mensaje a la propia vida. La lectura espiritual de un texto
debe partir de su sentido literal. De otra manera, uno fácilmente le hará decir
a ese texto lo que le conviene, lo que le sirva para confirmar sus propias
decisiones, lo que se adapta a sus propios esquemas mentales. Esto, en
definitiva, será utilizar algo sagrado para el propio beneficio y trasladar esa
confusión al Pueblo de Dios. Nunca hay que olvidar que a veces «el mismo
Satanás se disfraza de ángel de luz» (2 Co 11,14).
153. En la presencia
de Dios, en una lectura reposada del texto, es bueno preguntar, por ejemplo:
«Señor, ¿qué me dice a mí este texto? ¿Qué quieres cambiar de mi vida con este
mensaje? ¿Qué me molesta en este texto? ¿Por qué esto no me interesa?», o bien:
«¿Qué me agrada? ¿Qué me estimula de esta Palabra? ¿Qué me atrae? ¿Por qué me
atrae?». Cuando uno intenta escuchar al Señor, suele haber tentaciones. Una de
ellas es simplemente sentirse molesto o abrumado y cerrarse; otra tentación muy
común es comenzar a pensar lo que el texto dice a otros, para evitar aplicarlo
a la propia vida. También sucede que uno comienza a buscar excusas que le
permitan diluir el mensaje específico de un texto. Otras veces pensamos que
Dios nos exige una decisión demasiado grande, que no estamos todavía en
condiciones de tomar. Esto lleva a muchas personas a perder el gozo en su
encuentro con la Palabra, pero sería olvidar que nadie es más paciente que el
Padre Dios, que nadie comprende y espera como Él. Invita siempre a dar un paso
más, pero no exige una respuesta plena si todavía no hemos recorrido el camino
que la hace posible. Simplemente quiere que miremos con sinceridad la propia
existencia y la presentemos sin mentiras ante sus ojos, que estemos dispuestos
a seguir creciendo, y que le pidamos a Él lo que todavía no podemos lograr.
Un oído en el pueblo
154. El predicador
necesita también poner un oído en el pueblo,para descubrir lo que los fieles
necesitan escuchar. Un predicador es un contemplativo de la Palabra y también un
contemplativo del pueblo. De esa manera, descubre «las aspiraciones, las
riquezas y los límites, las maneras de orar, de amar, de considerar la vida y
el mundo, que distinguen a tal o cual conjunto humano», prestando atención «al
pueblo concreto con sus signos y símbolos, y respondiendo a las cuestiones que
plantea».[120] Se trata de conectar el mensaje del texto bíblico con una
situación humana, con algo que ellos viven, con una experiencia que necesite la
luz de la Palabra. Esta preocupación no responde a una actitud oportunista o
diplomática, sino que es profundamente religiosa y pastoral. En el fondo es una
«sensibilidad espiritual para leer en los acontecimientos el mensaje de
Dios»[121] y esto es mucho más que encontrar algo interesante para decir. Lo
que se procura descubrir es «lo que el Señor desea decir en una determinada
circunstancia».[122] Entonces, la preparación de la predicación se convierte en
un ejercicio de discernimiento evangélico, donde se intenta reconocer –a la luz
del Espíritu– «una llamada que Dios hace oír en una situación histórica
determinada; en ella y por medio de ella Dios llama al creyente».[123]
155. En esta búsqueda
es posible acudir simplemente a alguna experiencia humana frecuente, como la
alegría de un reencuentro, las desilusiones, el miedo a la soledad, la
compasión por el dolor ajeno, la inseguridad ante el futuro, la preocupación
por un ser querido, etc.; pero hace falta ampliar la sensibilidad para
reconocer lo que tenga que ver realmente con la vida de ellos. Recordemos que
nunca hay que responder preguntas que nadie se hace; tampoco conviene ofrecer
crónicas de la actualidad para despertar interés: para eso ya están los
programas televisivos. En todo caso, es posible partir de algún hecho para que
la Palabra pueda resonar con fuerza en su invitación a la conversión, a la
adoración, a actitudes concretas de fraternidad y de servicio, etc., porque a
veces algunas personas disfrutan escuchando comentarios sobre la realidad en la
predicación, pero no por ello se dejan interpelar personalmente.
Recursos pedagógicos
156. Algunos creen
que pueden ser buenos predicadores por saber lo que tienen que decir, pero
descuidan el cómo, la forma concreta de desarrollar una predicación. Se quejan
cuando los demás no los escuchan o no los valoran, pero quizás no se han
empeñado en buscar la forma adecuada de presentar el mensaje. Recordemos que
«la evidente importancia del contenido no debe hacer olvidar la importancia de
los métodos y medios de la evangelización».[124] La preocupación por la forma
de predicar también es una actitud profundamente espiritual. Es responder al
amor de Dios, entregándonos con todas nuestras capacidades y nuestra
creatividad a la misión que Él nos confía; pero también es un ejercicio exquisito
de amor al prójimo, porque no queremos ofrecer a los demás algo de escasa
calidad. En la Biblia, por ejemplo, encontramos la recomendación de preparar la
predicación en orden a asegurar una extensión adecuada: «Resume tu discurso. Di
mucho en pocas palabras» (Si 32,8).
157. Sólo para
ejemplificar, recordemos algunos recursos prácticos, que pueden enriquecer una
predicación y volverla más atractiva. Uno de los esfuerzos más necesarios es
aprender a usar imágenes en la predicación, es decir, a hablar con imágenes. A
veces se utilizan ejemplos para hacer más comprensible algo que se quiere
explicar, pero esos ejemplos suelen apuntar sólo al entendimiento; las
imágenes, en cambio, ayudan a valorar y aceptar el mensaje que se quiere
transmitir. Una imagen atractiva hace que el mensaje se sienta como algo
familiar, cercano, posible, conectado con la propia vida. Una imagen bien
lograda puede llevar a gustar el mensaje que se quiere transmitir, despierta un
deseo y motiva a la voluntad en la dirección del Evangelio. Una buena homilía,
como me decía un viejo maestro, debe contener «una idea, un sentimiento, una
imagen».
158. Ya decía Pablo
VI que los fieles «esperan mucho de esta predicación y sacan fruto de ella con
tal que sea sencilla, clara, directa, acomodada».[125] La sencillez tiene que
ver con el lenguaje utilizado. Debe ser el lenguaje que comprenden los
destinatarios para no correr el riesgo de hablar al vacío. Frecuentemente
sucede que los predicadores usan palabras que aprendieron en sus estudios y en
determinados ambientes, pero que no son parte del lenguaje común de las
personas que los escuchan. Hay palabras propias de la teología o de la
catequesis, cuyo sentido no es comprensible para la mayoría de los cristianos.
El mayor riesgo para un predicador es acostumbrarse a su propio lenguaje y
pensar que todos los demás lo usan y lo comprenden espontáneamente. Si uno
quiere adaptarse al lenguaje de los demás para poder llegar a ellos con la
Palabra, tiene que escuchar mucho, necesita compartir la vida de la gente y
prestarle una gustosa atención. La sencillez y la claridad son dos cosas
diferentes. El lenguaje puede ser muy sencillo, pero la prédica puede ser poco
clara. Se puede volver incomprensible por el desorden, por su falta de lógica,
o porque trata varios temas al mismo tiempo. Por lo tanto, otra tarea necesaria
es procurar que la predicación tenga unidad temática, un orden claro y una
conexión entre las frases, de manera que las personas puedan seguir fácilmente
al predicador y captar la lógica de lo que les dice.
159. Otra
característica es el lenguaje positivo. No dice tanto lo que no hay que hacer
sino que propone lo que podemos hacer mejor. En todo caso, si indica algo
negativo, siempre intenta mostrar también un valor positivo que atraiga, para
no quedarse en la queja, el lamento, la crítica o el remordimiento. Además, una
predicación positiva siempre da esperanza, orienta hacia el futuro, no nos deja
encerrados en la negatividad. ¡Qué bueno que sacerdotes, diáconos y laicos se
reúnan periódicamente para encontrar juntos los recursos que hacen más
atractiva la predicación!
IV. Una
evangelización para la profundización del kerygma
160. El envío
misionero del Señor incluye el llamado al crecimiento de la fe cuando indica:
«enseñándoles a observar todo lo que os he mandado» (Mt 28,20). Así queda claro
que el primer anuncio debe provocar también un camino de formación y de
maduración. La evangelización también busca el crecimiento, que implica tomarse
muy en serio a cada persona y el proyecto que Dios tiene sobre ella. Cada ser
humano necesita más y más de Cristo, y la evangelización no debería consentir
que alguien se conforme con poco, sino que pueda decir plenamente: «Ya no vivo
yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2,20).
161. No sería correcto
interpretar este llamado al crecimiento exclusiva o prioritariamente como una
formación doctrinal. Se trata de «observar» lo que el Señor nos ha indicado,
como respuesta a su amor, donde se destaca, junto con todas las virtudes, aquel
mandamiento nuevo que es el primero, el más grande, el que mejor nos identifica
como discípulos: «Éste es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os
he amado» (Jn 15,12). Es evidente que cuando los autores del Nuevo Testamento
quieren reducir a una última síntesis, a lo más esencial, el mensaje moral
cristiano, nos presentan la exigencia ineludible del amor al prójimo: «Quien
ama al prójimo ya ha cumplido la ley [...] De modo que amar es cumplir la ley
entera» (Rm 13,8.10). Así san Pablo, para quien el precepto del amor no sólo
resume la ley sino que constituye su corazón y razón de ser: «Toda la ley
alcanza su plenitud en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo»
(Ga 5,14). Y presenta a sus comunidades la vida cristiana como un camino de
crecimiento en el amor: «Que el Señor os haga progresar y sobreabundar en el
amor de unos con otros, y en el amor para con todos» (1 Ts 3,12). También
Santiago exhorta a los cristianos a cumplir «la ley real según la Escritura:
Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (2,8), para no fallar en ningún precepto.
162. Por otra parte,
este camino de respuesta y de crecimiento está siempre precedido por el don,
porque lo antecede aquel otro pedido del Señor: «bautizándolos en el nombre…»
(Mt 28,19). La filiación que el Padre regala gratuitamente y la iniciativa del
don de su gracia (cf. Ef 2,8-9; 1 Co 4,7) son la condición de posibilidad de
esta santificación constante que agrada a Dios y le da gloria. Se trata de
dejarse transformar en Cristo por una progresiva vida «según el Espíritu» (Rm
8,5).
Una catequesis
kerygmática y mistagógica
163. La educación y
la catequesis están al servicio de este crecimiento. Ya contamos con varios
textos magisteriales y subsidios sobre la catequesis ofrecidos por la Santa
Sede y por diversos episcopados. Recuerdo la Exhortación apostólica Catechesi
Tradendae (1979), el Directorio general para la catequesis (1997) y otros
documentos cuyo contenido actual no es necesario repetir aquí. Quisiera
detenerme sólo en algunas consideraciones que me parece conveniente destacar.
164. Hemos
redescubierto que también en la catequesis tiene un rol fundamental el primer
anuncio o «kerygma», que debe ocupar el centro de la actividad evangelizadora y
de todo intento de renovación eclesial. El kerygma es trinitario. Es el fuego
del Espíritu que se dona en forma de lenguas y nos hace creer en Jesucristo,
que con su muerte y resurrección nos revela y nos comunica la misericordia
infinita del Padre. En la boca del catequista vuelve a resonar siempre el
primer anuncio: «Jesucristo te ama, dio su vida para salvarte, y ahora está
vivo a tu lado cada día, para iluminarte, para fortalecerte, para liberarte».
Cuando a este primer anuncio se le llama «primero», eso no significa que está
al comienzo y después se olvida o se reemplaza por otros contenidos que lo
superan. Es el primero en un sentido cualitativo, porque es el anuncio
principal, ese que siempre hay que volver a escuchar de diversas maneras y ese
que siempre hay que volver a anunciar de una forma o de otra a lo largo de la
catequesis, en todas sus etapas y momentos.[126] Por ello también «el
sacerdote, como la Iglesia, debe crecer en la conciencia de su permanente
necesidad de ser evangelizado».[127]
165. No hay que
pensar que en la catequesis el kerygma es abandonado en pos de una formación
supuestamente más «sólida». Nada hay más sólido, más profundo, más seguro, más
denso y más sabio que ese anuncio. Toda formación cristiana es ante todo la
profundización del kerygma que se va haciendo carne cada vez más y mejor, que
nunca deja de iluminar la tarea catequística, y que permite comprender
adecuadamente el sentido de cualquier tema que se desarrolle en la catequesis.
Es el anuncio que responde al anhelo de infinito que hay en todo corazón
humano. La centralidad del kerygma demanda ciertas características del anuncio
que hoy son necesarias en todas partes: que exprese el amor salvífico de Dios
previo a la obligación moral y religiosa, que no imponga la verdad y que apele
a la libertad, que posea unas notas de alegría, estímulo, vitalidad, y una
integralidad armoniosa que no reduzca la predicación a unas pocas doctrinas a
veces más filosóficas que evangélicas. Esto exige al evangelizador ciertas
actitudes que ayudan a acoger mejor el anuncio: cercanía, apertura al diálogo,
paciencia, acogida cordial que no condena.
166. Otra
característica de la catequesis, que se ha desarrollado en las últimas décadas,
es la de una iniciación mistagógica,[128] que significa básicamente dos cosas:
la necesaria progresividad de la experiencia formativa donde interviene toda la
comunidad y una renovada valoración de los signos litúrgicos de la iniciación
cristiana. Muchos manuales y planificaciones todavía no se han dejado
interpelar por la necesidad de una renovación mistagógica, que podría tomar
formas muy diversas de acuerdo con el discernimiento de cada comunidad
educativa. El encuentro catequístico es un anuncio de la Palabra y está
centrado en ella, pero siempre necesita una adecuada ambientación y una
atractiva motivación, el uso de símbolos elocuentes, su inserción en un amplio
proceso de crecimiento y la integración de todas las dimensiones de la persona
en un camino comunitario de escucha y de respuesta.
167. Es bueno que
toda catequesis preste una especial atención al «camino de la belleza» (via
pulchritudinis).[129] Anunciar a Cristo significa mostrar que creer en Él y
seguirlo no es sólo algo verdadero y justo, sino también bello, capaz de colmar
la vida de un nuevo resplandor y de un gozo profundo, aun en medio de las
pruebas. En esta línea, todas las expresiones de verdadera belleza pueden ser
reconocidas como un sendero que ayuda a encontrarse con el Señor Jesús. No se
trata de fomentar un relativismo estético,[130] que pueda oscurecer el lazo
inseparable entre verdad, bondad y belleza, sino de recuperar la estima de la
belleza para poder llegar al corazón humano y hacer resplandecer en él la
verdad y la bondad del Resucitado. Si, como dice san Agustín, nosotros no
amamos sino lo que es bello,[131] el Hijo hecho hombre, revelación de la
infinita belleza, es sumamente amable, y nos atrae hacia sí con lazos de amor.
Entonces se vuelve necesario que la formación en la via pulchritudinis esté
inserta en la transmisión de la fe. Es deseable que cada Iglesia particular aliente
el uso de las artes en su tarea evangelizadora, en continuidad con la riqueza
del pasado, pero también en la vastedad de sus múltiples expresiones actuales,
en orden a transmitir la fe en un nuevo «lenguaje parabólico».[132] Hay que
atreverse a encontrar los nuevos signos, los nuevos símbolos, una nueva carne
para la transmisión de la Palabra, las formas diversas de belleza que se
valoran en diferentes ámbitos culturales, e incluso aquellos modos no
convencionales de belleza, que pueden ser poco significativos para los
evangelizadores, pero que se han vuelto particularmente atractivos para otros.
168. En lo que se
refiere a la propuesta moral de la catequesis, que invita a crecer en fidelidad
al estilo de vida del Evangelio, conviene manifestar siempre el bien deseable,
la propuesta de vida, de madurez, de realización, de fecundidad, bajo cuya luz
puede comprenderse nuestra denuncia de los males que pueden oscurecerla. Más
que como expertos en diagnósticos apocalípticos u oscuros jueces que se ufanan
en detectar todo peligro o desviación, es bueno que puedan vernos como alegres
mensajeros de propuestas superadoras, custodios del bien y la belleza que
resplandecen en una vida fiel al Evangelio.
El acompañamiento
personal de los procesos de crecimiento
169. En una
civilización paradójicamente herida de anonimato y, a la vez obsesionada por
los detalles de la vida de los demás, impudorosamente enferma de curiosidad
malsana, la Iglesia necesita la mirada cercana para contemplar, conmoverse y
detenerse ante el otro cuantas veces sea necesario. En este mundo los ministros
ordenados y los demás agentes pastorales pueden hacer presente la fragancia de
la presencia cercana de Jesús y su mirada personal. La Iglesia tendrá que
iniciar a sus hermanos –sacerdotes, religiosos y laicos– en este «arte del
acompañamiento», para que todos aprendan siempre a quitarse las sandalias ante
la tierra sagrada del otro (cf. Ex 3,5). Tenemos que darle a nuestro caminar el
ritmo sanador de projimidad, con una mirada respetuosa y llena de compasión
pero que al mismo tiempo sane, libere y aliente a madurar en la vida cristiana.
170. Aunque suene
obvio, el acompañamiento espiritual debe llevar más y más a Dios, en quien
podemos alcanzar la verdadera libertad. Algunos se creen libres cuando caminan
al margen de Dios, sin advertir que se quedan existencialmente huérfanos,
desamparados, sin un hogar donde retornar siempre. Dejan de ser peregrinos y se
convierten en errantes, que giran siempre en torno a sí mismos sin llegar a
ninguna parte. El acompañamiento sería contraproducente si se convirtiera en
una suerte de terapia que fomente este encierro de las personas en su
inmanencia y deje de ser una peregrinación con Cristo hacia el Padre.
171. Más que nunca
necesitamos de hombres y mujeres que, desde su experiencia de acompañamiento,
conozcan los procesos donde campea la prudencia, la capacidad de comprensión,
el arte de esperar, la docilidad al Espíritu, para cuidar entre todos a las
ovejas que se nos confían de los lobos que intentan disgregar el rebaño.
Necesitamos ejercitarnos en el arte de escuchar, que es más que oír. Lo
primero, en la comunicación con el otro, es la capacidad del corazón que hace
posible la proximidad, sin la cual no existe un verdadero encuentro espiritual.
La escucha nos ayuda a encontrar el gesto y la palabra oportuna que nos
desinstala de la tranquila condición de espectadores. Sólo a partir de esta
escucha respetuosa y compasiva se pueden encontrar los caminos de un genuino
crecimiento, despertar el deseo del ideal cristiano, las ansias de responder
plenamente al amor de Dios y el anhelo de desarrollar lo mejor que Dios ha
sembrado en la propia vida. Pero siempre con la paciencia de quien sabe aquello
que enseñaba santo Tomás de Aquino: que alguien puede tener la gracia y la
caridad, pero no ejercitar bien alguna de las virtudes «a causa de algunas
inclinaciones contrarias» que persisten.[133] Es decir, la organicidad de las
virtudes se da siempre y necesariamente «in habitu», aunque los
condicionamientos puedan dificultar las operaciones de esos hábitos virtuosos.
De ahí que haga falta «una pedagogía que lleve a las personas, paso a paso, a
la plena asimilación del misterio».[134] Para llegar a un punto de madurez, es
decir, para que las personas sean capaces de decisiones verdaderamente libres y
responsables, es preciso dar tiempo, con una inmensa paciencia. Como decía el
beato Pedro Fabro: «El tiempo es el mensajero de Dios».
172. El acompañante
sabe reconocer que la situación de cada sujeto ante Dios y su vida en gracia es
un misterio que nadie puede conocer plenamente desde afuera. El Evangelio nos
propone corregir y ayudar a crecer a una persona a partir del reconocimiento de
la maldad objetiva de sus acciones (cf. Mt 18,15), pero sin emitir juicios
sobre su responsabilidad y su culpabilidad (cf. Mt 7,1; Lc 6,37). De todos
modos, un buen acompañante no consiente los fatalismos o la pusilanimidad.
Siempre invita a querer curarse, a cargar la camilla, a abrazar la cruz, a
dejarlo todo, a salir siempre de nuevo a anunciar el Evangelio. La propia
experiencia de dejarnos acompañar y curar, capaces de expresar con total
sinceridad nuestra vida ante quien nos acompaña, nos enseña a ser pacientes y
compasivos con los demás y nos capacita para encontrar las maneras de despertar
su confianza, su apertura y su disposición para crecer.
173. El auténtico
acompañamiento espiritual siempre se inicia y se lleva adelante en el ámbito
del servicio a la misión evangelizadora. La relación de Pablo con Timoteo y
Tito es ejemplo de este acompañamiento y formación en medio de la acción
apostólica. Al mismo tiempo que les confía la misión de quedarse en cada ciudad
para «terminar de organizarlo todo» (Tt 1,5; cf. 1 Tm 1,3-5), les da criterios
para la vida personal y para la acción pastoral. Esto se distingue claramente
de todo tipo de acompañamiento intimista, de autorrealización aislada. Los
discípulos misioneros acompañan a los discípulos misioneros.
En torno a la Palabra
de Dios
174. No sólo la
homilía debe alimentarse de la Palabra de Dios. Toda la evangelización está
fundada sobre ella, escuchada, meditada, vivida, celebrada y testimoniada. Las
Sagradas Escrituras son fuente de la evangelización. Por lo tanto, hace falta
formarse continuamente en la escucha de la Palabra. La Iglesia no evangeliza si
no se deja continuamente evangelizar. Es indispensable que la Palabra de Dios
«sea cada vez más el corazón de toda actividad eclesial».[135] La Palabra de
Dios escuchada y celebrada, sobre todo en la Eucaristía, alimenta y refuerza
interiormente a los cristianos y los vuelve capaces de un auténtico testimonio
evangélico en la vida cotidiana. Ya hemos superado aquella vieja contraposición
entre Palabra y Sacramento. La Palabra proclamada, viva y eficaz, prepara la
recepción del Sacramento, y en el Sacramento esa Palabra alcanza su máxima
eficacia.
175. El estudio de
las Sagradas Escrituras debe ser una puerta abierta a todos los creyentes.[136]
Es fundamental que la Palabra revelada fecunde radicalmente la catequesis y
todos los esfuerzos por transmitir la fe.[137] La evangelización requiere la
familiaridad con la Palabra de Dios y esto exige a las diócesis, parroquias y a
todas las agrupaciones católicas, proponer un estudio serio y perseverante de
la Biblia, así como promover su lectura orante personal y comunitaria.[138]
Nosotros no buscamos a tientas ni necesitamos esperar que Dios nos dirija la
palabra, porque realmente «Dios ha hablado, ya no es el gran desconocido sino
que se ha mostrado».[139] Acojamos el sublime tesoro de la Palabra revelada.
CAPÍTULO CUARTO
LA DIMENSIÓN SOCIAL
DE LA EVANGELIZACIÓN
176. Evangelizar es
hacer presente en el mundo el Reino de Dios. Pero «ninguna definición parcial o
fragmentaria refleja la realidad rica, compleja y dinámica que comporta la
evangelización, si no es con el riesgo de empobrecerla e incluso
mutilarla».[140] Ahora quisiera compartir mis inquietudes acerca de la
dimensión social de la evangelización precisamente porque, si esta dimensión no
está debidamente explicitada, siempre se corre el riesgo de desfigurar el
sentido auténtico e integral que tiene la misión evangelizadora.
I. Las repercusiones
comunitarias y sociales del kerygma
177. El kerygma tiene
un contenido ineludiblemente social: en el corazón mismo del Evangelio está la
vida comunitaria y el compromiso con los otros. El contenido del primer anuncio
tiene una inmediata repercusión moral cuyo centro es la caridad.
Confesión de la fe y
compromiso social
178. Confesar a un
Padre que ama infinitamente a cada ser humano implica descubrir que «con ello
le confiere una dignidad infinita».[141] Confesar que el Hijo de Dios asumió
nuestra carne humana significa que cada persona humana ha sido elevada al
corazón mismo de Dios. Confesar que Jesús dio su sangre por nosotros nos impide
conservar alguna duda acerca del amor sin límites que ennoblece a todo ser
humano. Su redención tiene un sentido social porque «Dios, en Cristo, no redime
solamente la persona individual, sino también las relaciones sociales entre los
hombres».[142] Confesar que el Espíritu Santo actúa en todos implica reconocer
que Él procura penetrar toda situación humana y todos los vínculos sociales:
«El Espíritu Santo posee una inventiva infinita, propia de una mente divina,
que provee a desatar los nudos de los sucesos humanos, incluso los más
complejos e impenetrables».[143] La evangelización procura cooperar también con
esa acción liberadora del Espíritu. El misterio mismo de la Trinidad nos
recuerda que fuimos hechos a imagen de esa comunión divina, por lo cual no
podemos realizarnos ni salvarnos solos. Desde el corazón del Evangelio
reconocemos la íntima conexión que existe entre evangelización y promoción
humana, que necesariamente debe expresarse y desarrollarse en toda acción
evangelizadora. La aceptación del primer anuncio, que invita a dejarse amar por
Dios y a amarlo con el amor que Él mismo nos comunica, provoca en la vida de la
persona y en sus acciones una primera y fundamental reacción: desear, buscar y
cuidar el bien de los demás.
179. Esta inseparable
conexión entre la recepción del anuncio salvífico y un efectivo amor fraterno
está expresada en algunos textos de las Escrituras que conviene considerar y
meditar detenidamente para extraer de ellos todas sus consecuencias. Es un
mensaje al cual frecuentemente nos acostumbramos, lo repetimos casi
mecánicamente, pero no nos aseguramos de que tenga una real incidencia en
nuestras vidas y en nuestras comunidades. ¡Qué peligroso y qué dañino es este
acostumbramiento que nos lleva a perder el asombro, la cautivación, el
entusiasmo por vivir el Evangelio de la fraternidad y la justicia! La Palabra
de Dios enseña que en el hermano está la permanente prolongación de la
Encarnación para cada uno de nosotros: «Lo que hicisteis a uno de estos
hermanos míos más pequeños, lo hicisteis a mí» (Mt 25,40). Lo que hagamos con
los demás tiene una dimensión trascendente: «Con la medida con que midáis, se
os medirá» (Mt 7,2); y responde a la misericordia divina con nosotros: «Sed
compasivos como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados;
no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados; dad y se os
dará […] Con la medida con que midáis, se os medirá» (Lc 6,36-38). Lo que
expresan estos textos es la absoluta prioridad de la «salida de sí hacia el
hermano» como uno de los dos mandamientos principales que fundan toda norma
moral y como el signo más claro para discernir acerca del camino de crecimiento
espiritual en respuesta a la donación absolutamente gratuita de Dios. Por eso
mismo «el servicio de la caridad es también una dimensión constitutiva de la
misión de la Iglesia y expresión irrenunciable de su propia esencia».[144] Así
como la Iglesia es misionera por naturaleza, también brota ineludiblemente de
esa naturaleza la caridad efectiva con el prójimo, la compasión que comprende,
asiste y promueve.
El Reino que nos
reclama
180. Leyendo las
Escrituras queda por demás claro que la propuesta del Evangelio no es sólo la
de una relación personal con Dios. Nuestra respuesta de amor tampoco debería
entenderse como una mera suma de pequeños gestos personales dirigidos a algunos
individuos necesitados, lo cual podría constituir una «caridad a la carta», una
serie de acciones tendentes sólo a tranquilizar la propia conciencia. La
propuesta es el Reino de Dios (cf. Lc 4,43); se trata de amar a Dios que reina
en el mundo. En la medida en que Él logre reinar entre nosotros, la vida social
será ámbito de fraternidad, de justicia, de paz, de dignidad para todos.
Entonces, tanto el anuncio como la experiencia cristiana tienden a provocar
consecuencias sociales. Buscamos su Reino: «Buscad ante todo el Reino de Dios y
su justicia, y todo lo demás vendrá por añadidura» (Mt 6,33). El proyecto de
Jesús es instaurar el Reino de su Padre; Él pide a sus discípulos: «¡Proclamad
que está llegando el Reino de los cielos!» (Mt 10,7).
181. El Reino que se
anticipa y crece entre nosotros lo toca todo y nos recuerda aquel principio de
discernimiento que Pablo VI proponía con relación al verdadero desarrollo:
«Todos los hombres y todo el hombre».[145] Sabemos que «la evangelización no
sería completa si no tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en el
curso de los tiempos se establece entre el Evangelio y la vida concreta,
personal y social del hombre».[146] Se trata del criterio de universalidad,
propio de la dinámica del Evangelio, ya que el Padre desea que todos los
hombres se salven y su plan de salvación consiste en «recapitular todas las
cosas, las del cielo y las de la tierra, bajo un solo jefe, que es Cristo» (Ef
1,10). El mandato es: «Id por todo el mundo, anunciad la Buena Noticia a toda
la creación» (Mc 16,15), porque «toda la creación espera ansiosamente esta
revelación de los hijos de Dios» (Rm 8,19). Toda la creación quiere decir
también todos los aspectos de la vida humana, de manera que «la misión del
anuncio de la Buena Nueva de Jesucristo tiene una destinación universal. Su
mandato de caridad abraza todas las dimensiones de la existencia, todas las
personas, todos los ambientes de la convivencia y todos los pueblos. Nada de lo
humano le puede resultar extraño»[147]. La verdadera esperanza cristiana, que
busca el Reino escatológico, siempre genera historia.
La enseñanza de la
Iglesia sobre cuestiones sociales
182. Las enseñanzas
de la Iglesia sobre situaciones contingentes están sujetas a mayores o nuevos
desarrollos y pueden ser objeto de discusión, pero no podemos evitar ser
concretos –sin pretender entrar en detalles– para que los grandes principios
sociales no se queden en meras generalidades que no interpelan a nadie. Hace
falta sacar sus consecuencias prácticas para que «puedan incidir eficazmente
también en las complejas situaciones actuales».[148] Los Pastores, acogiendo
los aportes de las distintas ciencias, tienen derecho a emitir opiniones sobre
todo aquello que afecte a la vida de las personas, ya que la tarea
evangelizadora implica y exige una promoción integral de cada ser humano. Ya no
se puede decir que la religión debe recluirse en el ámbito privado y que está
sólo para preparar las almas para el cielo. Sabemos que Dios quiere la
felicidad de sus hijos también en esta tierra, aunque estén llamados a la
plenitud eterna, porque Él creó todas las cosas «para que las disfrutemos» (1
Tm 6,17), para que todos puedan disfrutarlas. De ahí que la conversión
cristiana exija revisar «especialmente todo lo que pertenece al orden social y
a la obtención del bien común».[149]
183. Por
consiguiente, nadie puede exigirnos que releguemos la religión a la intimidad
secreta de las personas, sin influencia alguna en la vida social y nacional,
sin preocuparnos por la salud de las instituciones de la sociedad civil, sin
opinar sobre los acontecimientos que afectan a los ciudadanos. ¿Quién
pretendería encerrar en un templo y acallar el mensaje de san Francisco de Asís
y de la beata Teresa de Calcuta? Ellos no podrían aceptarlo. Una auténtica fe
–que nunca es cómoda e individualista– siempre implica un profundo deseo de
cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro
paso por la tierra. Amamos este magnífico planeta donde Dios nos ha puesto, y
amamos a la humanidad que lo habita, con todos sus dramas y cansancios, con sus
anhelos y esperanzas, con sus valores y fragilidades. La tierra es nuestra casa
común y todos somos hermanos. Si bien «el orden justo de la sociedad y del
Estado es una tarea principal de la política», la Iglesia «no puede ni debe
quedarse al margen en la lucha por la justicia».[150] Todos los cristianos,
también los Pastores, están llamados a preocuparse por la construcción de un
mundo mejor. De eso se trata, porque el pensamiento social de la Iglesia es
ante todo positivo y propositivo, orienta una acción transformadora, y en ese
sentido no deja de ser un signo de esperanza que brota del corazón amante de
Jesucristo. Al mismo tiempo, une «el propio compromiso al que ya llevan a cabo
en el campo social las demás Iglesias y Comunidades eclesiales, tanto en el
ámbito de la reflexión doctrinal como en el ámbito práctico».[151]
184. No es el momento
para desarrollar aquí todas las graves cuestiones sociales que afectan al mundo
actual, algunas de las cuales comenté en el capítulo segundo. Éste no es un
documento social, y para reflexionar acerca de esos diversos temas tenemos un
instrumento muy adecuado en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia,
cuyo uso y estudio recomiendo vivamente. Además, ni el Papa ni la Iglesia
tienen el monopolio en la interpretación de la realidad social o en la
propuesta de soluciones para los problemas contemporáneos. Puedo repetir aquí lo
que lúcidamente indicaba Pablo VI: «Frente a situaciones tan diversas, nos es
difícil pronunciar una palabra única, como también proponer una solución con
valor universal. No es éste nuestro propósito ni tampoco nuestra misión.
Incumbe a las comunidades cristianas analizar con objetividad la situación
propia de su país».[152]
185. A continuación
procuraré concentrarme en dos grandes cuestiones que me parecen fundamentales
en este momento de la historia. Las desarrollaré con bastante amplitud porque
considero que determinarán el futuro de la humanidad. Se trata, en primer
lugar, de la inclusión social de los pobres y, luego, de la paz y el diálogo
social.
II. La inclusión social de los pobres
186. De nuestra fe en
Cristo hecho pobre, y siempre cercano a los pobres y excluidos, brota la
preocupación por el desarrollo integral de los más abandonados de la sociedad.
Unidos a Dios
escuchamos un clamor
187. Cada cristiano y
cada comunidad están llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y
promoción de los pobres, de manera que puedan integrarse plenamente en la
sociedad; esto supone que seamos dóciles y atentos para escuchar el clamor del
pobre y socorrerlo. Basta recorrer las Escrituras para descubrir cómo el Padre
bueno quiere escuchar el clamor de los pobres: «He visto la aflicción de mi
pueblo en Egipto, he escuchado su clamor ante sus opresores y conozco sus
sufrimientos. He bajado para librarlo […] Ahora pues, ve, yo te envío…» (Ex
3,7-8.10), y se muestra solícito con sus necesidades: «Entonces los israelitas
clamaron al Señor y Él les suscitó un libertador» (Jc 3,15). Hacer oídos sordos
a ese clamor, cuando nosotros somos los instrumentos de Dios para escuchar al
pobre, nos sitúa fuera de la voluntad del Padre y de su proyecto, porque ese
pobre «clamaría al Señor contra ti y tú te cargarías con un pecado» (Dt 15,9).
Y la falta de solidaridad en sus necesidades afecta directamente a nuestra
relación con Dios: «Si te maldice lleno de amargura, su Creador escuchará su
imprecación» (Si 4,6). Vuelve siempre la vieja pregunta: «Si alguno que posee
bienes del mundo ve a su hermano que está necesitado y le cierra sus entrañas,
¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?» (1 Jn 3,17). Recordemos también
con cuánta contundencia el Apóstol Santiago retomaba la figura del clamor de
los oprimidos: «El salario de los obreros que segaron vuestros campos, y que no
habéis pagado, está gritando. Y los gritos de los segadores han llegado a los
oídos del Señor de los ejércitos» (5,4).
188. La Iglesia ha
reconocido que la exigencia de escuchar este clamor brota de la misma obra
liberadora de la gracia en cada uno de nosotros, por lo cual no se trata de una
misión reservada sólo a algunos: «La Iglesia, guiada por el Evangelio de la
misericordia y por el amor al hombre, escucha el clamor por la justicia y
quiere responder a él con todas sus fuerzas».[153]En este marco se comprende el
pedido de Jesús a sus discípulos: «¡Dadles vosotros de comer!» (Mc 6,37), lo
cual implica tanto la cooperación para resolver las causas estructurales de la
pobreza y para promover el desarrollo integral de los pobres, como los gestos
más simples y cotidianos de solidaridad ante las miserias muy concretas que
encontramos. La palabra «solidaridad» está un poco desgastada y a veces se la
interpreta mal, pero es mucho más que algunos actos esporádicos de generosidad.
Supone crear una nueva mentalidad que piense en términos de comunidad, de
prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de
algunos.
189. La solidaridad
es una reacción espontánea de quien reconoce la función social de la propiedad
y el destino universal de los bienes como realidades anteriores a la propiedad
privada. La posesión privada de los bienes se justifica para cuidarlos y
acrecentarlos de manera que sirvan mejor al bien común, por lo cual la
solidaridad debe vivirse como la decisión de devolverle al pobre lo que le
corresponde. Estas convicciones y hábitos de solidaridad, cuando se hacen
carne, abren camino a otras transformaciones estructurales y las vuelven
posibles. Un cambio en las estructuras sin generar nuevas convicciones y
actitudes dará lugar a que esas mismas estructuras tarde o temprano se vuelvan
corruptas, pesadas e ineficaces.
190. A veces se trata
de escuchar el clamor de pueblos enteros, de los pueblos más pobres de la
tierra, porque «la paz se funda no sólo en el respeto de los derechos del
hombre, sino también en el de los derechos de los pueblos».[154] Lamentablemente,
aun los derechos humanos pueden ser utilizados como justificación de una
defensa exacerbada de los derechos individuales o de los derechos de los
pueblos más ricos. Respetando la independencia y la cultura de cada nación, hay
que recordar siempre que el planeta es de toda la humanidad y para toda la
humanidad, y que el solo hecho de haber nacido en un lugar con menores recursos
o menor desarrollo no justifica que algunas personas vivan con menor dignidad.
Hay que repetir que «los más favorecidos deben renunciar a algunos de sus
derechos para poner con mayor liberalidad sus bienes al servicio de los
demás».[155] Para hablar adecuadamente de nuestros derechos necesitamos ampliar
más la mirada y abrir los oídos al clamor de otros pueblos o de otras regiones del
propio país. Necesitamos crecer en una solidaridad que «debe permitir a todos
los pueblos llegar a ser por sí mismos artífices de su destino»,[156] así como
«cada hombre está llamado a desarrollarse».[157]
191. En cada lugar y
circunstancia, los cristianos, alentados por sus Pastores, están llamados a
escuchar el clamor de los pobres, como tan bien expresaron los Obispos de
Brasil: «Deseamos asumir, cada día, las alegrías y esperanzas, las angustias y
tristezas del pueblo brasileño, especialmente de las poblaciones de las
periferias urbanas y de las zonas rurales –sin tierra, sin techo, sin pan, sin
salud– lesionadas en sus derechos. Viendo sus miserias, escuchando sus clamores
y conociendo su sufrimiento, nos escandaliza el hecho de saber que existe
alimento suficiente para todos y que el hambre se debe a la mala distribución
de los bienes y de la renta. El problema se agrava con la práctica generalizada
del desperdicio».[158]
192. Pero queremos
más todavía, nuestro sueño vuela más alto. No hablamos sólo de asegurar a todos
la comida, o un «decoroso sustento», sino de que tengan «prosperidad sin
exceptuar bien alguno».[159] Esto implica educación, acceso al cuidado de la
salud y especialmente trabajo, porque en el trabajo libre, creativo,
participativo y solidario, el ser humano expresa y acrecienta la dignidad de su
vida. El salario justo permite el acceso adecuado a los demás bienes que están
destinados al uso común.
Fidelidad al
Evangelio para no correr en vano
193. El imperativo de
escuchar el clamor de los pobres se hace carne en nosotros cuando se nos
estremecen las entrañas ante el dolor ajeno. Releamos algunas enseñanzas de la
Palabra de Dios sobre la misericordia, para que resuenen con fuerza en la vida
de la Iglesia. El Evangelio proclama: «Felices los misericordiosos, porque
obtendrán mise¬ricordia» (Mt 5,7). El Apóstol Santiago enseña que la
misericordia con los demás nos permite salir triunfantes en el juicio divino:
«Hablad y obrad como corresponde a quienes serán juzgados por una ley de
libertad. Porque tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia;
pero la misericordia triunfa en el juicio» (2,12-13). En este texto, Santiago
se muestra como heredero de lo más rico de la espiritualidad judía del
postexilio, que atribuía a la misericordia un especial valor salvífico: «Rompe
tus pecados con obras de justicia, y tus iniquidades con misericordia para con
los pobres, para que tu ventura sea larga» (Dn 4,24). En esta misma línea, la
literatura sapiencial habla de la limosna como ejercicio concreto de la
misericordia con los necesitados: «La limosna libra de la muerte y purifica de
todo pecado» (Tb 12,9). Más gráficamente aún lo expresa el Eclesiástico: «Como
el agua apaga el fuego llameante, la limosna perdona los pecados» (3,30). La
misma síntesis aparece recogida en el Nuevo Testamento: «Tened ardiente caridad
unos por otros, porque la caridad cubrirá la multitud de los pecados» (1 Pe
4,8). Esta verdad penetró profundamente la mentalidad de los Padres de la
Iglesia y ejerció una resistencia profética contracultural ante el
individualismo hedonista pagano. Recordemos sólo un ejemplo: «Así como, en
peligro de incendio, correríamos a buscar agua para apagarlo […] del mismo
modo, si de nuestra paja surgiera la llama del pecado, y por eso nos turbamos,
una vez que se nos ofrezca la ocasión de una obra llena de misericordia,
alegrémonos de ella como si fuera una fuente que se nos ofrezca en la que
podamos sofocar el incendio».[160]
194. Es un mensaje
tan claro, tan directo, tan simple y elocuente, que ninguna hermenéutica
eclesial tiene derecho a relativizarlo. La reflexión de la Iglesia sobre estos
textos no debería oscurecer o debilitar su sentido exhortativo, sino más bien
ayudar a asumirlos con valentía y fervor. ¿Para qué complicar lo que es tan
simple? Los aparatos conceptuales están para favorecer el contacto con la
realidad que pretenden explicar, y no para alejarnos de ella. Esto vale sobre
todo para las exhortaciones bíblicas que invitan con tanta contundencia al amor
fraterno, al servicio humilde y generoso, a la justicia, a la misericordia con
el pobre. Jesús nos enseñó este camino de reconocimiento del otro con sus palabras
y con sus gestos. ¿Para qué oscurecer lo que es tan claro? No nos preocupemos
sólo por no caer en errores doctrinales, sino también por ser fieles a este
camino luminoso de vida y de sabiduría. Porque «a los defensores de «la
ortodoxia» se dirige a veces el reproche de pasividad, de indulgencia o de
complicidad culpables respecto a situaciones de injusticia intolerables y a los
regímenes políticos que las mantienen».[161]
195. Cuando san Pablo
se acercó a los Apóstoles de Jerusalén para discernir «si corría o había
corrido en vano» (Ga 2,2), el criterio clave de autenticidad que le indicaron
fue que no se olvidara de los pobres (cf. Ga 2,10). Este gran criterio, para
que las comunidades paulinas no se dejaran devorar por el estilo de vida
individualista de los paganos, tiene una gran actualidad en el contexto
presente, donde tiende a desarrollarse un nuevo paganismo individualista. La
belleza misma del Evangelio no siempre puede ser adecuadamente manifestada por
nosotros, pero hay un signo que no debe faltar jamás: la opción por los
últimos, por aquellos que la sociedad descarta y desecha.
196. A veces somos
duros de corazón y de mente, nos olvidamos, nos entretenemos, nos extasiamos
con las inmensas posibilidades de consumo y de distracción que ofrece esta
sociedad. Así se produce una especie de alienación que nos afecta a todos, ya
que «está alienada una sociedad que, en sus formas de organización social, de
producción y de consumo, hace más difícil la realización de esta donación y la
formación de esa solidaridad interhumana».[162]
El lugar privilegiado
de los pobres en el Pueblo de Dios
197. El corazón de
Dios tiene un sitio preferencial para los pobres, tanto que hasta Él mismo «se
hizo pobre» (2 Co 8,9). Todo el camino de nuestra redención está signado por
los pobres. Esta salvación vino a nosotros a través del «sí» de una humilde
muchacha de un pequeño pueblo perdido en la periferia de un gran imperio. El
Salvador nació en un pesebre, entre animales, como lo hacían los hijos de los
más pobres; fue presentado en el Templo junto con dos pichones, la ofrenda de
quienes no podían permitirse pagar un cordero (cf. Lc 2,24; Lv 5,7); creció en
un hogar de sencillos trabajadores y trabajó con sus manos para ganarse el pan.
Cuando comenzó a anunciar el Reino, lo seguían multitudes de desposeídos, y así
manifestó lo que Él mismo dijo: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me
ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres» (Lc 4,18). A
los que estaban cargados de dolor, agobiados de pobreza, les aseguró que Dios
los tenía en el centro de su corazón: «¡Felices vosotros, los pobres, porque el
Reino de Dios os pertenece!» (Lc 6,20); con ellos se identificó: «Tuve hambre y
me disteis de comer», y enseñó que la misericordia hacia ellos es la llave del
cielo (cf. Mt 25,35s).
198. Para la Iglesia
la opción por los pobres es una categoría teológica antes que cultural,
sociológica, política o filosófica. Dios les otorga «su primera
misericordia».[163] Esta preferencia divina tiene consecuencias en la vida de
fe de todos los cristianos, llamados a tener «los mismos sentimientos de
Jesucristo» (Flp 2,5). Inspirada en ella, la Iglesia hizo una opción por los
pobres entendida como una «forma especial de primacía en el ejercicio de la
caridad cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición de la
Iglesia».[164] Esta opción –enseñaba Benedicto XVI– «está implícita en la fe
cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para
enriquecernos con su pobreza».[165] Por eso quiero una Iglesia pobre para los
pobres. Ellos tienen mucho que enseñarnos. Además de participar del sensus
fidei, en sus propios dolores conocen al Cristo sufriente. Es necesario que
todos nos dejemos evangelizar por ellos. La nueva evangelización es una
invitación a reconocer la fuerza salvífica de sus vidas y a ponerlos en el
centro del camino de la Iglesia. Estamos llamados a descubrir a Cristo en
ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a
escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios
quiere comunicarnos a través de ellos.
199. Nuestro
compromiso no consiste exclusivamente en acciones o en programas de promoción y
asistencia; lo que el Espíritu moviliza no es un desborde activista, sino ante
todo una atención puesta en el otro «considerándolo como uno consigo».[166]
Esta atención amante es el inicio de una verdadera preocupación por su persona,
a partir de la cual deseo buscar efectivamente su bien. Esto implica valorar al
pobre en su bondad propia, con su forma de ser, con su cultura, con su modo de
vivir la fe. El verdadero amor siempre es contemplativo, nos permite servir al
otro no por necesidad o por vanidad, sino porque él es bello, más allá de su
apariencia: «Del amor por el cual a uno le es grata la otra persona depende que
le dé algo gratis».[167] El pobre, cuando es amado, «es estimado como de alto
valor»,[168] y esto diferencia la auténtica opción por los pobres de cualquier
ideología, de cualquier intento de utilizar a los pobres al servicio de intereses
personales o políticos. Sólo desde esta cercanía real y cordial podemos
acompañarlos adecuadamente en su camino de liberación. Únicamente esto hará
posible que «los pobres, en cada comunidad cristiana, se sientan como en su
casa. ¿No sería este estilo la más grande y eficaz presentación de la Buena
Nueva del Reino?».[169] Sin la opción preferencial por los más pobres, «el
anuncio del Evangelio, aun siendo la primera caridad, corre el riesgo de ser
incomprendido o de ahogarse en el mar de palabras al que la actual sociedad de
la comunicación nos somete cada día».[170]
200. Puesto que esta
Exhortación se dirige a los miembros de la Iglesia católica quiero expresar con
dolor que la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención
espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la
fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición,
su Palabra, la celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino de
crecimiento y de maduración en la fe. La opción preferencial por los pobres
debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y
prioritaria.
201. Nadie debería
decir que se mantiene lejos de los pobres porque sus opciones de vida implican
prestar más atención a otros asuntos. Ésta es una excusa frecuente en ambientes
académicos, empresariales o profesionales, e incluso eclesiales. Si bien puede
decirse en general que la vocación y la misión propia de los fieles laicos es
la transformación de las distintas realidades terrenas para que toda actividad
humana sea transformada por el Evangelio,[171]nadie puede sentirse exceptuado
de la preocupación por los pobres y por la justicia social: «La conversión
espiritual, la intensidad del amor a Dios y al prójimo, el celo por la justicia
y la paz, el sentido evangélico de los pobres y de la pobreza, son requeridos a
todos».[172] Temo que también estas palabras sólo sean objeto de algunos
comentarios sin una verdadera incidencia práctica. No obstante, confío en la
apertura y las buenas disposiciones de los cristianos, y os pido que busquéis
comunitariamente nuevos caminos para acoger esta renovada propuesta.
Economía y
distribución del ingreso
202. La necesidad de
resolver las causas estructurales de la pobreza no puede esperar, no sólo por
una exigencia pragmática de obtener resultados y de ordenar la sociedad, sino
para sanarla de una enfermedad que la vuelve frágil e indigna y que sólo podrá
llevarla a nuevas crisis. Los planes asistenciales, que atienden ciertas urgencias,
sólo deberían pensarse como respuestas pasajeras. Mientras no se resuelvan
radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta
de los mercados y de la especulación financiera y atacando las causas
estructurales de la inequidad,[173] no se resolverán los problemas del mundo y
en definitiva ningún problema. La inequidad es raíz de los males sociales.
203. La dignidad de
cada persona humana y el bien común son cuestiones que deberían estructurar
toda política económica, pero a veces parecen sólo apéndices agregados desde
fuera para completar un discurso político sin perspectivas ni programas de
verdadero desarrollo integral. ¡Cuántas palabras se han vuelto molestas para
este sistema! Molesta que se hable de ética, molesta que se hable de
solidaridad mundial, molesta que se hable de distribución de los bienes,
molesta que se hable de preservar las fuentes de trabajo, molesta que se hable
de la dignidad de los débiles, molesta que se hable de un Dios que exige un compromiso
por la justicia. Otras veces sucede que estas palabras se vuelven objeto de un
manoseo oportunista que las deshonra. La cómoda indiferencia ante estas
cuestiones vacía nuestra vida y nuestras palabras de todo significado. La
vocación de un empresario es una noble tarea, siempre que se deje interpelar
por un sentido más amplio de la vida; esto le permite servir verdaderamente al
bien común, con su esfuerzo por multiplicar y volver más accesibles para todos
los bienes de este mundo.
204. Ya no podemos confiar
en las fuerzas ciegas y en la mano invisible del mercado. El crecimiento en
equidad exige algo más que el crecimiento económico, aunque lo supone, requiere
decisiones, programas, mecanismos y procesos específicamente orientados a una
mejor distribución del ingreso, a una creación de fuentes de trabajo, a una
promoción integral de los pobres que supere el mero asistencialismo. Estoy
lejos de proponer un populismo irresponsable, pero la economía ya no puede
recurrir a remedios que son un nuevo veneno, como cuando se pretende aumentar
la rentabilidad reduciendo el mercado laboral y creando así nuevos excluidos.
205. ¡Pido a Dios que
crezca el número de políticos capaces de entrar en un auténtico diálogo que se
oriente eficazmente a sanar las raíces profundas y no la apariencia de los
males de nuestro mundo! La política, tan denigrada, es una altísima vocación,
es una de las formas más preciosas de la caridad, porque busca el bien
común.[174] Tenemos que convencernos de que la caridad «no es sólo el principio
de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo,
sino también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas
y políticas».[175] ¡Ruego al Señor que nos regale más políticos a quienes les
duela de verdad la sociedad, el pueblo, la vida de los pobres! Es imperioso que
los gobernantes y los poderes financieros levanten la mirada y amplíen sus
perspectivas, que procuren que haya trabajo digno, educación y cuidado de la
salud para todos los ciudadanos. ¿Y por qué no acudir a Dios para que inspire
sus planes? Estoy convencido de que a partir de una apertura a la trascendencia
podría formarse una nueva mentalidad política y económica que ayudaría a
superar la dicotomía absoluta entre la economía y el bien común social.
206. La economía,
como la misma palabra indica, debería ser el arte de alcanzar una adecuada
administración de la casa común, que es el mundo entero. Todo acto económico de
envergadura realizado en una parte del planeta repercute en el todo; por ello
ningún gobierno puede actuar al margen de una responsabilidad común. De hecho,
cada vez se vuelve más difícil encontrar soluciones locales para las enormes
contradicciones globales, por lo cual la política local se satura de problemas
a resolver. Si realmente queremos alcanzar una sana economía mundial, hace
falta en estos momentos de la historia un modo más eficiente de interacción
que, dejando a salvo la soberanía de las naciones, asegure el bienestar
económico de todos los países y no sólo de unos pocos.
207. Cualquier
comunidad de la Iglesia, en la medida en que pretenda subsistir tranquila sin
ocuparse creativamente y cooperar con eficiencia para que los pobres vivan con
dignidad y para incluir a todos, también correrá el riesgo de la disolución, aunque
hable de temas sociales o critique a los gobiernos. Fácilmente terminará sumida
en la mundanidad espiritual, disimulada con prácticas religiosas, con reuniones
infecundas o con discursos vacíos.
208. Si alguien se
siente ofendido por mis palabras, le digo que las expreso con afecto y con la
mejor de las intenciones, lejos de cualquier interés personal o ideología
política. Mi palabra no es la de un enemigo ni la de un opositor. Sólo me
interesa procurar que aquellos que están esclavizados por una mentalidad
individualista, indiferente y egoísta, puedan liberarse de esas cadenas
indignas y alcancen un estilo de vida y de pensamiento más humano, más noble,
más fecundo, que dignifique su paso por esta tierra.
Cuidar la fragilidad
209. Jesús, el
evangelizador por excelencia y el Evangelio en persona, se identifica
especialmente con los más pequeños (cf. Mt 25,40). Esto nos recuerda que todos
los cristianos estamos llamados a cuidar a los más frágiles de la tierra. Pero
en el vigente modelo «exitista» y «privatista» no parece tener sentido invertir
para que los lentos, débiles o menos dotados puedan abrirse camino en la vida.
210. Es indispensable
prestar atención para estar cerca de nuevas formas de pobreza y fragilidad
donde estamos llamados a reconocer a Cristo sufriente, aunque eso aparentemente
no nos aporte beneficios tangibles e inmediatos: los sin techo, los
toxicodependientes, los refugiados, los pueblos indígenas, los ancianos cada
vez más solos y abandonados, etc. Los migrantes me plantean un desafío
particular por ser Pastor de una Iglesia sin fronteras que se siente madre de
todos. Por ello, exhorto a los países a una generosa apertura, que en lugar de
temer la destrucción de la identidad local sea capaz de crear nuevas síntesis
culturales. ¡Qué hermosas son las ciudades que superan la desconfianza
enfermiza e integran a los diferentes, y que hacen de esa integración un nuevo
factor de desarrollo! ¡Qué lindas son las ciudades que, aun en su diseño
arquitectónico, están llenas de espacios que conectan, relacionan, favorecen el
reconocimiento del otro!
211. Siempre me
angustió la situación de los que son objeto de las diversas formas de trata de
personas. Quisiera que se escuchara el grito de Dios preguntándonos a todos:
«¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9). ¿Dónde está tu hermano esclavo? ¿Dónde está
ese que estás matando cada día en el taller clandestino, en la red de
prostitución, en los niños que utilizas para mendicidad, en aquel que tiene que
trabajar a escondidas porque no ha sido formalizado? No nos hagamos los
distraídos. Hay mucho de complicidad. ¡La pregunta es para todos! En nuestras
ciudades está instalado este crimen mafioso y aberrante, y muchos tienen las
manos preñadas de sangre debido a la complicidad cómoda y muda.
212. Doblemente pobres
son las mujeres que sufren situaciones de exclusión, maltrato y violencia,
porque frecuentemente se encuentran con menores posibilidades de defender sus
derechos. Sin embargo, también entre ellas encontramos constantemente los más
admirables gestos de heroísmo cotidiano en la defensa y el cuidado de la
fragilidad de sus familias.
213. Entre esos
débiles, que la Iglesia quiere cuidar con predilección, están también los niños
por nacer, que son los más indefensos e inocentes de todos, a quienes hoy se
les quiere negar su dignidad humana en orden a hacer con ellos lo que se
quiera, quitándoles la vida y promoviendo legislaciones para que nadie pueda
impedirlo. Frecuentemente, para ridiculizar alegremente la defensa que la
Iglesia hace de sus vidas, se procura presentar su postura como algo
ideológico, oscurantista y conservador. Sin embargo, esta defensa de la vida
por nacer está íntimamente ligada a la defensa de cualquier derecho humano.
Supone la convicción de que un ser humano es siempre sagrado e inviolable, en
cualquier situación y en cada etapa de su desarrollo. Es un fin en sí mismo y
nunca un medio para resolver otras dificultades. Si esta convicción cae, no
quedan fundamentos sólidos y permanentes para defender los derechos humanos,
que siempre estarían sometidos a conveniencias circunstanciales de los
poderosos de turno. La sola razón es suficiente para reconocer el valor
inviolable de cualquier vida humana, pero si además la miramos desde la fe,
«toda violación de la dignidad personal del ser humano grita venganza delante
de Dios y se configura como ofensa al Creador del hombre».[176]
214. Precisamente
porque es una cuestión que hace a la coherencia interna de nuestro mensaje
sobre el valor de la persona humana, no debe esperarse que la Iglesia cambie su
postura sobre esta cuestión. Quiero ser completamente honesto al respecto. Éste
no es un asunto sujeto a supuestas reformas o «modernizaciones». No es
progresista pretender resolver los problemas eliminando una vida humana. Pero
también es verdad que hemos hecho poco para acompañar adecuadamente a las
mujeres que se encuentran en situaciones muy duras, donde el aborto se les
presenta como una rápida solución a sus profundas angustias, particularmente
cuando la vida que crece en ellas ha surgido como producto de una violación o
en un contexto de extrema pobreza. ¿Quién puede dejar de comprender esas
situaciones de tanto dolor?
215. Hay otros seres
frágiles e indefensos, que muchas veces quedan a merced de los intereses
económicos o de un uso indiscriminado. Me refiero al conjunto de la creación.
Los seres humanos no somos meros beneficiarios, sino custodios de las demás
criaturas. Por nuestra realidad corpórea, Dios nos ha unido tan estrechamente
al mundo que nos rodea, que la desertificación del suelo es como una enfermedad
para cada uno, y podemos lamentar la extinción de una especie como si fuera una
mutilación. No dejemos que a nuestro paso queden signos de destrucción y de
muerte que afecten nuestra vida y la de las futuras generaciones.[177] En este
sentido, hago propio el bello y profético lamento que hace varios años
expresaron los Obispos de Filipinas: «Una increíble variedad de insectos vivían
en el bosque y estaban ocupados con todo tipo de tareas […] Los pájaros volaban
por el aire, sus plumas brillantes y sus diferentes cantos añadían color y
melodía al verde de los bosques [...] Dios quiso esta tierra para nosotros, sus
criaturas especiales, pero no para que pudiéramos destruirla y convertirla en
un páramo [...] Después de una sola noche de lluvia, mira hacia los ríos de
marrón chocolate de tu localidad, y recuerda que se llevan la sangre viva de la
tierra hacia el mar [...] ¿Cómo van a poder nadar los peces en alcantarillas
como el río Pasig y tantos otros ríos que hemos contaminado? ¿Quién ha
convertido el maravilloso mundo marino en cementerios subacuáticos despojados
de vida y de color?».[178]
216. Pequeños pero
fuertes en el amor de Dios, como san Francisco de Asís, todos los cristianos
estamos llamados a cuidar la fragilidad del pueblo y del mundo en que vivimos.
III. El bien común y la paz social
217. Hemos hablado
mucho sobre la alegría y sobre el amor, pero la Palabra de Dios menciona
también el fruto de la paz (cf. Ga 5,22).
218. La paz social no
puede entenderse como un irenismo o como una mera ausencia de violencia lograda
por la imposición de un sector sobre los otros. También sería una falsa paz
aquella que sirva como excusa para justificar una organización social que
silencie o tranquilice a los más pobres, de manera que aquellos que gozan de
los mayores beneficios puedan sostener su estilo de vida sin sobresaltos
mientras los demás sobreviven como pueden. Las reivindicaciones sociales, que
tienen que ver con la distribución del ingreso, la inclusión social de los
pobres y los derechos humanos, no pueden ser sofocadas con el pretexto de
construir un consenso de escritorio o una efímera paz para una minoría feliz.
La dignidad de la persona humana y el bien común están por encima de la
tranquilidad de algunos que no quieren renunciar a sus privilegios. Cuando
estos valores se ven afectados, es necesaria una voz profética.
219. La paz tampoco
«se reduce a una ausencia de guerra, fruto del equilibrio siempre precario de
las fuerzas. La paz se construye día a día, en la instauración de un orden
querido por Dios, que comporta una justicia más perfecta entre los
hombres».[179] En definitiva, una paz que no surja como fruto del desarrollo
integral de todos, tampoco tendrá futuro y siempre será semilla de nuevos
conflictos y de variadas formas de violencia.
220. En cada nación,
los habitantes desarrollan la dimensión social de sus vidas configurándose como
ciudadanos responsables en el seno de un pueblo, no como masa arrastrada por
las fuerzas dominantes. Recordemos que «el ser ciudadano fiel es una virtud y
la participación en la vida política es una obligación moral».[180] Pero
convertirse en pueblo es todavía más, y requiere un proceso constante en el
cual cada nueva generación se ve involucrada. Es un trabajo lento y arduo que
exige querer integrarse y aprender a hacerlo hasta desarrollar una cultura del
encuentro en una pluriforme armonía.
221. Para avanzar en
esta construcción de un pueblo en paz, justicia y fraternidad, hay cuatro
principios relacionados con tensiones bipolares propias de toda realidad
social. Brotan de los grandes postulados de la Doctrina Social de la Iglesia,
los cuales constituyen «el primer y fundamental parámetro de referencia para la
interpretación y la valoración de los fenómenos sociales».[181] A la luz de
ellos, quiero proponer ahora estos cuatro principios que orientan
específicamente el desarrollo de la convivencia social y la construcción de un
pueblo donde las diferencias se armonicen en un proyecto común. Lo hago con la
convicción de que su aplicación puede ser un genuino camino hacia la paz dentro
de cada nación y en el mundo entero.
El tiempo es superior
al espacio
222. Hay una tensión
bipolar entre la plenitud y el límite. La plenitud provoca la voluntad de
poseerlo todo, y el límite es la pared que se nos pone delante. El «tiempo»,
ampliamente considerado, hace referencia a la plenitud como expresión del
horizonte que se nos abre, y el momento es expresión del límite que se vive en
un espacio acotado. Los ciudadanos viven en tensión entre la coyuntura del
momento y la luz del tiempo, del horizonte mayor, de la utopía que nos abre al
futuro como causa final que atrae. De aquí surge un primer principio para
avanzar en la construcción de un pueblo: el tiempo es superior al espacio.
223. Este principio
permite trabajar a largo plazo, sin obsesionarse por resultados inmediatos.
Ayuda a soportar con paciencia situaciones difíciles y adversas, o los cambios
de planes que impone el dinamismo de la realidad. Es una invitación a asumir la
tensión entre plenitud y límite, otorgando prioridad al tiempo. Uno de los
pecados que a veces se advierten en la actividad sociopolítica consiste en
privilegiar los espacios de poder en lugar de los tiempos de los procesos.
Darle prioridad al espacio lleva a enloquecerse para tener todo resuelto en el
presente, para intentar tomar posesión de todos los espacios de poder y
autoafirmación. Es cristalizar los procesos y pretender detenerlos. Darle prioridad
al tiempo es ocuparse de iniciar procesos más que de poseer espacios. El tiempo
rige los espacios, los ilumina y los transforma en eslabones de una cadena en
constante crecimiento, sin caminos de retorno. Se trata de privilegiar las
acciones que generan dinamismos nuevos en la sociedad e involucran a otras
personas y grupos que las desarrollarán, hasta que fructifiquen en importantes
acontecimientos históricos. Nada de ansiedad, pero sí convicciones claras y
tenacidad.
224. A veces me
pregunto quiénes son los que en el mundo actual se preocupan realmente por
generar procesos que construyan pueblo, más que por obtener resultados
inmediatos que producen un rédito político fácil, rápido y efímero, pero que no
construyen la plenitud humana. La historia los juzgará quizás con aquel
criterio que enunciaba Romano Guardini: «El único patrón para valorar con
acierto una época es preguntar hasta qué punto se desarrolla en ella y alcanza
una auténtica razón de ser la plenitud de la existencia humana, de acuerdo con el
carácter peculiar y las posibilidades de dicha época».[182]
225. Este criterio
también es muy propio de la evangelización, que requiere tener presente el
horizonte, asumir los procesos posibles y el camino largo. El Señor mismo en su
vida mortal dio a entender muchas veces a sus discípulos que había cosas que no
podían comprender todavía y que era necesario esperar al Espíritu Santo (cf. Jn
16,12-13). La parábola del trigo y la cizaña (cf. Mt 13,24-30) grafica un
aspecto importante de la evangelización que consiste en mostrar cómo el enemigo
puede ocupar el espacio del Reino y causar daño con la cizaña, pero es vencido
por la bondad del trigo que se manifiesta con el tiempo.
La unidad prevalece
sobre el conflicto
226. El conflicto no
puede ser ignorado o disimulado. Ha de ser asumido. Pero si quedamos atrapados
en él, perdemos perspectivas, los horizontes se limitan y la realidad misma
queda fragmentada. Cuando nos detenemos en la coyuntura conflictiva, perdemos
el sentido de la unidad profunda de la realidad.
227. Ante el
conflicto, algunos simplemente lo miran y siguen adelante como si nada pasara,
se lavan las manos para poder continuar con su vida. Otros entran de tal manera
en el conflicto que quedan prisioneros, pierden horizontes, proyectan en las
instituciones las propias confusiones e insatisfacciones y así la unidad se
vuelve imposible. Pero hay una tercera manera, la más adecuada, de situarse
ante el conflicto. Es aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo
en el eslabón de un nuevo proceso. «¡Felices los que trabajan por la paz!» (Mt
5,9).
228. De este modo, se
hace posible desarrollar una comunión en las diferencias, que sólo pueden
facilitar esas grandes personas que se animan a ir más allá de la superficie
conflictiva y miran a los demás en su dignidad más profunda. Por eso hace falta
postular un principio que es indispensable para construir la amistad social: la
unidad es superior al conflicto. La solidaridad, entendida en su sentido más
hondo y desafiante, se convierte así en un modo de hacer la historia, en un
ámbito viviente donde los conflictos, las tensiones y los opuestos pueden
alcanzar una unidad pluriforme que engendra nueva vida. No es apostar por un
sincretismo ni por la absorción de uno en el otro, sino por la resolución en un
plano superior que conserva en sí las virtualidades valiosas de las polaridades
en pugna.
229. Este criterio
evangélico nos recuerda que Cristo ha unificado todo en sí: cielo y tierra,
Dios y hombre, tiempo y eternidad, carne y espíritu, persona y sociedad. La
señal de esta unidad y reconciliación de todo en sí es la paz. Cristo «es
nuestra paz» (Ef 2,14). El anuncio evangélico comienza siempre con el saludo de
paz, y la paz corona y cohesiona en cada momento las relaciones entre los
discípulos. La paz es posible porque el Señor ha vencido al mundo y a su conflictividad
permanente «haciendo la paz mediante la sangre de su cruz» (Col 1,20). Pero si
vamos al fondo de estos textos bíblicos, tenemos que llegar a descubrir que el
primer ámbito donde estamos llamados a lograr esta pacificación en las
diferencias es la propia interioridad, la propia vida siempre amenazada por la
dispersión dialéctica.[183] Con corazones rotos en miles de fragmentos será
difícil construir una auténtica paz social.
230. El anuncio de
paz no es el de una paz negociada, sino la convicción de que la unidad del
Espíritu armoniza todas las diversidades. Supera cualquier conflicto en una
nueva y prometedora síntesis. La diversidad es bella cuando acepta entrar
constantemente en un proceso de reconciliación, hasta sellar una especie de pacto
cultural que haga emerger una «diversidad reconciliada», como bien enseñaron
los Obispos del Congo: «La diversidad de nuestras etnias es una riqueza [...]
Sólo con la unidad, con la conversión de los corazones y con la reconciliación
podremos hacer avanzar nuestro país».[184]
La realidad es más
importante que la idea
231. Existe también
una tensión bipolar entre la idea y la realidad. La realidad simplemente es, la
idea se elabora. Entre las dos se debe instaurar un diálogo constante, evitando
que la idea termine separándose de la realidad. Es peligroso vivir en el reino
de la sola palabra, de la imagen, del sofisma. De ahí que haya que postular un
tercer principio: la realidad es superior a la idea. Esto supone evitar
diversas formas de ocultar la realidad: los purismos angélicos, los
totalitarismos de lo relativo, los nominalismos declaracionistas, los proyectos
más formales que reales, los fundamentalismos ahistóricos, los eticismos sin
bondad, los intelectualismos sin sabiduría.
232. La idea –las
elaboraciones conceptuales– está en función de la captación, la comprensión y
la conducción de la realidad. La idea desconectada de la realidad origina
idealismos y nominalismos ineficaces, que a lo sumo clasifican o definen, pero
no convocan. Lo que convoca es la realidad iluminada por el razonamiento. Hay
que pasar del nominalismo formal a la objetividad armoniosa. De otro modo, se
manipula la verdad, así como se suplanta la gimnasia por la cosmética.[185] Hay
políticos –e incluso dirigentes religiosos– que se preguntan por qué el pueblo
no los comprende y no los sigue, si sus propuestas son tan lógicas y claras.
Posiblemente sea porque se instalaron en el reino de la pura idea y redujeron
la política o la fe a la retórica. Otros olvidaron la sencillez e importaron
desde fuera una racionalidad ajena a la gente.
233. La realidad es
superior a la idea. Este criterio hace a la encarnación de la Palabra y a su
puesta en práctica: «En esto conoceréis el Espíritu de Dios: todo espíritu que
confiesa que Jesucristo ha venido en carne es de Dios» (1 Jn 4,2). El criterio
de realidad, de una Palabra ya encarnada y siempre buscando encarnarse, es
esencial a la evangelización. Nos lleva, por un lado, a valorar la historia de
la Iglesia como historia de salvación, a recordar a nuestros santos que
inculturaron el Evangelio en la vida de nuestros pueblos, a recoger la rica
tradición bimilenaria de la Iglesia, sin pretender elaborar un pensamiento
desconectado de ese tesoro, como si quisiéramos inventar el Evangelio. Por otro
lado, este criterio nos impulsa a poner en práctica la Palabra, a realizar
obras de justicia y caridad en las que esa Palabra sea fecunda. No poner en
práctica, no llevar a la realidad la Palabra, es edificar sobre arena,
permanecer en la pura idea y degenerar en intimismos y gnosticismos que no dan
fruto, que esterilizan su dinamismo.
El todo es superior a
la parte
234. Entre la
globalización y la localización también se produce una tensión. Hace falta
prestar atención a lo global para no caer en una mezquindad cotidiana. Al mismo
tiempo, no conviene perder de vista lo local, que nos hace caminar con los pies
sobre la tierra. Las dos cosas unidas impiden caer en alguno de estos dos
extremos: uno, que los ciudadanos vivan en un universalismo abstracto y globalizante,
miméticos pasajeros del furgón de cola, admirando los fuegos artificiales del
mundo, que es de otros, con la boca abierta y aplausos programados; otro, que
se conviertan en un museo folklórico de ermitaños localistas, condenados a
repetir siempre lo mismo, incapaces de dejarse interpelar por el diferente y de
valorar la belleza que Dios derrama fuera de sus límites.
235. El todo es más
que la parte, y también es más que la mera suma de ellas. Entonces, no hay que
obsesionarse demasiado por cuestiones limitadas y particulares. Siempre hay que
ampliar la mirada para reconocer un bien mayor que nos beneficiará a todos.
Pero hay que hacerlo sin evadirse, sin desarraigos. Es necesario hundir las
raíces en la tierra fértil y en la historia del propio lugar, que es un don de
Dios. Se trabaja en lo pequeño, en lo cercano, pero con una perspectiva más
amplia. Del mismo modo, una persona que conserva su peculiaridad personal y no
esconde su identidad, cuando integra cordialmente una comunidad, no se anula sino
que recibe siempre nuevos estímulos para su propio desarrollo. No es ni la
esfera global que anula ni la parcialidad aislada que esteriliza.
236. El modelo no es
la esfera, que no es superior a las partes, donde cada punto es equidistante
del centro y no hay diferencias entre unos y otros. El modelo es el poliedro,
que refleja la confluencia de todas las parcialidades que en él conservan su
originalidad. Tanto la acción pastoral como la acción política procuran recoger
en ese poliedro lo mejor de cada uno. Allí entran los pobres con su cultura,
sus proyectos y sus propias potencialidades. Aun las personas que puedan ser
cuestionadas por sus errores, tienen algo que aportar que no debe perderse. Es
la conjunción de los pueblos que, en el orden universal, conservan su propia
peculiaridad; es la totalidad de las personas en una sociedad que busca un bien
común que verdaderamente incorpora a todos.
237. A los
cristianos, este principio nos habla también de la totalidad o integridad del
Evangelio que la Iglesia nos transmite y nos envía a predicar. Su riqueza plena
incorpora a los académicos y a los obreros, a los empresarios y a los artistas,
a todos. La mística popular acoge a su modo el Evangelio entero, y lo encarna
en expresiones de oración, de fraternidad, de justicia, de lucha y de fiesta.
La Buena Noticia es la alegría de un Padre que no quiere que se pierda ninguno
de sus pequeñitos. Así brota la alegría en el Buen Pastor que encuentra la
oveja perdida y la reintegra a su rebaño. El Evangelio es levadura que fermenta
toda la masa y ciudad que brilla en lo alto del monte iluminando a todos los
pueblos. El Evangelio tiene un criterio de totalidad que le es inherente: no
termina de ser Buena Noticia hasta que no es anunciado a todos, hasta que no
fecunda y sana todas las dimensiones del hombre, y hasta que no integra a todos
los hombres en la mesa del Reino. El todo es superior a la parte.
IV. El diálogo social como contribución a la paz
238. La
evangelización también implica un camino de diálogo. Para la Iglesia, en este
tiempo hay particularmente tres campos de diálogo en los cuales debe estar
presente, para cumplir un servicio a favor del pleno desarrollo del ser humano
y procurar el bien común: el diálogo con los Estados, con la sociedad –que
incluye el diálogo con las culturas y con las ciencias– y con otros creyentes
que no forman parte de la Iglesia católica. En todos los casos «la Iglesia
habla desde la luz que le ofrece la fe»,[186] aporta su experiencia de dos mil
años y conserva siempre en la memoria las vidas y sufrimientos de los seres
humanos. Esto va más allá de la razón humana, pero también tiene un significado
que puede enriquecer a los que no creen e invita a la razón a ampliar sus
perspectivas.
239. La Iglesia
proclama «el evangelio de la paz» (Ef 6,15) y está abierta a la colaboración
con todas las autoridades nacionales e internacionales para cuidar este bien
universal tan grande. Al anunciar a Jesucristo, que es la paz en persona (cf.
Ef 2,14), la nueva evangelización anima a todo bautizado a ser instrumento de
pacificación y testimonio creíble de una vida reconciliada.[187] Es hora de
saber cómo diseñar, en una cultura que privilegie el diálogo como forma de
encuentro, la búsqueda de consensos y acuerdos, pero sin separarla de la
preocupación por una sociedad justa, memoriosa y sin exclusiones. El autor
principal, el sujeto histórico de este proceso, es la gente y su cultura, no es
una clase, una fracción, un grupo, una élite. No necesitamos un proyecto de
unos pocos para unos pocos, o una minoría ilustrada o testimonial que se
apropie de un sentimiento colectivo. Se trata de un acuerdo para vivir juntos,
de un pacto social y cultural.
240. Al Estado
compete el cuidado y la promoción del bien común de la sociedad.[188] Sobre la
base de los principios de subsidiariedad y solidaridad, y con un gran esfuerzo
de diálogo político y creación de consensos, desempeña un papel fundamental,
que no puede ser delegado, en la búsqueda del desarrollo integral de todos.
Este papel, en las circunstancias actuales, exige una profunda humildad social.
241. En el diálogo
con el Estado y con la sociedad, la Iglesia no tiene soluciones para todas las
cuestiones particulares. Pero junto con las diversas fuerzas sociales, acompaña
las propuestas que mejor respondan a la dignidad de la persona humana y al bien
común. Al hacerlo, siempre propone con claridad los valores fundamentales de la
existencia humana, para transmitir convicciones que luego puedan traducirse en
acciones políticas.
El diálogo entre la
fe, la razón y las ciencias
242. El diálogo entre
ciencia y fe también es parte de la acción evangelizadora que pacifica.[189] El
cientismo y el positivismo se rehúsan a «admitir como válidas las formas de
conocimiento diversas de las propias de las ciencias positivas».[190] La
Iglesia propone otro camino, que exige una síntesis entre un uso responsable de
las metodologías propias de las ciencias empíricas y otros saberes como la
filosofía, la teología, y la misma fe, que eleva al ser humano hasta el
misterio que trasciende la naturaleza y la inteligencia humana. La fe no le
tiene miedo a la razón; al contrario, la busca y confía en ella, porque «la luz
de la razón y la de la fe provienen ambas de Dios»,[191] y no pueden
contradecirse entre sí. La evangelización está atenta a los avances científicos
para iluminarlos con la luz de la fe y de la ley natural, en orden a procurar
que respeten siempre la centralidad y el valor supremo de la persona humana en
todas las fases de su existencia. Toda la sociedad puede verse enriquecida
gracias a este diálogo que abre nuevos horizontes al pensamiento y amplía las
posibilidades de la razón. También éste es un camino de armonía y de
pacificación.
243. La Iglesia no
pretende detener el admirable progreso de las ciencias. Al contrario, se alegra
e incluso disfruta reconociendo el enorme potencial que Dios ha dado a la mente
humana. Cuando el desarrollo de las ciencias, manteniéndose con rigor académico
en el campo de su objeto específico, vuelve evidente una determinada conclusión
que la razón no puede negar, la fe no la contradice. Los creyentes tampoco
pueden pretender que una opinión científica que les agrada, y que ni siquiera
ha sido suficientemente comprobada, adquiera el peso de un dogma de fe. Pero,
en ocasiones, algunos científicos van más allá del objeto formal de su
disciplina y se extralimitan con afirmaciones o conclusiones que exceden el
campo de la propia ciencia. En ese caso, no es la razón lo que se propone, sino
una determinada ideología que cierra el camino a un diálogo auténtico, pacífico
y fructífero.
El diálogo ecuménico
244. El empeño
ecuménico responde a la oración del Señor Jesús que pide «que todos sean uno»
(Jn 17,21). La credibilidad del anuncio cristiano sería mucho mayor si los
cristianos superaran sus divisiones y la Iglesia realizara «la plenitud de
catolicidad que le es propia, en aquellos hijos que, incorporados a ella
ciertamente por el Bautismo, están, sin embargo, separados de su plena
comunión».[192] Tenemos que recordar siempre que somos peregrinos, y
peregrinamos juntos. Para eso hay que confiar el corazón al compañero de camino
sin recelos, sin desconfianzas, y mirar ante todo lo que buscamos: la paz en el
rostro del único Dios. Confiarse al otro es algo artesanal, la paz es artesanal.
Jesús nos dijo: «¡Felices los que trabajan por la paz!» (Mt 5,9). En este
empeño, también entre nosotros, se cumple la antigua profecía: «De sus espadas
forjarán arados» (Is 2,4).
245. Bajo esta luz,
el ecumenismo es un aporte a la unidad de la familia humana. La presencia en el
Sínodo del Patriarca de Constantinopla, Su Santidad Bartolomé I, y del
Arzobispo de Canterbury, Su Gracia Rowan Douglas Williams, fue un verdadero don
de Dios y un precioso testimonio cristiano.[193]
246. Dada la gravedad
del antitestimonio de la división entre cristianos, particularmente en Asia y
en África, la búsqueda de caminos de unidad se vuelve urgente. Los misioneros
en esos continentes mencionan reiteradamente las críticas, quejas y burlas que
reciben debido al escándalo de los cristianos divididos. Si nos concentramos en
las convicciones que nos unen y recordamos el principio de la jerarquía de
verdades, podremos caminar decididamente hacia expresiones comunes de anuncio,
de servicio y de testimonio. La inmensa multitud que no ha acogido el anuncio
de Jesucristo no puede dejarnos indiferentes. Por lo tanto, el empeño por una
unidad que facilite la acogida de Jesucristo deja de ser mera diplomacia o
cumplimiento forzado, para convertirse en un camino ineludible de la
evangelización. Los signos de división entre los cristianos en países que ya
están destrozados por la violencia agregan más motivos de conflicto por parte
de quienes deberíamos ser un atractivo fermento de paz. ¡Son tantas y tan
valiosas las cosas que nos unen! Y si realmente creemos en la libre y generosa
acción del Espíritu, ¡cuántas cosas podemos aprender unos de otros! No se trata
sólo de recibir información sobre los demás para conocerlos mejor, sino de
recoger lo que el Espíritu ha sembrado en ellos como un don también para
nosotros. Sólo para dar un ejemplo, en el diálogo con los hermanos ortodoxos,
los católicos tenemos la posibilidad de aprender algo más sobre el sentido de
la colegialidad episcopal y sobre su experiencia de la sinodalidad. A través de
un intercambio de dones, el Espíritu puede llevarnos cada vez más a la verdad y
al bien.
Las relaciones con el
Judaísmo
247. Una mirada muy
especial se dirige al pueblo judío, cuya Alianza con Dios jamás ha sido
revocada, porque «los dones y el llamado de Dios son irrevocables» (Rm 11,29).
La Iglesia, que comparte con el Judaísmo una parte importante de las Sagradas
Escrituras, considera al pueblo de la Alianza y su fe como una raíz sagrada de
la propia identidad cristiana (cf. Rm 11,16-18). Los cristianos no podemos
considerar al Judaísmo como una religión ajena, ni incluimos a los judíos entre
aquellos llamados a dejar los ídolos para convertirse al verdadero Dios (cf. 1
Ts 1,9). Creemos junto con ellos en el único Dios que actúa en la historia, y acogemos
con ellos la común Palabra revelada.
248. El diálogo y la
amistad con los hijos de Israel son parte de la vida de los discípulos de
Jesús. El afecto que se ha desarrollado nos lleva a lamentar sincera y
amargamente las terribles persecuciones de las que fueron y son objeto,
particularmente aquellas que involucran o involucraron a cristianos.
249. Dios sigue
obrando en el pueblo de la Antigua Alianza y provoca tesoros de sabiduría que
brotan de su encuentro con la Palabra divina. Por eso, la Iglesia también se
enriquece cuando recoge los valores del Judaísmo. Si bien algunas convicciones
cristianas son inaceptables para el Judaísmo, y la Iglesia no puede dejar de
anunciar a Jesús como Señor y Mesías, existe una rica complementación que nos
permite leer juntos los textos de la Biblia hebrea y ayudarnos mutuamente a
desentrañar las riquezas de la Palabra, así como compartir muchas convicciones
éticas y la común preocupación por la justicia y el desarrollo de los pueblos.
El diálogo
interreligioso
250. Una actitud de
apertura en la verdad y en el amor debe caracterizar el diálogo con los
creyentes de las religiones no cristianas, a pesar de los varios obstáculos y
dificultades, particularmente los fundamentalismos de ambas partes. Este
diálogo interreligioso es una condición necesaria para la paz en el mundo, y
por lo tanto es un deber para los cristianos, así como para otras comunidades
religiosas. Este diálogo es, en primer lugar, una conversación sobre la vida
humana o simplemente, como proponen los Obispos de la India, «estar abiertos a
ellos, compartiendo sus alegrías y penas».[194] Así aprendemos a aceptar a los
otros en su modo diferente de ser, de pensar y de expresarse. De esta forma,
podremos asumir juntos el deber de servir a la justicia y la paz, que deberá
convertirse en un criterio básico de todo intercambio. Un diálogo en el que se
busquen la paz social y la justicia es en sí mismo, más allá de lo meramente
pragmático, un compromiso ético que crea nuevas condiciones sociales. Los
esfuerzos en torno a un tema específico pueden convertirse en un proceso en el
que, a través de la escucha del otro, ambas partes encuentren purificación y
enriquecimiento. Por lo tanto, estos esfuerzos también pueden tener el
significado del amor a la verdad.
251. En este dialogo,
siempre amable y cordial, nunca se debe descuidar el vínculo esencial entre
diálogo y anuncio, que lleva a la Iglesia a mantener y a intensificar las
relaciones con los no cristianos.[195] Un sincretismo conciliador sería en el
fondo un totalitarismo de quienes pretenden conciliar prescindiendo de valores
que los trascienden y de los cuales no son dueños. La verdadera apertura
implica mantenerse firme en las propias convicciones más hondas, con una
identidad clara y gozosa, pero «abierto a comprender las del otro» y «sabiendo
que el diálogo realmente puede enriquecer a cada uno».[196] No nos sirve una
apertura diplomática, que dice que sí a todo para evitar problemas, porque
sería un modo de engañar al otro y de negarle el bien que uno ha recibido como
un don para compartir generosamente. La evangelización y el diálogo
interreligioso, lejos de oponerse, se sostienen y se alimentan
recíprocamente.[197]
252. En esta época adquiere
gran importancia la relación con los creyentes del Islam, hoy particularmente
presentes en muchos países de tradición cristiana donde pueden celebrar
libremente su culto y vivir integrados en la sociedad. Nunca hay que olvidar
que ellos, «confesando adherirse a la fe de Abraham, adoran con nosotros a un
Dios único, misericordioso, que juzgará a los hombres en el día final».[198]
Los escritos sagrados del Islam conservan parte de las enseñanzas cristianas;
Jesucristo y María son objeto de profunda veneración y es admirable ver cómo
jóvenes y ancianos, mujeres y varones del Islam son capaces de dedicar tiempo
diariamente a la oración y de participar fielmente de sus ritos religiosos. Al
mismo tiempo, muchos de ellos tienen una profunda convicción de que la propia
vida, en su totalidad, es de Dios y para Él. También reconocen la necesidad de
responderle con un compromiso ético y con la misericordia hacia los más pobres.
253. Para sostener el
diálogo con el Islam es indispensable la adecuada formación de los
interlocutores, no sólo para que estén sólida y gozosamente radicados en su
propia identidad, sino para que sean capaces de reconocer los valores de los
demás, de comprender las inquietudes que subyacen a sus reclamos y de sacar a
luz las convicciones comunes. Los cristianos deberíamos acoger con afecto y
respeto a los inmigrantes del Islam que llegan a nuestros países, del mismo
modo que esperamos y rogamos ser acogidos y respetados en los países de
tradición islámica. ¡Ruego, imploro humildemente a esos países que den libertad
a los cristianos para poder celebrar su culto y vivir su fe, teniendo en cuenta
la libertad que los creyentes del Islam gozan en los países occidentales!
Frente a episodios de fundamentalismo violento que nos inquietan, el afecto
hacia los verdaderos creyentes del Islam debe llevarnos a evitar odiosas
generalizaciones, porque el verdadero Islam y una adecuada interpretación del
Corán se oponen a toda violencia.
254. Los no
cristianos, por la gratuita iniciativa divina, y fieles a su conciencia, pueden
vivir «justificados mediante la gracia de Dios»,[199] y así «asociados al
misterio pascual de Jesucristo».[200] Pero, debido a la dimensión sacramental
de la gracia santificante, la acción divina en ellos tiende a producir signos,
ritos, expresiones sagradas que a su vez acercan a otros a una experiencia
comunitaria de camino hacia Dios.[201] No tienen el sentido y la eficacia de
los Sacramentos instituidos por Cristo, pero pueden ser cauces que el mismo
Espíritu suscite para liberar a los no cristianos del inmanentismo ateo o de
experiencias religiosas meramente individuales. El mismo Espíritu suscita en
todas partes diversas formas de sabiduría práctica que ayudan a sobrellevar las
penurias de la existencia y a vivir con más paz y armonía. Los cristianos
también podemos aprovechar esa riqueza consolidada a lo largo de los siglos,
que puede ayudarnos a vivir mejor nuestras propias convicciones.
El diálogo social en
un contexto de libertad religiosa
255. Los Padres
sinodales recordaron la importancia del respeto a la libertad religiosa,
considerada como un derecho humano fundamental.[202] Incluye «la libertad de
elegir la religión que se estima verdadera y de manifestar públicamente la
propia creencia».[203]Un sano pluralismo, que de verdad respete a los
diferentes y los valore como tales, no implica una privatización de las
religiones, con la pretensión de reducirlas al silencio y la oscuridad de la
conciencia de cada uno, o a la marginalidad del recinto cerrado de los templos,
sinagogas o mezquitas. Se trataría, en definitiva, de una nueva forma de
discriminación y de autoritarismo. El debido respeto a las minorías de
agnósticos o no creyentes no debe imponerse de un modo arbitrario que silencie
las convicciones de mayorías creyentes o ignore la riqueza de las tradiciones
religiosas. Eso a la larga fomentaría más el resentimiento que la tolerancia y
la paz.
256. A la hora de
preguntarse por la incidencia pública de la religión, hay que distinguir
diversas formas de vivirla. Tanto los intelectuales como las notas
periodísticas frecuentemente caen en groseras y poco académicas
generalizaciones cuando hablan de los defectos de las religiones y muchas veces
no son capaces de distinguir que no todos los creyentes –ni todas las
autoridades religiosas– son iguales. Algunos políticos aprovechan esta
confusión para justificar acciones discriminatorias. Otras veces se desprecian
los escritos que han surgido en el ámbito de una convicción creyente, olvidando
que los textos religiosos clásicos pueden ofrecer un significado para todas las
épocas, tienen una fuerza motivadora que abre siempre nuevos horizontes,
estimula el pensamiento, amplía la mente y la sensibilidad. Son despreciados
por la cortedad de vista de los racionalismos. ¿Es razonable y culto relegarlos
a la oscuridad, sólo por haber surgido en el contexto de una creencia
religiosa? Incluyen principios profundamente humanistas que tienen un valor
racional aunque estén teñidos por símbolos y doctrinas religiosas.
257. Los creyentes
nos sentimos cerca también de quienes, no reconociéndose parte de alguna
tradición religiosa, buscan sinceramente la verdad, la bondad y la belleza, que
para nosotros tienen su máxima expresión y su fuente en Dios. Los percibimos
como preciosos aliados en el empeño por la defensa de la dignidad humana, en la
construcción de una convivencia pacífica entre los pueblos y en la custodia de
lo creado. Un espacio peculiar es el de los llamados nuevos Areópagos, como el
«Atrio de los Gentiles», donde «creyentes y no creyentes pueden dialogar sobre
los temas fundamentales de la ética, del arte y de la ciencia, y sobre la
búsqueda de la trascendencia».[204] Éste también es un camino de paz para
nuestro mundo herido.
258. A partir de
algunos temas sociales, importantes en orden al futuro de la humanidad, procuré
explicitar una vez más la ineludible dimensión social del anuncio del
Evangelio, para alentar a todos los cristianos a manifestarla siempre en sus
palabras, actitudes y acciones.
CAPÍTULO QUINTO
EVANGELIZADORES CON
ESPÍRITU
259. Evangelizadores
con Espíritu quiere decir evangelizadores que se abren sin temor a la acción
del Espíritu Santo. En Pentecostés, el Espíritu hace salir de sí mismos a los
Apóstoles y los transforma en anunciadores de las grandezas de Dios, que cada
uno comienza a entender en su propia lengua. El Espíritu Santo, además, infunde
la fuerza para anunciar la novedad del Evangelio con audacia (parresía), en voz
alta y en todo tiempo y lugar, incluso a contracorriente. Invoquémoslo hoy,
bien apoyados en la oración, sin la cual toda acción corre el riesgo de
quedarse vacía y el anuncio finalmente carece de alma. Jesús quiere
evangelizadores que anuncien la Buena Noticia no sólo con palabras sino sobre
todo con una vida que se ha transfigurado en la presencia de Dios.
260. En este último
capítulo no ofreceré una síntesis de la espiritualidad cristiana, ni
desarrollaré grandes temas como la oración, la adoración eucarística o la
celebración de la fe, sobre los cuales tenemos ya valiosos textos magisteriales
y célebres escritos de grandes autores. No pretendo reemplazar ni superar tanta
riqueza. Simplemente propondré algunas reflexiones acerca del espíritu de la
nueva evangelización.
261. Cuando se dice
que algo tiene «espíritu», esto suele indicar unos móviles interiores que
impulsan, motivan, alientan y dan sentido a la acción personal y comunitaria.
Una evangelización con espíritu es muy diferente de un conjunto de tareas
vividas como una obligación pesada que simplemente se tolera, o se sobrelleva
como algo que contradice las propias inclinaciones y deseos. ¡Cómo quisiera
encontrar las palabras para alentar una etapa evangelizadora más fervorosa,
alegre, generosa, audaz, llena de amor hasta el fin y de vida contagiosa! Pero
sé que ninguna motivación será suficiente si no arde en los corazones el fuego
del Espíritu. En definitiva, una evangelización con espíritu es una
evangelización con Espíritu Santo, ya que Él es el alma de la Iglesia evangelizadora.
Antes de proponeros algunas motivaciones y sugerencias espirituales, invoco una
vez más al Espíritu Santo; le ruego que venga a renovar, a sacudir, a impulsar
a la Iglesia en una audaz salida fuera de sí para evangelizar a todos los pueblos.
I. Motivaciones para
un renovado impulso misionero
262. Evangelizadores
con Espíritu quiere decir evangelizadores que oran y trabajan. Desde el punto
de vista de la evangelización, no sirven ni las propuestas místicas sin un
fuerte compromiso social y misionero, ni los discursos y praxis sociales o
pastorales sin una espiritualidad que transforme el corazón. Esas propuestas
parciales y desintegradoras sólo llegan a grupos reducidos y no tienen fuerza
de amplia penetración, porque mutilan el Evangelio. Siempre hace falta cultivar
un espacio interior que otorgue sentido cristiano al compromiso y a la
actividad.[205] Sin momentos detenidos de adoración, de encuentro orante con la
Palabra, de diálogo sincero con el Señor, las tareas fácilmente se vacían de sentido,
nos debilitamos por el cansancio y las dificultades, y el fervor se apaga. La
Iglesia necesita imperiosamente el pulmón de la oración, y me alegra
enormemente que se multipliquen en todas las instituciones eclesiales los
grupos de oración, de intercesión, de lectura orante de la Palabra, las
adoraciones perpetuas de la Eucaristía. Al mismo tiempo, «se debe rechazar la
tentación de una espiritualidad oculta e individualista, que poco tiene que ver
con las exigencias de la caridad y con la lógica de la Encarnación».[206]
Existe el riesgo de que algunos momentos de oración se conviertan en excusa
para no entregar la vida en la misión, porque la privatización del estilo de
vida puede llevar a los cristianos a refugiarse en alguna falsa espiritualidad.
263. Es sano
acordarse de los primeros cristianos y de tantos hermanos a lo largo de la
historia que estuvieron cargados de alegría, llenos de coraje, incansables en
el anuncio y capaces de una gran resistencia activa. Hay quienes se consuelan
diciendo que hoy es más difícil; sin embargo, reconozcamos que las
circunstancias del Imperio romano no eran favorables al anuncio del Evangelio,
ni a la lucha por la justicia, ni a la defensa de la dignidad humana. En todos
los momentos de la historia están presentes la debilidad humana, la búsqueda
enfermiza de sí mismo, el egoísmo cómodo y, en definitiva, la concupiscencia
que nos acecha a todos. Eso está siempre, con un ropaje o con otro; viene del
límite humano más que de las circunstancias. Entonces, no digamos que hoy es
más difícil; es distinto. Pero aprendamos de los santos que nos han precedido y
enfrentaron las dificultades propias de su época. Para ello, os propongo que
nos detengamos a recuperar algunas motivaciones que nos ayuden a imitarlos
hoy.[207]
El encuentro personal
con el amor de Jesús que nos salva
264. La primera
motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa
experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más. Pero
¿qué amor es ese que no siente la necesidad de hablar del ser amado, de
mostrarlo, de hacerlo conocer? Si no sentimos el intenso deseo de comunicarlo,
necesitamos detenernos en oración para pedirle a Él que vuelva a cautivarnos.
Nos hace falta clamar cada día, pedir su gracia para que nos abra el corazón
frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial. Puestos ante Él con el corazón
abierto, dejando que Él nos contemple, reconocemos esa mirada de amor que
descubrió Natanael el día que Jesús se hizo presente y le dijo: «Cuando estabas
debajo de la higuera, te vi» (Jn 1,48). ¡Qué dulce es estar frente a un
crucifijo, o de rodillas delante del Santísimo, y simplemente ser ante sus
ojos! ¡Cuánto bien nos hace dejar que Él vuelva a tocar nuestra existencia y
nos lance a comunicar su vida nueva! Entonces, lo que ocurre es que, en
definitiva, «lo que hemos visto y oído es lo que anunciamos» (1 Jn 1,3). La
mejor motivación para decidirse a comunicar el Evangelio es contemplarlo con
amor, es detenerse en sus páginas y leerlo con el corazón. Si lo abordamos de
esa manera, su belleza nos asombra, vuelve a cautivarnos una y otra vez. Para
eso urge recobrar un espíritu contemplativo, que nos permita redescubrir cada
día que somos depositarios de un bien que humaniza, que ayuda a llevar una vida
nueva. No hay nada mejor para transmitir a los demás.
265. Toda la vida de
Jesús, su forma de tratar a los pobres, sus gestos, su coherencia, su
generosidad cotidiana y sencilla, y finalmente su entrega total, todo es
precioso y le habla a la propia vida. Cada vez que uno vuelve a descubrirlo, se
convence de que eso mismo es lo que los demás necesitan, aunque no lo
reconozcan: «Lo que vosotros adoráis sin conocer es lo que os vengo a anunciar»
(Hch 17,23). A veces perdemos el entusiasmo por la misión al olvidar que el Evangelio
responde a las necesidades más profundas de las personas, porque todos hemos
sido creados para lo que el Evangelio nos propone: la amistad con Jesús y el
amor fraterno. Cuando se logra expresar adecuadamente y con belleza el
contenido esencial del Evangelio, seguramente ese mensaje hablará a las
búsquedas más hondas de los corazones: «El misionero está convencido de que
existe ya en las personas y en los pueblos, por la acción del Espíritu, una
espera, aunque sea inconsciente, por conocer la verdad sobre Dios, sobre el
hombre, sobre el camino que lleva a la liberación del pecado y de la muerte. El
entusiasmo por anunciar a Cristo deriva de la convicción de responder a esta
esperanza».[208]
El entusiasmo
evangelizador se fundamenta en esta convicción. Tenemos un tesoro de vida y de
amor que es lo que no puede engañar, el mensaje que no puede manipular ni
desilusionar. Es una respuesta que cae en lo más hondo del ser humano y que
puede sostenerlo y elevarlo. Es la verdad que no pasa de moda porque es capaz
de penetrar allí donde nada más puede llegar. Nuestra tristeza infinita sólo se
cura con un infinito amor.
266. Pero esa
convicción se sostiene con la propia experiencia, constantemente renovada, de
gustar su amistad y su mensaje. No se puede perseverar en una evangelización
fervorosa si uno no sigue convencido, por experiencia propia, de que no es lo
mismo haber conocido a Jesús que no conocerlo, no es lo mismo caminar con Él
que caminar a tientas, no es lo mismo poder escucharlo que ignorar su Palabra,
no es lo mismo poder contemplarlo, adorarlo, descansar en Él, que no poder
hacerlo. No es lo mismo tratar de construir el mundo con su Evangelio que
hacerlo sólo con la propia razón. Sabemos bien que la vida con Él se vuelve
mucho más plena y que con Él es más fácil encontrarle un sentido a todo. Por
eso evangelizamos. El verdadero misionero, que nunca deja de ser discípulo,
sabe que Jesús camina con él, habla con él, respira con él, trabaja con él.
Percibe a Jesús vivo con él en medio de la tarea misionera. Si uno no lo
descubre a Él presente en el corazón mismo de la entrega misionera, pronto
pierde el entusiasmo y deja de estar seguro de lo que transmite, le falta
fuerza y pasión. Y una persona que no está convencida, entusiasmada, segura,
enamorada, no convence a nadie.
267. Unidos a Jesús,
buscamos lo que Él busca, amamos lo que Él ama. En definitiva, lo que buscamos
es la gloria del Padre, vivimos y actuamos «para alabanza de la gloria de su
gracia» (Ef 1,6). Si queremos entregarnos a fondo y con constancia, tenemos que
ir más allá de cualquier otra motivación. Éste es el móvil definitivo, el más
profundo, el más grande, la razón y el sentido final de todo lo demás. Se trata
de la gloria del Padre que Jesús buscó durante toda su existencia. Él es el Hijo
eternamente feliz con todo su ser «hacia el seno del Padre» (Jn 1,18). Si somos
misioneros, es ante todo porque Jesús nos ha dicho: «La gloria de mi Padre
consiste en que deis fruto abundante» (Jn 15,8). Más allá de que nos convenga o
no, nos interese o no, nos sirva o no, más allá de los límites pequeños de
nuestros deseos, nuestra comprensión y nuestras motivaciones, evangelizamos
para la mayor gloria del Padre que nos ama.
El gusto espiritual
de ser pueblo
268. La Palabra de
Dios también nos invita a reconocer que somos pueblo: «Vosotros, que en otro
tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios» (1 Pe 2,10). Para ser
evangelizadores de alma también hace falta desarrollar el gusto espiritual de
estar cerca de la vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso es
fuente de un gozo superior. La misión es una pasión por Jesús pero, al mismo
tiempo, una pasión por su pueblo. Cuando nos detenemos ante Jesús crucificado,
reconocemos todo su amor que nos dignifica y nos sostiene, pero allí mismo, si
no somos ciegos, empezamos a percibir que esa mirada de Jesús se amplía y se
dirige llena de cariño y de ardor hacia todo su pueblo. Así redescubrimos que
Él nos quiere tomar como instrumentos para llegar cada vez más cerca de su
pueblo amado. Nos toma de en medio del pueblo y nos envía al pueblo, de tal
modo que nuestra identidad no se entiende sin esta pertenencia.
269. Jesús mismo es
el modelo de esta opción evangelizadora que nos introduce en el corazón del
pueblo. ¡Qué bien nos hace mirarlo cercano a todos! Si hablaba con alguien,
miraba sus ojos con una profunda atención amorosa: «Jesús lo miró con cariño»
(Mc 10,21). Lo vemos accesible cuando se acerca al ciego del camino (cf. Mc
10,46-52), y cuando come y bebe con los pecadores (cf. Mc 2,16), sin importarle
que lo traten de comilón y borracho (cf. Mt 11,19). Lo vemos disponible cuando
deja que una mujer prostituta unja sus pies (cf. Lc 7,36-50) o cuando recibe de
noche a Nicodemo (cf. Jn 3,1-15). La entrega de Jesús en la cruz no es más que
la culminación de ese estilo que marcó toda su existencia. Cautivados por ese
modelo, deseamos integrarnos a fondo en la sociedad, compartimos la vida con
todos, escuchamos sus inquietudes, colaboramos material y espiritualmente con
ellos en sus necesidades, nos alegramos con los que están alegres, lloramos con
los que lloran y nos comprometemos en la construcción de un mundo nuevo, codo a
codo con los demás. Pero no por obligación, no como un peso que nos desgasta,
sino como una opción personal que nos llena de alegría y nos otorga identidad.
270. A veces sentimos
la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas
del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la
carne sufriente de los demás. Espera que renunciemos a buscar esos cobertizos
personales o comunitarios que nos permiten mantenernos a distancia del nudo de
la tormenta humana, para que aceptemos de verdad entrar en contacto con la
existencia concreta de los otros y conozcamos la fuerza de la ternura. Cuando
lo hacemos, la vida siempre se nos complica maravillosamente y vivimos la
intensa experiencia de ser pueblo, la experiencia de pertenecer a un pueblo.
271. Es verdad que,
en nuestra relación con el mundo, se nos invita a dar razón de nuestra
esperanza, pero no como enemigos que señalan y condenan. Se nos advierte muy
claramente: «Hacedlo con dulzura y respeto» (1 Pe 3,16), y «en lo posible y en
cuanto de vosotros dependa, en paz con todos los hombres» (Rm 12,18). También
se nos exhorta a tratar de vencer «el mal con el bien» (Rm 12,21), sin
cansarnos «de hacer el bien» (Ga 6,9) y sin pretender aparecer como superiores,
sino «considerando a los demás como superiores a uno mismo» (Flp 2,3). De
hecho, los Apóstoles del Señor gozaban de «la simpatía de todo el pueblo» (Hch
2,47; 4,21.33; 5,13). Queda claro que Jesucristo no nos quiere príncipes que
miran despectivamente, sino hombres y mujeres de pueblo. Ésta no es la opinión
de un Papa ni una opción pastoral entre otras posibles; son indicaciones de la
Palabra de Dios tan claras, directas y contundentes que no necesitan
interpretaciones que les quiten fuerza interpelante. Vivámoslas «sine glossa»,
sin comentarios. De ese modo, experimentaremos el gozo misionero de compartir
la vida con el pueblo fiel a Dios tratando de encender el fuego en el corazón
del mundo.
272. El amor a la
gente es una fuerza espiritual que facilita el encuentro pleno con Dios hasta
el punto de que quien no ama al hermano «camina en las tinieblas» (1 Jn 2,11),
«permanece en la muerte» (1 Jn 3,14) y «no ha conocido a Dios» (1 Jn 4,8).
Benedicto XVI ha dicho que «cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte
también en ciegos ante Dios»,[209] y que el amor es en el fondo la única luz
que «ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y
actuar».[210] Por lo tanto, cuando vivimos la mística de acercarnos a los demás
y de buscar su bien, ampliamos nuestro interior para recibir los más hermosos
regalos del Señor. Cada vez que nos encontramos con un ser humano en el amor,
quedamos capacitados para descubrir algo nuevo de Dios. Cada vez que se nos
abren los ojos para reconocer al otro, se nos ilumina más la fe para reconocer
a Dios. Como consecuencia de esto, si queremos crecer en la vida espiritual, no
podemos dejar de ser misioneros. La tarea evangelizadora enriquece la mente y
el corazón, nos abre horizontes espirituales, nos hace más sensibles para
reconocer la acción del Espíritu, nos saca de nuestros esquemas espirituales
limitados. Simultáneamente, un misionero entregado experimenta el gusto de ser
un manantial, que desborda y refresca a los demás. Sólo puede ser misionero
alguien que se sienta bien buscando el bien de los demás, deseando la felicidad
de los otros. Esa apertura del corazón es fuente de felicidad, porque «hay más
alegría en dar que en recibir» (Hch 20,35). Uno no vive mejor si escapa de los
demás, si se esconde, si se niega a compartir, si se resiste a dar, si se
encierra en la comodidad. Eso no es más que un lento suicidio.
273. La misión en el
corazón del pueblo no es una parte de mi vida, o un adorno que me puedo quitar;
no es un apéndice o un momento más de la existencia. Es algo que yo no puedo
arrancar de mi ser si no quiero destruirme. Yo soy una misión en esta tierra, y
para eso estoy en este mundo. Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a
fuego por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar,
liberar. Allí aparece la enfermera de alma, el docente de alma, el político de
alma, esos que han decidido a fondo ser con los demás y para los demás. Pero si
uno separa la tarea por una parte y la propia privacidad por otra, todo se
vuelve gris y estará permanentemente buscando reconocimientos o defendiendo sus
propias necesidades. Dejará de ser pueblo.
274. Para compartir
la vida con la gente y entregarnos generosamente, necesitamos reconocer también
que cada persona es digna de nuestra entrega. No por su aspecto físico, por sus
capacidades, por su lenguaje, por su mentalidad o por las satisfacciones que
nos brinde, sino porque es obra de Dios, criatura suya. Él la creó a su imagen,
y refleja algo de su gloria. Todo ser humano es objeto de la ternura infinita
del Señor, y Él mismo habita en su vida. Jesucristo dio su preciosa sangre en
la cruz por esa persona. Más allá de toda apariencia, cada uno es inmensamente
sagrado y merece nuestro cariño y nuestra entrega. Por ello, si logro ayudar a
una sola persona a vivir mejor, eso ya justifica la entrega de mi vida. Es
lindo ser pueblo fiel de Dios. ¡Y alcanzamos plenitud cuando rompemos las
paredes y el corazón se nos llena de rostros y de nombres!
La acción misteriosa
del Resucitado y de su Espíritu
275. En el capítulo
segundo reflexionábamos sobre esa falta de espiritualidad profunda que se
traduce en el pesimismo, el fatalismo, la desconfianza. Algunas personas no se
entregan a la misión, pues creen que nada puede cambiar y entonces para ellos
es inútil esforzarse. Piensan así: «¿Para qué me voy a privar de mis
comodidades y placeres si no voy a ver ningún resultado importante?». Con esa
actitud se vuelve imposible ser misioneros. Tal actitud es precisamente una
excusa maligna para quedarse encerrados en la comodidad, la flojera, la
tristeza insatisfecha, el vacío egoísta. Se trata de una actitud autodestructiva
porque «el hombre no puede vivir sin esperanza: su vida, condenada a la
insignificancia, se volvería insoportable».[211] Si pensamos que las cosas no
van a cambiar, recordemos que Jesucristo ha triunfado sobre el pecado y la
muerte y está lleno de poder. Jesucristo verdaderamente vive. De otro modo, «si
Cristo no resucitó, nuestra predicación está vacía» (1 Co 15,14). El Evangelio
nos relata que cuando los primeros discípulos salieron a predicar, «el Señor
colaboraba con ellos y confirmaba la Palabra» (Mc 16,20). Eso también sucede
hoy. Se nos invita a descubrirlo, a vivirlo. Cristo resucitado y glorioso es la
fuente profunda de nuestra esperanza, y no nos faltará su ayuda para cumplir la
misión que nos encomienda.
276. Su resurrección
no es algo del pasado; entraña una fuerza de vida que ha penetrado el mundo.
Donde parece que todo ha muerto, por todas partes vuelven a aparecer los brotes
de la resurrección. Es una fuerza imparable. Verdad que muchas veces parece que
Dios no existiera: vemos injusticias, maldades, indiferencias y crueldades que
no ceden. Pero también es cierto que en medio de la oscuridad siempre comienza
a brotar algo nuevo, que tarde o temprano produce un fruto. En un campo
arrasado vuelve a aparecer la vida, tozuda e invencible. Habrá muchas cosas
negras, pero el bien siempre tiende a volver a brotar y a difundirse. Cada día
en el mundo renace la belleza, que resucita transformada a través de las
tormentas de la historia. Los valores tienden siempre a reaparecer de nuevas
maneras, y de hecho el ser humano ha renacido muchas veces de lo que parecía
irreversible. Ésa es la fuerza de la resurrección y cada evangelizador es un
instrumento de ese dinamismo.
277. También aparecen
constantemente nuevas dificultades, la experiencia del fracaso, las pequeñeces
humanas que tanto duelen. Todos sabemos por experiencia que a veces una tarea
no brinda las satisfacciones que desearíamos, los frutos son reducidos y los
cambios son lentos, y uno tiene la tentación de cansarse. Sin embargo, no es lo
mismo cuando uno, por cansancio, baja momentáneamente los brazos que cuando los
baja definitivamente dominado por un descontento crónico, por una acedia que le
seca el alma. Puede suceder que el corazón se canse de luchar porque en
definitiva se busca a sí mismo en un carrerismo sediento de reconocimientos,
aplausos, premios, puestos; entonces, uno no baja los brazos, pero ya no tiene
garra, le falta resurrección. Así, el Evangelio, que es el mensaje más hermoso
que tiene este mundo, queda sepultado debajo de muchas excusas.
278. La fe es también
creerle a Él, creer que es verdad que nos ama, que vive, que es capaz de
intervenir misteriosamente, que no nos abandona, que saca bien del mal con su
poder y con su infinita creatividad. Es creer que Él marcha victorioso en la
historia «en unión con los suyos, los llamados, los elegidos y los fieles» (Ap
17,14). Creámosle al Evangelio que dice que el Reino de Dios ya está presente
en el mundo, y está desarrollándose aquí y allá, de diversas maneras: como la
semilla pequeña que puede llegar a convertirse en un gran árbol (cf. Mt
13,31-32), como el puñado de levadura, que fermenta una gran masa (cf. Mt
13,33), y como la buena semilla que crece en medio de la cizaña (cf. Mt
13,24-30), y siempre puede sorprendernos gratamente. Ahí está, viene otra vez,
lucha por florecer de nuevo. La resurrección de Cristo provoca por todas partes
gérmenes de ese mundo nuevo; y aunque se los corte, vuelven a surgir, porque la
resurrección del Señor ya ha penetrado la trama oculta de esta historia, porque
Jesús no ha resucitado en vano. ¡No nos quedemos al margen de esa marcha de la
esperanza viva!
279. Como no siempre
vemos esos brotes, nos hace falta una certeza interior y es la convicción de
que Dios puede actuar en cualquier circunstancia, también en medio de aparentes
fracasos, porque «llevamos este tesoro en recipientes de barro» (2 Co 4,7).
Esta certeza es lo que se llama «sentido de misterio». Es saber con certeza que
quien se ofrece y se entrega a Dios por amor seguramente será fecundo (cf. Jn
15,5). Tal fecundidad es muchas veces invisible, inaferrable, no puede ser
contabilizada. Uno sabe bien que su vida dará frutos, pero sin pretender saber
cómo, ni dónde, ni cuándo. Tiene la seguridad de que no se pierde ninguno de
sus trabajos realizados con amor, no se pierde ninguna de sus preocupaciones
sinceras por los demás, no se pierde ningún acto de amor a Dios, no se pierde
ningún cansancio generoso, no se pierde ninguna dolorosa paciencia. Todo eso da
vueltas por el mundo como una fuerza de vida. A veces nos parece que nuestra
tarea no ha logrado ningún resultado, pero la misión no es un negocio ni un
proyecto empresarial, no es tampoco una organización humanitaria, no es un
espectáculo para contar cuánta gente asistió gracias a nuestra propaganda; es
algo mucho más profundo, que escapa a toda medida. Quizás el Señor toma nuestra
entrega para derramar bendiciones en otro lugar del mundo donde nosotros nunca
iremos. El Espíritu Santo obra como quiere, cuando quiere y donde quiere; nosotros
nos entregamos pero sin pretender ver resultados llamativos. Sólo sabemos que
nuestra entrega es necesaria. Aprendamos a descansar en la ternura de los
brazos del Padre en medio de la entrega creativa y generosa. Sigamos adelante,
démoslo todo, pero dejemos que sea Él quien haga fecundos nuestros esfuerzos
como a Él le parezca.
280. Para mantener
vivo el ardor misionero hace falta una decidida confianza en el Espíritu Santo,
porque Él «viene en ayuda de nuestra debilidad» (Rm 8,26). Pero esa confianza
generosa tiene que alimentarse y para eso necesitamos invocarlo constantemente.
Él puede sanar todo lo que nos debilita en el empeño misionero. Es verdad que
esta confianza en lo invisible puede producirnos cierto vértigo: es como
sumergirse en un mar donde no sabemos qué vamos a encontrar. Yo mismo lo
experimenté tantas veces. Pero no hay mayor libertad que la de dejarse llevar
por el Espíritu, renunciar a calcularlo y controlarlo todo, y permitir que Él
nos ilumine, nos guíe, nos oriente, nos impulse hacia donde Él quiera. Él sabe
bien lo que hace falta en cada época y en cada momento. ¡Esto se llama ser
misteriosamente fecundos!
La fuerza misionera
de la intercesión
281. Hay una forma de
oración que nos estimula particularmente a la entrega evangelizadora y nos
motiva a buscar el bien de los demás: es la intercesión. Miremos por un momento
el interior de un gran evangelizador como san Pablo, para percibir cómo era su
oración. Esa oración estaba llena de seres humanos: «En todas mis oraciones
siempre pido con alegría por todos vosotros [...] porque os llevo dentro de mi
corazón» (Flp 1,4.7). Así descubrimos que interceder no nos aparta de la
verdadera contemplación, porque la contemplación que deja fuera a los demás es
un engaño.
282. Esta actitud se
convierte también en agradecimiento a Dios por los demás: «Ante todo, doy
gracias a mi Dios por medio de Jesucristo por todos vosotros» (Rm 1,8). Es un
agradecimiento constante: «Doy gracias a Dios sin cesar por todos vosotros a
causa de la gracia de Dios que os ha sido otorgada en Cristo Jesús» (1 Co 1,4);
«Doy gracias a mi Dios todas las veces que me acuerdo de vosotros» (Flp 1,3).
No es una mirada incrédula, negativa y desesperanzada, sino una mirada
espiritual, de profunda fe, que reconoce lo que Dios mismo hace en ellos. Al
mismo tiempo, es la gratitud que brota de un corazón verdaderamente atento a
los demás. De esa forma, cuando un evangelizador sale de la oración, el corazón
se le ha vuelto más generoso, se ha liberado de la conciencia aislada y está
deseoso de hacer el bien y de compartir la vida con los demás.
283. Los grandes
hombres y mujeres de Dios fueron grandes intercesores. La intercesión es como
«levadura» en el seno de la Trinidad. Es un adentrarnos en el Padre y descubrir
nuevas dimensiones que iluminan las situaciones concretas y las cambian.
Podemos decir que el corazón de Dios se conmueve por la intercesión, pero en
realidad Él siempre nos gana de mano, y lo que posibilitamos con nuestra
intercesión es que su poder, su amor y su lealtad se manifiesten con mayor
nitidez en el pueblo.
II. María, la Madre
de la evangelización
284. Con el Espíritu
Santo, en medio del pueblo siempre está María. Ella reunía a los discípulos
para invocarlo (Hch 1,14), y así hizo posible la explosión misionera que se
produjo en Pentecostés. Ella es la Madre de la Iglesia evangelizadora y sin
ella no terminamos de comprender el espíritu de la nueva evangelización.
El regalo de Jesús a
su pueblo
285. En la cruz,
cuando Cristo sufría en su carne el dramático encuentro entre el pecado del
mundo y la misericordia divina, pudo ver a sus pies la consoladora presencia de
la Madre y del amigo. En ese crucial instante, antes de dar por consumada la
obra que el Padre le había encargado, Jesús le dijo a María: «Mujer, ahí tienes
a tu hijo». Luego le dijo al amigo amado: «Ahí tienes a tu madre» (Jn
19,26-27). Estas palabras de Jesús al borde de la muerte no expresan
primeramente una preocupación piadosa hacia su madre, sino que son más bien una
fórmula de revelación que manifiesta el misterio de una especial misión
salvífica. Jesús nos dejaba a su madre como madre nuestra. Sólo después de
hacer esto Jesús pudo sentir que «todo está cumplido» (Jn 19,28). Al pie de la
cruz, en la hora suprema de la nueva creación, Cristo nos lleva a María. Él nos
lleva a ella, porque no quiere que caminemos sin una madre, y el pueblo lee en
esa imagen materna todos los misterios del Evangelio. Al Señor no le agrada que
falte a su Iglesia el icono femenino. Ella, que lo engendró con tanta fe,
también acompaña «al resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de
Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12,17). La íntima conexión entre
María, la Iglesia y cada fiel, en cuanto que, de diversas maneras, engendran a
Cristo, ha sido bellamente expresada por el beato Isaac de Stella: «En las
Escrituras divinamente inspiradas, lo que se entiende en general de la Iglesia,
virgen y madre, se entiende en particular de la Virgen María […] También se
puede decir que cada alma fiel es esposa del Verbo de Dios, madre de Cristo,
hija y hermana, virgen y madre fecunda […] Cristo permaneció nueve meses en el
seno de María; permanecerá en el tabernáculo de la fe de la Iglesia hasta la
consumación de los siglos; y en el conocimiento y en el amor del alma fiel por
los siglos de los siglos».[212]
286. María es la que
sabe transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres
pañales y una montaña de ternura. Ella es la esclavita del Padre que se
estremece en la alabanza. Ella es la amiga siempre atenta para que no falte el
vino en nuestras vidas. Ella es la del corazón abierto por la espada, que
comprende todas las penas. Como madre de todos, es signo de esperanza para los
pueblos que sufren dolores de parto hasta que brote la justicia. Ella es la
misionera que se acerca a nosotros para acompañarnos por la vida, abriendo los
corazones a la fe con su cariño materno. Como una verdadera madre, ella camina
con nosotros, lucha con nosotros, y derrama incesantemente la cercanía del amor
de Dios. A través de las distintas advocaciones marianas, ligadas generalmente
a los santuarios, comparte las historias de cada pueblo que ha recibido el
Evangelio, y entra a formar parte de su identidad histórica. Muchos padres
cristianos piden el Bautismo para sus hijos en un santuario mariano, con lo
cual manifiestan la fe en la acción maternal de María que engendra nuevos hijos
para Dios. Es allí, en los santuarios, donde puede percibirse cómo María reúne
a su alrededor a los hijos que peregrinan con mucho esfuerzo para mirarla y
dejarse mirar por ella. Allí encuentran la fuerza de Dios para sobrellevar los
sufrimientos y cansancios de la vida. Como a san Juan Diego, María les da la
caricia de su consuelo maternal y les dice al oído: «No se turbe tu corazón […]
¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?».[213]
La Estrella de la
nueva evangelización
287. A la Madre del
Evangelio viviente le pedimos que interceda para que esta invitación a una
nueva etapa evangelizadora sea acogida por toda la comunidad eclesial. Ella es
la mujer de fe, que vive y camina en la fe,[214] y «su excepcional
peregrinación de la fe representa un punto de referencia constante para la
Iglesia».[215] Ella se dejó conducir por el Espíritu, en un itinerario de fe,
hacia un destino de servicio y fecundidad. Nosotros hoy fijamos en ella la
mirada, para que nos ayude a anunciar a todos el mensaje de salvación, y para
que los nuevos discípulos se conviertan en agentes evangelizadores.[216] En
esta peregrinación evangelizadora no faltan las etapas de aridez, ocultamiento,
y hasta cierta fatiga, como la que vivió María en los años de Nazaret, mientras
Jesús crecía: «Éste es el comienzo del Evangelio, o sea de la buena y agradable
nueva. No es difícil notar en este inicio una particular fatiga del corazón,
unida a una especie de “noche de la fe” –usando una expresión de san Juan de la
Cruz–, como un “velo” a través del cual hay que acercarse al Invisible y vivir
en intimidad con el misterio. Pues de este modo María, durante muchos años,
permaneció en intimidad con el misterio de su Hijo, y avanzaba en su itinerario
de fe».[217]
288. Hay un estilo
mariano en la actividad evangelizadora de la Iglesia. Porque cada vez que
miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del
cariño. En ella vemos que la humildad y la ternura no son virtudes de los
débiles sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse
importantes. Mirándola descubrimos que la misma que alababa a Dios porque
«derribó de su trono a los poderosos» y «despidió vacíos a los ricos» (Lc
1,52.53) es la que pone calidez de hogar en nuestra búsqueda de justicia. Es
también la que conserva cuidadosamente «todas las cosas meditándolas en su
corazón» (Lc 2,19). María sabe reconocer las huellas del Espíritu de Dios en
los grandes acontecimientos y también en aquellos que parecen imperceptibles.
Es contemplativa del misterio de Dios en el mundo, en la historia y en la vida
cotidiana de cada uno y de todos. Es la mujer orante y trabajadora en Nazaret,
y también es nuestra Señora de la prontitud, la que sale de su pueblo para
auxiliar a los demás «sin demora» (Lc 1,39). Esta dinámica de justicia y
ternura, de contemplar y caminar hacia los demás, es lo que hace de ella un
modelo eclesial para la evangelización. Le rogamos que con su oración maternal
nos ayude para que la Iglesia llegue a ser una casa para muchos, una madre para
todos los pueblos, y haga posible el nacimiento de un mundo nuevo. Es el
Resucitado quien nos dice, con una potencia que nos llena de inmensa confianza
y de firmísima esperanza: «Yo hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5). Con María
avanzamos confiados hacia esta promesa, y le decimos:
Virgen y Madre María,
tú que, movida por el
Espíritu,
acogiste al Verbo de
la vida
en la profundidad de
tu humilde fe,
totalmente entregada
al Eterno,
ayúdanos a decir
nuestro «sí»
ante la urgencia, más
imperiosa que nunca,
de hacer resonar la
Buena Noticia de Jesús.
Tú, llena de la
presencia de Cristo,
llevaste la alegría a
Juan el Bautista,
haciéndolo exultar en
el seno de su madre.
Tú, estremecida de
gozo,
cantaste las
maravillas del Señor.
Tú, que estuviste
plantada ante la cruz
con una fe
inquebrantable
y recibiste el alegre
consuelo de la resurrección,
recogiste a los
discípulos en la espera del Espíritu
para que naciera la
Iglesia evangelizadora.
Consíguenos ahora un
nuevo ardor de resucitados
para llevar a todos
el Evangelio de la vida
que vence a la
muerte.
Danos la santa
audacia de buscar nuevos caminos
para que llegue a
todos
el don de la belleza
que no se apaga.
Tú, Virgen de la
escucha y la contemplación,
madre del amor,
esposa de las bodas eternas,
intercede por la
Iglesia, de la cual eres el icono purísimo,
para que ella nunca
se encierre ni se detenga
en su pasión por
instaurar el Reino.
Estrella de la nueva
evangelización,
ayúdanos a
resplandecer en el testimonio de la comunión,
del servicio, de la
fe ardiente y generosa,
de la justicia y el
amor a los pobres,
para que la alegría
del Evangelio
llegue hasta los
confines de la tierra
y ninguna periferia
se prive de su luz.
Madre del Evangelio
viviente,
manantial de alegría
para los pequeños,
ruega por nosotros.
Amén. Aleluya.
Dado en Roma, junto a
San Pedro, en la clausura del Año de la fe, el 24 de noviembre, Solemnidad de
Jesucristo, Rey del Universo, del año 2013, primero de mi Pontificado.
FRANCISCUS
[1] Pablo VI, Exhort.
ap. Gaudete in Domino (9 mayo 1975), 22: AAS 67 (1975), 297.
[2] Ibíd., 8: AAS 67
(1975), 292.
[3] Carta enc. Deus
caritas est (25 diciembre 2005), 1: AAS 98 (2006), 217.
[4] V Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida,
360.
[5] Ibíd.
[6] Pablo VI, Exhort.
ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 80: AAS 68 (1976), 75.
[7] Cántico
espiritual, 36, 10.
[8] Adversus
haereses, IV, c. 34, n. 1: PG 7, 1083: «Omnem novitatem attulit, semetipsum
afferens».
[9] Pablo VI, Exhort.
ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 7: AAS 68 (1976), 9.
[10] Cf. Propositio
7.
[11] Benedicto XVI,
Homilía durante la Santa Misa conclusiva de la XIII Asamblea General Ordinaria
del Sínodo de los Obispos (28 octubre 2012): AAS 104 (2012), 890.
[12]Ibíd.
[13] Benedicto XVI,
Homilía en la Eucaristía de inauguración de la V Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano y del Caribe en el Santuario de «La Aparecida» (13
mayo 2007): AAS 99 (2007), 437.
[14] Carta enc.
Redemptoris missio (7 diciembre 1990), 34: AAS 83 (1991), 280.
[15] Ibíd., 40: AAS
83 (1991), 287.
[16] Ibíd., 86: AAS
83 (1991), 333.
[17] V Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida,
548.
[18] Ibíd., 370.
[19] Cf. Propositio
1.
[20] Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 32: AAS 81
(1989), 451.
[21] V Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida,
201.
[22] Ibíd., 551.
[23] Pablo VI, Carta
enc. Ecclesiam suam (6 agosto 1964), 3: AAS 56 (1964), 611-612.
[24] Conc. Ecum. Vat.
II, Decreto Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 6.
[25] Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Oceania (22 noviembre 2001), 19: AAS 94
(2002), 390.
[26] Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 26: AAS 81
(1989), 438.
[27] Cf. Propositio
26.
[28] Cf. Propositio
44.
[29]Cf. Propositio
26.
[30] Cf. Propositio
41.
[31] Conc. Ecum. Vat.
II, Decreto Christus Dominus, sobre el oficio pastoral de los Obispos, 11.
[32] Cf. Benedicto
XVI, Discurso a los participantes en un Congreso con ocasión del 40 Aniversario
del Decreto Ad Gentes (11 marzo 2006): AAS 98 (2006), 337.
[33] Cf. Propositio
42.
[34] Cf. cc. 460-468;
492-502; 511-514; 536-537.
[35] Carta enc. Ut
unum sint (25 mayo 1995), 95: AAS 87 (1995), 977-978.
[36] Conc. Ecum. Vat.
II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 23.
[37] Cf. Juan Pablo
II, Motu proprio Apostolos suos (21 mayo 1998): AAS 90 (1998), 641-658.
[38] Conc. Ecum. Vat.
II, Decreto Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 11.
[39] Cf. Summa
Theologiae I-II, q. 66, art. 4-6.
[40] Summa Theologiae
I-II, q. 108, art. 1.
[41] Summa Theologiae
II-II, q. 30, art. 4. Cf. ibíd. q. 30, art. 4, ad 1: «No adoramos a Dios con
sacrificios y dones exteriores por Él mismo, sino por nosotros y por el
prójimo. Él no necesita nuestros sacrificios, peroquiere que se los ofrezcamos
por nuestra devoción y para la utilidad del prójimo. Por eso, la misericordia,
que socorre los defectos ajenos, es el sacrificio que más le agrada, ya que
causa más de cerca la utilidad del prójimo».
[42] Conc. Ecum. Vat.
II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 12.
[43] Juan Pablo II,
Motu proprio Socialium Scientiarum (1 enero 1994): AAS 86 (1994), 209.
[44] Santo Tomás de
Aquino remarcaba que la multiplicidad y la variedad «proviene de la intención
del primer agente», quien quiso que «lo que faltaba a cada cosa para
representar la bondad divina, fuera suplido por las otras», porque su bondad
«no podría representarse convenientemente por una sola criatura» (Summa
Theologiae I, q. 47, art. 1). Por eso nosotros necesitamos captar la variedad
de las cosas en sus múltiples relaciones (cf. Summa Theologiae I, q. 47, art.
2, ad 1; q. 47, art. 3). Por razones análogas, necesitamos escucharnos unos a
otros y complementarnos en nuestra captación parcial de la realidad y del
Evangelio.
[45] Juan XXIII,
Discurso en la solemne apertura del Concilio Vaticano II (11 octubre 1962): AAS
54 (1962), 792: «Est enim aliud ipsum depositum fidei, seu veritates, quae
veneranda doctrina nostra continentur, aliud modus, quo eaedem enuntiantur».
[46] Juan Pablo II,
Carta enc. Ut unum sint (25 mayo 1995), 19: AAS 87 (1995), 933.
[47] Summa Theologiae
I-II, q. 107, art. 4.
[48] Ibíd.
[49] N. 1735.
[50] Cf. Juan Pablo
II, Exhort. ap. postsinodal Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 34: AAS 74
(1982), 123.
[51] Cf. San
Ambrosio, De Sacramentis, IV, 6, 28: PL 16, 464: «Tengo que recibirle siempre,
para que siempre perdone mis pecados. Si peco continuamente, he de tener
siempre un remedio»; ibíd., IV, 5, 24: PL 16, 463: «El que comió el maná murió;
el que coma de este cuerpo obtendrá el perdón de sus pecados»; SanCirilo de
Alejandría, In Joh. Evang. IV, 2: PG 73, 584-585: «Me he examinado y me he
reconocido indigno. A los que así hablan les digo: ¿y cuándo seréis dignos?
¿Cuándo os presentaréis entonces ante Cristo? Y si vuestros pecados os impiden
acercaros y si nunca vais a dejar de caer –¿quién conoce sus delitos?, dice el
salmo–, ¿os quedaréis sin participar de la santificación que vivifica para la
eternidad?».
[52] Benedicto XVI,
Discurso durante el encuentro con el Episcopado brasileño en la Catedral de San
Pablo, Brasil (11 mayo 2007), 3: AAS 99 (2007), 428.
[53] Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo 1992), 10: AAS 84 (1992),
673.
[54] Pablo VI, Carta
enc. Ecclesiam suam (6 agosto 1964), 19: AAS 56 (1964), 632.
[55] San Juan
Crisóstomo, De Lazaro Concio II, 6: PG 48, 992D.
[56] Cf. Propositio
13.
[57] Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa (14 septiembre 1995), 52: AAS 88
(1996), 32-33; Id., Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987),
22: AAS 80 (1988), 539.
[58] Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6 noviembre 1999), 7: AAS 92 (2000),
458.
[59] United States
Conference of Catholic Bishops, Ministry to Persons with a Homosexual
Inclination: Guidelines for Pastoral Care (2006), 17.
[60] Conférence des
Évêques de France. Conseil Famille et Société, Elargir le mariage aux personnes
de même sexe? Ouvrons le débat! (28 septiembre 2012).
[61] Cf. Propositio
25.
[62] Azione Cattolica
Italiana, Messaggio della XIV Assemblea Nazionale alla Chiesa ed al Paese (8
mayo 2011).
[63] J. Ratzinger,
Situación actual de la fe y la teología. Conferencia pronunciada en el
Encuentro de Presidentes de Comisiones Episcopales de América Latina para la
doctrina de la fe, celebrado en Guadalajara, México, 1996, publicada en
L’Osservatore Romano, 1 noviembre 1996. Cf. V Conferencia general del
Episcopado latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 12.
[64] G.Bernanos,
Journal d’un curé de campagne, Paris 1974, 135.
[65] Juan XXIII,
Discurso de apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II (11 octubre 1962), 4,
2-4: AAS 54 (1962), 789.
[66]J. H. Newman,
Letter of 26 January 1833,enThe Letters and Diaries of John Henry Newman, III,
Oxford 1979, 204.
[67] Benedicto XVI,
Homilía durante la Santa Misa de apertura del Año de la Fe (11 octubre 2012):
AAS 104 (2012), 881.
[68] Tomás de Kempis,
De Imitatione Christi, Liber Primus, IX, 5: «La imaginación y mudanza de
lugares engañó a muchos».
[69] Vale el
testimonio de Santa Teresa de Lisieux, en su trato con aquella hermana que le
resultaba particularmente desagradable, donde una experiencia interior tuvo un
impacto decisivo: «Una tarde de invierno estaba yo cumpliendo, como de
costumbre, mi dulce tarea para con la hermana Saint-Pierre. Hacía frío,
anochecía… De pronto, oí a lo lejos el sonido armonioso de un instrumento
musical. Entonces me imaginé un salón muy bien iluminado, todo resplandeciente
de ricos dorados; y en él, señoritas elegantemente vestidas, prodigándose
mutuamente cumplidos y cortesías mundanas. Luego posé la mirada en la pobre
enferma, a quien yo sostenía. En lugar de una melodía, escuchaba de vez en
cuando sus gemidos lastimeros […] Yo no puedo expresar lo que pasó en mi alma.
Lo único que sé es que el Señor la iluminó con los rayos de la verdad, los
cuales sobrepasaban de tal modo el brillo tenebroso de las fiestas de la
tierra, que no podía creer en mi felicidad» (Santa Teresa de Lisieux,
Manuscrito C, 29 vº-30 rº, en Oeuvres complètes, Paris 1992, 274-275).
[70] Cf. Propositio
8.
[71] H. de Lubac,
Méditation sur l’Église, Paris 1968, 231.
[72] Pontificio
Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 295.
[73] Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 51: AAS 81
(1989), 493.
[74] Congregación
para la Doctrina de la Fe, Declaración Inter Insigniores, sobre la cuestión de
la admisión de la mujer al sacerdocio ministerial (15 octubre 1976), VI: AAS 69
(1977) 115, citada en Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles
laici (30 diciembre 1988), 51, nota 190: AAS 81 (1989), 493.
[75] Juan Pablo II,
Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988), 27: AAS 80 (1988), 1718.
[76] Cf. Propositio
51.
[77] Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6 noviembre 1999), 19: AAS 92 (2000),
478.
[78] Ibíd., 2: AAS 92
(2000), 451.
[79] Cf. Propositio
4.
[80] Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.
[81] Benedicto XVI,
Meditación en la primera Congregación general de la XIII Asamblea General
Ordinaria del Sínodo de los Obispos (8 octubre 2012): AAS 104 (2012), 897.
[82] Cf. Propositio
6; Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el
mundo actual, 22.
[83] Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 9.
[84] Cf. III
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de
Puebla, 386-387.
[85] Conc. Ecum.
Vat.II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 36.
[86] Ibíd., 25.
[87] Ibíd., 53.
[88] Juan Pablo II,
Carta ap. Novo Millennio ineunte (6 enero 2001), 40: AAS 93 (2001), 294-295.
[89] Ibíd., 40: AAS
93 (2001), 295.
[90] Juan Pablo II,
Carta enc. Redemptoris missio (7 diciembre 1990), 52: AAS 83 (1991),
300.Cf.Exhort. ap. Catechesi Tradendae (16 octubre 1979), 53: AAS 71 (1979),
1321.
[91] Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Oceania (22 noviembre 2001), 16: AAS 94
(2002), 384.
[92] Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa (14 septiembre 1995), 61: AAS 88
(1996), 39.
[93] Cf. Santo Tomás
de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 39, art. 8 cons. 2: «Excluido el Espíritu
Santo, que es el nexo de ambos, no se puede entender la unidad de conexión
entre el Padre y el Hijo»; cf. también I, q. 37, art. 1, ad 3.
[94] Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Oceania (22 noviembre 2001), 17: AAS 94
(2002), 385.
[95] Cf. Juan Pablo
II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6 noviembre 1999), 20: AAS 92
(2000), 480.
[96] Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 12.
[97] Juan Pablo II,
Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998), 71: AAS 91 (1999), 60.
[98] III Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Puebla, 450;
cf. V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe,
Documento de Aparecida, 264.
[99] Cf. Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6 noviembre 1999), 21: AAS 92 (2000),
483.
[100] N. 48: AAS 68
(1976), 38.
[101] Ibíd.
[102] Benedicto XVI,
Discurso en la Sesión inaugural de la V Conferencia general del Episcopado
Latinoamericano y del Caribe (13 mayo 2007), 1: AAS 99 (2007), 446-447.
[103] V Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida,
262.
[104] Ibíd., 263.
[105] Cf. Santo Tomás
de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 2, art. 2.
[106] V Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida,
264.
[107] Ibíd.
[108] Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 12.
[109] Cf. Propositio
17.
[110] Cf. Propositio
30.
[111] Cf. Propositio
27.
[112] Juan Pablo II,
Carta ap. Dies Domini (31 mayo 1998), 41: AAS 90 (1998), 738-739.
[113] Pablo VI,
Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 78: AAS 68 (1976), 71.
[114] Ibíd.
[115] Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo 1992), 26: AAS 84 (1992),
698.
[116] Ibíd., 25: AAS
84 (1992), 696.
[117] Santo Tomás de
Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 188, art. 6.
[118] Pablo VI,
Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 76: AAS 68 (1976), 68.
[119] Ibíd., 75: AAS
68 (1976), 65.
[120] Ibíd., 63: AAS
68 (1976), 53.
[121] Ibíd., 43: AAS
68 (1976), 33.
[122] Ibíd.
[123] Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo 1992), 10: AAS 84 (1992),
672.
[124] Pablo VI,
Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 40: AAS 68 (1976), 31.
[125] Ibíd., 43: AAS
68 (1976), 33.
[126] Cf. Propositio
9.
[127] Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo 1992), 26: AAS 84 (1992),
698.
[128] Cf. Propositio
38.
[129] Cf. Propositio
20.
[130] Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Decreto Inter mirifica, sobre los medios de comunicación social, 6.
[131] Cf. De musica,
VI, XIII, 38: PL 32, 1183-1184; Confes., IV, XIII, 20: PL 32, 701.
[132] Benedicto XVI,
Discurso en ocasión de la proyección del documental «Arte y fe – via
pulchritudinis» (25 octubre 2012): L’Osservatore Romano (27 octubre 2012), 7.
[133] Summa
Theologiae I-II q. 65, art. 3, ad 2: «propter aliquas dispositiones
contrarias».
[134] Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6 noviembre 1999), 20: AAS 92 (2000),
481.
[135] Benedicto XVI,
Exhort. ap. postsinodal Verbum Domini (30 septiembre 2010), 1: AAS 102 (2010),
682.
[136] Cf. Propositio
11.
[137] Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 21-22.
[138] Cf. Benedicto
XVI, Exhort. ap. postsinodal Verbum Domini (30 septiembre 2010), 86-87: AAS 102
(2010), 757-760.
[139] Benedicto XVI,
Discurso durante la primera Congregación general del Sínodo de los Obispos (8
octubre 2012): AAS 104 (2012), 896.
[140] Pablo VI,
Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 17: AAS 68 (1976), 17.
[141] Juan Pablo II,
Mensaje a los discapacitados, Ángelus (16 noviembre1980): Insegnamenti 3/2
(1980), 1232.
[142] Pontificio
Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 52.
[143] Juan Pablo II,
Catequesis (24 abril 1991): Insegnamenti 14/1 (1991), 853.
[144] Benedicto XVI,
Motu proprio Intima Ecclesiae natura (11 noviembre 2012): AAS 104 (2012), 996.
[145] Carta enc.
Populorum Progressio (26 marzo 1967), 14: AAS 59 (1967), 264.
[146] Pablo VI,
Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 29: AAS 68 (1976), 25.
[147] V Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida,
380.
[148] Pontificio
Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 9.
[149] Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in America (22 enero 1999), 27: AAS 91 (1999),
762.
[150] Benedicto XVI,
Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 28: AAS 98 (2006), 239-240.
[151] Pontificio Consejo
«Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 12.
[152] Carta ap.
Octogesima adveniens (14 mayo 1971), 4: AAS 63 (1971), 403.
[153] Congregación
para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis nuntius (6 agosto 1984), XI,
1: AAS 76 (1984), 903.
[154] Pontificio
Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 157.
[155] Pablo VI, Carta
ap. Octogesima adveniens (14 mayo 1971), 23: AAS 63 (1971), 418.
[156] Pablo VI, Carta
enc. Populorum Progressio (26 marzo 1967), 65: AAS 59 (1967), 289.
[157] Ibíd., 15: AAS
59 (1967), 265.
[158] Conferência
Nacional dos Bispos do Brasil, Documento Exigências evangélicas e éticas de
superação da miséria e da fome (abril 2002), Introducción, 2.
[159] Juan XXIII,
Carta enc. Mater et Magistra (15 mayo 1961), 3: AAS 53 (1961), 402.
[160] San Agustín, De
Catechizandis Rudibus, I, XIV, 22: PL 40, 327.
[161] Congregación
para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis nuntius (6 agosto 1984), XI,
18: AAS (1984), 907-908.
[162] Juan Pablo II,
Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 41: AAS 83 (1991), 844-845.
[163] Juan Pablo II,
Homilía durante la Misa para la evangelización de los pueblos en Santo Domingo
(11 octubre 1984), 5: AAS 77 (1985), 358.
[164] Juan Pablo II,
Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987), 42: AAS 80 (1988),
572.
[165] Discurso en la
Sesión inaugural de la V Conferencia general del Episcopado Latinoamericano y
del Caribe (13 mayo 2007), 3: AAS 99 (2007), 450.
[166] Santo Tomás de
Aquino, Summa TheologiaeII-II, q. 27, art. 2.
[167] Ibíd., I-II, q.
110, art. 1.
[168] Ibíd., I-II, q.
26, art. 3
[169] Juan Pablo II,
Carta ap. Novo Millennio ineunte (6 enero 2001), 50: AAS 93 (2001), 303.
[170] Ibíd.
[171] Cf. Propositio
45.
[172] Congregación
para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis nuntius (6 agosto 1984), XI,
18: AAS 76 (1984), 908.
[173] Esto implica
«eliminar las causas estructurales de las disfunciones de la economía mundial»:
Benedicto XVI, Discurso al Cuerpo Diplomático (8 enero 2007): AAS 99 (2007),
73.
[174] Cf. Commission
sociale des évêques de France, Declaración Réhabiliter la politique (17 febrero
1999); Pío XI, Mensaje, 18 diciembre 1927.
[175] Benedicto XVI,
Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), 2: AAS 101 (2009), 642.
[176] Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 37: AAS 81
(1989), 461.
[177] Cf. Propositio
56.
[178] Catholic
Bishops Conference of the Philippines, Carta pastoral What is Happening to our
Beautiful Land? (29 enero 1988).
[179] Pablo VI, Carta
enc. Populorum Progressio (26 marzo 1967), 76: AAS 59 (1967), 294-295.
[180] United States
Conference of Catholic Bishops, Carta pastoral Forming Consciences for Faithful
Citizenship (2007), 13.
[181] Pontificio
Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 161.
[182] Das Ende der
Neuzeit, Würzburg 91965, 41-42.
[183] Cf. I. Quiles,
S.I., Filosofía de la educación personalista, Buenos Aires 1981, 46-53.
[184] Comité
permanent de la Conférence Episcopale Nationale du Congo, Message sur la
situation sécuritaire dans le pays (5 diciembre 2012), 11.
[185] Cf. Platón,
Gorgias, 465.
[186] Benedicto XVI,
Discurso a la Curia Romana (21 diciembre 2012): AAS 105 (2013), 51.
[187] Cf. Propositio
14.
[188] Cf. Catecismo
de la Iglesia católica, 1910; Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Compendio de
la Doctrina Social de la Iglesia, 168.
[189] Cf. Propositio
54.
[190] Juan Pablo II,
Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998), 88: AAS 91 (1999), 74.
[191] Santo Tomás de
Aquino, Summa contra Gentiles, I, VII; cf. Juan Pablo II, Carta enc. Fides et
ratio (14 septiembre 1998), 43: AAS 91 (1999), 39.
[192] Conc. Ecum.
Vat. II, Decreto Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 4.
[193] Cf. Propositio
52.
[194] Indian Bishops’
Conference, Declaración final de la XXX Asamblea: The Role of the Church for a
Better India (8 marzo 2012), 8.9.
[195] Cf. Propositio
53.
[196] Juan Pablo II,
Carta enc. Redemptoris missio (7 diciembre 1990), 56: AAS 83 (1991), 304.
[197] Cf. Benedicto
XVI, Discurso a la Curia Romana (21 dicembre 2012): AAS 105 (2013), 51; Conc.
Ecum. Vat. II, Decreto Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia,
9; Catecismo de la Iglesia católica, 856.
[198] Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 16.
[199] Comisión
Teológica Internacional, El cristianismo y las religiones (1996), 72.
[200] Ibíd.
[201] Cf. ibíd.,
81-87.
[202] Cf. Propositio
16.
[203] Benedicto XVI,
Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Medio Oriente (14 septiembre 2012), 26: AAS
104 (2012), 762.
[204] Propositio 55.
[205] Cf. Propositio
36.
[206] Juan Pablo II,
Carta ap. Novo Millennio ineunte (6 enero 2001), 52: AAS 93 (2001), 304.
[207] Cf. V. M.
Fernández, «Espiritualidad para la esperanza activa». Acto de apertura del I
Congreso Nacional de Doctrina social de la Iglesia, Rosario (Argentina), 2011:
UCActualidad 142 (2011), 16.
[208] Juan Pablo II,
Carta enc. Redemptoris missio (7 diciembre 1990), 45: AAS 83 (1991), 292
[209] Benedicto XVI,
Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 16: AAS 98 (2006), 230.
[210] Ibíd., 39: AAS
98 (2006), 250.
[211] II Asamblea
especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Mensaje final, 1: L´Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española (29 octubre 1999), 10.
[212] Isaac de
Stella, Sermo 51: PL 194, 1863.1865.
[213] Nican Mopohua,
118-119.
[214] Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, cap. VIII, 52-69.
[215] Juan Pablo II,
Carta enc. Redemptoris Mater (25 marzo 1987), 6: AAS 79 (1987), 366.
[216] Cf. Propositio
58.
[217] Juan Pablo II,
Carta enc. Redemptoris Mater (25 marzo 1987), 17: AAS 79 (1987), 381.
No hay comentarios:
Publicar un comentario