P. Roger Haight S.J.


CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

NOTIFICACIÓN SOBRE EL LIBRO
"JESUS SYMBOL OF GOD"
DEL PADRE ROGER HAIGHT, S.J.

Introducción

La Congregación para la doctrina de la fe, después de un esmerado estudio, ha juzgado que el libro Jesus Symbol of God (Maryknoll: Orbis Books, 1999) del padre Roger Haight, s.j., contiene graves errores doctrinales con respecto a algunas verdades fundamentales de la fe. Por tanto, ha decidido publicar al respecto la presente Notificación, con la que se concluye el correspondiente proceso de examen.

Después de una primera evaluación realizada por expertos, se decidió encomendar directamente el caso al Ordinario del autor. El 14 de febrero de 2000, se transmitió una serie de Observaciones al padre Peter-Hans Kolvenbach, prepósito general de la Compañía de Jesús, invitándolo a dar a conocer al autor los errores presentes en el libro, y pidiéndole que sometiera las necesarias aclaraciones y rectificaciones al juicio de la Congregación para la doctrina de la fe (cf. Reglamento para el examen de las doctrinas, cap. II).

La respuesta del padre Roger Haight, s.j., presentada el 28 de junio de 2000, ni aclaraba ni rectificaba los errores señalados. Por ese motivo, y también teniendo en cuenta que el libro estaba bastante difundido, se decidió proceder a un examen doctrinal (cf. Reglamento para el examen de las doctrinas, cap. III), prestando particular atención al método teológico del autor.

Tras la evaluación de los teólogos consultores de la Congregación para la doctrina de la fe, la sesión ordinaria del 13 de febrero de 2002 confirmó que Jesus Symbol of God contenía afirmaciones erróneas, cuya divulgación implicaba un grave perjuicio para los fieles. Así pues, se decidió seguir el «procedimiento de urgencia» (cf. Reglamento para el examen de las doctrinas, cap. IV).

Al respecto, a tenor del artículo 26 del Reglamento para el examen de las doctrinas, el 22 de julio de 2002 se transmitió al prepósito general de la Compañía de Jesús la lista de las afirmaciones erróneas y una evaluación general de la visión hermenéutica del libro, pidiéndole que invitara al padre Roger Haight, s.j., a entregar, en un plazo de dos meses, una aclaración de su metodología y una corrección, en fidelidad a la enseñanza de la Iglesia, de los errores contenidos en su libro.

La respuesta del autor, entregada el 31 de marzo de 2003, fue examinada por la sesión ordinaria de la Congregación, celebrada el 8 de octubre de 2003. La forma literaria del texto suscitaba dudas sobre su autenticidad, es decir, sobre si se trataba realmente de una respuesta personal del padre Roger Haight, s.j. Por eso, se pidió su respuesta firmada.

Esa respuesta firmada llegó el 7 de enero de 2004. La sesión ordinaria de la Congregación, el 5 de mayo de 2004, la examinó, y reafirmó que el libro Jesus Symbol of God contenía afirmaciones contrarias a las verdades de la fe divina y católica pertenecientes al primer apartado de la Professio fidei, relativas a la preexistencia del Verbo, la divinidad de Jesús, la Trinidad, el valor salvífico de la muerte de Jesús, la unicidad y universalidad de la mediación salvífica de Jesús y de la Iglesia, y la resurrección de Jesús. También se evaluó negativamente el uso de un método teológico impropio. Por ello, se juzgó necesaria la publicación de una Notificación al respecto.

El método teológico

En el Proemio de su libro, Jesus Symbol of God, el autor afirma que hoy la teología debería realizarse en diálogo con el mundo posmoderno, pero debería también «permanecer fiel a la revelación originaria y a la constante tradición» (p. XII), en el sentido de que los datos de la fe constituyen la norma y el criterio para la hermenéutica teológica. Afirma también que se debe establecer una «correlación crítica» (cf. pp. 40-47) entre estos datos y las formas y las características del pensamiento posmoderno, que se distingue, en parte, por una historicidad radical y por una conciencia pluralista (cf. pp. 24, 330-334): «La tradición debe ser recibida críticamente en la situación actual» (p. 46).

Sin embargo, esta «correlación crítica» se traduce, de hecho, en una subordinación de los contenidos de la fe a su plausibilidad e inteligibilidad en la cultura posmoderna (cf. pp. 49-50, 127, 195, 241, 249, 273-274, 278-282, 330-334). Se asegura, por ejemplo, que a causa de la actual conciencia pluralista «ya no se puede seguir afirmando (...) que el cristianismo es la religión superior o que Cristo es el centro absoluto con respecto al cual todas las demás mediaciones históricas son relativas. (...) En la cultura posmoderna es imposible pensar (...) que una religión puede pretender ser el centro hacia el que deben confluir todas las demás» (p. 333).

Por lo que atañe, en particular, al valor de las fórmulas dogmáticas, especialmente las cristológicas, en el marco cultural y lingüístico posmoderno, diferente de aquel en el que fueron elaboradas, el autor afirma que no se puede prescindir de ellas, pero que tampoco se deben repetir de forma acrítica porque «en nuestra cultura no tienen el mismo sentido que tenían cuando fueron elaboradas. (...) Por tanto, se debe hacer referencia a los concilios clásicos y también interpretarlos explícitamente para nuestro presente» (p. 16). Pero, de hecho, esta interpretación no se concreta en propuestas doctrinales que transmitan el sentido inmutable de los dogmas tal como los entiende la fe de la Iglesia y que los aclaren, enriqueciendo su comprensión. La interpretación del autor resulta, en cambio, una lectura no sólo diversa, sino también contraria al auténtico significado de los dogmas.

Por lo que se refiere, en particular, a la cristología, el autor afirma que, con el fin de superar un «ingenuo positivismo de revelación» (p. 173, n. 65), la cristología debería insertarse en el marco de una «teoría general de la religión en términos de epistemología religiosa» (p. 188). Un elemento fundamental de esta teoría sería el símbolo, como medio histórico concreto: una realidad creada (por ejemplo, una persona, un objeto o un acontecimiento) que da a conocer y hace presente otra realidad, como la realidad trascendente de Dios, que es parte del medio y al mismo tiempo es distinta de él, a la que remite (cf. pp. 196-198). El lenguaje simbólico, estructuralmente poético, imaginativo y figurativo (cf. pp. 177 y 256), expresaría y produciría una experiencia determinada de Dios (cf. p. 11), pero no proporcionaría informaciones objetivas sobre Dios mismo (cf. pp. 9, 210, 282 y 471).

Estas posiciones metodológicas llevan a una interpretación gravemente reductora y desviada de las doctrinas de la fe, dando lugar a afirmaciones erróneas. En particular, la opción epistemológica de la teoría del símbolo, tal como la entiende el autor, mina en su base el dogma cristológico que, desde el Nuevo Testamento, proclama que Jesús de Nazaret es la persona del Hijo-Verbo de Dios hecho hombre[1].

La preexistencia del Verbo

El planteamiento hermenéutico del que parte el autor lo lleva ante todo a no reconocer en el Nuevo Testamento la base para la doctrina de la preexistencia del Verbo, ni siquiera en el prólogo del evangelio de san Juan (cf. pp. 155-178), donde, en su opinión, el Logos debería entenderse en sentido puramente metafórico (cf. p. 177). Además, en la declaración del concilio de Nicea sólo ve la intención de afirmar "que nada menos que Dios estaba y está presente y actúa en Jesús" (p. 284; cf. p. 438), convencido de que la utilización del símbolo «Logos» se debería considerar simplemente como un presupuesto[2] y, por ello, no objeto de definición y, por último, no plausible en la cultura posmoderna (cf. pp. 281 y 485).

El concilio de Nicea —afirma el autor— «utiliza la Escritura de una manera que hoy no es aceptable, es decir, como una fuente de informaciones directamente representativa de hechos o datos objetivos, acerca de la realidad trascendente» (p. 279). Por tanto, el dogma de Nicea no enseñaría que el Hijo o el Logos eternamente preexistente es consustancial con el Padre y engendrado por él. El autor propone «una cristología de la Encarnación, en la que el ser humano creado o la persona de Jesús de Nazaret es el símbolo concreto que expresa la presencia de Dios como Logos en la historia» (p. 439).

Esta interpretación no es conforme al dogma de Nicea, que afirma intencionalmente, incluso contra el horizonte cultural de su tiempo, la preexistencia real del Hijo-Logos del Padre, que se encarnó en la historia por nuestra salvación[3].

La divinidad de Jesús

La posición errónea del autor sobre la preexistencia del Hijo-Logos de Dios tiene como consecuencia una comprensión igualmente errónea de la doctrina sobre la divinidad de Jesús. En realidad, usa expresiones como estas: Jesús «debe ser considerado divino» (p. 283) y «Jesucristo (...) debe ser verdadero Dios» (p. 284). Pero se trata de afirmaciones que se han de entender a la luz de su posición sobre Jesús como «mediación» simbólica («medium»): Jesús sería «una persona finita» (p. 205), «una persona humana» (p. 296) y «un ser humano como nosotros» (pp. 205 y 428).

Por consiguiente, el «verdadero Dios y verdadero hombre» se debería reinterpretar, según el autor, en el sentido de que «verdadero hombre» significaría que Jesús sería «un ser humano como todos los demás» (p. 259), «un ser humano y una criatura finita» (p. 262); mientras que «verdadero Dios» significaría que el hombre Jesús, en cuanto símbolo concreto, sería o mediaría la presencia salvífica de Dios en la historia (cf. pp. 262 y 295): sólo en este sentido podría considerarse como «verdaderamente divino o consustancial con Dios» (p. 295). La «situación posmoderna en la cristología» —añade el autor— «implica un cambio de interpretación que va más allá de la problemática de Calcedonia» (p. 290), precisamente en el sentido de que la unión hipostática, o «enhipostática», se debería entender como «la unión de nada menos que Dios como Verbo con la persona humana Jesús» (p. 442).

Esta interpretación de la divinidad de Jesús es contraria a la fe de la Iglesia, que cree en Jesucristo, Hijo eterno de Dios, hecho hombre, tal como se ha confesado repetidamente en varios concilios ecuménicos y en la constante predicación de la Iglesia[4].

La santísima Trinidad

Como consecuencia de dicha interpretación de la identidad de Jesucristo, el autor desarrolla una doctrina trinitaria errónea. En su opinión, "la enseñanza del Nuevo Testamento no (debe) interpretarse a la luz de las sucesivas doctrinas de una Trinidad inmanente" (p. 474). Estas se deberían considerar como el resultado de una inculturación sucesiva, que habría llevado a hipostatizar, es decir, a considerar como «entidades reales» en Dios, los símbolos «Logos» y «Espíritu» (cf. p. 481), que, en cuanto «símbolos religiosos», serían metáforas de dos diversas mediaciones histórico-salvíficas del Dios uno y único: la exterior, histórica, a través del símbolo Jesús; y la interior, dinámica, realizada por la comunicación de Dios como Espíritu (cf. p. 484).

Esta concepción, correspondiente a la teoría de la experiencia religiosa en general, lleva al autor a abandonar la comprensión correcta de la Trinidad misma, interpretada «como una descripción de una vida interior de Dios diferenciada» (p. 484). En consecuencia, «una noción de Dios como comunidad, la idea de hipostatizar las diferenciaciones en Dios y de llamarlas personas, de modo que estén en comunicación con un diálogo recíproco, van contra el punto principal de la doctrina misma» (p. 483), es decir, «que Dios es uno y único» (p. 482).

Esta interpretación de la doctrina trinitaria es errónea y contraria a la fe sobre la unicidad de Dios en la Trinidad de las Personas, que la Iglesia ha proclamado y confirmado en numerosas declaraciones solemnes[5].

El valor salvífico de la muerte de Jesús

En el libro Jesus Symbol of God, el autor afirma que «la interpretación profética» explicaría del mejor modo posible la muerte de Jesús (cf. p. 86, n. 105). Asimismo, asegura que no sería necesario «que Jesús se haya considerado a sí mismo como un salvador universal» (p. 211) y que la idea de la muerte de Jesús como «una muerte sacrificial, expiatoria y redentora» sería sólo el resultado de una gradual interpretación de sus seguidores a la luz del Antiguo Testamento (cf. p. 85).

Igualmente, se afirma que el lenguaje eclesial tradicional «de Jesús que sufre por nosotros, que se ofrece en sacrificio a Dios, que aceptó sufrir el castigo por nuestros pecados, o morir para satisfacer la justicia de Dios, no tiene sentido para el mundo de hoy» (p. 241). Se debería abandonar este lenguaje porque «las imágenes asociadas a estos modos de hablar hieren la sensibilidad posmoderna y crean un rechazo y una barrera para un aprecio positivo de Jesucristo» (p. 241).

En realidad, esa posición del autor se opone a la doctrina de la Iglesia, que siempre ha reconocido en Jesús una intencionalidad redentora universal respecto de su muerte. La Iglesia ve en las afirmaciones del Nuevo Testamento, que se refieren de modo específico a la salvación, y particularmente en las palabras de la institución de la Eucaristía, una norma de su fe sobre el valor salvífico universal del sacrificio de la cruz[6].

Unicidad y universalidad de la mediación salvífica de Jesús y de la Iglesia

Por lo que atañe a la universalidad de la misión salvífica de Jesús, el autor afirma que Jesús sería «normativo» para los cristianos, pero «no constitutivo» para las demás mediaciones religiosas (p. 403). Asimismo, asegura que «sólo Dios obra la salvación, y la mediación universal de Jesús no es necesaria» (p. 405), pues «Dios actúa en la vida de los hombres de diversos modos más allá de Jesús y de la realidad cristiana» (p. 412). El autor insiste en la necesidad de pasar del cristocentrismo al teocentrismo, que «elimina la necesidad de unir la salvación de Dios solamente a Jesús de Nazaret» (p. 417).

En lo referente a la misión universal de la Iglesia, cree que sería necesario tener «la capacidad de reconocer a otras religiones como mediaciones de la salvación de Dios en el mismo nivel que el cristianismo» (p. 415). Además, para él, «es imposible en la cultura posmoderna pensar que (...) una religión pretenda ser el centro hacia el que deben confluir todas las demás. Sencillamente, estos mitos o concepciones meta-narrativos están superados» (p. 333).

Esta posición teológica niega fundamentalmente la misión salvífica universal de Jesucristo (cf. Hch 4, 12; 1 Tm 2, 4-6; Jn 14, 6) y, en consecuencia, la misión de la Iglesia de anunciar y comunicar el don de Cristo salvador a todos los hombres (cf. Mt 28, 19; Mc 16, 15; Ef 3, 8-11), testimoniadas con claridad por el Nuevo Testamento y proclamadas siempre por la fe de la Iglesia, también en documentos recientes[7].

La resurrección de Jesús

La presentación que el autor hace de la resurrección de Jesús depende de su concepción del lenguaje bíblico y teológico como «simbólico de una experiencia históricamente mediada» (p. 131) y del principio según el cual «ordinariamente no se debería suponer que haya sucedido en el pasado algo hoy imposible» (p. 127). Entendida así, la resurrección se presenta como la afirmación de que «Jesús está ontológicamente vivo como un individuo en la esfera de Dios (...), la declaración de Dios de que la vida de Jesús es una verdadera revelación de Dios y una auténtica existencia humana» (p. 151; cf. p. 124).

La resurrección se describe como «una realidad trascendente que sólo se puede reconocer en su valor con una actitud de fe y esperanza» (p. 126). Los discípulos, después de la muerte de Jesús, habrían recordado y habrían reflexionado sobre su vida y su mensaje, particularmente sobre la revelación de Dios como bueno, misericordioso, preocupado por el ser humano y su salvación. Ese recuerdo —de que «lo que Dios inició en el amor, a causa de la ilimitación de ese amor, sigue existiendo en aquel amor, y por eso sobrevive al poder y al carácter definitivo de la muerte» (p. 147)— juntamente con una intervención de Dios como Espíritu, progresivamente hizo surgir esta nueva fe en la resurrección, es decir, en que Jesús estaba vivo y exaltado por el poder salvífico de Dios (cf. p. 146). Además, según la interpretación del autor, «la historicidad del sepulcro vacío y los relatos de las apariciones no son esenciales para la fe y la esperanza en la resurrección» (p. 147, n. 54; cf. pp. 124 y 134). Más bien, esos relatos serían «modos de expresar y de enseñar el contenido de una fe que ya se había formado» (p. 145).

La interpretación del autor lleva a una posición incompatible con la doctrina de la Iglesia. Está elaborada sobre presupuestos equivocados y no sobre los testimonios del Nuevo Testamento, según el cual las apariciones del Resucitado y el sepulcro vacío son el fundamento de la fe de los discípulos en la resurrección de Cristo y no viceversa.

Conclusión

Al hacer pública esta Notificación, la Congregación para la doctrina de la fe siente el deber de declarar que dichas afirmaciones contenidas en el libro Jesus Symbol of God, del padre Roger Haight, s.j., se deben calificar como graves errores doctrinales contra la fe divina y católica de la Iglesia. En consecuencia, se prohíbe al autor la enseñanza de la teología católica mientras no rectifique sus posiciones de modo que sean plenamente conformes con la doctrina de la Iglesia.

El Sumo Pontífice Juan Pablo II, en la audiencia concedida al infrascrito cardenal Prefecto, aprobó la presente Notificación, decidida en la sesión ordinaria de esta Congregación, y ordenó su publicación.

Roma, en la sede de la Congregación para la doctrina de la fe, 13 de diciembre de 2004, memoria de santa Lucía, virgen y mártir.

Cardenal JOSEPH RATZINGER
Prefecto


ANGELO AMATO, s.d.b.
Arzobispo titular de Sila Secretario




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Notas

[1] Cf. concilio de Nicea, Profesión de fe: DH 125; concilio de Calcedonia, Profesión de fe: DH 301, 302; concilio de Constantinopla II, Cánones: DH 424, 426.

[2] El autor habla de "hipostatización" y de "hipóstasis" del Logos y del Espíritu: quiere decir que las "metáforas" bíblicas "Logos" y "Espíritu" sucesivamente se convertirían en "entidades reales" en el lenguaje de la Iglesia helenista (cf. p. 475).

[3] Cf. concilio de Nicea, Profesión de fe: DH 125. La confesión nicena, confirmada en otros concilios ecuménicos (cf. concilio de Constantinopla I, Profesión de fe: DH 150; concilio de Calcedonia, Profesión de fe: DH 301 y 302), constituye la base de las profesiones de fe de todas las confesiones cristianas.

[4] Cf. concilio de Nicea, Profesión de fe: DH 125; concilio de Constantinopla I, Profesión de fe: DH 150; concilio de Calcedonia, Profesión de fe: DH 301 y 302.

[5] Cf. concilio de Constantinopla I, Profesión de fe: DH 150; Quicumque: DH 75; concilio de Toledo XI, Profesión de fe: DH 525-532; concilio de Toledo XVI, Profesión de fe: DH 568-573; concilio de Letrán IV, Profesión de fe: DH 803-805; concilio de Florencia, Decreto para los jacobitas: DH 1330-1331; concilio Vaticano II, Lumen gentium, 2-4.

[6]Cf. concilio de Nicea, Profesión de fe: DH 125; concilio de Trento, Decreto sobre la justificación: DH 1522-1523; Sobre la penitencia: DH 1690; Sobre el sacrificio de la misa: DH 1740; concilio Vaticano II, Lumen gentium, 3, 5 y 9; Gaudium et spes, 22; Juan Pablo II, carta enc. Ecclesia de Eucharistia, 12.

[7] Cf. Inocencio XI, const. Cum occasione, n. 5: DH 2005; Santo Oficio, decr. Errores de los jansenistas, n. 4: DH 2304; concilio Vaticano II, Lumen gentium, 8; Gaudium et spes, 22; Ad gentes, 3; Juan Pablo II, carta enc. Redemptoris missio, 4-6; Congregación para la doctrina de la fe, decl. Dominus Iesus, 13-15. Por lo que se refiere a la universalidad de la misión de la Iglesia, cf. Lumen gentium, 13 y 17; Ad gentes, 7; Redemptoris missio, 9-11; y Dominus Iesus, 20-22.



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