La Iglesia de la verdad: ésa es la verdad de la Iglesia
Por Rodolfo Reynoso
“… domus Dei est, et porta coeli”(Gn. 28, 17).
¿Quién eres, Iglesia Católica Apostólica Romana?
Eres la más venerable Institución de todos los tiempos; más aun, la Esposa gloriosa, santa e intachable, fundada por Cristo y amada por Él; el Cuerpo Místico para cuya purificación el mismo Señor se entregó como manso Cordero (Cf. Ef. 5, 25-27).
Eres el Templo espiritual formado sobre “piedras vivas” (Cf. I Ped. 2, 4-6) “talladas por el cincel saludable del Divino Obrero, que unidas estrechamente entre sí, se elevan hacia la cumbre” (Cf. Himno Urbs Ierusalem, de la Dedicación de una Iglesia).
Eres el Palacio excelso del Dios soberano, imagen fiel y anticipo de la Nueva Jerusalén “ataviada como una esposa que se engalana para su esposo” (Apoc. 21, 2).
Eres garantía de la Verdad y antorcha de esperanza, que permanece siempre encendida en medio de la oscuridad de un mundo escéptico y desorientado.
Eres la Voz de Cristo, verdadera Palabra de Dios que “existe desde el principio” y “por la que fueron hechas todas las cosas” (Jn.1, 1.3), Voz que jamás nadie ha podido ni podrá silenciar.
Eres la gran Familia de los creyentes, que trasciende los límites del tiempo y del espacio, y constituye la comunión de los santos: la Asamblea gloriosa de los Justos que alaban sin cesar al Señor; la multitud venerable de los que, habiendo concluido ya su tránsito por este mundo, se purifican en espera del encuentro pleno y definitivo con Dios; la muchedumbre de hombres y mujeres “de toda raza, lengua, pueblo y nación” (Cf. Apoc. 5, 9), que se encamina hacia la Patria Celestial.
¿Por qué te creo, Iglesia Católica Apostólica Romana?
Porque en más de dos mil años has mantenido intacto el tesoro de la fe confiado por el Salvador Jesucristo a los apóstoles.
Porque ni los ataques, ni las persecuciones exteriores, ni las infidelidades, ni la falta de testimonio cristiano de muchos de tus hijos, han podido destruirte jamás, lo cual es señal de que te sostiene la omnipotencia de Aquel que aseguró al primero de los apóstoles: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt. 16, 18). A esto lo dijo la Verdad (Jn. 14, 6); que calle el “padre de la mentira” (Jn. 8, 44); que escuche el mundo.
Porque de tus enemigos y de tus hijos infieles acaso queda sólo el recuerdo, pero tú, construida sobre Cristo, “Piedra angular” (Lc. 20, 17), permaneces firme como Columna de Verdad que “resplandece con brillante luz, para honra de Dios”(Cf. Exsultet: alusión al Cirio pascual, imagen de Cristo Resucitado, Cabeza de la Iglesia).
Porque eres la Madre amorosa que extiende los brazos a todos los pueblos, y no duda en recibir en su regazo a las “ovejas de otro redil” (Cf. Jn.10, 16).
Porque eres la Madre humilde que enseña a sus hijos a pedir perdón por los errores que han cometido.
Porque eres la Madre tierna que invita a que vuelvan al Padre los hijos alejados, y a que se reconcilien entre sí y con Él, los enemistados.
Porque eres la Madre fiel que defiende como nadie la vida y la dignidad de todo hombre, aun sabiendo que muchas veces será perseguida y combatida incluso por aquellos mismos a quienes protege.
Porque eres la Madre abnegada que no olvida a ninguno de sus hijos; a todos protege; a todos exhorta; por todos reza.
¿Qué interés puede impulsarte a favorecer a quienes te persiguen, a velar por quienes te calumnian y a perdonar a todos? Sólo la inquebrantable fidelidad a Cristo, tu Esposo.
Porque nunca te amedrenta el desprestigio ni la persecución, cuando de anunciar el Evangelio de Cristo se trata.
Porque no existe en la historia de la humanidad otra institución en la que tantos hombres y mujeres, de tan diversas culturas, condiciones sociales, edades y costumbres, hayan ofrecido voluntariamente la vida por Cristo, a veces hasta el supremo testimonio del derramamiento de la propia sangre.
Porque sólo tus hijos bienaventurados han obtenido de Dios verdaderos milagros, tan patentemente innegables como científicamente inexplicables.
Porque sólo tus enseñanzas han sido siempre las mismas, nunca contaminadas con corrientes ideológicas ni políticas, ni siquiera cuando algunos de tus hijos hubieren podido adherir a ellas.
¿Por qué te necesito, Iglesia Católica Apostólica Romana?
Porque sólo en tu seno el Hijo de Dios me ha dado la certeza de que no seré víctima de las fuerzas del mal, cuando afirmó que las puertas del infierno no prevalecerían contra ti (Cf. Supra: Mt. 16, 18b).
Porque sólo en ti, Ancla de salvación, el Señor Jesucristo, ha puesto un Vicario suyo, garante de la Verdad, cuya fe no puede vacilar: “Simón, Simón, Satanás te busca para zarandearte como trigo, pero Yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe; y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos.” (Lc. 22, 31-32).
Porque sólo en ti puedo contemplar la obra más perfecta salida de manos del Creador: María, la Madre de Jesucristo, Dios verdadero, la Madre tuya, Iglesia santa, y por ello, nuestra Madre, modelo de la plenitud a la que aspiramos los redimidos.
Porque sólo tú me das a beber de la fuente de la misericordia y del perdón de Dios que es el sacramento de la Reconciliación; en efecto, el Señor ha elegido ministros para que en su nombre, nos absuelvan de nuestras faltas: “Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, les serán perdonados, y a quienes se los retengan, les serán retenidos” (Jn. 20, 22b-23).
Porque sólo tú, fundada por Jesucristo, Pontífice eterno, fiel a su mandato (Cf. Lc. 22, 19c), me ofreces el verdadero Maná, reservado para la plenitud de los tiempos (Cf. Apoc. 2, 17): Su Cuerpo glorioso y Su Sangre preciosa, Misterio de Amor, por el que se cumple la promesa del Señor: “Yo estaré siempre con ustedes, hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20).
Por todo esto, Santa Madre Iglesia, porque sé quién eres, porque te creo y porque te necesito, agradezco al Todopoderoso el don inefable de tu existencia.
En ti, Arca bendita impulsada por el Viento del Espíritu, bajo la guía de Pedro, quiero navegar por los océanos del mundo hacia el Puerto de la eterna salvación.
(El Chasqui, Nº 21-Córdoba, diciembre de 2008)
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