Carta de León XIII
A los Arzobispos y Obispos
de España, de Italia y de ambas Américas sobre Cristóbal Colón
1- Al cumplirse cuatrocientos
años desde que un hombre ligur, con el auspicio de Dios, llegó por primera vez
a las ignotas costas que se encuentran al otro lado del Océano Atlántico, los
hombres desean con ansias celebrar la memoria de este evento de grato recuerdo,
así como ensalzar a su autor. Y ciertamente no se encontrará fácilmente causa
más digna de mover los ánimos e inflamar las voluntades. En efecto, este evento
es por sí mismo el más grande y hermoso de todos los que tiempo alguno haya
visto jamás; y aquél que lo realizó es comparable con pocos hombres por la
magnitud de su valor e ingenio. Por obra suya emergió de la inexplorada
profundidad del océano un nuevo mundo: cientos de miles de mortales fueron
restituidos del olvido y las tinieblas a la comunidad del género humano, fueron
trasladados de un culto salvaje a la mansedumbre y a la humanidad, y lo que es
muchísimo más, fueron llamados nuevamente de la muerte a la vida eterna por la
participación en los bienes que nos trajo Jesucristo.
Europa, atónita por el
milagro y la novedad de este súbito suceso, ha conocido después, poco a poco,
cuánto le debe a Colón, cuando debido al establecimiento de colonias en
América, los asiduos viajes, los intercambios comerciales, los negocios
marítimos, se abrió increíblemente el acceso al conocimiento de la naturaleza,
y al bien común, y creció con ello de modo admirable el prestigio del nombre de
Europa.
Así pues, en tan grandiosa
manifestación de honor, y entre tal sinfonía de voces agradecidas, la Iglesia
ciertamente no ha de permanecer en silencio, sobre todo cuando ha tenido por
costumbre e institución suya aprobar gustosamente y tratar de fomentar todo
cuanto haya visto de honesto y laudable. Ésta conserva los singulares y mayores
honores a las virtudes más destacadas y que conducen a la salvación eterna del
alma. No por ello, sin embargo, desdeña o estima en poco a las demás; más aún,
con gran voluntad ha solido siempre promover y honrar de modo especial los
méritos obtenidos por la sociedad civil de los hombres, también si han
alcanzado la inmortalidad en la historia. Admirable, en efecto, es Dios sobre
todo en sus santos; no obstante, su divino poder deja también huellas en
aquellos en quienes brilla una fuerza extraordinaria en el alma y en la mente,
pues no de otro lugar viene a los hombres la luz del ingenio y la grandeza del
alma, sino tan sólo de Dios, su Creador.
2- Hay además otra causa,
ciertamente singular, por la que creemos que se ha de recordar con grata
memoria este hecho inmortal: Colón es de los nuestros. Si por un momento se
examina cuál habría sido la causa principal que lo llevó a decidir conquistar
el mar tenebroso, y por qué motivo se esforzó en obtenerlo, no se puede poner
en duda la gran importancia de la fe católica en el inicio y realización de
este evento, al punto que también por esto es no poco lo que debe a la Iglesia
el género humano.
3- En efecto, no son pocos
los hombres fuertes y experimentados que tanto antes como después de Colón
buscaron con esfuerzo pertinaz tales tierras ignotas y tales aún más ignotos
mares. Su memoria es y será justamente predicada por su fama y el recuerdo de
sus beneficios, ya que propagaron los fines de las ciencias y de la humanidad,
e incrementaron la común prosperidad, no fácilmente, sino con gran esfuerzo, y
no raramente a través de inmensos peligros.
Ocurre, sin embargo, que hay
una gran diferencia entre aquéllos y aquel de quien hablamos en esta ocasión.
Una característica distingue principalmente a Colón: al recorrer una y otra vez
los inmensos espacios del océano iba tras algo mucho más grande y elevado que
todos los demás. Esto no quiere decir que no lo moviese en nada el honestísimo deseo
de conocer o de ser bien apreciado por la sociedad humana, o que desdeñase la
gloria, cuyas penas más ásperas suelen estar en los hombres más valerosos, o
que despreciase del todo la esperanza de obtener riquezas. No obstante, mucho
más decisiva que todas estas razones humanas fue para él la religión de sus
padres, que ciertamente le dio mente y voluntad indubitables, y lo proveyó a
menudo de constancia y solaz en las mayores dificultades. Consta, pues, que
esta idea y este propósito residían en su ánimo: acercar y hacer patente el
Evangelio en nuevas tierras y mares.
4- Esto podrá parecer poco
verosímil para quien reduzca su pensamiento y sus intereses a esta naturaleza
que se percibe con los sentidos, y se niegue a mirar realidades más altas. Por
el contrario, suele suceder que los más grandes ingenios desean elevarse cada
vez más, y así están preparados mejor que nadie para acoger el influjo y la
inspiración de la fe divina. Ciertamente Colón unió el estudio de la naturaleza
al de la religión, y conformó su mente a los preceptos que emanan de la íntima
fe católica. Por ello, al descubrir por medio de la astronomía y el estudio de
los antiguos la existencia hacia el occidente de un gran espacio de tierra más
allá de los límites del orbe conocido, pensaba en la inmensa multitud que
estaría aún confusa en miserables tinieblas, crueles ritos y supersticiones de
dioses vanos. Triste es vivir un culto agreste y costumbres salvajes; más
triste es carecer de noticia de mayores realidades, y permanecer en la ignorancia
del único Dios verdadero. Así pues, agitándose esto en su ánimo, fue el primero
en emprender la tarea de extender al occidente el nombre cristiano y los
beneficios de la caridad cristiana. Y esto se puede comprobar en la entera
historia de su proeza.
Cuando se dirigió por
primera vez a Fernando e Isabel, reyes de España, por miedo a que rechazasen
emprender esta tarea, les expuso con claridad su objetivo: para que creciera su
gloria hasta la inmortalidad, si determinasen llevar el nombre y la doctrina de
Jesucristo a regiones tan lejanas. Y habiendo alcanzado no mucho después sus
deseos, dio testimonio de que pidió a Dios que con su gracia y auxilios quieran
los reyes continuar en su deseo de imbuir estas nuevas costas con el Evangelio.
Se apresuró entonces a dirigir una carta al Sumo Pontífice Alejandro VI
pidiéndole hombres apostólicos. Allí le dice: confío, con la ayuda de Dios, en
poder algún día propagar lo más ampliamente posible el sacrosanto nombre de
Jesucristo y su Evangelio. Juzgamos que también debe haberse visto transportado
por el gozo cuando al retornar por primera vez de la India escribió desde
Lisboa a Rafael Sánchez que había dado inmortales gracias a Dios por haberle
concedido benignamente tan prósperos éxitos, y que había que alegrarse y
vitorear a Jesucristo en la tierra y en el cielo por estar la salvación ya
próxima a innumerables gentes que estaban antes perdidas en la muerte. Y para
mover a Fernando e Isabel para que sólo dejasen que cristianos católicos
llegaran hasta el Nuevo Mundo e iniciaran las relaciones con los indígenas, les
dio como motivo el que no buscaba nada más que el incremento y la honra de la
religión cristiana. Esto fue comprendido excelentemente por Isabel, que
entendió mejor que nadie el propósito de este gran varón. Más aún, se sabe que
esta piadosísima mujer, de viril ingenio y gran alma, no tuvo sino el mismo
propósito. De Colón afirmó que con gusto se dirigiría al vasto océano para
realizar esta empresa tan insigne para gloria de Dios. Y cuando retornó por
segunda vez escribió a Colón que habían sido óptimamente empleados los aportes
que había dado a las expediciones a las Indias, y que habría de mantenerlos,
pues con ellos habría de conseguir la difusión del catolicismo.
5- De otro modo, si no
hubiese sido por esta causa mayor que toda causa humana, ¿de dónde podría haber
obtenido la constancia y la fortaleza de ánimo para soportar, incluso hasta el
extremo, cuando tuvo que soportar y sufrir? Sabemos que le eran contrarias las
opiniones de los eruditos, los rechazos de los hombres más importantes, las
tempestades del furioso océano, las continuas vigilias, por las que más de una
vez perdió el uso de la vista. Experimentó guerras con los bárbaros, la
infidelidad de sus amigos y compañeros, infames conspiraciones, la perfidia de
los envidiosos, las calumnias de sus detractores, los grillos que le impusieron
siendo inocente. Por necesidad tendría que haber sucumbido ante tan grandes
sufrimientos y ataques, si no lo hubiese sostenido la conciencia de la hermosísima
tarea, gloriosa para el nombre cristiano y saludable para una infinita
multitud, que sabía que iba a realizar.
Que esto sucedió así lo
ilustra admirablemente cuanto sucedió en aquel tiempo, pues Colón abrió el
camino a América en un momento en que estaba cercana a iniciarse una gran
tempestad en la Iglesia. Por eso, en cuanto sea lícito considerar los caminos
de la Providencia a partir de los eventos acontecidos, parece que este adorno
de la Liguria nació por un designio verdaderamente singular de Dios, para
reparar los daños que en Europa se infligirían al nombre católico.
6- Llamar al género de los
Indios a la vida cristiana era ciertamente tarea y misión de la Iglesia. Y
ciertamente la emprendió en seguida desde el inicio, y sigue haciéndolo, habiendo
llegado recientemente hasta la más lejana Patagonia. Por su parte, Colón
orientó todo su esfuerzo con su pensamiento profundamente arraigado en la tarea
de preparar y disponer los caminos al Evangelio, y no hizo casi nada sin tener
como guía a la religión y a la piedad como compañera. Conmemoramos realidades
muy conocidas, pero que han de ser declaradas por ser insignes en la mente y el
ánimo de aquel hombre. A saber, obligado por los portugueses y por los
genoveses a partir sin ver cumplida su tarea, se dirigió a España y maduró al
interior de las paredes de una casa religiosa su gran decisión de meditada
exploración, teniendo como compañero y confesor a un religioso discípulo de San
Francisco de Asís. Siete años después, cuando iba a partir al océano, atendió a
cuanto era preciso para la expiación de su alma. Rezó a la Reina del Cielo para
que esté presente en los inicios y dirija su recorrido. Y ordenó que no se
soltase vela alguna antes de ser implorado el nombre de la Trinidad. Luego,
estando en aguas profundas, ante un cruel mar y las vociferaciones de la
tripulación, era amparado por una tranquila constancia de ánimo, pues Dios era
su apoyo.
El propósito de este hombre
se ve también en los nombres mismos que puso a las nuevas islas. Al llegar a
cada una, adoraba suplicante a Dios omnipotente, y tomaba posesión siempre en
el nombre de Jesucristo. Al pisar cada orilla, lo primero que hizo fue fijar en
la costa el sacrosanto estandarte de la Cruz; y fue el primero en pronunciar en
las nuevas islas el divino nombre del Redentor, que a menudo había cantado en
mar abierto ante el sonido de las murmurantes olas. También por esta causa
empezó a edificar en la Española sobre las ruinas del templo, y hacía preceder
las celebraciones populares por las santísimas ceremonias.
7- He aquí, pues, adónde
miraba y qué hizo Colón al explorar tan grandes extensiones de mar y tierra,
inaccesibles e incultas hasta esa fecha, pero cuya humanidad, nombre y riqueza
habría luego de crecer rápidamente a tanta amplitud como vemos hoy. Por todo
ello, la magnitud del hecho, así como la importancia y la variedad de los
beneficios que le siguieron, demandan ciertamente que sea celebrada con grato
recuerdo y todo honor; pero ante todo habrá que reconocer y venerar de modo
singular la voluntad y el designio de la Eterna Sabiduría, a quien abiertamente
obedeció y sirvió el descubridor del Nuevo Mundo.
8- Así pues, para que el
aniversario de Colón se realice dignamente y de acuerdo a la verdad, ha de
añadirse la santidad al decoro de las celebraciones civiles. Y por ello, tal
como cuando se recibió la noticia del descubrimiento se dio públicamente
gracias a Dios inmortal y providentísimo por indicación del Sumo Pontífice, así
también ahora consideramos que se haga lo mismo para renovar la memoria de este
feliz evento. Decretamos por ello que el día 12 de octubre, o el siguiente día
domingo, si así lo juzga apropiado el Ordinario del lugar, se celebre después
del Oficio del día el solemne rito de la Misa de la Santísima Trinidad en las
iglesias Catedrales y conventuales de España, Italia y de ambas Américas.
Confiamos asimismo en que, además de las naciones arriba mencionadas, las demás
realicen lo mismo por consejo sus Obispos, pues cuanto fue un bien para todos
conviene que sea piadosa y gratamente celebrado por todos.
9- Entre tanto, deseándoles
los bienes divinos y como testimonio de Nuestra paternal benevolencia, os
impartimos de corazón, a vosotros Venerables Hermanos, lo mismo que a vuestro
clero y pueblo, la bendición apostólica en el Señor.
Dado en Roma, en San Pedro,
el día 16 de julio del año 1892, decimoquinto de Nuestro Pontificado.
León PP. XIII
(Carta traducida al español
en ‘Desde mi Campanario’)
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