para
la 106ª Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado
(27
de septiembre de 2020)
13-5-20
Como Jesucristo, obligados a
huir.
Acoger, proteger, promover e
integrar a los desplazados internos.
A principios de año, en mi discurso
a los miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, señalé
entre los retos del mundo contemporáneo el drama de los desplazados internos:
«Las fricciones y las emergencias humanitarias, agravadas por las
perturbaciones del clima, aumentan el número de desplazados y repercuten sobre
personas que ya viven en un estado de pobreza extrema. Muchos países golpeados
por estas situaciones carecen de estructuras adecuadas que permitan hacer
frente a las necesidades de los desplazados» (9 enero 2020).
La Sección Migrantes y
Refugiados del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral ha
publicado las “Orientaciones Pastorales sobre Desplazados Internos” (Ciudad del
Vaticano, 5 mayo 2020) un documento que desea inspirar y animar las acciones
pastorales de la Iglesia en este ámbito concreto.
Por ello, decidí dedicar
este Mensaje al drama de los desplazados internos, un drama a menudo invisible,
que la crisis mundial causada por la pandemia del COVID-19 ha agravado. De
hecho, esta crisis, debido a su intensidad, gravedad y extensión geográfica, ha
empañado muchas otras emergencias humanitarias que afligen a millones de
personas, relegando iniciativas y ayudas internacionales, esenciales y urgentes
para salvar vidas, a un segundo plano en las agendas políticas nacionales. Pero
«este no es tiempo del olvido. Que la crisis que estamos afrontando no nos haga
dejar de lado a tantas otras situaciones de emergencia que llevan consigo el
sufrimiento de muchas personas» (Mensaje Urbi et Orbi, 12 abril 2020).
A la luz de los trágicos
acontecimientos que han caracterizado el año 2020, extiendo este Mensaje,
dedicado a los desplazados internos, a todos los que han experimentado y siguen
aún hoy viviendo situaciones de precariedad, de abandono, de marginación y de
rechazo a causa del COVID-19.
Quisiera comenzar
refiriéndome a la escena que inspiró al papa Pío XII en la redacción de la
Constitución Apostólica Exsul Familia (1 agosto 1952). En la huida a Egipto, el
niño Jesús experimentó, junto con sus padres, la trágica condición de
desplazado y refugiado, «marcada por el miedo, la incertidumbre, las
incomodidades (cf. Mt 2,13-15.19-23). Lamentablemente, en nuestros días,
millones de familias pueden reconocerse en esta triste realidad. Casi cada día
la televisión y los periódicos dan noticias de refugiados que huyen del hambre,
de la guerra, de otros peligros graves, en busca de seguridad y de una vida
digna para sí mismos y para sus familias» (Ángelus, 29 diciembre 2013). Jesús
está presente en cada uno de ellos, obligado —como en tiempos de Herodes— a
huir para salvarse. Estamos llamados a reconocer en sus rostros el rostro de
Cristo, hambriento, sediento, desnudo, enfermo, forastero y encarcelado, que
nos interpela (cf. Mt 25,31-46). Si lo reconocemos, seremos nosotros quienes le
agradeceremos el haberlo conocido, amado y servido.
Los desplazados internos nos
ofrecen esta oportunidad de encuentro con el Señor, «incluso si a nuestros ojos
les cuesta trabajo reconocerlo: con la ropa rota, con los pies sucios, con el
rostro deformado, con el cuerpo llagado, incapaz de hablar nuestra lengua»
(Homilía, 15 febrero 2019). Se trata de un reto pastoral al que estamos
llamados a responder con los cuatro verbos que señalé en el Mensaje para esta
misma Jornada en 2018: acoger, proteger, promover e integrar. A estos cuatro,
quisiera añadir ahora otras seis parejas de verbos, que se corresponden a
acciones muy concretas, vinculadas entre sí en una relación de causa-efecto.
Es necesario conocer para
comprender. El conocimiento es un paso necesario hacia la comprensión del otro.
Lo enseña Jesús mismo en el episodio de los discípulos de Emaús: «Mientras
conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con
ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo» (Lc 24,15-16). Cuando
hablamos de migrantes y desplazados, nos limitamos con demasiada frecuencia a
números. ¡Pero no son números, sino personas! Si las encontramos, podremos
conocerlas. Y si conocemos sus historias, lograremos comprender. Podremos
comprender, por ejemplo, que la precariedad que hemos experimentado con
sufrimiento, a causa de la pandemia, es un elemento constante en la vida de los
desplazados.
Hay que hacerse prójimo para
servir. Parece algo obvio, pero a menudo no lo es. «Pero un samaritano que iba
de viaje llegó adonde estaba él y, al verlo, se compadeció, y acercándose, le
vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia
cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó» (Lc 10,33-34). Los miedos y los
prejuicios —tantos prejuicios—, nos hacen mantener las distancias con otras
personas y a menudo nos impiden “acercarnos como prójimos” y servirles con
amor. Acercarse al prójimo significa, a menudo, estar dispuestos a correr
riesgos, como nos han enseñado tantos médicos y personal sanitario en los
últimos meses. Este estar cerca para servir, va más allá del estricto sentido
del deber. El ejemplo más grande nos lo dejó Jesús cuando lavó los pies de sus
discípulos: se quitó el manto, se arrodilló y se ensució las manos (cf. Jn
13,1-15).
Para reconciliarse se
requiere escuchar. Nos lo enseña Dios mismo, que quiso escuchar el gemido de la
humanidad con oídos humanos, enviando a su Hijo al mundo: «Porque tanto amó
Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él […]
tenga vida eterna» (Jn 3,16-17). El amor, el que reconcilia y salva, empieza
por una escucha activa. En el mundo de hoy se multiplican los mensajes, pero se
está perdiendo la capacidad de escuchar. Sólo a través de una escucha humilde y
atenta podremos llegar a reconciliarnos de verdad. Durante el 2020, el silencio
se apoderó por semanas enteras de nuestras calles. Un silencio dramático e
inquietante, que, sin embargo, nos dio la oportunidad de escuchar el grito de
los más vulnerables, de los desplazados y de nuestro planeta gravemente
enfermo. Y, gracias a esta escucha, tenemos la oportunidad de reconciliarnos
con el prójimo, con tantos descartados, con nosotros mismos y con Dios, que
nunca se cansa de ofrecernos su misericordia.
Para crecer hay que
compartir. Para la primera comunidad cristiana, la acción de compartir era uno
de sus pilares fundamentales: «El grupo de los creyentes tenía un solo corazón
y una sola alma: nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía, pues lo poseían
todo en común» (Hch 4,32). Dios no quiso que los recursos de nuestro planeta
beneficiaran únicamente a unos pocos. ¡No, el Señor no quiso esto! Tenemos que
aprender a compartir para crecer juntos, sin dejar fuera a nadie. La pandemia
nos ha recordado que todos estamos en el mismo barco. Darnos cuenta que tenemos
las mismas preocupaciones y temores comunes, nos ha demostrado, una vez más,
que nadie se salva solo. Para crecer realmente, debemos crecer juntos,
compartiendo lo que tenemos, como ese muchacho que le ofreció a Jesús cinco
panes de cebada y dos peces… ¡Y fueron suficientes para cinco mil personas!
(cf. Jn 6,1-15).
Se necesita involucrar para
promover. Así hizo Jesús con la mujer samaritana (cf. Jn 4,1-30). El Señor se
acercó, la escuchó, habló a su corazón, para después guiarla hacia la verdad y
transformarla en anunciadora de la buena nueva: «Venid a ver a un hombre que me
ha dicho todo lo que he hecho; ¿será este el Mesías?» (v. 29). A veces, el
impulso de servir a los demás nos impide ver sus riquezas. Si queremos
realmente promover a las personas a quienes ofrecemos asistencia, tenemos que
involucrarlas y hacerlas protagonistas de su propio rescate. La pandemia nos ha
recordado cuán esencial es la corresponsabilidad y que sólo con la colaboración
de todos —incluso de las categorías a menudo subestimadas— es posible encarar
la crisis. Debemos «motivar espacios donde todos puedan sentirse convocados y
permitir nuevas formas de hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad»
(Meditación en la Plaza de San Pedro, 27 marzo 2020).
Es indispensable colaborar
para construir. Esto es lo que el apóstol san Pablo recomienda a la comunidad
de Corinto: «Os ruego, hermanos, en nombre de nuestro Señor Jesucristo, a que
digáis todos lo mismo y que no haya divisiones entre vosotros. Estad bien
unidos con un mismo pensar y un mismo sentir» (1 Co 1,10). La construcción del
Reino de Dios es un compromiso común de todos los cristianos y por eso se
requiere que aprendamos a colaborar, sin dejarnos tentar por los celos, las
discordias y las divisiones. Y en el actual contexto, es necesario reiterar
que: «Este no es el tiempo del egoísmo, porque el desafío que enfrentamos nos
une a todos y no hace acepción de personas» (Mensaje Urbi et Orbi, 12 abril
2020). Para preservar la casa común y hacer todo lo posible para que se
parezca, cada vez más, al plan original de Dios, debemos comprometernos a
garantizar la cooperación internacional, la solidaridad global y el compromiso
local, sin dejar fuera a nadie.
Quisiera concluir con una
oración sugerida por el ejemplo de san José, de manera especial cuando se vio
obligado a huir a Egipto para salvar al Niño:
Padre, Tú encomendaste a san
José lo más valioso que tenías: el Niño Jesús y su madre, para protegerlos de
los peligros y de las amenazas de los malvados.
Concédenos, también a
nosotros, experimentar su protección y su ayuda. Él, que padeció el sufrimiento
de quien huye a causa del odio de los poderosos, haz que pueda consolar y
proteger a todos los hermanos y hermanas que, empujados por las guerras, la
pobreza y las necesidades, abandonan su hogar y su tierra, para ponerse en
camino, como refugiados, hacia lugares más seguros.
Ayúdalos, por su
intercesión, a tener la fuerza para seguir adelante, el consuelo en la tristeza,
el valor en la prueba.
Da a quienes los acogen un
poco de la ternura de este padre justo y sabio, que amó a Jesús como un
verdadero hijo y sostuvo a María a lo largo del camino.
Él, que se ganaba el pan con
el trabajo de sus manos, pueda proveer de lo necesario a quienes la vida les ha
quitado todo, y darles la dignidad de un trabajo y la serenidad de un hogar.
Te lo pedimos por
Jesucristo, tu Hijo, que san José salvó al huir a Egipto, y por intercesión de
la Virgen María, a quien amó como esposo fiel según tu voluntad. Amén.
Roma, San Juan de Letrán, 13
de mayo de 2020, Memoria de la Bienaventurada Virgen María de Fátima.
FRANCISCO
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