Al Pueblo de
Dios que peregrina en Alemania
Queridos
hermanos y hermanas,
La meditación de
las lecturas del libro de los Hechos de los Apóstoles que se nos propusieron en
el tiempo pascual me movió a escribirles esta carta. Allí encontramos a la
primera comunidad apostólica impregnada de esa vida nueva que el Espíritu les
regaló transformando cada circunstancia en una buena ocasión para el anuncio.
Ellos lo habían perdido todo y en la mañana del primer día de la semana, entre
la desolación y la amargura, escucharon de la boca de una mujer que el Señor
estaba vivo. Nada ni nadie podía detener la irrupción pascual en sus vidas y
ellos no podían callar lo que sus ojos habían contemplado y sus manos tocado
(Cfr. 1 Jn. 1, 1).
En este clima y
con la convicción de que el Señor «siempre puede, con su novedad, renovar
nuestra vida y nuestra comunidad»1quiero acercarme y compartir vuestra
preocupación con respecto al futuro de la Iglesia en Alemania. Somos
conscientes que no vivimos sólo un tiempo de cambios sino un cambio de tiempo
que despierta nuevas y viejas preguntas con las cuales es justo y necesario
confrontarse. Situaciones e interrogantes que pude conversar con vuestros
pastores en la pasada visita Ad limina y que seguramente siguen resonando en el
seno de vuestras comunidades. Como en esa ocasión quisiera brindarles mi apoyo,
estar más cerca de Ustedes para caminar a su lado y fomentar la búsqueda para
responder con parresia a la situación presente.
1. Con gratitud
miro esa red capilar de comunidades, parroquias, capillas, colegios,
hospitales, estructuras sociales que han tejido a lo largo de la historia y son
testimonio de la fe viva que los ha sostenido, nutrido y vivificado durante
varias generaciones. Una fe que pasó por momentos de sufrimiento, confrontación
y tribulación, pero también de constancia y vitalidad que se demuestra también
hoy rica de frutos en tantos testimonios de vida y obras de caridad. Las
comunidades católicas alemanas, en su diversidad y pluralidad, son reconocidas
en el mundo entero por su sentido de corresponsabilidad y de una generosidad
que ha sabido tender su mano y acompañar la puesta en marcha de procesos de
evangelización en regiones bastante sumergidas y carentes de posibilidades. Tal
generosidad no sólo se manifestó en la historia reciente como ayuda
económico-material sino también compartiendo, a lo largo de los años, numerosos
carismas y personas: sacerdotes, religiosas, religiosos y laicos que han
cumplido fiel e incansablemente su servicio y misión en situaciones a menudo
difíciles2. Han regalado a la Iglesia Universal grandes santos y santas,
teólogos y teólogas, así como pastores y laicos que ayudaron a que el encuentro
entre el Evangelio y las culturas pudiera alcanzar nuevas síntesis capaces de
despertar lo mejor de ambos3 y ser ofrecidas a las nuevas generaciones con el
mismo ardor de los inicios. Lo cual permitió un notable esfuerzo por individuar
respuestas pastorales a la altura de los desafíos que se les presentaban.
Es de señalar el
camino ecuménico que realizan y del cual pudimos ver los frutos durante la
conmemoración del 500º aniversario de la Reforma, un camino que permite
incentivar las instancias de oración, de intercambio cultural y ejercicio de la
caridad capaz de superar los prejuicios y heridas del pasado permitiendo
celebrar y testimoniar mejor la alegría del Evangelio.
2. Hoy, sin
embargo, coincido con Ustedes en lo doloroso que es constatar la creciente
erosión y decaimiento de la fe con todo lo que ello conlleva no sólo a nivel
espiritual sino social y cultural. Situación que se visibiliza y constata, como
ya lo supo señalar Benedicto XVI, no sólo «en el Este, donde, como sabemos, la
mayoría de la población está sin bautizar y no tiene contacto alguno con la
Iglesia y, a menudo, no conoce en absoluto a Cristo»4 sino también en la así
llamada «región de tradición católica [dónde se da] una caída muy fuerte de la
participación en la Misa dominical, como de la vida sacramental»5. Un
deterioro, ciertamente multifacético y de no fácil y rápida solución, que pide
un abordaje serio y consciente que nos estimule a volvernos, en el umbral de la
historia presente, como aquel mendicante para escuchar las palabras del
apóstol: «no tengo plata ni oro, pero te doy lo que tengo: en el nombre de
Jesucristo de Nazaret, levántate y camina» (Hch. 3, 6).
3. Para
enfrentar esta situación, vuestros pastores han sugerido un camino sinodal. Qué
significa en concreto y cómo se desarrollará es algo que seguramente se está
todavía considerando. De mi parte expresé mis reflexiones sobre la sinodalidad
de la Iglesia en ocasión de la celebración de los cincuenta años del Sínodo de
obispos6. En sustancia se trata de un synodos bajo la guía del Espíritu Santo,
es decir, caminar juntos y con toda la Iglesia bajo su luz, guía e irrupción
para aprender a escuchar y discernir el horizonte siempre nuevo que nos quiere
regalar. Porque la sinodalidad supone y requiere la irrupción del Espíritu
Santo.
En la reciente
asamblea plenaria de los Obispos italianos tuve la oportunidad de reiterar esta
realidad central para la vida de la Iglesia aportando la doble perspectiva que
la misma opera: «sinodalidad desde abajo hacia arriba, o sea el deber de cuidar
la existencia y el buen funcionamiento de la Diócesis: los consejos, las
parroquias, la participación de los laicos... (cfr CIC 469-494), comenzando por
la diócesis, pues no se puede hacer un gran sínodo sin ir a la base…; y después
la sinodalidad desde arriba hacia abajo» que permite vivir de manera específica
y singular la dimensión Colegial del ministerio episcopal y del ser eclesial7.
Sólo así podemos alcanzar y tomar decisiones en cuestiones esenciales para la
fe y la vida de la Iglesia. Lo cual será efectivamente posible si nos animamos
a caminar juntos con paciencia, unción y con la humilde y sana convicción de
que nunca podremos responder contemporáneamente a todas las preguntas y
problemas. La Iglesia es y será siempre peregrina en la historia, portadora de
un tesoro en vasijas de barro (cfr. 2 Cor. 4, 7). Esto nos recuerda que nunca
será perfecta en este mundo y que su vitalidad y hermosura radica en el tesoro
del que es constitutivamente portadora8.
Los
interrogantes presentes, así como las respuestas que demos exigen, para que
pueda gestarse un sano aggiornamento, «una larga fermentación de la vida y la
colaboración de todo un pueblo por años»9. Esto estimula generar y poner en
marcha procesos que nos construyan como Pueblo de Dios más que la búsqueda de
resultados inmediatos que generen consecuencias rápidas y mediáticas pero
efímeras por falta de maduración o porque no responden a la vocación a la que
estamos llamados.
4. En este
sentido, envueltos en serios e inevitables análisis, se puede caer en sutiles
tentaciones a las que considero necesario prestarles especial atención y
cuidado, ya que, lejos de ayudarnos a caminar juntos, nos mantendrán aferrados
e instalados en recurrentes esquemas y mecanismos que acaben desnaturalizando o
limitando nuestra misión; y además con el agravante de que, si no somos conscientes
de los mismos, podremos terminar girando en torno a un complicado juego de
argumentaciones, disquisiciones y resoluciones que no hacen más que alejarnos
del contacto real y cotidiano del pueblo fiel y del Señor.
5. Asumir y
sufrir la situación actual no implica pasividad o resignación y menos
negligencia, por el contrario supone una invitación a tomar contacto con
aquello que en nosotros y en nuestras comunidades está necrosado y necesita ser
evangelizado y visitado por el Señor. Y esto requiere coraje porque lo que
Necesitamos es mucho más que un cambio estructural, organizativo o funcional.
Recuerdo que en
el encuentro que mantuve con vuestros pastores en el 2015 les decía que una de
las primeras y grandes tentaciones a nivel eclesial era creer que las
soluciones a los problemas presentes y futuros vendrían exclusivamente de
reformas puramente estructurales, orgánicas o burocráticas pero que, al final
del día, no tocarían en nada los núcleos vitales que reclaman atención. «Se
trata de un nuevo pelagianismo, que nos conduce a poner la confianza en las
estructuras administrativas y las organizaciones perfectas. Una excesiva
centralización que, en vez de ayudarnos, complica la vida de la Iglesia y su
dinámica misionera (Evangelii Gaudium, 32)» 10.
Lo que está en
la base de esta tentación es pensar que, frente a tantos problemas y carencias,
la mejor respuesta sería reorganizar las cosas, hacer cambios y especialmente
“remiendos” que permitan poner en orden y en sintonía la vida de la Iglesia
adaptándola a la lógica presente o la de un grupo particular. Por este camino
pareciera que todo se soluciona y las cosas volverán a su cauce si la vida
eclesial entrase en un “determinado” nuevo o antiguo orden que ponga fin a las
tensiones propias de nuestro ser humanos y de las que el Evangelio quiere
provocar11.
Por ese camino
la vida eclesial podría eliminar tensiones, estar “en orden y en sintonía” pero
sólo provocaría, con el tiempo, adormecer y domesticar el corazón de nuestro
pueblo y disminuir y hasta acallar la fuerza vital y evangélica que el Espíritu
quiere regalar: «esto sería el pecado más grande de mundanidad y de espíritu
mundano anti-evangélico»12. Se tendría un buen cuerpo eclesial bien organizado
y hasta “modernizado” pero sin alma y novedad evangélica; viviríamos un
cristianismo “gaseoso” sin mordedura evangélica13. «Hoy estamos llamados a
gestionar el desequilibrio. Nosotros no podemos hacer algo bueno, evangélico si
le tenemos miedo al desequilibrio»14. No podemos olvidar que hay tensiones y
desequilibrios que tienen sabor a Evangelio y que son imprescindibles mantener
porque son anuncio de vida nueva.
6. Por eso me
parece importante no perder de vista lo que «la Iglesia enseñó reiteradas
veces: no somos justificados por nuestras obras o por nuestros esfuerzos, sino
por la gracia del Señor que toma la iniciativa»15. Sin esta dimensión teologal,
en las diversas innovaciones y propuestas que se realicen, repetiremos aquello
mismo que hoy está impidiendo, a la comunidad eclesial, anunciar el amor
misericordioso del Señor. La manera que se tenga para asumir la situación
actual será determinante de los frutos que posteriormente se desarrollarán. Por
eso apelo a que se haga en clave teologal para que el Evangelio de la Gracia
con la irrupción del Espíritu Santo sea la luz y guía para enfrentar estos
desafíos. Cada vez que la comunidad eclesial intentó salir sola de sus
problemas confiando y focalizándose exclusivamente en sus fuerzas o en sus
métodos, su inteligencia, su voluntad o prestigio, terminó por aumentar y
perpetuar los males que intentaba resolver. El perdón y la salvación no es algo
que tenemos que comprar «o que tengamos que adquirir con nuestras obras o
esfuerzos. El Señor nos perdona y nos libera gratis. Su entrega en la Cruz es
algo tan grande que nosotros no podemos ni debemos pagarlo, sólo tenemos que
recibirlo con inmensa gratitud y con la alegría de ser tan amados antes aún de
que pudiéramos imaginarlo»16.
El escenario
presente no tiene el derecho de hacernos perder de vista que nuestra misión no
se sostiene sobre previsiones, cálculos o encuestas ambientales alentadoras o
desalentadoras ni a nivel eclesial ni a nivel político como económico o social.
Tampoco sobre los resultados exitosos de nuestros planes pastorales17. Todas
estas cosas son importantes valorarlas, escucharlas, reflexionarlas y estar
atentos, pero en sí no agotan nuestro ser creyente. Nuestra misión y razón de
ser radica en que «Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único para que
todo el cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna» (Jn. 3, 16). «Sin vida
nueva y auténtico espíritu evangélico, sin “fidelidad de la Iglesia a la propia
vocación”, cualquier estructura nueva se corrompe en poco tiempo»18.
Por eso, la transformación
a operarse no puede responder exclusivamente como reacción a datos o exigencias
externas, como podrían ser el fuerte descenso de los nacimientos y el
envejecimiento de las comunidades que no permiten visibilizar un recambio
generacional. Causas objetivas y válidas pero que vistas aisladamente fuera del
misterio eclesial favorecerían y estimularían una actitud reaccionaria (tanto
positiva como negativa) ante los problemas. La transformación verdadera
responde y reclama también exigencias que nacen de nuestro ser creyentes y de
la propia dinámica evangelizadora de la Iglesia, reclama la conversión
pastoral. Se nos pide una actitud que buscando vivir y transparentar el
evangelio rompa con «el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia en
el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va
desgastando y degenerando en mezquindad»19. La conversión pastoral nos recuerda
que la evangelización debe ser nuestro criterio-guía por excelencia sobre el
cual discernir todos los movimientos que estamos llamados a dar como comunidad
eclesial; la evangelización constituye la misión esencial de la Iglesia20.
7. Es necesario,
por tanto, como bien lo señalaron vuestros pastores, recuperar el primado de la
evangelización para mirar el futuro con confianza y esperanza porque,
«evangelizadora, la Iglesia comienza por evangelizarse a sí misma. Comunidad
creyente, comunidad de esperanza vivida y comunicada, comunidad de amor
fraterno, tiene necesidad de escuchar sin cesar lo que debe creer, las razones
para esperar, el mandamiento nuevo del amor»21.
La
evangelización, así vivida, no es una táctica de reposicionamiento eclesial en
el mundo de hoy o un acto de conquista, dominio o expansión territorial;
tampoco un “retoque” que la adapte al espíritu del tiempo pero que le haga
perder su originalidad y profecía; como tampoco es la búsqueda para recuperar
hábitos o prácticas que daban sentido en otro contexto cultural. No. La
evangelización es un camino discipular de respuesta y conversión en el amor a
Aquel que nos amó primero (Cfr. 1 Jn. 4, 19); un camino que posibilite una fe
vivida, experimentada, celebrada y testimoniada con alegría. La evangelización
nos lleva a recuperar la alegría del Evangelio, la alegría de ser cristianos.
Es cierto, hay momentos duros, tiempos de cruz, pero nada puede destruir la
alegría sobrenatural, que se adapta, se transforma y siempre permanece, al
menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser infinitamente
amado, más allá de todo. La evangelización genera seguridad interior, una
serenidad esperanzadora que brinda su satisfacción espiritual incomprensible
para los parámetros humanos22. El mal humor, la apatía, la amargura, el
derrotismo, así como la tristeza no son buenos signos ni consejeros; es más,
hay veces que «la tristeza tiene que ver con la ingratitud, con estar encerrado
en sí mismo y uno se vuelve incapaz de reconocer los regalos de Dios»23.
8. De ahí que
nuestra preocupación principal debe rondar en como compartir esta alegría abriéndonos
y saliendo a encontrar a nuestros hermanos principalmente aquellos que están
tirados en el umbral de nuestros templos, en las calles, en cárceles y
hospitales, plazas y ciudades. El Señor fue claro: «busquen primero el Reino y
su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura» (Mt 6, 33). Salir a
ungir con el espíritu de Cristo todas las realidades terrenas, en sus múltiples
encrucijadas principalmente allí «donde se gestan los nuevos relatos y
paradigmas, alcanzar con la Palabra de Jesús los núcleos más profundos del alma
de las ciudades»24. Ayudar a que la Pasión de Cristo toque real y concretamente
las múltiples pasiones y situaciones donde su Rostro sigue sufriendo a causa
del pecado y la inequidad. Pasión que pueda desenmascarar las viejas y nuevas
esclavitudes que hieren al hombre y mujer especialmente hoy que vemos rebrotar
discursos xenófobos y promueven una cultura basada en la indiferencia, el
encierro, así como en el individualismo y la expulsión. Y, a su vez, sea la
Pasión del Señor la que despierte en nuestras comunidades y, especialmente en
los más jóvenes, la pasión por su Reino.
Esto nos pide
«desarrollar el gusto espiritual de estar cerca de la vida de la gente, hasta
el punto de descubrir que eso es fuente de un gozo superior. La misión es una
pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo»25.
Deberíamos, por
tanto, preguntarnos qué cosa el Espíritu dice hoy a la Iglesia (Ap. 2, 7),
reconocer los signos de los tiempos26, lo cual no es sinónimo de adaptarse simplemente
al espíritu del tiempo sin más (Rm. 12, 2). Todas estas dinámicas de escucha,
reflexión y discernimiento tienen como objetivo volver a la Iglesia cada día
más fiel, disponible, ágil y transparente para anunciar la alegría del
Evangelio, base sobre la cual pueden ir encontrando luz y respuesta todas las
cuestiones27. Los desafíos están para ser superados. Debemos ser realistas pero
sin perder la alegría, la audacia y la entrega esperanzada. ¡No nos dejemos
robar la fuerza misionera!»28.
9. El Concilio
Vaticano II marcó un importante paso en la toma de conciencia que la Iglesia
tiene tanto de sí misma como de su misión en el mundo contemporáneo. Este
camino iniciado hace más de cincuenta años nos sigue estimulando en su
recepción y desarrollo y todavía no llegó a su fin, sobre todo, en relación a
la sinodalidad llamada a operarse en los distintos niveles de la vida eclesial
(parroquia, diócesis, en el orden nacional, en la Iglesia universal, como en
las diversas congregaciones y comunidades). Este proceso, especialmente en
estos tiempos de fuerte tendencia a la fragmentación y polarización, reclama
desarrollar y velar para que el Sensus Ecclesiae también viva en cada decisión
que tomemos y nutra todos los niveles. Se trata de vivir y de sentir con la Iglesia
y en la Iglesia, lo cual, en no pocas situaciones, también nos llevará a sufrir
en la Iglesia y con la Iglesia. La Iglesia Universal vive en y de las Iglesias
particulares29, así como las Iglesias particulares viven y florecen en y de la
Iglesia Universal, y si se encuentran separadas del entero cuerpo eclesial, se
debilitan, marchitan y mueren. De ahí la necesidad de mantener siempre viva y
efectiva la comunión con todo el cuerpo de la Iglesia, que nos ayuda a superar
la ansiedad que nos encierra en nosotros mismos y en nuestras particularidades
a fin de poder mirar a los ojos, escuchar o renunciar a las urgencias para
acompañar al que se quedó al costado del camino. A veces esta actitud puede
manifestarse en el mínimo gesto, como el del padre del hijo pródigo, que se
queda con las puertas abiertas para que, cuando regrese, pueda entrar sin
dificultad30. Esto no es sinónimo de no caminar, avanzar, cambiar e inclusive
no debatir y discrepar, sino es simplemente la consecuencia de sabernos
constitutivamente parte de un cuerpo más grande que nos reclama, espera y
necesita y que también nosotros reclamamos, esperamos y necesitamos. Es el
gusto de sentirnos parte del santo y paciente Pueblo fiel de Dios.
Los desafíos que
tenemos entre manos, las diferentes cuestiones e interrogantes a enfrentar no
pueden ser ignoradas o disimuladas: han de ser asumidas pero cuidando de no
quedar atrapados en ellas, perdiendo perspectiva, limitando el horizonte y
fragmentando la realidad. «Cuando nos detenemos en la coyuntura conflictiva,
perdemos el sentido de la unidad profunda de la realidad»31. En este sentido el
Sensus Ecclesiae nos regala ese horizonte amplio de posibilidad desde donde
buscar responder a las cuestiones que urgen y además nos recuerda la belleza
del rostro pluriforme de la Iglesia32. Rostro pluriforme no sólo desde una
perspectiva espacial en sus pueblos, razas, culturas33, sino también desde su
realidad temporal que nos permite sumergirnos en las fuentes de la más viva y
plena Tradición la cual tiene la misión de mantener vivo el fuego más que
conservar las cenizas34 y permite a todas las generaciones volver a encender,
con la asistencia del Espíritu Santo, el primer amor.
El Sensus
Ecclesiae nos libera de particularismos y tendencias ideológicas para hacernos
gustar de esa certeza del Concilio Vaticano II, cuando afirmaba que la Unción
del Santo (1 Jn. 2, 20 y 27) pertenece a la totalidad de los fieles35. La
comunión con el santo Pueblo fiel de Dios, portador de la Unción, mantiene viva
la esperanza y la certeza de saber que el Señor camina a nuestro a lado y es Él
quién sostiene nuestros pasos. Un sano caminar juntos debe traslucir esta
convicción buscando los mecanismos para que todas las voces, especialmente la
de los más sencillos y humildes, tengan espacio y visibilidad. La Unción del
Santo que ha sido derramada a todo el cuerpo eclesial «reparte gracias
especiales entre los fieles de cualquier estado o condición y distribuye sus
dones a cada uno según quiere (1 Cor 12, 11). Con esos dones hace que estén
preparados y dispuestos a asumir diversas tareas o ministerios que contribuyen
a renovar y construir más y más la Iglesia, según aquellas palabras: A cada uno
se le da la manifestación del Espíritu para el bien común (1 Cor. 12, 7)»36.
Esto nos ayuda a estar atentos a esa antigua y siempre nueva tentación de los
promotores del gnosticismo que, queriendo hacerse un nombre proprio y expandir
su doctrina y fama, buscaban decir algo siempre nuevo y distinto de lo que la
Palabra de Dios les regalaba. Es lo que san Juan describe con el término
proagon, el que se adelanta, el avanzado (2 Jn v. 9) y que pretende ir más allá
del nosotros eclesial que preserva de los excesos que atentan a la comunidad37.
10. Por tanto,
velen y estén atentos ante toda tentación que lleve a reducir el Pueblo de Dios
a un grupo ilustrado que no permita ver, saborear y agradecer esa santidad
desparramada y que vive «en el pueblo de Dios paciente: en los padres que crían
con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar
el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen
sonriendo... En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad
de la Iglesia militante. Muchas veces la santidad “de la puerta de al lado”, de
aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de
Dios»38. Esa es la santidad que protege y reguardó siempre a la Iglesia de toda
reducción ideológica cientificista y manipuladora. Santidad que evoca, recuerda
e invita a desarrollar ese estilo mariano en la actividad misionera de la
Iglesia capaz de articular la justicia con la misericordia, la contemplación
con la acción, la ternura con la convicción. «Porque cada vez que miramos a
María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño. En ella
vemos que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los
fuertes que no necesitan maltratar a otros para sentirse importante»39.
En mi tierra
natal, existe un sugerente y potente dicho que puede iluminar: «los hermanos
sean unidos porque esa es la ley primera; tengan unión verdadera en cualquier
tiempo que sea, porque si entre ellos pelean los devoran los de afuera»40.
Hermanos y hermanas cuidémonos unos a otros y estemos atentos a la tentación
del padre de la mentira y la división, al maestro de la separación que,
impulsando buscar un aparente bien o respuesta a una situación determinada,
termina fragmentando de hecho el cuerpo del santo Pueblo fiel de Dios. Como
cuerpo apostólico caminemos y caminemos juntos, escuchándonos bajo la guía del
Espíritu Santo, aunque no pensemos igual, desde la sapiente convicción que «la
Iglesia, con el correr de los siglos, tiende constantemente a la plenitud de la
verdad divina hasta que en ella se consumen las palabras de Dios»41.
11. La
perspectiva sinodal no cancela los antagonismos o perplejidades, ni los
conflictos quedan supeditados a resoluciones sincretistas de “buen consenso” o
resultantes de la elaboración de censos o encuestas sobre tal o cual tema. Eso
sería muy reductor.
La sinodalidad,
con el trasfondo y centralidad de la evangelización y del Sensus Ecclesiae como
elementos determinantes de nuestro ADN eclesial, reclama asumir conscientemente
un modo de ser Iglesia donde «el todo es más que la parte, y también es más que
la mera suma de ellas… Siempre hay que ampliar la mirada para reconocer un bien
mayor que nos beneficiará a todos. Pero hay que hacerlo sin evadirse, sin
desarraigos… Se trabaja en lo pequeño, en lo cercano, pero con una perspectiva
más amplia»42.
12. Esto
requiere en todo el Pueblo de Dios, y especialmente en sus pastores, un estado
de vigilia y conversión que permitan mantener vivas y operantes estas
realidades. Vigilia y conversión son dones que sólo el Señor nos puede regalar.
A nosotros nos basta pedir su gracia por medio de la oración y el ayuno.
Siempre me impresionó cómo durante la vida, especialmente en los momentos de
las grandes decisiones, el Señor fue particularmente tentado. La oración y el
ayuno tuvieron un lugar especial como determinante de todo su accionar
posterior (Cfr. Mt. 4, 1-11). La sinodalidad tampoco puede escapar a esta
lógica, y tiene que ir siempre acompañada de la gracia de la conversión para
que nuestro accionar personal y comunitario pueda representar y asemejarse cada
vez más al de la kénosis de Cristo (cfr. Fil 2, 1- 11). Hablar, actuar y
responder como Cuerpo de Cristo significa también hablar y actuar a la manera
de Cristo con sus mismos sentimientos, trato y prioridad. Por tanto, la gracia
de la conversión, siguiendo el ejemplo del Maestro que «se anonadó a sí mismo,
tomando la condición de servidor» (Fil. 2, 7), nos libra de falsos y estériles
protagonismos, nos desinstala de la tentación de permanecer en posiciones
protegidas y acomodadas y nos invita a ir a las periferias para encontrarnos y
escuchar mejor al Señor.
Esta actitud de
kénosis nos permite también experimentar la fuerza creativa y siempre rica de
la esperanza que nace de la pobreza evangélica a la que estamos llamados, la
cual nos hace libres para evangelizar y testimoniar. Así permitimos al Espíritu
refrescar y renovar nuestra vida librándola de esclavitudes, inercias y
conveniencias circunstanciales que impiden caminar y especialmente adorar.
Porque al adorar, el hombre cumple su deber supremo y es capaz de vislumbrar la
claridad venidera, esa que nos ayuda a saborear la nueva creación43.
Sin esta
dimensión corremos el riesgo de partir desde nosotros mismos o del afán de
autojustificación y autopreservación que nos llevará a realizar cambios y
arreglos pero a mitad de camino, los cuales, lejos de solucionar los problemas,
terminarán enredándonos en un espiral sin fondo que mata y asfixia el anuncio
más hermoso, liberador y promitente que tenemos y que da sentido a nuestra
existencia: Jesucristo es el Señor. Necesitamos oración, penitencia y adoración
que nos pongan en situación de decir como el publicano: «¡Dios mío, ten piedad
de mí, que soy un pecador!» (Lc. 18, 13); no como actitud mojigata, pueril o
pusilánime sino con la valentía para abrir la puerta y ver lo que normalmente
queda velado por la superficialidad, la cultura del bienestar y la
apariencia44.
En el fondo,
estas actitudes, verdaderas medicinas espirituales (la oración, la penitencia y
la adoración) permitirán volver a experimentar que ser cristiano es saberse
bienaventurado y, por tanto, portador de bienaventuranza para los demás; ser
cristiano es pertenecer a la Iglesia de las bienaventuranzas para los
bienaventurados de hoy: los pobres, los que tienen hambre, los que lloran, los
odiados, excluidos e insultados (cfr. Lc. 6, 20-23). No nos olvidemos que «en
las bienaventuranzas el Señor nos indica el camino. Caminándolas podemos
arribar a la felicidad más auténticamente humana y divina. Las
bienaventuranzas, son el espejo en donde mirarnos, lo que nos permite saber si
estamos caminando sobre un sendero justo: es un espejo que no miente»45.
13. Queridos
hermanos y hermanas, sé de vuestra constancia y de lo que han sufrido y sufren
sin desfallecer por el nombre del Señor; sé también de vuestro deseo y ganas de
reavivar eclesialmente el primer amor (cfr. Ap. 2, 1-5) con la fuerza del
Espíritu, que no rompe la caña quebrada ni apaga la mecha que arde débilmente
(Cfr. Is. 42,3), para que nutra, vivifique y haga florecer lo mejor de vuestro
pueblo. Quiero caminar y caminar a vuestro lado con la certeza de que, si el
Señor nos consideró dignos de vivir esta hora, no lo hizo para avergonzarnos o
paralizarnos frente a los desafíos sino para dejar que su Palabra vuelva, una
vez más, a provocar y hacer arder el corazón como lo hizo con vuestros padres,
para que vuestros hijos e hijas tengan visiones y vuestros ancianos vuelvan a
tener sueños proféticos (Cfr. Joel 3, 1). Su amor «nos permite levantar la
cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que
siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la resurrección de Jesús,
nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida
que nos lanza hacia adelante!»46.
Y, por favor,
les pido que recen por mí.
Vaticano, 29 de
junio de 2019.
FRANCISCO
________________________________
1 Evangelii
Gaudium, 11.
2 Cfr. Benedicto
XVI, Encuentro con los obispos de Alemania, Colonia 21 de agosto de 2005.
3 Cfr. Gaudium
et Spes, 58.
4 Benedicto XVI,
Encuentro con los obispos de Alemania, Colonia 21 de agosto de 2005.
5 Francisco,
Visita ad Limina, 20 de noviembre de 2015.
6 Cfr.
Episcopalis communion 2018.
7 Lumen Gentium,
23; Christus Dominus, 3. Citando a la Comisión Teológica Internacional en su
publicación La sinodalità nella vita e missione della Chiesa les decía a los
obispos italianos: «la collegialità, pertanto, è la forma specifica in cui la
sinodalitè ecclesiale si manifesta e si realizza attraverso il ministero dei
Vescovi sul livello della comunione tra le Chiese particolari in una regione e
sul livello della comunione tra tutte le Chiese nella Chiesa universale. Ogni
autentica manifestazione di sinodalitè esige per sua natura l’esercizio del
ministero collegiale dei Vescovi»
8 Cfr. Lumen
Gentium, 8.
9 Yves Congar,
Vera e falsa riforma nella Chiesa, 259.
10 Francisco,
Visita ad Limina, 20 de noviembre de 2015.
11 Al final es
la lógica del paradigma tecnocrático que se impone en todas las decisiones,
relaciones y acentuaciones de nuestra vida (Cfr. Laudato si’, 106-114). Lógica
que, por tanto, también afecta a nuestra manera de pensar, sentir y amar al
Señor y a los demás.
12 Francisco,
Convenio Diócesis de Roma, mayo 2019.
13 «¡Dios nos
libre de una Iglesia mundana bajo ropajes espirituales o pastorales! Esta
mundanidad asfixiante se sana tomándole el gusto al aire puro del Espíritu
Santo, que nos libera de estar centrados en nosotros mismos, escondidos en una
apariencia religiosa vacía de Dios. ¡No nos dejemos robar el Evangelio!»
Evangelii Gaudium, 97.
14 Idem.
15 Gaudete et
Exsultate, 52.
16 Christus
Vivit, 121.
17 Actitud que
desencadenaría un espíritu de “exitismo” cuando el viento sea favorable o de
“victimismo” cuando “haya que remar con viento en contra”. Lógicas que no
pertenecen al espíritu evangélico y traslucen una vivencia elitista de la fe.
Ni exitismo ni victimismo, el cristiano es la persona del agradecimiento.
18 Evangelii
Gaudium, 26.
19 Evangelii
Gaudium, 83.
20 Cfr.
Evangelii Nuntiandi, 14.
21 Evangelii
Nuntiandi, 15.
22 Cfr. Gaudete et
Exsultate, 125.
23 Gaudete et
Exsultate, 126.
24 Evangelii
Gaudium, 74.
25 Evangelii
Gaudium, 268.
26 Cfr. Gaudium
et Spes, 4; 11.
27 Cfr.
Evangelii Gaudium 2013.
28 Evagenlii
Gaudium, 109.
29 Lumen
Gentium, 23.
30 Cfr.
Evangelii Gaudium, 46.
31 Evangelii
Gaudium, 226.
32 Cfr. Novo
Millennio Ineunte, 40.
33 Cfr. Lumen
Gentium, 13.
34 Gustav
Mahler: “la tradición es la salvaguarda del futuro y no la conservación de las
cenizas”.
35 Cfr. Lumen
Gentium, 12.
36 Lumen
Gentium, 12.
37 Cfr. Jospeh
Ratzinger, El Dios de Jesucristo, Salamanca 1979, 104-105.
38 Gaudete et
Exsultate, 4.
39 Evangelii
Gaudium, 283.
40 José
Hernandez, Martin Fierro.
41 Dei Verbum,
8.
42 Evangelii
Gaudium, 235.
43 Cfr. Romano
Guardini, Pequeña Suma Teológica, Madrid 1963, 27-33
44 Cfr. J. M.
Bergoglio, Sobre la acusación de sí, 2.
45 Francisco,
Convenio Florencia, 2015.
46 Evangelii
Gaudium, 5.
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