Carta Apostólica


 a todos los consagrados, con ocasión del Año de la Vida Consagrada

Ecclesia, 1-12-14

Amadísimas consagradas y amadísimos consagrados:

Os escribo como Sucesor de Pedro, al que el Señor encomendó la tarea de  confirmar la fe de los hermanos (cf. Lc 22, 32), y os escribo como hermano vuestro, consagrado a Dios como vosotros.
Juntos demos gracias al Padre, que nos ha llamado a seguir a Jesús en la adhesión plena a su Evangelio y en el servicio de la Iglesia, y ha derramado en nuestros corazones el Espíritu Santo que nos da la alegría y que hace que rindamos testimonio al mundo entero de su amor y de su misericordia.
Haciéndome eco del pensamiento de muchos de vosotros y de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, con ocasión del L aniversario de la Constitución dogmática Lumen gentium –que en su capítulo VI trata de los religiosos­– y del Decreto Perfectæ caritatis sobre la renovación de la vida religiosa, he decidido convocar un Año de la Vida Consagrada, que se iniciará el 30 del corriente mes de noviembre, I Domingo de Adviento, y que se clausurará con la fiesta de la Presentación de Jesús al Templo el 2 de febrero de 2016.
Tras escuchar a la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, he indicado como objetivos para este Año los mismos que San Juan Pablo II había propuesto a la Iglesia al inicio del tercer milenio retomando, en cierto modo, lo que ya había indicado en la Exhortación postsinodal Vita consecrata: «¡Vosotros no solamente tenéis una historia gloriosa para recordar y contar, sino una gran historia que construir! Poned los ojos en el futuro, hacia el que el Espíritu os impulsa para seguir haciendo con vosotros cosas grandes» (n. 110).

I
Objetivos del Año de la Vida Consagrada

1. El primer objetivo es mirar al pasado con gratitud. Cada uno de nuestros institutos procede de una rica historia carismática. En sus orígenes está presente la acción de Dios, que, en su Espíritu, llama a algunas personas a seguir de cerca a Cristo, a traducir el Evangelio a una particular forma de vida, a leer con los ojos de la fe los signos de los tiempos, a responder con creatividad a las necesidades de la Iglesia. Después, la experiencia inicial ha crecido y se ha desarrollado, implicando a otros miembros en nuevos contextos geográficos y culturales, dando vida a nuevos modos de realizar el carisma, a nuevas iniciativas y expresiones de caridad apostólica. Es como la semilla que se convierte en árbol extendiendo sus ramas.
Durante este Año será oportuno que cada familia carismática recuerde sus inicios y su desarrollo histórico, para dar gracias a Dios, que ha ofrecido a la Iglesia tan gran cantidad de dones que la embellecen y la disponen para toda obra buena (cf. Lumen  gentium, n. 12).
Contar la propia historia resulta indispensable para mantener viva la identidad, así como para consolidar la unidad de la familia y el sentido de pertenencia de sus miembros. No se trata de hacer arqueología o de cultivar inútiles nostalgias, sino, más bien, de volver a recorrer el camino de las generaciones pasadas para captar en él la chispa inspiradora, las idealidades, los proyectos, los valores que las impulsaron, empezando por los fundadores, por las fundadoras y por las primeras comunidades. Se trata también de una forma de tomar conciencia de cómo se ha vivido el carisma a lo largo de la historia, de qué creatividad ha irradiado, de a qué dificultades ha tenido que enfrentarse y de cómo se han superado. Podrán descubrirse incoherencias, fruto de las debilidades humanas, y a veces incluso el olvido de algunos aspectos esenciales del carisma, pero todo es instructivo y se convierte al mismo tiempo en llamamiento a la conversión. Narrar la propia historia significa alabar a Dios y darle gracias por todos sus dones.
Le damos gracias de especial manera por estos últimos 50 años tras el Concilio Vaticano II, que constituyó una «bocanada» de Espíritu Santo para toda la Iglesia. Gracias a él, la vida consagrada ha recorrido un fecundo camino de renovación que, con sus luces y sombras, ha sido un tiempo de gracia, marcado por la presencia del Espíritu.
Que este Año de la Vida Consagrada sea también ocasión para confesar con humildad, y al mismo tiempo con gran confianza en Dios Amor (cf. 1 Jn 4, 8), la propia fragilidad, y para vivirla como experiencia del amor misericordioso del Señor; una ocasión para gritar al mundo con fuerza y para testimoniar con alegría la santidad y la vitalidad presentes en la mayor parte de quienes han sido llamados a seguir a Cristo en la vida consagrada.

2. Este Año nos llama también a vivir el presente con pasión. Manteniéndonos en atenta escucha de lo que el Espíritu dice hoy a la Iglesia, la memoria agradecida del pasado nos impulsa a hacer realidad, de manera cada vez más profunda, los aspectos constitutivos de nuestra vida consagrada.
Desde los inicios del primer monaquismo hasta las «nuevas comunidades» actuales, toda forma de vida consagrada nace de la llamada del Espíritu a seguir a Cristo, tal como enseña el Evangelio (cf. Perfectæ caritatis, n. 2). Para los fundadores y las fundadoras, la regla en absoluto fue el Evangelio; toda otra regla solo pretendía ser expresión del Evangelio e instrumento para vivirlo en plenitud. Su ideal era Cristo, adherirse a él íntegramente, hasta poder decir con Pablo: «Para mí la vida es Cristo» (Flp 1, 21); los votos solo tenían sentido con vistas a realizar este amor suyo apasionado.
La pregunta que estamos llamados a hacernos durante este Año es si –y hasta qué punto– nosotros también nos dejamos interpelar por el Evangelio; si este es realmente el «vademécum» de nuestra vida diaria y de las decisiones que estamos llamados a tomar. El Evangelio es exigente, y pide ser vivido con radicalidad y sinceridad. No basta con leerlo (aunque su lectura y estudio no dejan de ser extremadamente importantes); no basta con meditarlo (lo que hacemos con júbilo cada día): Jesús nos pide que lo hagamos realidad, que vivamos sus palabras.
Hemos de preguntarnos también: ¿Jesús es realmente nuestro primer y único amor, como nos propusimos cuando profesamos nuestros votos? Solo si es así podemos y debemos amar en la verdad y en la misericordia a cada persona que nos encontramos por el camino, porque habremos aprendido de él qué es el amor y cómo amar: sabremos amar porque tendremos su mismo corazón.
Nuestros fundadores y fundadoras sintieron en sí la compasión que embargaba a Jesús cuando veía a las multitudes como ovejas dispersas sin pastor. Tal como Jesús, impulsado por esa compasión, dio su palabra, curó a los enfermos, dio pan para comer, entregó su propia vida, así también los fundadores se pusieron al servicio de esa humanidad a la que el Espíritu los mandaba, en las más diferentes formas: la intercesión, la predicación del Evangelio, la catequesis, la instrucción, el servicio a los pobres, a los enfermos… La fantasía de la caridad no ha conocido límites, y ha sabido abrir innumerables caminos para llevar el soplo del Evangelio a las culturas y a los más variados ambientes sociales.
El Año de la Vida Consagrada nos interroga sobre nuestra fidelidad a la misión que nos ha sido encomendada. Nuestros ministerios, nuestras obras, nuestras presencias, ¿responden a lo que el Espíritu pidió a nuestros fundadores? ¿Son adecuados para perseguir sus finalidades en la sociedad y en la Iglesia de hoy? ¿Hay algo que debemos cambiar? ¿Tenemos la misma pasión por nuestra gente? ¿Estamos tan cerca de ella como para compartir sus alegrías y sus dolores, de forma que comprendamos realmente sus necesidades y que podamos aportar nuestra contribución para responder a ellas? «La misma generosidad y abnegación que impulsaron a los Fundadores –pedía ya San Juan Pablo II– deben moveros a vosotros, sus hijos espirituales, a mantener vivos sus carismas que, con la misma fuerza del Espíritu que los ha suscitado, siguen enriqueciéndose y adaptándose, sin perder su carácter genuino, para ponerse al servicio de la Iglesia y llevar a plenitud la implantación de su Reino» (1).
Al hacer memoria de los orígenes viene a la luz otro componente del proyecto de vida consagrada. Fundadores y fundadoras estaban fascinados por la unidad de los Doce alrededor de Jesús, por la comunión que caracterizaba a la primera comunidad de Jerusalén. Al dar vida a su propia comunidad, cada uno de ellos pretendía reproducir aquellos modelos evangélicos, ser un solo corazón y una sola alma, gozar de la presencia del Señor (cf. Perfectæ caritatis, n. 15).
Vivir el presente con pasión significa volverse «expertos en comunión», «testigos y artífices de ese “proyecto de comunión” que culmina la historia del hombre según Dios» (2). En una sociedad del enfrentamiento, de la difícil convivencia entre culturas diferentes, del atropello contra los más débiles, de las desigualdades, estamos llamados a ofrecer un modelo concreto de comunidad que, mediante el reconocimiento de la dignidad de cada persona y de la compartición del don del que cada uno es portador, permita vivir relaciones fraternas.
Sed, pues, hombres y mujeres de comunión; haceos presentes con valentía allí donde haya diferencias y tensiones, y sed signo creíble de la presencia del Espíritu, que infunde en los corazones la pasión para que todos sean uno (cf. Jn 17, 21). Vivid la mística del encuentro: «La capacidad de oír, de escuchar a las demás personas. La capacidad de buscar juntos el camino, el método» (3), dejando que os ilumine la relación de amor existente entre las tres Personas divinas (cf. 1 Jn 4, 8) como modelo de toda relación interpersonal.

3. Abrazar el futuro con esperanza pretende ser el tercer objetivo de este Año. Conocemos las dificultades a las que se enfrenta la vida consagrada en sus diferentes formas: la disminución de las vocaciones y el envejecimiento, sobre todo en el mundo occidental; los problemas económicos a raíz de la crisis financiera mundial; los desafíos de la internacionalidad y de la globalización; las asechanzas del relativismo; la marginación y la irrelevancia social… Precisamente en estas incertidumbres, que compartimos con tantos contemporáneos nuestros, se hace realidad nuestra esperanza, fruto de la fe en el Señor de la historia, que sigue repitiéndonos: «No […] tengas miedo, que yo estoy contigo» (Jer 1, 8).
La esperanza de la que hablamos no se basa en los números o en las obras, sino en Aquel de quien nos hemos fiado (cf. 2 Tim 1, 12) y para el cual «nada hay imposible» (Lc 1, 37). Esta es la esperanza que no defrauda y que permitirá que la vida consagrada siga escribiendo una gran historia en el futuro; un futuro en el que debemos tener puesta la mirada, conscientes de que hacia él nos impulsa el Espíritu Santo para seguir haciendo grandes cosas con nosotros.
No cedáis a la tentación de los números y de la eficiencia, y menos aún a la de confiar en vuestras propias fuerzas. Escrutad los horizontes de vuestra vida y del momento actual «en vigilante vela». Con Benedicto XVI os repito: «No os unáis a los profetas de desdichas que proclaman el final o el sinsentido de la vida consagrada en la Iglesia de nuestros días; revestíos más bien de Jesucristo y poneos las armas de la luz –como exhorta a hacer San Pablo (cf. Rom 13, 11-14)–, permaneciendo atentos y vigilantes» (4). Sigamos nuestro camino y retomémoslo siempre confiando en el Señor.
Me dirijo sobre todo a vosotros, los jóvenes. Sois el presente porque vivís ya activamente en el seno de vuestros institutos, aportando una contribución determinante con la frescura y la generosidad de vuestra elección. Al mismo tiempo, sois su futuro, ya que pronto seréis llamados a tomar en vuestras manos las riendas de la animación, de la formación, del servicio, de la misión. Este Año os verá protagonistas del diálogo con la generación que os precede. En comunión fraterna, podréis enriqueceros de su experiencia y sabiduría, y al mismo tiempo podréis volver a proponerle la idealidad que conoció en sus inicios, aportar el impulso y la frescura de vuestro entusiasmo, con vistas a elaborar nuevas formas de vivir el Evangelio y respuestas cada vez más adecuadas a las exigencias de testimonio y de anuncio.
Me alegra saber que tendréis ocasiones para reuniros entre los jóvenes de diferentes institutos. Que el encuentro se convierta en camino habitual de comunión, de apoyo mutuo, de unidad.

II
Expectativas del Año de la Vida Consagrada

¿Qué espero, en especial, de este Año de gracia de la vida consagrada?

1. Que siempre sea verdad lo que dije en una ocasión: «Donde hay religiosos, hay alegría». Estamos llamados a experimentar y a mostrar que Dios es capaz de colmar nuestro corazón y de hacernos felices, sin necesidad de que busquemos en otro lado nuestra felicidad; que la fraternidad auténtica que vivimos en nuestras comunidades alimenta nuestra alegría; que nuestra entrega total al servicio de la Iglesia, de las familias, de los jóvenes, de los ancianos, de los pobres, nos realiza como personas y da plenitud a nuestra vida.
Que entre nosotros no se vean caras tristes, personas descontentas e insatisfechas, porque «un seguimiento triste es un triste seguimiento». Nosotros también, como todos los demás hombres y mujeres, sufrimos dificultades, noches del espíritu, desilusiones, enfermedades, declive de las fuerzas debido a la vejez. Precisamente en ello deberíamos hallar la «perfecta leticia», aprender a reconocer el rostro de Cristo –que se hizo en todo semejante a nosotros– y, por lo tanto, sentir la alegría de sabernos semejantes a él, que, por amor nuestro, no rehusó sufrir la cruz.
En una sociedad que ostenta el culto a la eficiencia, a la propia salud como valor absoluto, al éxito, y que margina a los pobres y excluye a los «perdedores», podemos testimoniar, a través de nuestra vida, la verdad de las palabras de la Escritura: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor 12, 10).
Bien podemos aplicar a la vida consagrada lo que he escrito en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium, citando una homilía de Benedicto XVI: «La Iglesia no crece por proselitismo sino por atracción» (n. 14). ¡Sí: la vida consagrada no crece simplemente porque organicemos preciosas campañas vocacionales, sino si las jóvenes y los jóvenes que se encuentran con nosotros se sienten atraídos por nosotros, si nos ven hombres y mujeres felices! Igualmente, su eficacia apostólica no depende de la eficiencia y del poder de sus medios. Es vuestra vida la que debe hablar: una vida de la que se trasluzcan la alegría y la belleza de vivir el Evangelio y de seguir a Cristo.
Os repito a vosotros también lo que dije en la Vigilia de Pentecostés del año pasado a los Movimientos eclesiales: «El valor de la Iglesia, fundamentalmente, es vivir el Evangelio y dar testimonio de nuestra fe. La Iglesia es sal de la tierra, es luz del mundo; está llamada a hacer presente en la sociedad el fermento del Reino de Dios, y esto lo hace, ante todo, con su testimonio: el testimonio del amor fraterno, de la solidaridad, de la compartición» (18-5-2013).

2. Espero que «despertéis al mundo», porque la característica propia de la vida consagrada es la profecía. Como dije a los superiores generales, «la radicalidad evangélica no es solo de los religiosos: se exige a todos. Pero los religiosos siguen al Señor de manera especial, de manera profética». Esta es la prioridad que ahora se requiere: «Ser profetas que testimonien cómo vivió Jesús en esta tierra […]. Un religioso jamás debe renunciar a la profecía» (29-11-2013).
El profeta recibe de Dios la capacidad de escrutar la historia en la que vive y de interpretar los acontecimientos: es como un centinela que vela durante la noche y sabe cuándo llega la aurora (cf. Is 21, 11-12). Conoce a Dios y conoce a los hombres y a las mujeres, sus hermanos y hermanas. Es capaz de discernimiento, y también de denunciar el mal del pecado y las injusticias, porque es libre: no debe responder a más amo que a Dios; no tiene más intereses que los de Dios. El profeta se pone habitualmente de parte de los pobres y de los indefensos, porque sabe que Dios mismo se pone de parte de ellos.
Espero, pues, no ya que mantengáis vivas unas «utopías», sino que sepáis crear «otros lugares» donde se viva la lógica evangélica de la entrega, de la fraternidad, de la acogida de la diversidad, del amor recíproco. Monasterios, comunidades, centros de espiritualidad, pequeñas ciudades, escuelas, hospitales, casas-familia y todos esos lugares que la caridad y la creatividad carismática han dado a luz –y que seguirán dando a luz con creatividad adicional– deben convertirse cada vez más en fermento para una sociedad que se inspire en el Evangelio: en la «ciudad en el monte», que dice la verdad y el poder de las palabras de Jesús.
A veces, como les sucedió a Elías y a Jonás, puede venir la tentación de huir, de sustraerse al cometido de profeta, por ser este demasiado exigente, por encontrarse uno cansado, decepcionado ante los resultados. Pero el profeta sabe que nunca está solo. Como a Jeremías, también a nosotros Dios nos asegura: «No […] tengas miedo, que yo estoy contigo para librarte» (Jer 1, 8).

3. Los religiosos y las religiosas, al igual que todas las demás personas consagradas, han sido definidos, como acabo de recordar, «expertos en comunión». Espero, por lo tanto, que la «espiritualidad de la comunión», señalada por San Juan Pablo II, se haga realidad, y que vosotros estéis en primera línea a la hora de asumir «el gran desafío que tenemos ante nosotros» en este nuevo milenio: «Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión» (5). Tengo la seguridad de que durante este Año trabajaréis con seriedad para que el ideal de fraternidad que persiguieron los fundadores y las fundadoras crezca en los más diferentes niveles, como trazando círculos concéntricos.
La comunión se ejerce, ante todo, en el seno de las respectivas comunidades del instituto. A este respecto, os invito a releer mis frecuentes intervenciones en las que nunca me canso de repetir que críticas, cotilleos, envidias, celos, antagonismos, son actitudes que no tienen derecho de residencia en nuestras casas. Pero, una vez planteada esta premisa, el camino de la caridad que se abre ante nosotros es, prácticamente, infinito, ya que se trata de procurar la acogida y la atención recíprocas, de practicar la comunión de los bienes materiales y espirituales, la corrección fraterna, el respeto a las personas más débiles… Se trata de «la mística de vivir juntos», que hace de nuestra vida «una santa peregrinación» (6). Debemos interrogarnos también sobre la relación entre personas de culturas distintas, considerando que nuestras comunidades se vuelven cada vez más internacionales. ¿Cómo posibilitar que cada uno se exprese, que sea acogido con sus dones específicos, que se vuelva plenamente corresponsable?
Espero, además, que crezca la comunión entre los miembros de los diferentes institutos. ¿No podría ser este Año la ocasión de salir con más valentía de los confines del propio instituto para elaborar juntos, en el ámbito local y en el global, proyectos comunes de formación, de evangelización, de acciones sociales? De esta manera, podrá prestarse con mayor eficacia un testimonio profético real. La comunión y el encuentro entre diferentes carismas y vocaciones es un camino de esperanza. Nadie construye el futuro aislándose, ni solo con sus propias fuerzas, sino reconociéndose en la verdad de una comunión que siempre se abre al encuentro, al diálogo, a la escucha, a la ayuda recíproca, y que nos preserva de la enfermedad de la autorreferencialidad.
Al mismo tiempo, la vida consagrada está llamada a perseguir una sincera sinergia entre todas las vocaciones en la Iglesia, empezando por los presbíteros y los laicos, con vistas a «fomentar la espiritualidad de la comunión, ante todo en su interior y, además, en la comunidad eclesial misma y más allá aún de sus confines» (7).

4. Espero también de vosotros lo que pido a todos los miembros de la Iglesia: salir de sí mismos para acudir a las periferias existenciales. «Id al mundo entero» fue la última palabra que Jesús dirigió a los suyos y que sigue dirigiendo hoy a todos nosotros (cf. Mc 16, 15). Hay una humanidad entera que aguarda: personas que han perdido toda esperanza, familias en dificultad, niños abandonados, jóvenes que se ven cerrado todo futuro, enfermos y ancianos abandonados, ricos ahítos de bienes y con un vacío en el corazón, hombres y mujeres en busca del sentido de la vida, sedientos de lo divino…
No os repleguéis en vosotros mismos, no dejéis que os asfixien las pequeñas grescas caseras, no permanezcáis prisioneros de vuestros problemas. Estos se resolverán si salís a ayudar a los demás a resolver los suyos y a anunciarles la Buena Nueva. Hallaréis la vida dando la vida, la esperanza dando esperanza, el amor amando.
Espero de vosotros gestos concretos de acogida de los refugiados, de cercanía a los pobres, de creatividad en la catequesis, en el anuncio del Evangelio, en la iniciación a la vida de oración. Por consiguiente, deseo un adelgazamiento de las estructuras, la reutilización de las grandes casas con vistas a obras que respondan en mayor medida a las exigencias actuales de la evangelización y de la caridad, la adecuación de las obras a las nuevas necesidades.

5. Espero que toda forma de vida consagrada se interrogue acerca de lo que Dios y la humanidad de hoy demandan.
Los monasterios y los grupos de orientación contemplativa podrían reunirse unos con otros, o bien conectarse de las más variadas maneras para intercambiar sus experiencias de la vida de oración, de cómo crecer en la comunión con toda la Iglesia, de cómo apoyar a los cristianos perseguidos, de cómo acoger y acompañar a cuantos van en busca de una vida espiritual más intensa o necesitan un apoyo moral o material.
Lo mismo podrán hacer los institutos caritativos; los dedicados a la enseñanza, a la promoción de la cultura;  los que se lanzan al anuncio del Evangelio o desempeñan particulares ministerios pastorales; los institutos seculares, con su penetrante presencia en las estructuras sociales. La fantasía del Espíritu ha generado formas de vida y obras tan diferentes que no podemos catalogarlas fácilmente o insertarlas en esquemas prefabricados. No me resulta posible, por lo tanto, referirme a cada una de las formas carismáticas. No obstante, en este Año,  ninguna de ellas debería soslayar una comprobación seria de su presencia en la vida de la Iglesia y de su manera  de responder a las continuas y nuevas demandas que se elevan a nuestro alrededor, al grito de los pobres.
Solo con esta atención a las necesidades del mundo y con la docilidad a los impulsos del Espíritu, este Año de la Vida Consagrada se convertirá en un auténtico kairós, en un tiempo de Dios rico en gracias y en transformación.

III
Horizontes
del Año de la Vida Consagrada

1. Con esta Carta mía me dirijo, además de a las personas consagradas, a los laicos que con ellas comparten ideales, espíritu, misión. Algunos institutos religiosos cuentan con una antigua tradición al respecto; otros, con una experiencia más reciente. En efecto, alrededor de cada familia religiosa –al igual que en torno a cada sociedad de vida apostólica y a los mismos institutos seculares– está presente una familia más grande, la «familia carismática», que incluye varios institutos que se reconocen en el mismo carisma, y, sobre todo, a cristianos laicos que se sienten llamados, precisamente en su condición seglar, a participar de esa misma realidad carismática.
Os animo a vosotros también, a los laicos, a vivir este Año de la Vida Consagrada como una gracia que puede haceros más conscientes del don recibido. Celebradlo junto con toda la «familia», para crecer y responder juntos a las llamadas del Espíritu en la sociedad actual. En algunas ocasiones, cuando los consagrados de varios institutos se reúnan entre sí durante este Año, intentad estar presentes vosotros también como expresión del único don de Dios, con el fin de conocer las experiencias de las demás familias carismáticas y de los demás grupos laicales, y con el de enriqueceros y apoyaros mutuamente.

2. El Año de la Vida Consagrada no  concierne tan solo a las personas consagradas, sino a toda la Iglesia. Me dirijo, pues, a todo el pueblo cristiano para que tome cada vez más conciencia del don que constituye la presencia de tantas consagradas y consagrados, herederos de grandes santos que hicieron la historia del cristianismo. ¿Qué sería la Iglesia sin San Benedicto y San Basilio, sin San Agustín y San Bernardo, sin San Francisco y Santo Domingo, sin San Ignacio de Loyola y Santa Teresa de Jesús, sin Santa Ángela Merici y San Vicente de Paúl? La lista se volvería casi infinita, hasta San Juan Bosco y la beata Teresa de Calcuta. El beato Pablo VI afirmaba: «Sin este signo concreto, la caridad que anima a la Iglesia entera correría el peligro de enfriarse, la paradoja salvífica del Evangelio el de perder penetración, la sal de la fe el de disolverse en un mundo en proceso de secularización» (Evangelica testificatio, n. 3).
Invito, por lo tanto, a todas las comunidades cristianas a vivir este Año ante todo para dar gracias al Señor y hacer memoria agradecida de los dones recibidos y que seguimos recibiendo por medio de la santidad de los fundadores y de las fundadores y de la fidelidad de tantos consagrados a su propio carisma. Os invito a todos a estrecharos alrededor de las personas consagradas, a alegraros con ellas, a compartir sus dificultades; a colaborar con ellas, en la medida de lo posible, en el perseguimiento de su ministerio y de su obra, que son, a fin de cuentas, los de toda la Iglesia. Hacedles sentir el afecto y el calor de todo el pueblo cristiano.
Bendigo al Señor por la feliz coincidencia del Año de la Vida Consagrada con el Sínodo sobre la Familia. Familia y vida consagrada son vocaciones portadoras de riqueza y de gracia para todos, espacios de humanización en la construcción de relaciones vitales, lugares de evangelización. Unos y otros pueden ayudarse recíprocamente.

3. Con esta Carta mía me atrevo a dirigirme también a las personas consagradas y a los miembros de fraternidades y de comunidades pertenecientes a Iglesias de tradición diferente de la católica. El monaquismo es un patrimonio de la Iglesia indivisa, que permanece muy vivo tanto en las Iglesias ortodoxas como en la católica. En él, como en otras experiencias sucesivas del tiempo en el que la Iglesia de Occidente aún estaba unida, se inspiran iniciativas análogas surgidas en el ámbito de las Comunidades eclesiales de la Reforma, las cuales siguieron después generando en su seno nuevas expresiones de comunidades fraternas y de servicio.
La Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica ha programado iniciativas para favorecer el encuentro entre miembros pertenecientes a experiencias de vida consagrada y fraterna de las diferentes Iglesias. Aliento  calurosamente estos encuentros, para que crezca el conocimiento mutuo, la estima, la colaboración recíproca, de manera que el ecumenismo de la vida consagrada sirva de ayuda al más amplio camino hacia la unidad de todas las Iglesias.

4. Tampoco debemos olvidar que el fenómeno del monaquismo y de otras expresiones de fraternidad religiosa está presente en todas las grandes religiones. No faltan experiencias, incluso consolidadas, de diálogo intermonástico entre la Iglesia católica y algunas grandes tradiciones religiosas. Deseo que el Año de la Vida Consagrada brinde la ocasión para evaluar el camino recorrido, para sensibilizar a las personas consagradas acerca de este ámbito, para preguntarnos qué nuevos pasos dar hacia un conocimiento recíproco cada vez más profundo y con vistas a una colaboración en tantos campos comunes del servicio a la vida humana.
Caminar juntos es siempre un enriquecimiento, y puede abrir nuevos caminos a unas relaciones entre pueblos y culturas que en la actualidad se presentan plagadas de dificultades.

5. Me dirijo, por último, de especial manera a mis hermanos en el episcopado. Que este Año constituya una oportunidad para acoger cordialmente y con alegría la vida consagrada como un capital espiritual que contribuye al bien de todo el cuerpo de Cristo (cf. Lumen gentium, n. 43), y no solo de las familias religiosas. «La vida consagrada es don hecho a la Iglesia, nace en la Iglesia, crece en la Iglesia, está totalmente orientada hacia la Iglesia» (8). Por eso, al ser don a la Iglesia, no es una realidad aislada o marginal, sino que pertenece íntimamente a ella; está en el corazón mismo de la Iglesia como elemento decisivo de su misión, ya que expresa la íntima naturaleza de la vocación cristiana y la tensión de toda la Iglesia Esposa hacia la unión con su único Esposo, por lo que «pertenece […], de manera indiscutible, a su vida y santidad» (ibíd., n. 44).
En este contexto, os invito, a los pastores de las Iglesias particulares, a un desvelo especial en la promoción, en el seno de vuestras comunidades, de los diferentes carismas –tanto de los históricos como de los nuevos–, sosteniendo, animando, ayudando en el discernimiento, acercándoos con ternura y amor a las situaciones de sufrimiento y de debilidad en las que pueden hallarse algunos consagrados, y sobre todo iluminando con vuestra enseñanza al Pueblo de Dios acerca del valor de la vida consagrada, con vistas a que su belleza y su santidad resplandezcan en la Iglesia.
Encomiendo a María, la Virgen de la escucha y de la contemplación, primera discípula de su amado Hijo, este Año de la Vida Consagrada. Hija predilecta del Padre y adornada de todos los dones de gracia, la contemplamos como modelo insuperable de seguimiento en el amor a Dios y en el servicio al prójimo.
Dando gracias desde ahora, junto con vosotros, por los dones de gracia y de luz con los que el Señor se servirá enriquecernos, os acompaño a todos con la bendición apostólica.

Vaticano, 21 de noviembre de 2014, fiesta de la Presentación de la Bienaventurada Virgen María.

FRANCISCO

NOTAS

(1) Carta ap. Los caminos del Evangelio, a los religiosos y a las religiosas de Latinoamérica con ocasión del V centenario de la evangelización del Nuevo Mundo, 29-6-1990, n. 26.
(2) Sagrada Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares, Religiosos y promoción humana, 12-8-1980, n. 24.
(3) Discurso a los rectores y a los alumnos de los Pontificios Colegios y Pensionados de Roma, 12-5-2014.
(4) Homilía en la fiesta de la Presentación de Jesús al Templo, 2-2-2013.
(5) Carta ap. Novo millennio ineunte, 6-1-2001, n. 43.
(6) Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24-11-2013, n. 87.
(7) Juan Pablo II, Exhort. ap. post.  Vita consecrata, 25-3-1996, n. 51.
(8) S. E. Mons. J. M. Bergoglio, Intervención en el Sínodo sobre la vida consagrada y su misión en la Iglesia y en el mundo, XVI Congregación General, 13-10-1994.

(Original italiano procedente del

archivo informático de la Santa Sede; traducción de ECCLESIA)

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