a todos los consagrados, con ocasión del Año de la Vida
Consagrada
Ecclesia, 1-12-14
Amadísimas
consagradas y amadísimos consagrados:
Os escribo como
Sucesor de Pedro, al que el Señor encomendó la tarea de confirmar la fe de los hermanos (cf. Lc 22,
32), y os escribo como hermano vuestro, consagrado a Dios como vosotros.
Juntos demos gracias
al Padre, que nos ha llamado a seguir a Jesús en la adhesión plena a su
Evangelio y en el servicio de la Iglesia, y ha derramado en nuestros corazones
el Espíritu Santo que nos da la alegría y que hace que rindamos testimonio al
mundo entero de su amor y de su misericordia.
Haciéndome eco del
pensamiento de muchos de vosotros y de la Congregación para los Institutos de
Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, con ocasión del L
aniversario de la Constitución dogmática Lumen gentium –que en su capítulo VI
trata de los religiosos– y del Decreto Perfectæ caritatis sobre la renovación
de la vida religiosa, he decidido convocar un Año de la Vida Consagrada, que se
iniciará el 30 del corriente mes de noviembre, I Domingo de Adviento, y que se
clausurará con la fiesta de la Presentación de Jesús al Templo el 2 de febrero
de 2016.
Tras escuchar a la
Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida
Apostólica, he indicado como objetivos para este Año los mismos que San Juan
Pablo II había propuesto a la Iglesia al inicio del tercer milenio retomando,
en cierto modo, lo que ya había indicado en la Exhortación postsinodal Vita
consecrata: «¡Vosotros no solamente tenéis una historia gloriosa para recordar
y contar, sino una gran historia que construir! Poned los ojos en el futuro,
hacia el que el Espíritu os impulsa para seguir haciendo con vosotros cosas
grandes» (n. 110).
I
Objetivos del Año de
la Vida Consagrada
1. El primer objetivo
es mirar al pasado con gratitud. Cada uno de nuestros institutos procede de una
rica historia carismática. En sus orígenes está presente la acción de Dios,
que, en su Espíritu, llama a algunas personas a seguir de cerca a Cristo, a
traducir el Evangelio a una particular forma de vida, a leer con los ojos de la
fe los signos de los tiempos, a responder con creatividad a las necesidades de
la Iglesia. Después, la experiencia inicial ha crecido y se ha desarrollado,
implicando a otros miembros en nuevos contextos geográficos y culturales, dando
vida a nuevos modos de realizar el carisma, a nuevas iniciativas y expresiones
de caridad apostólica. Es como la semilla que se convierte en árbol extendiendo
sus ramas.
Durante este Año será
oportuno que cada familia carismática recuerde sus inicios y su desarrollo
histórico, para dar gracias a Dios, que ha ofrecido a la Iglesia tan gran
cantidad de dones que la embellecen y la disponen para toda obra buena (cf.
Lumen gentium, n. 12).
Contar la propia
historia resulta indispensable para mantener viva la identidad, así como para
consolidar la unidad de la familia y el sentido de pertenencia de sus miembros.
No se trata de hacer arqueología o de cultivar inútiles nostalgias, sino, más
bien, de volver a recorrer el camino de las generaciones pasadas para captar en
él la chispa inspiradora, las idealidades, los proyectos, los valores que las
impulsaron, empezando por los fundadores, por las fundadoras y por las primeras
comunidades. Se trata también de una forma de tomar conciencia de cómo se ha
vivido el carisma a lo largo de la historia, de qué creatividad ha irradiado,
de a qué dificultades ha tenido que enfrentarse y de cómo se han superado.
Podrán descubrirse incoherencias, fruto de las debilidades humanas, y a veces
incluso el olvido de algunos aspectos esenciales del carisma, pero todo es
instructivo y se convierte al mismo tiempo en llamamiento a la conversión.
Narrar la propia historia significa alabar a Dios y darle gracias por todos sus
dones.
Le damos gracias de
especial manera por estos últimos 50 años tras el Concilio Vaticano II, que
constituyó una «bocanada» de Espíritu Santo para toda la Iglesia. Gracias a él,
la vida consagrada ha recorrido un fecundo camino de renovación que, con sus
luces y sombras, ha sido un tiempo de gracia, marcado por la presencia del
Espíritu.
Que este Año de la
Vida Consagrada sea también ocasión para confesar con humildad, y al mismo
tiempo con gran confianza en Dios Amor (cf. 1 Jn 4, 8), la propia fragilidad, y
para vivirla como experiencia del amor misericordioso del Señor; una ocasión
para gritar al mundo con fuerza y para testimoniar con alegría la santidad y la
vitalidad presentes en la mayor parte de quienes han sido llamados a seguir a
Cristo en la vida consagrada.
2. Este Año nos llama
también a vivir el presente con pasión. Manteniéndonos en atenta escucha de lo
que el Espíritu dice hoy a la Iglesia, la memoria agradecida del pasado nos
impulsa a hacer realidad, de manera cada vez más profunda, los aspectos
constitutivos de nuestra vida consagrada.
Desde los inicios del
primer monaquismo hasta las «nuevas comunidades» actuales, toda forma de vida
consagrada nace de la llamada del Espíritu a seguir a Cristo, tal como enseña
el Evangelio (cf. Perfectæ caritatis, n. 2). Para los fundadores y las
fundadoras, la regla en absoluto fue el Evangelio; toda otra regla solo
pretendía ser expresión del Evangelio e instrumento para vivirlo en plenitud.
Su ideal era Cristo, adherirse a él íntegramente, hasta poder decir con Pablo:
«Para mí la vida es Cristo» (Flp 1, 21); los votos solo tenían sentido con
vistas a realizar este amor suyo apasionado.
La pregunta que
estamos llamados a hacernos durante este Año es si –y hasta qué punto– nosotros
también nos dejamos interpelar por el Evangelio; si este es realmente el
«vademécum» de nuestra vida diaria y de las decisiones que estamos llamados a
tomar. El Evangelio es exigente, y pide ser vivido con radicalidad y
sinceridad. No basta con leerlo (aunque su lectura y estudio no dejan de ser
extremadamente importantes); no basta con meditarlo (lo que hacemos con júbilo
cada día): Jesús nos pide que lo hagamos realidad, que vivamos sus palabras.
Hemos de preguntarnos
también: ¿Jesús es realmente nuestro primer y único amor, como nos propusimos
cuando profesamos nuestros votos? Solo si es así podemos y debemos amar en la
verdad y en la misericordia a cada persona que nos encontramos por el camino,
porque habremos aprendido de él qué es el amor y cómo amar: sabremos amar
porque tendremos su mismo corazón.
Nuestros fundadores y
fundadoras sintieron en sí la compasión que embargaba a Jesús cuando veía a las
multitudes como ovejas dispersas sin pastor. Tal como Jesús, impulsado por esa
compasión, dio su palabra, curó a los enfermos, dio pan para comer, entregó su
propia vida, así también los fundadores se pusieron al servicio de esa
humanidad a la que el Espíritu los mandaba, en las más diferentes formas: la
intercesión, la predicación del Evangelio, la catequesis, la instrucción, el
servicio a los pobres, a los enfermos… La fantasía de la caridad no ha conocido
límites, y ha sabido abrir innumerables caminos para llevar el soplo del
Evangelio a las culturas y a los más variados ambientes sociales.
El Año de la Vida
Consagrada nos interroga sobre nuestra fidelidad a la misión que nos ha sido
encomendada. Nuestros ministerios, nuestras obras, nuestras presencias,
¿responden a lo que el Espíritu pidió a nuestros fundadores? ¿Son adecuados
para perseguir sus finalidades en la sociedad y en la Iglesia de hoy? ¿Hay algo
que debemos cambiar? ¿Tenemos la misma pasión por nuestra gente? ¿Estamos tan
cerca de ella como para compartir sus alegrías y sus dolores, de forma que
comprendamos realmente sus necesidades y que podamos aportar nuestra
contribución para responder a ellas? «La misma generosidad y abnegación que
impulsaron a los Fundadores –pedía ya San Juan Pablo II– deben moveros a
vosotros, sus hijos espirituales, a mantener vivos sus carismas que, con la
misma fuerza del Espíritu que los ha suscitado, siguen enriqueciéndose y
adaptándose, sin perder su carácter genuino, para ponerse al servicio de la
Iglesia y llevar a plenitud la implantación de su Reino» (1).
Al hacer memoria de
los orígenes viene a la luz otro componente del proyecto de vida consagrada.
Fundadores y fundadoras estaban fascinados por la unidad de los Doce alrededor
de Jesús, por la comunión que caracterizaba a la primera comunidad de
Jerusalén. Al dar vida a su propia comunidad, cada uno de ellos pretendía
reproducir aquellos modelos evangélicos, ser un solo corazón y una sola alma,
gozar de la presencia del Señor (cf. Perfectæ caritatis, n. 15).
Vivir el presente con
pasión significa volverse «expertos en comunión», «testigos y artífices de ese
“proyecto de comunión” que culmina la historia del hombre según Dios» (2). En
una sociedad del enfrentamiento, de la difícil convivencia entre culturas
diferentes, del atropello contra los más débiles, de las desigualdades, estamos
llamados a ofrecer un modelo concreto de comunidad que, mediante el
reconocimiento de la dignidad de cada persona y de la compartición del don del
que cada uno es portador, permita vivir relaciones fraternas.
Sed, pues, hombres y
mujeres de comunión; haceos presentes con valentía allí donde haya diferencias
y tensiones, y sed signo creíble de la presencia del Espíritu, que infunde en
los corazones la pasión para que todos sean uno (cf. Jn 17, 21). Vivid la mística
del encuentro: «La capacidad de oír, de escuchar a las demás personas. La
capacidad de buscar juntos el camino, el método» (3), dejando que os ilumine la
relación de amor existente entre las tres Personas divinas (cf. 1 Jn 4, 8) como
modelo de toda relación interpersonal.
3. Abrazar el futuro
con esperanza pretende ser el tercer objetivo de este Año. Conocemos las
dificultades a las que se enfrenta la vida consagrada en sus diferentes formas:
la disminución de las vocaciones y el envejecimiento, sobre todo en el mundo
occidental; los problemas económicos a raíz de la crisis financiera mundial;
los desafíos de la internacionalidad y de la globalización; las asechanzas del
relativismo; la marginación y la irrelevancia social… Precisamente en estas
incertidumbres, que compartimos con tantos contemporáneos nuestros, se hace
realidad nuestra esperanza, fruto de la fe en el Señor de la historia, que
sigue repitiéndonos: «No […] tengas miedo, que yo estoy contigo» (Jer 1, 8).
La esperanza de la
que hablamos no se basa en los números o en las obras, sino en Aquel de quien
nos hemos fiado (cf. 2 Tim 1, 12) y para el cual «nada hay imposible» (Lc 1,
37). Esta es la esperanza que no defrauda y que permitirá que la vida
consagrada siga escribiendo una gran historia en el futuro; un futuro en el que
debemos tener puesta la mirada, conscientes de que hacia él nos impulsa el
Espíritu Santo para seguir haciendo grandes cosas con nosotros.
No cedáis a la
tentación de los números y de la eficiencia, y menos aún a la de confiar en
vuestras propias fuerzas. Escrutad los horizontes de vuestra vida y del momento
actual «en vigilante vela». Con Benedicto XVI os repito: «No os unáis a los
profetas de desdichas que proclaman el final o el sinsentido de la vida
consagrada en la Iglesia de nuestros días; revestíos más bien de Jesucristo y
poneos las armas de la luz –como exhorta a hacer San Pablo (cf. Rom 13,
11-14)–, permaneciendo atentos y vigilantes» (4). Sigamos nuestro camino y
retomémoslo siempre confiando en el Señor.
Me dirijo sobre todo
a vosotros, los jóvenes. Sois el presente porque vivís ya activamente en el
seno de vuestros institutos, aportando una contribución determinante con la
frescura y la generosidad de vuestra elección. Al mismo tiempo, sois su futuro,
ya que pronto seréis llamados a tomar en vuestras manos las riendas de la
animación, de la formación, del servicio, de la misión. Este Año os verá
protagonistas del diálogo con la generación que os precede. En comunión
fraterna, podréis enriqueceros de su experiencia y sabiduría, y al mismo tiempo
podréis volver a proponerle la idealidad que conoció en sus inicios, aportar el
impulso y la frescura de vuestro entusiasmo, con vistas a elaborar nuevas
formas de vivir el Evangelio y respuestas cada vez más adecuadas a las exigencias
de testimonio y de anuncio.
Me alegra saber que
tendréis ocasiones para reuniros entre los jóvenes de diferentes institutos.
Que el encuentro se convierta en camino habitual de comunión, de apoyo mutuo,
de unidad.
II
Expectativas del Año
de la Vida Consagrada
¿Qué espero, en
especial, de este Año de gracia de la vida consagrada?
1. Que siempre sea
verdad lo que dije en una ocasión: «Donde hay religiosos, hay alegría». Estamos
llamados a experimentar y a mostrar que Dios es capaz de colmar nuestro corazón
y de hacernos felices, sin necesidad de que busquemos en otro lado nuestra
felicidad; que la fraternidad auténtica que vivimos en nuestras comunidades
alimenta nuestra alegría; que nuestra entrega total al servicio de la Iglesia,
de las familias, de los jóvenes, de los ancianos, de los pobres, nos realiza
como personas y da plenitud a nuestra vida.
Que entre nosotros no
se vean caras tristes, personas descontentas e insatisfechas, porque «un
seguimiento triste es un triste seguimiento». Nosotros también, como todos los
demás hombres y mujeres, sufrimos dificultades, noches del espíritu,
desilusiones, enfermedades, declive de las fuerzas debido a la vejez.
Precisamente en ello deberíamos hallar la «perfecta leticia», aprender a
reconocer el rostro de Cristo –que se hizo en todo semejante a nosotros– y, por
lo tanto, sentir la alegría de sabernos semejantes a él, que, por amor nuestro,
no rehusó sufrir la cruz.
En una sociedad que
ostenta el culto a la eficiencia, a la propia salud como valor absoluto, al
éxito, y que margina a los pobres y excluye a los «perdedores», podemos
testimoniar, a través de nuestra vida, la verdad de las palabras de la
Escritura: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor 12, 10).
Bien podemos aplicar
a la vida consagrada lo que he escrito en la Exhortación apostólica Evangelii
gaudium, citando una homilía de Benedicto XVI: «La Iglesia no crece por
proselitismo sino por atracción» (n. 14). ¡Sí: la vida consagrada no crece
simplemente porque organicemos preciosas campañas vocacionales, sino si las
jóvenes y los jóvenes que se encuentran con nosotros se sienten atraídos por
nosotros, si nos ven hombres y mujeres felices! Igualmente, su eficacia
apostólica no depende de la eficiencia y del poder de sus medios. Es vuestra vida
la que debe hablar: una vida de la que se trasluzcan la alegría y la belleza de
vivir el Evangelio y de seguir a Cristo.
Os repito a vosotros
también lo que dije en la Vigilia de Pentecostés del año pasado a los
Movimientos eclesiales: «El valor de la Iglesia, fundamentalmente, es vivir el
Evangelio y dar testimonio de nuestra fe. La Iglesia es sal de la tierra, es
luz del mundo; está llamada a hacer presente en la sociedad el fermento del
Reino de Dios, y esto lo hace, ante todo, con su testimonio: el testimonio del
amor fraterno, de la solidaridad, de la compartición» (18-5-2013).
2. Espero que
«despertéis al mundo», porque la característica propia de la vida consagrada es
la profecía. Como dije a los superiores generales, «la radicalidad evangélica
no es solo de los religiosos: se exige a todos. Pero los religiosos siguen al
Señor de manera especial, de manera profética». Esta es la prioridad que ahora
se requiere: «Ser profetas que testimonien cómo vivió Jesús en esta tierra […].
Un religioso jamás debe renunciar a la profecía» (29-11-2013).
El profeta recibe de
Dios la capacidad de escrutar la historia en la que vive y de interpretar los
acontecimientos: es como un centinela que vela durante la noche y sabe cuándo
llega la aurora (cf. Is 21, 11-12). Conoce a Dios y conoce a los hombres y a
las mujeres, sus hermanos y hermanas. Es capaz de discernimiento, y también de
denunciar el mal del pecado y las injusticias, porque es libre: no debe
responder a más amo que a Dios; no tiene más intereses que los de Dios. El
profeta se pone habitualmente de parte de los pobres y de los indefensos,
porque sabe que Dios mismo se pone de parte de ellos.
Espero, pues, no ya
que mantengáis vivas unas «utopías», sino que sepáis crear «otros lugares»
donde se viva la lógica evangélica de la entrega, de la fraternidad, de la
acogida de la diversidad, del amor recíproco. Monasterios, comunidades, centros
de espiritualidad, pequeñas ciudades, escuelas, hospitales, casas-familia y
todos esos lugares que la caridad y la creatividad carismática han dado a luz
–y que seguirán dando a luz con creatividad adicional– deben convertirse cada
vez más en fermento para una sociedad que se inspire en el Evangelio: en la
«ciudad en el monte», que dice la verdad y el poder de las palabras de Jesús.
A veces, como les
sucedió a Elías y a Jonás, puede venir la tentación de huir, de sustraerse al
cometido de profeta, por ser este demasiado exigente, por encontrarse uno
cansado, decepcionado ante los resultados. Pero el profeta sabe que nunca está
solo. Como a Jeremías, también a nosotros Dios nos asegura: «No […] tengas
miedo, que yo estoy contigo para librarte» (Jer 1, 8).
3. Los religiosos y
las religiosas, al igual que todas las demás personas consagradas, han sido
definidos, como acabo de recordar, «expertos en comunión». Espero, por lo
tanto, que la «espiritualidad de la comunión», señalada por San Juan Pablo II,
se haga realidad, y que vosotros estéis en primera línea a la hora de asumir
«el gran desafío que tenemos ante nosotros» en este nuevo milenio: «Hacer de la
Iglesia la casa y la escuela de la comunión» (5). Tengo la seguridad de que
durante este Año trabajaréis con seriedad para que el ideal de fraternidad que
persiguieron los fundadores y las fundadoras crezca en los más diferentes niveles,
como trazando círculos concéntricos.
La comunión se
ejerce, ante todo, en el seno de las respectivas comunidades del instituto. A
este respecto, os invito a releer mis frecuentes intervenciones en las que
nunca me canso de repetir que críticas, cotilleos, envidias, celos,
antagonismos, son actitudes que no tienen derecho de residencia en nuestras
casas. Pero, una vez planteada esta premisa, el camino de la caridad que se
abre ante nosotros es, prácticamente, infinito, ya que se trata de procurar la
acogida y la atención recíprocas, de practicar la comunión de los bienes
materiales y espirituales, la corrección fraterna, el respeto a las personas
más débiles… Se trata de «la mística de vivir juntos», que hace de nuestra vida
«una santa peregrinación» (6). Debemos interrogarnos también sobre la relación
entre personas de culturas distintas, considerando que nuestras comunidades se
vuelven cada vez más internacionales. ¿Cómo posibilitar que cada uno se
exprese, que sea acogido con sus dones específicos, que se vuelva plenamente
corresponsable?
Espero, además, que
crezca la comunión entre los miembros de los diferentes institutos. ¿No podría
ser este Año la ocasión de salir con más valentía de los confines del propio
instituto para elaborar juntos, en el ámbito local y en el global, proyectos
comunes de formación, de evangelización, de acciones sociales? De esta manera,
podrá prestarse con mayor eficacia un testimonio profético real. La comunión y
el encuentro entre diferentes carismas y vocaciones es un camino de esperanza.
Nadie construye el futuro aislándose, ni solo con sus propias fuerzas, sino
reconociéndose en la verdad de una comunión que siempre se abre al encuentro,
al diálogo, a la escucha, a la ayuda recíproca, y que nos preserva de la
enfermedad de la autorreferencialidad.
Al mismo tiempo, la
vida consagrada está llamada a perseguir una sincera sinergia entre todas las
vocaciones en la Iglesia, empezando por los presbíteros y los laicos, con
vistas a «fomentar la espiritualidad de la comunión, ante todo en su interior
y, además, en la comunidad eclesial misma y más allá aún de sus confines» (7).
4. Espero también de
vosotros lo que pido a todos los miembros de la Iglesia: salir de sí mismos
para acudir a las periferias existenciales. «Id al mundo entero» fue la última
palabra que Jesús dirigió a los suyos y que sigue dirigiendo hoy a todos
nosotros (cf. Mc 16, 15). Hay una humanidad entera que aguarda: personas que
han perdido toda esperanza, familias en dificultad, niños abandonados, jóvenes
que se ven cerrado todo futuro, enfermos y ancianos abandonados, ricos ahítos
de bienes y con un vacío en el corazón, hombres y mujeres en busca del sentido
de la vida, sedientos de lo divino…
No os repleguéis en
vosotros mismos, no dejéis que os asfixien las pequeñas grescas caseras, no
permanezcáis prisioneros de vuestros problemas. Estos se resolverán si salís a
ayudar a los demás a resolver los suyos y a anunciarles la Buena Nueva.
Hallaréis la vida dando la vida, la esperanza dando esperanza, el amor amando.
Espero de vosotros
gestos concretos de acogida de los refugiados, de cercanía a los pobres, de
creatividad en la catequesis, en el anuncio del Evangelio, en la iniciación a
la vida de oración. Por consiguiente, deseo un adelgazamiento de las estructuras,
la reutilización de las grandes casas con vistas a obras que respondan en mayor
medida a las exigencias actuales de la evangelización y de la caridad, la
adecuación de las obras a las nuevas necesidades.
5. Espero que toda
forma de vida consagrada se interrogue acerca de lo que Dios y la humanidad de
hoy demandan.
Los monasterios y los
grupos de orientación contemplativa podrían reunirse unos con otros, o bien
conectarse de las más variadas maneras para intercambiar sus experiencias de la
vida de oración, de cómo crecer en la comunión con toda la Iglesia, de cómo
apoyar a los cristianos perseguidos, de cómo acoger y acompañar a cuantos van
en busca de una vida espiritual más intensa o necesitan un apoyo moral o
material.
Lo mismo podrán hacer
los institutos caritativos; los dedicados a la enseñanza, a la promoción de la
cultura; los que se lanzan al anuncio
del Evangelio o desempeñan particulares ministerios pastorales; los institutos
seculares, con su penetrante presencia en las estructuras sociales. La fantasía
del Espíritu ha generado formas de vida y obras tan diferentes que no podemos
catalogarlas fácilmente o insertarlas en esquemas prefabricados. No me resulta
posible, por lo tanto, referirme a cada una de las formas carismáticas. No obstante,
en este Año, ninguna de ellas debería
soslayar una comprobación seria de su presencia en la vida de la Iglesia y de
su manera de responder a las continuas y
nuevas demandas que se elevan a nuestro alrededor, al grito de los pobres.
Solo con esta atención
a las necesidades del mundo y con la docilidad a los impulsos del Espíritu,
este Año de la Vida Consagrada se convertirá en un auténtico kairós, en un
tiempo de Dios rico en gracias y en transformación.
III
Horizontes
del Año de la Vida
Consagrada
1. Con esta Carta mía
me dirijo, además de a las personas consagradas, a los laicos que con ellas
comparten ideales, espíritu, misión. Algunos institutos religiosos cuentan con
una antigua tradición al respecto; otros, con una experiencia más reciente. En
efecto, alrededor de cada familia religiosa –al igual que en torno a cada
sociedad de vida apostólica y a los mismos institutos seculares– está presente
una familia más grande, la «familia carismática», que incluye varios institutos
que se reconocen en el mismo carisma, y, sobre todo, a cristianos laicos que se
sienten llamados, precisamente en su condición seglar, a participar de esa
misma realidad carismática.
Os animo a vosotros
también, a los laicos, a vivir este Año de la Vida Consagrada como una gracia
que puede haceros más conscientes del don recibido. Celebradlo junto con toda
la «familia», para crecer y responder juntos a las llamadas del Espíritu en la
sociedad actual. En algunas ocasiones, cuando los consagrados de varios
institutos se reúnan entre sí durante este Año, intentad estar presentes
vosotros también como expresión del único don de Dios, con el fin de conocer
las experiencias de las demás familias carismáticas y de los demás grupos
laicales, y con el de enriqueceros y apoyaros mutuamente.
2. El Año de la Vida
Consagrada no concierne tan solo a las
personas consagradas, sino a toda la Iglesia. Me dirijo, pues, a todo el pueblo
cristiano para que tome cada vez más conciencia del don que constituye la presencia
de tantas consagradas y consagrados, herederos de grandes santos que hicieron
la historia del cristianismo. ¿Qué sería la Iglesia sin San Benedicto y San
Basilio, sin San Agustín y San Bernardo, sin San Francisco y Santo Domingo, sin
San Ignacio de Loyola y Santa Teresa de Jesús, sin Santa Ángela Merici y San
Vicente de Paúl? La lista se volvería casi infinita, hasta San Juan Bosco y la
beata Teresa de Calcuta. El beato Pablo VI afirmaba: «Sin este signo concreto,
la caridad que anima a la Iglesia entera correría el peligro de enfriarse, la
paradoja salvífica del Evangelio el de perder penetración, la sal de la fe el
de disolverse en un mundo en proceso de secularización» (Evangelica
testificatio, n. 3).
Invito, por lo tanto,
a todas las comunidades cristianas a vivir este Año ante todo para dar gracias
al Señor y hacer memoria agradecida de los dones recibidos y que seguimos
recibiendo por medio de la santidad de los fundadores y de las fundadores y de
la fidelidad de tantos consagrados a su propio carisma. Os invito a todos a
estrecharos alrededor de las personas consagradas, a alegraros con ellas, a
compartir sus dificultades; a colaborar con ellas, en la medida de lo posible,
en el perseguimiento de su ministerio y de su obra, que son, a fin de cuentas,
los de toda la Iglesia. Hacedles sentir el afecto y el calor de todo el pueblo
cristiano.
Bendigo al Señor por
la feliz coincidencia del Año de la Vida Consagrada con el Sínodo sobre la
Familia. Familia y vida consagrada son vocaciones portadoras de riqueza y de
gracia para todos, espacios de humanización en la construcción de relaciones
vitales, lugares de evangelización. Unos y otros pueden ayudarse
recíprocamente.
3. Con esta Carta mía
me atrevo a dirigirme también a las personas consagradas y a los miembros de
fraternidades y de comunidades pertenecientes a Iglesias de tradición diferente
de la católica. El monaquismo es un patrimonio de la Iglesia indivisa, que
permanece muy vivo tanto en las Iglesias ortodoxas como en la católica. En él,
como en otras experiencias sucesivas del tiempo en el que la Iglesia de
Occidente aún estaba unida, se inspiran iniciativas análogas surgidas en el
ámbito de las Comunidades eclesiales de la Reforma, las cuales siguieron
después generando en su seno nuevas expresiones de comunidades fraternas y de servicio.
La Congregación para
los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica ha
programado iniciativas para favorecer el encuentro entre miembros
pertenecientes a experiencias de vida consagrada y fraterna de las diferentes
Iglesias. Aliento calurosamente estos
encuentros, para que crezca el conocimiento mutuo, la estima, la colaboración
recíproca, de manera que el ecumenismo de la vida consagrada sirva de ayuda al
más amplio camino hacia la unidad de todas las Iglesias.
4. Tampoco debemos
olvidar que el fenómeno del monaquismo y de otras expresiones de fraternidad
religiosa está presente en todas las grandes religiones. No faltan
experiencias, incluso consolidadas, de diálogo intermonástico entre la Iglesia
católica y algunas grandes tradiciones religiosas. Deseo que el Año de la Vida
Consagrada brinde la ocasión para evaluar el camino recorrido, para
sensibilizar a las personas consagradas acerca de este ámbito, para
preguntarnos qué nuevos pasos dar hacia un conocimiento recíproco cada vez más
profundo y con vistas a una colaboración en tantos campos comunes del servicio
a la vida humana.
Caminar juntos es
siempre un enriquecimiento, y puede abrir nuevos caminos a unas relaciones
entre pueblos y culturas que en la actualidad se presentan plagadas de
dificultades.
5. Me dirijo, por
último, de especial manera a mis hermanos en el episcopado. Que este Año
constituya una oportunidad para acoger cordialmente y con alegría la vida
consagrada como un capital espiritual que contribuye al bien de todo el cuerpo
de Cristo (cf. Lumen gentium, n. 43), y no solo de las familias religiosas. «La
vida consagrada es don hecho a la Iglesia, nace en la Iglesia, crece en la
Iglesia, está totalmente orientada hacia la Iglesia» (8). Por eso, al ser don a
la Iglesia, no es una realidad aislada o marginal, sino que pertenece
íntimamente a ella; está en el corazón mismo de la Iglesia como elemento
decisivo de su misión, ya que expresa la íntima naturaleza de la vocación
cristiana y la tensión de toda la Iglesia Esposa hacia la unión con su único
Esposo, por lo que «pertenece […], de manera indiscutible, a su vida y
santidad» (ibíd., n. 44).
En este contexto, os
invito, a los pastores de las Iglesias particulares, a un desvelo especial en
la promoción, en el seno de vuestras comunidades, de los diferentes carismas
–tanto de los históricos como de los nuevos–, sosteniendo, animando, ayudando
en el discernimiento, acercándoos con ternura y amor a las situaciones de
sufrimiento y de debilidad en las que pueden hallarse algunos consagrados, y
sobre todo iluminando con vuestra enseñanza al Pueblo de Dios acerca del valor
de la vida consagrada, con vistas a que su belleza y su santidad resplandezcan
en la Iglesia.
Encomiendo a María,
la Virgen de la escucha y de la contemplación, primera discípula de su amado
Hijo, este Año de la Vida Consagrada. Hija predilecta del Padre y adornada de
todos los dones de gracia, la contemplamos como modelo insuperable de
seguimiento en el amor a Dios y en el servicio al prójimo.
Dando gracias desde
ahora, junto con vosotros, por los dones de gracia y de luz con los que el
Señor se servirá enriquecernos, os acompaño a todos con la bendición
apostólica.
Vaticano, 21 de
noviembre de 2014, fiesta de la Presentación de la Bienaventurada Virgen María.
FRANCISCO
NOTAS
(1) Carta ap. Los
caminos del Evangelio, a los religiosos y a las religiosas de Latinoamérica con
ocasión del V centenario de la evangelización del Nuevo Mundo, 29-6-1990, n.
26.
(2) Sagrada
Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares, Religiosos y
promoción humana, 12-8-1980, n. 24.
(3) Discurso a los
rectores y a los alumnos de los Pontificios Colegios y Pensionados de Roma,
12-5-2014.
(4) Homilía en la
fiesta de la Presentación de Jesús al Templo, 2-2-2013.
(5) Carta ap. Novo
millennio ineunte, 6-1-2001, n. 43.
(6) Exhort. ap.
Evangelii gaudium, 24-11-2013, n. 87.
(7) Juan Pablo II,
Exhort. ap. post. Vita consecrata,
25-3-1996, n. 51.
(8) S. E. Mons. J. M.
Bergoglio, Intervención en el Sínodo sobre la vida consagrada y su misión en la
Iglesia y en el mundo, XVI Congregación General, 13-10-1994.
(Original italiano
procedente del
archivo informático
de la Santa Sede; traducción de ECCLESIA)
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