El hijo del hombre ha venido a servir y dar su vida
en rescate por la multitud (cf. Mc 10,45).
Venerados Hermanos,
queridos hermanos y
hermanas.
Hoy la Iglesia escucha una vez
más estas palabras de Jesús, pronunciadas durante el camino hacia Jerusalén,
donde tenía que cumplirse su misterio de pasión, muerte y resurrección. Son
palabras que manifiestan el sentido de la misión de Cristo en la tierra,
caracterizada por su inmolación, por su donación total. En este tercer domingo
de octubre, en el que se celebra la Jornada Mundial de las Misiones, la Iglesia las escucha con
particular intensidad y reaviva la conciencia de vivir completamente en perenne
actitud de servicio al hombre y al Evangelio, como Aquel que se ofreció a sí
mismo hasta el sacrificio de la vida.
Saludo cordialmente a
todos vosotros, que llenáis la
Plaza de San Pedro, en particular a las delegaciones
oficiales y a los peregrinos venidos para festejar a los siete nuevos santos.
Saludo con afecto a los cardenales y obispos que en estos días están
participando en la Asamblea
sinodal sobre la
Nueva Evangelización. Se da una feliz coincidencia entre la
celebración de esta Asamblea y la Jornada Misionera ; y la Palabra de Dios que hemos
escuchado resulta iluminadora para ambas. Ella nos muestra el estilo del
evangelizador, llamado a dar testimonio y a anunciar el mensaje cristiano
conformándose a Jesucristo, llevando su misma vida. Esto vale tanto para la
misión ad gentes como para la nueva evangelización en las regiones de antigua
tradición cristiana.
El hijo del hombre ha
venido a servir y dar su vida en rescate por la multitud (cf. Mc 10,45).
Estas palabras han
constituido el programa de vida de los siete beatos que hoy la Iglesia inscribe
solemnemente en el glorioso coro de los santos. Con valentía heroica gastaron
su existencia en una total consagración a Dios y en un generoso servicio a los
hermanos. Son hijos e hijas de la
Iglesia , que escogieron una vida de servicio siguiendo al
Señor. La santidad en la
Iglesia tiene siempre su fuente en el misterio de la Redención , que ya el
profeta Isaías prefigura en la primera lectura: el Siervo del Señor es el Justo
que «justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos» (53,11);
este siervo es Jesucristo, crucificado, resucitado y vivo en la gloria. La
canonización que estamos celebrando constituye una elocuente confirmación de
esta misteriosa realidad salvadora. La tenaz profesión de fe de estos siete
generosos discípulos de Cristo, su configuración al Hijo del hombre,
resplandece hoy en toda la
Iglesia.
Jacques Berthieu, nacido en 1838 en Francia, fue desde muy temprano un enamorado de
Jesucristo. Durante su ministerio parroquial, deseó ardientemente salvar a las
almas. Al profesar como jesuita, quería recorrer el mundo para la gloria de
Dios. Pastor infatigable en la isla de Santa María y después en Madagascar,
luchó contra la injusticia, aliviando a los pobres y los enfermos. Los
malgaches lo consideraban como un sacerdote venido del cielo, y decían: tú eres
nuestro padre y madre. Él se hizo todo para todos, sacando de la oración y el
amor al Corazón de Jesús la fuerza humana y sacerdotal para llegar hasta el
martirio, en 1896. Murió diciendo: Prefiero morir antes que renunciar a mi fe.
Queridos amigos, que la vida de este evangelizador sea un acicate y un modelo
para los sacerdotes, para que sean hombres de Dios como él. Que su ejemplo
ayude a los numerosos cristianos que hoy en día son perseguidos a causa de su
fe. Que su intercesión, en este Año de la fe, sea fructuosa para Madagascar y
el continente africano. Que Dios bendiga al pueblo malgache.
Pedro Calungsod nació alrededor del año 1654, en la región de Bisayas en Filipinas. Su
amor a Cristo lo impulsó a prepararse como catequista con los misioneros
jesuitas. En el año 1668, junto con otros jóvenes catequistas, acompañó al
Padre Diego Luis de San Vítores a las Islas Marianas, para evangelizar al
pueblo Chamorro. La vida allí era dura y los misioneros sufrieron la
persecución a causa de la envidia y las calumnias. Pedro, sin embargo, mostró
una gran fe y caridad y continuó catequizando a sus numerosos convertidos,
dando testimonio de Cristo mediante una vida de pureza y dedicación al
Evangelio. Por encima de todo estaba su deseo de salvar almas para Cristo, y
esto le llevó a aceptar con resolución el martirio. Murió el 2 de abril de
1672. Algunos testigos cuentan que Pedro pudo haber escapado para ponerse a
salvo, pero eligió permanecer al lado del Padre Diego. El sacerdote le dio a
Pedro la absolución antes de que él mismo fuera asesinado. Que el ejemplo y el
testimonio valeroso de Pedro Calungsod inspire al querido pueblo filipino para
anunciar con ardor el Reino y ganar almas para Dios.
Giovanni Battista Piamarta, sacerdote de la diócesis de Brescia, fue un gran
apóstol de la caridad y de la juventud. Percibía la exigencia de una presencia
cultural y social del catolicismo en el mundo moderno, por eso se dedicó a hacer
progresar cristiana, moral y profesionalmente a las nuevas generaciones con
claras dosis de humanidad y bondad. Animado por una confianza inquebrantable en
la Divina
Providencia y por un profundo espíritu de sacrificio, afrontó
dificultades y fatigas para poner en práctica varias obras apostólicas, entre
las cuales: el Instituto de los artesanillos, la Editorial Queriniana ,
la Congregación
masculina de la
Sagrada Familia de Nazaret y la Congregación de las
Humildes Siervas del Señor. El secreto de su intensa y laboriosa vida estaba en
las largas horas que dedicaba a la oración. Cuando estaba abrumado por el
trabajo, aumentaba el tiempo para el encuentro, de corazón a corazón, con el
Señor. Prefería permanecer junto al Santísimo Sacramento, meditando la pasión,
muerte y resurrección de Cristo, para retomar fuerzas espirituales y volver a
lanzarse a la conquista del corazón de la gente, especialmente de los jóvenes,
para llevarlos otra vez a las fuentes de la vida con nuevas iniciativas
pastorales.
«Que tu misericordia,
Señor, venga sobre nosotros como lo esperamos de ti». Con estas palabras, la
liturgia nos invita a hacer nuestro este himno al Dios creador y providente,
aceptando su plan en nuestras vidas.
Así lo hizo Santa María del Carmelo Sallés y Barangueras,
religiosa nacida en Vic, España, en 1848. Ella, viendo colmada su esperanza,
después de muchos avatares, al contemplar el progreso de la Congregación de
Religiosas Concepcionistas Misioneras de la Enseñanza , que había
fundado en 1892, pudo cantar junto a la Madre de Dios: «Su misericordia llega a sus
fieles de generación en generación». Su obra educativa, confiada a la Virgen Inmaculada ,
sigue dando abundantes frutos entre la juventud a través de la entrega generosa
de sus hijas, que como ella se encomiendan al Dios que todo lo puede.
Paso hablar ahora de Mariana Cope, nacida en 1838 en
Heppenheim, Alemania. Con apenas un año de edad fue llevada a los Estados
Unidos y en 1862 entró en la
Tercera Orden Regular de san Francisco, en Siracusa, Nueva
York. Más tarde, y como superiora general de su congregación, Madre Mariana
acogió gustosamente la llamada a cuidar a los leprosos de Hawai, después de que
muchos se hubieran negado a ello. Con seis de sus hermanas de congregación, fue
personalmente a dirigir el hospital en Oahu, fundando más tarde el hospital de
Malulani en Maui y abriendo una casa para niñas de padres leprosos. Cinco años
después aceptó la invitación a abrir una casa para mujeres y niñas en la isla
de Molokai, encaminándose allí con valor y poniendo fin de hecho a su contacto
con el mundo exterior. Allí cuidó al Padre Damián, entonces ya famoso por su
heroico trabajo entre los leprosos, atendiéndolo mientras moría y continuando
su trabajo entre los leprosos. En un tiempo en el que poco se podía hacer por
aquellos que sufrían esta terrible enfermedad, Mariana Cope mostró un amor,
valor y entusiasmo inmenso. Ella es un ejemplo luminoso y valioso de la mejor
tradición de las hermanas enfermeras católicas y del espíritu de su amado san
Francisco.
Kateri Tekakwitha nació en el actual Estado de Nueva York, en 1656, de padre mohawk y
madre algonquina cristiana, quien le trasmitió la experiencia del Dios vivo.
Fue bautizada a la edad de 20 años y, para escapar de la persecución, se
refugió en la misión de san Francisco Javier, cerca de Montreal. Allí trabajó
hasta que murió a los 24 años de edad, fiel a las tradiciones de su pueblo,
pero renunciando a las convicciones religiosas del mismo. Llevando una vida
sencilla, Kateri permaneció fiel a su amor a Jesús, a su oración y a su Misa
diaria. Su deseo más alto era conocer y hacer lo que agradaba a Dios.
Kateri impresiona por
la acción de la gracia en su vida, carente de apoyos externos, y por la firmeza
de una vocación tan particular para su cultura. En ella, fe y cultura se
enriquecen recíprocamente. Que su ejemplo nos ayude a vivir allá donde nos
encontremos, sin renegar de lo que somos, amando a Jesús. Santa Kateri,
protectora de Canadá y primera santa amerindia, te confiamos la renovación de
la fe en los pueblos originarios y en toda América del Norte. Que Dios bendiga
a los pueblos originarios.
La joven Anna Schäffer, de Mindelstetten, quería
entrar en una congregación misionera. Nacida en una familia humilde, trabajó
como criada buscando ganar la dote necesaria y poder entrar así en el convento.
En este trabajo, tuvo un grave accidente, sufriendo quemaduras incurables en
los pies que la postraron en un lecho para el resto de sus días. Así, la
habitación de la enferma se transformó en una celda conventual, y el
sufrimiento en servicio misionero. Al principio se rebeló contra su destino,
pero enseguida, comprendió que su situación fue una llamada amorosa del
Crucificado para que le siguiera. Fortificada por la comunión cotidiana se
convirtió en una intercesora infatigable en la oración, y un espejo del amor de
Dios para muchas personas en búsqueda de consejo. Que su apostolado de oración
y de sufrimiento, de ofrenda y de expiación sea para los creyentes de su tierra
un ejemplo luminoso. Que su intercesión intensifique la pastoral de los
enfermos en cuidados paliativos, en su benéfico trabajo.
Queridos hermanos y
hermanas, estos nuevos santos, diferentes por origen, lengua, nación y
condición social, están unidos con todo el Pueblo de Dios en el misterio de la
salvación de Cristo, el Redentor. Junto a ellos, también nosotros reunidos aquí
con los Padres sinodales, procedentes de todas las partes del mundo,
proclamamos con las palabras del salmo que el Señor «es nuestro auxilio y
nuestro escudo», y le pedimos: «Que tu misericordia, Señor, venga sobre
nosotros, como lo esperamos de ti» (Sal32,20-22). Que el testimonio de los
nuevos santos, de su vida generosamente ofrecida por amor de Cristo, hable hoy
a toda la Iglesia ,
y su intercesión la fortalezca y la sostenga en su misión de anunciar el
Evangelio al mundo entero.
CIUDAD DEL VATICANO,
domingo 21 octubre 2012 (ZENIT.org).-
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