Carta Apostólica Totum amoris est
DEL SANTO PADRE FRANCISCO
EN EL IV CENTENARIO DE LA MUERTE
DE SAN FRANCISCO DE SALES
«Todo pertenece al
amor».[1]En estas palabras podemos recoger la herencia espiritual legada por
san Francisco de Sales, que murió hace cuatro siglos, el 28 de diciembre de
1622, en Lyon. Tenía poco más de cincuenta años y, durante los últimos veinte
años, había sido obispo y príncipe “exiliado” de Ginebra. Había llegado a Lyon
después de su última misión diplomática. El duque de Saboya le había pedido que
acompañara al cardenal Mauricio de Saboya a Aviñón. Juntos habrían rendido
homenaje al joven rey Luis XIII, que regresaba a París, subiendo el valle del
Ródano, luego de una victoriosa campaña militar en el sur de Francia. Cansado y
con la salud deteriorada, Francisco se había puesto en camino por puro espíritu
de servicio. «Si no fuera tan útil a su servicio que yo haga este viaje,
tendría, ciertamente, muy buenas y sólidas razones para eximirme de él; pero,
si se trata de su servicio, vivo o muerto, no me echaré atrás, sino que iré o
me haré arrastrar».[2]Este era su carácter. Finalmente, cuando llegó a Lyon se
alojó en el monasterio de las Visitandinas, en la casa del jardinero, para no
causar demasiadas molestias y, al mismo tiempo, ser más libre para encontrarse
con quien lo necesitara.
Poco impresionado
desde hacía bastante tiempo por «las débiles grandezas de la corte»,[3]también
había consumado sus últimos días llevando adelante el ministerio de pastor en
una sucesión de compromisos: confesiones, coloquios, conferencias,
predicaciones y las últimas, infaltables, cartas de amistad espiritual. La
razón profunda de este estilo de vida lleno de Dios se le había hecho cada vez
más nítida a lo largo del tiempo, y él la había formulado con sencillez y
precisión en su célebreTratado del amor de Dios: «Tan pronto como el hombre
fija con alguna atención su pensamiento en la consideración de la divinidad,
siente cierta dulce emoción en su corazón, que muestra que Dios es Dios del
corazón humano».[4]Es la síntesis de su pensamiento. La experiencia de Dios es
una evidencia del corazón humano. Esta no es una construcción mental, más bien
es un reconocimiento lleno de asombro y de gratitud, que resulta de la
manifestación de Dios. En el corazón y por medio del corazón es donde se
realiza ese sutil e intenso proceso unitario en virtud del cual el hombre
reconoce a Dios y, al mismo tiempo, a sí mismo, su propio origen y profundidad,
su propia realización en la llamada al amor. Descubre que la fe no es un
movimiento ciego, sino sobre todo una disposición del corazón. A través de ella
el hombre confía en una verdad que se presenta a la conciencia como una “dulce
emoción”, capaz de suscitar un correspondiente e irrenunciable bien-querer por
cada realidad creada, como a él le gustaba decir.
A esta luz se
comprende cómo para san Francisco de Sales no hay mejor lugar donde encontrar a
Dios y ayudar a buscarlo que en el corazón de cada mujer y hombre de su tiempo.
Lo había aprendido desde su temprana juventud, observándose a sí mismo con fina
atención y escrutando el corazón humano.
En el último
encuentro de esos días en Lyon, y con el sentido íntimo de una cotidianidad
habitada por Dios, había dejado a sus Visitandinas la expresión con la que
posteriormente había querido que fuera sellada su memoria: «He resumido todo en
estas dos palabras, cuando os he dicho: nada pedir, nada rehusar. No tengo más
que deciros».[5]Sin embargo, no se trataba de un ejercicio de mero
voluntarismo, «una voluntad sin humildad»,[6]aquella sutil tentación del camino
hacia la santidad, que la confunde con la justificación por medio de las
propias fuerzas, con la adoración de la voluntad humana y de la propia
capacidad, «que se traduce en una autocomplacencia egocéntrica y elitista
privada del verdadero amor».[7]Mucho menos se trataba de un mero quietismo, de
un abandono pasivo y sin afectos en una doctrina sin carne y sin
historia.[8]Nacía más bien de la contemplación de la misma vida del Hijo
encarnado. Era el 26 de diciembre, y el santo hablaba a las hermanas en el
corazón del misterio de la Navidad: «¿Veis al Niño Jesús en el pesebre? Acepta
todas las inclemencias del tiempo, el frío y todo lo que su Padre permite le
suceda. No está escrito que haya extendido alguna vez sus manos a los pechos de
su Madre, se abandonaba totalmente a su cuidado y previsión, sin rehusar los
pequeños alivios que ella le daba. Del mismo modo nosotros no debemos desear ni
rehusar nada, sino aceptar igualmente todo lo que la Providencia de Dios permita
que nos suceda, el frío y las inclemencias del tiempo».[9]Es conmovedora su
atención en reconocer el cuidado de lo que es humano como indispensable. En la
escuela de la encarnación había aprendido a leer la historia y a habitarla con
confianza.
El criterio del
amor
Por medio de la
experiencia había reconocido el deseo como la raíz de toda vida espiritual
verdadera y, al mismo tiempo, como lugar de su falsificación. Por eso,
recogiendo a manos llenas de la tradición espiritual que lo había precedido,
había comprendido la importancia de poner constantemente a prueba el deseo,
mediante un continuo ejercicio de discernimiento. El criterio último para su
evaluación lo había redescubierto en el amor. En esa última estadía en Lyon, en
la fiesta de san Esteban, dos días antes de su muerte, había dicho: «El amor es
lo que da valor a nuestras obras. Os digo más aún: una persona que sufre el
martirio por Dios con una onza de amor, merece mucho, pues la vida es lo más
que se puede dar; pero si hay otra persona que sólo sufre un golpe con dos
onzas de amor tendrá mucho más mérito, porque la caridad y el amor son los que
dan el valor a nuestras obras».[10]
Con sorprendente
concreción había continuado ilustrando la difícil relación entre contemplación
y acción: «Sabéis o debéis saber que la contemplación es mejor que la acción y
la vida activa; pero si en esta hay más unión [con Dios], entonces es mejor que
aquella. Si una hermana que está en la cocina manejando la sartén junto al
fuego tiene más amor y caridad que otra, el fuego material no le quitará el
mérito, al contrario, le ayudará y será más grata a Dios. Con bastante
frecuencia se está tan unido a Dios en la acción como en la soledad. En fin,
vuelvo siempre a la cuestión, donde se encuentre más amor».[11]Esta es la verdadera
pregunta que disipa instantáneamente toda rigidez inútil o todo repliegue sobre
sí mismo: interrogarse en todo momento, en toda decisión, en toda circunstancia
de la vida dónde reside el mayor amor. No es casualidad que san Francisco de
Sales haya sido llamado por san Juan Pablo II «doctor del amor divino»,[12]no
fue sólo porque escribió un magníficoTratadosobre este tema, sino sobre todo
porque fue testigo de ese amor. Por otra parte, sus escritos no se pueden
considerar como una teoría redactada en un escritorio, lejos de las
preocupaciones del hombre común. Su enseñanza, en efecto, nació de una escucha
atenta de la experiencia. Él no hizo más que transformar en doctrina lo que
vivía y leía en su singular e innovadora acción pastoral, gracias a una agudeza
iluminada por el Espíritu. Una síntesis de este modo de proceder se encuentra
en elPrólogodel mismoTratado del amor de Dios: «Todo en la Iglesia es para el
amor, en el amor, por el amor y del amor».[13]
Los años de la
primera formación: la aventura de conocerse en Dios
Nació el 21 de
agosto de 1567, en el castillo de Sales, cerca de Thorens, de Francisco de
Nouvelles, señor de Boisy, y de Francisca de Sionnaz. «Vivió a caballo entre
dos siglos, el XVI y el XVII, recogió en sí lo mejor de las enseñanzas y de las
conquistas culturales del siglo que terminaba, reconciliando la herencia del
humanismo con la tendencia hacia lo absoluto propia de las corrientes
místicas».[14]
Después de la
formación cultural inicial, primero en el colegio de La Roche-sur-Foron y
después en el de Annecy, llegó a París, al colegio jesuita Clermont, que había
sido fundado recientemente. En la capital del Reino de Francia, devastada por
las guerras de religión, experimentó en poco tiempo dos crisis interiores
consecutivas, que marcaron su vida de modo indeleble. Esa ardiente oración
hecha en la Iglesia de Saint-Étienne-des-Grès, frente a la Virgen Negra de
París, en medio de la oscuridad, le encenderá en el corazón una llama que
permanecerá viva en él para siempre, como clave de lectura de su propia
experiencia y de la de otros. «Señor, tú que tienes todo en tus manos y cuyos
caminos son justicia y verdad, cualquier cosa que suceda, […] yo te amaré,
Señor […], te amaré aquí, oh Dios mío, y siempre esperaré en tu misericordia, y
siempre cantaré tus alabanzas. […] Oh, Señor Jesús, tú siempre serás mi
esperanza y mi salvación en la tierra de los vivientes».[15]
Eso había escrito
en su cuaderno, recuperando la paz. Y esta experiencia, con sus inquietudes y
sus interrogantes, para él siempre será iluminadora y le dará un singular
camino de acceso al misterio de la relación de Dios con el hombre. Le ayudará a
escuchar la vida de los demás y a reconocer, con fino discernimiento, la
actitud interior que une el pensamiento al sentimiento, la razón a los afectos,
y que de ese modo es capaz de llamar por nombre al “Dios del corazón humano”.
Por este camino Francisco no corrió el peligro de atribuir un valor teórico a
la propia experiencia personal, absolutizándola, sino que aprendió algo
extraordinario, fruto de la gracia: a leer en Dios lo vivido por él y por los
demás.
Aunque nunca haya
pretendido elaborar un sistema teológico propiamente dicho, su reflexión sobre
la vida espiritual tuvo una notable dignidad teológica. Aparecen en él los
rasgos esenciales del quehacer teológico, para el cual es necesario no olvidar
dos dimensiones constitutivas. La primera es precisamentela vida espiritual,
porque es en la oración humilde y perseverante, en la apertura al Espíritu
Santo, que se puede tratar de comprender y de expresar al Verbo de Dios. Los
teólogos se fraguan en el crisol de la oración. La segunda dimensión esla vida
eclesial: sentir en la Iglesia y con la Iglesia. También la teología se ha
visto afectada por la cultura individualista, pero el teólogo cristiano elabora
su pensamiento inmerso en la comunidad, partiendo en ella el pan de la
Palabra.[16]La reflexión de Francisco de Sales, al margen de las disputas entre
las escuelas de su época, y aun respetándolas, nace precisamente de estos dos
rasgos constitutivos.
El descubrimiento
de un mundo nuevo
Cuando finalizó
los estudios humanísticos, continuó con los de derecho en la Universidad de
Padua. Al regresar a Annecy ya había decidido la orientación de su vida, no
obstante las resistencias de sus padres. Fue ordenado sacerdote el 18 de
diciembre de 1593. En los primeros días de septiembre del año siguiente, por
invitación del obispo, Mons. Claude de Granier, fue llamado a la difícil misión
en el Chablais, territorio perteneciente a la diócesis de Annecy, de confesión
calvinista, que, en el intrincado laberinto de guerras y tratados de paz, había
pasado nuevamente a estar bajo el control del ducado de Saboya. Fueron años
intensos y dramáticos. Aquí descubrió, junto con alguna rígida intransigencia
que luego le hará reflexionar, sus aptitudes de mediador y hombre de diálogo.
Además, se descubrió inventor de originales y audaces praxis pastorales, como
las famosas “hojas volantes”, que se colgaban en todas partes e incluso se
deslizaban debajo de las puertas de las casas.
En 1602 regresó a
París, ocupado en llevar adelante una delicada misión diplomática, en nombre
del mismo Granier y con instrucciones precisas de la Sede Apostólica, después
de la enésima modificación del cuadro político-religioso del territorio de la
diócesis de Ginebra. A pesar de la buena disposición por parte del rey de
Francia, la misión fracasó. Él mismo escribió al Papa Clemente VIII: «Después
de nueve meses, me vi obligado a dar marcha atrás sin haber concluido casi
nada».[17]Sin embargo, aquella misión se reveló para él y para la Iglesia de
una riqueza inesperada bajo el perfil humano, cultural y religioso. En el
tiempo libre que los negociados diplomáticos le concedían, Francisco predicó
ante la presencia del rey y de la corte de Francia, estableció relaciones
importantes y, sobre todo, se sumergió totalmente en la prodigiosa primavera
espiritual y cultural de la moderna capital del Reino.
Allí todo había
cambiado y estaba cambiando. Él mismo se dejó tocar e interrogar tanto por los
grandes problemas que se presentaban en el mundo y el nuevo modo de
observarlos, como por la sorprendente demanda de espiritualidad que había
nacido y las cuestiones inéditas que esta planteaba. En pocas palabras,
percibió un verdadero “cambio de época”, al que era necesario responder con
lenguajes antiguos y nuevos. Ciertamente, no era la primera vez que encontraba
cristianos fervorosos, pero se trataba de algo distinto. No era la París
devastada por las guerras de religión, que había visto en sus años de
formación, ni la lucha encarnizada librada en los territorios del Chablais. Era
una realidad inesperada: una multitud «de santos, de verdaderos santos,
numerosos y que estaban en todas partes».[18]Eran hombres y mujeres de cultura,
profesores de la Sorbona, representantes de las instituciones, príncipes y
princesas, siervos y siervas, religiosos y religiosas. Un mundo que estaba sediento
de Dios.
Conocer a esas
personas y tomar conciencia de sus interrogantes fue una de las circunstancias
providenciales más importantes de su vida. Así, días aparentemente inútiles e
infructuosos se transformaron en una escuela incomparable para leer los estados
de ánimo de esa época, sin nunca elogiarlos. En él, el hábil e infatigable
controversista se estaba transformando, por la gracia, en un fino intérprete
del tiempo y extraordinario director de almas. Su acción pastoral, las grandes
obras (Introduccióna la vida devotayTratado del amor de Dios), la infinidad de
cartas de amistad espiritual que fueron enviadas, dentro y fuera de los muros
de los conventos y los monasterios, a religiosos y religiosas, a hombres y
mujeres de la corte y a la gente común, el encuentro con Juana Francisca de
Chantal y la misma fundación de laVisitaciónen 1610 resultarían incomprensibles
sin este cambio interior. Evangelio y cultura encontraban de ese modo una
síntesis fecunda, de la que derivaba la intuición de un método auténtico,
maduro y listo para una cosecha duradera y prometedora.
En una de las
primeras cartas de dirección y amistad espiritual que Francisco de Sales envió
a una de las comunidades que visitó en París, mencionaba, con humildad, un
“método suyo”, que se diferenciaba de los demás, con vistas a una verdadera
reforma. Un método que renunciaba a la severidad y confiaba plenamente en la
dignidad y capacidad de un alma devota, no obstante sus debilidades: «Me viene
la duda de que a vuestra reforma también se pueda oponer otro impedimento: tal
vez aquellos que os la han impuesto han curado la llaga con demasiada dureza.
[…] Yo alabo su método, aunque no sea el que suelo usar, especialmente con
respecto a espíritus nobles y bien educados como los vuestros. Creo que sea
mejor limitarse a mostrarles el mal y a poner el bisturí en sus manos para que
ellos mismos practiquen la incisión necesaria. Pero no descuidéis por ello la
reforma que necesitáis».[19]En estas palabras se trasluce esa mirada que ha
hecho célebre el optimismo salesiano, que ha dejado su huella permanente en la
historia de la espiritualidad y que ha florecido sucesivamente, como en el caso
de don Bosco dos siglos después.
Cuando regresó a
Annecy, fue ordenado obispo el 8 de diciembre del mismo año 1602. El influjo de
su ministerio episcopal en la Europa de esa época y de los siglos posteriores
resulta inmenso. «Fue apóstol, predicador, escritor, hombre de acción y de
oración; comprometido en hacer realidad los ideales del concilio de Trento;
implicado en la controversia y en el diálogo con los protestantes,
experimentando cada vez más la eficacia de la relación personal y de la
caridad, más allá del necesario enfrentamiento teológico; encargado de misiones
diplomáticas a nivel europeo, y de tareas sociales de mediación y
reconciliación».[20]Sobre todo, fue intérprete del cambio de época y guía de
las almas en un tiempo que tenía sed de Dios de un modo nuevo.
La caridad hace
todo por sus hijos
Entre 1620 y 1621,
es decir, ya al final de su vida, Francisco dirigió a un sacerdote de su
diócesis unas palabras capaces de iluminar su visión de la época. Lo animaba a
secundar su deseo de dedicarse a la escritura de textos originales, que
lograran interceptar los nuevos interrogantes, intuyendo en ellos las necesidades.
«Os debo decir que el conocimiento que voy adquiriendo cada día de los estados
de ánimo del mundo me lleva a desear apasionadamente que la divina Bondad
inspire a alguno de sus siervos a escribir según el gusto de este pobre
mundo».[21]La razón de este estímulo la encontraba en la propia visión del
tiempo: «El mundo se está volviendo tan delicado, que dentro de poco nadie se
atreverá más a tocarlo, sino con guantes de seda, ni a medicar sus llagas, sino
con cataplasmas de cebolla; pero, ¿qué importa, si los hombres son curados y,
en definitiva, salvados? Nuestra reina, la caridad, hace todo por sus
hijos».[22]No era algo que se daba por sentado, ni mucho menos una rendición
final frente a una derrota. Se trataba, más bien, de la intuición de un cambio
que estaba en curso y de la exigencia, totalmente evangélica, de comprender
cómo poder habitarlo.
La misma
conciencia, además, la había madurado y expresado en elPrólogo, al introducir
elTratado del amor de Dios: «He tenido en cuenta la condición de las almas en
estos tiempos, y además debía tenerla, porque importa mucho mirar la condición
de los tiempos en que se escribe».[23]Rogando, asimismo, la benevolencia del
lector, afirmaba: «Y si encontrares el estilo un poco diferente del que he
usado escribiendo aFilotea, y ambos muy diversos del que empleé en laDefensa de
la cruz, debes saber que en diecinueve años se aprenden y se olvidan muchas
cosas; que el lenguaje de la guerra no es igual que el de la paz, y que de una
manera se habla a los muchachos principiantes y de otra a los viejos
compañeros».[24]Pero, frente a este cambio, ¿por dónde comenzar? No lejos de la
misma historia de Dios con el hombre. De aquí el objetivo final de suTratado:
«Mi pensamiento ha sido tan sólo exponer sencilla y llanamente, sin artificios
ni aderezos de estilo, la historia del nacimiento, progreso, decadencia,
operaciones, propiedades, beneficios y excelencias del amor divino».[25]
Las preguntas de
un cambio de época
En la memoria del
cuarto centenario de la muerte de san Francisco de Sales, me he preguntado
sobre su legado para nuestra época, y he encontrado iluminadoras su
flexibilidad y su capacidad de visión. Un poco por don de Dios, un poco por
índole personal, y también por la profundización constante de sus vivencias,
había tenido la nítida percepción del cambio de los tiempos. Ni él mismo
hubiera llegado a imaginar que en esto reconocería una gran oportunidad para el
anuncio del Evangelio. La Palabra que había amado desde su juventud era capaz
de hacerse camino abriendo horizontes nuevos e impredecibles en un mundo en
rápida transición.
Es lo que también
nos espera como tarea esencial para este cambio de época: una Iglesia no
autorreferencial, libre de toda mundanidad pero capaz de habitar el mundo, de
compartir la vida de la gente, de caminar juntos, de escuchar y de
acoger.[26]Es lo que realizó Francisco de Sales leyendo su época con ayuda de
la gracia. Por eso, él nos invita a salir de la preocupación excesiva por
nosotros mismos, por las estructuras, por la imagen social, y a preguntarnos
más bien cuáles son las necesidades concretas y las esperanzas espirituales de
nuestro pueblo.[27]Por tanto, releer algunas de sus decisiones cruciales es
importante también hoy, para vivir el cambio con sabiduría evangélica.
La brisa y las
alas
La primera de
dichas decisiones fue la de releer y volver a proponer a cada uno, en su
condición específica, la feliz relación entre Dios y el ser humano. En
definitiva, la razón última y el objetivo concreto delTratadoera precisamente
ilustrar a los contemporáneos el encanto del amor de Dios. «¿Cuáles son —se
preguntaba— los lazos habituales por los cuales la Providencia divina
acostumbra atraer nuestros corazones a su amor?».[28]Partiendo sugestivamente
del texto de Oseas 11,4,[29]definía tales medios ordinarios como «lazos de
humanidad, o de caridad y amistad».«No cabe duda —escribía— de que Dios no nos
atrae con cadenas de hierro, como a los toros y a los búfalos, sino mediante invitaciones,
dulces encantos y santas inspiraciones, que son loslazos de Adán y de la
humanidad, es decir, los propios y convenientes al corazón humano, que
naturalmente está dotado de libertad».[30]Es a través de estos lazos que Dios
ha sacado a su pueblo de la esclavitud, enseñándole a caminar, llevándolo de la
mano, como hace un papá o una mamá con el propio hijo. Por consiguiente,
ninguna imposición externa, ninguna fuerza despótica y arbitraria, ninguna
violencia. Más bien, la forma persuasiva de una invitación que deja intacta la
libertad del hombre. «La gracia —proseguía, pensando ciertamente en tantas
historias de vida que había conocido— tiene fuerza, no para obligar, sino para
atraer el corazón; ejerce una santa violencia, no para vulnerar, sino para
enamorar nuestra libertad; obra fuertemente, mas con suavidad tan admirable,
que nuestra voluntad no queda agobiada bajo tan poderosa acción; nos presiona,
pero no sofoca nuestra libertad. Así, pues, en medio de toda su fuerza, podemos
consentir o resistir a sus impulsos, según nos place».[31]
Poco antes había
bosquejado dicha relación utilizando el curioso ejemplo del “ápodo”: «Hay
cierta clase de pájaros, oh Teótimo, a los cuales Aristóteles llama “ápodos”,
esto es, sin pies, porque, teniendo las piernas extremadamente cortas y los
pies sin fuerza, no les sirven más que si realmente no los tuvieran. Por donde
sucede que, si una vez caen a tierra, permanecen como clavados en ella, sin que
puedan nunca por sí mismos recobrar el vuelo, porque, no pudiéndose valer de
sus piernas ni de sus pies, no tienen medio ninguno para tomar impulso y
lanzarse de nuevo al aire. Así, quedan allí inmóviles y hasta llegan a morir,
si el viento propicio a su impotencia, soplando fuertemente sobre la faz de la
tierra, no viene a arrebatarlos y levantarlos, como hace con otras cosas;
porque entonces, si empleando ellos sus alas, corresponden a este impulso y
primer vuelo que el viento les da, el mismo viento continúa ayudándoles,
impeliéndoles cada vez más a volar».[32]Así es el hombre: hecho por Dios para
volar y desplegar todas sus potencialidades en la llamada al amor, corre el
riesgo de volverse incapaz de levantar el vuelo cuando cae a tierra y no acepta
volver a abrir las alas a la brisa del Espíritu.
Esta es, pues, la
“forma” a través de la cual la gracia de Dios se concede a los hombres: la de
los preciosos y muy humanos vínculos de Adán. La fuerza de Dios no deja de ser
absolutamente capaz de restablecer el vuelo y, sin embargo, su dulzura hace que
la libertad de consentimiento no sea violada o inútil. Corresponde al hombre
levantarse o no levantarse. Aunque la gracia lo haya tocado para despertarlo,
sin él, esta no quiere que el hombre se levante sin su consentimiento. De esa
manera obtiene su reflexión conclusiva: «Las inspiraciones, oh Teótimo, nos
previenen, y antes de que hayamos pensado en ellas, experimentamos su
presencia, mas después de haberlas sentido, a nosotros toca consentir,
secundándolas y siguiendo sus impulsos, o disentir y rechazarlas: ellas se
hacen sentir en nosotros y sin nosotros, pero no obtienen el consentimiento sin
nosotros».[33]Por lo tanto, la relación con Dios se trata siempre de una
experiencia de gratuidad que manifiesta la profundidad del amor del Padre.
Ahora bien, esta
gracia nunca hace al hombre pasivo, sino que lleva a comprender que estamos
precedidos radicalmente por el amor de Dios, y que su primer don consiste
precisamente en haber recibido su mismo amor. Pero cada uno tiene el deber de
cooperar en su propia realización, desplegando con confianza las propias alas a
la brisa de Dios. Aquí vemos un aspecto importante de nuestra vocación humana:
«El mandato de Dios a Adán y Eva en el relato del Génesis es ser fecundos. La
humanidad ha recibido el mandato de cambiar, construir y dominar la creación en
el sentido positivo de crear desde y con ella. Entonces, el futuro no depende
de un mecanismo invisible en el que los humanos son espectadores pasivos. No,
somos protagonistas, somos —forzando la palabra—cocreadores».[34]Francisco de
Sales lo comprendió bien y trató de transmitirlo en su ministerio de guía
espiritual.
La verdadera
devoción
Una segunda y gran
decisión crucial fue la de haberse centrado en la cuestión de la devoción.
También en este caso, el nuevo cambio de época había formulado no pocos
interrogantes, tal como ocurre en nuestros días. Dos aspectos en particular
requieren que sean comprendidos y revitalizados también hoy. El primero se
refiere a la idea misma de devoción, el segundo, a su carácter universal y
popular. Indicar, ante todo, qué se entiende por devoción es la primera
consideración que encontramos al comienzo deFilotea: «Es necesario que
conozcas, desde el principio, en qué consiste la virtud de la devoción, pues
son numerosas las devociones falsas e inútiles y sólo hay una verdadera, que,
si no la conoces, podrías sufrir engaño determinándote a seguir alguna devoción
inconveniente y supersticiosa».[35]
La descripción de
Francisco de Sales acerca de la falsa devoción, en la que no nos es difícil
reconocernos, es amena y siempre actual, sin dejar fuera una pizca eficaz de
sano sentido del humor: «El que se siente inclinado a ayunar se considerará muy
devoto si no come, aunque su corazón esté lleno de rencor; y mientras por
sobriedad no se atreve a mojar su lengua, no digo en vino, pero ni siquiera en
agua, no temerá teñirla en la sangre del prójimo mediante maledicencias y
calumnias. Otro se creerá devoto porque reza diariamente un sinnúmero de
oraciones, aunque después su lengua se desate de continuo en palabras insolentes,
arrogantes e injuriosas contra sus familiares y vecinos. Algún otro abrirá su
bolsa de buena gana para distribuir limosnas entre los pobres, pero no es capaz
de sacar dulzura de su corazón perdonando a sus enemigos. Aquel perdonará a sus
enemigos, pero no saldará sus deudas si no es apremiado por la
justicia».[36]Evidentemente, son los vicios y las dificultades de siempre,
también de hoy, por lo que el santo concluye: «Todos estos son tenidos
vulgarmente por devotos; nombre que de ninguna manera merecen».[37]
En cambio, la
novedad y la verdad de la devoción se encuentran en otro lado, en una raíz
profundamente unida a la vida divina en nosotros. De ese modo «la devoción viva
y verdadera […] presupone el amor de Dios; mejor dicho, no es otra cosa que el
verdadero amor de Dios, y no un amor cualquiera».[38]En su ferviente
imaginación la devoción no es más que, «en resumen, una agilidad o viveza
espiritual por cuyo medio la caridad actúa en nosotros y nosotros actuamos en
ella con prontitud y alegría».[39]Por eso no se coloca junto a la caridad, sino
que es una de sus manifestaciones y, al mismo tiempo, conduce a ella. Es como
una llama con respecto al fuego: reaviva su intensidad, sin cambiar su
naturaleza. «En conclusión, se puede decir que entre la caridad y la devoción
no existe mayor diferencia que entre la llama y el fuego; siendo la caridad
fuego espiritual, cuando está bien inflamada, se llama devoción; así que la
devoción nada añade al fuego de la caridad fuera de la llama que la hace
pronta, activa, diligente, no sólo en la observancia de los mandamientos, sino
también en el ejercicio de los consejos e inspiraciones celestiales».[40]Una
devoción así entendida no tiene nada de abstracto. Es, más bien, un estilo de
vida, un modo de ser en lo concreto de la existencia cotidiana. Esta recoge e
interpreta las pequeñas cosas de cada día, la comida y el vestido, el trabajo y
el descanso, el amor y la descendencia, la atención a las obligaciones
profesionales; en síntesis, ilumina la vocación de cada uno.
Aquí se intuye la
raíz popular de la devoción, afirmada desde las primeras líneas deFilotea:
«Casi todos los que hasta ahora han tratado de la devoción, se han dirigido a
los que viven alejados de este mundo o, por lo menos, han trazado caminos que
empujan a un absoluto retiro. Mi intención es instruir a los que viven en las
ciudades, con sus familias, en la corte y, por su condición, están obligados,
por las conveniencias sociales, a vivir en medio de los demás».[41]Es por ello
que está muy equivocado quien piensa en relegar la devoción a algún ámbito
protegido o reservado. Esta es, más bien, de todos y para todos, dondequiera
que estemos, y cada uno la puede practicar según la propia vocación. Como
escribía san Pablo VI en el cuarto centenario del nacimiento de Francisco de
Sales, «la santidad no es prerrogativa de una clase o de otra; sino que a todos
los cristianos se les dirige esta invitación apremiante: “¡Amigo, siéntate en
un lugar más destacado!” (Lc14,10); todos están vinculados por el deber de subir
al monte de Dios, aunque no todos por el mismo camino. “La devoción se ha de
ejercitar de diversas maneras, según que se trate de una persona noble o de un
obrero, de un criado o de un príncipe, de una viuda o de una joven soltera, o
bien de una mujer casada. Más aún: la devoción se ha de practicar de un modo
acomodado a las fuerzas, negocios y ocupaciones particulares de cada
uno”».[42]Recorrer la ciudad secular manteniendo la interioridad y conjugar el
deseo de perfección con cada estado de vida, volviendo a encontrar un centro
que no se separa del mundo, sino que enseña a habitarlo, a apreciarlo,
aprendiendo también a tomar de él una justa distancia; ese era el propósito del
santo, y sigue siendo una valiosa lección para cada mujer y hombre de nuestro tiempo.
Este es el tema
conciliar de la vocación universal a la santidad: «Todos los fieles, de
cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de
salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección
de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre celestial».[43]“Cada
uno por su camino”. «Entonces, no se trata de desalentarse cuando uno contempla
modelos de santidad que le parecen inalcanzables».[44]La madre Iglesia no nos
los propone para que intentemos copiarlos, sino para que nos alienten a caminar
por la senda única y particular que el Señor ha pensado para nosotros. «Lo que
interesa es que cada creyente discierna su propio camino y saque a la luz lo
mejor de sí, aquello tan personal que Dios ha puesto en él (cf.1 Co12,7)».[45]
El éxtasis de la
vida
Todo ello condujo
al santo obispo a considerar la vida cristiana en su totalidad como«el éxtasis
de la obra y de la vida».[46]Pero no hay que confundirla con una fuga fácil o
una retirada intimista, mucho menos con una obediencia triste y gris. Sabemos
que este peligro siempre está presente en la vida de fe. En efecto, «hay
cristianos cuya opción parece ser la de una Cuaresma sin Pascua. […] Comprendo
a las personas que tienden a la tristeza por las graves dificultades que tienen
que sufrir, pero poco a poco hay que permitir que la alegría de la fe comience
a despertarse, como una secreta pero firme confianza, aun en medio de las
peores angustias».[47]
Permitir que se
despierte la alegría es precisamente lo que expresa Francisco de Sales al
describir “el éxtasis de la obra y de la vida”. Gracias a ella «no sólo
llevamos una vida civil, honesta y cristiana, sino también una vida
sobrehumana, espiritual, devota y extática, es decir, una vida, bajo todos los
conceptos, fuera y por encima de nuestra condición natural».[48]Nos encontramos
aquí en las páginas centrales y más luminosas delTratado. El éxtasis es el
desbordamiento feliz de la vida cristiana, lanzada más allá de la mediocridad
de la mera observancia:«No robar, no mentir, no cometer actos lujuriosos, orar
a Dios, no jurar en vano, amar y honrar a los padres, no matar; todo esto es
vivir según la razón natural del hombre. Mas dejar todos nuestros bienes, amar
la pobreza, buscarla y estimarla como la más deliciosa señora, tener los
oprobios, desprecios, humillaciones, persecuciones y martirios por felicidad y
dicha, contenerse en los términos de una absoluta castidad, y, en fin, vivir en
medio del mundo y en esta vida mortal en oposición a todas las opiniones y
máximas mundanas y contra la corriente del río de esta vida, con habitual
resignación, renuncias y abnegaciones de nosotros mismos, todo esto no es vivir
humana, sino sobrehumanamente; no es vivir en nosotros, sino fuera de nosotros
y sobre nosotros. Y porque nadie puede salir de este modo sobre sí mismo si el
Padre Eterno no le atrae, por eso este género de vida debe ser un rapto
continuo y un éxtasis perpetuo de acción y de operación».[49]
Es una vida que,
ante toda aridez y frente a la tentación de replegarse sobre sí, ha encontrado
nuevamente la fuente de la alegría. En efecto, «el gran riesgo del mundo
actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza
individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza
de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se
clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no
entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce
alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los
creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y
se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida».[50]
A la descripción
del “éxtasis de la obra y de la vida”, san Francisco añade dos observaciones
importantes, válidas también para nuestro tiempo. La primera se refiere a un
criterio eficaz para el discernimiento de la verdad de ese mismo estilo de vida
y la segunda a su origen profundo. En cuanto al criterio de discernimiento, él
afirma que, si por un lado dicho éxtasis comporta un auténtico salir de sí
mismo, por otro lado, no significa un abandono de la vida. Es importante no
olvidarlo nunca, para evitar peligrosas desviaciones. En otras palabras, quien
presume de elevarse hacia Dios, pero no vive la caridad para con el prójimo, se
engaña a sí mismo y a los demás.
Volvemos a
encontrar aquí el mismo criterio que él aplicaba a la calidad de la verdadera
devoción. «Cuando se ve a una persona que en la oración tiene raptos por los
cuales sale y sube encima de sí misma hasta Dios, y, sin embargo, no tiene
éxtasis en su vida, esto es, no lleva una vida elevada y unida a Dios, […]
sobre todo, por medio de una continua caridad, creedme que todos estos raptos
son grandemente dudosos y peligrosos». Su conclusión es muy eficaz: «Estar
sobre sí mismo en la oración y bajo sí mismo en las obras y en la vida, ser
angélico en la meditación y bestial en la conversación […] es una señal cierta
de que tales raptos y tales éxtasis no son más que ardides y engaños del
espíritu maligno».[51]Se trata, en definitiva, de lo que ya recordaba Pablo a
los corintios en el himno a la caridad:«Aunque tuviera toda la fe, una fe capaz
de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada. Aunque repartiera todos
mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si
no tengo amor, no me sirve para nada» (1 Co13,2-3).
Por tanto, para
san Francisco de Sales la vida cristiana nunca está exenta de éxtasis y, sin
embargo, el éxtasis no es auténtico sin la vida. En efecto, la vida sin éxtasis
corre el riesgo de reducirse a una obediencia opaca, a un Evangelio que ha
olvidado su alegría. Por otra parte, el éxtasis sin la vida se expone
fácilmente a la ilusión y al engaño del Maligno. Las grandes polaridades de la
vida cristiana no se pueden resolver la una en la otra. En todo caso, una
mantiene a la otra en su autenticidad. De ese modo, la verdad no es tal sin
justicia; la satisfacción, sin responsabilidad; la espontaneidad, sin ley; y
viceversa.
Por otra parte, en
cuanto al origen profundo de este éxtasis, él lo vincula sabiamente al amor
manifestado por el Hijo encarnado. Si, por un lado, es verdad que «el amor es
el primer acto y el principio de nuestra vida devota o espiritual por el cual
vivimos, sentimos y nos movemos» y, por otro lado, que «nuestra vida espiritual
consiste toda en nuestros movimientos afectivos», está claro que «un corazón
que no tiene afecto, no tiene amor», como también que «un corazón que tiene
amor, no puede estar sin movimiento afectivo».[52]Pero el origen de este amor
que atrae el corazón es la vida de Jesucristo:«Nada urge y aprieta tanto al
corazón del hombre como el amor», y el culmen de dicha urgencia es que
«Jesucristo murió por nosotros, nos ha dado la vida con su muerte. Nosotros
sólo vivimos porque Él murió; murió por nosotros, para nosotros y en
nosotros».[53]
Es conmovedora
esta indicación que, más allá de una visión iluminada y no evidente de la
relación entre Dios y el hombre, manifiesta el estrecho vínculo afectivo que
unía al santo obispo con el Señor Jesús. La verdad del éxtasis de la vida y de
la acción no es genérica, sino que se manifiesta según la forma de la caridad
de Cristo, que culmina en la cruz. Este amor no anula la existencia, sino que
la hace brillar de una manera extraordinaria.
Es por ello que,
con una imagen muy hermosa, san Francisco de Sales describía el Calvario como
«el monte de los amantes».[54]Allí, y sólo allí, se comprende que «no se puede
tener la vida sin el amor, ni el amor sin la muerte del Redentor; mas, fuera de
allí, todo es o muerte eterna o amor eterno, y toda la sabiduría cristiana
consiste en elegir bien».[55]De esta manera puede cerrar suTratadoremitiendo a
la conclusión de un discurso de san Agustín sobre la caridad: «¿Qué hay más
fiel que el amor, no al servicio de la vanidad, sino de la eternidad? En
efecto, tolera todo en la vida presente, porque cree todo lo referente a la
vida futura, y sufre todo lo que aquí le sobreviene, porque espera todo lo que
allí se le promete; con razón nunca desfallece. Así, pues, perseguid el amor y,
pensando devotamente en él, aportad frutos de justicia. Y cualquier alabanza
que vosotros hayáis encontrado más exuberante de lo que yo haya podido decir, muéstrese
en vuestras costumbres».[56]
Esto es lo que nos
deja ver la vida del santo obispo de Annecy, y que se nos entrega nuevamente a
cada uno. Que la celebración del cuarto centenario de su nacimiento al cielo
nos ayude a hacer de ello devota memoria; y que, por su intercesión, el Señor
infunda con abundancia los dones del Espíritu en el camino del santo Pueblo
fiel de Dios.
Roma, San Juan de
Letrán, 28 de diciembre de 2022.
FRANCISCO
__________________
[1]S. Francisco de
Sales,Traité de l’amour de Dieu,Préface, ed.Ravier – Devos, París 1969, 336.
[2]Íd.,Lett.
2103:A Monsieur Sylvestre de Saluces de la Mente, Abbé d’Hautecombe(3 noviembre
1622), enŒuvres de Saint François de Sales, XXVI, Annecy 1932, 490-491.
[3]Íd.,Lett.
1961:À une dame(19 diciembre 1622), enŒuvres de Saint François de Sales, XX
(Lettres, X:1621-1622), Annecy 1918, 395.
[4]Íd.,Traité de
l’amour de Dieu, I, 15, ed.Ravier – Devos, París 1969, 395.
[5]Íd.,Entretiens
spirituels,Dernier entretien[21], ed.Ravier – Devos, París 1969, 1319.
[6]Exhort.
ap.Gaudete et exsultate(19 marzo 2018), 49:AAS110 (2018), 1124.
[7]Ibíd.,
57:AAS110 (2018), 1127.
[8]Cf.ibíd.,
37-39:AAS110 (2018), 1121-1122.
[9]S. Francisco de
Sales,Entretiens spirituels,Dernier entretien[21], ed.Ravier – Devos, París
1969, 1319.
[10]Ibíd., 1308.
[11]Ibíd.
[12]Carta a Mons.
Yves Boivineau, Obispo de Annecy,con ocasión del IV centenario de la
consagración episcopal de san Francisco de Sales(23 noviembre 2002),
3:L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua española (20 diciembre 2002), p.
10.
[13]S.Francisco de
Sales,Traité de l’amour de Dieu,Préface, ed.Ravier – Devos, París 1969, 336.
[14]Benedicto
XVI,Catequesis(2 marzo 2011):L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua
española (6 marzo 2011), p. 11.
[15]S.Francisco de
Sales,Fragments d’écrits intimes, 3:Acte d’abandon héroïque, enŒuvres de Saint
François de Sales, XXII (Opuscules, I), Annecy 1925, 41.
[16]Cf.Discurso a
la Comisión Teológica Internacional(29 noviembre 2019):L’Osservatore Romano(30
noviembre 2019), p. 8.
[17]S. Francisco
de Sales,Lett. 165:À Sa Sainteté Clément VIII(fines de octubre de 1602), enŒuvres
de Saint François de Sales, XII (Lettres, II:1599-1604), Annecy 1902, 128.
[18]H.
Bremond,L’humanisme dévôt: 1580-1660, enHistoire littéraire du sentiment
religieux en France: depuis la fin des guerres de religion jusqu’à nos jours,
I, Jérôme Millon, Grenoble 2006, 131.
[19]S. Francisco
de Sales,Lett. 168:Aux religieuses du monastère des «Filles-Dieu»(22 noviembre
1602), enŒuvres de Saint François de Sales, XII (Lettres, II:1599-1604), Annecy
1902,105.
[20]Benedicto
XVI,Catequesis(2 marzo 2011):L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua
española (6 marzo 2011), p. 12.
[21]S. Francisco
de Sales,Lett. 1869:À M. Pierre Jay(1620 o 1621), enŒuvres de Saint François de
Sales, XX (Lettres, X:1621-1622), Annecy 1918, 219.
[22]Ibíd.
[23]Íd.,Traité de
l’amour de Dieu,Préface, ed.Ravier – Devos, París 1969, 339.
[24]Ibíd., 347.
[25]Ibíd.,
338-339.
[26]Cf.Discurso a
los obispos, sacerdotes, religiosos, seminaristas y catequistas, Bratislava (13
septiembre 2021):L’Osservatore Romano(13 septiembre 2021), pp. 11-12.
[27]Cf.ibíd.
[28]S. Francisco
de Sales,Traité de l’amour de Dieu, II, 12, ed.Ravier – Devos, París 1969, 444.
[29]«Con afecto
humano [Vulg:in funiculis Adam], con lazos de amor los atraía. Fui para ellos
como quien alza a un niño hasta sus mejillas y se inclina hacia él para darle
de comer».
[30]S. Francisco
de Sales,Traité de l’amour de Dieu, II, 12, ed.Ravier – Devos, París 1969, 444.
[31]Ibíd., II, 12,
444-445.
[32]Ibíd., II, 9,
434.
[33]Ibíd., II, 12,
446.
[34]Soñemos
juntos. El camino a un futuro mejor,Conversaciones con Austen Ivereigh, Simon
& Schuster, Nueva York 2020, 4.
[35]S.Francisco de
Sales,Introduction à la vie dévote, I, 1, ed.Ravier – Devos, París 1969, 31.
[36]Ibíd.,31-32.
[37]Ibíd., 32.
[38]Ibíd.
[39]Ibíd.
[40]Ibíd., 33.
[41]Ibíd.,Préface,
ed.Ravier – Devos, París 1969, 23.
[42]Epíst.
ap.Sabaudiae gemma,en el IV centenario del nacimiento de san Francisco de
Sales, doctor de la Iglesia(29 enero 1967):AAS59 (1967), 119.
[43]Conc. Ecum. Vat. II,Const. dogm.Lumen
gentium, 11.
[44]Exhort. ap.Gaudete et exsultate, 11:AAS110
(2018), 1114.
[45]Ibíd.
[46]S. Francisco
de Sales,Traité de l’amour de Dieu, VII, 6, ed.Ravier – Devos, París 1969, 682.
[47]Exhort.
ap.Evangelii gaudium(24 noviembre 2013),6:AAS105 (2013), 1021-1022.
[48]S. Francisco
de Sales,Traité de l’amour de Dieu, VII, 6, ed.Ravier – Devos, París 1969,
682-683.
[49]Ibíd., 683.
[50]Exhort. ap.Evangelii gaudium,2:AAS105
(2013), 1019-1020.
[51]S. Francisco
de Sales,Traité de l’amour de Dieu, VII, 7, ed.Ravier – Devos, París 1969, 685.
[52]Ibíd., 684.
[53]Ibíd., VII,
8,687.688.
[54]Ibíd., XII,
13, 971.
[55]Ibíd.
[56]Discursos,
350, 3:PL39, 1535.
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