“Estos son los que vienen de la gran tribulación...
y Dios secará toda lágrima de sus ojos”
(Ap. 7, 14.17b)
El mundo asiste con horror a un incremento de formas
de violencia que, desde distintos fundamentalismos religiosos, disfrazan
intereses políticos y económicos, y afecta a muchas comunidades y grupos
humanos de diversos credos, particularmente a cristianos en Medio Oriente, en
el norte y centro de África y en otros lugares del mundo.
En este contexto de conflictos extendidos y
persistentes, queremos llamar la atención sobre un aspecto de especial
preocupación: la creciente e inadmisible violación del derecho a la libertad
religiosa. La misma ha sido proclamada por la Declaración Universal de los
Derechos Humanos y garantizada por diversas convenciones internacionales tanto
universales como regionales, obligando a los Estados a asegurarla para todas
las personas, enseñada con tanta claridad en el Concilio Vaticano II.
Hay manifestaciones violentas que producen especial
estupor y reclaman una fuerte condena. Nos referimos a lo que ocurre en zonas
de Siria e Irak donde los cristianos -ciudadanos de esos países y presentes en
esas tierras desde hace más de dos mil años- están siendo asesinados u
obligados a dejar sus casas y ciudades sin poder llevar consigo más que la ropa
que tienen puesta, además de la destrucción de templos y monumentos culturales
que son patrimonio de la humanidad. También señalamos lo que acontece en
Nigeria, Sudán y Pakistán, donde es corriente el secuestro –especialmente de
mujeres y niñas- y las conversiones forzadas bajo pena de muerte. Sabemos, no
obstante, que la gran mayoría de los musulmanes no se reconoce en estas
atrocidades y las rechaza.
Actualmente son los cristianos quienes sufren las
mayores persecuciones. Como ha dicho el Papa Francisco, hay muchos más mártires
hoy que en los primeros siglos. Ese martirio no distingue entre católicos,
ortodoxos o evangélicos, hermanados en un “ecumenismo de la sangre”. Nos
estremece la crueldad con la cual hermanos en el bautismo son decapitados,
quemados o crucificados por el solo hecho de ser cristianos.
Junto a la consternación que nos provocan estos hechos
de crueldad sentimos admiración por el testimonio y la coherencia de muchos
hermanos que están entregando su vida para guardar la integridad de su fe
religiosa.
Afirmamos con fuerza que nunca la religión o el nombre
de Dios pueden ser invocados para justificar la violencia, la muerte, la
destrucción y la falta de respeto a los derechos humanos más elementales que
nacen de la dignidad de toda persona. Llama la atención la débil repercusión de
esta barbarie en la prensa internacional.
Urge una acción internacional eficaz que ponga fin a
tanto sufrimiento provocados por estos actos de brutalidad. Apelamos al deber y
a la fuerza institucional de la ONU, la Unión Europea, las organizaciones de
Derechos Humanos y los diversos credos a asumir la propia responsabilidad ante
estos graves acontecimientos.
Invitamos a todos los creyentes -católicos y no
católicos- a orar intensamente pidiendo al Señor de la historia perdón por
tanto sufrimiento y sangre derramada, y que mueva los corazones de quienes
causan dolor y ofenden gravemente al Creador a cesar en ese camino.
Comprometemos a nuestras comunidades de modo particular a rezar por esta
intención el próximo 8 de mayo, Solemnidad de Nuestra Señora de Luján.
Como Obispos de la Conferencia Episcopal Argentina,
expresamos nuestra solidaridad y cercanía con nuestros hermanos sufrientes y
perseguidos, y pedimos a Jesús Buen Pastor les conceda el consuelo y la Paz.
Los Obispos Argentinos
109° Asamblea Plenaria
25 de abril de 2015
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