y debate sobre los divorciados vueltos a casar y los sacramentos
L'OSSERVATORE ROMANO,
23-10-13
La fuerza de la
gracia
Tras el anuncio de un
sínodo extraordinario que se celebrará en octubre de 2014 sobre la pastoral de
la familia, se han sucedido intervenciones diversas, en particular acerca de la
cuestión de los fieles divorciados vueltos a casar. Para profundizar con
serenidad en el tema, que es cada vez más urgente, del acompañamiento pastoral
de estos fieles en coherencia con la doctrina católica, publicamos una amplia
contribución del arzobispo prefecto de la Congregación para la
doctrina de la fe.
La discusión sobre la
problemática de los fieles que tras un divorcio han contraído una nueva unión
civil no es nueva. Siempre ha sido tratada por la Iglesia con gran seriedad,
con la intención de ayudar a las personas afectadas, puesto que el matrimonio
es un sacramento que alcanza en modo particularmente profundo la realidad personal,
social, e histórica del hombre. A causa del creciente número de afectados en
países de antigua tradición cristiana, se trata de un problema pastoral de gran
trascendencia. Hoy los creyentes se interrogan muy seriamente: ¿No puede la Iglesia autorizar a los
cristianos divorciados y vueltos a casar, bajo determinadas condiciones, a
recibir los sacramentos? ¿Les están definitivamente atadas las manos en estas
cuestiones? Los teólogos, ¿realmente han considerado todas las implicaciones y
consecuencias al respecto?
Estas preguntas deben
ser discutidas en conformidad con la enseñanza católica sobre el matrimonio.
Una pastoral enteramente responsable presupone una teología que se abandone a
Dios que se revela, prestándole el pleno obsequio del entendimiento y de la
voluntad”, y asintiendo “voluntariamente a la revelación hecha por El”
(Constitución apostólica Dei Verbum, n. 5). Para hacer comprensible la
auténtica doctrina de la
Iglesia , debemos comenzar por la Palabra de Dios, contenida
en la Sagrada Escritura ,
explicada por la tradición eclesial e interpretada de modo vinculante por el
Magisterio.
El testimonio de la Sagrada Escritura
No deja de ser
problemático situar inmediatamente nuestra cuestión en el ámbito del Antiguo
Testamento, puesto que entonces el matrimonio no era considerado como un
sacramento. No obstante, la
Palabra de Dios en la Antigua Alianza es
significativa para nosotros, ya que Jesús se coloca en esta tradición y
argumenta a partir de ella. En el decálogo se encuentra el mandamiento: “No
cometerás adulterio” (Ex 20,14), sin embargo, en otro lugar el divorcio es
visto como algo posible. Según Dt 24,1-4, Moisés estableció que el hombre pueda
expedir un libelo de repudio y despedir a la mujer de su casa, si no lo
complace. En consecuencia de esto, el hombre y la mujer pueden volverse a
casar. Sin embargo, junto a la concesión del divorcio, en el Antiguo Testamento
es posible identificar una cierta resistencia hacia esta práctica. Al igual que
el ideal de la monogamia, también la indisolubilidad está contenida en la
comparación profética entre la alianza de Yavè con Israel y la alianza
matrimonial. El profeta Malaquías lo expresa claramente: “No traicionarás a la
esposa de tu juventud... siendo así que ella era tu compañera y la mujer de tu alianza”
(cfr Mal 2,14-15).
En particular, las
controversias con los fariseos fueron para el Señor una ocasión para ocuparse
del tema. Jesús se distancia expresamente de la práctica veterotestamentaria
del divorcio, que Moisés había permitido a causa de la “dureza de corazón” de
los hombres y se remite a la voluntad originaria de Dios: “Desde el comienzo de
la creación, Dios los hizo varón y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y
a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos,
sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre” (Mc
10,5-9, cfr Mt 19; Lc 16,18). La
Iglesia católica siempre se ha remitido, en la enseñanza y en
la praxis, a estas palabras del Señor sobre la indisolubilidad del matrimonio.
El pacto que une íntima y recíprocamente a los conyugues entre sí, ha sido
establecido por Dios. Designa una realidad que proviene de Dios y que, por
tanto, ya no está a disposición de los hombres.
Algunos exégetas
sostienen hoy que estas palabras de Jesús habrían sido aplicadas, ya en tiempos
apostólicos, con una cierta flexibilidad, concretamente con respecto a la
porneia/fornicación (cfr Mt 5,32; 19,9) y a la separación entre un cristiano y
su cónyuge no cristiano (cfr 1Cor 7,12-15). En el campo exegético, las
cláusulas sobre la fornicación fueron objeto de discusión controvertida, desde
el comienzo. Muchos están convencidos que no se trataría de excepciones a la
indisolubilidad, sino de vínculos matrimoniales inválidos. De todos modos, la Iglesia no puede fundar su
doctrina y praxis sobre hipótesis exegéticas debatidas. Ella debe atenerse a la
clara enseñanza de Cristo.
Pablo establece la
prohibición del divorcio como un deseo expreso de Cristo: “A los casados, en
cambio, les ordeno –y esto no es mandamiento mío, sino del Señor– que la esposa
no se separe de su marido. Si se separa, que no vuelva a casarse, o que se
reconcilie con su esposo. Y que tampoco el marido abandone a su mujer” (1Cor
7,10-11). Al mismo tiempo, permite en razón de su propia autoridad, que un no
cristiano pueda separarse de su cónyuge, si se ha convertido al cristianismo.
En este caso, el cristiano “no queda obligado” a permanecer soltero (1Cor 7,
12-16). A partir de esta posición, la Iglesia reconoce que sólo el matrimonio entre un
hombre y una mujer bautizados es un sacramento en sentido real, y que sólo a
éstos se aplica la indisolubilidad en modo incondicional. El matrimonio de no
bautizados, si bien está orientado a la indisolubilidad, bajo ciertas
circunstancias –a causa de bienes más altos– puede ser disuelto (Privilegium
Paulinum). No se trata aquí, por tanto, de una excepción a las palabras del
Señor. La indisolubilidad del matrimonio sacramental, es decir de éste en el
ámbito del misterio cristiano, permanece intacta.
El testimonio de la Tradición de la Iglesia
Los Padre de la Iglesia y los Concilios
constituyen un importante testimonio para el desarrollo de la posición
eclesiástica. Según los Padres, las instrucciones bíblicas son vinculantes.
Éstos rechazan las leyes estatales sobre el divorcio por ser incompatibles con
las exigencias de Jesús. La
Iglesia de los Padres, en obediencia al Evangelio, rechazó el
divorcio y un segundo matrimonio. En este punto, el testimonio de los Padres es
inequivocable.
En la época
patrística, los creyentes separados que se habían vuelto a casar civilmente no
eran readmitidos oficialmente a los sacramentos, aún cuando hubiesen pasado por
un periodo de penitencia. Algunos textos patrísticos, es cierto, permiten
reconocer abusos, que no siempre fueron rechazados con rigor y que, en
ocasiones, se buscaron soluciones pastorales para rarísimo casos-límites.
Más tarde, en algunas
regiones, sobre todo a causa de la creciente interdependencia entre el Estado y
la Iglesia ,
se llegó a compromisos mayores. En Oriente este desarrollo prosiguió su curso y
condujo, especialmente después de la separación de la Cathedra Petri , a
una praxis cada vez más liberal. Hoy existe en las iglesias ortodoxas una
multitud de causas para el divorcio, que en su mayoría son justificados
mediante la referencia a la
Oikonomia , la indulgencia pastoral en casos particularmente
difíciles, y abren el camino a un segundo o tercer matrimonio con carácter
penitencial. Esta práctica no es coherente con la voluntad de Dios, tal como se
expresa en las palabras de Jesús sobre la indisolubilidad del matrimonio, y
representa una dificultad significativa para el ecumenismo.
En Occidente, la Reforma Gregoriana
se opuso a la tendencia liberalizadora y retornó a la interpretación originaria
de la Escritura
y de los Padres. La
Iglesia Católica ha defendido la absoluta indisolubilidad del
matrimonio también al precio de grandes sacrificios y sufrimientos. El cisma de
la “Iglesia de Inglaterra” separada del sucesor de Pedro, tuvo lugar no con
motivo de diferencias doctrinales, sino porque el Papa, en obediencia a las
palabras de Jesús, no podía ceder a la presión del rey Enrique VIII para
disolver su matrimonio.
El Concilio de Trento
confirmó la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio sacramental y explicó
que ésta corresponde a la enseñanza del Evangelio (cfr DH 1807). En ocasiones,
se sostiene que la Iglesia
toleró de hecho la praxis oriental. Esto no corresponde a la verdad. Los
canonistas hablaron reiteradamente de una práctica abusiva, y existen
testimonios de grupos de cristianos ortodoxos, que, convertidos al catolicismo,
tuvieron que firmar una confesión de fe con una expresa referencia a la
imposibilidad de un segundo o un tercer matrimonio.
El Concilio Vaticano
II, en la
Constitución Pastoral Gaudium et Spes, sobre “la Iglesia en el mundo de
hoy”, ha enseñado una doctrina teológica y espiritualmente profunda sobre el
matrimonio. Ella sostiene de forma clara su indisolubilidad. El matrimonio se
entiende como una comunidad integral, corpóreo-espiritual, de vida y amor entre
un hombre y una mujer, que recíprocamente se entregan y reciben como personas.
Mediante el acto personal y libre del consentimiento recíproco, se funda por
derecho divino una institución estable ordenada al bien de los conyugues y de
la prole, e independiente del arbitrio del hombre: “Esta íntima unión, como
mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena
fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad” (n. 48). A través del
sacramento, Dios concede a los conyugues
una gracia especial: “Porque así como Dios antiguamente se adelantó a
unirse a su pueblo por una alianza de amor y de fidelidad, así ahora el
Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los esposos
cristianos por medio del sacramento del matrimonio. Además, permanece con ellos
para que los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad,
como El mismo amó a la Iglesia
y se entregó por ella” (idem). Mediante el sacramento, la indisolubilidad del
matrimonio contiene un significado nuevo y más profundo: Llega a ser una imagen
del amor de Dios hacia su pueblo y de la irrevocable fidelidad de Cristo a su
Iglesia.
El matrimonio como
sacramento se puede entender y vivir sólo en el contexto del misterio de
Cristo. Cuando el matrimonio se seculariza o se contempla como una realidad
meramente natural, queda impedido el acceso a su sacramentalidad. El matrimonio
sacramental pertenece al orden de la gracia y, en definitiva, está integrado en
la comunidad de amor de Cristo con su Iglesia. Los cristianos están llamados a
vivir su matrimonio en el horizonte escatológico de la llegada del Reino de
Dios en Jesucristo, Verbo de Dios encarnado.
El testimonio del
Magisterio en épocas recientes
Con el texto, aún hoy
fundamental, de la
Exhortación Apostólica Familiaris consortio, publicado por
Juan Pablo II el 22 de noviembre de 1981, después del Sínodo de Obispos sobre
la familia cristiana en el mundo de hoy, se confirma expresamente la enseñanza
dogmática de la Iglesia
sobre el matrimonio. Desde el punto de vista pastoral, la Exhortación
postsinodal se ocupa también de la atención de los fieles vueltos a casar con
rito civil, pero que están aún vinculados entre sí por un matrimonio
eclesiástico válido. El Papa manifiesta por tales fieles un alto grado de
preocupación y de afecto. El n. 84 (“Divorciados vueltos a casar”) contiene las
siguientes afirmaciones fundamentales:
1. Los pastores que
tienen cura de ánimas, están obligados por amor a la verdad “a discernir bien
las situaciones”. No es posible evaluar todo y a todos de la misma manera.
2. Los pastores y las
comunidades están obligados a ayudar con solicita caridad a los fieles
interesados. También ellos pertenecen a la Iglesia , tienen derecho a la atención pastoral y
deben tomar parte en la vida de la
Iglesia.
3. Sin embargo, no se
les puede conceder el acceso a la Eucaristía. Al respecto se adopta un doble
motivo:
a) “Su estado y
situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia , significada y
actualizada en la
Eucaristía ”;
b) “Si se admitieran
estas personas a la
Eucaristía , los fieles serían inducidos a error y confusión
acerca de la doctrina de la
Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio”. Una
reconciliación a través del sacramento de la penitencia, que abre el camino
hacia la comunión eucarística, únicamente es posible mediante el
arrepentimiento acerca de lo acontecido y “la disposición a una forma de vida
que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio”. Esto significa,
concretamente, que cuando por motivos serios la nueva unión no puede
interrumpirse, por ejemplo a causa de la educación de los hijos, el hombre y la
mujer deben “obligarse a vivir una continencia plena”.
4. A los pastores se
les prohíbe expresamente, por motivos teológico sacramentales y no meramente
legales, efectuar “ceremonias de cualquier tipo” para los divorciados vueltos a
casar”, mientras subsista la validez del primer matrimonio.
La carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre la recepción de la
comunión eucarística por parte de los fieles divorciados que se han vuelto a
casar, del 14 de septiembre de 1994, ha confirmado que la praxis de la Iglesia , frente a esta
pregunta, “no puede ser modificada basándose en las diferentes situaciones”
(n.5). Además, se aclara que los fieles afectados no deben acercarse a recibir
la sagrada comunión basándose en sus propias convicciones de conciencia: “En el
caso de que él lo juzgara posible, los pastores y los confesores (…), tienen el
grave deber de advertirle que dicho juicio de conciencia está reñido
abiertamente con la doctrina de la
Iglesia ” (n. 6). Si existen dudas acerca de la validez de un
matrimonio fracasado, éstas deberán ser examinadas por el tribunal matrimonial
competente (cfr n. 9). Sigue siendo de fundamental importancia obrar “con
solícita caridad [para] hacer todo aquello que pueda fortalecer en el amor de
Cristo y de la Iglesia
a los fieles que se encuentran en situación matrimonial irregular. Sólo así
será posible para ellos acoger plenamente el mensaje del matrimonio cristiano y
soportar en la fe los sufrimientos de su situación. En la acción pastoral se
deberá cumplir toda clase de esfuerzos para que se comprenda bien que no se
trata de discriminación alguna, sino únicamente de fidelidad absoluta a la
voluntad de Cristo que restableció y nos confió de nuevo la indisolubilidad del
matrimonio como don del Creador” (n. 10).
En la Exhortación Apostólica
Postsinodal Sacramentum caritatis, del 22 de febrero de 2007, Benedicto XVI
retoma y da nuevo impulso al trabajo del anterior Sínodo de Obispos sobre la Eucaristía. El n.
29 del documento trata acerca de la situación de los fieles divorciados y
vueltos a casar. También para Benedicto XVI se trata aquí de “un problema
pastoral difícil y complejo”. Reitera “la praxis de la Iglesia , fundada en la Sagrada Escritura
(cfr Mc 10,2-12), de no admitir a los sacramentos a los divorciados casados de
nuevo”, pero también exhorta a los pastores a dedicar “una especial atención” a
los afectados, “con el deseo de que, dentro de lo posible, cultiven un estilo
de vida cristiano mediante la participación en la santa Misa, aunque sin
comulgar, la escucha de la
Palabra de Dios, la Adoración eucarística, la oración, la
participación en la vida comunitaria, el diálogo con un sacerdote de confianza
o un director espiritual, la entrega a obras de caridad, de penitencia, y la
tarea de educar a los hijos”. Cuando existen dudas sobre la validez de un
matrimonio anterior fracasado, éstas deberán ser examinadas por los tribunales
matrimoniales competentes.
La mentalidad actual
contradice la comprensión cristiana del matrimonio especialmente en lo relativo
a la indisolubilidad y la apertura a la vida. Puesto que muchos cristianos
están influido por este contexto cultural, en nuestros días, los matrimonios
están más expuestos a la invalidez que en el pasado. En efecto, falta la
voluntad de casarse según el sentido de la doctrina matrimonial católica y se
ha reducido la pertenencia a un contexto vital de fe. Por esto, la comprobación
de la validez del matrimonio es importante y puede conducir a una solución de
estos problemas. Cuando la nulidad del matrimonio no puede demostrarse, la
absolución y la comunión eucarística presuponen, de acuerdo con la probada
praxis eclesial, una vida en común “como amigos, como hermano y hermana”. Las
bendiciones de estas uniones irregulares, “para que no surjan confusiones entre
los fieles sobre el valor del matrimonio, se deben evitar”. La bendición
(bene-dictio: aprobacion por parte de Dios) de una relación que se opone a la
voluntad del Señor es una contradicción en sí misma.
En su homilía para el
VII Encuentro Mundial de las Familias en Milán, el 3 de junio de 2012,
Benedicto XVI habló una vez más de este doloroso problema: “Quisiera dirigir
unas palabras también a los fieles que, aun compartiendo las enseñanzas de la Iglesia sobre la familia,
están marcados por las experiencias dolorosas del fracaso y la separación.
Sabed que el Papa y la Iglesia
os sostienen en vuestra dificultad. Os animo a permanecer unidos a vuestras
comunidades, al mismo tiempo que espero que las diócesis pongan en marcha
adecuadas iniciativas de acogida y cercanía”.
El último Sínodo de
Obispos sobre “La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana”
(7-28 de octubre de 2012), ha vuelto a ocuparse de la situación de los fieles
que tras el fracaso de una comunidad de vida matrimonial (no el fracaso del
matrimonio como tal, que permanece en cuanto sacramento), han establecido una
nueva unión y conviven sin el vínculo sacramental del matrimonio. En el mensaje
conclusivo, los Padres sinodales se dirigieron a ellos con las siguientes
palabras: “A todos ellos les queremos decir que el amor de Dios no abandona a
nadie, que también la Iglesia
los ama y es una casa acogedora con todos, que siguen siendo miembros de la Iglesia , aunque no puedan
recibir la absolución sacramental ni la Eucaristía. Que
las comunidades católicas estén abiertas a acompañar a cuantos viven estas
situaciones y favorezcan caminos de conversión y de reconciliación”.
Consideraciones
antropológicas y teológico-sacramentales
La doctrina sobre la
indisolubilidad del matrimonio encuentra con frecuencia incomprensiones en un
ambiente secularizado. Allí donde las ideas fundamentales de la fe cristiana se
han perdido, la mera pertenencia convencional a la Iglesia no está en
condiciones de sostener decisiones de vida relevantes ni de ofrecer un apoyo en
las crisis tanto del estado matrimonial como del sacerdotal y la vida
consagrada. Muchos se preguntan: ¿Cómo podré comprometerme para toda la vida
con una única mujer o un único hombre? ¿Quién me puede decir cómo estará mi
matrimonio en diez, veinte, treinta o cuarenta años? Por otra parte, ¿es
posible una unión de carácter definitivo a una única persona? La gran cantidad
de uniones matrimoniales que hoy se rompen refuerzan el escepticismo de los
jóvenes sobre las decisiones que comprometan la propia vida para siempre.
Por otra parte, el
ideal de la fidelidad entre un hombre y una mujer, fundado en el orden de la
creación, no ha perdido nada de su atractivo, como lo revelan recientes
encuestas dirigidas a gente joven. La mayoría de los jóvenes anhela una
relación estable y duradera, tal como corresponde a la naturaleza espiritual y
moral del hombre. Además, se debe recordar el valor antropológico del
matrimonio indisoluble, que libera a los cónyuges de la arbitrariedad y de la
tiranía de sentimientos y estados de ánimo, y les ayuda a sobrellevar las
dificultades personales y a vencer las experiencias dolorosas. En particular,
protege a los niños, que, por lo general, son los que más sufren con la ruptura
del matrimonio.
El amor es más que un
sentimiento o instinto. En su esencia, el amor es entrega. En el amor
matrimonial, dos personas se dicen consciente y voluntariamente: sólo tú, y
para siempre. A las palabras del Señor: “Lo que Dios ha unido” corresponde la
promesa de los esposos: “Yo te acepto como mi marido… Yo te acepto como mi
mujer… Quiero amarte, cuidarte y honrarte toda mi vida, hasta que la muerte nos
separe”. El sacerdote bendice la alianza que los esposos han sellado entre si
ante la presencia de Dios. Quien se pregunte si el vínculo matrimonial tiene
una naturaleza ontológica, déjese instruir por las palabras del Señor: “Al
principio, el Creador los hizo varón y mujer, y que dijo: Por esto dejará el
hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola
carne. Así, pues, ya no son dos, sino una sola carne” (Mt 19, 4-6).
Para los cristianos
rige el hecho de que el matrimonio entre bautizados –por tanto, incorporados al
cuerpo de Cristo–, tiene una dimensión sacramental y representa así una
realidad sobrenatural. Uno de los más serios problemas pastorales está
constituido por el hecho de que algunos juzgan el matrimonio exclusivamente con
criterios mundanos y pragmáticos. Quien piensa según “el espíritu del mundo”
(1Cor 2,12) no puede comprender la sacramentalidad del matrimonio. La Iglesia no puede responder
a la creciente incomprensión sobre la santidad del matrimonio con una
adaptación pragmática ante lo presuntamente inexorable, sino sólo mediante la
confianza en “el Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos los dones que
Dios nos ha concedido” (1Cor 2,12). El matrimonio sacramental es un testimonio
de la potencia de la gracia que transforma al hombre y prepara a toda la Iglesia para la ciudad
santa, la nueva Jerusalén, la
Iglesia misma, preparada “como una novia que se engalana para
su esposo” (Ap 21,2). El evangelio de la santidad del matrimonio se anuncia con
audacia profética. Un profeta tibio busca su propia salvación en la adaptación
al espíritu de los tiempos, pero no la salvación del mundo en Jesucristo. La
fidelidad a las promesas del matrimonio es un signo profético de la salvación
que Dios dona al mundo: “Quien sea capaz de entender, que entienda” (Mt 19,12).
Mediante la gracia sacramental, el amor conyugal es purificado, fortalecido e
incrementado. “Este amor, ratificado por la mutua fidelidad y, sobre todo, por
el sacramento de Cristo, es indisolublemente fiel, en cuerpo y mente, en la
prosperidad y en la adversidad, y, por tanto, queda excluido de él todo
adulterio y divorcio” (Gaudium et spes, n. 49). Los esposos, en virtud del
sacramento del matrimonio, participan en el definitivo e irrevocable amor de
Dios. Por esto, pueden ser testigos del fiel amor de Dios, nutriendo
permanentemente su amor a través de una vida de fe y de caridad.
Los pastores saben
que existen ciertamente situaciones en
que la convivencia matrimonial, por motivos graves, se torna prácticamente
imposible, por ejemplo, a causa de violencia sicológica o física. En estas
situaciones dolorosas la
Iglesia ha siempre permitido que los conyugues se separaran.
Sin embargo, se debe precisar que el vínculo conyugal del matrimonio
válidamente celebrado se mantiene intacto ante Dios, y sus integrantes no son libres
para contraer un nuevo matrimonio mientras el otro cónyuge permanece con vida.
Los pastores y las comunidades cristianas se deben por lo tanto comprometer en
promover caminos de reconciliación, también en estas situaciones, o bien,
cuando no sea posible, ayudar a las personas afectadas a superar en la fe su
difícil situación.
Comentarios teológico
morales
Cada vez con más
frecuencia se sugiere que la decisión de acercarse o no a la comunión eucarística por parte de los
divorciados vueltos a casar debería dejarse a la iniciativa de la conciencia
personal. Este argumento, al que subyace un concepto problemático de
“conciencia”, ya fue rechazado en la carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe de 1994. Desde luego, los
fieles deben examinar su conciencia en cada celebración eucarística para ver si
es posible recibir la sagrada comunión, a la que siempre se opone un pecado
grave no confesado. Los fieles tienen el deber de formar su conciencia y de
orientarla a la verdad. Para esto, deben prestar obediencia a la voz del
Magisterio de la Iglesia
que ayuda “a no desviarse de la verdad sobre el bien del hombre, sino a
alcanzar con seguridad, especialmente en las cuestiones más difíciles, la
verdad y a mantenerse en ella” (Juan Pablo II, Encíclica Veritatis splendor, n.
64).
Cuando los
divorciados vueltos a casar están en conciencia convencidos de que su
matrimonio anterior no era válido, tal hecho se deberá comprobarse
objetivamente, a través de la autoridad judicial competente en materia
matrimonial. El matrimonio no es incumbencia exclusiva de los conyugues delante
de Dios, sino que, siendo una realidad de la Iglesia , es un sacramento, respecto del cual no
toca al individuo decidir su validez, sino a la Iglesia , en la que él se
encuentra incorporado mediante la fe y el Bautismo. “Si el matrimonio
precedente de unos fieles divorciados y vueltos a casar era válido, en ninguna
circunstancia su nueva unión puede considerarse conformé al derecho; por tanto,
por motivos intrínsecos, es imposible que reciban los Sacramentos. La
conciencia de cada uno está vinculada, sin excepción, a esta norma” (Card.
Joseph Ratzinger, “A propósito de algunas objeciones contra la doctrina de la Iglesia sobre de la
recepción de la Comunión
eucarística por parte de los fieles divorciados y vueltos a casar”, 30 de
Noviembre de 2011, http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_19980101_ratzinger-comm-divorced_sp.html),
Igualmente, la
doctrina de la epikeia, según la cual, una ley vale en términos generales, pero
la acción humana no siempre corresponde totalmente a ella, no puede ser
aplicada aquí, puesto que en el caso de la indisolubilidad del matrimonio
sacramental se trata de una norma divina que la Iglesia no tiene autoridad
para cambiar. Ésta tiene, sin embargo, en la línea del Privilegium Paulinum, la
potestad para esclarecer qué condiciones se deben cumplir para que surja el
matrimonio indisoluble según las disposiciones de Jesús. Reconociendo esto,
ella ha establecido impedimentos matrimoniales, reconocido causas para la
nulidad del matrimonio, y ha desarrollado un detallado procedimiento.
Otra tendencia a
favor de la admisión de los divorciados vueltos a casar a los sacramentos es la
que invoca el argumento de la misericordia. Puesto que Jesús mismo se
solidarizó con las personas que sufren, dándoles su amor misericordioso, la
misericordia sería por lo tanto un signo especial del auténtico seguimiento de
Cristo. Esto es cierto, sin embargo, no es suficiente como argumento
teológico-sacramental, puesto que todo el orden sacramental es obra de la
misericordia divina y no puede ser revocado invocando el mismo principio que lo
sostiene. Además, mediante una invocación objetivamente falsa de la
misericordia divina se corre el peligro de banalizar la imagen de Dios, según
la cual Dios no podría más que perdonar. Al misterio de Dios pertenece el hecho
de que junto a la misericordia están también la santidad y la justicia. Si se
esconden estos atributos de Dios y no se toma en serio la realidad del
pecado, tampoco se puede hacer plausible
a los hombres su misericordia. Jesús recibió a la mujer adúltera con gran
compasión, pero también le dijo: “vete y desde ahora no peques más” (Jn 8,11).
La misericordia de Dios no es una dispensa de los mandamientos de Dios y de las
disposiciones de la
Iglesia. Mejor dicho, ella concede la fuerza de la gracia
para su cumplimiento, para levantarse después de una caída y para llevar una
vida de perfección de acuerdo a la imagen del Padre celestial.
La solicitud pastoral
Aunque por su propia
naturaleza no sea posible admitir a los sacramentos a las personas divorciadas
y vueltas a casar, tanto más son necesarios los esfuerzos pastorales hacia
estos fieles. Pero se debe tener en cuenta que tales esfuerzos tienen que
mantenerse dentro del marco de la
Revelación y de los presupuestos de la doctrina de la Iglesia. El camino
señalado por la Iglesia
para estas personas no es simple. Sin embargo, ellas deben saber y sentir que la Iglesia , como comunidad de
salvación, les acompaña en su camino. Cuando los cónyuges se esfuerzan por
comprender la praxis de la
Iglesia y se abstienen de la comunión, ellos ofrecen a su
modo un testimonio a favor de la indisolubilidad del matrimonio.
La solicitud por los
divorciados vueltos a casar no se debe reducir a la cuestión sobre la posibilidad de recibir la comunión
sacramental. Se trata de una pastoral global que procura estar a la altura de
las diversas situaciones. Es importante al respecto señalar que además de la
comunión sacramental existen otras formas de comunión con Dios. La unión con
Dios se alcanza cuando el creyente se dirige a Él con fe, esperanza y amor, en
el arrepentimiento y la oración. Dios puede conceder su cercanía y su salvación
a los hombres por diversos caminos, aún cuando se encuentran en una situación
de vida contradictoria. Como ininterrumpidamente subrayan los recientes
documentos del Magisterio, los pastores y las comunidades cristianas están
llamados a acoger abierta y cordialmente a los hombres en situaciones irregulares,
a permanecer a su lado con empatía, procurando ayudarles, y dejándoles sentir
el amor del Buen Pastor. Una pastoral fundada en la verdad y en el amor
encontrará siempre y de nuevo los caminos legítimos por recorrer y formas más
justa para actuar.
S.E. Mons .
Gerhard L. Müller
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