Ilustre Señor Presidente federal,
Señor Presidente de los Ministros,
Señor Alcalde,
Ilustres Señoras y Señores,
Queridos hermanos en el ministerio episcopal y sacerdotal:
Me alegra tener este encuentro con ustedes, que están comprometidos de muchas maneras con la Iglesia y la sociedad. Esto me ofrece una ocasión de agradecerles personalmente y de todo corazón su servicio y testimonio como "valerosos pregoneros de la fe y de las cosas que esperamos" (Lumen gentium, 35), como el Concilio Vaticano II define a las personas que, en virtud de la fe, se preocupan como vosotros por el presente y el futuro. En sus ambientes de trabajo, defienden de buen grado la causa de su fe y de la Iglesia, algo que --como sabemos-- no siempre es fácil en estos momentos.
Desde hace decenios, asistimos a una disminución de la práctica religiosa, constatamos un creciente distanciamiento de una notable parte de los bautizados de la vida de la Iglesia. Surge, pues, la pregunta: ¿Acaso no debe cambiar la Iglesia? ¿No debe, tal vez, adaptarse al tiempo presente en sus oficios y estructuras, para llegar a las personas de hoy que se encuentran en búsqueda o que experimentan dudas?
A la beata Madre Teresa le preguntaron una vez cuál sería, según ella, lo primero que se debería cambiar en la Iglesia. Su respuesta fue: usted y yo.
Este episodio pone de relieve dos cosas: por un lado, la religiosa quiere decir a su interlocutor que la Iglesia no son sólo los demás, la jerarquía, el Papa y los obispos; la Iglesia somos todos nosotros, los bautizados. Por otro lado, parte del presupuesto de que efectivamente hay motivo para un cambio, de que existe esa necesidad. Cada cristiano y la comunidad de los creyentes están llamados a una conversión continua.
¿Cómo debe conformarse concretamente este cambio? ¿Se trata tal vez de una renovación como la que realiza, por ejemplo, un propietario al reparar o volver a pintar su edificio? ¿O acaso se trata de una corrección, para retomar el rumbo y recorrer de modo más directo y expeditivo el camino? Ciertamente, estos y otros aspectos tienen importancia y aquí no podemos afrontarlos todos. Pero por lo que respecta a la Iglesia, el motivo fundamental del cambio es la misión apostólica de los discípulos y de la Iglesia misma.
En efecto, la Iglesia debe verificar constantemente su fidelidad a esta misión. Los tres Evangelios sinópticos enfocan distintos aspectos del envío a la misión: ésta se basa en una experiencia personal: "Vosotros soy testigos" (Lc 24, 48); se expresa en relaciones: "Haced discípulos a todos los pueblos" (Mt 28, 19); trasmite un mensaje universal: "Proclamad el Evangelio a toda la creación" (Mc 16, 15). Sin embargo, a causa de las pretensiones y de los condicionamientos del mundo, el testimonio viene repetidamente ofuscado, alienadas las relaciones y relativizado el mensaje. Si después la Iglesia, como dice el Papa Pablo VI, "trata de adaptarse a aquel modelo que Cristo le propone, es necesario que ella se diferencie profundamente del ambiente humano en el cual vive y al cual se aproxima" (Carta encíclica Ecclesiam suam, 24). Para cumplir su misión, ella tomará continuamente las distancias de su entorno, debe en cierta medida ser desmundanizada.
La misión de la Iglesia deriva ciertamente del misterio del Dios uno y trino, del misterio de su amor creador. El amor no está presente en Dios de un modo cualquiera: Él mismo, por su naturaleza, es amor. Y el amor de Dios no quiere quedarse en sí mismo, sino que según su naturaleza quiere difundirse. En la Encarnación y en el sacrificio del Hijo de Dios, ese amor ha abarcado a la humanidad --es decir, a nosotros-- de modo particular. Por así decir, el Hijo ha salido de la esfera de su ser Dios, se ha hecho carne y se ha hecho hombre no sólo para confirmar el mundo en su ser terreno, sino también para ser un acompañante suyo que no lo deja totalmente intacto, sino que lo transforma. Del evento cristológico forma parte algo incomprensible, pues --como dicen los Padres de la Iglesia-- implica un commercium, un intercambio entre Dios y los hombres. Los Padres lo explican así: nosotros no tenemos nada que pudiéramos dar a Dios, sólo podemos presentarle nuestro pecado. Y Él lo acoge, lo asume, y a cambio se nos da a sí mismo y su gloria. Se trata de un intercambio verdaderamente desigual, que se cumple en la vida y en la pasión de Cristo. Él se hace pecador, carga con el pecado, asume lo que es nuestro y nos da lo que es suyo. Pero en el desarrollo del pensamiento y de la vida a la luz de la fe, más tarde, se ha hecho evidente que no sólo le damos el pecado, sino que Él nos ha dado una facultad: desde lo íntimo nos da la fuerza para darle también algo positivo, nuestro amor, para darle la humanidad en sentido positivo. Está claro que sólo gracias a la generosidad de Dios, el hombre, el mendigo, que recibe la riqueza divina, puede también dar algo a Dios; Dios hace que para nosotros sea posible aceptar su don, haciéndonos capaces de convertirnos en donantes ante él.
La Iglesia debe su ser a este intercambio desigual. No posee nada propio ante Aquel que la ha fundado, de manera que no puede decir: ¡lo hemos hecho muy bien! Su razón de ser consiste en ser instrumento instrumento de redención, en dejarse penetrar por la palabra de Dios, y en introducir al mundo en la unión de amor con Dios. La Iglesia se sumerge totalmente en la atención condescendiente del Redentor hacia los hombres. Cuando es verdaderamente ella misma, siempre está en movimiento, tiene que ponerse constantemente al servicio de la misión que ha recibido del Señor. Y por este motivo siempre tiene que abrirse a las preocupaciones del mundo, del que forma parte, y dedicarse a ellas sin reservas para continuar y hacer presente el intercambio sagrado que comenzó con la Encarnación.
En el desarrollo histórico de la Iglesia también se manifiesta, sin embargo, una tendencia contraria, la de una Iglesia satisfecha consigo misma, que se acomoda a este mundo, se hace autosuficiente y se adapta a los criterios del mundo. Con frecuencia, de este modo da una importancia mayor a la organización y a la institucionalización que a su vocación a ser abierta hacia Dios y a abrir el mundo al prójimo.
Para corresponder a su verdadera tarea, la Iglesia debe una y otra vez hacer el esfuerzo por separarse de su propia secularización y abrirse nuevamente a Dios. De este modo, sigue las palabras de Jesús: "No sois del mundo, como tampoco yo soy del mundo" (Jn 17,16), y de este modo Él se entrega al mundo. En un cierto sentido, la historia sale en ayuda de la Iglesia a través de distintas épocas de secularización, que han contribuido en modo esencial a su purificación y reforma interior.
En efecto, las secularizaciones –sea que consistan en expropiaciones de bienes de la Iglesia o en cancelación de privilegios o cosas similares– se ha convertido siempre en una profunda liberación para la Iglesia de aspectos mundanos: se despoja por así decir de su riqueza terrena y vuelve a abrazar plenamente su pobreza terrena. De este modo, la Iglesia comparte el destino de la tribu de Leví que, según el Antiguo Testamento, era la única tribu de Israel que no poseía un patrimonio terreno, sino que, como herencia, le había tocado exclusivamente al mismo Dios, su palabra y sus signos. Con esta tribu, la Iglesia compartía en cada momento histórico la exigencia de una pobreza que se abría al mundo para separarse de su vínculos materiales y así su actuación misionera volvía a ser creíble.
Los ejemplos históricos muestran que el testimonio misionero de la Iglesia "desmundanizada" resulta más claro. Liberada de su fardo material y político, la Iglesia puede dedicarse al mundo entero de una manera mejor y verdaderamente cristiana, puede verdaderamente estar abierta al mundo. Puede vivir nuevamente con más soltura su llamada al ministerio de la adoración a Dios y al servicio del prójimo. La tarea misionera, que va unida a la adoración cristiana y debería determinar la estructura de la Iglesia, se hace más claramente visible. La Iglesia se abre al mundo, no para obtener la adhesión de los hombres a una institución con sus propias pretensiones de poder, sino más bien para hacerles entrar en sí mismos y conducirlos así a Aquel del que toda persona puede decir, con san Agustín: Él es más íntimo a mí que yo mismo (cf. Conf. 3, 6, 11). Él, que está infinitamente por encima de mí, está de tal manera en mí que es mi verdadera interioridad. Mediante este estilo de apertura al mundo propio de la Iglesia, se queda al mismo tiempo diseñada la forma en la que cada cristiano puede realizar esa misma apertura de modo eficaz y adecuado.
No se trata aquí de encontrar una nueva táctica para relanzar a la Iglesia. Se trata más bien de dejar todo lo que es mera táctica y buscar la sinceridad total, que no descuida ni reprime nada de la verdad de nuestro hoy, sino que realiza plenamente la fe en el hoy, viviéndola plenamente en la sobriedad del hoy, llevándola a su plena identidad, quitando lo que sólo es fe en apariencia, y que en realidad no son más bien convenciones y costumbre.
Podemos decirlo con otras palabras: la fe cristiana es siempre para el hombre un escándalo, no sólo en nuestro tiempo. Es verdaderamente una osadía creer que el Dios eterno se preocupa de los seres humanos, que nos conoce; que el Inasequible se ha convertido en un momento dado en accesible; que el Inmortal ha sufrido y ha muerto en la cruz; que a los mortales se nos haya prometido la resurrección y la vida eterna; para nosotros los hombres.
Este escándalo, que no puede ser suprimido si no se quiere abolir el cristianismo, ha sido desgraciadamente ensombrecido recientemente por los dolorosos escándalos de los anunciadores de la fe. Se crea una situación peligrosa, cuando estos escándalos ocupan el puesto del skandalon primario de la Cruz, haciéndolo así inaccesible; es decir, cuando ocultan la verdadera exigencia cristiana detrás de la ineptitud de sus mensajeros.
Hay una razón más para pensar que ha llegado nuevamente el momento de encontrar el auténtico desapego del mundo, de extirpar valientemente lo que hay de mundano en la Iglesia. Esto no quiere decir retirarse del mundo, sino todo lo contrario. Una Iglesia aligerada de los elementos mundanos es capaz de comunicar a los hombres –tanto a los que sufren como a los que los ayudan– precisamente en el ámbito social y caritativo, la particular fuerza vital de la fe cristiana. "Para la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia" (Carta encíclica Deus caritas est, 25). También las obras caritativas de la Iglesia deben estar constantemente atentas a la exigencia de un adecuado distanciamiento del mundo para evitar que, ante un creciente alejamiento de la Iglesia, sus raíces se sequen. Sólo la profunda relación con Dios hace posible una plena atención al hombre, del mismo modo que sin una atención al prójimo se empobrece la relación con Dios.
Estar abiertos a las vicisitudes del mundo significa por tanto para la Iglesia "desmundanizada" testimoniar, según el Evangelio, con palabras y obras, aquí y ahora, el señorío del amor de Dios. Esta tarea, además, nos remite más allá del mundo presente: la vida presente, en efecto, incluye la relación con la vida eterna. Vivamos como individuos y como comunidad de la Iglesia la sencillez de un gran amor que, en el mundo, es al mismo tiempo lo más fácil y lo más difícil, porque exige nada más y nada menos que darse a sí mismo.
Queridos amigos, me queda sólo implorar para todos nosotros la bendición de Dios y la fuerza del Espíritu Santo, para que podamos, cada uno en su propio campo de acción, reconocer una y otra vez y testimoniar el amor de Dios y su misericordia. Gracias por su atención.
FRIBURGO, domingo 25 de septiembre de 2011 (ZENIT.org).-
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