CARTA ENCÍCLICA
DIUTURNUM ILLUD
DEL SUMO PONTÍFICE
LEÓN XIII
SOBRE LA AUTORIDAD POLÍTICA
29-6-1881
1. La prolongada y terrible guerra declarada contra la autoridad divina de la Iglesia ha llegado adonde tenía que llegar: a poner en peligro universal la sociedad humana y, en especial, la autoridad política, en la cual estriba fundamentalmente la salud pública. Hecho que vemos verificado sobre todo en este nuestro tiempo.
Las pasiones desordenadas del pueblo rehúsan, hoy más que nunca, todo vínculo de gobierno. Es tan grande por todas partes la licencia, son tan frecuentes las sediciones y las turbulencias, que no solamente se ha negado muchas veces a los gobernantes la obediencia, sino que ni aun siquiera les ha quedado un refugio seguro de salvación. Se ha procurado durante mucho tiempo que los gobernantes caigan en el desprecio y odio de las muchedumbres, y, al aparecer las llamas de la envidia preconcebida, en un pequeño intervalo de tiempo la vida de los príncipes más poderosos ha sido buscada muchas veces hasta la muerte con asechanzas ocultas o con manifiestos atentados. Toda Europa ha quedado horrorizada hace muy poco al conocer el nefando asesinato de un poderoso emperador. Atónitos todavía los ánimos por la magnitud de semejante delito, no reparan, sin embargo, ciertos hombres desvergonzados, en lanzar a cada paso amenazas terroristas contra los demás reyes de Europa.
2. Estos grandes peligros públicos, que están a la vista, nos causan una grave preocupación al ver en peligro casi a todas horas la seguridad de los príncipes, la tranquilidad de los Estados y la salvación de los pueblos. Y, sin embargo, la virtud divina de la religión cristiana engendró los egregios fundamentos de la estabilidad y el orden de los Estados desde el momento en que penetró en las costumbres e instituciones de las ciudades. No es el más pequeño y último fruto de esta virtud el justo y sabio equilibrio de derechos y deberes entre los príncipes y los pueblos. Porque los preceptos y ejemplos de Cristo Señor nuestro poseen una fuerza admirable para contener en su deber tanto a 1os que obedecen como a los que mandan y para conservar entre unos y otros la unión y concierto de voluntades, que es plenamente conforme con la naturaleza y de la que nace el tranquilo e imperturbado curso de los asuntos públicos. Por esto, habiendo sido puestos por la gracia de Dios al frente de la Iglesia católica como custodio e intérprete de la doctrina de Cristo, Nos juzgamos, venerables hermanos, que es incumbencia de nuestra autoridad recordar públicamente qué es lo que de cada uno exige la verdad católica en esta clase de deberes. De esta exposición brotará también el camino y la manera con que en tan deplorable estado de cosas debe atenderse a la seguridad pública.
I. DOCTRINA CATÓLICA
SOBRE EL ORIGEN DE LA AUTORIDAD
Necesidad de la autoridad
3. Aunque el hombre, arrastrado por un arrogante espíritu de rebelión, intenta muchas veces sacudir los frenos de la autoridad, sin embargo, nunca ha podido lograr la liberación de toda obediencia. La necesidad obliga a que haya algunos que manden en toda reunión y comunidad de hombres, para que la sociedad, destituida de principio o cabeza rectora, no desaparezca y se vea privada de alcanzar el fin para el que nació y fue constituida. Pero si bien no ha podido lograrse la destrucción total de la autoridad política en los Estados, se ha querido, sin embargo, emplear todas las artes y medios posibles para debilitar su fuerza y disminuir su majestad. Esto sucedió principalmente en el siglo XVI, cuando una perniciosa novedad de opiniones sedujo a muchos. A partir de aquel tiempo, la sociedad pretendió no sólo que se le diese una libertad más amplia de lo justo, sino que también quiso modelar a su arbitrio el origen y la constitución de la sociedad civil de los hombres. Pero hay más todavía. Muchos de nuestros contemporáneos, siguiendo las huellas de aquellos que en el siglo pasado se dieron a sí mismos el nombre de filósofos, afirman que todo poder viene del pueblo. Por lo cual, los que ejercen el poder no lo ejercen como cosa propia, sino como mandato o delegación del pueblo, y de tal manera, que tiene rango de ley la afirmación de que la misma voluntad popular que entregó el poder puede revocarlo a su antojo. Muy diferente es en este punto la doctrina católica, que pone en Dios, como un principio natural y necesario, el origen del poder político.
4. Es importante advertir en este punto que los que han de gobernar los Estados pueden ser elegidos, en determinadas circunstancias, por la voluntad y juicio de la multitud, sin que la doctrina católica se oponga o contradiga esta elección. Con esta elección se designa el gobernante, pero no se confieren los derechos del poder. Ni se entrega el poder como un mandato, sino que se establece la persona que lo ha de ejercer. No se trata en esta encíclica de las diferentes formas de gobierno. No hay razón para que la Iglesia desapruebe el gobierno de un solo hombre o de muchos, con tal que ese gobierno sea justo y atienda a la común utilidad. Por lo cual, salvada la justicia, no está prohibida a los pueblos la adopción de aquel sistema de gobierno que sea más apto y conveniente a su manera de ser o a las intituciones y costumbres de sus mayores.
El poder viene de Dios
5. Pero en lo tocante al origen del poder político, la Iglesia enseña rectamente que el poder viene de Dios. Así lo encuentra la Iglesia claramente atestiguado en las Sagradas Escrituras y en los monumentos de la antigüedad cristiana. Pero, además, no puede pensarse doctrina alguna que sea más conveniente a la razón o más conforme al bien de los gobernantes y de los pueblos.
6. Los libros del Antiguo Testamento afirman claramente en muchos lugares que la fuente verdadera de la autoridad humana está en Dios: «Por mí reinan los reyes...; por mí mandan los príncipes, y gobiernan los poderosos de la tierra»(1). Y en otra parte: «Escuchad vosotros, los que imperáis sobre las naciones..., porque el poder os fue dado por Dios y la soberanfa por el Altísimo»(2). Lo cual se contiene también en el libro del Eclesiástico: «Dios dio a cada nación un jefe»(3). Sin embargo, los hombres que habían recibido estas enseñanzas del mismo Dios fueron olvidándolas paulatinamente a causa del paganismo supersticioso, el cual, así como corrompió muchas nociones e ideas de la realidad, así también adulteró la genuina idea y la hermosura de la autoridad política. Más adelante, cuando brilló la luz del Evangelio cristiano, la vanidad cedió su puesto a la verdad, y de nuevo empezó a verse claro el principio noble y divino del que proviene toda autoridad. Cristo nuestro Señor respondió al presidente romano, que se arrogaba la potestad de absolverlo y condenarlo: «No tendrías ningún poder sobre mí si no te hubiera sido dado de lo alto»(4). Texto comentado por San Agustín, quien dice: «Aprendamos lo que dijo, que es lo mismo que enseñó por el Apóstol, a saber: que no hay autoridad sino por Dios»(5). A la doctrina y a los preceptos de Jesucristo correspondió como eco la voz incorrupta de los apóstoles. Excelsa y llena de gravedad es la sentencia de San Pablo dirigida a los romanos, sujetos al poder de los emperadores paganos: No hay autoridad sino por Dios. De la cual afirmación, como de causa, deduce la siguiente conclusión: La autoridad es ministro de Dios(6).
7. Los Padres de la Iglesia procuraron con toda diligencia afirmar y propagar esta misma doctrina, en la que habían sido enseñados. «No atribuyamos —dice San Agustín— sino a sólo Dios verdadero la potestad de dar el reino y el poder»(7). San Juan Crisóstomo reitera la misma enseñanza: «Que haya principados y que unos manden y otros sean súbditos, no sucece el acaso y temerariamente..., sino por divina sabiduría»(8). Lo mismo atestiguó San Gregorio Magno con estas palabras: «Confesamos que el poder les viene del cielo a los emperadores y reyes»(9). Los mismos santos Doctores procuraron también ilustrar estos mismos preceptos aun con la sola luz natural de la razón, de forma que deben parecer rectos y verdaderos incluso a los que no tienen otro guía que la razón.
En efecto, es la naturaleza misma, con mayor exactitud Dios, autor de la Naturaleza, quien manda que los hombres vivan en sociedad civil. Demuestran claramente esta afirmación la facultad de hablar, máxima fomentadora de la sociedad; un buen número de tendencias innatas del alma, y también muchas cosas necesarias y de gran importancia que los hombres aislados no pueden conseguir y que unidos y asociados unos con otros pueden alcanzar. Ahora bien: no puede ni existir ni concebirse una sociedad en la que no haya alguien que rija y una las voluntades de cada individuo, para que de muchos se haga una unidad y las impulse dentro de un recto orden hacia el bien común. Dios ha querido, por tanto, que en la sociedad civil haya quienes gobiernen a la multitud. Existe otro argumento muy poderoso. Los gobernantes, con cuya autoridad es administrada la república, deben obligar a los ciudadanos a la obediencia, de tal manera que el no obedecerles constituya un pecado manifiesto. Pero ningún hombre tiene en sí mismo o por sí mismo el derecho de sujetar la voluntad libre de los demás con los vínculos de este imperio. Dios, creador y gobernador de todas las cosas, es el único que tiene este poder. Y los que ejercen ese poder deben ejercerlo necesariamente como comunicado por Dios a ellos: «Uno solo es el legislador y el juez, que puede salvar y perder»(10). Lo cual se ve tambíén en toda clase de poder. Que la potestad que tienen los sacerdotes dimana de Dios es verdad tan conocida, que en todos los pueblos los sacerdotes son considerados y llamados ministros de Dios. De modo parecido, la potestad de los padres de familia tiene grabada en sí cierta efigie y forma de la autoridad que hay en Dios, «de quien procede toda familia en los cielos y en la tierra»(11). Por esto las diversas especies de poder tienen entre sí maravillosas semejanzas, ya que toda autoridad y poder, sean los que sean, derivan su origen de un solo e idéntico Creador y Señor del mundo, que es Dios.
8. Los que pretenden colocar el origen de la sociedad civil en el libre consentimiento de los hombres, poniendo en esta fuente el principio de toda autoridad política, afirman que cada hombre cedió algo de su propio derecho y que voluntariamente se entregó al poder de aquel a quien había correspondido la suma total de aquellos derechos. Pero hay aquí un gran error, que consiste en no ver lo evidente. Los hombres no constituyen una especie solitaria y errante. Los hombres gozan de libre voluntad, pero han nacido para formar una comunidad natural. Además, el pacto que predican es claramente una ficción inventada y no sirve para dar a la autoridad política la fuerza, la dignidad y la firmeza que requieren la defensa de la república y la utilidad común de los ciudadanos. La autoridad sólo tendrá esta majestad y fundamento universal si se reconoce que proviene de Dios como de fuente augusta y santísima.
II. UTILIDAD DE LA DOCTRINA CATÓLICA
ACERCA DE LA AUTORIDAD
La concepción cristiana del poder político
9. Es imposible encontrar una enseñanza más verdadera y más útil que la expuesta. Porque si el poder político de los gobernantes es una participación del poder divino, el poder político alcanza por esta misma razón una dignidad mayor que la meramente humana. No precisamente la impía y absurda dignidad pretendida por los emperadores paganos, que exigían algunas veces honores divinos, sino la dignidad verdadera y sólida, la que es recibida por un especial don de Dios. Pero además los gobernados deberán obedecer a los gobernantes como a Dios mismo, no por el temor del castigo, sino por el respeto a la majestad, no con un sentimiento de servidumbre, sino como deber de conciencia. Por lo cual, la autoridad se mantendrá en su verdadero lugar con mucha mayor firmeza. Pues, experimentando los ciudadanos la fuerza de este deber, huirán necesariamente de la maldad y la contumacia, ya que deben estar persuadidos de que los que resisten al poder político resisten a la divina voluntad, y que los que rehúsan honrar a los gobernantes rehúsan honrar al mismo Dios.
10. De acuerdo con esta doctrina, instruyó el apóstol San Pablo particularmente a los romanos. Escribió a éstos acerca de la reverencia que se debe a los supremos gobernantes, con tan gran autoridad y peso, que no parece pueda darse una orden con mayor severidad: «Todos habéis de estar sometidos a las autoridades superiores... Que no hay autoridad sino por Dios, y las que hay, por Dios han sido ordenadas, de suerte que quien resiste a la autoridad resiste a la disposición de Dios, y los que la resisten atraen sobre sí la condenación... Es preciso someterse no sólo por temor del castigo, sino por conciencia»(12). Y en esta misma línea se mueve la noble sentencia de San Pedro, Príncipe de los Apóstoles: «Por amor del Señor estad sujetos a toda autoridad humana —constituida entre vosotros—, ya al emperador, como soberano, ya a los gobernadores, como delegados suyos, para castigo de los malhechores y elogio de los buenos. Tal es la voluntad de Dios»(13).
11. Una sola causa tienen los hombres para no obedecer: cuando se les exige algo que repugna abiertamente al derecho natural o al derecho divino. Todas las cosas en las que la ley natural o la voluntad de Dios resultan violadas no pueden ser mandadas ni ejecutadas. Si, pues, sucede que el hombre se ve obligado a hacer una de dos cosas, o despreciar los mandatos de Dios, o despreciar la orden de los príncipes, hay que obedecer a Jesucristo, que manda dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios(14). A ejemplo de los apóstoles, hay que responder animosamente: «Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres»(15). Sin embargo, los que así obran no pueden ser acusados de quebrantar la obediencia debida, porque si la voluntad de los gobernantes contradice a la voluntad y las leyes de Dios, los gobernantes rebasan el campo de su poder y pervierten la justicia. Ni en este caso puede valer su autoridad, porque esta autoridad, sin la justicia, es nula.
12. Pero para que la justicia sea mantenida en el ejercicio del poder, interesa sobremanera que quienes gobiernan los Estados entiendan que el poder político no ha sido dado para el provecho de un particular y que el gobierno de la república no puede ser ejercido para utilidad de aquellos a quienes ha sido encomendado, sino para bien de los súbditos que les han sido confiados. Tomen los príncipes ejemplo de Dios óptimo máximo, de quien les ha venido la autoridad. Propónganse la imagen de Dios en la administración de la república, gobiernen al pueblo con equidad y fidelidad y mezclen la caridad paterna con la severidad necesaria. Por esta causa las Sagradas Letras avisan a los príncipes que ellos también tienen que dar cuenta algún día al Rey de los reyes y Señor de los señores. Si abandonan su deber, no podrán evitar en modo alguno la severidad de Dios. «Porque, siendo ministros de su reino, no juzgasteis rectamente... Terrible y repentina vendrá sobre vosotros, porque de los que mandan se ha de hacer severo juicio; el Señor de todos no teme de nadie ni respetará la grandeza de ninguno, porque El ha hecho al pequeño y al grande e igualmente cuida de todos; pero a los poderosos amenaza poderosa inquisición»(16).
13. Con estos preceptos que aseguran la república se quita toda ocasión y aun todo deseo de sediciones. Y quedan consolidados en lo sucesivo, al honor y la seguridad de los príncipes, la tranquilidad y la seguridad de los Estados. Queda también salvada la dignidad de los ciudadanos, a los cuales se les concede conservar, en su misma obediencia, el decoro adecuado a la excelencia del hombre. Saben muy bien que a los ojos de Dios no hay siervo ni libre, que hay un solo Señor de todos, rico para todos los que lo invocan(17), y que ellos están sujetos y obedecen a los príncipes, porque éstos son en cierto modo una imagen de Dios, a quien servir es reinar(18).
Su realización histórica
14. La Iglesia ha procurado siempre que esta concepción crístiana del poder político no sólo se imprima en los ánimos, sino que también quede expresada en la vida pública y en las costumbres de los pueblos. Mientras en el trono del Estado se sentaron los emperadores paganos, que por la superstición se veían incapacitados para alcanzar esta concepción del poder que hemos bosquejado, la Iglesia procuró inculcarla en las mentes de los pueblos, los cuales, tan pronto como aceptaban las instituciones cristianas, debían ajustar su vida a las mismas. Y así los Pastores de las almas, renovando los ejemplos del apóstol San Pablo, se consagraban, con sumo cuidado y diligencia, a predicar a los pueblos que vivan sumisos a los príncipes y a las autoridades y que los obedezcan(19). Asimismo, que orasen a Dios por todos los hombres, pero especialmente por los emperadores y por todos los constituidos en dignidad, porque esto es bueno y grato ante Dios nuestro Salvador(20). De todo lo cual los antiguos cristianos nos dejaron brillantes enseñanzas, pues siendo atormentados injusta y cruelmente por los emperadores paganos, jamás dejaron de conducirse con obediencia y con sumisión, en tales términos que parecía claramente que iban como a porfía los emperadores en la crueldad y los cristianos en la obediencia. Era tan grande esta modestia cristiana y tan cierta la voluntad de obedecer, que no pudieron ser oscurecidas por las maliciosas calumnias de los enemigos. Por lo cual, aquellos que habían de defender públicamente el cristianismo en presencia de los emperadores, demostraban principalmente con este argumento que era injusto castigar a los cristianos según las leyes, pues vivían de acuerdo con éstas a los ojos de todos, para dar ejemplo de observancia. Así hablaba Atenágoras con toda confianza a Marco Aurelio y a su hijo Lucio Aurelio Cómmodo: «Permitís que nosotros, que ningún mal hacemos, antes bien nos conducimos con toda piedad y justicia, no sólo respecto a Dios, sino también respecto al Imperio, seamos perseguidos, despojados, desterrados»(21). Del mismo modo alababa públicamente Tertuliano a los cristianos, porque eran, entre todos, los mejores y más seguros amigos del imperio: «El cristiano no es enemigo de nadie, ni del emperador, a quien, sabiendo que está constituido por Dios, debe amar, respetar, honrar y querer que se salve con todo el Imperio romano»(22). Y no dudaba en afirmar que en los confines del imperio tanto más disminuía el número de sus enemigos cuanto más crecía el de los cristianos: «Ahora tenéis pocos enemigos, porque los cristianos son mayoría, pues en casi todas las ciudades son cristianos casi todos los ciudadanos»(23). También tenemos un insigne testimonio de esta misma realidad en la Epístola a Diogneto, la cual confirma que en aquel tiempo los cristianos se habían acostumbrado no sólo a servir y obedecer las leyes, sino que satisfacían a todos sus deberes con mayor perfección que la que les exigían las leyes: «Los cristianos obedecen las leyes promulgadas y con su género de vida pasan más allá todavía de lo que las leyes mandan»(24).
15. Sin embargo, la cuestión cambiaba radicalmente cuando los edictos imperiales y las amenazas de los pretores les mandaban separarse de la fe cristiana o faltar de cualquier manera a los deberes que ésta les imponía. No vacilaron entonces en desobedecer a los hombres para obedecer y agradar a Dios. Sin embargo, incluso en estas circunstancias no hubo quien tratase de promover sediciones ni de menoscabar la majestad del emperador, ni jamás pretendieron otra cosa que confesarse cristianos, serlo realmente y conservar incólume su fe. No pretendían oponer en modo alguno resistencia, sino que marchaban contentos y gozosos, como nunca, al cruento potro, donde la magnitud de los tormentos se veía vencida por la grandeza de alma de los cristianos. Por esta razón se llegó también a honrar en aquel tiempo en el ejército la eficacia de los principios cristianos. Era cualidad sobresaliente del soldado cristiano hermanar con el valor a toda prueba el perfecto cumplimiento de la disciplina militar y mantener unida a su valentía la inalterable fidelidad al emperador. Sólo cuando se exigían de ellos actos contrarios a la fe o la razón, como la violación de los derechos divinos o la muerte cruenta de indefensos discípulos de Cristo, sólo entonces rehusaban la obediencia al emperador, prefiriendo abandonar las armas y dejarse matar por la religión antes que rebelarse contra la autoridad pública con motines y sublevaciones.
16. Cuando los Estados pasaron a manos de príncipes cristianos, la Iglesia puso más empeño en declarar y enseñar todo lo que hay de sagrado en la autoridad de los gobernantes. Con estas enseñanzas se logró que los pueblos, cuando pensaban en la autoridad, se acostumbrasen a ver en los gobernantes una imagen de la majestad divina, que les impulsaba a un mayor respeto y amor hacia aquéllos. Por lo mismo, sabiamente dispuso la Iglesia que los reyes fuesen consagrados con los ritos sagrados, como estaba mandado por el mismo Dios en el Antigua Testamento. Cuando la sociedad civil, surgida de entre las ruinas del Imperia romano, se abrió de nuevo a la esperanza de la grandeza cristiana, los Romanos Pontífices consagraron de un modo singular el poder civil con el imperium sacrum. La autoridad civil adquirió de esta manera una dignidad desconocida. Y no hay duda que esta institución habría sido grandemente útil, tanto para la sociedad religiosa como para la sociedad civil, si los príncipes y los pueblos hubiesen buscado lo que la Iglesia buscaba. Mientras reinó una concorde amistad entre ambas potestades, se conservaron la tranquilidad y la prosperidad públicas. Si alguna vez los pueblos incurrían en el pecado de rebelión, al punto acudía la Iglesia, conciliadora nata de la tranquilidad, exhortando a todos al cumplimiento de sus deberes y refrenando los ímpetus de la concupiscencia, en parte con la persuasión y en parte con su autoridad. De modo semejante, si los reyes pecaban en el ejercicio del poder, se presentaba la Iglesia ante ellos y, recordándoles los derechos de los pueblos, sus necesidades y rectas aspiraciones, les aconsejaba justicia, clemencia y benignidad. Por esta razón se ha recurrido muchas veces a la influencia de la Iglesia para conjurar los peligros de las revoluciones y de las guerras civiles.
Las nuevas teorías
17. Por el contrario, las teorías sobre la autoridad política, inventadas por ciertos autores modernos, han acarreado ya a la humanidad serios disgustos, y es muy de temer que, andando el tiempo, nos traerán mayores males. Negar que Dios es la fuente y el origen de la autoridad política es arrancar a ésta toda su dignidad y todo su vigor. En cuanto a la tesis de que el poder político depende del arbitrio de la muchedumbre, en primer lugar, se equivocan al opinar así. Y, en segundo lugar, dejan asentada la soberanía sobre un cimiento demasiado endeble e inconsistente. Porque las pasiones populares, estimuladas con estas opiniones como con otros tantos acicates, se alzan con mayor insolencia y con gran daño de la república se precipitan, por una fácil pendiente, en movimientos clandestinos y abiertas sediciones. Las consecuencias de la llamada Reforma comprueban este hechos. Sus jefes y colaboradores socavaron con la piqueta de las nuevas doctrinas los cimientos de la sociedad civil y de la sociedad eclesiástica y provocaron repentinos alborotos y osadas rebeliones, principalmente en Alemania. Y esto con una fiebre tan grande de guerra civil y de muerte, que casi no quedó territorio alguno libre de la crueldad de las turbas. De aquella herejía nacieron en el siglo pasado una filosofia falsa, el llamado derecho nuevo, la soberanía popular y una descontrolada licencia, que muchos consideran como la única libertad. De aquí se ha llegado a esos errores recientes que se llaman comunismo, socialismo y nihilismo, peste vergonzosa y amenaza de muerte para la sociedad civil. Y, sin embargo, son muchos los que se esfuerzan por extender el imperio de males tan grandes y, con el pretexto de favorecer al pueblo, han provocado no pequeños incendios y ruinas. Los sucesos que aquí recordamos ni son desconocidos ni están muy lejanos.
III. NECESIDAD DE LA DOCTRINA CATÓLICA
18. Y lo peor de todo es que los príncipes, en medio de tantos peligros, carecen de remedios eficaces para restablecer la disciplina pública y pacificar los ánimos. Se arman con la autoridad de las leyes y piensan que podrán reprimir a los revoltosos con penas severas. Proceden con rectitud. Pero conviene advertir seriamente que la eficacia del castigo no es tan grande que pueda conservar ella sola el orden en los Estados. El miedo, como enseña Santo Tomás, «es un fundamento débil, porque los que se someten por miedo, cuando ven la ocasión de escapar impunes, se levantan contra los gobernantes con tanta mayor furia cuanto mayor ha sido la sujeción forzada, impuesta únicamente por el miedo. Y, además, el miedo exagerado arrastra a muchos a la desesperación, y la desesperación se lanza audazmente a las más atroces resoluciones»(25). La experiencia ha demostrado suficientemente la gran verdad de estas afirmaciones.
Es necesario, por tanto, buscar una causa más alta y más eficaz para la obediencia. Hay que establecer que la severidad de las leyes resultará infructuosa mientras los hombres no actúen movidos por el estímulo del deber y por la saludable influencia del temor de Dios. Esto puede conseguirlo como nadie la religión. La religión se insinúa por su propia fuerza en las almas, doblega la misma voluntad del hombre para que se una a sus gobernantes no sólo por estricta obediencia, sino también por la benevolencia de la caridad, la cual es en toda sociedad humana la garantía más firme de la seguridad.
19. Por lo cual hay que reconocer que los Romanos Pontífices hicieron un gran servicio al bien común cuando procuraron quebrantar la inquieta e hinchada soberbia de los innovadores advirtiendo el peligro que éstos constituían para la sociedad civil. Es digna de mención a este respecto la afirmación dirigida por Clemente VII a Fernando, rey de Bohemia y Hungría: «En la causa de la fe va incluida también la dignidad y utilidad, tanto tuya como de los demás soberanos, pues no es posible atacar a la fe sin grave ruina de vuestros propios intereses, lo cual se ha comprobado recientemente en algunos de esos territorios». En esta misma línea ha brillado la providente firmeza de nuestros predecesores, especialmente de Clemente XII, Benedicto XIV y León XII, quienes, al ver cundir extraordinariamente la epidemia de estas depravadas teorías y al comprobar la audacia creciente de las sectas, hicieron uso de su autoridad para cortarles el paso y evitar su entrada. Nos mismos hemos denunciado muchas veces la gravedad de los peligros que nos amenazan. Y hemos indicado al mismo tiempo el mejor remedio para conjurarlos. Hemos ofrecido a los príncipes y a todos los gobernantes el apoyo de la Iglesia. Hemos exhortado a los pueblos a que se aprovechen de los bienes espirituales que la Iglesia les proporciona. De nuevo hacemos ahora a los reyes el ofrecimiento de este apoyo, el más firme de todos, y con vehemencia les amonestamos en el Señor para que defiendan a la religión, y en ínterés del mismo Estado concedan a la Iglesia aquella libertad de la cual no puede ser privada sin injusticia y perdición de todos. La Iglesia de Cristo no puede ser sospechosa a los príncipes ni mal vista por los pueblos. La Iglesia amonesta a los príncipes para que ejerzan la justicia y no se aparten lo más mínimo de sus deberes. Pero al mismo tiempo y de muchas maneras robustece y fomenta su autoridad. Reconoce y declara que los asuntos propios de la esfera civil se hallan bajo el poder y jurisdicción de los gobernantes. Pero en las materias que afectan simultáneamente, aunque por diversas causas, a la potestad civil y a la potestad eclesiástica, la Iglesia quiere que ambas procedan de común acuerdo y reine entre ellas aquella concordia que evita contiendas desastrosas para las dos partes. Por lo que toca a los pueblos, la Iglesia ha sido fundada para la salvación de todos los hombres y siempre los ha amado como madre. Es la Iglesia la que bajo la guía de la caridad ha sabido imbuir mansedumbre en las almas, humanidad en las costumbres, equidad en las leyes, y siempre amiga de la libertad honesta, tuvo siempre por costumbre y práctica condenar la tiranía. Esta costumbre, ingénita en la Iglesia, ha sido expresada por San Agustín con tanta concisión como claridad en estas palabras: «Enseña [la Iglesia] que los reyes cuiden a los pueblos, que todos los pueblos se sujeten a sus reyes, manifestando cómo no todo se debe a todos, aunque a todos es debida la claridad y a nadie la injusticia»(26).
20. Por estas razones, venerables hermanos, vuestra obra será muy útil y totalmente saludable si consultáis con Nos todas las empresas que por encargo divino habéis de llevar a cabo para apartar de la sociedad humana estos peligrosos daños. Procurad y velad para que los preceptos establecidos por la Iglesia católica respecto del poder político del deber de obediencia sean comprendidos y cumplidos con diligencia por todos los hombres. Como censores y maestros que sois, amonestad sin descanso a los pueblos para que huyan de las sectas prohibidas, abominen las conjuraciones y que nada intenten por medio de la revolución. Entiendan todos que, al obedecer por causa de Dios a los gobernantes, su obediencia es un obsequio razonable. Pero como es Dios quien da la victoria a los reyes(27) y concede a los pueblos el descanso en la morada de la paz, en la habitación de la seguridad y en el asilo del reposo(28), es del todo necesario suplicarle insistentemente que doblegue la voluntad de todos hacia la bondad y la verdad, que reprima las iras y restituya al orbe entero la paz y tranquilidad hace tiempo deseadas.
21. Para que la esperanza en la oración sea más firme, pongamos por intercesores a la Virgen María, ínclita Madre de Dios, auxilio de los cristianos y protectora del género humano; a San José, su esposo castísimo, en cuyo patrocinio confía grandemente toda la Iglesia; a los apóstoles San Pedro y San Pablo, guardianes y defensores del nombre cristiano.
Entre tanto, y como augurio del galardón divino, os damos afectuosamente a vosotros, venerables hermanos, al clero y al pueblo confiado a vuestro cuidado, nuestra bendición apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 29 de junio de 1881, año cuarto de nuestro pontificado.
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Notas
1. Prov 8,15-16.
2. Sab 6,3-4.
3. Eclo 17,14.
4. Jn 19,11.
5. San Agustín, Tractatus in Ioannis Evangelium CXVI, 5: PL 35,1943.
6. Rom 13,1-4.
7. San Agustín, De civitate Dei V 21: PL 41,167.
8. San Juan Crisóstomo, In Epistolam ad Romanos hom.23,1: PG 60,615.
9 San Gregorio Magno, Epístola 11,61.
10. Sant 4,12.
11. Ef 3,15.
12. Rom 13,1-5.
13. 1 Pe 2,13-15.
14. Mt 22,21.
15. Hech 5,29.
16. Sal 6,4-8.
17. Rom 10,12.
18. Cf. misa votiva pro pace, Poscomunión.
19. Tit 3,1.
20. 1 Tim 2,1-3.
21. Atenágoras, Legatio pro Christ. 1: PG 6,891 B-894A.
22.Tertuliano, Apologeticum 35: PL 1,451.
23. Tertuliano, Apologeticum 37: PL 1,463.
24. Epístola a Diognete 5: PG 2,1174.
25. Santo Tomás, De regimine principum 1,10.
26. San Agustín, De moribus Ecclesiae catholicae 1,30:PL 32,1336.
27. Sal 142(143),11.
28. Is 32,18.
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CARTA ENCÍCLICA
IMMORTALE DEI
DEL SUMO PONTÍFICE
LEÓN XIII
SOBRE LA CONSTITUCIÓN CRISTIANA DEL ESTADO
1-11-1885
1. Obra inmortal de Dios misericordioso, la Iglesia, aunque por sí misma y en virtud de su propia naturaleza tiene como fin la salvación y la felicidad eterna de las almas, procura, sin embargo, tantos y tan señalados bienes, aun en la misma esfera de las cosas temporales, que ni en número ni en calidad podría procurarlos mayores si el primero y principal objeto de su institución fuera asegurar la felicidad de la vida presente. Dondequiera que la Iglesia ha penetrado, ha hecho cambiar al punto el estado de las cosas. Ha informado las costumbres con virtudes desconocidas hasta entonces y ha implantado en la sociedad civil una nueva civilización. Los pueblos que recibieron esta civilización superaron a los demás por su equilíbrio, por su equidad y por las glorias de su historia. No obstante, una muy antigua y repetida acusación calumniosa afirma que la Iglesia es enemiga del Estado y que es nula su capacidad para promover el bienestar y la gloria que lícita y naturalmente apetece toda sociedad bien constituida. Desde el principio de la Iglesia los cristianos fueron perseguidos con calumnias muy parecidas. Blanco del odio y de la malevolencia, los cristianos eran considerados como enemigos del Imperio. En aquella época el vulgo solía atribuir al cristianismo la culpa de todas las calamidades que afligían a la república, no echando de ver que era Dios, vengador de los crímenes, quien castigaba justamente a los pecadores.
La atrocidad de esta calumnia armó y aguzó, no sin motivo, la pluma de San Agustín. En varias de sus obras, especialmente en La ciudad de Dios, demostró con tanta claridad la eficacia de la filosofía cristiana en sus relaciones con el Estado, que no sólo realizó una cabal apología de la cristiandad de su tiempo, sino que obtuvo también un triunfo definitivo sobre las acusaciones falsas. No descansó, sin embargo, la fiebre funesta de estas quejas y falsas recriminaciones. Son muchos los que se han empeñado en buscar la norma constitucional de la vida política al margen de las doctrinas aprobadas por la Iglesia católica. Últimamente, el llamado derecho nuevo, presentado como adquisición de los tiempos modernos y producto de una libertad progresiva, ha comenzado a prevalecer por todas partes. Pero, a pesar de los muchos intentos realizados, la realidad es que no se ha encontrado para constituir y gobernar el Estado un sistema superior al que brota espontáneamente de la doctrina del Evangelio.
Nos juzgamos, pues, de suma importancia y muy conforme a nuestro oficio apostólico comparar con la doctrina cristiana las modernas teorías sociales acerca del Estado. Nos confiamos que la verdad disipará con su resplandor todos los motivos de error y de duda. Todos podrán ver con facilidad las normas supremas que, como norma práctica de vida, deben seguir y obedecer.
I. EL DERECHO CONSTITUCIONAL CATÓLICO
Autoridad, Estado
2. No es dificil determinar el carácter y la forma que tendrá la sociedad política cuando la filosofía cristiana gobierne el Estado. El hombre está ordenado por la Naturaleza a vivir en comunidad política. El hombre no puede procurarse en la soledad todo aquello que la necesidad y la utilidad de la vida corporal exigen, como tampoco lo conducente a la perfección de su espíritu. Por esto la providencia de Dios ha dispuesto que el hombre nazca inclinado a la unión y asociación con sus semejantes, tanto doméstica como civil, la cual es la única que puede proporcionarle la perfecta suficiencia para la vida.
Ahora bien: ninguna sociedad puede conservarse sin un jefe supremo que mueva a todos y cada uno con un mismo impulso eficaz, encaminado al bien común. Por consiguiente, es necesaria en toda sociedad humana una autoridad que la dirija. Autoridad que, como la misma sociedad, surge y deriva de la Naturaleza, y, por tanto, del mismo Dios, que es su autor. De donde se sigue que el poder público, en sí mismo considerado, no proviene sino de Dios. Sólo Dios es el verdadero y supremo Señor de las cosas. Todo lo existente ha de someterse y obedecer necesariamente a Dios. Hasta tal punto, que todos los que tienen el derecho de mandar, de ningún otro reciben este derecho si no es de Dios, Príncipe supremo de todos. «No hay autoridad sino pos Dios»(1). Por otra parte, el derecho de mandar no está necesariamente vinculado a una u otra forma de gobierno. La elección de una u otra forma política es posible y lícita, con tal que esta forma garantice efecazmente el bien común y la utilidad de todos. Pero en toda forma de gobierno los jefes del Estado deben poner totalmente la mirada en Dios, supremo gobernador del universo, y tomarlo como modelo y norma en el gobierno del Estado. Porque así como en el mundo visible Dios ha creado las causas segundas para que en ellas podamos ver reflejadas de alguna manera la naturaleza y la acción divinas y para que conduzcan al fin hacia el cual tiende todo el universo mundo, así también ha querido Dios que en la sociedad civil haya una autoridad suprema, cuyos titulares fuesen como una imagen del poder y de la providencia que Dios tiene sobre el género humano.
Por tanto, el poder debe ser justo, no despótico, sino paterno, porque el poder justísimo que Dios tiene sobre los hombres está unido a su bondad de Padre. Pero, además, el poder ha de ejercitarse en provecho de los ciudadanos, porque la única razón legitimadora del poder es precisamente asegurar el bienestar público. No se puede permitir en modo alguno que la autoridad civil sirva al interés de uno o de pocos, porque está constituida para el bien común de la totalidad social. Si las autoridades degeneran en un gobierno injusto, si incurren en abusos de poder o en el pecado de soberbia y si no miran por los intereses del pueblo, sepan que deberán dar estrecha cuenta a Dios. Y esta cuenta será tanto más rigurosa cuanto más sagrado haya sido el cargo o más alta la dignidad que hayan poseído. A los poderosos amenaza poderosa inquisición(2). De esta manera, la majestad del poder se verá acompañada por la reverencia honrosa que de buen grado le prestarán los ciudadanos. Convencidos éstos de que los gobernantes tienen su autoridad recibida de Dios, se sentirán obligados en justicia a aceptar con docilidad los mandatos de los gobernantes y a prestarles obediencia y fidelidad, con un sentimiento parecido a la piedad que los hijos tienen con sus padres. «Todos habéis de estar sometidos a las autoridades superiores»(3). Despreciar el poder legítimo, sea el que sea el titular del poder, es tan ilícito como resistir a la voluntad de Dios. Quienes resisten a la voluntad divina se despeñan voluntariamente en el abismo de su propia perdición. «Quien resiste a la autoridad resiste a la disposición de Dios, y los que la resisten se atraen sobre sí la condenación»(4). Por tanto, quebrantar la obediencia y provocar revoluciones por medio de la fuerza de las masas constituye un crimen de lesa majestad, no solamente humana, sino también divina.
El culto público
3. Constituido sobre estos principios, es evidente que el Estado tiene el deber de cumplir por medio del culto público las numerosas e importantes obligaciones que lo unen con Dios. La razón natural, que manda a cada hombre dar culto a Dios piadosa y santamente, porque de El dependemos, y porque, habiendo salido de El, a El hemos de volver, impone la misma obligación a la sociedad civil. Los hombres no están menos sujetos al poder de Dios cuando viven unidos en sociedad que cuando viven aislados. La sociedad, por su parte, no está menos obligada que los particulares a dar gracias a Dios, a quien debe su existencia, su conservación y la ínnumerable abundancia de sus bienes. Por esta razón, así como no es lícito a nadie descuidar los propios deberes para con Dios, el mayor de los cuales es abrazar con el corazón y con las obras la religión, no la que cada uno prefiera, sino la que Dios manda y consta por argumentos ciertos e irrevocables como única y verdadera, de la misma manera los Estados no pueden obrar, sin incurrir en pecado, como si Dios no existiese, ni rechazar la religión como cosa extraña o inútil, ni pueden, por último, elegir indiferentemente una religión entre tantas. Todo lo contrario. El Estado tiene la estricta obligación de admitir el culto divino en la forma con que el mismo Dios ha querido que se le venere. Es, por tanto, obligación grave de las autoridades honrar el santo nombre de Dios. Entre sus principales obligaciones deben colocar la obligación de favorecer la religión, defenderla con eficacia, ponerla bajo el amparo de las leyes, no legislar nada que sea contrario a la incolumidad de aquélla. Obligación debida por los gobernantes también a sus ciudadanos. Porque todos los hombres hemos nacido y hemos sido criados para alcanzar un fin último y supremo, al que debemos referir todos nuestros propósitos, y que colocado en el cielo, más allá de la frágil brevedad de esta vida. Si, pues, de este sumo bien depende la felicidad perfecta y total de los hombres, la consecuencia es clara: la consecución de este bien importa tanto a cada uno de los ciudadanos que no hay ni puede haber otro asunto más importante. Por tanto, es necesario que el Estado, establecido para el bien de todos, al asegurar la prosperidad pública, proceda de tal forma que, lejos de crear obstáculos, dé todas las facilidades posibles a los ciudadanos para el logro de aquel bien sumo e inconmutable que naturalmente desean. La primera y principal de todas ellas consiste en procurar una inviolable y santa observancia de la religión, cuyos deberes unen al hombre con Dios.
4. Todo hombre de juicio sincero y prudente ve con facilidad cuál es la religión verdadera. Multitud de argumentos eficaces, como son el cumplimiento real de las profecías, el gran número de milagros, la rápida propagación de la fe, aun en medio de poderes enemigos y de dificultades insuperables, el testimonio de los mártires y otros muchos parecidos, demuestran que la única religión verdadera es aquella que Jesucristo en persona instituyó y confió a su Iglesia para conservarla y para propagarla por todo el tiempo.
5. El Hijo unigénito de Dios ha establecido en la tierra una sociedad que se llama la Iglesia. A ésta transmitió, para continuarla a través de toda la Historia, la excelsa misión divina, que El en persona había recibido de su Padre. «Como me envió mi Padre, así os envío yo»(5). «Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo»(6). Y asi como Jesucristo vino a la tierra para que los hombres tengan vida, y la tengan abundantemente(7), de la misma manera el fin que se propone la Iglesia es la salvación eterna de las almas. Y así, por su propia naturaleza, la Iglesia se extiende a toda la universalidad del género humano, sin quedar circunscrita por límite alguno de tiempo o de lugar. Predicad el Evangelio a toda criatura(8).
Dios mismo ha dado a esta inmensa multitud de hombres prelados con poderes para gobernarla, y ha querido que uno de ellos fuese el Jefe supremo de todos y Maestro máximo e infalible de la verdad, al cual entregó las llaves del reino de los cielos. «Yo te daré las llaves del reino de los cielos»(9). «Apacienta mis corderos..., apacienta mis ovejas»(10). «Yo he rogado por ti, para que no desfallezca tu fe»(11). Esta sociedad, aunque está compuesta por hombres, como la sociedad civil, sin embargo, por el fin a que tiende y por los medios de que se vale para alcanzar este fin, es sobrenatural y espiritual. Por tanto, es distinta y difiere de la sociedad política. Y, lo que es más importante, es una sociedad genérica y jurídicamente perfecta, porque tiene en sí misma y por sí misma, por voluntad benéfica y gratuita de su Fundador, todos los elementos necesarios para su existencia y acción. Y así como el fin al que tiende la Iglesia es el más noble de todos, así también su autoridad es más alta que toda otra autoridad ni puede en modo alguno ser inferior o quedar sujeta a la autoridad civil. Jesucristo ha dado a sus apóstoles una autoridad plena sobre las cosas sagradas, concediéndoles tanto el poder legislativo como el doble poder, derivado de éste, de juzgar y castigar. «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues, enseñad a todas las gentes..., enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado»(12). Y en otro texto: «Si los desoyere, comunícalo a la Iglesia»(13). Y todavía: «Prontos a castigar toda desobediencia y a reduciros a perfecta obediencia»(14). Y aún más: «Emplee yo con severidad la autoridad que el Señor me confirió para edificar, no para destruir»(15).
Por tanto, no es el Estado, sino la Iglesia, la que debe guiar a los hombres hacia la patria celestial. Dios ha dado a la Iglesia el encargo de juzgar y definir en las cosas tocantes a la religión, de enseñar a todos los pueblos, de ensanchar en lo posible las fronteras del cristianismo; en una palabra: de gobernar la cristiandad, según su propio criterio, con libertad y sin trabas. La Iglesia no ha cesado nunca de reivindicar para sí ni de ejercer públicamente esta autoridad completa en sí misma y jurídicamente perfecta, atacada desde hace mucho tiempo por una filosofia aduladora de los poderes políticos. Han sido los apóstoles los primeros en defenderla. A los príncipes de la sinagoga, que les prohibían predicar la doctrina evangélica, respondían los apóstoles con firmeza: «Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres»(16). Los Santos Padres se consagraron a defender esta misma autoridad, con razonamientos sólidos, cuando se les presentó ocasión para ello. Los Romanos Pontífices, por su parte, con invicta constancia de ánimo, no han cesado jamás de reivindicar esta autoridad frente a los agresores de ella. Más aún: los mismos príncipes y gobernantes de los Estados han reconocido, de hecho y de derecho, esta autoridad, al tratar con la Iglesia como con un legítimo poder soberano, ya por medios de convenios y concordatos, ya con el envío y aceptación de embajadores, ya con el mutuo intercambio de otros buenos oficios. Y hay que reconocer una singular providencia de Dios en el hecho de que esta suprema potestad de la Iglesia llegara a encontrar en el poder civil la defensa más segura de su propia independencia.
Dos sociedades, dos poderes
6. Dios ha repartido, por tanto, el gobierno del género humano entre dos poderes: el poder eclesiástico y el poder civil. El poder eclesiástico, puesto al frente de los intereses divinos. El poder civil, encargado de los intereses humanos. Ambas potestades son soberanas en su género. Cada una queda circunscrita dentro de ciertos límites, definidos por su propia naturaleza y por su fin próximo. De donde resulta una como esfera determinada, dentro de la cual cada poder ejercita iure proprio su actividad. Pero como el sujeto pasivo de ambos poderes soberanos es uno mismo, y como, por otra parte, puede suceder que un mismo asunto pertenezca, si bien bajo diferentes aspectos, a la competencia y jurisdicción de ambos poderes, es necesario que Dios, origen de uno y otro, haya establecido en su providencia un orden recto de composición entre las actividades respectivas de uno y otro poder. «Las [autoridades] que hay, por Dios han sido ordenadas»(17). Si así no fuese, sobrevendrían frecuentes motivos de lamentables conflictos, y muchas veces quedaría el hombre dudando, como el caminante ante una encrucijada, sin saber qué camino elegir, al verse solicitado por los mandatos contrarios de dos autoridades, a ninguna de las cuales puede, sin pecado, dejar de obedecer. Esta situación es totalmente contraria a la sabiduría y a la bondad de Dios, quien incluso en el mundo físico, de tan evidente inferioridad, ha equilibrado entre sí las fuerzas y las causas naturales con tan concertada moderación y maravillosa armonía, que ni las unas impiden a las otras ni dejan todas de concurrir con exacta adecuación al fin total al que tiende el universo.
Es necesario, por tanto, que entre ambas potestades exista una ordenada relación unitiva, comparable, no sin razón, a la que se da en el hombre entre el alma y el cuerpo. Para determinar la esencia y la medida de esta relación unitiva no hay, como hemos dicho, otro camino que examinar la naturaleza de cada uno de los dos poderes, teniendo en cuenta la excelencia y nobleza de sus fines respectivos. El poder civil tiene como fin próximo y principal el cuidado de las cosas temporales. El poder eclesiástico, en cambio, la adquisición de los bienes eternos. Así, todo lo que de alguna manera es sagrado en la vida humana, todo lo que pertenece a la salvación de las almas y al culto de Dios, sea por su propia naturaleza, sea en virtud del fin a que está referido, todo ello cae bajo el dominio y autoridad de la Iglesia. Pero las demás cosas que el régimen civil y político, en cuanto tal, abraza y comprende, es de justicia que queden sometidas a éste, pues Jesucristo mandó expresamente que se dé al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. No obstante, sobrevienen a veces especiales circunstancias en las que puede convenir otro género de concordia que asegure la paz y libertad de entrambas potestades; por ejemplo, cuando los gobernantes y el Romano Pontífice admiten la misma solución para un asunto determinado. En estas ocasiones, la Iglesia ha dado pruebas numerosas de su bondad maternal, usando la mayor indulgencia y condescendencia posibles.
Ventajas de esta concepción
7. Esta que sumariamente dejamos trazada es la concepción cristiana del Estado. Concepción no elaborada temerariamente y por capricho, sino constituida sobre los supremos y más exactos principios, confirmados por la misma razón natural.
8. La constitución del Estado que acabamos de exponer, no menoscaba ni desdora la verdadera dignidad de los gobernantes. Y está tan lejos de mermar los derechos de la autoridad, que antes, por el contrario, los engrandece y consolida.
Si se examina a fondo el asunto, la constitución expuesta presenta una gran perfección, de la que carecen los restantes sistemas políticos. Perfección cuyos frutos serían excelentes y variados si cada uno de los dos poderes se mantuvieran dentro de su esfera propia y se aplicase sincera y totalmente al cumplimiento de la obligación y de la misión que le corresponden. De hecho, en la constitución del Estado que hemos desarrollado, lo divino y lo humano quedan repartidos de una manera ordenada y conveniente. Los derechos de los ciudadanos son respetados como derechos inviolables y quedan defendidos bajo el patrocinio de las leyes divinas, naturales y humanas. Los deberes de cada ciudadano son definidos con sabia exactitud y su cumplimiento queda sancionado con oportuna eficacia. Cada ciudadano sabe que, durante el curso incierto y trabajoso de esta mortal peregrinación hacia la patria eterna, tiene a la mano guías seguros para emprender este camino y auxiliadores eficaces para llegar a su fin. Sabe también que tiene a su alcance otros guías y auxiliadores para obtener y conservar su seguridad, su sustento y los demás bienes necesarios de la vida social presente. La sociedad doméstica encuentra su necesaria firmeza en la santidad del matrimonio, uno e indisoluble. Los derechos y los deberes de los cónyuges son regulados con toda justicia y equidad. El honor debido a la mujer es salvaguardado. La autoridad del marido se configura según el modelo de la autoridad de Dios. La patria potestad queda moderada de acuerdo con la dignidad de la esposa y de los hijos. Por último, se provee con acierto a la seguridad, al mantenimiento y a la educacíón de la prole.
En la esfera política y civil, las leyes se ordenan al bien común, y no son dictadas por el voto y el juicio falaces de la muchedumbre, sino por la verdad y la justicia. La autoridad de los gobernantes queda revestida de un cierto carácter sagrado y sobrehumano y frenada para que ni se aparte de la justicia ní degenere en abusos del poder. La obediencia de los ciudadanos tiene como compañera inseparable una honrosa dignidad, porque no es esclavitud de hombre a hombre, sino sumisión a la voluntad de Dios, que ejerce su poder por medio de los hombres. Tan pronto como arraiga esta convicción en la sociedad, entienden los ciudadanos que son deberes de justicia el respeto a la majestad de los gobernantes, la obediencia constante y leal a la autoridad pública, el rechazo de toda sedición y la observancia religiosa de la constitución del Estado.
Se imponen también como obligatorias la mutua caridad, la benignidad, la liberalidad. No queda dividido el hombre, que es ciudadano y cristiano al mismo tiempo, con preceptos contradictorios entre sí. En resumen: todos los grandes bienes con que la religión cristiana enriquece abundante y espontáneamente la misma vida mortal de los hombres quedan asegurados a la comunidad y al Estado. De donde se desprende la evidencia de aquella sentencia: «El destino del Estado depende del culto que se da a Dios. Entre éste y aquél existe un estrecho e íntimo parentesco»(18).
En numerosos pasajes de sus obras San Agustín ha subrayado con su elocuencia acostumbrada el valor de los bienes, sobre todo cuando, hablando con la Iglesia católica, le dice: «Tú instruyes y enseñas con sencillez a los niños, con energía a los jóvenes, con calma a los ancianos, según la edad de cada uno, no sólo del cuerpo, sino también del espíritu. Tú sometes la mujer a su marido con casta y fiel obediencia, no para satisfacer la pasión, sino para propagar la prole y para la unión familiar. Tú antepones el marido a la mujer, no para afrenta del sexo más débil, sino para demostración de un amor leal. Tú sometes los hijos a los padres, pero salvando la libertad de aquéllos. Tú colocas a los padres sobre los hijos para que gobiernen a éstos amorosa y tiernamente. Tú unes a ciudades con ciudades, pueblos con pueblos; en una palabra: vinculas a todos los hombres, con el recuerdo de unos mismos padres, no sólo con un vínculo social, sino incluso con los lazos de la fraternidad. Tú enseñas a los reyes a mirar por el bien de los pueblos, tú adviertes a los pueblos que presten obediencia a los reyes. Tú enseñas con cuidado a quién es debido el honor, a quién el efecto, a quién la reverencia, a quién el temor, a quién el consuelo, a quién el aviso, a quién la exhortación, a quién la corrección, a quién la reprensión, a quién el castigo, manifestando al mismo tiempo que no todos tienen los mismos derechos, pero que a todos se debe la caridad y que a nadie puede hacérsele injuria»(19).
En otro pasaje el santo Doctor refuta el error de ciertos filósofos políticos: «Los que afirman que la doctrina de Cristo es nociva al Estado, que nos presenten un ejército con soldados tales como la doctrina de Cristo manda; que nos den asimismo inspectores del fisco tales como la enseñanza de Cristo quiere y forma. Una vez que nos los hayan dado, atrévanse a decir que tal doctrina se opone al interés común. No lo dirán; antes bien, habrán de reconocer que su observancia es la gran salvación del Estado»(20).
9. Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad. La religión fundada por Jesucristo se veia colocada firmemente en el grado de honor que le corresponde y florecía en todas partes gracias a la adhesión benévola de los gobernantes y a la tutela legítima de los magistrados. El sacerdocio y el imperio vivían unidos en mutua concordia y amistoso consorcio de voluntades. Organizado de este modo, el Estado produjo bienes superiores a toda esperanza. Todavía subsiste la memoria de estos beneficios y quedará vigente en innumerables monumentos históricos que ninguna corruptora habilidad de los adversarios podrá desvirtuar u oscurecer. Si la Europa cristiana domó las naciones bárbaras y las hizo pasar de la fiereza a la mansedumbre y de la superstición a la verdad; si rechazó victoriosa las invasiones musulmanas; si ha conservado el cetro de la civilización y se ha mantenido como maestra y guía del mundo en el descubrimiento y en la enseñanza de todo cuanto podía redundar en pro de la cultura humana; si ha procurado a los pueblos el bien de la verdadera libertad en sus más variadas formas; si con una sabia providencia ha creado tan numerosas y heroicas instituciones para aliviar las desgracias de los hombres, no hay que dudarlo: Europa tiene por todo ello una enorme deuda de gratitud con la religión, en la cual encontró siempre una inspiradora de sus grandes empresas y una eficaz auxiliadora en sus realizaciones. Habríamos conservado también hoy todos estos mismos bienes si la concordia entre ambos poderes se hubiera conservado. Podríamos incluso esperar fundadamente mayores bienes si el poder civil hubiese obedecido con mayor fidelidad y perseverancia a la autoridad, al magisterio y a los consejos de la Iglesia. Las palabras que Yves de Chartres escribió al papa Pascual II merecen ser consideradas como formulación de una ley imprescindible: «Cuando el imperio y el sacerdocio viven en plena armonía, el mundo está bien gobernado y la Iglesia florece y fructifica. Pero cuando surge entre ellos la discordia, no sólo no crecen los pequeños brotes, sino que incluso las mismas grandes instituciones perecen miserablemente»(21) .
II. EL DERECHO CONSTITUCIONAL MODERNO
Principios fundamentales
10. Sin embargo, el pernicioso y deplorable afán de novedades promovido en el siglo XVI, después de turbar primeramente a la religión cristiana, vino a trastornar como consecuencia obligada la filosofía, y de ésta pasó a alterar todos los órdenes de la sociedad civil. A esta fuente hay que remontar el origen de los príncipios modernos de una libertad desenfrenada, inventados en la gran revolución del siglo pasado y propuestos como base y fundamento de un derecho nuevo, desconocido hasta entonces y contrario en muchas de sus tesis no solamente al derecho cristiano, sino incluso también al derecho natural.
El principio supremo de este derecho nuevo es el siguiente: todos los hombres, de la misma manera que son semejantes en su naturaleza específica, son iguales también en la vida práctica. Cada hombre es de tal manera dueño de sí mismo, que por ningún concepto está sometido a la autoridad de otro. Puede pensar libremente lo que quiera y obrar lo que se le antoje en cualquier materia. Nadie tiene derecho a mandar sobre los demás. En una sociedad fundada sobre estos principios, la autoridad no es otra cosa que la voluntad del pueblo, el cual, como único dueño de sí mismo, es también el único que puede mandarse a sí mismo. Es el pueblo el que elige las personas a las que se ha de someter. Pero lo hace de tal manera que traspasa a éstas no tanto el derecho de mandar cuanto una delegación para mandar, y aun ésta sólo para ser ejercida en su nombre.
Queda en silencio el dominio divino, como si Dios no existiese o no se preocupase del género humano, o como si los hombres, ya aislados, ya asociados, no debiesen nada a Dios, o como si fuera posible imaginar un poder político cuyo principio, fuerza y autoridad toda para gobernar no se apoyaran en Dios mismo. De este modo, como es evidente, el Estado no es otra cosa que la multitud dueña y gobernadora de sí misma. Y como se afirma que el pueblo es en sí mismo fuente de todo derecho y de toda seguridad, se sigue lógicamente que el Estado no se juzgará obligado ante Dios por ningún deber; no profesará públicamente religión alguna, ni deberá buscar entre tantas religiones la única verdadera, ni elegirá una de ellas ni la favorecerá principalmente, sino que concederá igualdad de derechos a todas las religiones, con tal que la disciplina del Estado no quede por ellas perjudicada. Se sigue también de estos principios que en materia religiosa todo queda al arbitrio de los particulares y que es lícito a cada individuo seguir la religión que prefiera o rechazarlas todas si ninguna le agrada. De aquí nacen una libertad ilimitada de conciencia, una libertad absoluta de cultos, una libertad total de pensamiento y una libertad desmedida de expresión(22).
Crítica de este derecho constitucional nuevo
11. Es fácil de ver la deplorable situación a que queda reducida la Iglesia si el Estado se apoya sobre estos fundamentos, hoy día tan alabados. Porque cuando la política práctica se ajusta a estas doctrinas, se da a la Iglesia en el Estado un lugar igual, o quizás inferior, al de otras sociedades distintas de ella. No se tienen en cuenta para nada las leyes eclesiásticas, y la Iglesia, que por mandato expreso de Jesucristo ha de enseñar a todas las gentes, se ve apartada de toda intervención en la educación pública de los ciudadanos. En las mismas materias que son de competencia mixta, las autoridades del Estado establecen por sí mismas una legislación arbitraria y desprecian con soberbia la sagrada legislación de la Iglesia en esta materia. Y así, colocan bajo su jurisdicción el matrimonio cristiano, legislando incluso acerca del vínculo conyugal, de su unidad y estabilidad; privan de sus propiedades al clero, negando a la Iglesia el derecho de propiedad; tratan, finalmente, a la Iglesia como si la Iglesia no tuviera la naturaleza y los derechos de una sociedad perfecta y como si fuere meramente una asociación parecida a las demás asociaciones reconocidas por el Estado. Por esto, afirman que, si la Iglesia tiene algún derecho o alguna facultad legítima para obrar, lo debe al favor y a las concesiones de las autoridades del Estado. Si en un Estado la legislación civil deja a la Iglesia una esfera de autonomía jurídica y existe entre ambos poderes algún concordato, se apresuran a proclamar que es necesario separar los asuntos de la Iglesia de los asuntos del Estado, y esto con el intento de poder obrar impunemente contra el pacto convenido, y, eliminados así todos los obstáculos, quedar las autoridades civiles como árbitros absolutos de todo. Pero como la Iglesia no puede tolerar estas pretensiones, porque ello equivaldría al abandono de los más santos y más graves deberes, y, por otra parte, la Iglesia exige que el concordato se cumpla con entera fidelidad, surgen frecuentemente conflictos entre el poder sagrado y el poder civil, cuyo resultado final suele ser que sucumba la parte más débil en fuerzas humanas ante la parte más fuerte.
12. Así, en la situación política que muchos preconizan actualmente existe una tendencia en las ideas y en la acción a excluir por completo a la Iglesia de la sociedad o a tenerla sujeta y encadenada al Estado. A este fin va dirigida la mayor parte de las medidas tomadas por los gobiernos. La legislación, la administración pública del Estado, la educación laica de la juventud, el despojo y la supresión de las Órdenes religiosas, la destrucción del poder temporal de los Romanos Pontífices, no tienen otra finalidad que quebrantar la fuerza de las instituciones cristianas, ahogar la libertad de la Iglesia católica y suprimir todos sus derechos.
13. La sola razón natural demuestra el grave error de estas teorías acerca de la constitución del Estado. La naturaleza enseña que toda autoridad, sea la que sea, proviene de Dios como de suprema y augusta fuente. La soberanía del pueblo, que, según aquéllas, reside por derecho natural en la muchedumbre independizada totalmente de Dios, aunque presenta grandes ventajas para halagar y encender innumerables pasiones, carece de todo fundamento sólido y de eficacia sustantiva para garantizar la seguridad pública y mantener el orden en la sociedad. Porque con estas teorías las cosas han llegado a tal punto que muchos admiten como una norma de la vida política la legitimidad del derecho a la rebelión. Prevalece hoy día la opinión de que, siendo los gobernantes meros delegadas, encargados de ejecutar la voluntad del pueblo, es necesario que todo cambie al compás de la voluntad del pueblo, de donde se sigue que el Estado nunca se ve libre del temor de la revoluciones.
14. En materia religiosa, pensar que las formas de culto, distintas y aun contrarias, son todas iguales, equivale a confesar que no se quiere aprobar ni practicar ninguna de ellas. Esta actitud, si nominalmente difiere del ateísmo, en realidad se identifica con él. Los que creen en la existencia de Dios, si quieren ser consecuentes consigo mismos y no caer en un absurdo, han de comprender necesariamente que las formas usuales de culto divino, cuya diferencia, disparidad y contradicción aun en cosas de suma importancia son tan grandes, no pueden ser todas igualmente aceptables ni igualmente buenas o agradables a Dios.
15. De modo parecido, la libertad de pensamiento y de expresión, carente de todo límite, no es por sí misma un bien del que justamente pueda felicitarse la sociedad humana; es, por el contrario, fuente y origen de muchos males. La libertad, como facultad que perfecciona al hombre, debe aplicarse exclusivamente a la verdad y al bien. Ahora bien: la esencia de la verdad y del bien no puede cambiar a capricho del hombre, sino que es siempre la misma y no es menos inmutable que la misma naturaleza de las cosas. Si la inteligencia se adhiere a opiniones falsas, si la voluntad elige el mal y se abraza a él, ni la inteligencia ni la voluntad alcanzan su perfección; por el contrario, abdican de su dignidad natural y quedan corrompidas. Por consiguiente, no es lícito publicar y exponer a la vista de los hombres lo que es contrario a la virtud y a la verdad, y es mucho menos lícito favorecer y amparar esas publicaciones y exposiciones con la tutela de las leyes. No hay más que un camino para llegar al cielo, al que todos tendemos: la vida virtuosa. Por lo cual se aparta de la norma enseñada por la naturaleza todo Estado que permite una libertad de pensamiento y de acción que con sus excesos pueda extraviar impunemente a las inteligencias de la verdad y a las almas de la virtud.
Error grande y de muy graves consecuencias es excluir a la Iglesia, obra del mismo Dios, de la vida social, de la legislación, de la educación de la juventud y de la familia. Sin religión es imposible un Estado bien ordenado. Son ya conocidos, tal vez más de lo que convendría, la esencia, los fines y las consecuencias de la llamada moral civil. La maestra verdadera de la virtud y la depositaria de la moral es la Iglesia de Cristo. Es ella la que defiende incólumes los principios reguladores de los deberes. Es ella la que, al proponer los motivos más eficaces para vivir virtuosamente, manda no sólo evitar toda acción mala, sino también domar las pasiones contrarias a la razón, incluso cuando éstas no se traducen en las obras. Querer someter la Iglesia, en el cumplimiento de sus deberes, al poder civil constituye una gran injuria y un gran peligro. De este modo se perturba el orden de las cosas, anteponiendo lo natural a lo sobrenatural. Se suprime, o, por lo menos, se disminuye, la afluencia de los bienes que aportaría la Iglesia a la sociedad si pudiese obrar sin obstáculos. Por último, se abre la puerta a enemistades y conflictos, que causan a ambas sociedades grandes daños, como los acontecimientos han demostrado con demasiada frecuencia.
Condenación del derecho nuevo
16. Estas doctrinas, contrarias a la razón y de tanta trascendencia para el bien público del Estado, no dejaron de ser condenadas por los Romanos Pontífices, nuestros predecesores, que vivían convencidos de las obligaciones que les imponía el cargo apostólico. Así, Gregorio XVI, en la encíclica Mirari vos, del 15 de agosto de 1832, condenó con gran autoridad doctrinal los principios que ya entonces se iban divulgando, esto es, el indiferentismo religioso, la libertad absoluta de cultos y de conciencia, la libertad de imprenta y la legitimidad del derecho de rebelión. Con relación a la separación entre la Iglesia y el Estado, decía así el citado Pontífice: «No podríamos augurar resultados felices para la Iglesia y para el Estado de los deseos de quienes pretenden con empeño que la Iglesia se separe del Estado, rompiendo la concordia mutua del imperio y del sacerdocio. Todos saben muy bien que esta concordia, que siempre ha sido tan beneficiosa para los intereses religiosos y civiles, es muy temida por los fautores de una libertad desvergonzada»(23). De modo semejante, Pío IX, aprovechando las ocasiones que se le presentaron, condenó muchas de las falsas opiniones que habían empezado a estar en boga, reuniéndolas después en un catálogo, a fin de que supiesen los católicos a qué atenerse, sin peligro de equivocarse, en medio de una avenida tan grande de errores(24).
17. De estas declaraciones pontificias, lo que debe tenerse presente, sobre todo, es que el origen del poder civil hay que ponerlo en Dios, no en la multitud; que el derecho de rebelión es contrario a la razón; que no es lícito a los particulares, como tampoco a los Estados, prescindir de sus deberes religiosos o medir con un mismo nivel todos los cultos contrarios; que no debe ser considerado en absoluto como un derecho de los ciudadanos, ni como pretensión merecedora de favor y amparo, la libertad inmoderada de pensamiento y de expresión. Hay que admitir igualmente que la Iglesia, no menos que el Estado, es una sociedad completa en su género y jurídicamente perfecta; y que, por consiguiente, los que tienen el poder supremo del Estado no deben pretender someter la Iglesia a su servicio u obediencia, o mermar la libertad de acción de la Iglesia en su esfera propia, o arrebatarle cualquiera de los derechos que Jesucristo le ha conferido. Sin embargo, en las cuestiones de derecho mixto es plenamente conforme a la naturaleza y a los designios de Dios no la separación ni mucho menos el conflicto entre ambos poderes, sino la concordia, y ésta de acuerdo con los fines próximos que han dado origen a entrambas sociedades.
18. Estos son los principios que la Iglesia católica establece en materia de constitución y gobierno de los Estados. Con estos principios, si se quiere juzgar rectamente, no queda condenada por sí misma ninguna de las distintas formas de gobierno, pues nada contienen contrario a la doctrina católica, y todas ellas, realizadas con prudencia y justicia, pueden garantizar al Estado la prosperidad pública. Más aún: ni siquiera es en sí censurable, según estos principios, que el pueblo tenga una mayor o menor participación en el gobierno, participación que, en ciertas ocasiones y dentro de una legislación determinada, puede no sólo ser provechosa, sino incluso obligatoria para los ciudadanos. No hay tampoco razón justa para acusar a la Iglesia de ser demasiado estrecha en materia de tolerancia o de ser enemiga de la auténtica y legítima libertad. Porque, si bien la Iglesia juzga ilícito que las diversas clases de culto divino gocen del mismo derecho que tiene la religión verdadera, no por esto, sin embargo, condena a los gobernantes que para conseguir un bien importante o para evitar un grave mal toleran pacientemente en la práctica la existencia de dichos cultos en el Estado. Es, por otra parte, costumbre de la Iglesia vigilar con mucho cuidado para que nadie sea forzado a abrazar la fe católica contra su voluntad, porque, como observa acertadamente San Agustín, «el hombre no puede creer más que de buena voluntad»(25).
19. Por la misma razón, la Iglesia no puede aprobar una líbertad que lleva al desprecio de las leyes santísimas de Dios y a la negación de la obediencia debida a la autoridad legítima. Esta libertad, más que libertad, es licencia. Y con razón la denomina San Agustín libertad de perdición(26) y el apóstol San Pedro velo de malicia(27). Más aún: esa libertad, siendo como es contraria a la razón, constituye una verdadera esclavitud, pues el que obra el pecado, esclavo es del pecado(28). Por el contrario, es libertad auténtica y deseable aquella que en la esfera de la vida privada no permite el sometimiento del hombre a la tiranía abominable de los errores y de las malas pasiones y que en el campo de la vida pública gobierna con sabiduría a los ciudadanos, fomenta el progreso y las comodidades de la vida y defiende la administración del Estado de toda ajena arbitrariedad. La Iglesia es la primera en aprobar esta libertad justa y digna del hombre. Nunca ha cesado de combatír para conservarla incólume y entera en los pueblos. Los monumentos históricos de las edades precedentes demuestran que la Iglesia católica ha sido siempre la iniciadora, o la impulsora, o la protectora de todas las instituciones que pueden contribuir al bienestar común en el Estado. Tales son las eficaces instituciones creadas para coartar la tiranía de los príncipes que gobiernan mal a los pueblos; las que impiden que el poder supremo del Estado invada indebidamente la esfera municipal o familiar, y las dirigidas a garantizar la dignidad y la vida de las personas y la igualdad jurídica de los ciudadanos.
Consecuente siempre consigo mísma, si por una parte rechaza la libertad inmoderada, que lleva a los indivíduos y a los pueblos al desenfreno o a la esclavitud, acepta, por otra parte, con mucho gusto, los adelantos que trae consigo el tiempo, cuando promueven de veras el bienestar de la vida presente, que es como un camino que lleva a la vida e inmortalidad futuras. Calumnia, por tanto, vana e infundada es la afirmación de algunos que dicen que la Iglesia mira con malos ojos el sistema político moderno y que rechaza sin distinción todos los descubrimientos del genio contemporáneo. La Iglesia rechaza, sin duda alguna, la locura de ciertas opiniones. Desaprueba el pernicíoso afán de revoluciones y rechaza muy especialmente ese estado de espíritu en el que se vislumbra el comienzo de un apartamiento voluntario de Dios. Pero como todo lo verdadero proviene necesariamente de Dios, la Iglesia reconoce como destello de la mente divina toda verdad alcanzada por la investigación del entendimiento humano. Y como no hay verdad alguna del orden natural que esté en contradicción con las verdades reveladas, por el contrario, son muchas las que comprueban esta misma fe; y, además, todo descubrimiento de la verdad puede llevar, ya al conocimiento, ya a la glorificación de Dios, de aquí que la Iglesia acoja siempre con agrado y alegría todo lo que contribuye al verdadero progreso de las ciencias. Y así como lo ha hecho siempre con las demás ciencias, la Iglesia fomentará y favorecerá con ardor todas aquellas ciencias que tienen por objeto el estudio de la naturaleza. En estas disciplinas, la Iglesia no rechaza los nuevos descubrimientos. Ni es contraria a la búsqueda de nuevos progresos para el mayor bienestar y comodídad de la vida. Enemiga de la inercia perezosa, desea en gran manera que el ingenio humano, con el trabajo y la cultura, produzca frutos abundantes. Estimula todas las artes, todas las industrias, y dirigiendo con su eficacia propia todas estas cosas a la virtud y a la salvación del hombre, se esfuerza por impedir que la inteligencia y la actividad del hombre aparten a éste de Dios y de los bienes eternos.
20. Pero estos principios, tan acertados y razonables, no son aceptados hoy día, cuando los Estados no solamente rechazan adaptarse a las normas de la filosofia cristiana, sino que parecen pretender alejarse cada día más de ésta. Sin embargo, como la verdad expuesta con claridad suele propagarse fácilmente por sí misma y penetrar poco a poco en los entendimientos de los hombres, por esto Nos, obligados en concíencia por el sagrado cargo apostólico que ejercemos para con todos los pueblos, declaramos la verdad con toda libertad, según nuestro deber. No porque Nos olvidemos las especiales circunstancias de nuestros tiempos, ni porque juzguemos condenables los adelantos útiles y honestos de nuestra época, sino porque Nos querríamos que la vida pública discurriera por caminos más seguros y tuviera fundamentos más sólidos, y esto manteniendo intacta la verdadera libertad de los pueblos; esta libertad humana cuya madre y mejor garantía es la verdad: «la verdad os hará libres»(29).
III. DEBERES DE LOS CATÓLICOS
En el orden teórico
21. Si, pues, en estas dificiles circunstancias, los católicos escuchan, como es su obligación, estas nuestras enseñanzas, entenderán con facilidad cuáles son los deberes de cada uno, tanto en el orden teórico como en el orden práctico. En el orden de las ideas, es necesaria una firme adhesión a todas las enseñanzas presentes y futuras de los Romanos Pontífices y la profesión pública de estas enseñanzas cuantas veces lo exijan las circunstancias. Y en particular acerca de las llamadas libertades modernas es menester que todos se atengan al juicio de la Sede Apostólica y se identifiquen con el sentir de ésta. Hay que prevenirse contra el peligro de que la honesta apariencia de esas libertades engañe a algún incauto. Piénsese en el origen de esas libertades y en las intenciones de los que las defienden. La experiencia ha demostrado suficientemente los resultados que producen en la sociedad. En todas partes han dado frutos tan perniciosos que con razón han provocado el desengaño y el arrepentimiento en todos los hombres honrados y prudentes. Si comparamos esta clase de Estado moderno, de que hablamos, con otro Estado, real o imaginario, que persiga tiránica y abiertamente a la religión cristiana, podrá parecer el primero más tolerable que el segundo. Sin embargo, los principios en que se basa son tales, como hemos dicho, que no pueden ser aceptados por nadie.
En el orden práctico
22. En la práctíca, la aplicación de estos principios pueden ser considerados tanto en la vida privada y doméstica como en la vida pública. En el orden privado el deber principal de cada uno es ajustar perfectamente su vida y su conducta a los preceptos evangélicos, sin retroceder ante los sacrificios y dificultades que impone la virtud cristiana. Deben, además, todos amar a la Iglesia como a Madre común; obedecer sus leyes, procurar su honor, defender sus derechos y esforzarse para que sea respetada y amada por aquellos sobre los que cada cual tiene alguna autoridad. Es también de interés público que los católicos colaboren acertadamente en la administración municipal, procurando y logrando sobre todo que se atienda a la instrucción pública de la juventud en lo referente a la religión y a las buenas costumbres, como conviene a personas cristianas: de esta enseñanza depende en gran manera el bien público de cada ciudad. Asimismo, por regla general, es bueno y útil que la acción de los católicos se extienda desde este estrecho círculo a un campo más amplio, e incluso que abarque el poder supremo del Estado. Decimos por regla general porque estas enseñanzas nuestras están dirigidas a todas las naciones. Puede muy bien suceder que en alguna parte, por causas muy graves y muy justas, no convenga en modo alguno intervenir en el gobierno de un Estado ni ocupar en él puestos políticos. Pero en general, como hemos dicho, no querer tomar parte alguna en la vida pública sería tan reprensible como no querer prestar ayuda alguna al bien común. Tanto más cuanto que los católicos, en virtud de la misma doctrina que profesan, están obligados en conciencia a cumplir estas obligaciones con toda fidelidad. De lo contrario, si se abstienen políticamente, los asuntos políticos caerán en manos de personas cuya manera de pensar puede ofrecer escasas esperanzas de salvación para el Estado. Situación que redundaría también en no pequeño daño de la religión cristiana. Podrían entonces mucho los enemigos de la Iglesia y podrían muy poco sus amigos. Queda, por tanto, bien claro que los católicos tienen motivos justos para intervenir en la vida política de los pueblos. No acuden ni deben acudir a la vida política para aprobar lo que actualmente puede haber de censurable en las instituciones políticas del Estado, sino para hacer que estas mismas instituciones se pongan, en lo posible, al servicio sincero y verdadero del bien público, procurando infundir en todas las venas del Estado, como savia y sangre vigorosa, la eficaz influencia de la religión católica.
Así se procedía en los primeros siglos de la Iglesia. Las costumbres paganas distaban inmensamente de la moral evangélica. Sin embargo, en pleno paganismo, los cristianos, siempre incorruptos y consecuentes consigo mismos, se introducían animosamente dondequiera que podían. Ejemplares en la lealtad a los emperadores y obedientes a las leyes en cuanto era lícito, esparcían por todas partes un maravilloso resplandor de santidad, procurando al mismo tiempo ser útiles a sus hermanos y atraer a los demás a la sabiduría de Cristo; pero dispuestos siempre a retirarse y a morir valientemente si no podían retener los honores, las dignidades y los cargos públicos sin faltar a su conciencia. De este modo, las instituciones cristianas penetraron rápidamente no sólo en las casas particulares, sino también en los campamentos, en los tribunales y en la misma corte imperial. «Somos de ayer y ya llenamos todo lo vuestro: las ciudades, las islas, las fortalezas, los municipios, las asambleas, los campamentos, las tribus, las decurias, el palacio, el Senado, el foro»(30). Hasta tal punto que, cuando se dio libertad de profesar públicamente el Evangelio, la fe cristiana apareció no dando vagidos como un niño en la cuna, sino adulta y vigorosa ya en la mayoria de las ciudades.
La defensa de la religión católica y del Estado
23. Es necesario renovar en nuestros tiempos los ejemplos de nuestros mayores. Es necesario en primer lugar que los católicos dignos de este nombre estén dispuestos a ser hijos amantes de la Iglesia y aparecer como tales. Han de rechazar sin vacilación todo lo que sea incompatible con su profesión cristiana. Han de utilizar, en la medida que les permita su conciencia, las instituciones públicas para defensa de la verdad y de la justicia. Han de esforzarse para que la libertad en el obrar no traspase los límites señalados por la naturaleza y por la ley de Dios. Han de procurar que todos los Estados reflejen la concepción cristiana, que hemos expuesto, de la vida pública. No es posible señalar en estas materias directrices únicas y uniformes, porque deben adaptarse a circunstancias de tiempo y lugar muy desiguales entre sí. Sin embargo, hay que conservar, ante todo, la concordia de las voluntades y tender a la unidad en la acción y en los propósitos. Se obtendrá sin dificultad este doble resultado si cada uno toma para sí como norma de conducta las prescripciones de la Sede Apostólica y la obediencia a los obispos, a quienes el Esfüritu Santo puso para gobernar la Iglesia de Dios(31). La defensa de la religión católica exige necesariamente la unidad de pensamiento y la firme perseverancia de todos en la profesión pública de las doctrinas enseñadas por la Iglesia. Y en este punto hay que evitar dos peligros: la connivencia con las opiniones falsas y una resistencia menos enérgica que la que exige la verdad. Sin embargo, en materias opinables es lícita toda discusión moderada con deseo de alcanzar la verdad, pero siempre dejando a un lado toda sospecha injusta y toda acusación mutua. Por lo cual, para que la unión de los espíritus no quede destruida con temerarias acusaciones, entiendan todos que la integridad de la verdad católica no puede en manera alguna compaginarse con las opiniones tocadas de naturalismo o racionalismo, cuyo fin último es arrasar hasta los cimientos la religión cristiana y establecer en la sociedad la autoridad del hombre independizada de Dios.
Tampoco es lícito al católico cumplir sus deberes de una manera en la esfera privada y de otra forma en la esfera pública, acatando la autoridad de la Iglesia en la vida particular y rechazándola en la vida pública. Esta distinción vendría a unir el bien con el mal y a dividir al hombre dentro de sí, cuando, por el contrario, lo cierto es que el hombre debe ser siempre consecuente consigo mismo, sin apartarse de la norma de la virtud cristiana en cosa alguna ni en esfera alguna de la vida. Pero si se trata de cuestiones meramente políticas, del mejor régimen político, de tal o cual forma de constitución política, está permitida en estos casos una honesta díversidad de opiniones. Por lo cual no tolera la justicia que a personas cuya piedad es por otra parte conocida y que están dispuestas a aceptar dócilmente las enseñanzas de la Sede Apostólica, se les acuse de falta grave porque piensen de distinta manera acerca de las cosas que hemos dicho. Mucho mayor sería la injusticia si se les acusara de violación o de sospecha en la fe católica, cosa que desgraciadamente ha sucedido más de una vez. Tengan siempre presente y cumplan esta norma los escritores y, sobre todo, los periodistas. Porque en una lucha como la presente, en la que están en peligro bienes de tanta importancia, no hay lugar para las polémicas intestinas ni para el espíritu de partido, sino que, unidos los ánimos y los deseos, deben todos esforzarse por conseguir el propósito que los une: la salvación de la religión y del Estado. Por tanto, si anteriormente ha habido alguna división, es necesario sepultarla voluntariamente en el olvido más completo. Si ha existido alguna temeridad o alguna injusticia, quienquiera que sea el culpable, hay que recuperarla con una recíproca caridad y olvidarlo todo como prueba de supremo acatamiento a la Sede Apostólica. De esta manera, los católicos conseguirán dos resultados excelentes. El primero, ayudar a la Iglesia en la conservación y propagación de los principios cristianos. El segundo, procurar el mayor beneficio posible al Estado, cuya seguridad se halla en grave peligro a causa de nocivas teorías y malvadas pasiones.
24. Estas son, venerables hermanos, las enseñanzas que Nos juzgamos conveniente dar a todas las naciones del orbe católico acerca de la constitución cristiana del Estado y de las obligaciones propias del ciudadano.
Sólo nos queda implorar con intensa oración el auxilio del cielo y rogar a Dios que El, de quien es propio iluminar los entendimientos y mover las voluntades de los hombres, conduzca al resultado apetecido los deseos que hemos formado y los esfuerzos que hemos hecho para mayor gloria suya y salvación de todo el género humano. Como auspicio favorable de los beneficios divinos y prenda de nuestra paterna benevolencia, os damos en el Señor, con el mayor afecto, nuestra bendición apostólica a vosotros, venerables hermanos, al clero y a todo el pueblo confiado a la vigilancia de vuestra fe.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 1 de noviembre de 1885, año octavo de nuestro pontificado.
Notas
1. Rom 13,1.
2. Sab 6,7.
3. Rom 13,1.
4. Rom 13,2.
5. Jn 20,21.
6. Mt 28,20.
7. Jn 10,10.
8. Mc 16,15.
9. Mt 16,19.
10. Jn 21,16-17.
11. Lc 22,32.
12. Mt 28,18-20.
13. Mt 18,17.
14. 2 Cor 10,6.
15. 2 Cor 13,10.
16. Hech 5,29.
17. Rom 13,1.
18. Teodosio II Carta a San Cirilo de Alejandría y a los obispos metropolitanos: Mansi, 4,1114.
19. San Agustín, De moribus Ecclesiae catholicae 1,30: PL 32,1336.
20. San Agustín, Epist. 138 ad Marcellinum 2,15: PL 33,532.
21. Vives de Chartres, Epis. 238: PL 162,246.
22. Véase la Enc. Libertas praestantissimum, de 20 de junio de 1888: ASS 20 (1887-1888) 593-613.
23. Gregorio XVI, Enc. Mirari vos, 15 de agosto de 1832: ASS 4 (1868) 341ss.
24. Véase Pío IX, Syllabus prop.19,39,55 y 89: ASS 3 (1867) 167ss.
25. San Agustín, Tractatus in Io. Evang. 26,2: PL 35,1607.
26. San Agustín, Epist. 105 2,9: PL 33,399.
27. 1 Pe 2,16.
28. Jn 8,34.
29. Jn 7,32.
30. Tertuliano, Apologeticum 37: PL 1,462.
31. Hech 20,28
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Encíclica “Sapientiae Christianae”
de S.S. León XIII
sobre los deberes de los ciudadanos cristianos
10-1-1890
Cada día se deja sentir más y más la necesidad de recordar los preceptos de cristiana sabiduría, para en todo conformar a ellos la vida, costumbres e instituciones de los pueblos. Porque, postergados estos preceptos, se ha seguido tal diluvio de males, que ningún hombre cuerdo puede, sin angustiosa preocupación, sobrellevar los actuales ni contemplar sin pavor los que están por venir.
Y a la verdad, en lo tocante a los bienes del cuerpo y exteriores al hombre, se ha progresado bastante; pero cuanto cae bajo la acción de los sentidos, la robustez de fuerzas, la abundancia grande de riquezas, si bien proporcionan comodidades, aumentando las delicias de la vida, de ningún modo satisfacen al alma, creada para cosas más altas y nobles. Tener la mirada puesta en Dios y dirigirse a Él, es la ley suprema de la vida del hombre, el cual, creado a imagen y semejanza de su Hacedor, por su propia naturaleza es poderosamente estimulado a poseerlo. Pero a Dios no se acerca el hombre por movimiento corporal, sino por la inteligencia y la voluntad, que son movimientos del alma. Porque Dios es la primera y suma verdad; es asimismo la santidad perfecta y el bien sumo, al cual la voluntad solo puede aspirar y acercarse guiada por la virtud.
Progreso material retroceso espiritual
Y lo que se dice de los individuos se ha de entender también de la sociedad, ya sea doméstica o civil. Porque la sociedad no ha sido instituida por la naturaleza para que la busque el hombre como fin, sino para que en ella y por ella posea medios eficaces para su propia perfección. Si, pues, alguna sociedad, fuera de las ventajas materiales y progreso social, con exquisita profusión y gusto procurados, ningún otro fin se propusiera; si en el gobierno de los pueblos menosprecia a Dios y para nada se cuida de las leyes morales, se desvía lastimosamente del fin que su naturaleza misma le prescribe, mereciendo, no ya el concepto de comunidad o reunión de hombres, sino más bien el de engañosa imitación y simulacro de sociedad.
Ahora bien: el esplendor de aquellos bienes del alma, antes mencionados, los cuales principalmente se encuentran en la práctica de la verdadera religión y en la observancia fiel de los preceptos cristianos, vemos que cada día se eclipsa más en los ánimos por el olvido o menosprecio de los hombres, de tal manera que, cuánto mayor sea el aumento en lo que a los bienes del cuerpo se refiere, tanto más caminan hacia el ocaso los que pertenecen al alma. De cómo se ha disminuído o debilitado la fe cristiana, son prueba eficaz los insultos con que a vista de todos se injuria con desusada frecuencia a la religión católica: injurias que en otra época, cuando la religión estaba en auge, de ningún modo se hubieran tolerado.
Por esta causa es increíble la asombrosa multitud de hombres que ponen en peligro su eterna salvación; los pueblos mismos y los reinos no pueden por mucho tiempo conservarse incólumes, porque con la ruina de las instituciones y costumbres cristianas, menester es que se destruyan los fundamentos que sirven de base a la sociedad humana. Se fía la paz pública y la conservación del orden a la sola fuerza material, pero la fuerza, sin la salvaguardia de la religión, es por extremo débil: a propósito para engendrar la esclavitud más bien que la obediencia, lleva en sí misma los gérmenes de grandes perturbaciones. Ejemplo de lamentables desgracias nos ofrece lo que llevamos de siglo, sin que se vea claro si acaso no han de temerse otras semejantes.
Y así, la misma condición de los tiempos aconseja buscar el remedio donde conviene, que no es otro sino restituir a su vigor, así en la vida privada como en todos los sectores de la vida social, la norma de sentir y obrar cristianamente, única y excelente manera de extirpar los males presentes, y precaver los peligros que amenazan. A este fin, Venerables Hermanos, debemos dirigir Nuestros esfuerzos, y procurarlo con todo ahínco y por cuantos medios estén a Nuestro alcance; por lo cual, aunque en diferentes ocasiones, según ofrecía la oportunidad, ya enseñamos lo mismo, juzgamos, sin embargo, en esta Encíclica, señalar más distintamente los deberes de los cristianos, porque, si se observan con diligencia, contribuyen por maravillosa manera al bienestar social. Asistimos a una contienda ardorosa y casi diaria en torno a intereses de la mayor monta; y en esta lucha, muy difícil es no ser alguna vez engañados, ni engañarse, ni que muchos no se desalienten y caigan de ánimo Nos corresponde, Venerables Hermanos, advertir a cada uno, enseñar y exhortar conforme a las circunstancias para que nadie se aparte del camino de la verdad.
DEBERES DE LOS CRISTIANOS
Amor a la patria
No puede dudarse de que en la vida práctica son mayores en número y gravedad los deberes de los cristianos que los de quienes, o tienen de la religión católica ideas falsas, o la desconocen por completo. Cuando, redimido el linaje humano, Jesucristo mandó a los Apóstoles predicar el Evangelio a toda criatura, impuso también a todos los hombres la obligación de aprender y creer lo que les enseñasen; y al cumplimiento de este deber va estrechamente unida la salvación eterna. “El que creyere y fuere bautizado será salvo, pero el que no creyere se condenará” (1). Pero al abrazar el hombre, como es deber suyo, la fe cristiana, por el mismo acto se constituye en súbdito de la Iglesia, como engendrado por ella, y se hace miembro de aquella amplísima y santísima sociedad, cuyo régimen, bajo su cabeza visible, Jesucristo, pertenece, por deber de oficio y con potestad suprema, al Romano Pontífice.
Ahora bien: si por ley natural estamos obligados a amar especialmente y defender la sociedad en que nacimos, de tal manera que todo buen ciudadano esté pronto a arrostrar aun la misma muerte por su patria, deber es, y mucho más apremiante en los cristianos, hallarse en igual disposición de ánimo para con la Iglesia. Porque la Iglesia es la ciudad santa del Dios vivo, fundada por Dios, y por El mismo establecida, la cual, aunque peregrina sobre la tierra, llama a todos los hombres, y los instruye y los guía a la felicidad eterna allá en el cielo. Por consiguiente, se ha de amar la patria donde recibimos esta vida mortal, pero más entrañable amor debemos a la Iglesia, de la cual recibimos la vida del alma, que ha de durar eternamente; por lo tanto, es muy justo anteponer a los bienes del cuerpo los del espíritu, y frente a nuestros deberes para con los hombres son incomparablemente más sagrados los que tenemos para con Dios.
Por lo demás, si queremos sentir rectamente, el amor sobrenatural de la Iglesia y el que naturalmente se debe a la patria, son dos amores que proceden de un mismo principio eterno, puesto que de entrambos es causa y autor el mismo Dios; de donde se sigue, que no puede haber oposición entre los dos. Ciertamente, una y otra cosa podemos y debemos: amarnos a nosotros mismos y desear el bien de nuestros prójimos, tener amor a la patria y a la autoridad que la gobierna; pero al mismo tiempo debemos honrar a la Iglesia como a madre, y con todo el afecto de nuestro corazón amar a Dios.
Y, sin embargo, o por lo desdichado de los tiempos o por la voluntad menos recta de los hombres, alguna vez el orden de estos deberes se trastorna. Porque se ofrecen circunstancias en las cuales parece que una manera de obrar exige de los ciudadanos el Estado, y otra contraria la religión cristiana; lo cual ciertamente proviene de que los que gobiernan a los pueblos, o no tienen en cuenta para nada la autoridad sagrada de la Iglesia, o pretenden que ésta les sea subordinada. De aquí nace la lucha, y el poner a la virtud a prueba en el combate. Manda una y otra autoridad, y como quiera que mandan cosas contrarias, obedecer a las dos es imposible: “Nadie puede servir al mismo tiempo a dos señores” (2); y así es menester faltar a la una, si se ha de cumplir lo que la otra ordena. Cuál deba llevar la preferencia, nadie puede ni dudarlo.
Impiedad es por agradar a los hombres dejar el servicio de Dios; ilícito quebrantar las leyes de Jesucristo por obedecer a los magistrados, o bajo color de conservar un derecho civil, infringir los derechos de la Iglesia...: “Conviene obedecer a Dios antes que a los hombres” (3); y lo que en otro tiempo San Pedro y los demás Apóstoles respondían a los magistrados cuando les mandaban cosas ilicitas, eso mismo en igualdad de circunstancias se ha de responder sin vacilar. No hay, así en la paz como en la guerra, quien aventaje al cristiano consciente de sus deberes; pero debe arrostrar y preferir todo, aun la misma muerte, antes que abandonar, como un desertor, la causa de Dios y la Iglesia.
Por lo cual desconocen seguramente la naturaleza y alcance de las leyes los que reprueban semejante constancia en el cumplimiento del deber, tachándola de sediciosa. Hablamos de cosas sabidas y Nos mismo las hemos explicado ya otras veces. La ley no es otra cosa que el dictamen de la recta razón promulgado por la potestad legítima para el bien común. Pero no hay autoridad alguna verdadera y legítima si no proviene de Dios, soberano y supremo Señor de todos, a quien únicamente pertenece el dar poder al hombre sobre el hombre; ni se ha de juzgar recta la razón cuando se aparta de la verdad y la razón divina, ni verdadero bien el que repugna al bien sumo e inconmutable, o tuerce las voluntades humanas y las separa del amor de Dios.
Sagrado es, por cierto, para los cristianos el nombre del poder público, en el cual, aun cuando sea indigno el que lo ejerce, reconocen cierta imagen y representación de la majestad divina; justa es y obligatoria la reverencia a las leyes, no por la fuerza o amenazas, sino por la persuasión de que se cumple con un deber, “porque el Señor no nos ha dado espíritu de temor” (4) ; pero si las leyes de los Estados están en abierta oposición al derecho divino, si con ellas se ofende a la Iglesia o si contradicen a los deberes religiosos, o violan la autoridad de Jesucristo en el Pontífice supremo, entonces la resistencia es un deber, la obediencia es un crimen, que por otra parte envuelve una ofensa a la misma sociedad, pues pecar contra la religión es delinquir también contra el Estado.
Echase también de ver nuevamente cuán injusta sea la acusación de rebelión; porque no se niega la obediencia debida al príncipe y a los legisladores, sino que se apartan de su voluntad únicamente en aquellos preceptos para los cuales no tienen autoridad alguna, porque las leyes hechas con ofensa de Dios son injustas, y cualquiera otra cosa podrán ser menos leyes.
Bien sabéis, Venerables Hermanos, ser ésta la mismísima doctrina del apóstol San Pablo, el cual como escribiese a Tito que se debía aconsejar a los cristianos que estuviesen sujetos a los príncipes y potestades y obedecer a sus mandatos, inmediatamente añade que estuviesen dispuestos a toda obra buena (5), para que constase ser lícito desobedecer a las leyes humanas cuando decretan algo contra la ley eterna de Dios. Por modo semejante el Príncipe de los Apóstoles, a los que intentaban arrebatarle la libertad en la predicación del Evangelio, con aliento sublime y esforzado respondía: “Si es justo delante de Dios, juzgadlo vosotros mismos. Pero no podemos no hablar de aquellas cosas que hemos visto y oído” (6).
Dos patrias
Amar, pues, a una y otra patria, la natural y la de la ciudad celestial, pero de tal manera que el amor de ésta ocupe lugar preferente en nuestro corazón, sin permitir jamás que a los derechos de Dios se antepongan los derechos del hombre, es el principal deber de los cristianos, y como fuente de donde se derivan todos los demás deberes. Y a la verdad que el libertador del linaje humano: “Yo, dice de sí mismo, para esto he nacido y con este fin vine al mundo, para dar testimonio de la verdad” (7), y asimismo, “he venido a poner fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que se encienda?” (8). En el conocimiento de esta verdad, que es la perfección suma del entendimiento, y en el amor divino, que de igual modo perfecciona la voluntad, consiste toda la vida y libertad cristiana. Y ambas cosas, la verdad y la caridad, como patrimonio nobilísimo legado a la Iglesia por Jesucristo, lo conserva y defiende ésta con incesante esmero y vigilancia.
Pero cuán encarnizada y múltiple es la guerra que ha estallado contra la Iglesia, ni siquiera es preciso decirlo. Porque como quiera que le ha cabido en suerte a la razón, ayudada por las investigaciones científicas, descubrir muchos secretos velados antes por la naturaleza y aplicarlos convenientemente a los usos de la vida, se han envanecido los hombres de tal modo, que creen poder ya lanzar de la vida social de los pueblos a Dios y su divino gobierno.
Llevados de semejante error, transfieren a la naturaleza humana el principado arrancado a Dios; propalan que sólo en la naturaleza ha de buscarse el origen y norma de toda verdad; que de ella provienen y a ella han de referirse cuantos deberes impone la religión. Por lo tanto, que ni ha sido revelada por Dios verdad alguna, ni para nada ha de tenerse en cuenta la institución cristiana en las costumbres, ni se debe obedecer a la Iglesia; que ésta ni tiene potestad para dar leyes ni posee derecho alguno; más aún: que no debe hacerse mención de ella en las constituciones de los pueblos.
Ambicionan y por todos los medios posibles procuran apoderarse de los cargos públicos y tomar las riendas en el gobierno de los Estados, para poder así más fácilmente, según tales principios, arreglar las leyes y educar los pueblos. Y así vemos la gran frecuencia con que o claramente se declara la guerra a la religión católica, o se la combate con astucia; mientras conceden amplias facultades para propagar toda clase de errores y se ponen fortísimas trabas a la pública profesión de las verdades religiosas.
En circunstancias tan lamentables, ante todo es preciso que cada uno entre en sí mismo procurando con exquisita vigilancia conservar hondamente arraigada en su corazón la fe, precaviéndose de los peligros, y señaladamente siempre bien armado contra varios sofismas engañosos. Para mejor poner a salvo esta virtud, juzgamos sobremanera útil y por extremo conforme a las circunstancias de los tiempos el esmerado estudio de la doctrina cristiana, según la posibilidad y capacidad de cada cual; empapando su inteligencia con el mayor conocimiento posible de aquellas verdades que atañen a la religión y por la razón pueden alcanzarse. Y como quiera que no sólo se ha de conservar en todo su vigor pura e incontaminada la fe cristiana sino que es preciso robustecerla más cada día con mayores aumentos, de aquí la necesidad de acudir frecuentemente a Dios con aquella humilde y rendida súplica de los Apóstoles: “Aumenta en nosotros la fe” (9).
Deberes contra los enemigos de la Iglesia
Es de advertir que en este orden de cosas que pertenecen a la fe cristiana hay deberes cuya exacta y fiel observancia, si siempre fue necesaria para la salvación, lo es incomparablemente más en estos tiempos.
Porque en tan grande y universal extravío de opiniones, deber es de la Iglesia tomar el patrocinio de la verdad y extirpar de los ánimos el error; deber que está obligada a cumplir siempre e inviolablemente, porque a su tutela ha sido confiado el honor de Dios y la salvación de las almas. Pero cuando la necesidad apremia no sólo deben guardar incólume la fe los que mandan, sino que “cada uno esté obligado a propagar la fe delante de los otros, ya para instruir y confirmar a los demás fieles, ya para reprimir la audacia de los infieles” (10). Ceder el puesto al enemigo, o callar cuando de todas partes se levanta incesante clamoreo para oprimir a la verdad, propio es, o de hombre cobarde o de quien duda estar en posesión de las verdades que profesa. Lo uno y lo otro es vergonzoso e injurioso a Dios; lo uno y lo otro, contrario a la salvación del individuo y de la sociedad: ello aprovecha únicamente a los enemigos del nombre cristiano, porque la cobardía de los buenos fomenta la audacia de los malos.
Y tanto más se ha de vituperar la desidia de los cristianos cuanto que se puede desvanecer las falsas acusaciones y refutar las opiniones erróneas, ordinariamente con poco trabajo; y, con alguno mayor, siempre. Finalmente, a todos es dado oponer y mostrar aquella fortaleza que es propia de los cristianos, y con la cual no raras veces se quebrantan los bríos de los adversarios y se desbaratan sus planes. Fuera de que el cristiano ha nacido para la lucha, y cuanto ésta es más encarnizada, tanto con el auxilio de Dios es más segura la victoria. “Confiad: yo he vencido al mundo” (11). Y no oponga nadie que Jesucristo, conservador y defensor de la Iglesia, de ningún modo necesita del auxilio humano porque, no por falta de fuerza, sino por la grandeza de su voluntad, quiere que pongamos alguna cooperación para obtener v alcanzar los frutos de la salvación que Él nos ha conquistado.
Propagar el Evangelio
Lo primero que ese deber nos impone es profesar abierta y constantemente la doctrina católica y propagarla, cada uno según sus fuerzas. Porque, corno repetidas veces se ha dicho, y con muchísima verdad, nada daña tanto a la doctrina cristiana corno el no ser conocida; pues, siendo bien entendida, basta ella sola para rechazar todos los errores, y si se propone a un entendimiento sincero y libre de falsos prejuicios, la razón dicta el deber de adherirse a ella. Ahora bien: la virtud de la fe es un gran don de la gracia y bondad divina; pero las cosas a que se ha de dar fe no se conocen de otro modo que oyéndolas.
“¿Cómo creerán en El, si de El nada han oído hablar? ¿Y cómo oirán hablar de El si no se les predica?. Así que la fe proviene de oír, y el oír depende de la predicación de la Palabra de Cristo” (12). Siendo, pues, la fe necesaria para la salvación, síguese que es enteramente indispensable que se predique la palabra de Cristo. El cargo de predicar, esto es, de enseñar, por derecho divino compete a los maestros, a los que “el Espíritu Santo ha instituido Obispos para gobernar la Iglesia de Dios” (13), y principalmente al Pontífice Romano, Vicario de Jesucristo puesto al frente de la Iglesia universal con potestad suma como maestro de lo que se ha de creer y obrar. Sin embargo, nadie crea que se prohíbe a los particulares poner en uso algo de su parte, sobre todo a los que Dios concedió una buena inteligencia y el deseo de hacer bien; los cuales, cuando el caso lo exija, pueden fácilmente, no ya arrogarse el cargo de doctor, pero sí comunicar á los demás lo que ellos han recibido, siendo así como el eco de la voz de los maestros. Más aún, a los Padres del Concilio Vaticano les pareció tan oportuna y fructuosa la colaboración de los particulares, que hasta juzgaron exigírsela: “A todos los fieles, en especial a los que mandan o tienen cargo de enseñar, suplicamos encarecidamente por las entrañas de Jesucristo, y aun les mandarnos con la autoridad del mismo Dios y Salvador nuestro, que trabajen con empeño y cuidado en alejar y desterrar de la Santa Iglesia estos errores, y manifestar la luz purísima de la fe” (14).
Lucha, unida
Por lo demás, acuérdese cada uno de que puede y debe sembrar la fe católica con la autoridad del ejemplo, y predicarla profesándola con tesón. Por consiguiente, entre los deberes que nos juntan con Dios y con la Iglesia se ha de contar, entre los principales, el que cada uno, por todos los medios, procure defender las verdades cristianas y refutar los errores.
Pero no llenarán este deber como conviene, colmadamente y con provecho, si bajan a la arena separados unos de otros.
Ya anunció Jesucristo que el odio y la envidia de los hombres de que El, antes que nadie, fue blanco, se extendería del mismo modo a la obra por El fundada, de tal suerte, que a muchos de hecho se les impediría conseguir la salvación, que El por singular beneficio nos ha procurado. Por lo cual quiso no solamente formar alumnos de su escuela, sino además juntarlos en sociedad y unirlos convenientemente en un cuerpo, “que es la Iglesia” (15), cuya cabeza es El mismo. Así que la vida de Jesucristo penetra y recorre la trabazón de este cuerpo, nutre y sustenta cada uno de íos miembros y los tiene unidos entre sí y encaminados al mismo fin, por más que no es una misma la acción de cada uno de ellos (16)
Por estas causas, no sólo es la Iglesia sociedad perfecta y mucho más excelente que cualquier otra sociedad, sino que más le ha impuesto su Fundador la obligación de trabajar por la salvación del linaje humano “como un ejército formado en batalla” (17) Esta composición y conformación sociedad cristiana de ningún modo se puede mudar, y tampoco es permitido a cada uno vivir a su antojo o escoger el modo de pelear que más le agrade, porque desparrama y no recoge el que no recoge con la Iglesia y con Jesucristo; y en realidad, pelean contra Dios todos los que no pelean juntos con El y con la Iglesia (18).
Mas para esta unión de los ánimos y semejanza en el modo de obrar, no sin causa, formidable a los enemigos del nombre católico, lo primero de todo es necesaria la concordia de pareceres, a la cual vemos que el apóstol San Pablo exhortaba a los Corintios con todo encarecimiento y con palabras de mucho peso: “Mas os ruego encarecidamente, hermanos míos, por el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, que todos tengáis un mismo lenguaje y que no haya entre vosotros cisma; antes bien, viváis perfectamente unidos en un mismo pensar y en un mismo sentir” (19). Fácilmente se entiende la sabiduría de este precepto: porque el entendimiento es el principio de obrar, y, por consiguiente, ni pueden unirse las voluntades, ni ser las acciones semejantes, si los entendimientos tienen diverso sentir.
Los que por única guía tienen a la razón, muy difícil, si no imposible, es que puedan tener unidad de doctrina porque el arte de conocer las cosas es por difícil y nuestro entendimiento, débil por naturaleza, es atraído en sentidos distintos por las diversas opiniones y a menudo engañado por la impresión de la presentación externa de las cosas; a lo citado se agregan los deseos desordenados, que muchas veces o quitan o por lo menos disminuyen la facultad de ver la verdad. Por esto, en el gobierno de los pueblos se recurre muchas veces a mantener unidos por la fuerza aquellos cuyos ánimos están discordantes.
Muy al contrario los cristianos, los cuales saben qué han de creer por la Iglesia, con cuya autoridad y guía están ciertos que conseguirán la verdad. Por lo cual, como es una la Iglesia, porque uno es Cristo, así una es y debe ser la doctrina de todos los cristianos del mundo entero. “Uno el Señor, una la fe” (20). Pero teniendo todos un mismo espíritu de fe (21) alcanzan el principio saludable que les ha de salvar, del que naturalmente se engendra en todos la misma voluntad y el mismo modo de obrar.
Unidad y disciplina
Pero, como manda el apóstol San Pablo, conviene que esta unanimidad sea perfecta.
No apoyándose la fe cristiana en la autoridad de la razón humana, sino de la divina, porque las cosas “que hemos recibido de Dios creemos que son verdaderas, no porque con la luz natural de la razón veamos la verdad intrínseca de las cosas, sino por la autoridad del mismo Dios que las revela, el cual no puede engañarse ni engañar” (22), se sigue la absoluta necesidad de abrazar con igual y semejante asentimiento todas y cada una de las verdades de que nos conste haberlas Dios revelado y que negar el asentimiento a una sola viene casi a ser lo mismo que rechazarlas todas. Destruyen, por consiguiente, el fundamento mismo de la fe los que, o niegan que Dios ha hablado a los hombres, o dudan de su infinita veracidad y sabiduría.
Determinar cuáles son las verdades divinamente reveladas, es propio de la Iglesia docente a quien Dios ha encomendado la guarda e interpretación de sus enseñanzas; y el Maestro supremo en la Iglesia es el Romano Pontífice. De donde se sigue que la concordia de los ánimos, así como requiere un perfecto consentimiento en una misma fe, así también pide que las voluntades obedezcan y estén enteramente sumisas a la Iglesia y al Romano Pontífice, lo mismo que a Dios.
Obediencia que ha de ser perfecta, porque lo manda la misma fe, y tiene esto de común con ella que ha de ser indivisible, hasta tal punto que no siendo absoluta y enteramente perfecta, tendrá las apariencias de obediencia, pero la realidad no.
Y tan importante se reputa en el cristianismo la perfección de la obediencia, que siempre se ha tenido y tiene como nota característica y distintiva de los católicos.
Admirablemente explica esto Santo Tomás de Aquino con estas palabras: “El formal... objeto de la fe es la primera verdad, en cuanto se revela en las Sagradas Escrituras y en la doctrina de la Iglesia, que procede de la primera verdad. Luego todo el que no se adhiere como a regla infalible y divina a la doctrina de la Iglesia, que procede de la primera verdad manifestada en la Sagrada Escritura, no tiene el hábito de la fe, sino que lo que pertenece a la fe lo abraza de otro modo que no es por la fe... Y es claro que aquel que se adhiere a las enseñanzas de la Iglesia como a regla infalible, da asentimiento a todo lo que enseña la Iglesia, porque de otro modo, si en lo que la Iglesia enseña abraza lo que quiere y lo que no quiere no lo abraza, ya no se adhiere a la doctrina de la Iglesia como a regla infalible, sitio a su propia voluntad (23). Debe ser una la fe de la Iglesia, según aquello (1 Cor. 1, 10): “Tened todos un mismo lenguaje, y no haya entre vosotros cismas”, lo cual no se podría guardar a no ser que, en surgiendo alguna cuestión en materia de fe, sea resuelta por el que preside a toda la Iglesia, para que su decisión sea abrazada firmemente por toda la Iglesia. Y por esto sólo a la autoridad del Sumo Pontífice pertenece el aprobar una nueva edición del símbolo como todo lo demás aun se refiera a toda la obediencia a la Iglesia”
Tratándose de determinar los límites de la obediencia, nadie crea que se ha de obedecer a la autoridad de los Prelados y principalmente del Romano Pontífice solamente en lo que toca a los dogmas, cuando no se pueden rechazar con pertinacia sin cometer crimen de herejía. Ni tampoco basta admitir con sincera firmeza las enseñanzas que la Iglesia, aunque no estén definidas con solemne declaración, propone con su ordinario y universal magisterio como reveladas por Dios, las cuales manda el Concilio Vaticano que se crean con le católica y divina, sino además uno de los deberes de los cristianos es dejarse regir y gobernar por la autoridad y dirección de los Obispos y, ante todo, por la Sede Apostólica. Muy fácil es, por lo tanto, el ver cuán conveniente sea esto. Porque lo que se contiene en la divina revelación, parte se refiere a Dios y parte al mismo hombre y a las cosas necesarias a la salvación del hombre. Ahora bien: acerca de ambas cosas, a saber, qué se debe creer y qué se ha de obrar, corno dijimos, prescribe la Iglesia por derecho divino, y, en la iglesia, el Sumo Pontífice. Por lo cual el Pontífice, por virtud de su autoridad debe poder juzgar qué es lo que se contiene en las enseñanzas divinas, qué doctrina concuerda con ellas y cuál se aparta de ellas, y del mismo modo señalarnos las cosas buenas y las malas: qué es necesario hacer o evitar para conseguir la salvación; pues de otro modo no sería para los hombres intérprete fiel de las enseñanzas de Dios ni guía seguro en el camino de la vida.
DOCTRINA POLITICO -RELIGIOSA
30. Penetremos más íntimamente en la naturaleza de la iglesia la cual no es un conjunto y reunión casual de los cristianos, sino una sociedad constituida con admirable providencia de Dios, y que tiende directa e inmediatamente a procurar la paz y la santificación de las almas. Y como por divina disposición sólo ella posee lo necesario para esto, tiene leyes ciertas y deberes ciertos, y en la dirección del pueblo cristiano sigue un modo y camino conveniente a su naturaleza.
Pero tal gobierno es difícil, y es frecuente que tropiece con dificultades. Porque la Iglesia gobierna a gentes diseminadas por todas las partes del mundo de diverso. origen Y costumbres, las cuales viviendo cada una en su estado y nación, con leyes propias, tienen el deber de estar a un mismo tiempo sujetas a la potestad civil y a la religiosa. Y este doble deber, aunque unido en la misma persona, no es el uno opuesto al otro, según hemos dicho, ni se confunden entre sí, por cuanto el uno se ordena a la prosperidad de la sociedad civil, y el otro al bien común de la Iglesia y ambos a conseguir la perfección del hombre.
Determinados de este modo los derechos y deberes, claramente se ve que las autoridades civiles quedan libres para el desempeño de sus asuntos, y esto no sólo sin oposición, sino aun con la declarada cooperación de la Iglesia, la cual, por lo mismo que manda particularmente que se ejercite la piedad, que es la justicia para con Dios, ordena también la justicia para con los príncipes. Pero con fin mucho más noble, tiende la autoridad eclesiástica a dirigir los hombres, buscando “el reino de Dios y su justicia” (25), y a esto lo endereza todo; y no se puede dudar, sin perder la fe, que este gobierno de las almas compete únicamente a la Iglesia, de tal modo que nada tiene que ver en esto el poder civil, pues Jesucristo no entregó las llaves del reino de los cielos al César, sino a San Pedro.
Con esta doctrina sobre las cosas políticas y religiosas tienen íntima relación otras de no poca monta, que no queremos pasar aquí en silencio.
Es muy distinta la sociedad cristiana de todas las sociedades políticas; porque si bien tiene semejanza y estructura de reino, pero en su origen, causa y naturaleza es muy desemejante de los otros reinos mortales.
Es, pues, justo que viva la Iglesia y se gobierne con leyes e instituciones conforme a su naturaleza. Y como no sólo es sociedad perfecta, sino también superior a cualquier sociedad humana, por derecho y deber propio rehuye en gran manera ser esclava ningún partido y doblegarse servilmente a las mudables exigencias de la política. Por la misma razón, guardando sus derechos y respetando los ajenos, piensa que no debe ocuparse en declarar qué forma de gobierno le agrade más; con qué leyes se ha de gobernar la parte civil de los pueblos siendo indiferente a las varias formas de gobierno, mientras queden a salvo la religión y la moral.
Iglesia y partidos
A este ejemplo se han de conformar los pensamientos y conducta de cada uno de los cristianos. No cabe la menor duda que hay una contienda honesta hasta en materia de política; y es cuando, quedando incólumes la verdad y la justicia, se lucha para que prevalezcan las opiniones que se juzgan ser las más conducentes para conseguir el bien común. Mas arrastrar la Iglesia a algún partido o querer tenerla como auxiliar para vencer a los adversarios, propio es de hombres que abusan inmoderadamente de la religión. Por lo contrario, la religión ha de ser para todos santa e inviolable, y aun en el mismo gobierno de los pueblos, que no se puede separar de las leyes morales y deberes religiosos, se ha de tener siempre y ante todo presente qué es lo que más conviene al nombre cristiano; y si en alguna parte se ve que éste peligra por las maquinaciones de los adversarios, deben cesar todas las diferencias; y, unidos los ánimos y proyectos, peleen en defensa de la religión, que es el bien común por excelencia, al cual todos los demás se han de referir.
Iglesia y sociedad civil
Creemos necesario exponer esto con algún mayor detenimiento.
Ciertamente la Iglesia y la sociedad civil tienen su respectiva autoridad, por lo cual, en el arreglo de sus asuntos propios, ninguna obedece a la otra; se entiende dentro de los límites señalados por la naturaleza propia de cada una. De lo cual no se sigue de manera alguna que deban estar desunidas, y mucho menos en lucha.
Efectivamente, la naturaleza nos ha dado no sólo el ser físico, sino también el ser moral. Por lo cual, en la tranquilidad del orden público fin inmediato que se propone la sociedad civil, busca el hombre el bienestar, y mucho más tener en ella medios bastantes para perfeccionar sus costumbres; perfección que en ninguna otra cosa consiste sino en el conocimiento y práctica de la virtud. Juntamente quiere, como es justo, hallar en la Iglesia los medios convenientes para su perfección religiosa la cual consiste en el conocimiento y práctica de la verdadera religión, que es la principal de las virtudes, porque llevándonos a Dios las llena y cumple todas.
De aquí se sigue que al sancionar las instituciones y leyes se ha de atender a la índole moral y religiosa del hombre, y se ha de procurar su perfección, pero ordenada y rectamente; y nada se ha de mandar o prohibir sino teniendo en cuenta cuál es el fin de la sociedad política y cuál es el de la religiosa. Por esta misma razón no puede ser indiferente para la Iglesia qué leyes rigen en los Estados; no en cuanto pertenecen a la sociedad civil, sino porque algunas veces, pasando los limites prescritos, invaden los derechos de la Iglesia. Más aún: la Iglesia ha recibido de Dios el encargo de oponerse cuando las leyes civiles se oponen a la religión, y de procurar diligentemente que el espíritu de la legislación evangélica vivifique las leyes e instituciones de los pueblos. Y puesto que de la condición de los que están al frente de los pueblos depende principalmente la buena o mala suerte de los Estados, por eso la Iglesia no puede patrocinar y favorecer a aquellos que la hostilizan, desconocen abiertamente sus derechos y se empeñan en separar dos cosas por su naturaleza inseparables, que son la Iglesia y el Estado. Por lo contrario, es, como debe serlo, protectora de aquellos que, sintiendo rectamente de la Iglesia y del Estado, trabajan para que ambos a una procuren el bien común.
En estas reglas se contiene la norma que cada católico debe seguir en su vida pública a saber: dondequiera que la Iglesia permite tomar parte en negocios públicos, se ha de favorecer a las personas de probidad conocida y que se espera han de ser útiles a la religión; ni puede haber causa alguna que haga lícito preferir a los más dispuestos contra ella. De donde se ve qué deber tan importante es mantener la concordia de los ánimos sobre todo ahora que con proyectos tan astutos se persigue la religión cristiana.
Cuantos procuran diligentemente adherirse a la Iglesia, que “es columna y apoyo de la verdad” (26), fácilmente se guardarán de los maestros “mentirosos... que les prometen libertad cuando ellos mismos son esclavos de la corrupción”(27), más aún, gracias a la fuerza de la Iglesia, que participarán, podrán destruir las insidias con su prudencia, y las violencias con su fortaleza.
Timidez y temeridad en política
No es ocasión ésta de averiguar si han sido parte y hasta qué punto, para llegar al nuevo estado de cosas, la cobardía y discordias de los católicos entre sí; pero de seguro no sería tan grande la osadía de los malos, ni hubiesen sembrado tantas ruinas, si hubiera estado más firme y arraigada en el pecho de muchos “la fe que obra mediante la caridad” (28), ni tampoco hubiera decaído tan generalmente la observancia de las leyes dadas al hombre por Dios. ¡Ojalá que de la memoria de lo pasado saquemos el provecho de ser más avisados en adelante!
Por lo que hace a los que han de tomar parte en la vida pública, deben evitar cuidadosamente dos extremos viciosos, de los cuales uno se arroga el nombre de prudencia, y el otro raya en temeridad. Porque algunos dicen que no conviene hacer frente al descubierto a la impiedad fuerte y pujante, no sea que la lucha exaspere los ánimos de los enemigos. Cuanto a quienes así hablan, no se sabe si están en favor de la Iglesia o en contra de ella; pues, aunque dicen que son católicos, querrían que la Iglesia dejara que se propagasen impunemente ciertas maneras de opinar, de que ella disiente.
Llevan los tales a mal la ruina de la fe y la corrupción de las costumbres; pero nada hacen para poner remedio, antes con su excesiva indulgencia y disimulo perjudicial acrecientan no pocas veces el mal. Esos mismos no quieren que nadie ponga en duda su afecto a la Santa Sede; pero nunca les faltan pretextos para indignarse contra el Sumo Pontífice.
La prudencia de esos tales la califica el apóstol San Pablo de “sabiduría de la carne y muerte” del alma, porque ni está ni puede estar sujeta a la ley de Dios (29). Y en verdad que no hay cosa menos conducente para disminuir los males. Porque los enemigos, según que muchos de ellos confiesan públicamente y aun se glorían de ello, se han propuesto a todo trance destruir hasta los cimientos, si fuese posible, de la religión católica, que es la única verdadera. Con tal intento no hay nada a que no se atrevan, porque conocen bien que cuanto más se amedrente el valor de los buenos tanto más desembarazado hallarán el camino para sus perversos designios.
Y así, los que tan bien hallados están con la prudencia de la carne; los que fingen no saber que todo cristiano está obligado a ser buen soldado de Cristo; los que pretenden llegar, por caminos muy llanos y sin exponerse a los azares del combate, a conseguir el premio debido a los vencedores, tan lejos están de atajar los pasos a los malos que más bien les dejan expedito el camino.
Por lo contrario, no pocos, movidos por un engañoso celo o, lo que sería peor, por ocultos fines, se apropian un papel que no les pertenece.
Quisieran que todo en la Iglesia se hiciese según su juicio y capricho, hasta el punto de que todo lo que se hace de otro modo lo llevan a mal o lo reciben con disgusto.
Estos trabajan con vano empeño; pero no por eso son menos dignos de reprensión que los otros. Porque eso no es seguir la legítima autoridad, sino ir delante de ella y alzarse los particulares con los cargos propios de los superiores, con grave trastorno del orden que Dios mandó se guardase perpetuamente en su Iglesia, y que no permite sea violado impunemente por nadie.
Mejor lo entienden los que no rehúsan la batalla siempre que sea menester, con la firme persuasión de que la fuerza injusta se irá debilitando y acabará por rendirse a la santidad del derecho y de la religión.
Estos, ciertamente, acometen una empresa digna del valor de nuestros mayores, cuando se esfuerzan en defender la religión, sobre todo contra la secta audacísima, nacida para vejación del nombre cristiano, que no deja un momento de ensañarse contra el Sumo Pontífice, sojuzgado bajo su poder; pero guardan cuidadosamente el amor a la obediencia, y no acostumbran emprender nada sin que les sea ordenado. Y como quiera que ese deseo de obedecer, junto con un ánimo firme y constante, sea necesario a todos los cristianos para que, suceda lo que sucediere, no sean “en nada hallados en falta” (30), con todo el corazón querríamos que en el corazón de todos arraigase profundamente lo que San Pablo llama “prudencia del espíritu” (31) . Porque ésta modera las acciones humanas, siguiendo la regla del justo medio, haciendo que ni desespere el hombre por tímida cobardía, ni confíe temerariamente más de lo que debe.
Mas hay esta diferencia entre la prudencia política que mira al bien común y la que tiene por objeto el bien particular de cada uno; que ésta se halla en los particulares que en el gobierno de sí mismos siguen el dictamen de la razón, y aquélla es propia de los superiores, y más bien aun de los príncipes a, quienes toca presidir con autoridad. De modo que la prudencia política de los particulares parece tener únicamente por oficio el fiel cumplimiento de lo que ordena la legítima autoridad (32). Esta disposición y orden son de tanto mayor importancia en el pueblo cristiano, cuanto a más cosas se extiende la prudencia política del Sumo Pontífice, al cual toca no sólo gobernar la Iglesia, sino también enderezar las acciones de todos los cristianos en general, en la mejor forma para conseguir la salvación eterna que esperamos. De donde se ve que, además de guardar una grande conformidad de pareceres y acciones, es necesario ajustarse en el modo de proceder a lo que enseña la sabiduría política de la autoridad eclesiástica.
Sumisión, obediencia, moralidad
Ahora bien: el gobierno del pueblo cristiano, después del Papa y con dependencia de él, toca a los Obispos que, si bien no han llegado a lo más alto de la potestad pontifical, son, empero, verdaderos príncipes en la jerarquía eclesiástica, teniendo a su cargo cada uno el gobierno de una Iglesia, son “como arquitectos principales... del edificio espiritual” (33), y tienen a los demás clérigos por colaboradores de su cargo y ejecutores de sus deliberaciones.
A este modo de ser de la Iglesia, que ningún hombre puede alterar, debe acomodarse el tenor de la vida y las acciones. Por lo cual, así sea como es necesaria la unión de los Obispos, en el desempeño de su episcopado, con la Santa Sede, así conviene también que, tanto los clérigos corno los seglares, vivan y obren muy en armonía con sus Obispos.
Podrá, ciertamente, suceder que en las costumbres de los Prelados se halle algo menos digno de loa, y en su modo de sentir algo menos digno de aprobación; pero ningún particular puede erigirse en juez, cuando Jesucristo Nuestro Señor confió ese oficio a sólo aquel a quien dio la supremacía, así de los corderos como de las ovejas.
Tengan todos muy presente en la memoria aquella máxima sapientísima de San Gregorio Magno: “Deben ser avisados los súbditos que no juzguen temerariamente la vida de sus superiores, si acaso los vieren hacer algo digno de reprensión; no sea que al reprender el mal, movidos de rectitud, empujados por el viento de la soberbia se despeñen en más profundos males. Deben ser avisados que no cobren osadía contra sus superiores por ver en ellos algunas faltas; antes bien, de tal manera han de juzgar las cosas que en ellos vieren malas, que movidos por amor divino, no rehúsen llevar el yugo de la obediencia debida. Porque las acciones de los superiores, hasta cuando se las juzga dignas de justa reprensión, no se han de herir con la espada de la lengua” (34).
Mas, con todo esto, de poco provecho serán nuestros esfuerzos si no se emprende un tenor de vida conforme a la moral cristiana.
Del pueblo judío dicen muy bien las Sagradas Escrituras: “Mientras no enojaron a Dios con sus pecados, todo les salió bien; porque su Dios tiene odio a la iniquidad. Pero tan luego como se apartaron del camino que Dios les habla trazado para que anduviesen por él, fueron exterminados en las guerras que les hicieron muchas naciones” (35).
Pues la nación de los judíos representaba como la infancia del pueblo cristiano, y en muchos casos lo que a ellos les acontecía no era sino figura de lo que habla de suceder en lo por venir; con esta diferencia, que a nosotros nos colmó y enriqueció la divina bondad con muy mayores beneficios, por lo cual la mancha de la ingratitud hace mucho más graves las culpas de los cristianos.
Deber de la caridad
Ciertamente que Dios nunca ni por nada abandona a su Iglesia; por lo cual nada tiene ésta que temer de la maldad de los hombres. Pero no puede prometerse igual seguridad las naciones cuando van degenerando de la virtud cristiana. “El pecado hace desgraciados a los pueblos” (36) .
Y si en todo el tiempo pasado se ha verificado rigurosamente la verdad de ese dicho, ¿por qué motivo no se ha de experimentar también en nuestro siglo? Antes bien, que ya está cerca el día del merecido castigo, lo hace pensar, entre otros indicios, la condición misma de los Estados modernos, a muchos de los cuales vemos consumidos por disensiones y a ninguno que goce de completa y tranquila seguridad. Y si los malos con sus insidias continúan audaces por el camino emprendido, si llegan a hacerse fuertes en riquezas y en poder, como lo son en malas artes y peores intentos, razón habría para temer que acabasen por demoler, desde los cimientos, puestos por la naturaleza, todo el edificio social. Ni ese tan grave riesgo se puede alejar sólo con medios humanos, cuando vemos ser tantos los hombres que, abandonada la fe cristiana, pagan el justo castigo de su soberbia con que, obcecados por las pasiones, buscan inútilmente la verdad, abrazando lo falso por lo verdadero, y se tienen a sí mismos por sabios, cuando llaman “bien al mal y al mal bien, como luz a las tinieblas y tinieblas a la luz” (37).
Es, pues, necesario que Dios ponga en este negocio su mano, y que, acordándose de su benignidad, se digne volver los ojos a la sociedad civil de los hombres.
Para lo cual, según otras veces os hemos exhortado, se debe procurar con singular empeño y constancia aplacar con humildes oraciones la divina clemencia, y hacer que florezcan de nuevo las virtudes que forman la esencia de la vida cristiana.
Ante todo se debe fomentar y mantener la caridad, fundamento el más firme de la vida cristiana, y sin la cual, o no hay virtud alguna, o sólo virtudes estériles y sin fruto.
Por eso San Pablo, exhortando a los Colosenses a que se guardasen de todo vicio y se hiciesen recomendables con la práctica de las virtudes, añade: “Sobre todo esto, esmeraos en la guarda de la caridad porque es el lazo de la perfección” (38).
Y en verdad que la caridad es un lazo de perfección, porque une con Dios estrechamente a aquellos entre quienes reina, y hace que los tales reciban de Dios la vida del alma y vivan con El y para El.
Y con la caridad y amor de Dios ha de ir unido el amor. del prójimo, pues los hombres participan de la bondad infinita de Dios, de quien son imagen y semejanza. “Este mandamiento nos ha dado Dios, que quien le ama a El, ame también a su hermano” (39). “Si alguno dijere ‘amo a Dios’ y aborreciere a su hermano, miente” (40). Y este mandamiento de la caridad lo llamó nuevo el divino Legislador, no porque hasta entonces no hubiese ley alguna divina o natural, que mandara se amasen los hombres unos a otros, sino porque el modo de amarse que habían de tener los cristianos era nuevo y hasta entonces nunca oído. Porque la caridad con que Jesucristo es amado por su Padre, y con la que El ama a los hombres, ésa la consiguió El para sus discípulos y seguidores, a fin de que sean en El un corazón y una sola alma, así como El y el Padre son una sola cosa por naturaleza. Muy sabido es cuán hondas raíces echó la virtud de este precepto en los pechos de los primeros cristianos, y cuán copiosos y excelentes frutos dio de concordia, mutua benevolencia, piedad, paciencia y fortaleza.
¿Por qué no hemos de esforzarnos en imitar los ejemplos de nuestros mayores? Lo calamitoso de los tiempos es un buen estímulo para movernos a guardar la caridad. Pues tanto crece el odio de los impíos contra Jesucristo, muy puesto en razón es que los cristianos vigoricen la piedad y enciendan la caridad, fecunda madre de las más grandes empresas.
Acábense, pues, las diferencias, si alguna hubiere. Dése fin a aquellos debates que, acabando con las fuerzas de los combatientes, no son de provecho alguno a la religión.
Unidas las inteligencias por la fe y con la caridad las voluntades, vivamos, corno es nuestro deber en el amor de Dios y del prójimo.
derechos de los padres
54. Oportuna ocasión es ésta para exhortar en especial a los padres de familia para que traten, no sólo de gobernar sus casas, sino también de educar a tiempo a sus hijos según estas máximas.
Fundamento de la sociedad civil es la familia, y, en gran parte, es en el hogar doméstico donde se prepara el porvenir de los Estados. Por eso los que desean poner divorcio entre la sociedad y el Cristianismo, poniendo la segur en la raíz, se apresuran a corrompe la sociedad doméstica: ni les arredran en tan malvado intento el pensar que lo podrán llevar a cabo sin grave injuria de los padres a quienes la misma naturaleza da el derecho de educar a sus hijos, imponiéndoles al mismo tiempo el deber de que la educación y enseñanza de la niñez corresponda y diga bien con el fin para el cual el Cielo les dio los hijos. A los padres toca, por lo tanto, tratar con todas sus fuerzas de rechazar todo atentado en este particular, y de conseguir a toda costa que en su mano quede el educar cristianamente, cual conviene, a sus hijos, y apartarlos cuanto más lejos puedan de las escuelas donde corren peligro de que se les propine el veneno de la impiedad. Cuando se trata de amoldar al bien el corazón de los jóvenes, todo cuidado y trabajo que se tome será poco para lo que la cosa se merece. En lo cual son, por cierto, dignos de la admiración de todos, los católicos de varios países, que con grandes gastos y mayor constancia han abierto escuelas para la educación de la niñez.
Conveniente es emular ejemplo tan saludable dondequiera que lo exijan los tiempos que corren; pero téngase ante todo por indudable que es mucho lo que puede en los ánimos de los niños la educación doméstica Si los jóvenes encontraren en sus casas una moralidad en el vivir y una corno palestra de las virtudes cristianas, quedará en parte asegurada la salvación de las naciones.
Nos parece haber tocado ya las principales cosas que en estos tiempos han de hacer los católicos, así como las que han de rehuir.
Sólo resta, y esto es de vuestra incumbencia, Venerables Hermanos, que procuréis sea oída Nuestra voz en todas partes, y que todos entiendan de cuánta importancia es que se lleve a cabo lo que en esta Carta hemos declarado. No puede ser molesto y pesado el cumplimiento de estos deberes, ya que el yugo de Jesucristo es suave y ligera su carga. Mas si algo les parece difícil de hacer, procurad con vuestro ejemplo y autoridad despertar alientos generosos en todos para que no se dejen vencer por ninguna dificultad. Hacedles ver, como Nos hemos dicho muchas veces, que corren grave riesgo bienes gran y sobremanera dignos de ser codiciados; para conservar los cuales, todos los trabajos se deben tener por llevaderos, siendo tan excelente el galardón con que se remunera esos trabajos, como es grande el premio que corona la vida de quien vive cristianamente. Fuera de que no querer defender a Cristo peleando, es militar en las filas de sus enemigos; y El nos asegura (41) que no reconocerá por suyos delante de su Padre en los cielos a cuantos rehusaron confesarle delante de los hombres de este mundo.
Por lo que hace a Nos y a todos vosotros, nunca, de seguro, consentiremos el que, mientras Nos quede un soplo de vida, falte - a quienes pelean- Nuestra autoridad, consejo y ayuda. Y no hay duda que así al rebaño como a los pastores dará Dios sus auxilios hasta conseguir completa victoria.
Reanimados por esta esperanza, del fondo de Nuestro corazón, Nos os darnos en el Señor a vosotros, Venerables Hermanos, y a todo vuestro Clero y pueblo, la Bendición Apostólica como anuncio de los dones celestiales y prenda de Nuestra benevolencia.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 10 de enero de 1890, año duodécimo de Nuestro Pontificado.
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(1) Marc. 16, 16.
(2) «Nerno potest duobus dominis servire» (Mat. 6, 24).
(3) «Obedire oportet Deo magis quam hominibus» (Act. 5, 29).
(4) «Non enim dedit nobis Deus spiritum timoris» (2 Tim. 1, 7)
(5) “Principibus et potestatibus subditos esse, dicto obedire» «ad omne opus bonum paratos esse» (Tit. 3, 1).
(6) “Si justum est in conspectu Dei vos potius audire, quam Deum, iudicati: non enim possumus quae videmus et audivimus, non loqui (Act. 4, 19, 20).
(7) “Ego in hoc natus sum et ad hoc veni in mundum ut testimonium perhibeam veritati» (Io. 18, 37).
(8) "Ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur?” (Luc. 12, 49).
(9) Luc, 18, 5.
(10) «Quilibet tenetur fidem suam allis propalare, vel ad instructionem aliorum fidelium sive confirmationem, vel ad reprimendum infidelium insultationem» (S. Th. 2. 2ac. 3, 2 ad 2).
(11) «Confidite, ego vici mundi» (10. 16, 33).
(12) “Quomodo credent in quem non audierunt? Quomnodo autem audient sine praedicante...? Ergo fides ex auditu, auditus autem per verba Christi» (Rom, 10, 14, 17).
(13) “Spiritus Sanctus posuit Episcopos regere Ecclesiam Dei" (Act. 20, 28).
(14) Const. Dei Filius, in fine.
(15) Col. 1, 24.
(16) “Sicut enim in uino corpore multa membra habemus, omnia autem membra non eundem actum habent: ita multi unum corpus sumus in Christo, singuli autent alter alterius membra» (Rom. 12, 4, 5).
(17) “Ut castrorum acies ordinata” (Cant. 6, 9).
(18) “Qui non est mecum, contra me est: et qui non colligit mecum, dispergit” (Luc. 11, 23).
(19) 1 Cor. 1, 10.
(20) “Unus domninus, una fides” (Eph. 4, 5).
(21) “Habentes autem eumdem spiritum fidei” (2 Cor. 4, 13).
(22) Conc. Vat. Const. Dei Filius c. 3.
(23) “Formale... obiectum fidel est veritas prima secundum quod manifestatur in Scripturis sacris, et doctrina Ecclesiae, quae procedit ex veritate prima. Unde quicumque non inhaeret, sicut infallibill et divinae regulae, doctrinae EccIesiae, quae procedit ex veritate prima in Scripturis sacris manifestata, ille non habet habitum fidei; sed ea, quae sunt fidei, alio modo tenet quam per fidem... Manifestum est autem, quod ille, qui inhaeret doctrinis Ecelesiae tamquam infallibili regulae, omnibus assentit, quae Ecclesia docet, alioquin si de his, quae Eccelesia docet, quae vult tenet, et quae non vult non tenet, non iam inhaeret Ecelesiae doctrinae sicut infallibili regulae, sed propriae voluntati. Una fides debet esse totius Ecelesiae, secundum illud (I Cor. 1): «Idipsum dicatis omnes et non sint in vobis schismata»; «quod servari non posset, nisi quaestio fidei exorta determinetur per eum qui toti Ecelesiae praeest, ut sic ejus sententia a tota Ecclesia firmiter teneatur. Et ideo ad solam auctoritatem Summi Pontificis pertinet nova editio Symboli, sicut et alia omnia, quae pertinent ad totam Ecclesiam» (S. Th. 2, 2ae. 1, 10).
(24) Ibid. 1,10
(25) Mat. 6, 33.
(26) “Columna et firmamentum veritatis” (I Tim. 3, 15).
(27) “Magistros mendaces... libertatem illis promittentes, cum ipsi servi sint corruptionis” (2 Pet. 2, 1, 19).
(28) “Per caritatem operatur” (Gal. 5, 6).
(29) “Sapientia carnis inimica est Deo: legi Dei non est subiecta; nec enim potest” (Rom. 8, 6, 7).
(30) «In nullo sint deficientes» (Iac. 1, 4).
(31) Rom. 8, 6.
(32) «Prudentia in ratione est; regere autem et gubernare proprie rationis est; et ideo unusquisque inquantum participat de regimine et gubernatione, intantum convenit sibi habere rationem et prudentiam. Manifestum est autem quod subditi, inquantum est subditus, et servi, inquantum est servus, non est regere et gobernare, sed magis regi et gubernari. Et ideo prudentia non est virtus servi, inquantum est servus, nec subditi, inquantum est subditus. Sed quia quilibet homo inquantum est rationalis, participat aliquid de regimine secundum arbitrium rationis, intantum convenit ei prudentiam habere. Unde manifestum est quod prudentia quidem in principe est ad modum artis architectonicae, ut dicitur in VI Ethicorum: in subditis autem ad modu martis manu operantis» (S. Th. 2. 2ae. 47, 12).
(33) S. Th. Quodlib. 1, 4.
(34) Reg. Pastor. p. 3 c. 4.
(35) “Usque dum non peccarent in conspectu Dei sui, erant cum illis bona; Deus enim illorum odit iniquitatem... Cum recessissent a vía, quam dederat illis Deus, ut ambularent in ea, exterminati sunt praeliis a multis nationibus» (Iudith 5, 21, 22).
(36) “Míseros facit populos peccaturn” (Prov. 14, 34).
(37) Is. 5, 30
(38) “Super omnia autem caritatem habete, quod est vinculum perfectionis” (Col. 3, 14).
(39) “Hoc mandatum habemus a Deo, ut qui diligit Deum, diligat et fratrem suum. Si quis dixerit, quoniam diligo Deum, et fratrem suum oderit, mendax est” (I lo. 4, 21).
(40) Ibid. 20
(41) Luc. 9, 26
DIUTURNUM ILLUD
DEL SUMO PONTÍFICE
LEÓN XIII
SOBRE LA AUTORIDAD POLÍTICA
29-6-1881
1. La prolongada y terrible guerra declarada contra la autoridad divina de la Iglesia ha llegado adonde tenía que llegar: a poner en peligro universal la sociedad humana y, en especial, la autoridad política, en la cual estriba fundamentalmente la salud pública. Hecho que vemos verificado sobre todo en este nuestro tiempo.
Las pasiones desordenadas del pueblo rehúsan, hoy más que nunca, todo vínculo de gobierno. Es tan grande por todas partes la licencia, son tan frecuentes las sediciones y las turbulencias, que no solamente se ha negado muchas veces a los gobernantes la obediencia, sino que ni aun siquiera les ha quedado un refugio seguro de salvación. Se ha procurado durante mucho tiempo que los gobernantes caigan en el desprecio y odio de las muchedumbres, y, al aparecer las llamas de la envidia preconcebida, en un pequeño intervalo de tiempo la vida de los príncipes más poderosos ha sido buscada muchas veces hasta la muerte con asechanzas ocultas o con manifiestos atentados. Toda Europa ha quedado horrorizada hace muy poco al conocer el nefando asesinato de un poderoso emperador. Atónitos todavía los ánimos por la magnitud de semejante delito, no reparan, sin embargo, ciertos hombres desvergonzados, en lanzar a cada paso amenazas terroristas contra los demás reyes de Europa.
2. Estos grandes peligros públicos, que están a la vista, nos causan una grave preocupación al ver en peligro casi a todas horas la seguridad de los príncipes, la tranquilidad de los Estados y la salvación de los pueblos. Y, sin embargo, la virtud divina de la religión cristiana engendró los egregios fundamentos de la estabilidad y el orden de los Estados desde el momento en que penetró en las costumbres e instituciones de las ciudades. No es el más pequeño y último fruto de esta virtud el justo y sabio equilibrio de derechos y deberes entre los príncipes y los pueblos. Porque los preceptos y ejemplos de Cristo Señor nuestro poseen una fuerza admirable para contener en su deber tanto a 1os que obedecen como a los que mandan y para conservar entre unos y otros la unión y concierto de voluntades, que es plenamente conforme con la naturaleza y de la que nace el tranquilo e imperturbado curso de los asuntos públicos. Por esto, habiendo sido puestos por la gracia de Dios al frente de la Iglesia católica como custodio e intérprete de la doctrina de Cristo, Nos juzgamos, venerables hermanos, que es incumbencia de nuestra autoridad recordar públicamente qué es lo que de cada uno exige la verdad católica en esta clase de deberes. De esta exposición brotará también el camino y la manera con que en tan deplorable estado de cosas debe atenderse a la seguridad pública.
I. DOCTRINA CATÓLICA
SOBRE EL ORIGEN DE LA AUTORIDAD
Necesidad de la autoridad
3. Aunque el hombre, arrastrado por un arrogante espíritu de rebelión, intenta muchas veces sacudir los frenos de la autoridad, sin embargo, nunca ha podido lograr la liberación de toda obediencia. La necesidad obliga a que haya algunos que manden en toda reunión y comunidad de hombres, para que la sociedad, destituida de principio o cabeza rectora, no desaparezca y se vea privada de alcanzar el fin para el que nació y fue constituida. Pero si bien no ha podido lograrse la destrucción total de la autoridad política en los Estados, se ha querido, sin embargo, emplear todas las artes y medios posibles para debilitar su fuerza y disminuir su majestad. Esto sucedió principalmente en el siglo XVI, cuando una perniciosa novedad de opiniones sedujo a muchos. A partir de aquel tiempo, la sociedad pretendió no sólo que se le diese una libertad más amplia de lo justo, sino que también quiso modelar a su arbitrio el origen y la constitución de la sociedad civil de los hombres. Pero hay más todavía. Muchos de nuestros contemporáneos, siguiendo las huellas de aquellos que en el siglo pasado se dieron a sí mismos el nombre de filósofos, afirman que todo poder viene del pueblo. Por lo cual, los que ejercen el poder no lo ejercen como cosa propia, sino como mandato o delegación del pueblo, y de tal manera, que tiene rango de ley la afirmación de que la misma voluntad popular que entregó el poder puede revocarlo a su antojo. Muy diferente es en este punto la doctrina católica, que pone en Dios, como un principio natural y necesario, el origen del poder político.
4. Es importante advertir en este punto que los que han de gobernar los Estados pueden ser elegidos, en determinadas circunstancias, por la voluntad y juicio de la multitud, sin que la doctrina católica se oponga o contradiga esta elección. Con esta elección se designa el gobernante, pero no se confieren los derechos del poder. Ni se entrega el poder como un mandato, sino que se establece la persona que lo ha de ejercer. No se trata en esta encíclica de las diferentes formas de gobierno. No hay razón para que la Iglesia desapruebe el gobierno de un solo hombre o de muchos, con tal que ese gobierno sea justo y atienda a la común utilidad. Por lo cual, salvada la justicia, no está prohibida a los pueblos la adopción de aquel sistema de gobierno que sea más apto y conveniente a su manera de ser o a las intituciones y costumbres de sus mayores.
El poder viene de Dios
5. Pero en lo tocante al origen del poder político, la Iglesia enseña rectamente que el poder viene de Dios. Así lo encuentra la Iglesia claramente atestiguado en las Sagradas Escrituras y en los monumentos de la antigüedad cristiana. Pero, además, no puede pensarse doctrina alguna que sea más conveniente a la razón o más conforme al bien de los gobernantes y de los pueblos.
6. Los libros del Antiguo Testamento afirman claramente en muchos lugares que la fuente verdadera de la autoridad humana está en Dios: «Por mí reinan los reyes...; por mí mandan los príncipes, y gobiernan los poderosos de la tierra»(1). Y en otra parte: «Escuchad vosotros, los que imperáis sobre las naciones..., porque el poder os fue dado por Dios y la soberanfa por el Altísimo»(2). Lo cual se contiene también en el libro del Eclesiástico: «Dios dio a cada nación un jefe»(3). Sin embargo, los hombres que habían recibido estas enseñanzas del mismo Dios fueron olvidándolas paulatinamente a causa del paganismo supersticioso, el cual, así como corrompió muchas nociones e ideas de la realidad, así también adulteró la genuina idea y la hermosura de la autoridad política. Más adelante, cuando brilló la luz del Evangelio cristiano, la vanidad cedió su puesto a la verdad, y de nuevo empezó a verse claro el principio noble y divino del que proviene toda autoridad. Cristo nuestro Señor respondió al presidente romano, que se arrogaba la potestad de absolverlo y condenarlo: «No tendrías ningún poder sobre mí si no te hubiera sido dado de lo alto»(4). Texto comentado por San Agustín, quien dice: «Aprendamos lo que dijo, que es lo mismo que enseñó por el Apóstol, a saber: que no hay autoridad sino por Dios»(5). A la doctrina y a los preceptos de Jesucristo correspondió como eco la voz incorrupta de los apóstoles. Excelsa y llena de gravedad es la sentencia de San Pablo dirigida a los romanos, sujetos al poder de los emperadores paganos: No hay autoridad sino por Dios. De la cual afirmación, como de causa, deduce la siguiente conclusión: La autoridad es ministro de Dios(6).
7. Los Padres de la Iglesia procuraron con toda diligencia afirmar y propagar esta misma doctrina, en la que habían sido enseñados. «No atribuyamos —dice San Agustín— sino a sólo Dios verdadero la potestad de dar el reino y el poder»(7). San Juan Crisóstomo reitera la misma enseñanza: «Que haya principados y que unos manden y otros sean súbditos, no sucece el acaso y temerariamente..., sino por divina sabiduría»(8). Lo mismo atestiguó San Gregorio Magno con estas palabras: «Confesamos que el poder les viene del cielo a los emperadores y reyes»(9). Los mismos santos Doctores procuraron también ilustrar estos mismos preceptos aun con la sola luz natural de la razón, de forma que deben parecer rectos y verdaderos incluso a los que no tienen otro guía que la razón.
En efecto, es la naturaleza misma, con mayor exactitud Dios, autor de la Naturaleza, quien manda que los hombres vivan en sociedad civil. Demuestran claramente esta afirmación la facultad de hablar, máxima fomentadora de la sociedad; un buen número de tendencias innatas del alma, y también muchas cosas necesarias y de gran importancia que los hombres aislados no pueden conseguir y que unidos y asociados unos con otros pueden alcanzar. Ahora bien: no puede ni existir ni concebirse una sociedad en la que no haya alguien que rija y una las voluntades de cada individuo, para que de muchos se haga una unidad y las impulse dentro de un recto orden hacia el bien común. Dios ha querido, por tanto, que en la sociedad civil haya quienes gobiernen a la multitud. Existe otro argumento muy poderoso. Los gobernantes, con cuya autoridad es administrada la república, deben obligar a los ciudadanos a la obediencia, de tal manera que el no obedecerles constituya un pecado manifiesto. Pero ningún hombre tiene en sí mismo o por sí mismo el derecho de sujetar la voluntad libre de los demás con los vínculos de este imperio. Dios, creador y gobernador de todas las cosas, es el único que tiene este poder. Y los que ejercen ese poder deben ejercerlo necesariamente como comunicado por Dios a ellos: «Uno solo es el legislador y el juez, que puede salvar y perder»(10). Lo cual se ve tambíén en toda clase de poder. Que la potestad que tienen los sacerdotes dimana de Dios es verdad tan conocida, que en todos los pueblos los sacerdotes son considerados y llamados ministros de Dios. De modo parecido, la potestad de los padres de familia tiene grabada en sí cierta efigie y forma de la autoridad que hay en Dios, «de quien procede toda familia en los cielos y en la tierra»(11). Por esto las diversas especies de poder tienen entre sí maravillosas semejanzas, ya que toda autoridad y poder, sean los que sean, derivan su origen de un solo e idéntico Creador y Señor del mundo, que es Dios.
8. Los que pretenden colocar el origen de la sociedad civil en el libre consentimiento de los hombres, poniendo en esta fuente el principio de toda autoridad política, afirman que cada hombre cedió algo de su propio derecho y que voluntariamente se entregó al poder de aquel a quien había correspondido la suma total de aquellos derechos. Pero hay aquí un gran error, que consiste en no ver lo evidente. Los hombres no constituyen una especie solitaria y errante. Los hombres gozan de libre voluntad, pero han nacido para formar una comunidad natural. Además, el pacto que predican es claramente una ficción inventada y no sirve para dar a la autoridad política la fuerza, la dignidad y la firmeza que requieren la defensa de la república y la utilidad común de los ciudadanos. La autoridad sólo tendrá esta majestad y fundamento universal si se reconoce que proviene de Dios como de fuente augusta y santísima.
II. UTILIDAD DE LA DOCTRINA CATÓLICA
ACERCA DE LA AUTORIDAD
La concepción cristiana del poder político
9. Es imposible encontrar una enseñanza más verdadera y más útil que la expuesta. Porque si el poder político de los gobernantes es una participación del poder divino, el poder político alcanza por esta misma razón una dignidad mayor que la meramente humana. No precisamente la impía y absurda dignidad pretendida por los emperadores paganos, que exigían algunas veces honores divinos, sino la dignidad verdadera y sólida, la que es recibida por un especial don de Dios. Pero además los gobernados deberán obedecer a los gobernantes como a Dios mismo, no por el temor del castigo, sino por el respeto a la majestad, no con un sentimiento de servidumbre, sino como deber de conciencia. Por lo cual, la autoridad se mantendrá en su verdadero lugar con mucha mayor firmeza. Pues, experimentando los ciudadanos la fuerza de este deber, huirán necesariamente de la maldad y la contumacia, ya que deben estar persuadidos de que los que resisten al poder político resisten a la divina voluntad, y que los que rehúsan honrar a los gobernantes rehúsan honrar al mismo Dios.
10. De acuerdo con esta doctrina, instruyó el apóstol San Pablo particularmente a los romanos. Escribió a éstos acerca de la reverencia que se debe a los supremos gobernantes, con tan gran autoridad y peso, que no parece pueda darse una orden con mayor severidad: «Todos habéis de estar sometidos a las autoridades superiores... Que no hay autoridad sino por Dios, y las que hay, por Dios han sido ordenadas, de suerte que quien resiste a la autoridad resiste a la disposición de Dios, y los que la resisten atraen sobre sí la condenación... Es preciso someterse no sólo por temor del castigo, sino por conciencia»(12). Y en esta misma línea se mueve la noble sentencia de San Pedro, Príncipe de los Apóstoles: «Por amor del Señor estad sujetos a toda autoridad humana —constituida entre vosotros—, ya al emperador, como soberano, ya a los gobernadores, como delegados suyos, para castigo de los malhechores y elogio de los buenos. Tal es la voluntad de Dios»(13).
11. Una sola causa tienen los hombres para no obedecer: cuando se les exige algo que repugna abiertamente al derecho natural o al derecho divino. Todas las cosas en las que la ley natural o la voluntad de Dios resultan violadas no pueden ser mandadas ni ejecutadas. Si, pues, sucede que el hombre se ve obligado a hacer una de dos cosas, o despreciar los mandatos de Dios, o despreciar la orden de los príncipes, hay que obedecer a Jesucristo, que manda dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios(14). A ejemplo de los apóstoles, hay que responder animosamente: «Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres»(15). Sin embargo, los que así obran no pueden ser acusados de quebrantar la obediencia debida, porque si la voluntad de los gobernantes contradice a la voluntad y las leyes de Dios, los gobernantes rebasan el campo de su poder y pervierten la justicia. Ni en este caso puede valer su autoridad, porque esta autoridad, sin la justicia, es nula.
12. Pero para que la justicia sea mantenida en el ejercicio del poder, interesa sobremanera que quienes gobiernan los Estados entiendan que el poder político no ha sido dado para el provecho de un particular y que el gobierno de la república no puede ser ejercido para utilidad de aquellos a quienes ha sido encomendado, sino para bien de los súbditos que les han sido confiados. Tomen los príncipes ejemplo de Dios óptimo máximo, de quien les ha venido la autoridad. Propónganse la imagen de Dios en la administración de la república, gobiernen al pueblo con equidad y fidelidad y mezclen la caridad paterna con la severidad necesaria. Por esta causa las Sagradas Letras avisan a los príncipes que ellos también tienen que dar cuenta algún día al Rey de los reyes y Señor de los señores. Si abandonan su deber, no podrán evitar en modo alguno la severidad de Dios. «Porque, siendo ministros de su reino, no juzgasteis rectamente... Terrible y repentina vendrá sobre vosotros, porque de los que mandan se ha de hacer severo juicio; el Señor de todos no teme de nadie ni respetará la grandeza de ninguno, porque El ha hecho al pequeño y al grande e igualmente cuida de todos; pero a los poderosos amenaza poderosa inquisición»(16).
13. Con estos preceptos que aseguran la república se quita toda ocasión y aun todo deseo de sediciones. Y quedan consolidados en lo sucesivo, al honor y la seguridad de los príncipes, la tranquilidad y la seguridad de los Estados. Queda también salvada la dignidad de los ciudadanos, a los cuales se les concede conservar, en su misma obediencia, el decoro adecuado a la excelencia del hombre. Saben muy bien que a los ojos de Dios no hay siervo ni libre, que hay un solo Señor de todos, rico para todos los que lo invocan(17), y que ellos están sujetos y obedecen a los príncipes, porque éstos son en cierto modo una imagen de Dios, a quien servir es reinar(18).
Su realización histórica
14. La Iglesia ha procurado siempre que esta concepción crístiana del poder político no sólo se imprima en los ánimos, sino que también quede expresada en la vida pública y en las costumbres de los pueblos. Mientras en el trono del Estado se sentaron los emperadores paganos, que por la superstición se veían incapacitados para alcanzar esta concepción del poder que hemos bosquejado, la Iglesia procuró inculcarla en las mentes de los pueblos, los cuales, tan pronto como aceptaban las instituciones cristianas, debían ajustar su vida a las mismas. Y así los Pastores de las almas, renovando los ejemplos del apóstol San Pablo, se consagraban, con sumo cuidado y diligencia, a predicar a los pueblos que vivan sumisos a los príncipes y a las autoridades y que los obedezcan(19). Asimismo, que orasen a Dios por todos los hombres, pero especialmente por los emperadores y por todos los constituidos en dignidad, porque esto es bueno y grato ante Dios nuestro Salvador(20). De todo lo cual los antiguos cristianos nos dejaron brillantes enseñanzas, pues siendo atormentados injusta y cruelmente por los emperadores paganos, jamás dejaron de conducirse con obediencia y con sumisión, en tales términos que parecía claramente que iban como a porfía los emperadores en la crueldad y los cristianos en la obediencia. Era tan grande esta modestia cristiana y tan cierta la voluntad de obedecer, que no pudieron ser oscurecidas por las maliciosas calumnias de los enemigos. Por lo cual, aquellos que habían de defender públicamente el cristianismo en presencia de los emperadores, demostraban principalmente con este argumento que era injusto castigar a los cristianos según las leyes, pues vivían de acuerdo con éstas a los ojos de todos, para dar ejemplo de observancia. Así hablaba Atenágoras con toda confianza a Marco Aurelio y a su hijo Lucio Aurelio Cómmodo: «Permitís que nosotros, que ningún mal hacemos, antes bien nos conducimos con toda piedad y justicia, no sólo respecto a Dios, sino también respecto al Imperio, seamos perseguidos, despojados, desterrados»(21). Del mismo modo alababa públicamente Tertuliano a los cristianos, porque eran, entre todos, los mejores y más seguros amigos del imperio: «El cristiano no es enemigo de nadie, ni del emperador, a quien, sabiendo que está constituido por Dios, debe amar, respetar, honrar y querer que se salve con todo el Imperio romano»(22). Y no dudaba en afirmar que en los confines del imperio tanto más disminuía el número de sus enemigos cuanto más crecía el de los cristianos: «Ahora tenéis pocos enemigos, porque los cristianos son mayoría, pues en casi todas las ciudades son cristianos casi todos los ciudadanos»(23). También tenemos un insigne testimonio de esta misma realidad en la Epístola a Diogneto, la cual confirma que en aquel tiempo los cristianos se habían acostumbrado no sólo a servir y obedecer las leyes, sino que satisfacían a todos sus deberes con mayor perfección que la que les exigían las leyes: «Los cristianos obedecen las leyes promulgadas y con su género de vida pasan más allá todavía de lo que las leyes mandan»(24).
15. Sin embargo, la cuestión cambiaba radicalmente cuando los edictos imperiales y las amenazas de los pretores les mandaban separarse de la fe cristiana o faltar de cualquier manera a los deberes que ésta les imponía. No vacilaron entonces en desobedecer a los hombres para obedecer y agradar a Dios. Sin embargo, incluso en estas circunstancias no hubo quien tratase de promover sediciones ni de menoscabar la majestad del emperador, ni jamás pretendieron otra cosa que confesarse cristianos, serlo realmente y conservar incólume su fe. No pretendían oponer en modo alguno resistencia, sino que marchaban contentos y gozosos, como nunca, al cruento potro, donde la magnitud de los tormentos se veía vencida por la grandeza de alma de los cristianos. Por esta razón se llegó también a honrar en aquel tiempo en el ejército la eficacia de los principios cristianos. Era cualidad sobresaliente del soldado cristiano hermanar con el valor a toda prueba el perfecto cumplimiento de la disciplina militar y mantener unida a su valentía la inalterable fidelidad al emperador. Sólo cuando se exigían de ellos actos contrarios a la fe o la razón, como la violación de los derechos divinos o la muerte cruenta de indefensos discípulos de Cristo, sólo entonces rehusaban la obediencia al emperador, prefiriendo abandonar las armas y dejarse matar por la religión antes que rebelarse contra la autoridad pública con motines y sublevaciones.
16. Cuando los Estados pasaron a manos de príncipes cristianos, la Iglesia puso más empeño en declarar y enseñar todo lo que hay de sagrado en la autoridad de los gobernantes. Con estas enseñanzas se logró que los pueblos, cuando pensaban en la autoridad, se acostumbrasen a ver en los gobernantes una imagen de la majestad divina, que les impulsaba a un mayor respeto y amor hacia aquéllos. Por lo mismo, sabiamente dispuso la Iglesia que los reyes fuesen consagrados con los ritos sagrados, como estaba mandado por el mismo Dios en el Antigua Testamento. Cuando la sociedad civil, surgida de entre las ruinas del Imperia romano, se abrió de nuevo a la esperanza de la grandeza cristiana, los Romanos Pontífices consagraron de un modo singular el poder civil con el imperium sacrum. La autoridad civil adquirió de esta manera una dignidad desconocida. Y no hay duda que esta institución habría sido grandemente útil, tanto para la sociedad religiosa como para la sociedad civil, si los príncipes y los pueblos hubiesen buscado lo que la Iglesia buscaba. Mientras reinó una concorde amistad entre ambas potestades, se conservaron la tranquilidad y la prosperidad públicas. Si alguna vez los pueblos incurrían en el pecado de rebelión, al punto acudía la Iglesia, conciliadora nata de la tranquilidad, exhortando a todos al cumplimiento de sus deberes y refrenando los ímpetus de la concupiscencia, en parte con la persuasión y en parte con su autoridad. De modo semejante, si los reyes pecaban en el ejercicio del poder, se presentaba la Iglesia ante ellos y, recordándoles los derechos de los pueblos, sus necesidades y rectas aspiraciones, les aconsejaba justicia, clemencia y benignidad. Por esta razón se ha recurrido muchas veces a la influencia de la Iglesia para conjurar los peligros de las revoluciones y de las guerras civiles.
Las nuevas teorías
17. Por el contrario, las teorías sobre la autoridad política, inventadas por ciertos autores modernos, han acarreado ya a la humanidad serios disgustos, y es muy de temer que, andando el tiempo, nos traerán mayores males. Negar que Dios es la fuente y el origen de la autoridad política es arrancar a ésta toda su dignidad y todo su vigor. En cuanto a la tesis de que el poder político depende del arbitrio de la muchedumbre, en primer lugar, se equivocan al opinar así. Y, en segundo lugar, dejan asentada la soberanía sobre un cimiento demasiado endeble e inconsistente. Porque las pasiones populares, estimuladas con estas opiniones como con otros tantos acicates, se alzan con mayor insolencia y con gran daño de la república se precipitan, por una fácil pendiente, en movimientos clandestinos y abiertas sediciones. Las consecuencias de la llamada Reforma comprueban este hechos. Sus jefes y colaboradores socavaron con la piqueta de las nuevas doctrinas los cimientos de la sociedad civil y de la sociedad eclesiástica y provocaron repentinos alborotos y osadas rebeliones, principalmente en Alemania. Y esto con una fiebre tan grande de guerra civil y de muerte, que casi no quedó territorio alguno libre de la crueldad de las turbas. De aquella herejía nacieron en el siglo pasado una filosofia falsa, el llamado derecho nuevo, la soberanía popular y una descontrolada licencia, que muchos consideran como la única libertad. De aquí se ha llegado a esos errores recientes que se llaman comunismo, socialismo y nihilismo, peste vergonzosa y amenaza de muerte para la sociedad civil. Y, sin embargo, son muchos los que se esfuerzan por extender el imperio de males tan grandes y, con el pretexto de favorecer al pueblo, han provocado no pequeños incendios y ruinas. Los sucesos que aquí recordamos ni son desconocidos ni están muy lejanos.
III. NECESIDAD DE LA DOCTRINA CATÓLICA
18. Y lo peor de todo es que los príncipes, en medio de tantos peligros, carecen de remedios eficaces para restablecer la disciplina pública y pacificar los ánimos. Se arman con la autoridad de las leyes y piensan que podrán reprimir a los revoltosos con penas severas. Proceden con rectitud. Pero conviene advertir seriamente que la eficacia del castigo no es tan grande que pueda conservar ella sola el orden en los Estados. El miedo, como enseña Santo Tomás, «es un fundamento débil, porque los que se someten por miedo, cuando ven la ocasión de escapar impunes, se levantan contra los gobernantes con tanta mayor furia cuanto mayor ha sido la sujeción forzada, impuesta únicamente por el miedo. Y, además, el miedo exagerado arrastra a muchos a la desesperación, y la desesperación se lanza audazmente a las más atroces resoluciones»(25). La experiencia ha demostrado suficientemente la gran verdad de estas afirmaciones.
Es necesario, por tanto, buscar una causa más alta y más eficaz para la obediencia. Hay que establecer que la severidad de las leyes resultará infructuosa mientras los hombres no actúen movidos por el estímulo del deber y por la saludable influencia del temor de Dios. Esto puede conseguirlo como nadie la religión. La religión se insinúa por su propia fuerza en las almas, doblega la misma voluntad del hombre para que se una a sus gobernantes no sólo por estricta obediencia, sino también por la benevolencia de la caridad, la cual es en toda sociedad humana la garantía más firme de la seguridad.
19. Por lo cual hay que reconocer que los Romanos Pontífices hicieron un gran servicio al bien común cuando procuraron quebrantar la inquieta e hinchada soberbia de los innovadores advirtiendo el peligro que éstos constituían para la sociedad civil. Es digna de mención a este respecto la afirmación dirigida por Clemente VII a Fernando, rey de Bohemia y Hungría: «En la causa de la fe va incluida también la dignidad y utilidad, tanto tuya como de los demás soberanos, pues no es posible atacar a la fe sin grave ruina de vuestros propios intereses, lo cual se ha comprobado recientemente en algunos de esos territorios». En esta misma línea ha brillado la providente firmeza de nuestros predecesores, especialmente de Clemente XII, Benedicto XIV y León XII, quienes, al ver cundir extraordinariamente la epidemia de estas depravadas teorías y al comprobar la audacia creciente de las sectas, hicieron uso de su autoridad para cortarles el paso y evitar su entrada. Nos mismos hemos denunciado muchas veces la gravedad de los peligros que nos amenazan. Y hemos indicado al mismo tiempo el mejor remedio para conjurarlos. Hemos ofrecido a los príncipes y a todos los gobernantes el apoyo de la Iglesia. Hemos exhortado a los pueblos a que se aprovechen de los bienes espirituales que la Iglesia les proporciona. De nuevo hacemos ahora a los reyes el ofrecimiento de este apoyo, el más firme de todos, y con vehemencia les amonestamos en el Señor para que defiendan a la religión, y en ínterés del mismo Estado concedan a la Iglesia aquella libertad de la cual no puede ser privada sin injusticia y perdición de todos. La Iglesia de Cristo no puede ser sospechosa a los príncipes ni mal vista por los pueblos. La Iglesia amonesta a los príncipes para que ejerzan la justicia y no se aparten lo más mínimo de sus deberes. Pero al mismo tiempo y de muchas maneras robustece y fomenta su autoridad. Reconoce y declara que los asuntos propios de la esfera civil se hallan bajo el poder y jurisdicción de los gobernantes. Pero en las materias que afectan simultáneamente, aunque por diversas causas, a la potestad civil y a la potestad eclesiástica, la Iglesia quiere que ambas procedan de común acuerdo y reine entre ellas aquella concordia que evita contiendas desastrosas para las dos partes. Por lo que toca a los pueblos, la Iglesia ha sido fundada para la salvación de todos los hombres y siempre los ha amado como madre. Es la Iglesia la que bajo la guía de la caridad ha sabido imbuir mansedumbre en las almas, humanidad en las costumbres, equidad en las leyes, y siempre amiga de la libertad honesta, tuvo siempre por costumbre y práctica condenar la tiranía. Esta costumbre, ingénita en la Iglesia, ha sido expresada por San Agustín con tanta concisión como claridad en estas palabras: «Enseña [la Iglesia] que los reyes cuiden a los pueblos, que todos los pueblos se sujeten a sus reyes, manifestando cómo no todo se debe a todos, aunque a todos es debida la claridad y a nadie la injusticia»(26).
20. Por estas razones, venerables hermanos, vuestra obra será muy útil y totalmente saludable si consultáis con Nos todas las empresas que por encargo divino habéis de llevar a cabo para apartar de la sociedad humana estos peligrosos daños. Procurad y velad para que los preceptos establecidos por la Iglesia católica respecto del poder político del deber de obediencia sean comprendidos y cumplidos con diligencia por todos los hombres. Como censores y maestros que sois, amonestad sin descanso a los pueblos para que huyan de las sectas prohibidas, abominen las conjuraciones y que nada intenten por medio de la revolución. Entiendan todos que, al obedecer por causa de Dios a los gobernantes, su obediencia es un obsequio razonable. Pero como es Dios quien da la victoria a los reyes(27) y concede a los pueblos el descanso en la morada de la paz, en la habitación de la seguridad y en el asilo del reposo(28), es del todo necesario suplicarle insistentemente que doblegue la voluntad de todos hacia la bondad y la verdad, que reprima las iras y restituya al orbe entero la paz y tranquilidad hace tiempo deseadas.
21. Para que la esperanza en la oración sea más firme, pongamos por intercesores a la Virgen María, ínclita Madre de Dios, auxilio de los cristianos y protectora del género humano; a San José, su esposo castísimo, en cuyo patrocinio confía grandemente toda la Iglesia; a los apóstoles San Pedro y San Pablo, guardianes y defensores del nombre cristiano.
Entre tanto, y como augurio del galardón divino, os damos afectuosamente a vosotros, venerables hermanos, al clero y al pueblo confiado a vuestro cuidado, nuestra bendición apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 29 de junio de 1881, año cuarto de nuestro pontificado.
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Notas
1. Prov 8,15-16.
2. Sab 6,3-4.
3. Eclo 17,14.
4. Jn 19,11.
5. San Agustín, Tractatus in Ioannis Evangelium CXVI, 5: PL 35,1943.
6. Rom 13,1-4.
7. San Agustín, De civitate Dei V 21: PL 41,167.
8. San Juan Crisóstomo, In Epistolam ad Romanos hom.23,1: PG 60,615.
9 San Gregorio Magno, Epístola 11,61.
10. Sant 4,12.
11. Ef 3,15.
12. Rom 13,1-5.
13. 1 Pe 2,13-15.
14. Mt 22,21.
15. Hech 5,29.
16. Sal 6,4-8.
17. Rom 10,12.
18. Cf. misa votiva pro pace, Poscomunión.
19. Tit 3,1.
20. 1 Tim 2,1-3.
21. Atenágoras, Legatio pro Christ. 1: PG 6,891 B-894A.
22.Tertuliano, Apologeticum 35: PL 1,451.
23. Tertuliano, Apologeticum 37: PL 1,463.
24. Epístola a Diognete 5: PG 2,1174.
25. Santo Tomás, De regimine principum 1,10.
26. San Agustín, De moribus Ecclesiae catholicae 1,30:PL 32,1336.
27. Sal 142(143),11.
28. Is 32,18.
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CARTA ENCÍCLICA
IMMORTALE DEI
DEL SUMO PONTÍFICE
LEÓN XIII
SOBRE LA CONSTITUCIÓN CRISTIANA DEL ESTADO
1-11-1885
1. Obra inmortal de Dios misericordioso, la Iglesia, aunque por sí misma y en virtud de su propia naturaleza tiene como fin la salvación y la felicidad eterna de las almas, procura, sin embargo, tantos y tan señalados bienes, aun en la misma esfera de las cosas temporales, que ni en número ni en calidad podría procurarlos mayores si el primero y principal objeto de su institución fuera asegurar la felicidad de la vida presente. Dondequiera que la Iglesia ha penetrado, ha hecho cambiar al punto el estado de las cosas. Ha informado las costumbres con virtudes desconocidas hasta entonces y ha implantado en la sociedad civil una nueva civilización. Los pueblos que recibieron esta civilización superaron a los demás por su equilíbrio, por su equidad y por las glorias de su historia. No obstante, una muy antigua y repetida acusación calumniosa afirma que la Iglesia es enemiga del Estado y que es nula su capacidad para promover el bienestar y la gloria que lícita y naturalmente apetece toda sociedad bien constituida. Desde el principio de la Iglesia los cristianos fueron perseguidos con calumnias muy parecidas. Blanco del odio y de la malevolencia, los cristianos eran considerados como enemigos del Imperio. En aquella época el vulgo solía atribuir al cristianismo la culpa de todas las calamidades que afligían a la república, no echando de ver que era Dios, vengador de los crímenes, quien castigaba justamente a los pecadores.
La atrocidad de esta calumnia armó y aguzó, no sin motivo, la pluma de San Agustín. En varias de sus obras, especialmente en La ciudad de Dios, demostró con tanta claridad la eficacia de la filosofía cristiana en sus relaciones con el Estado, que no sólo realizó una cabal apología de la cristiandad de su tiempo, sino que obtuvo también un triunfo definitivo sobre las acusaciones falsas. No descansó, sin embargo, la fiebre funesta de estas quejas y falsas recriminaciones. Son muchos los que se han empeñado en buscar la norma constitucional de la vida política al margen de las doctrinas aprobadas por la Iglesia católica. Últimamente, el llamado derecho nuevo, presentado como adquisición de los tiempos modernos y producto de una libertad progresiva, ha comenzado a prevalecer por todas partes. Pero, a pesar de los muchos intentos realizados, la realidad es que no se ha encontrado para constituir y gobernar el Estado un sistema superior al que brota espontáneamente de la doctrina del Evangelio.
Nos juzgamos, pues, de suma importancia y muy conforme a nuestro oficio apostólico comparar con la doctrina cristiana las modernas teorías sociales acerca del Estado. Nos confiamos que la verdad disipará con su resplandor todos los motivos de error y de duda. Todos podrán ver con facilidad las normas supremas que, como norma práctica de vida, deben seguir y obedecer.
I. EL DERECHO CONSTITUCIONAL CATÓLICO
Autoridad, Estado
2. No es dificil determinar el carácter y la forma que tendrá la sociedad política cuando la filosofía cristiana gobierne el Estado. El hombre está ordenado por la Naturaleza a vivir en comunidad política. El hombre no puede procurarse en la soledad todo aquello que la necesidad y la utilidad de la vida corporal exigen, como tampoco lo conducente a la perfección de su espíritu. Por esto la providencia de Dios ha dispuesto que el hombre nazca inclinado a la unión y asociación con sus semejantes, tanto doméstica como civil, la cual es la única que puede proporcionarle la perfecta suficiencia para la vida.
Ahora bien: ninguna sociedad puede conservarse sin un jefe supremo que mueva a todos y cada uno con un mismo impulso eficaz, encaminado al bien común. Por consiguiente, es necesaria en toda sociedad humana una autoridad que la dirija. Autoridad que, como la misma sociedad, surge y deriva de la Naturaleza, y, por tanto, del mismo Dios, que es su autor. De donde se sigue que el poder público, en sí mismo considerado, no proviene sino de Dios. Sólo Dios es el verdadero y supremo Señor de las cosas. Todo lo existente ha de someterse y obedecer necesariamente a Dios. Hasta tal punto, que todos los que tienen el derecho de mandar, de ningún otro reciben este derecho si no es de Dios, Príncipe supremo de todos. «No hay autoridad sino pos Dios»(1). Por otra parte, el derecho de mandar no está necesariamente vinculado a una u otra forma de gobierno. La elección de una u otra forma política es posible y lícita, con tal que esta forma garantice efecazmente el bien común y la utilidad de todos. Pero en toda forma de gobierno los jefes del Estado deben poner totalmente la mirada en Dios, supremo gobernador del universo, y tomarlo como modelo y norma en el gobierno del Estado. Porque así como en el mundo visible Dios ha creado las causas segundas para que en ellas podamos ver reflejadas de alguna manera la naturaleza y la acción divinas y para que conduzcan al fin hacia el cual tiende todo el universo mundo, así también ha querido Dios que en la sociedad civil haya una autoridad suprema, cuyos titulares fuesen como una imagen del poder y de la providencia que Dios tiene sobre el género humano.
Por tanto, el poder debe ser justo, no despótico, sino paterno, porque el poder justísimo que Dios tiene sobre los hombres está unido a su bondad de Padre. Pero, además, el poder ha de ejercitarse en provecho de los ciudadanos, porque la única razón legitimadora del poder es precisamente asegurar el bienestar público. No se puede permitir en modo alguno que la autoridad civil sirva al interés de uno o de pocos, porque está constituida para el bien común de la totalidad social. Si las autoridades degeneran en un gobierno injusto, si incurren en abusos de poder o en el pecado de soberbia y si no miran por los intereses del pueblo, sepan que deberán dar estrecha cuenta a Dios. Y esta cuenta será tanto más rigurosa cuanto más sagrado haya sido el cargo o más alta la dignidad que hayan poseído. A los poderosos amenaza poderosa inquisición(2). De esta manera, la majestad del poder se verá acompañada por la reverencia honrosa que de buen grado le prestarán los ciudadanos. Convencidos éstos de que los gobernantes tienen su autoridad recibida de Dios, se sentirán obligados en justicia a aceptar con docilidad los mandatos de los gobernantes y a prestarles obediencia y fidelidad, con un sentimiento parecido a la piedad que los hijos tienen con sus padres. «Todos habéis de estar sometidos a las autoridades superiores»(3). Despreciar el poder legítimo, sea el que sea el titular del poder, es tan ilícito como resistir a la voluntad de Dios. Quienes resisten a la voluntad divina se despeñan voluntariamente en el abismo de su propia perdición. «Quien resiste a la autoridad resiste a la disposición de Dios, y los que la resisten se atraen sobre sí la condenación»(4). Por tanto, quebrantar la obediencia y provocar revoluciones por medio de la fuerza de las masas constituye un crimen de lesa majestad, no solamente humana, sino también divina.
El culto público
3. Constituido sobre estos principios, es evidente que el Estado tiene el deber de cumplir por medio del culto público las numerosas e importantes obligaciones que lo unen con Dios. La razón natural, que manda a cada hombre dar culto a Dios piadosa y santamente, porque de El dependemos, y porque, habiendo salido de El, a El hemos de volver, impone la misma obligación a la sociedad civil. Los hombres no están menos sujetos al poder de Dios cuando viven unidos en sociedad que cuando viven aislados. La sociedad, por su parte, no está menos obligada que los particulares a dar gracias a Dios, a quien debe su existencia, su conservación y la ínnumerable abundancia de sus bienes. Por esta razón, así como no es lícito a nadie descuidar los propios deberes para con Dios, el mayor de los cuales es abrazar con el corazón y con las obras la religión, no la que cada uno prefiera, sino la que Dios manda y consta por argumentos ciertos e irrevocables como única y verdadera, de la misma manera los Estados no pueden obrar, sin incurrir en pecado, como si Dios no existiese, ni rechazar la religión como cosa extraña o inútil, ni pueden, por último, elegir indiferentemente una religión entre tantas. Todo lo contrario. El Estado tiene la estricta obligación de admitir el culto divino en la forma con que el mismo Dios ha querido que se le venere. Es, por tanto, obligación grave de las autoridades honrar el santo nombre de Dios. Entre sus principales obligaciones deben colocar la obligación de favorecer la religión, defenderla con eficacia, ponerla bajo el amparo de las leyes, no legislar nada que sea contrario a la incolumidad de aquélla. Obligación debida por los gobernantes también a sus ciudadanos. Porque todos los hombres hemos nacido y hemos sido criados para alcanzar un fin último y supremo, al que debemos referir todos nuestros propósitos, y que colocado en el cielo, más allá de la frágil brevedad de esta vida. Si, pues, de este sumo bien depende la felicidad perfecta y total de los hombres, la consecuencia es clara: la consecución de este bien importa tanto a cada uno de los ciudadanos que no hay ni puede haber otro asunto más importante. Por tanto, es necesario que el Estado, establecido para el bien de todos, al asegurar la prosperidad pública, proceda de tal forma que, lejos de crear obstáculos, dé todas las facilidades posibles a los ciudadanos para el logro de aquel bien sumo e inconmutable que naturalmente desean. La primera y principal de todas ellas consiste en procurar una inviolable y santa observancia de la religión, cuyos deberes unen al hombre con Dios.
4. Todo hombre de juicio sincero y prudente ve con facilidad cuál es la religión verdadera. Multitud de argumentos eficaces, como son el cumplimiento real de las profecías, el gran número de milagros, la rápida propagación de la fe, aun en medio de poderes enemigos y de dificultades insuperables, el testimonio de los mártires y otros muchos parecidos, demuestran que la única religión verdadera es aquella que Jesucristo en persona instituyó y confió a su Iglesia para conservarla y para propagarla por todo el tiempo.
5. El Hijo unigénito de Dios ha establecido en la tierra una sociedad que se llama la Iglesia. A ésta transmitió, para continuarla a través de toda la Historia, la excelsa misión divina, que El en persona había recibido de su Padre. «Como me envió mi Padre, así os envío yo»(5). «Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo»(6). Y asi como Jesucristo vino a la tierra para que los hombres tengan vida, y la tengan abundantemente(7), de la misma manera el fin que se propone la Iglesia es la salvación eterna de las almas. Y así, por su propia naturaleza, la Iglesia se extiende a toda la universalidad del género humano, sin quedar circunscrita por límite alguno de tiempo o de lugar. Predicad el Evangelio a toda criatura(8).
Dios mismo ha dado a esta inmensa multitud de hombres prelados con poderes para gobernarla, y ha querido que uno de ellos fuese el Jefe supremo de todos y Maestro máximo e infalible de la verdad, al cual entregó las llaves del reino de los cielos. «Yo te daré las llaves del reino de los cielos»(9). «Apacienta mis corderos..., apacienta mis ovejas»(10). «Yo he rogado por ti, para que no desfallezca tu fe»(11). Esta sociedad, aunque está compuesta por hombres, como la sociedad civil, sin embargo, por el fin a que tiende y por los medios de que se vale para alcanzar este fin, es sobrenatural y espiritual. Por tanto, es distinta y difiere de la sociedad política. Y, lo que es más importante, es una sociedad genérica y jurídicamente perfecta, porque tiene en sí misma y por sí misma, por voluntad benéfica y gratuita de su Fundador, todos los elementos necesarios para su existencia y acción. Y así como el fin al que tiende la Iglesia es el más noble de todos, así también su autoridad es más alta que toda otra autoridad ni puede en modo alguno ser inferior o quedar sujeta a la autoridad civil. Jesucristo ha dado a sus apóstoles una autoridad plena sobre las cosas sagradas, concediéndoles tanto el poder legislativo como el doble poder, derivado de éste, de juzgar y castigar. «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues, enseñad a todas las gentes..., enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado»(12). Y en otro texto: «Si los desoyere, comunícalo a la Iglesia»(13). Y todavía: «Prontos a castigar toda desobediencia y a reduciros a perfecta obediencia»(14). Y aún más: «Emplee yo con severidad la autoridad que el Señor me confirió para edificar, no para destruir»(15).
Por tanto, no es el Estado, sino la Iglesia, la que debe guiar a los hombres hacia la patria celestial. Dios ha dado a la Iglesia el encargo de juzgar y definir en las cosas tocantes a la religión, de enseñar a todos los pueblos, de ensanchar en lo posible las fronteras del cristianismo; en una palabra: de gobernar la cristiandad, según su propio criterio, con libertad y sin trabas. La Iglesia no ha cesado nunca de reivindicar para sí ni de ejercer públicamente esta autoridad completa en sí misma y jurídicamente perfecta, atacada desde hace mucho tiempo por una filosofia aduladora de los poderes políticos. Han sido los apóstoles los primeros en defenderla. A los príncipes de la sinagoga, que les prohibían predicar la doctrina evangélica, respondían los apóstoles con firmeza: «Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres»(16). Los Santos Padres se consagraron a defender esta misma autoridad, con razonamientos sólidos, cuando se les presentó ocasión para ello. Los Romanos Pontífices, por su parte, con invicta constancia de ánimo, no han cesado jamás de reivindicar esta autoridad frente a los agresores de ella. Más aún: los mismos príncipes y gobernantes de los Estados han reconocido, de hecho y de derecho, esta autoridad, al tratar con la Iglesia como con un legítimo poder soberano, ya por medios de convenios y concordatos, ya con el envío y aceptación de embajadores, ya con el mutuo intercambio de otros buenos oficios. Y hay que reconocer una singular providencia de Dios en el hecho de que esta suprema potestad de la Iglesia llegara a encontrar en el poder civil la defensa más segura de su propia independencia.
Dos sociedades, dos poderes
6. Dios ha repartido, por tanto, el gobierno del género humano entre dos poderes: el poder eclesiástico y el poder civil. El poder eclesiástico, puesto al frente de los intereses divinos. El poder civil, encargado de los intereses humanos. Ambas potestades son soberanas en su género. Cada una queda circunscrita dentro de ciertos límites, definidos por su propia naturaleza y por su fin próximo. De donde resulta una como esfera determinada, dentro de la cual cada poder ejercita iure proprio su actividad. Pero como el sujeto pasivo de ambos poderes soberanos es uno mismo, y como, por otra parte, puede suceder que un mismo asunto pertenezca, si bien bajo diferentes aspectos, a la competencia y jurisdicción de ambos poderes, es necesario que Dios, origen de uno y otro, haya establecido en su providencia un orden recto de composición entre las actividades respectivas de uno y otro poder. «Las [autoridades] que hay, por Dios han sido ordenadas»(17). Si así no fuese, sobrevendrían frecuentes motivos de lamentables conflictos, y muchas veces quedaría el hombre dudando, como el caminante ante una encrucijada, sin saber qué camino elegir, al verse solicitado por los mandatos contrarios de dos autoridades, a ninguna de las cuales puede, sin pecado, dejar de obedecer. Esta situación es totalmente contraria a la sabiduría y a la bondad de Dios, quien incluso en el mundo físico, de tan evidente inferioridad, ha equilibrado entre sí las fuerzas y las causas naturales con tan concertada moderación y maravillosa armonía, que ni las unas impiden a las otras ni dejan todas de concurrir con exacta adecuación al fin total al que tiende el universo.
Es necesario, por tanto, que entre ambas potestades exista una ordenada relación unitiva, comparable, no sin razón, a la que se da en el hombre entre el alma y el cuerpo. Para determinar la esencia y la medida de esta relación unitiva no hay, como hemos dicho, otro camino que examinar la naturaleza de cada uno de los dos poderes, teniendo en cuenta la excelencia y nobleza de sus fines respectivos. El poder civil tiene como fin próximo y principal el cuidado de las cosas temporales. El poder eclesiástico, en cambio, la adquisición de los bienes eternos. Así, todo lo que de alguna manera es sagrado en la vida humana, todo lo que pertenece a la salvación de las almas y al culto de Dios, sea por su propia naturaleza, sea en virtud del fin a que está referido, todo ello cae bajo el dominio y autoridad de la Iglesia. Pero las demás cosas que el régimen civil y político, en cuanto tal, abraza y comprende, es de justicia que queden sometidas a éste, pues Jesucristo mandó expresamente que se dé al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. No obstante, sobrevienen a veces especiales circunstancias en las que puede convenir otro género de concordia que asegure la paz y libertad de entrambas potestades; por ejemplo, cuando los gobernantes y el Romano Pontífice admiten la misma solución para un asunto determinado. En estas ocasiones, la Iglesia ha dado pruebas numerosas de su bondad maternal, usando la mayor indulgencia y condescendencia posibles.
Ventajas de esta concepción
7. Esta que sumariamente dejamos trazada es la concepción cristiana del Estado. Concepción no elaborada temerariamente y por capricho, sino constituida sobre los supremos y más exactos principios, confirmados por la misma razón natural.
8. La constitución del Estado que acabamos de exponer, no menoscaba ni desdora la verdadera dignidad de los gobernantes. Y está tan lejos de mermar los derechos de la autoridad, que antes, por el contrario, los engrandece y consolida.
Si se examina a fondo el asunto, la constitución expuesta presenta una gran perfección, de la que carecen los restantes sistemas políticos. Perfección cuyos frutos serían excelentes y variados si cada uno de los dos poderes se mantuvieran dentro de su esfera propia y se aplicase sincera y totalmente al cumplimiento de la obligación y de la misión que le corresponden. De hecho, en la constitución del Estado que hemos desarrollado, lo divino y lo humano quedan repartidos de una manera ordenada y conveniente. Los derechos de los ciudadanos son respetados como derechos inviolables y quedan defendidos bajo el patrocinio de las leyes divinas, naturales y humanas. Los deberes de cada ciudadano son definidos con sabia exactitud y su cumplimiento queda sancionado con oportuna eficacia. Cada ciudadano sabe que, durante el curso incierto y trabajoso de esta mortal peregrinación hacia la patria eterna, tiene a la mano guías seguros para emprender este camino y auxiliadores eficaces para llegar a su fin. Sabe también que tiene a su alcance otros guías y auxiliadores para obtener y conservar su seguridad, su sustento y los demás bienes necesarios de la vida social presente. La sociedad doméstica encuentra su necesaria firmeza en la santidad del matrimonio, uno e indisoluble. Los derechos y los deberes de los cónyuges son regulados con toda justicia y equidad. El honor debido a la mujer es salvaguardado. La autoridad del marido se configura según el modelo de la autoridad de Dios. La patria potestad queda moderada de acuerdo con la dignidad de la esposa y de los hijos. Por último, se provee con acierto a la seguridad, al mantenimiento y a la educacíón de la prole.
En la esfera política y civil, las leyes se ordenan al bien común, y no son dictadas por el voto y el juicio falaces de la muchedumbre, sino por la verdad y la justicia. La autoridad de los gobernantes queda revestida de un cierto carácter sagrado y sobrehumano y frenada para que ni se aparte de la justicia ní degenere en abusos del poder. La obediencia de los ciudadanos tiene como compañera inseparable una honrosa dignidad, porque no es esclavitud de hombre a hombre, sino sumisión a la voluntad de Dios, que ejerce su poder por medio de los hombres. Tan pronto como arraiga esta convicción en la sociedad, entienden los ciudadanos que son deberes de justicia el respeto a la majestad de los gobernantes, la obediencia constante y leal a la autoridad pública, el rechazo de toda sedición y la observancia religiosa de la constitución del Estado.
Se imponen también como obligatorias la mutua caridad, la benignidad, la liberalidad. No queda dividido el hombre, que es ciudadano y cristiano al mismo tiempo, con preceptos contradictorios entre sí. En resumen: todos los grandes bienes con que la religión cristiana enriquece abundante y espontáneamente la misma vida mortal de los hombres quedan asegurados a la comunidad y al Estado. De donde se desprende la evidencia de aquella sentencia: «El destino del Estado depende del culto que se da a Dios. Entre éste y aquél existe un estrecho e íntimo parentesco»(18).
En numerosos pasajes de sus obras San Agustín ha subrayado con su elocuencia acostumbrada el valor de los bienes, sobre todo cuando, hablando con la Iglesia católica, le dice: «Tú instruyes y enseñas con sencillez a los niños, con energía a los jóvenes, con calma a los ancianos, según la edad de cada uno, no sólo del cuerpo, sino también del espíritu. Tú sometes la mujer a su marido con casta y fiel obediencia, no para satisfacer la pasión, sino para propagar la prole y para la unión familiar. Tú antepones el marido a la mujer, no para afrenta del sexo más débil, sino para demostración de un amor leal. Tú sometes los hijos a los padres, pero salvando la libertad de aquéllos. Tú colocas a los padres sobre los hijos para que gobiernen a éstos amorosa y tiernamente. Tú unes a ciudades con ciudades, pueblos con pueblos; en una palabra: vinculas a todos los hombres, con el recuerdo de unos mismos padres, no sólo con un vínculo social, sino incluso con los lazos de la fraternidad. Tú enseñas a los reyes a mirar por el bien de los pueblos, tú adviertes a los pueblos que presten obediencia a los reyes. Tú enseñas con cuidado a quién es debido el honor, a quién el efecto, a quién la reverencia, a quién el temor, a quién el consuelo, a quién el aviso, a quién la exhortación, a quién la corrección, a quién la reprensión, a quién el castigo, manifestando al mismo tiempo que no todos tienen los mismos derechos, pero que a todos se debe la caridad y que a nadie puede hacérsele injuria»(19).
En otro pasaje el santo Doctor refuta el error de ciertos filósofos políticos: «Los que afirman que la doctrina de Cristo es nociva al Estado, que nos presenten un ejército con soldados tales como la doctrina de Cristo manda; que nos den asimismo inspectores del fisco tales como la enseñanza de Cristo quiere y forma. Una vez que nos los hayan dado, atrévanse a decir que tal doctrina se opone al interés común. No lo dirán; antes bien, habrán de reconocer que su observancia es la gran salvación del Estado»(20).
9. Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad. La religión fundada por Jesucristo se veia colocada firmemente en el grado de honor que le corresponde y florecía en todas partes gracias a la adhesión benévola de los gobernantes y a la tutela legítima de los magistrados. El sacerdocio y el imperio vivían unidos en mutua concordia y amistoso consorcio de voluntades. Organizado de este modo, el Estado produjo bienes superiores a toda esperanza. Todavía subsiste la memoria de estos beneficios y quedará vigente en innumerables monumentos históricos que ninguna corruptora habilidad de los adversarios podrá desvirtuar u oscurecer. Si la Europa cristiana domó las naciones bárbaras y las hizo pasar de la fiereza a la mansedumbre y de la superstición a la verdad; si rechazó victoriosa las invasiones musulmanas; si ha conservado el cetro de la civilización y se ha mantenido como maestra y guía del mundo en el descubrimiento y en la enseñanza de todo cuanto podía redundar en pro de la cultura humana; si ha procurado a los pueblos el bien de la verdadera libertad en sus más variadas formas; si con una sabia providencia ha creado tan numerosas y heroicas instituciones para aliviar las desgracias de los hombres, no hay que dudarlo: Europa tiene por todo ello una enorme deuda de gratitud con la religión, en la cual encontró siempre una inspiradora de sus grandes empresas y una eficaz auxiliadora en sus realizaciones. Habríamos conservado también hoy todos estos mismos bienes si la concordia entre ambos poderes se hubiera conservado. Podríamos incluso esperar fundadamente mayores bienes si el poder civil hubiese obedecido con mayor fidelidad y perseverancia a la autoridad, al magisterio y a los consejos de la Iglesia. Las palabras que Yves de Chartres escribió al papa Pascual II merecen ser consideradas como formulación de una ley imprescindible: «Cuando el imperio y el sacerdocio viven en plena armonía, el mundo está bien gobernado y la Iglesia florece y fructifica. Pero cuando surge entre ellos la discordia, no sólo no crecen los pequeños brotes, sino que incluso las mismas grandes instituciones perecen miserablemente»(21) .
II. EL DERECHO CONSTITUCIONAL MODERNO
Principios fundamentales
10. Sin embargo, el pernicioso y deplorable afán de novedades promovido en el siglo XVI, después de turbar primeramente a la religión cristiana, vino a trastornar como consecuencia obligada la filosofía, y de ésta pasó a alterar todos los órdenes de la sociedad civil. A esta fuente hay que remontar el origen de los príncipios modernos de una libertad desenfrenada, inventados en la gran revolución del siglo pasado y propuestos como base y fundamento de un derecho nuevo, desconocido hasta entonces y contrario en muchas de sus tesis no solamente al derecho cristiano, sino incluso también al derecho natural.
El principio supremo de este derecho nuevo es el siguiente: todos los hombres, de la misma manera que son semejantes en su naturaleza específica, son iguales también en la vida práctica. Cada hombre es de tal manera dueño de sí mismo, que por ningún concepto está sometido a la autoridad de otro. Puede pensar libremente lo que quiera y obrar lo que se le antoje en cualquier materia. Nadie tiene derecho a mandar sobre los demás. En una sociedad fundada sobre estos principios, la autoridad no es otra cosa que la voluntad del pueblo, el cual, como único dueño de sí mismo, es también el único que puede mandarse a sí mismo. Es el pueblo el que elige las personas a las que se ha de someter. Pero lo hace de tal manera que traspasa a éstas no tanto el derecho de mandar cuanto una delegación para mandar, y aun ésta sólo para ser ejercida en su nombre.
Queda en silencio el dominio divino, como si Dios no existiese o no se preocupase del género humano, o como si los hombres, ya aislados, ya asociados, no debiesen nada a Dios, o como si fuera posible imaginar un poder político cuyo principio, fuerza y autoridad toda para gobernar no se apoyaran en Dios mismo. De este modo, como es evidente, el Estado no es otra cosa que la multitud dueña y gobernadora de sí misma. Y como se afirma que el pueblo es en sí mismo fuente de todo derecho y de toda seguridad, se sigue lógicamente que el Estado no se juzgará obligado ante Dios por ningún deber; no profesará públicamente religión alguna, ni deberá buscar entre tantas religiones la única verdadera, ni elegirá una de ellas ni la favorecerá principalmente, sino que concederá igualdad de derechos a todas las religiones, con tal que la disciplina del Estado no quede por ellas perjudicada. Se sigue también de estos principios que en materia religiosa todo queda al arbitrio de los particulares y que es lícito a cada individuo seguir la religión que prefiera o rechazarlas todas si ninguna le agrada. De aquí nacen una libertad ilimitada de conciencia, una libertad absoluta de cultos, una libertad total de pensamiento y una libertad desmedida de expresión(22).
Crítica de este derecho constitucional nuevo
11. Es fácil de ver la deplorable situación a que queda reducida la Iglesia si el Estado se apoya sobre estos fundamentos, hoy día tan alabados. Porque cuando la política práctica se ajusta a estas doctrinas, se da a la Iglesia en el Estado un lugar igual, o quizás inferior, al de otras sociedades distintas de ella. No se tienen en cuenta para nada las leyes eclesiásticas, y la Iglesia, que por mandato expreso de Jesucristo ha de enseñar a todas las gentes, se ve apartada de toda intervención en la educación pública de los ciudadanos. En las mismas materias que son de competencia mixta, las autoridades del Estado establecen por sí mismas una legislación arbitraria y desprecian con soberbia la sagrada legislación de la Iglesia en esta materia. Y así, colocan bajo su jurisdicción el matrimonio cristiano, legislando incluso acerca del vínculo conyugal, de su unidad y estabilidad; privan de sus propiedades al clero, negando a la Iglesia el derecho de propiedad; tratan, finalmente, a la Iglesia como si la Iglesia no tuviera la naturaleza y los derechos de una sociedad perfecta y como si fuere meramente una asociación parecida a las demás asociaciones reconocidas por el Estado. Por esto, afirman que, si la Iglesia tiene algún derecho o alguna facultad legítima para obrar, lo debe al favor y a las concesiones de las autoridades del Estado. Si en un Estado la legislación civil deja a la Iglesia una esfera de autonomía jurídica y existe entre ambos poderes algún concordato, se apresuran a proclamar que es necesario separar los asuntos de la Iglesia de los asuntos del Estado, y esto con el intento de poder obrar impunemente contra el pacto convenido, y, eliminados así todos los obstáculos, quedar las autoridades civiles como árbitros absolutos de todo. Pero como la Iglesia no puede tolerar estas pretensiones, porque ello equivaldría al abandono de los más santos y más graves deberes, y, por otra parte, la Iglesia exige que el concordato se cumpla con entera fidelidad, surgen frecuentemente conflictos entre el poder sagrado y el poder civil, cuyo resultado final suele ser que sucumba la parte más débil en fuerzas humanas ante la parte más fuerte.
12. Así, en la situación política que muchos preconizan actualmente existe una tendencia en las ideas y en la acción a excluir por completo a la Iglesia de la sociedad o a tenerla sujeta y encadenada al Estado. A este fin va dirigida la mayor parte de las medidas tomadas por los gobiernos. La legislación, la administración pública del Estado, la educación laica de la juventud, el despojo y la supresión de las Órdenes religiosas, la destrucción del poder temporal de los Romanos Pontífices, no tienen otra finalidad que quebrantar la fuerza de las instituciones cristianas, ahogar la libertad de la Iglesia católica y suprimir todos sus derechos.
13. La sola razón natural demuestra el grave error de estas teorías acerca de la constitución del Estado. La naturaleza enseña que toda autoridad, sea la que sea, proviene de Dios como de suprema y augusta fuente. La soberanía del pueblo, que, según aquéllas, reside por derecho natural en la muchedumbre independizada totalmente de Dios, aunque presenta grandes ventajas para halagar y encender innumerables pasiones, carece de todo fundamento sólido y de eficacia sustantiva para garantizar la seguridad pública y mantener el orden en la sociedad. Porque con estas teorías las cosas han llegado a tal punto que muchos admiten como una norma de la vida política la legitimidad del derecho a la rebelión. Prevalece hoy día la opinión de que, siendo los gobernantes meros delegadas, encargados de ejecutar la voluntad del pueblo, es necesario que todo cambie al compás de la voluntad del pueblo, de donde se sigue que el Estado nunca se ve libre del temor de la revoluciones.
14. En materia religiosa, pensar que las formas de culto, distintas y aun contrarias, son todas iguales, equivale a confesar que no se quiere aprobar ni practicar ninguna de ellas. Esta actitud, si nominalmente difiere del ateísmo, en realidad se identifica con él. Los que creen en la existencia de Dios, si quieren ser consecuentes consigo mismos y no caer en un absurdo, han de comprender necesariamente que las formas usuales de culto divino, cuya diferencia, disparidad y contradicción aun en cosas de suma importancia son tan grandes, no pueden ser todas igualmente aceptables ni igualmente buenas o agradables a Dios.
15. De modo parecido, la libertad de pensamiento y de expresión, carente de todo límite, no es por sí misma un bien del que justamente pueda felicitarse la sociedad humana; es, por el contrario, fuente y origen de muchos males. La libertad, como facultad que perfecciona al hombre, debe aplicarse exclusivamente a la verdad y al bien. Ahora bien: la esencia de la verdad y del bien no puede cambiar a capricho del hombre, sino que es siempre la misma y no es menos inmutable que la misma naturaleza de las cosas. Si la inteligencia se adhiere a opiniones falsas, si la voluntad elige el mal y se abraza a él, ni la inteligencia ni la voluntad alcanzan su perfección; por el contrario, abdican de su dignidad natural y quedan corrompidas. Por consiguiente, no es lícito publicar y exponer a la vista de los hombres lo que es contrario a la virtud y a la verdad, y es mucho menos lícito favorecer y amparar esas publicaciones y exposiciones con la tutela de las leyes. No hay más que un camino para llegar al cielo, al que todos tendemos: la vida virtuosa. Por lo cual se aparta de la norma enseñada por la naturaleza todo Estado que permite una libertad de pensamiento y de acción que con sus excesos pueda extraviar impunemente a las inteligencias de la verdad y a las almas de la virtud.
Error grande y de muy graves consecuencias es excluir a la Iglesia, obra del mismo Dios, de la vida social, de la legislación, de la educación de la juventud y de la familia. Sin religión es imposible un Estado bien ordenado. Son ya conocidos, tal vez más de lo que convendría, la esencia, los fines y las consecuencias de la llamada moral civil. La maestra verdadera de la virtud y la depositaria de la moral es la Iglesia de Cristo. Es ella la que defiende incólumes los principios reguladores de los deberes. Es ella la que, al proponer los motivos más eficaces para vivir virtuosamente, manda no sólo evitar toda acción mala, sino también domar las pasiones contrarias a la razón, incluso cuando éstas no se traducen en las obras. Querer someter la Iglesia, en el cumplimiento de sus deberes, al poder civil constituye una gran injuria y un gran peligro. De este modo se perturba el orden de las cosas, anteponiendo lo natural a lo sobrenatural. Se suprime, o, por lo menos, se disminuye, la afluencia de los bienes que aportaría la Iglesia a la sociedad si pudiese obrar sin obstáculos. Por último, se abre la puerta a enemistades y conflictos, que causan a ambas sociedades grandes daños, como los acontecimientos han demostrado con demasiada frecuencia.
Condenación del derecho nuevo
16. Estas doctrinas, contrarias a la razón y de tanta trascendencia para el bien público del Estado, no dejaron de ser condenadas por los Romanos Pontífices, nuestros predecesores, que vivían convencidos de las obligaciones que les imponía el cargo apostólico. Así, Gregorio XVI, en la encíclica Mirari vos, del 15 de agosto de 1832, condenó con gran autoridad doctrinal los principios que ya entonces se iban divulgando, esto es, el indiferentismo religioso, la libertad absoluta de cultos y de conciencia, la libertad de imprenta y la legitimidad del derecho de rebelión. Con relación a la separación entre la Iglesia y el Estado, decía así el citado Pontífice: «No podríamos augurar resultados felices para la Iglesia y para el Estado de los deseos de quienes pretenden con empeño que la Iglesia se separe del Estado, rompiendo la concordia mutua del imperio y del sacerdocio. Todos saben muy bien que esta concordia, que siempre ha sido tan beneficiosa para los intereses religiosos y civiles, es muy temida por los fautores de una libertad desvergonzada»(23). De modo semejante, Pío IX, aprovechando las ocasiones que se le presentaron, condenó muchas de las falsas opiniones que habían empezado a estar en boga, reuniéndolas después en un catálogo, a fin de que supiesen los católicos a qué atenerse, sin peligro de equivocarse, en medio de una avenida tan grande de errores(24).
17. De estas declaraciones pontificias, lo que debe tenerse presente, sobre todo, es que el origen del poder civil hay que ponerlo en Dios, no en la multitud; que el derecho de rebelión es contrario a la razón; que no es lícito a los particulares, como tampoco a los Estados, prescindir de sus deberes religiosos o medir con un mismo nivel todos los cultos contrarios; que no debe ser considerado en absoluto como un derecho de los ciudadanos, ni como pretensión merecedora de favor y amparo, la libertad inmoderada de pensamiento y de expresión. Hay que admitir igualmente que la Iglesia, no menos que el Estado, es una sociedad completa en su género y jurídicamente perfecta; y que, por consiguiente, los que tienen el poder supremo del Estado no deben pretender someter la Iglesia a su servicio u obediencia, o mermar la libertad de acción de la Iglesia en su esfera propia, o arrebatarle cualquiera de los derechos que Jesucristo le ha conferido. Sin embargo, en las cuestiones de derecho mixto es plenamente conforme a la naturaleza y a los designios de Dios no la separación ni mucho menos el conflicto entre ambos poderes, sino la concordia, y ésta de acuerdo con los fines próximos que han dado origen a entrambas sociedades.
18. Estos son los principios que la Iglesia católica establece en materia de constitución y gobierno de los Estados. Con estos principios, si se quiere juzgar rectamente, no queda condenada por sí misma ninguna de las distintas formas de gobierno, pues nada contienen contrario a la doctrina católica, y todas ellas, realizadas con prudencia y justicia, pueden garantizar al Estado la prosperidad pública. Más aún: ni siquiera es en sí censurable, según estos principios, que el pueblo tenga una mayor o menor participación en el gobierno, participación que, en ciertas ocasiones y dentro de una legislación determinada, puede no sólo ser provechosa, sino incluso obligatoria para los ciudadanos. No hay tampoco razón justa para acusar a la Iglesia de ser demasiado estrecha en materia de tolerancia o de ser enemiga de la auténtica y legítima libertad. Porque, si bien la Iglesia juzga ilícito que las diversas clases de culto divino gocen del mismo derecho que tiene la religión verdadera, no por esto, sin embargo, condena a los gobernantes que para conseguir un bien importante o para evitar un grave mal toleran pacientemente en la práctica la existencia de dichos cultos en el Estado. Es, por otra parte, costumbre de la Iglesia vigilar con mucho cuidado para que nadie sea forzado a abrazar la fe católica contra su voluntad, porque, como observa acertadamente San Agustín, «el hombre no puede creer más que de buena voluntad»(25).
19. Por la misma razón, la Iglesia no puede aprobar una líbertad que lleva al desprecio de las leyes santísimas de Dios y a la negación de la obediencia debida a la autoridad legítima. Esta libertad, más que libertad, es licencia. Y con razón la denomina San Agustín libertad de perdición(26) y el apóstol San Pedro velo de malicia(27). Más aún: esa libertad, siendo como es contraria a la razón, constituye una verdadera esclavitud, pues el que obra el pecado, esclavo es del pecado(28). Por el contrario, es libertad auténtica y deseable aquella que en la esfera de la vida privada no permite el sometimiento del hombre a la tiranía abominable de los errores y de las malas pasiones y que en el campo de la vida pública gobierna con sabiduría a los ciudadanos, fomenta el progreso y las comodidades de la vida y defiende la administración del Estado de toda ajena arbitrariedad. La Iglesia es la primera en aprobar esta libertad justa y digna del hombre. Nunca ha cesado de combatír para conservarla incólume y entera en los pueblos. Los monumentos históricos de las edades precedentes demuestran que la Iglesia católica ha sido siempre la iniciadora, o la impulsora, o la protectora de todas las instituciones que pueden contribuir al bienestar común en el Estado. Tales son las eficaces instituciones creadas para coartar la tiranía de los príncipes que gobiernan mal a los pueblos; las que impiden que el poder supremo del Estado invada indebidamente la esfera municipal o familiar, y las dirigidas a garantizar la dignidad y la vida de las personas y la igualdad jurídica de los ciudadanos.
Consecuente siempre consigo mísma, si por una parte rechaza la libertad inmoderada, que lleva a los indivíduos y a los pueblos al desenfreno o a la esclavitud, acepta, por otra parte, con mucho gusto, los adelantos que trae consigo el tiempo, cuando promueven de veras el bienestar de la vida presente, que es como un camino que lleva a la vida e inmortalidad futuras. Calumnia, por tanto, vana e infundada es la afirmación de algunos que dicen que la Iglesia mira con malos ojos el sistema político moderno y que rechaza sin distinción todos los descubrimientos del genio contemporáneo. La Iglesia rechaza, sin duda alguna, la locura de ciertas opiniones. Desaprueba el pernicíoso afán de revoluciones y rechaza muy especialmente ese estado de espíritu en el que se vislumbra el comienzo de un apartamiento voluntario de Dios. Pero como todo lo verdadero proviene necesariamente de Dios, la Iglesia reconoce como destello de la mente divina toda verdad alcanzada por la investigación del entendimiento humano. Y como no hay verdad alguna del orden natural que esté en contradicción con las verdades reveladas, por el contrario, son muchas las que comprueban esta misma fe; y, además, todo descubrimiento de la verdad puede llevar, ya al conocimiento, ya a la glorificación de Dios, de aquí que la Iglesia acoja siempre con agrado y alegría todo lo que contribuye al verdadero progreso de las ciencias. Y así como lo ha hecho siempre con las demás ciencias, la Iglesia fomentará y favorecerá con ardor todas aquellas ciencias que tienen por objeto el estudio de la naturaleza. En estas disciplinas, la Iglesia no rechaza los nuevos descubrimientos. Ni es contraria a la búsqueda de nuevos progresos para el mayor bienestar y comodídad de la vida. Enemiga de la inercia perezosa, desea en gran manera que el ingenio humano, con el trabajo y la cultura, produzca frutos abundantes. Estimula todas las artes, todas las industrias, y dirigiendo con su eficacia propia todas estas cosas a la virtud y a la salvación del hombre, se esfuerza por impedir que la inteligencia y la actividad del hombre aparten a éste de Dios y de los bienes eternos.
20. Pero estos principios, tan acertados y razonables, no son aceptados hoy día, cuando los Estados no solamente rechazan adaptarse a las normas de la filosofia cristiana, sino que parecen pretender alejarse cada día más de ésta. Sin embargo, como la verdad expuesta con claridad suele propagarse fácilmente por sí misma y penetrar poco a poco en los entendimientos de los hombres, por esto Nos, obligados en concíencia por el sagrado cargo apostólico que ejercemos para con todos los pueblos, declaramos la verdad con toda libertad, según nuestro deber. No porque Nos olvidemos las especiales circunstancias de nuestros tiempos, ni porque juzguemos condenables los adelantos útiles y honestos de nuestra época, sino porque Nos querríamos que la vida pública discurriera por caminos más seguros y tuviera fundamentos más sólidos, y esto manteniendo intacta la verdadera libertad de los pueblos; esta libertad humana cuya madre y mejor garantía es la verdad: «la verdad os hará libres»(29).
III. DEBERES DE LOS CATÓLICOS
En el orden teórico
21. Si, pues, en estas dificiles circunstancias, los católicos escuchan, como es su obligación, estas nuestras enseñanzas, entenderán con facilidad cuáles son los deberes de cada uno, tanto en el orden teórico como en el orden práctico. En el orden de las ideas, es necesaria una firme adhesión a todas las enseñanzas presentes y futuras de los Romanos Pontífices y la profesión pública de estas enseñanzas cuantas veces lo exijan las circunstancias. Y en particular acerca de las llamadas libertades modernas es menester que todos se atengan al juicio de la Sede Apostólica y se identifiquen con el sentir de ésta. Hay que prevenirse contra el peligro de que la honesta apariencia de esas libertades engañe a algún incauto. Piénsese en el origen de esas libertades y en las intenciones de los que las defienden. La experiencia ha demostrado suficientemente los resultados que producen en la sociedad. En todas partes han dado frutos tan perniciosos que con razón han provocado el desengaño y el arrepentimiento en todos los hombres honrados y prudentes. Si comparamos esta clase de Estado moderno, de que hablamos, con otro Estado, real o imaginario, que persiga tiránica y abiertamente a la religión cristiana, podrá parecer el primero más tolerable que el segundo. Sin embargo, los principios en que se basa son tales, como hemos dicho, que no pueden ser aceptados por nadie.
En el orden práctico
22. En la práctíca, la aplicación de estos principios pueden ser considerados tanto en la vida privada y doméstica como en la vida pública. En el orden privado el deber principal de cada uno es ajustar perfectamente su vida y su conducta a los preceptos evangélicos, sin retroceder ante los sacrificios y dificultades que impone la virtud cristiana. Deben, además, todos amar a la Iglesia como a Madre común; obedecer sus leyes, procurar su honor, defender sus derechos y esforzarse para que sea respetada y amada por aquellos sobre los que cada cual tiene alguna autoridad. Es también de interés público que los católicos colaboren acertadamente en la administración municipal, procurando y logrando sobre todo que se atienda a la instrucción pública de la juventud en lo referente a la religión y a las buenas costumbres, como conviene a personas cristianas: de esta enseñanza depende en gran manera el bien público de cada ciudad. Asimismo, por regla general, es bueno y útil que la acción de los católicos se extienda desde este estrecho círculo a un campo más amplio, e incluso que abarque el poder supremo del Estado. Decimos por regla general porque estas enseñanzas nuestras están dirigidas a todas las naciones. Puede muy bien suceder que en alguna parte, por causas muy graves y muy justas, no convenga en modo alguno intervenir en el gobierno de un Estado ni ocupar en él puestos políticos. Pero en general, como hemos dicho, no querer tomar parte alguna en la vida pública sería tan reprensible como no querer prestar ayuda alguna al bien común. Tanto más cuanto que los católicos, en virtud de la misma doctrina que profesan, están obligados en conciencia a cumplir estas obligaciones con toda fidelidad. De lo contrario, si se abstienen políticamente, los asuntos políticos caerán en manos de personas cuya manera de pensar puede ofrecer escasas esperanzas de salvación para el Estado. Situación que redundaría también en no pequeño daño de la religión cristiana. Podrían entonces mucho los enemigos de la Iglesia y podrían muy poco sus amigos. Queda, por tanto, bien claro que los católicos tienen motivos justos para intervenir en la vida política de los pueblos. No acuden ni deben acudir a la vida política para aprobar lo que actualmente puede haber de censurable en las instituciones políticas del Estado, sino para hacer que estas mismas instituciones se pongan, en lo posible, al servicio sincero y verdadero del bien público, procurando infundir en todas las venas del Estado, como savia y sangre vigorosa, la eficaz influencia de la religión católica.
Así se procedía en los primeros siglos de la Iglesia. Las costumbres paganas distaban inmensamente de la moral evangélica. Sin embargo, en pleno paganismo, los cristianos, siempre incorruptos y consecuentes consigo mismos, se introducían animosamente dondequiera que podían. Ejemplares en la lealtad a los emperadores y obedientes a las leyes en cuanto era lícito, esparcían por todas partes un maravilloso resplandor de santidad, procurando al mismo tiempo ser útiles a sus hermanos y atraer a los demás a la sabiduría de Cristo; pero dispuestos siempre a retirarse y a morir valientemente si no podían retener los honores, las dignidades y los cargos públicos sin faltar a su conciencia. De este modo, las instituciones cristianas penetraron rápidamente no sólo en las casas particulares, sino también en los campamentos, en los tribunales y en la misma corte imperial. «Somos de ayer y ya llenamos todo lo vuestro: las ciudades, las islas, las fortalezas, los municipios, las asambleas, los campamentos, las tribus, las decurias, el palacio, el Senado, el foro»(30). Hasta tal punto que, cuando se dio libertad de profesar públicamente el Evangelio, la fe cristiana apareció no dando vagidos como un niño en la cuna, sino adulta y vigorosa ya en la mayoria de las ciudades.
La defensa de la religión católica y del Estado
23. Es necesario renovar en nuestros tiempos los ejemplos de nuestros mayores. Es necesario en primer lugar que los católicos dignos de este nombre estén dispuestos a ser hijos amantes de la Iglesia y aparecer como tales. Han de rechazar sin vacilación todo lo que sea incompatible con su profesión cristiana. Han de utilizar, en la medida que les permita su conciencia, las instituciones públicas para defensa de la verdad y de la justicia. Han de esforzarse para que la libertad en el obrar no traspase los límites señalados por la naturaleza y por la ley de Dios. Han de procurar que todos los Estados reflejen la concepción cristiana, que hemos expuesto, de la vida pública. No es posible señalar en estas materias directrices únicas y uniformes, porque deben adaptarse a circunstancias de tiempo y lugar muy desiguales entre sí. Sin embargo, hay que conservar, ante todo, la concordia de las voluntades y tender a la unidad en la acción y en los propósitos. Se obtendrá sin dificultad este doble resultado si cada uno toma para sí como norma de conducta las prescripciones de la Sede Apostólica y la obediencia a los obispos, a quienes el Esfüritu Santo puso para gobernar la Iglesia de Dios(31). La defensa de la religión católica exige necesariamente la unidad de pensamiento y la firme perseverancia de todos en la profesión pública de las doctrinas enseñadas por la Iglesia. Y en este punto hay que evitar dos peligros: la connivencia con las opiniones falsas y una resistencia menos enérgica que la que exige la verdad. Sin embargo, en materias opinables es lícita toda discusión moderada con deseo de alcanzar la verdad, pero siempre dejando a un lado toda sospecha injusta y toda acusación mutua. Por lo cual, para que la unión de los espíritus no quede destruida con temerarias acusaciones, entiendan todos que la integridad de la verdad católica no puede en manera alguna compaginarse con las opiniones tocadas de naturalismo o racionalismo, cuyo fin último es arrasar hasta los cimientos la religión cristiana y establecer en la sociedad la autoridad del hombre independizada de Dios.
Tampoco es lícito al católico cumplir sus deberes de una manera en la esfera privada y de otra forma en la esfera pública, acatando la autoridad de la Iglesia en la vida particular y rechazándola en la vida pública. Esta distinción vendría a unir el bien con el mal y a dividir al hombre dentro de sí, cuando, por el contrario, lo cierto es que el hombre debe ser siempre consecuente consigo mismo, sin apartarse de la norma de la virtud cristiana en cosa alguna ni en esfera alguna de la vida. Pero si se trata de cuestiones meramente políticas, del mejor régimen político, de tal o cual forma de constitución política, está permitida en estos casos una honesta díversidad de opiniones. Por lo cual no tolera la justicia que a personas cuya piedad es por otra parte conocida y que están dispuestas a aceptar dócilmente las enseñanzas de la Sede Apostólica, se les acuse de falta grave porque piensen de distinta manera acerca de las cosas que hemos dicho. Mucho mayor sería la injusticia si se les acusara de violación o de sospecha en la fe católica, cosa que desgraciadamente ha sucedido más de una vez. Tengan siempre presente y cumplan esta norma los escritores y, sobre todo, los periodistas. Porque en una lucha como la presente, en la que están en peligro bienes de tanta importancia, no hay lugar para las polémicas intestinas ni para el espíritu de partido, sino que, unidos los ánimos y los deseos, deben todos esforzarse por conseguir el propósito que los une: la salvación de la religión y del Estado. Por tanto, si anteriormente ha habido alguna división, es necesario sepultarla voluntariamente en el olvido más completo. Si ha existido alguna temeridad o alguna injusticia, quienquiera que sea el culpable, hay que recuperarla con una recíproca caridad y olvidarlo todo como prueba de supremo acatamiento a la Sede Apostólica. De esta manera, los católicos conseguirán dos resultados excelentes. El primero, ayudar a la Iglesia en la conservación y propagación de los principios cristianos. El segundo, procurar el mayor beneficio posible al Estado, cuya seguridad se halla en grave peligro a causa de nocivas teorías y malvadas pasiones.
24. Estas son, venerables hermanos, las enseñanzas que Nos juzgamos conveniente dar a todas las naciones del orbe católico acerca de la constitución cristiana del Estado y de las obligaciones propias del ciudadano.
Sólo nos queda implorar con intensa oración el auxilio del cielo y rogar a Dios que El, de quien es propio iluminar los entendimientos y mover las voluntades de los hombres, conduzca al resultado apetecido los deseos que hemos formado y los esfuerzos que hemos hecho para mayor gloria suya y salvación de todo el género humano. Como auspicio favorable de los beneficios divinos y prenda de nuestra paterna benevolencia, os damos en el Señor, con el mayor afecto, nuestra bendición apostólica a vosotros, venerables hermanos, al clero y a todo el pueblo confiado a la vigilancia de vuestra fe.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 1 de noviembre de 1885, año octavo de nuestro pontificado.
Notas
1. Rom 13,1.
2. Sab 6,7.
3. Rom 13,1.
4. Rom 13,2.
5. Jn 20,21.
6. Mt 28,20.
7. Jn 10,10.
8. Mc 16,15.
9. Mt 16,19.
10. Jn 21,16-17.
11. Lc 22,32.
12. Mt 28,18-20.
13. Mt 18,17.
14. 2 Cor 10,6.
15. 2 Cor 13,10.
16. Hech 5,29.
17. Rom 13,1.
18. Teodosio II Carta a San Cirilo de Alejandría y a los obispos metropolitanos: Mansi, 4,1114.
19. San Agustín, De moribus Ecclesiae catholicae 1,30: PL 32,1336.
20. San Agustín, Epist. 138 ad Marcellinum 2,15: PL 33,532.
21. Vives de Chartres, Epis. 238: PL 162,246.
22. Véase la Enc. Libertas praestantissimum, de 20 de junio de 1888: ASS 20 (1887-1888) 593-613.
23. Gregorio XVI, Enc. Mirari vos, 15 de agosto de 1832: ASS 4 (1868) 341ss.
24. Véase Pío IX, Syllabus prop.19,39,55 y 89: ASS 3 (1867) 167ss.
25. San Agustín, Tractatus in Io. Evang. 26,2: PL 35,1607.
26. San Agustín, Epist. 105 2,9: PL 33,399.
27. 1 Pe 2,16.
28. Jn 8,34.
29. Jn 7,32.
30. Tertuliano, Apologeticum 37: PL 1,462.
31. Hech 20,28
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Encíclica “Sapientiae Christianae”
de S.S. León XIII
sobre los deberes de los ciudadanos cristianos
10-1-1890
Cada día se deja sentir más y más la necesidad de recordar los preceptos de cristiana sabiduría, para en todo conformar a ellos la vida, costumbres e instituciones de los pueblos. Porque, postergados estos preceptos, se ha seguido tal diluvio de males, que ningún hombre cuerdo puede, sin angustiosa preocupación, sobrellevar los actuales ni contemplar sin pavor los que están por venir.
Y a la verdad, en lo tocante a los bienes del cuerpo y exteriores al hombre, se ha progresado bastante; pero cuanto cae bajo la acción de los sentidos, la robustez de fuerzas, la abundancia grande de riquezas, si bien proporcionan comodidades, aumentando las delicias de la vida, de ningún modo satisfacen al alma, creada para cosas más altas y nobles. Tener la mirada puesta en Dios y dirigirse a Él, es la ley suprema de la vida del hombre, el cual, creado a imagen y semejanza de su Hacedor, por su propia naturaleza es poderosamente estimulado a poseerlo. Pero a Dios no se acerca el hombre por movimiento corporal, sino por la inteligencia y la voluntad, que son movimientos del alma. Porque Dios es la primera y suma verdad; es asimismo la santidad perfecta y el bien sumo, al cual la voluntad solo puede aspirar y acercarse guiada por la virtud.
Progreso material retroceso espiritual
Y lo que se dice de los individuos se ha de entender también de la sociedad, ya sea doméstica o civil. Porque la sociedad no ha sido instituida por la naturaleza para que la busque el hombre como fin, sino para que en ella y por ella posea medios eficaces para su propia perfección. Si, pues, alguna sociedad, fuera de las ventajas materiales y progreso social, con exquisita profusión y gusto procurados, ningún otro fin se propusiera; si en el gobierno de los pueblos menosprecia a Dios y para nada se cuida de las leyes morales, se desvía lastimosamente del fin que su naturaleza misma le prescribe, mereciendo, no ya el concepto de comunidad o reunión de hombres, sino más bien el de engañosa imitación y simulacro de sociedad.
Ahora bien: el esplendor de aquellos bienes del alma, antes mencionados, los cuales principalmente se encuentran en la práctica de la verdadera religión y en la observancia fiel de los preceptos cristianos, vemos que cada día se eclipsa más en los ánimos por el olvido o menosprecio de los hombres, de tal manera que, cuánto mayor sea el aumento en lo que a los bienes del cuerpo se refiere, tanto más caminan hacia el ocaso los que pertenecen al alma. De cómo se ha disminuído o debilitado la fe cristiana, son prueba eficaz los insultos con que a vista de todos se injuria con desusada frecuencia a la religión católica: injurias que en otra época, cuando la religión estaba en auge, de ningún modo se hubieran tolerado.
Por esta causa es increíble la asombrosa multitud de hombres que ponen en peligro su eterna salvación; los pueblos mismos y los reinos no pueden por mucho tiempo conservarse incólumes, porque con la ruina de las instituciones y costumbres cristianas, menester es que se destruyan los fundamentos que sirven de base a la sociedad humana. Se fía la paz pública y la conservación del orden a la sola fuerza material, pero la fuerza, sin la salvaguardia de la religión, es por extremo débil: a propósito para engendrar la esclavitud más bien que la obediencia, lleva en sí misma los gérmenes de grandes perturbaciones. Ejemplo de lamentables desgracias nos ofrece lo que llevamos de siglo, sin que se vea claro si acaso no han de temerse otras semejantes.
Y así, la misma condición de los tiempos aconseja buscar el remedio donde conviene, que no es otro sino restituir a su vigor, así en la vida privada como en todos los sectores de la vida social, la norma de sentir y obrar cristianamente, única y excelente manera de extirpar los males presentes, y precaver los peligros que amenazan. A este fin, Venerables Hermanos, debemos dirigir Nuestros esfuerzos, y procurarlo con todo ahínco y por cuantos medios estén a Nuestro alcance; por lo cual, aunque en diferentes ocasiones, según ofrecía la oportunidad, ya enseñamos lo mismo, juzgamos, sin embargo, en esta Encíclica, señalar más distintamente los deberes de los cristianos, porque, si se observan con diligencia, contribuyen por maravillosa manera al bienestar social. Asistimos a una contienda ardorosa y casi diaria en torno a intereses de la mayor monta; y en esta lucha, muy difícil es no ser alguna vez engañados, ni engañarse, ni que muchos no se desalienten y caigan de ánimo Nos corresponde, Venerables Hermanos, advertir a cada uno, enseñar y exhortar conforme a las circunstancias para que nadie se aparte del camino de la verdad.
DEBERES DE LOS CRISTIANOS
Amor a la patria
No puede dudarse de que en la vida práctica son mayores en número y gravedad los deberes de los cristianos que los de quienes, o tienen de la religión católica ideas falsas, o la desconocen por completo. Cuando, redimido el linaje humano, Jesucristo mandó a los Apóstoles predicar el Evangelio a toda criatura, impuso también a todos los hombres la obligación de aprender y creer lo que les enseñasen; y al cumplimiento de este deber va estrechamente unida la salvación eterna. “El que creyere y fuere bautizado será salvo, pero el que no creyere se condenará” (1). Pero al abrazar el hombre, como es deber suyo, la fe cristiana, por el mismo acto se constituye en súbdito de la Iglesia, como engendrado por ella, y se hace miembro de aquella amplísima y santísima sociedad, cuyo régimen, bajo su cabeza visible, Jesucristo, pertenece, por deber de oficio y con potestad suprema, al Romano Pontífice.
Ahora bien: si por ley natural estamos obligados a amar especialmente y defender la sociedad en que nacimos, de tal manera que todo buen ciudadano esté pronto a arrostrar aun la misma muerte por su patria, deber es, y mucho más apremiante en los cristianos, hallarse en igual disposición de ánimo para con la Iglesia. Porque la Iglesia es la ciudad santa del Dios vivo, fundada por Dios, y por El mismo establecida, la cual, aunque peregrina sobre la tierra, llama a todos los hombres, y los instruye y los guía a la felicidad eterna allá en el cielo. Por consiguiente, se ha de amar la patria donde recibimos esta vida mortal, pero más entrañable amor debemos a la Iglesia, de la cual recibimos la vida del alma, que ha de durar eternamente; por lo tanto, es muy justo anteponer a los bienes del cuerpo los del espíritu, y frente a nuestros deberes para con los hombres son incomparablemente más sagrados los que tenemos para con Dios.
Por lo demás, si queremos sentir rectamente, el amor sobrenatural de la Iglesia y el que naturalmente se debe a la patria, son dos amores que proceden de un mismo principio eterno, puesto que de entrambos es causa y autor el mismo Dios; de donde se sigue, que no puede haber oposición entre los dos. Ciertamente, una y otra cosa podemos y debemos: amarnos a nosotros mismos y desear el bien de nuestros prójimos, tener amor a la patria y a la autoridad que la gobierna; pero al mismo tiempo debemos honrar a la Iglesia como a madre, y con todo el afecto de nuestro corazón amar a Dios.
Y, sin embargo, o por lo desdichado de los tiempos o por la voluntad menos recta de los hombres, alguna vez el orden de estos deberes se trastorna. Porque se ofrecen circunstancias en las cuales parece que una manera de obrar exige de los ciudadanos el Estado, y otra contraria la religión cristiana; lo cual ciertamente proviene de que los que gobiernan a los pueblos, o no tienen en cuenta para nada la autoridad sagrada de la Iglesia, o pretenden que ésta les sea subordinada. De aquí nace la lucha, y el poner a la virtud a prueba en el combate. Manda una y otra autoridad, y como quiera que mandan cosas contrarias, obedecer a las dos es imposible: “Nadie puede servir al mismo tiempo a dos señores” (2); y así es menester faltar a la una, si se ha de cumplir lo que la otra ordena. Cuál deba llevar la preferencia, nadie puede ni dudarlo.
Impiedad es por agradar a los hombres dejar el servicio de Dios; ilícito quebrantar las leyes de Jesucristo por obedecer a los magistrados, o bajo color de conservar un derecho civil, infringir los derechos de la Iglesia...: “Conviene obedecer a Dios antes que a los hombres” (3); y lo que en otro tiempo San Pedro y los demás Apóstoles respondían a los magistrados cuando les mandaban cosas ilicitas, eso mismo en igualdad de circunstancias se ha de responder sin vacilar. No hay, así en la paz como en la guerra, quien aventaje al cristiano consciente de sus deberes; pero debe arrostrar y preferir todo, aun la misma muerte, antes que abandonar, como un desertor, la causa de Dios y la Iglesia.
Por lo cual desconocen seguramente la naturaleza y alcance de las leyes los que reprueban semejante constancia en el cumplimiento del deber, tachándola de sediciosa. Hablamos de cosas sabidas y Nos mismo las hemos explicado ya otras veces. La ley no es otra cosa que el dictamen de la recta razón promulgado por la potestad legítima para el bien común. Pero no hay autoridad alguna verdadera y legítima si no proviene de Dios, soberano y supremo Señor de todos, a quien únicamente pertenece el dar poder al hombre sobre el hombre; ni se ha de juzgar recta la razón cuando se aparta de la verdad y la razón divina, ni verdadero bien el que repugna al bien sumo e inconmutable, o tuerce las voluntades humanas y las separa del amor de Dios.
Sagrado es, por cierto, para los cristianos el nombre del poder público, en el cual, aun cuando sea indigno el que lo ejerce, reconocen cierta imagen y representación de la majestad divina; justa es y obligatoria la reverencia a las leyes, no por la fuerza o amenazas, sino por la persuasión de que se cumple con un deber, “porque el Señor no nos ha dado espíritu de temor” (4) ; pero si las leyes de los Estados están en abierta oposición al derecho divino, si con ellas se ofende a la Iglesia o si contradicen a los deberes religiosos, o violan la autoridad de Jesucristo en el Pontífice supremo, entonces la resistencia es un deber, la obediencia es un crimen, que por otra parte envuelve una ofensa a la misma sociedad, pues pecar contra la religión es delinquir también contra el Estado.
Echase también de ver nuevamente cuán injusta sea la acusación de rebelión; porque no se niega la obediencia debida al príncipe y a los legisladores, sino que se apartan de su voluntad únicamente en aquellos preceptos para los cuales no tienen autoridad alguna, porque las leyes hechas con ofensa de Dios son injustas, y cualquiera otra cosa podrán ser menos leyes.
Bien sabéis, Venerables Hermanos, ser ésta la mismísima doctrina del apóstol San Pablo, el cual como escribiese a Tito que se debía aconsejar a los cristianos que estuviesen sujetos a los príncipes y potestades y obedecer a sus mandatos, inmediatamente añade que estuviesen dispuestos a toda obra buena (5), para que constase ser lícito desobedecer a las leyes humanas cuando decretan algo contra la ley eterna de Dios. Por modo semejante el Príncipe de los Apóstoles, a los que intentaban arrebatarle la libertad en la predicación del Evangelio, con aliento sublime y esforzado respondía: “Si es justo delante de Dios, juzgadlo vosotros mismos. Pero no podemos no hablar de aquellas cosas que hemos visto y oído” (6).
Dos patrias
Amar, pues, a una y otra patria, la natural y la de la ciudad celestial, pero de tal manera que el amor de ésta ocupe lugar preferente en nuestro corazón, sin permitir jamás que a los derechos de Dios se antepongan los derechos del hombre, es el principal deber de los cristianos, y como fuente de donde se derivan todos los demás deberes. Y a la verdad que el libertador del linaje humano: “Yo, dice de sí mismo, para esto he nacido y con este fin vine al mundo, para dar testimonio de la verdad” (7), y asimismo, “he venido a poner fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que se encienda?” (8). En el conocimiento de esta verdad, que es la perfección suma del entendimiento, y en el amor divino, que de igual modo perfecciona la voluntad, consiste toda la vida y libertad cristiana. Y ambas cosas, la verdad y la caridad, como patrimonio nobilísimo legado a la Iglesia por Jesucristo, lo conserva y defiende ésta con incesante esmero y vigilancia.
Pero cuán encarnizada y múltiple es la guerra que ha estallado contra la Iglesia, ni siquiera es preciso decirlo. Porque como quiera que le ha cabido en suerte a la razón, ayudada por las investigaciones científicas, descubrir muchos secretos velados antes por la naturaleza y aplicarlos convenientemente a los usos de la vida, se han envanecido los hombres de tal modo, que creen poder ya lanzar de la vida social de los pueblos a Dios y su divino gobierno.
Llevados de semejante error, transfieren a la naturaleza humana el principado arrancado a Dios; propalan que sólo en la naturaleza ha de buscarse el origen y norma de toda verdad; que de ella provienen y a ella han de referirse cuantos deberes impone la religión. Por lo tanto, que ni ha sido revelada por Dios verdad alguna, ni para nada ha de tenerse en cuenta la institución cristiana en las costumbres, ni se debe obedecer a la Iglesia; que ésta ni tiene potestad para dar leyes ni posee derecho alguno; más aún: que no debe hacerse mención de ella en las constituciones de los pueblos.
Ambicionan y por todos los medios posibles procuran apoderarse de los cargos públicos y tomar las riendas en el gobierno de los Estados, para poder así más fácilmente, según tales principios, arreglar las leyes y educar los pueblos. Y así vemos la gran frecuencia con que o claramente se declara la guerra a la religión católica, o se la combate con astucia; mientras conceden amplias facultades para propagar toda clase de errores y se ponen fortísimas trabas a la pública profesión de las verdades religiosas.
En circunstancias tan lamentables, ante todo es preciso que cada uno entre en sí mismo procurando con exquisita vigilancia conservar hondamente arraigada en su corazón la fe, precaviéndose de los peligros, y señaladamente siempre bien armado contra varios sofismas engañosos. Para mejor poner a salvo esta virtud, juzgamos sobremanera útil y por extremo conforme a las circunstancias de los tiempos el esmerado estudio de la doctrina cristiana, según la posibilidad y capacidad de cada cual; empapando su inteligencia con el mayor conocimiento posible de aquellas verdades que atañen a la religión y por la razón pueden alcanzarse. Y como quiera que no sólo se ha de conservar en todo su vigor pura e incontaminada la fe cristiana sino que es preciso robustecerla más cada día con mayores aumentos, de aquí la necesidad de acudir frecuentemente a Dios con aquella humilde y rendida súplica de los Apóstoles: “Aumenta en nosotros la fe” (9).
Deberes contra los enemigos de la Iglesia
Es de advertir que en este orden de cosas que pertenecen a la fe cristiana hay deberes cuya exacta y fiel observancia, si siempre fue necesaria para la salvación, lo es incomparablemente más en estos tiempos.
Porque en tan grande y universal extravío de opiniones, deber es de la Iglesia tomar el patrocinio de la verdad y extirpar de los ánimos el error; deber que está obligada a cumplir siempre e inviolablemente, porque a su tutela ha sido confiado el honor de Dios y la salvación de las almas. Pero cuando la necesidad apremia no sólo deben guardar incólume la fe los que mandan, sino que “cada uno esté obligado a propagar la fe delante de los otros, ya para instruir y confirmar a los demás fieles, ya para reprimir la audacia de los infieles” (10). Ceder el puesto al enemigo, o callar cuando de todas partes se levanta incesante clamoreo para oprimir a la verdad, propio es, o de hombre cobarde o de quien duda estar en posesión de las verdades que profesa. Lo uno y lo otro es vergonzoso e injurioso a Dios; lo uno y lo otro, contrario a la salvación del individuo y de la sociedad: ello aprovecha únicamente a los enemigos del nombre cristiano, porque la cobardía de los buenos fomenta la audacia de los malos.
Y tanto más se ha de vituperar la desidia de los cristianos cuanto que se puede desvanecer las falsas acusaciones y refutar las opiniones erróneas, ordinariamente con poco trabajo; y, con alguno mayor, siempre. Finalmente, a todos es dado oponer y mostrar aquella fortaleza que es propia de los cristianos, y con la cual no raras veces se quebrantan los bríos de los adversarios y se desbaratan sus planes. Fuera de que el cristiano ha nacido para la lucha, y cuanto ésta es más encarnizada, tanto con el auxilio de Dios es más segura la victoria. “Confiad: yo he vencido al mundo” (11). Y no oponga nadie que Jesucristo, conservador y defensor de la Iglesia, de ningún modo necesita del auxilio humano porque, no por falta de fuerza, sino por la grandeza de su voluntad, quiere que pongamos alguna cooperación para obtener v alcanzar los frutos de la salvación que Él nos ha conquistado.
Propagar el Evangelio
Lo primero que ese deber nos impone es profesar abierta y constantemente la doctrina católica y propagarla, cada uno según sus fuerzas. Porque, corno repetidas veces se ha dicho, y con muchísima verdad, nada daña tanto a la doctrina cristiana corno el no ser conocida; pues, siendo bien entendida, basta ella sola para rechazar todos los errores, y si se propone a un entendimiento sincero y libre de falsos prejuicios, la razón dicta el deber de adherirse a ella. Ahora bien: la virtud de la fe es un gran don de la gracia y bondad divina; pero las cosas a que se ha de dar fe no se conocen de otro modo que oyéndolas.
“¿Cómo creerán en El, si de El nada han oído hablar? ¿Y cómo oirán hablar de El si no se les predica?. Así que la fe proviene de oír, y el oír depende de la predicación de la Palabra de Cristo” (12). Siendo, pues, la fe necesaria para la salvación, síguese que es enteramente indispensable que se predique la palabra de Cristo. El cargo de predicar, esto es, de enseñar, por derecho divino compete a los maestros, a los que “el Espíritu Santo ha instituido Obispos para gobernar la Iglesia de Dios” (13), y principalmente al Pontífice Romano, Vicario de Jesucristo puesto al frente de la Iglesia universal con potestad suma como maestro de lo que se ha de creer y obrar. Sin embargo, nadie crea que se prohíbe a los particulares poner en uso algo de su parte, sobre todo a los que Dios concedió una buena inteligencia y el deseo de hacer bien; los cuales, cuando el caso lo exija, pueden fácilmente, no ya arrogarse el cargo de doctor, pero sí comunicar á los demás lo que ellos han recibido, siendo así como el eco de la voz de los maestros. Más aún, a los Padres del Concilio Vaticano les pareció tan oportuna y fructuosa la colaboración de los particulares, que hasta juzgaron exigírsela: “A todos los fieles, en especial a los que mandan o tienen cargo de enseñar, suplicamos encarecidamente por las entrañas de Jesucristo, y aun les mandarnos con la autoridad del mismo Dios y Salvador nuestro, que trabajen con empeño y cuidado en alejar y desterrar de la Santa Iglesia estos errores, y manifestar la luz purísima de la fe” (14).
Lucha, unida
Por lo demás, acuérdese cada uno de que puede y debe sembrar la fe católica con la autoridad del ejemplo, y predicarla profesándola con tesón. Por consiguiente, entre los deberes que nos juntan con Dios y con la Iglesia se ha de contar, entre los principales, el que cada uno, por todos los medios, procure defender las verdades cristianas y refutar los errores.
Pero no llenarán este deber como conviene, colmadamente y con provecho, si bajan a la arena separados unos de otros.
Ya anunció Jesucristo que el odio y la envidia de los hombres de que El, antes que nadie, fue blanco, se extendería del mismo modo a la obra por El fundada, de tal suerte, que a muchos de hecho se les impediría conseguir la salvación, que El por singular beneficio nos ha procurado. Por lo cual quiso no solamente formar alumnos de su escuela, sino además juntarlos en sociedad y unirlos convenientemente en un cuerpo, “que es la Iglesia” (15), cuya cabeza es El mismo. Así que la vida de Jesucristo penetra y recorre la trabazón de este cuerpo, nutre y sustenta cada uno de íos miembros y los tiene unidos entre sí y encaminados al mismo fin, por más que no es una misma la acción de cada uno de ellos (16)
Por estas causas, no sólo es la Iglesia sociedad perfecta y mucho más excelente que cualquier otra sociedad, sino que más le ha impuesto su Fundador la obligación de trabajar por la salvación del linaje humano “como un ejército formado en batalla” (17) Esta composición y conformación sociedad cristiana de ningún modo se puede mudar, y tampoco es permitido a cada uno vivir a su antojo o escoger el modo de pelear que más le agrade, porque desparrama y no recoge el que no recoge con la Iglesia y con Jesucristo; y en realidad, pelean contra Dios todos los que no pelean juntos con El y con la Iglesia (18).
Mas para esta unión de los ánimos y semejanza en el modo de obrar, no sin causa, formidable a los enemigos del nombre católico, lo primero de todo es necesaria la concordia de pareceres, a la cual vemos que el apóstol San Pablo exhortaba a los Corintios con todo encarecimiento y con palabras de mucho peso: “Mas os ruego encarecidamente, hermanos míos, por el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, que todos tengáis un mismo lenguaje y que no haya entre vosotros cisma; antes bien, viváis perfectamente unidos en un mismo pensar y en un mismo sentir” (19). Fácilmente se entiende la sabiduría de este precepto: porque el entendimiento es el principio de obrar, y, por consiguiente, ni pueden unirse las voluntades, ni ser las acciones semejantes, si los entendimientos tienen diverso sentir.
Los que por única guía tienen a la razón, muy difícil, si no imposible, es que puedan tener unidad de doctrina porque el arte de conocer las cosas es por difícil y nuestro entendimiento, débil por naturaleza, es atraído en sentidos distintos por las diversas opiniones y a menudo engañado por la impresión de la presentación externa de las cosas; a lo citado se agregan los deseos desordenados, que muchas veces o quitan o por lo menos disminuyen la facultad de ver la verdad. Por esto, en el gobierno de los pueblos se recurre muchas veces a mantener unidos por la fuerza aquellos cuyos ánimos están discordantes.
Muy al contrario los cristianos, los cuales saben qué han de creer por la Iglesia, con cuya autoridad y guía están ciertos que conseguirán la verdad. Por lo cual, como es una la Iglesia, porque uno es Cristo, así una es y debe ser la doctrina de todos los cristianos del mundo entero. “Uno el Señor, una la fe” (20). Pero teniendo todos un mismo espíritu de fe (21) alcanzan el principio saludable que les ha de salvar, del que naturalmente se engendra en todos la misma voluntad y el mismo modo de obrar.
Unidad y disciplina
Pero, como manda el apóstol San Pablo, conviene que esta unanimidad sea perfecta.
No apoyándose la fe cristiana en la autoridad de la razón humana, sino de la divina, porque las cosas “que hemos recibido de Dios creemos que son verdaderas, no porque con la luz natural de la razón veamos la verdad intrínseca de las cosas, sino por la autoridad del mismo Dios que las revela, el cual no puede engañarse ni engañar” (22), se sigue la absoluta necesidad de abrazar con igual y semejante asentimiento todas y cada una de las verdades de que nos conste haberlas Dios revelado y que negar el asentimiento a una sola viene casi a ser lo mismo que rechazarlas todas. Destruyen, por consiguiente, el fundamento mismo de la fe los que, o niegan que Dios ha hablado a los hombres, o dudan de su infinita veracidad y sabiduría.
Determinar cuáles son las verdades divinamente reveladas, es propio de la Iglesia docente a quien Dios ha encomendado la guarda e interpretación de sus enseñanzas; y el Maestro supremo en la Iglesia es el Romano Pontífice. De donde se sigue que la concordia de los ánimos, así como requiere un perfecto consentimiento en una misma fe, así también pide que las voluntades obedezcan y estén enteramente sumisas a la Iglesia y al Romano Pontífice, lo mismo que a Dios.
Obediencia que ha de ser perfecta, porque lo manda la misma fe, y tiene esto de común con ella que ha de ser indivisible, hasta tal punto que no siendo absoluta y enteramente perfecta, tendrá las apariencias de obediencia, pero la realidad no.
Y tan importante se reputa en el cristianismo la perfección de la obediencia, que siempre se ha tenido y tiene como nota característica y distintiva de los católicos.
Admirablemente explica esto Santo Tomás de Aquino con estas palabras: “El formal... objeto de la fe es la primera verdad, en cuanto se revela en las Sagradas Escrituras y en la doctrina de la Iglesia, que procede de la primera verdad. Luego todo el que no se adhiere como a regla infalible y divina a la doctrina de la Iglesia, que procede de la primera verdad manifestada en la Sagrada Escritura, no tiene el hábito de la fe, sino que lo que pertenece a la fe lo abraza de otro modo que no es por la fe... Y es claro que aquel que se adhiere a las enseñanzas de la Iglesia como a regla infalible, da asentimiento a todo lo que enseña la Iglesia, porque de otro modo, si en lo que la Iglesia enseña abraza lo que quiere y lo que no quiere no lo abraza, ya no se adhiere a la doctrina de la Iglesia como a regla infalible, sitio a su propia voluntad (23). Debe ser una la fe de la Iglesia, según aquello (1 Cor. 1, 10): “Tened todos un mismo lenguaje, y no haya entre vosotros cismas”, lo cual no se podría guardar a no ser que, en surgiendo alguna cuestión en materia de fe, sea resuelta por el que preside a toda la Iglesia, para que su decisión sea abrazada firmemente por toda la Iglesia. Y por esto sólo a la autoridad del Sumo Pontífice pertenece el aprobar una nueva edición del símbolo como todo lo demás aun se refiera a toda la obediencia a la Iglesia”
Tratándose de determinar los límites de la obediencia, nadie crea que se ha de obedecer a la autoridad de los Prelados y principalmente del Romano Pontífice solamente en lo que toca a los dogmas, cuando no se pueden rechazar con pertinacia sin cometer crimen de herejía. Ni tampoco basta admitir con sincera firmeza las enseñanzas que la Iglesia, aunque no estén definidas con solemne declaración, propone con su ordinario y universal magisterio como reveladas por Dios, las cuales manda el Concilio Vaticano que se crean con le católica y divina, sino además uno de los deberes de los cristianos es dejarse regir y gobernar por la autoridad y dirección de los Obispos y, ante todo, por la Sede Apostólica. Muy fácil es, por lo tanto, el ver cuán conveniente sea esto. Porque lo que se contiene en la divina revelación, parte se refiere a Dios y parte al mismo hombre y a las cosas necesarias a la salvación del hombre. Ahora bien: acerca de ambas cosas, a saber, qué se debe creer y qué se ha de obrar, corno dijimos, prescribe la Iglesia por derecho divino, y, en la iglesia, el Sumo Pontífice. Por lo cual el Pontífice, por virtud de su autoridad debe poder juzgar qué es lo que se contiene en las enseñanzas divinas, qué doctrina concuerda con ellas y cuál se aparta de ellas, y del mismo modo señalarnos las cosas buenas y las malas: qué es necesario hacer o evitar para conseguir la salvación; pues de otro modo no sería para los hombres intérprete fiel de las enseñanzas de Dios ni guía seguro en el camino de la vida.
DOCTRINA POLITICO -RELIGIOSA
30. Penetremos más íntimamente en la naturaleza de la iglesia la cual no es un conjunto y reunión casual de los cristianos, sino una sociedad constituida con admirable providencia de Dios, y que tiende directa e inmediatamente a procurar la paz y la santificación de las almas. Y como por divina disposición sólo ella posee lo necesario para esto, tiene leyes ciertas y deberes ciertos, y en la dirección del pueblo cristiano sigue un modo y camino conveniente a su naturaleza.
Pero tal gobierno es difícil, y es frecuente que tropiece con dificultades. Porque la Iglesia gobierna a gentes diseminadas por todas las partes del mundo de diverso. origen Y costumbres, las cuales viviendo cada una en su estado y nación, con leyes propias, tienen el deber de estar a un mismo tiempo sujetas a la potestad civil y a la religiosa. Y este doble deber, aunque unido en la misma persona, no es el uno opuesto al otro, según hemos dicho, ni se confunden entre sí, por cuanto el uno se ordena a la prosperidad de la sociedad civil, y el otro al bien común de la Iglesia y ambos a conseguir la perfección del hombre.
Determinados de este modo los derechos y deberes, claramente se ve que las autoridades civiles quedan libres para el desempeño de sus asuntos, y esto no sólo sin oposición, sino aun con la declarada cooperación de la Iglesia, la cual, por lo mismo que manda particularmente que se ejercite la piedad, que es la justicia para con Dios, ordena también la justicia para con los príncipes. Pero con fin mucho más noble, tiende la autoridad eclesiástica a dirigir los hombres, buscando “el reino de Dios y su justicia” (25), y a esto lo endereza todo; y no se puede dudar, sin perder la fe, que este gobierno de las almas compete únicamente a la Iglesia, de tal modo que nada tiene que ver en esto el poder civil, pues Jesucristo no entregó las llaves del reino de los cielos al César, sino a San Pedro.
Con esta doctrina sobre las cosas políticas y religiosas tienen íntima relación otras de no poca monta, que no queremos pasar aquí en silencio.
Es muy distinta la sociedad cristiana de todas las sociedades políticas; porque si bien tiene semejanza y estructura de reino, pero en su origen, causa y naturaleza es muy desemejante de los otros reinos mortales.
Es, pues, justo que viva la Iglesia y se gobierne con leyes e instituciones conforme a su naturaleza. Y como no sólo es sociedad perfecta, sino también superior a cualquier sociedad humana, por derecho y deber propio rehuye en gran manera ser esclava ningún partido y doblegarse servilmente a las mudables exigencias de la política. Por la misma razón, guardando sus derechos y respetando los ajenos, piensa que no debe ocuparse en declarar qué forma de gobierno le agrade más; con qué leyes se ha de gobernar la parte civil de los pueblos siendo indiferente a las varias formas de gobierno, mientras queden a salvo la religión y la moral.
Iglesia y partidos
A este ejemplo se han de conformar los pensamientos y conducta de cada uno de los cristianos. No cabe la menor duda que hay una contienda honesta hasta en materia de política; y es cuando, quedando incólumes la verdad y la justicia, se lucha para que prevalezcan las opiniones que se juzgan ser las más conducentes para conseguir el bien común. Mas arrastrar la Iglesia a algún partido o querer tenerla como auxiliar para vencer a los adversarios, propio es de hombres que abusan inmoderadamente de la religión. Por lo contrario, la religión ha de ser para todos santa e inviolable, y aun en el mismo gobierno de los pueblos, que no se puede separar de las leyes morales y deberes religiosos, se ha de tener siempre y ante todo presente qué es lo que más conviene al nombre cristiano; y si en alguna parte se ve que éste peligra por las maquinaciones de los adversarios, deben cesar todas las diferencias; y, unidos los ánimos y proyectos, peleen en defensa de la religión, que es el bien común por excelencia, al cual todos los demás se han de referir.
Iglesia y sociedad civil
Creemos necesario exponer esto con algún mayor detenimiento.
Ciertamente la Iglesia y la sociedad civil tienen su respectiva autoridad, por lo cual, en el arreglo de sus asuntos propios, ninguna obedece a la otra; se entiende dentro de los límites señalados por la naturaleza propia de cada una. De lo cual no se sigue de manera alguna que deban estar desunidas, y mucho menos en lucha.
Efectivamente, la naturaleza nos ha dado no sólo el ser físico, sino también el ser moral. Por lo cual, en la tranquilidad del orden público fin inmediato que se propone la sociedad civil, busca el hombre el bienestar, y mucho más tener en ella medios bastantes para perfeccionar sus costumbres; perfección que en ninguna otra cosa consiste sino en el conocimiento y práctica de la virtud. Juntamente quiere, como es justo, hallar en la Iglesia los medios convenientes para su perfección religiosa la cual consiste en el conocimiento y práctica de la verdadera religión, que es la principal de las virtudes, porque llevándonos a Dios las llena y cumple todas.
De aquí se sigue que al sancionar las instituciones y leyes se ha de atender a la índole moral y religiosa del hombre, y se ha de procurar su perfección, pero ordenada y rectamente; y nada se ha de mandar o prohibir sino teniendo en cuenta cuál es el fin de la sociedad política y cuál es el de la religiosa. Por esta misma razón no puede ser indiferente para la Iglesia qué leyes rigen en los Estados; no en cuanto pertenecen a la sociedad civil, sino porque algunas veces, pasando los limites prescritos, invaden los derechos de la Iglesia. Más aún: la Iglesia ha recibido de Dios el encargo de oponerse cuando las leyes civiles se oponen a la religión, y de procurar diligentemente que el espíritu de la legislación evangélica vivifique las leyes e instituciones de los pueblos. Y puesto que de la condición de los que están al frente de los pueblos depende principalmente la buena o mala suerte de los Estados, por eso la Iglesia no puede patrocinar y favorecer a aquellos que la hostilizan, desconocen abiertamente sus derechos y se empeñan en separar dos cosas por su naturaleza inseparables, que son la Iglesia y el Estado. Por lo contrario, es, como debe serlo, protectora de aquellos que, sintiendo rectamente de la Iglesia y del Estado, trabajan para que ambos a una procuren el bien común.
En estas reglas se contiene la norma que cada católico debe seguir en su vida pública a saber: dondequiera que la Iglesia permite tomar parte en negocios públicos, se ha de favorecer a las personas de probidad conocida y que se espera han de ser útiles a la religión; ni puede haber causa alguna que haga lícito preferir a los más dispuestos contra ella. De donde se ve qué deber tan importante es mantener la concordia de los ánimos sobre todo ahora que con proyectos tan astutos se persigue la religión cristiana.
Cuantos procuran diligentemente adherirse a la Iglesia, que “es columna y apoyo de la verdad” (26), fácilmente se guardarán de los maestros “mentirosos... que les prometen libertad cuando ellos mismos son esclavos de la corrupción”(27), más aún, gracias a la fuerza de la Iglesia, que participarán, podrán destruir las insidias con su prudencia, y las violencias con su fortaleza.
Timidez y temeridad en política
No es ocasión ésta de averiguar si han sido parte y hasta qué punto, para llegar al nuevo estado de cosas, la cobardía y discordias de los católicos entre sí; pero de seguro no sería tan grande la osadía de los malos, ni hubiesen sembrado tantas ruinas, si hubiera estado más firme y arraigada en el pecho de muchos “la fe que obra mediante la caridad” (28), ni tampoco hubiera decaído tan generalmente la observancia de las leyes dadas al hombre por Dios. ¡Ojalá que de la memoria de lo pasado saquemos el provecho de ser más avisados en adelante!
Por lo que hace a los que han de tomar parte en la vida pública, deben evitar cuidadosamente dos extremos viciosos, de los cuales uno se arroga el nombre de prudencia, y el otro raya en temeridad. Porque algunos dicen que no conviene hacer frente al descubierto a la impiedad fuerte y pujante, no sea que la lucha exaspere los ánimos de los enemigos. Cuanto a quienes así hablan, no se sabe si están en favor de la Iglesia o en contra de ella; pues, aunque dicen que son católicos, querrían que la Iglesia dejara que se propagasen impunemente ciertas maneras de opinar, de que ella disiente.
Llevan los tales a mal la ruina de la fe y la corrupción de las costumbres; pero nada hacen para poner remedio, antes con su excesiva indulgencia y disimulo perjudicial acrecientan no pocas veces el mal. Esos mismos no quieren que nadie ponga en duda su afecto a la Santa Sede; pero nunca les faltan pretextos para indignarse contra el Sumo Pontífice.
La prudencia de esos tales la califica el apóstol San Pablo de “sabiduría de la carne y muerte” del alma, porque ni está ni puede estar sujeta a la ley de Dios (29). Y en verdad que no hay cosa menos conducente para disminuir los males. Porque los enemigos, según que muchos de ellos confiesan públicamente y aun se glorían de ello, se han propuesto a todo trance destruir hasta los cimientos, si fuese posible, de la religión católica, que es la única verdadera. Con tal intento no hay nada a que no se atrevan, porque conocen bien que cuanto más se amedrente el valor de los buenos tanto más desembarazado hallarán el camino para sus perversos designios.
Y así, los que tan bien hallados están con la prudencia de la carne; los que fingen no saber que todo cristiano está obligado a ser buen soldado de Cristo; los que pretenden llegar, por caminos muy llanos y sin exponerse a los azares del combate, a conseguir el premio debido a los vencedores, tan lejos están de atajar los pasos a los malos que más bien les dejan expedito el camino.
Por lo contrario, no pocos, movidos por un engañoso celo o, lo que sería peor, por ocultos fines, se apropian un papel que no les pertenece.
Quisieran que todo en la Iglesia se hiciese según su juicio y capricho, hasta el punto de que todo lo que se hace de otro modo lo llevan a mal o lo reciben con disgusto.
Estos trabajan con vano empeño; pero no por eso son menos dignos de reprensión que los otros. Porque eso no es seguir la legítima autoridad, sino ir delante de ella y alzarse los particulares con los cargos propios de los superiores, con grave trastorno del orden que Dios mandó se guardase perpetuamente en su Iglesia, y que no permite sea violado impunemente por nadie.
Mejor lo entienden los que no rehúsan la batalla siempre que sea menester, con la firme persuasión de que la fuerza injusta se irá debilitando y acabará por rendirse a la santidad del derecho y de la religión.
Estos, ciertamente, acometen una empresa digna del valor de nuestros mayores, cuando se esfuerzan en defender la religión, sobre todo contra la secta audacísima, nacida para vejación del nombre cristiano, que no deja un momento de ensañarse contra el Sumo Pontífice, sojuzgado bajo su poder; pero guardan cuidadosamente el amor a la obediencia, y no acostumbran emprender nada sin que les sea ordenado. Y como quiera que ese deseo de obedecer, junto con un ánimo firme y constante, sea necesario a todos los cristianos para que, suceda lo que sucediere, no sean “en nada hallados en falta” (30), con todo el corazón querríamos que en el corazón de todos arraigase profundamente lo que San Pablo llama “prudencia del espíritu” (31) . Porque ésta modera las acciones humanas, siguiendo la regla del justo medio, haciendo que ni desespere el hombre por tímida cobardía, ni confíe temerariamente más de lo que debe.
Mas hay esta diferencia entre la prudencia política que mira al bien común y la que tiene por objeto el bien particular de cada uno; que ésta se halla en los particulares que en el gobierno de sí mismos siguen el dictamen de la razón, y aquélla es propia de los superiores, y más bien aun de los príncipes a, quienes toca presidir con autoridad. De modo que la prudencia política de los particulares parece tener únicamente por oficio el fiel cumplimiento de lo que ordena la legítima autoridad (32). Esta disposición y orden son de tanto mayor importancia en el pueblo cristiano, cuanto a más cosas se extiende la prudencia política del Sumo Pontífice, al cual toca no sólo gobernar la Iglesia, sino también enderezar las acciones de todos los cristianos en general, en la mejor forma para conseguir la salvación eterna que esperamos. De donde se ve que, además de guardar una grande conformidad de pareceres y acciones, es necesario ajustarse en el modo de proceder a lo que enseña la sabiduría política de la autoridad eclesiástica.
Sumisión, obediencia, moralidad
Ahora bien: el gobierno del pueblo cristiano, después del Papa y con dependencia de él, toca a los Obispos que, si bien no han llegado a lo más alto de la potestad pontifical, son, empero, verdaderos príncipes en la jerarquía eclesiástica, teniendo a su cargo cada uno el gobierno de una Iglesia, son “como arquitectos principales... del edificio espiritual” (33), y tienen a los demás clérigos por colaboradores de su cargo y ejecutores de sus deliberaciones.
A este modo de ser de la Iglesia, que ningún hombre puede alterar, debe acomodarse el tenor de la vida y las acciones. Por lo cual, así sea como es necesaria la unión de los Obispos, en el desempeño de su episcopado, con la Santa Sede, así conviene también que, tanto los clérigos corno los seglares, vivan y obren muy en armonía con sus Obispos.
Podrá, ciertamente, suceder que en las costumbres de los Prelados se halle algo menos digno de loa, y en su modo de sentir algo menos digno de aprobación; pero ningún particular puede erigirse en juez, cuando Jesucristo Nuestro Señor confió ese oficio a sólo aquel a quien dio la supremacía, así de los corderos como de las ovejas.
Tengan todos muy presente en la memoria aquella máxima sapientísima de San Gregorio Magno: “Deben ser avisados los súbditos que no juzguen temerariamente la vida de sus superiores, si acaso los vieren hacer algo digno de reprensión; no sea que al reprender el mal, movidos de rectitud, empujados por el viento de la soberbia se despeñen en más profundos males. Deben ser avisados que no cobren osadía contra sus superiores por ver en ellos algunas faltas; antes bien, de tal manera han de juzgar las cosas que en ellos vieren malas, que movidos por amor divino, no rehúsen llevar el yugo de la obediencia debida. Porque las acciones de los superiores, hasta cuando se las juzga dignas de justa reprensión, no se han de herir con la espada de la lengua” (34).
Mas, con todo esto, de poco provecho serán nuestros esfuerzos si no se emprende un tenor de vida conforme a la moral cristiana.
Del pueblo judío dicen muy bien las Sagradas Escrituras: “Mientras no enojaron a Dios con sus pecados, todo les salió bien; porque su Dios tiene odio a la iniquidad. Pero tan luego como se apartaron del camino que Dios les habla trazado para que anduviesen por él, fueron exterminados en las guerras que les hicieron muchas naciones” (35).
Pues la nación de los judíos representaba como la infancia del pueblo cristiano, y en muchos casos lo que a ellos les acontecía no era sino figura de lo que habla de suceder en lo por venir; con esta diferencia, que a nosotros nos colmó y enriqueció la divina bondad con muy mayores beneficios, por lo cual la mancha de la ingratitud hace mucho más graves las culpas de los cristianos.
Deber de la caridad
Ciertamente que Dios nunca ni por nada abandona a su Iglesia; por lo cual nada tiene ésta que temer de la maldad de los hombres. Pero no puede prometerse igual seguridad las naciones cuando van degenerando de la virtud cristiana. “El pecado hace desgraciados a los pueblos” (36) .
Y si en todo el tiempo pasado se ha verificado rigurosamente la verdad de ese dicho, ¿por qué motivo no se ha de experimentar también en nuestro siglo? Antes bien, que ya está cerca el día del merecido castigo, lo hace pensar, entre otros indicios, la condición misma de los Estados modernos, a muchos de los cuales vemos consumidos por disensiones y a ninguno que goce de completa y tranquila seguridad. Y si los malos con sus insidias continúan audaces por el camino emprendido, si llegan a hacerse fuertes en riquezas y en poder, como lo son en malas artes y peores intentos, razón habría para temer que acabasen por demoler, desde los cimientos, puestos por la naturaleza, todo el edificio social. Ni ese tan grave riesgo se puede alejar sólo con medios humanos, cuando vemos ser tantos los hombres que, abandonada la fe cristiana, pagan el justo castigo de su soberbia con que, obcecados por las pasiones, buscan inútilmente la verdad, abrazando lo falso por lo verdadero, y se tienen a sí mismos por sabios, cuando llaman “bien al mal y al mal bien, como luz a las tinieblas y tinieblas a la luz” (37).
Es, pues, necesario que Dios ponga en este negocio su mano, y que, acordándose de su benignidad, se digne volver los ojos a la sociedad civil de los hombres.
Para lo cual, según otras veces os hemos exhortado, se debe procurar con singular empeño y constancia aplacar con humildes oraciones la divina clemencia, y hacer que florezcan de nuevo las virtudes que forman la esencia de la vida cristiana.
Ante todo se debe fomentar y mantener la caridad, fundamento el más firme de la vida cristiana, y sin la cual, o no hay virtud alguna, o sólo virtudes estériles y sin fruto.
Por eso San Pablo, exhortando a los Colosenses a que se guardasen de todo vicio y se hiciesen recomendables con la práctica de las virtudes, añade: “Sobre todo esto, esmeraos en la guarda de la caridad porque es el lazo de la perfección” (38).
Y en verdad que la caridad es un lazo de perfección, porque une con Dios estrechamente a aquellos entre quienes reina, y hace que los tales reciban de Dios la vida del alma y vivan con El y para El.
Y con la caridad y amor de Dios ha de ir unido el amor. del prójimo, pues los hombres participan de la bondad infinita de Dios, de quien son imagen y semejanza. “Este mandamiento nos ha dado Dios, que quien le ama a El, ame también a su hermano” (39). “Si alguno dijere ‘amo a Dios’ y aborreciere a su hermano, miente” (40). Y este mandamiento de la caridad lo llamó nuevo el divino Legislador, no porque hasta entonces no hubiese ley alguna divina o natural, que mandara se amasen los hombres unos a otros, sino porque el modo de amarse que habían de tener los cristianos era nuevo y hasta entonces nunca oído. Porque la caridad con que Jesucristo es amado por su Padre, y con la que El ama a los hombres, ésa la consiguió El para sus discípulos y seguidores, a fin de que sean en El un corazón y una sola alma, así como El y el Padre son una sola cosa por naturaleza. Muy sabido es cuán hondas raíces echó la virtud de este precepto en los pechos de los primeros cristianos, y cuán copiosos y excelentes frutos dio de concordia, mutua benevolencia, piedad, paciencia y fortaleza.
¿Por qué no hemos de esforzarnos en imitar los ejemplos de nuestros mayores? Lo calamitoso de los tiempos es un buen estímulo para movernos a guardar la caridad. Pues tanto crece el odio de los impíos contra Jesucristo, muy puesto en razón es que los cristianos vigoricen la piedad y enciendan la caridad, fecunda madre de las más grandes empresas.
Acábense, pues, las diferencias, si alguna hubiere. Dése fin a aquellos debates que, acabando con las fuerzas de los combatientes, no son de provecho alguno a la religión.
Unidas las inteligencias por la fe y con la caridad las voluntades, vivamos, corno es nuestro deber en el amor de Dios y del prójimo.
derechos de los padres
54. Oportuna ocasión es ésta para exhortar en especial a los padres de familia para que traten, no sólo de gobernar sus casas, sino también de educar a tiempo a sus hijos según estas máximas.
Fundamento de la sociedad civil es la familia, y, en gran parte, es en el hogar doméstico donde se prepara el porvenir de los Estados. Por eso los que desean poner divorcio entre la sociedad y el Cristianismo, poniendo la segur en la raíz, se apresuran a corrompe la sociedad doméstica: ni les arredran en tan malvado intento el pensar que lo podrán llevar a cabo sin grave injuria de los padres a quienes la misma naturaleza da el derecho de educar a sus hijos, imponiéndoles al mismo tiempo el deber de que la educación y enseñanza de la niñez corresponda y diga bien con el fin para el cual el Cielo les dio los hijos. A los padres toca, por lo tanto, tratar con todas sus fuerzas de rechazar todo atentado en este particular, y de conseguir a toda costa que en su mano quede el educar cristianamente, cual conviene, a sus hijos, y apartarlos cuanto más lejos puedan de las escuelas donde corren peligro de que se les propine el veneno de la impiedad. Cuando se trata de amoldar al bien el corazón de los jóvenes, todo cuidado y trabajo que se tome será poco para lo que la cosa se merece. En lo cual son, por cierto, dignos de la admiración de todos, los católicos de varios países, que con grandes gastos y mayor constancia han abierto escuelas para la educación de la niñez.
Conveniente es emular ejemplo tan saludable dondequiera que lo exijan los tiempos que corren; pero téngase ante todo por indudable que es mucho lo que puede en los ánimos de los niños la educación doméstica Si los jóvenes encontraren en sus casas una moralidad en el vivir y una corno palestra de las virtudes cristianas, quedará en parte asegurada la salvación de las naciones.
Nos parece haber tocado ya las principales cosas que en estos tiempos han de hacer los católicos, así como las que han de rehuir.
Sólo resta, y esto es de vuestra incumbencia, Venerables Hermanos, que procuréis sea oída Nuestra voz en todas partes, y que todos entiendan de cuánta importancia es que se lleve a cabo lo que en esta Carta hemos declarado. No puede ser molesto y pesado el cumplimiento de estos deberes, ya que el yugo de Jesucristo es suave y ligera su carga. Mas si algo les parece difícil de hacer, procurad con vuestro ejemplo y autoridad despertar alientos generosos en todos para que no se dejen vencer por ninguna dificultad. Hacedles ver, como Nos hemos dicho muchas veces, que corren grave riesgo bienes gran y sobremanera dignos de ser codiciados; para conservar los cuales, todos los trabajos se deben tener por llevaderos, siendo tan excelente el galardón con que se remunera esos trabajos, como es grande el premio que corona la vida de quien vive cristianamente. Fuera de que no querer defender a Cristo peleando, es militar en las filas de sus enemigos; y El nos asegura (41) que no reconocerá por suyos delante de su Padre en los cielos a cuantos rehusaron confesarle delante de los hombres de este mundo.
Por lo que hace a Nos y a todos vosotros, nunca, de seguro, consentiremos el que, mientras Nos quede un soplo de vida, falte - a quienes pelean- Nuestra autoridad, consejo y ayuda. Y no hay duda que así al rebaño como a los pastores dará Dios sus auxilios hasta conseguir completa victoria.
Reanimados por esta esperanza, del fondo de Nuestro corazón, Nos os darnos en el Señor a vosotros, Venerables Hermanos, y a todo vuestro Clero y pueblo, la Bendición Apostólica como anuncio de los dones celestiales y prenda de Nuestra benevolencia.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 10 de enero de 1890, año duodécimo de Nuestro Pontificado.
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(1) Marc. 16, 16.
(2) «Nerno potest duobus dominis servire» (Mat. 6, 24).
(3) «Obedire oportet Deo magis quam hominibus» (Act. 5, 29).
(4) «Non enim dedit nobis Deus spiritum timoris» (2 Tim. 1, 7)
(5) “Principibus et potestatibus subditos esse, dicto obedire» «ad omne opus bonum paratos esse» (Tit. 3, 1).
(6) “Si justum est in conspectu Dei vos potius audire, quam Deum, iudicati: non enim possumus quae videmus et audivimus, non loqui (Act. 4, 19, 20).
(7) “Ego in hoc natus sum et ad hoc veni in mundum ut testimonium perhibeam veritati» (Io. 18, 37).
(8) "Ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur?” (Luc. 12, 49).
(9) Luc, 18, 5.
(10) «Quilibet tenetur fidem suam allis propalare, vel ad instructionem aliorum fidelium sive confirmationem, vel ad reprimendum infidelium insultationem» (S. Th. 2. 2ac. 3, 2 ad 2).
(11) «Confidite, ego vici mundi» (10. 16, 33).
(12) “Quomodo credent in quem non audierunt? Quomnodo autem audient sine praedicante...? Ergo fides ex auditu, auditus autem per verba Christi» (Rom, 10, 14, 17).
(13) “Spiritus Sanctus posuit Episcopos regere Ecclesiam Dei" (Act. 20, 28).
(14) Const. Dei Filius, in fine.
(15) Col. 1, 24.
(16) “Sicut enim in uino corpore multa membra habemus, omnia autem membra non eundem actum habent: ita multi unum corpus sumus in Christo, singuli autent alter alterius membra» (Rom. 12, 4, 5).
(17) “Ut castrorum acies ordinata” (Cant. 6, 9).
(18) “Qui non est mecum, contra me est: et qui non colligit mecum, dispergit” (Luc. 11, 23).
(19) 1 Cor. 1, 10.
(20) “Unus domninus, una fides” (Eph. 4, 5).
(21) “Habentes autem eumdem spiritum fidei” (2 Cor. 4, 13).
(22) Conc. Vat. Const. Dei Filius c. 3.
(23) “Formale... obiectum fidel est veritas prima secundum quod manifestatur in Scripturis sacris, et doctrina Ecclesiae, quae procedit ex veritate prima. Unde quicumque non inhaeret, sicut infallibill et divinae regulae, doctrinae EccIesiae, quae procedit ex veritate prima in Scripturis sacris manifestata, ille non habet habitum fidei; sed ea, quae sunt fidei, alio modo tenet quam per fidem... Manifestum est autem, quod ille, qui inhaeret doctrinis Ecelesiae tamquam infallibili regulae, omnibus assentit, quae Ecclesia docet, alioquin si de his, quae Eccelesia docet, quae vult tenet, et quae non vult non tenet, non iam inhaeret Ecelesiae doctrinae sicut infallibili regulae, sed propriae voluntati. Una fides debet esse totius Ecelesiae, secundum illud (I Cor. 1): «Idipsum dicatis omnes et non sint in vobis schismata»; «quod servari non posset, nisi quaestio fidei exorta determinetur per eum qui toti Ecelesiae praeest, ut sic ejus sententia a tota Ecclesia firmiter teneatur. Et ideo ad solam auctoritatem Summi Pontificis pertinet nova editio Symboli, sicut et alia omnia, quae pertinent ad totam Ecclesiam» (S. Th. 2, 2ae. 1, 10).
(24) Ibid. 1,10
(25) Mat. 6, 33.
(26) “Columna et firmamentum veritatis” (I Tim. 3, 15).
(27) “Magistros mendaces... libertatem illis promittentes, cum ipsi servi sint corruptionis” (2 Pet. 2, 1, 19).
(28) “Per caritatem operatur” (Gal. 5, 6).
(29) “Sapientia carnis inimica est Deo: legi Dei non est subiecta; nec enim potest” (Rom. 8, 6, 7).
(30) «In nullo sint deficientes» (Iac. 1, 4).
(31) Rom. 8, 6.
(32) «Prudentia in ratione est; regere autem et gubernare proprie rationis est; et ideo unusquisque inquantum participat de regimine et gubernatione, intantum convenit sibi habere rationem et prudentiam. Manifestum est autem quod subditi, inquantum est subditus, et servi, inquantum est servus, non est regere et gobernare, sed magis regi et gubernari. Et ideo prudentia non est virtus servi, inquantum est servus, nec subditi, inquantum est subditus. Sed quia quilibet homo inquantum est rationalis, participat aliquid de regimine secundum arbitrium rationis, intantum convenit ei prudentiam habere. Unde manifestum est quod prudentia quidem in principe est ad modum artis architectonicae, ut dicitur in VI Ethicorum: in subditis autem ad modu martis manu operantis» (S. Th. 2. 2ae. 47, 12).
(33) S. Th. Quodlib. 1, 4.
(34) Reg. Pastor. p. 3 c. 4.
(35) “Usque dum non peccarent in conspectu Dei sui, erant cum illis bona; Deus enim illorum odit iniquitatem... Cum recessissent a vía, quam dederat illis Deus, ut ambularent in ea, exterminati sunt praeliis a multis nationibus» (Iudith 5, 21, 22).
(36) “Míseros facit populos peccaturn” (Prov. 14, 34).
(37) Is. 5, 30
(38) “Super omnia autem caritatem habete, quod est vinculum perfectionis” (Col. 3, 14).
(39) “Hoc mandatum habemus a Deo, ut qui diligit Deum, diligat et fratrem suum. Si quis dixerit, quoniam diligo Deum, et fratrem suum oderit, mendax est” (I lo. 4, 21).
(40) Ibid. 20
(41) Luc. 9, 26
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