Catequesis en la Audiencia General del miércoles 28-1-2009
Queridos hermanos y hermanas,
Las últimas Cartas del epistolario paulino, de las que quisiera hablar hoy, se llaman Cartas Pastorales, porque se enviaron a figuras singulares de Pastores de la Iglesia: dos a Timoteo y una a Tito, colaboradores estrechos de san Pablo. En Timoteo, el Apóstol veía casi un alter ego; de hecho le confió misiones importantes (en Macedonia: cfr Hch 19,22; en Tesalónica: cfr 1 Ts 3,6-7; en Corinto: cfr 1 Cor 4,17; 16,10-11), y después escribió de él un elogio halagador: “Pues a nadie tengo de tan iguales sentimientos que se preocupe sinceramente de vuestros intereses” (Fil 2,20). Según la Storia ecclesiastica de Eusebio de Cesarea, del siglo IV, Timoteo fue después el primer obispo de Éfeso (cfr 3,4). En cuanto a Tito, también él debía haber sido muy querido al Apóstol, que lo define explícitamente “lleno de celo... mi compañero y colaborador” (2 Cor 8,17.23), es más, “mi verdadero hijo en la fe común” (Tt 1,4). El había sido encargado para un par de misiones muy delicadas en la Iglesia de Corinto, cuyo resultado reconfortó a Pablo (cfr 2 Cor 7,6-7.13; 8,6). Seguidamente, por cuanto sabemos, Tito alcanzó a Pablo en Nicópolis de Epiro, en Grecia (cfr Tt 3,12), y fue después enviado por él a Dalmacia (cfr 2 Tm 4,10). Según la carta dirigida a él, acabo siendo obispo de Creta (cfr Tt 1,5).
Las Cartas dirigidas a estos dos Pastores ocupan un lugar totalmente particular dentro del Nuevo Testamento. La mayoría de los exegetas es hoy del parecer que estas Cartas no habrían sido escrita s por el propio Pablo, sino que su origen estaría en la “escuela de Pablo”, y reflejaría su herencia para una nueva generación, quizás integrando algún breve escrito o palabra del mismo Apóstol. Por ejemplo, algunas palabras de la Segunda Carta a Timoteo parecen tan auténticas que sólo podrían venir del corazón y la boca del Apóstol.
Sin duda la situación eclesial que emerge de estas Cartas es distinta a la de los años centrales de la vida de Pablo. Él ahora, retrospectivamente, se autodefine “heraldo, apóstol y maestro” de los paganos en la fe y en la verdad (cfr 1 Tm 2,7; 2 Tm 1,11); se presenta como uno que ha obtenido misericordia, porque Jesucristo -escribe así- “manifestase primeramente toda su paciencia y sirviera de ejemplo a los que habían de creeren él para obtener vida eterna” (1 Tm 1,16). Por tanto lo esencial es que realmente en Pablo, perseguidor convertido por la presencia del Resucitado, aparece la magnanimidad del Señor para nuestro ánimo, para inducirnos a esperar y a tener confianza en la misericordia del Señor que, a pesar de nuestra pequeñez, puede hacer cosas grandes. Además de los años centrales de la vida de Pablo, se presuponen también nuevos contextos culturales. De hecho, se hace alusión al surgimiento de enseñanzas considerar totalmente equivocadas o falsas (cfr 1 Tm 4,1-2; 2 Tm 3,1-5), como las de quienes pretendían que el matrimonio no fuese bueno (cfr 1 Tm 4,3a). Vemos qué moderna es esta preocupación, porque también hoy se lee a veces la Escritura como objeto de curiosidad histórica y no como Palabra del Espíritu Santo, en la que podemos escuchar la misma voz del Señor y conocer su presencia en la historia. Podríamos decir que, con este breve elenco de errores presente en las Cartas, aparecen anticipados algunos esbozos de esa orientación errónea sucesiva que conocemos por el nombre de Gnosticismo (cfr 1 Tm 2,5-6; 2 Tm 3,6-8).
A estas doctrinas se enfrenta el autor con dos llamadas de fondo. Una consiste en la vuelta a una lectura espiritual de la Sagrada Escritura (cfr 2 Tm 3,14-17), es decir, a una lectura que la considera realmente como “inspirada” y procedente del Espíritu Santo, de modo que por ella se puede ser “instruido para la salvación”. Se lee la Escritura correctamente poniéndose en diálogo con el Espíritu Santo, para sacar de ella luz “para enseñar, convencer, corregir y educar en la justicia” (2 Tm 3,16). En este sentido añade la Carta: “así el hombre de Dios se encuentra perfecto y preparado para toda obra buena” (2 Tm 3,17). La otra llamada consiste en la referencia al buen “depósito” (parathéke): es una palabra especial de las Cartas pastorales con la que se indica la tradición de la fe apostólica que hay que custodiar con ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros. Este llamado “depósito” hay que considerarlo como la suma de la Tradición apostólica y como criterio de fidelidad al anuncio del Evangelio. Y aquí debemos tener presente que en las Cartas pastorales, como en todo el Nuevo Testamento, el término “Escrituras” significa explícitamente el Antiguo Testamento, porque los escritos del Nuevo Testamento o no existían aún o no formaban aún parte de un canon de las Escrituras. Por tanto la Tradición del anuncio apostólico, este “depósito”, es la clave de lectura para entender la Escritura, el Nuevo testamento. En este sentido, Escritura y Tradición, Escritura y anuncio apostólico como claves de lectura, se acercan y casi se funden, para formar juntas el “fundamento firme puesto por Dios” (2 Tm 2,19). El anuncio apostólico, es decir la Tradición, es necesaria para introducirse en la comprensión de la Escritura y captar en ella la voz de Cristo. Es necesario de hecho estar “adherido a la palabra fiel, conforme a la enseñanza” (Tt 1,9). En la base de todo está precisamente la fe en la revelación histórica de la bondad de Dios, el cual en Jesucristo ha manifestado concretamente su “amor por los hombres”, un amor que en el texto original griego está significativamente calificado como filanthropía (Tt 3,4; cfr 2 Tm 1,9-10); Dios ama a la humanidad.
En conjunto, se ve bien que la comunidad cristiana va configurándose en términos muy claros, según una identidad que no sólo toma distancia de interpretaciones incongruentes, sino que sobre todo afirma su propio anclaje en los puntos esenciales de la fe, que aquí es sinónimo de “verdad” (1 Tm 2,4.7; 4,3; 6,5; 2 Tm 2,15.18.25; 3,7.8; 4,4; Tt 1,1.14). En la fe aparece la verdad esencial de quienes somos, quién es Dios, cómo debemos vivir. Y de esta verdad (la verdad de la fe) la Iglesia se define como “columna y apoyo” (1 Tm 3,15). En todo caso, permanece como una comunidad abierta, de ámbito universal, que reza por todos los hombres de toda clase y condición, para que lleguen al conocimiento d ella verdad: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”, porque “Jesús se ha dado a sí mismo en rescate por todos” (1 Tm 2,4-5). Por tanto el sentido de la universalidad, aunque las comunidades son aún pequeñas, es fuerte y determinante para estas Cartas. Además esta comunidad cristiana “no injuria a nadie” y “muestra una perfecta mansedumbre con todos los hombres” (Tt 3,2). Este es un primer componente importante de estas Cartas: la universalidad de la fe como verdad, como clave de lectura de la Sagrada Escritura, del Antiguo Testamento y así delinea una unidad de anuncio y Escritura y una fe viva abierta a todos y testigo del amor de Dios a todos.
Otro componente típico de estas Cartas es su reflexión sobre la estructura ministerial de la Iglesia. Sen ellas las que por primera vez presentan la triple subdivisión de obispos, presbíteros y diáconos (cfr 1 Tm 3,1-13; 4,13; 2 Tm 1,6; Tt 1,5-9). Podemos observar en las Cartas pastorales el confluir de dos distintas estructuras ministeriales y así la constitución de la forma definitiva del ministerio de la Iglesia. En las Cartas paulinas de los años centrales de su vida, Pablo habla de “epíscopos” (Fil 1,1), y de “diáconos”: esta es la estructura típica de la Iglesia que se formó en la época del mundo pagano. Permanece por tanto dominante la figura del apóstol mismo y por eso solo poco a poco se desarrollan el resto de los ministerios.
Si, como se ha dicho, en las Iglesias formadas en el mundo pagano tenemos obispos y diáconos, y no presbíteros, en las Iglesias formadas en el mundo judeo-cristiano los presbíteros son la estructura dominante. Al final en las Cartas pastorales las dos estructuras se unen: aparece ahora el “epíscopo", (el obispo) (cfr 1 Tm 3,2; Tt 1,7), siempre en singular, acompañado del artículo determinante “el”. Y junto al “epíscopo” encontramos a los presbíteros y los diáconos. Aún ahora es determinante la figura del Apóstol, pero las tres Cartas, como ya he dicho, se dirigen ya no a comunidades, sino a personas: Timoteo y Tito, los cuales por una parte aparecen como obispos, por otra comienzan a estar en el lugar del Apóstol.
Se nota así inicialmente la realidad que más tarde se llamará “sucesión apostólica”. Pablo dice con tono de gran solemnidad a Timoteo: “No descuides el carisma que hay en tí, que se te comunicó por intervención profética mediante la imposición de las manos del colegio de presbíteros” (1 Tim 4, 14). Podemos decir que en estas palabras aparece inicialmente también en carácter sacramental del ministerio. Y así tenemos lo esencial de la estructura católica: Escritura y Tradición, Escritura y anuncio, formando un conjunto, pero a esta estructura, por así decir doctrinal, debe añadirse la estructura personal, los sucesores de los Apóstoles, como testigos del anuncio apostólico.
Es importante finalmente señalar que en estas Cartas la Iglesia se comprende a sí misma en términos muy humanos, en analogía con la casa y la familia. Particularmente en 1 Tm 3,2-7 se leen instrucciones muy detalladas sobre el epíscopo, cómo debe ser “Es, pues, necesario que el epíscopo sea irreprensible, casado una sola vez, sobrio, sensato, educado, hospitalario, apto para enseñar, ni bebedor ni violento, sino moderado, enemigo de pendencias, desprendido del dinero, que gobierne bien su propia casa y mantenga sumisos a sus hijos con toda dignidad; pues si alguno no es capaz de gobernar su propia casa, ¿cómo podrá cuidar de la Iglesia de Dios? ... Es necesario también que tenga buena fama entre los de fuera”. Debe notarse aquí sobre todo la importante aptitud para la enseñanza (cfr también 1 Tm 5,17), de la que se encuentran ecos también en otros pasajes (cfr 1 Tm 6,2c; 2 Tm 3,10; Tt 2,1), y después una especial característica personal, la de la “paternidad”. El epíscopo de hecho se considera como padre de la comunidad cristiana (cfr también 1 Tm 3,15). Por lo demás la idea de la Iglesia como “casa de Dios” hunde sus raíces en el Antiguo Testamento (cfr Nm 12,7) y se encuentra reformulada en Hb 3,2.6, mientras en otro lugar se lee que todos los cristianos ya no son extranjeros ni huéspedes, sino conciudadanos de los santos y familiares de la casa de Dios (cfr Ef 2,19).
Oremos al Señor y a san Pablo para que también hoy, como cristianos, podamos caracterizarnos cada vez más, en relación con la sociedad en la que vivimos, como miembros de la “familia de Dios”. Y oremos también para que los pastores de la Iglesia tengan cada vez más sentimientos paternos, a la vez tiernos y fuertes, en la formación de la Casa de Dios, de la comunidad, de la Iglesia.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez]
Zenit.org.
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