Mensaje del Papa para la Cuaresma 2011



Cuaresma, tiempo bautismal

Queridos hermanos y hermanas:

La Cuaresma, que nos lleva a la celebración de la Santa Pascua, es para la Iglesia un tiempo litúrgico muy valioso e importante, con vistas al cual me alegra dirigiros unas palabras específicas para que lo vivamos con el debido compromiso. La Comunidad eclesial, asidua en la oración y en la caridad operosa, mientras mira hacia el encuentro definitivo con su Esposo en la Pascua eterna, intensifica su camino de purificación en el espíritu, para obtener con más abundancia del Misterio de la redención la vida nueva en Cristo Señor (cf. Prefacio I de Cuaresma).

1. Esta misma vida ya se nos transmitió el día del Bautismo, cuando «al participar de la muerte y resurrección de Cristo» comenzó para nosotros «la aventura gozosa y entusiasmante del discípulo» (Homilía en la fiesta del Bautismo del Señor, 10 de enero de 2010). San Pablo, en sus Cartas, insiste repetidamente en la comunión singular con el Hijo de Dios que se realiza en este lavacro. El hecho de que en la mayoría de los casos el Bautismo se reciba en la infancia pone de relieve que se trata de un don de Dios: nadie merece la vida eterna con sus fuerzas. La misericordia de Dios, que borra el pecado y permite vivir en la propia existencia «los mismos sentimientos que Cristo Jesús» (Flp 2, 5) se comunica al hombre gratuitamente.

El Apóstol de los gentiles, en la Carta a los Filipenses, expresa el sentido de la transformación que tiene lugar al participar en la muerte y resurrección de Cristo, indicando su meta: que yo pueda «conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos» (Flp 3, 10-11). El Bautismo, por tanto, no es un rito del pasado sino el encuentro con Cristo que conforma toda la existencia del bautizado, le da la vida divina y lo llama a una conversión sincera, iniciada y sostenida por la Gracia, que lo lleve a alcanzar la talla adulta de Cristo.

Un nexo particular vincula al Bautismo con la Cuaresma como momento favorable para experimentar la Gracia que salva. Los Padres del Concilio Vaticano II exhortaron a todos los Pastores de la Iglesia a utilizar «con mayor abundancia los elementos bautismales propios de la liturgia cuaresmal» (Sacrosanctum Concilium, 109). En efecto, desde siempre, la Iglesia asocia la Vigilia Pascual a la celebración del Bautismo: en este Sacramento se realiza el gran misterio por el cual el hombre muere al pecado, participa de la vida nueva en Jesucristo Resucitado y recibe el mismo espíritu de Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos (cf.Rm 8, 11). Este don gratuito debe ser reavivado en cada uno de nosotros y la Cuaresma nos ofrece un recorrido análogo al catecumenado, que para los cristianos de la Iglesia antigua, así como para los catecúmenos de hoy, es una escuela insustituible de fe y de vida cristiana: viven realmente el Bautismo como un acto decisivo para toda su existencia.

2. Para emprender seriamente el camino hacia la Pascua y prepararnos a celebrar la Resurrección del Señor —la fiesta más gozosa y solemne de todo el Año litúrgico—, ¿qué puede haber de más adecuado que dejarnos guiar por la Palabra de Dios? Por esto la Iglesia, en los textos evangélicos de los domingos de Cuaresma, nos guía a un encuentro especialmente intenso con el Señor, haciéndonos recorrer las etapas del camino de la iniciación cristiana: para los catecúmenos, en la perspectiva de recibir el Sacramento del renacimiento, y para quien está bautizado, con vistas a nuevos y decisivos pasos en el seguimiento de Cristo y en la entrega más plena a él.

El primer domingo del itinerario cuaresmal subraya nuestra condición de hombre en esta tierra. La batalla victoriosa contra las tentaciones, que da inicio a la misión de Jesús, es una invitación a tomar conciencia de la propia fragilidad para acoger la Gracia que libera del pecado e infunde nueva fuerza en Cristo, camino, verdad y vida (cf. Ordo Initiationis Christianae Adultorum, n. 25). Es una llamada decidida a recordar que la fe cristiana implica, siguiendo el ejemplo de Jesús y en unión con él, una lucha «contra los Dominadores de este mundo tenebroso» (Ef 6, 12), en el cual el diablo actúa y no se cansa, tampoco hoy, de tentar al hombre que quiere acercarse al Señor: Cristo sale victorioso, para abrir también nuestro corazón a la esperanza y guiarnos a vencer las seducciones del mal.

El Evangelio de la Transfiguración del Señor pone delante de nuestros ojos la gloria de Cristo, que anticipa la resurrección y que anuncia la divinización del hombre. La comunidad cristiana toma conciencia de que es llevada, como los Apóstoles Pedro, Santiago y Juan «aparte, a un monte alto» (Mt 17, 1), para acoger nuevamente en Cristo, como hijos en el Hijo, el don de la gracia de Dios: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle» (v. 5). Es la invitación a alejarse del ruido de la vida diaria para sumergirse en la presencia de Dios: él quiere transmitirnos, cada día, una palabra que penetra en las profundidades de nuestro espíritu, donde discierne el bien y el mal (cf. Hb 4, 12) y fortalece la voluntad de seguir al Señor.

La petición de Jesús a la samaritana: «Dame de beber» (Jn 4, 7), que se lee en la liturgia del tercer domingo, expresa la pasión de Dios por todo hombre y quiere suscitar en nuestro corazón el deseo del don del «agua que brota para vida eterna» (v. 14): es el don del Espíritu Santo, que hace de los cristianos «adoradores verdaderos» capaces de orar al Padre «en espíritu y en verdad» (v. 23). ¡Sólo esta agua puede apagar nuestra sed de bien, de verdad y de belleza! Sólo esta agua, que nos da el Hijo, irriga los desiertos del alma inquieta e insatisfecha, «hasta que descanse en Dios», según las célebres palabras de san Agustín.

El domingo del ciego de nacimiento presenta a Cristo como luz del mundo. El Evangelio nos interpela a cada uno de nosotros: «¿Tú crees en el Hijo del hombre?». «Creo, Señor» (Jn 9, 35.38), afirma con alegría el ciego de nacimiento, dando voz a todo creyente. El milagro de la curación es el signo de que Cristo, junto con la vista, quiere abrir nuestra mirada interior, para que nuestra fe sea cada vez más profunda y podamos reconocer en él a nuestro único Salvador. Él ilumina todas las oscuridades de la vida y lleva al hombre a vivir como «hijo de la luz».

Cuando, en el quinto domingo, se proclama la resurrección de Lázaro, nos encontramos frente al misterio último de nuestra existencia: «Yo soy la resurrección y la vida... ¿Crees esto?» (Jn 11, 25-26). Para la comunidad cristiana es el momento de volver a poner con sinceridad, junto con Marta, toda la esperanza en Jesús de Nazaret: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo» (v. 27). La comunión con Cristo en esta vida nos prepara a cruzar la frontera de la muerte, para vivir sin fin en él. La fe en la resurrección de los muertos y la esperanza en la vida eterna abren nuestra mirada al sentido último de nuestra existencia: Dios ha creado al hombre para la resurrección y para la vida, y esta verdad da la dimensión auténtica y definitiva a la historia de los hombres, a su existencia personal y a su vida social, a la cultura, a la política, a la economía. Privado de la luz de la fe todo el universo acaba encerrado dentro de un sepulcro sin futuro, sin esperanza.

El recorrido cuaresmal encuentra su cumplimiento en el Triduo Pascual, en particular en la Gran Vigilia de la Noche Santa: al renovar las promesas bautismales, reafirmamos que Cristo es el Señor de nuestra vida, la vida que Dios nos comunicó cuando renacimos «del agua y del Espíritu Santo», y confirmamos de nuevo nuestro firme compromiso de corresponder a la acción de la Gracia para ser sus discípulos.

3. Nuestro sumergirnos en la muerte y resurrección de Cristo mediante el sacramento del Bautismo, nos impulsa cada día a liberar nuestro corazón del peso de las cosas materiales, de un vínculo egoísta con la «tierra», que nos empobrece y nos impide estar disponibles y abiertos a Dios y al prójimo. En Cristo, Dios se ha revelado como Amor (cf. 1 Jn 4, 7-10). La Cruz de Cristo, la «palabra de la Cruz» manifiesta el poder salvífico de Dios (cf. 1 Co 1, 18), que se da para levantar al hombre y traerle la salvación: amor en su forma más radical (cf. Enc. Deus caritas est, 12). Mediante las prácticas tradicionales del ayuno, la limosna y la oración, expresiones del compromiso de conversión, la Cuaresma educa a vivir de modo cada vez más radical el amor de Cristo. El ayuno, que puede tener distintas motivaciones, adquiere para el cristiano un significado profundamente religioso: haciendo más pobre nuestra mesa aprendemos a superar el egoísmo para vivir en la lógica del don y del amor; soportando la privación de alguna cosa —y no sólo de lo superfluo— aprendemos a apartar la mirada de nuestro «yo», para descubrir a Alguien a nuestro lado y reconocer a Dios en los rostros de tantos de nuestros hermanos. Para el cristiano el ayuno no tiene nada de intimista, sino que abre mayormente a Dios y a las necesidades de los hombres, y hace que el amor a Dios sea también amor al prójimo (cf. Mc 12, 31).

En nuestro camino también nos encontramos ante la tentación del tener, de la avidez de dinero, que insidia el primado de Dios en nuestra vida. El afán de poseer provoca violencia, prevaricación y muerte; por esto la Iglesia, especialmente en el tiempo cuaresmal, recuerda la práctica de la limosna, es decir, la capacidad de compartir. La idolatría de los bienes, en cambio, no sólo aleja del otro, sino que despoja al hombre, lo hace infeliz, lo engaña, lo defrauda sin realizar lo que promete, porque sitúa las cosas materiales en el lugar de Dios, única fuente de la vida. ¿Cómo comprender la bondad paterna de Dios si el corazón está lleno de uno mismo y de los propios proyectos, con los cuales nos hacemos ilusiones de que podemos asegurar el futuro? La tentación es pensar, como el rico de la parábola: «Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años... Pero Dios le dijo: "¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma"» (Lc 12, 19-20). La práctica de la limosna nos recuerda el primado de Dios y la atención hacia los demás, para redescubrir a nuestro Padre bueno y recibir su misericordia.

En todo el período cuaresmal, la Iglesia nos ofrece con particular abundancia la Palabra de Dios. Meditándola e interiorizándola para vivirla diariamente, aprendemos una forma preciosa e insustituible de oración, porque la escucha atenta de Dios, que sigue hablando a nuestro corazón, alimenta el camino de fe que iniciamos en el día del Bautismo. La oración nos permite también adquirir una nueva concepción del tiempo: de hecho, sin la perspectiva de la eternidad y de la trascendencia, simplemente marca nuestros pasos hacia un horizonte que no tiene futuro. En la oración encontramos, en cambio, tiempo para Dios, para conocer que «sus palabras no pasarán» (cf. Mc 13, 31), para entrar en la íntima comunión con él que «nadie podrá quitarnos» (cf. Jn 16, 22) y que nos abre a la esperanza que no falla, a la vida eterna.

En síntesis, el itinerario cuaresmal, en el cual se nos invita a contemplar el Misterio de la cruz, es «hacerme semejante a él en su muerte» (Flp 3, 10), para llevar a cabo una conversión profunda de nuestra vida: dejarnos transformar por la acción del Espíritu Santo, como san Pablo en el camino de Damasco; orientar con decisión nuestra existencia según la voluntad de Dios; liberarnos de nuestro egoísmo, superando el instinto de dominio sobre los demás y abriéndonos a la caridad de Cristo. El período cuaresmal es el momento favorable para reconocer nuestra debilidad, acoger, con una sincera revisión de vida, la Gracia renovadora del Sacramento de la Penitencia y caminar con decisión hacia Cristo.

Queridos hermanos y hermanas, mediante el encuentro personal con nuestro Redentor y mediante el ayuno, la limosna y la oración, el camino de conversión hacia la Pascua nos lleva a redescubrir nuestro Bautismo. Renovemos en esta Cuaresma la acogida de la Gracia que Dios nos dio en ese momento, para que ilumine y guíe todas nuestras acciones. Lo que el Sacramento significa y realiza estamos llamados a vivirlo cada día siguiendo a Cristo de modo cada vez más generoso y auténtico. Encomendamos nuestro itinerario a la Virgen María, que engendró al Verbo de Dios en la fe y en la carne, para sumergirnos como ella en la muerte y resurrección de su Hijo Jesús y obtener la vida eterna.

Vaticano, 4 de noviembre de 2010

BENEDICTUS PP XVI



CIUDAD DEL VATICANO, martes 22 de febrero de 2011 (ZENIT.org).-

Discurso del Papa a la Congregación para la Educación Católica



Señores cardenales,

venerados hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,

queridos hermanos y hermanas.

Os dirijo a cada uno de vosotros mi cordial saludo por esta visita con ocasión de la reunión plenaria de la Congregación para la Educación Católica. Saludo al cardenal Zenon Grocholewski, prefecto del dicasterio, dándole las gracias por sus corteses palabras, como también al secretario, al subsecretario, a los oficiales y colaboradores.

Las temáticas que afrontáis en estos días tienen como denominador común la educación y la formación, que constituyen hoy uno de los desafíos más urgentes que la Iglesia y sus instituciones están llamadas a afrontar. La obra educativa parece haberse vuelto cada vez más ardua porque, en una cultura que demasiado a menudo hace del relativismo su propio credo, falta la luz de la verdad, al contrario, se considera peligroso hablar de verdad, infiltrando así la duda sobre los valores básicos de la existencia personal y comunitaria. Por esto es importante el servicio que llevan a cabo en el mundo las numerosas instituciones formativas que se inspiran en la visión cristiana del hombre y de la realidad: educar es un acto de amor, ejercicio de la “caridad intelectual”, que requiere responsabilidad, dedicación, coherencia de vida. El trabajo de vuestra Congregación y las decisiones que tomaréis en estos días de reflexión y de estudio contribuirán ciertamente a responder a la actual “emergencia educativa".

Vuestra Congregación, creada en 1915 por Benedicto XV, lleva a cabo desde hace casi cien años su obra preciosa al servicio de las diversas Instituciones católicas de formación. Entre ellas, sin duda, el seminario es una de las más importantes para la vida de la Iglesia y exige por tanto un proyecto formativo que tenga en cuenta el contexto arriba descrito. Muchas veces he subrayado que el seminario es una etapa preciosa de la vida, en la que el candidato al sacerdocio hace la experiencia de ser “un discípulo de Jesús”. Para este tiempo destinado a la formación se requiere un cierto desapego, un cierto “desierto”, porque el Señor habla al corazón con una voz que se oye si hay silencio (cfr 1Re 19,12); pero requiere también la disponibilidad a vivir juntos, a amar la “vida de familia” y la dimensión comunitaria que anticipan esa “fraternidad sacramental" que debe caracterizar a todo presbítero diocesano (cfr Presbyterorum ordinis, 8) y que quise recordar también en mi reciente Carta a los seminaristas: “no se llega a ser sacerdotes por sí solos. Se necesita la 'comunidad de los discípulos', el conjunto que quieren servir a la Iglesia común”.

En estos días estudiáis también el boceto del documento sobre Internet y la formación en los seminarios. Internet, por su capacidad de superar las distancias y de poner en contacto recíproco a las personas, presenta grandes posibilidades también para la Iglesia y su misión. Con el necesario discernimiento para un uso inteligente y prudente de éste, es un instrumento que puede servir no sólo para los estudios, sino también para la acción pastoral de los futuros presbíteros en los distintos campos eclesiales, como la evangelización, la acción misionera, la catequesis, los proyectos educativos, la gestión de las instituciones. También en este campo es de extrema importancia poder contar con formadores adecuadamente preparados para que sean guías fieles y siempre al día, con el fin de acompañar a los candidatos al sacerdocio en el uso correcto y positivo de los medios informáticos.

Este año, además, se celebra el LXX aniversario de la Obra Pontificia por las Vocaciones Sacerdotales, instituida por el Venerable Pío XII para favorecer la colaboración entre la Santa Sede y las Iglesias locales en la preciosa obra de promoción de las vocaciones al ministerio ordenado. Esta celebración podrá ser la ocasión para conocer y valorar las iniciativas vocacionales más significativas promovidas en las Iglesias locales. Es necesario que la pastoral vocacional, además de subrayar el valor de la llamada universal a seguir a Jesús, insista más claramente en el perfil del sacerdocio ministerial, caracterizado por su configuración específica a Cristo, que lo distingue esencialmente de los otros fieles y se pone a su servicio.

Habéis puesto en marcha, además, una revisión de cuanto prescribe la Constitución apostólica Sapientia christiana sobre los estudios eclesiásticos, respecto al derecho canónico, a los Institutos Superiores de Ciencias Religiosas y, recientemente, a la filosofía. Un sector en el que reflexionar particularmente es en el de la teología. Es importante hacer cada vez más sólido el vínculo entre la teología y el estudio de la Sagrada Escritura, de forma que esta sea realmente su alma y su corazón (cfr Verbum Domini, 31). Pero el teólogo no debe olvidar que es también él quien habla a Dios. Es indispensable, por tanto, tener estrechamente unidad la teología con la oración personal y comunitaria, especialmente litúrgica. La teología es scientia fidei y la oración nutre la fe. En la unión con Dios, el misterio es, de alguna forma, saboreado, se hace cercano, y esta proximidad es luz para la inteligencia. Quisiera subrayar también la conexión de la teología con las demás disciplinas, considerando que ésta se enseña en las Universidades católicas y, en muchos casos, en las civiles. El beato John Henry Newman hablaba de "círculo del saber", circle of knowledge, para indicar que existe una interdependencia entre las diversas ramas del saber; pero Dios y sólo Él tiene relación con la totalidad de lo real; en consecuencia, eliminar a Dios significa romper el círculo del saber. En esta perspectiva las Universidades católicas, con su identidad bien precisa y su apertura a la “totalidad” del ser humano, pueden llevar a cabo una obra preciosa para promover la unidad del saber, orientando a estudiantes y profesores a la Luz del mundo, la “luz verdadera que ilumina a todo hombre" (Jn 1,9). Son consideraciones que valen también para las Escuelas católicas. Es necesario ante todo la valentía de anunciar el valor “amplio” de la educación, para formar personas sólidas, capaces de colaborar con los demás y de dar sentido a la propia vida. Hoy se habla de educación intercultural, objeto de estudio también en vuestra Plenaria. En este ámbito se requiere una fidelidad valiente e innovadora, que sepa conjugar la conciencia clara de la propia identidad con la apertura a la alteridad, por las exigencias del vivir juntos en las sociedades multiculturales. También con este fin, se pone de relieve el papel educativo de la enseñanza de la Religión católica como asignatura escolar en diálogo interdisciplinar con las demás. De hecho, esta contribuye ampliamente no sólo al desarrollo integral del estudiante, sino también al conocimiento del otro, a la comprensión y al respeto recíproco. Para alcanzar estos objetivos deberá prestarse particular cuidado a la formación de los dirigentes y de los formadores, no sólo desde un punto de vista profesional, sino también religioso y espiritual, para que, con la coherencia de la propia vida y con la implicación personal, la presencia del educador cristiano se convierta en expresión de amor y testimonio de la verdad.

Queridos hermanos y hermanas, os doy las gracias por cuanto hacéis con vuestro competente trabajo al servicio de las instituciones educativas. Tened siempre la mirada vuelta hacia Cristo, el único Maestro, para que con su Espíritu haga eficaz vuestro trabajo. Os confío a la protección maternal de María Santísima, Sedes Sapientiae, y de corazón imparto a todos la Bendición Apostólica.

CIUDAD DEL VATICANO, lunes 7 de febrero de 2011 (ZENIT.org).-

Congregatio pro Clericis


LA IDENTIDAD MISIONERA DEL PRESBÍTERO EN LA IGLESIA,
COMO DIMENSIÓN INTRÍNSECA DEL EJERCICIO DE LOS TRIA MUNERA

Carta Circular

Introducción

Ecclesia peregrinans natura sua missionaria est.

“La Iglesia peregrinante es, por su naturaleza, misionera puesto que toma su origen de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre” [1].

El Concilio Ecuménico Vaticano II, en la línea de la ininterrumpida Tradición, es muy explícito al afirmar la misionaridad intrínseca de la Iglesia. La Iglesia no existe por sí misma y para sí misma: tiene su origen en las misiones del Hijo y del Espíritu; la Iglesia está llamada, por su naturaleza, a salir de sí misma en un movimiento hacia el mundo, para ser signo del Emmanuel, del Verbo hecho carne, del Dios-con-nosotros.

La misionaridad, desde el punto de vista teológico, está comprendida en cada una de las notas de la Iglesia y está particularmente representada tanto por la catolicidad como por la apostolicidad. ¿Cómo cumplir fielmente con la función de ser apóstoles, testigos fieles del Señor, anunciadores de la Palabra y administradores auténticos y humildes de la gracia, si no a través de la misión, entendida como verdadero y propio factor constitutivo del ser Iglesia?

La misión de la Iglesia, además, es la misión que ella ha recibido de Jesucristo con el don del Espíritu Santo. Es única, y ha sido confiada a todos los miembros del pueblo de Dios, que han sido hechos partícipes del sacerdocio de Cristo mediante los sacramentos de la iniciación, con el fin de ofrecer a Dios un sacrificio espiritual y testimoniar a Cristo ante los hombres. Esta misión se extiende a todos los hombres, a todas las culturas, a todos los lugares y a todos los tiempos. A una única misión corresponde un único sacerdocio: el de Cristo, del que participan todos los miembros del pueblo de Dios, aunque de forma diversa y no sólo por el grado.

En dicha misión, los presbíteros, en cuanto son los colaboradores más inmediatos de los Obispos, sucesores de los Apóstoles, conservan ciertamente un papel central y absolutamente insustituible, que les ha sido confiado por la providencia de Dios.





1. Conciencia eclesial de la necesidad de un renovado compromiso misionero

La misionaridad intrínseca de la Iglesia se funda dinámicamente en las misiones trinitarias mismas. Por su naturaleza, la Iglesia está llamada a anunciar la persona de Jesucristo muerto y resucitado, a dirigirse a toda la humanidad, según el mandato recibido del mismo Señor: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15); “Como el Padre me envió, también os envío yo” Jn 20,21). En la misma vocación de San Pablo, hay un envío: “Ve, porque yo te enviaré lejos, a los gentiles” (Hch 22,21).

Para realizar esta misión, la Iglesia recibe el Espíritu Santo, enviado por el Padre y por el Hijo en Pentecostés. El Espíritu que descendió sobre los Apóstoles es el Espíritu de Jesús: hace repetir los gestos de Jesús, anunciar la Palabra de Jesús (cf. Hch 4,30), recitar de nuevo la oración de Jesús (cf. Hch 7,59s.; Lc 23,34.46), perpetuar, en la fracción del pan, la acción de gracias y el sacrificio de Jesús y conserva la unidad entre los hermanos (cf. Hch 2,42; 4,32). El Espíritu confirma y manifiesta la comunión de los discípulos como nueva creación, como comunidad de salvación escatológica y los envía en misión: “Seréis mis testigos [...] hasta los confines de la tierra” (Hch 1,8). El Espíritu Santo impulsa la Iglesia naciente a la misión en todo el mundo, demostrando de esta forma que Él ha sido derramado sobre “todo mortal” (cf. Hch 2,17).

Hoy, ante las nuevas condiciones de la presencia y de la actividad de la Iglesia en el panorama mundial, se renueva la urgencia misionera, no sólo adgentes, sino en la grey misma, ya constituida, de la Iglesia.

Durante las últimas décadas, el Magisterio Pontificio ha expresado autorizadamente, con tonos cada vez más fuertes y firmes, la urgencia de un renovado compromiso misionero. Baste pensar en Evangelii nuntiandi de Pablo VI, o en Redemptoris missio y en Novo milennio ineunte de Juan Pablo II, [2] hasta llegar a las numerosas intervenciones de Benedicto XVI. [3]

No es menor la preocupación del Papa Benedicto XVI por la misión ad gentes, como lo demuestra su constante solicitud. Se ha de subrayar y alentar cada vez más la presencia, aún hoy, de muchos misioneros enviados ad gentes. Naturalmente no son suficientes. Además, se va delineando un fenómeno nuevo: misioneros africanos y asiáticos que ayudan a la Iglesia, por ejemplo, en Europa.

Es necesario alegrarse también, y dar gracias a Dios, por tantos nuevos Movimientos y Comunidades eclesiales, incluso laicales, que viven la misionaridad, tanto en la propia región – entre los católicos que, por diversos motivos, no viven su pertenencia a la comunidad eclesial –, como ad gentes.





2. Aspectos teológico-espirituales de la misionaridad de los presbíteros

No podemos considerar el aspecto misionero de la teología y de la espiritualidad sacerdotal, sin explicitar la relación con el misterio de Cristo. Como se ha destacado en el n. 1, la Iglesia encuentra su fundamento en las misiones de Cristo y del Espíritu Santo: así cada “misión” y la dimensión misionera de la Iglesia misma, intrínseca a su naturaleza, se fundamentan en la participación en la misión divina. El Señor Jesús es, por antonomasia, el enviado del Padre. Con intensidad mayor o menor, todos los escritos del Nuevo Testamento ofrecen este testimonio.

En el Evangelio de Lucas, Jesús se presenta como aquel que, consagrado con la unción del Espíritu, ha sido enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva (cf. Lc 4,18; Is 61,1-2). En los tres Evangelios sinópticos, Jesús se identifica con el Hijo amado que, en la parábola de los viñadores homicidas, es enviado por el dueño de la viña al final, después de los siervos (cf. Mc 12,1-12; Mt 21,33-46; Lc 20,919); en otros momentos habla de la propia condición de enviado (cf. Mt 15,24). También aparece en Pablo la idea de la misión de Cristo por parte de Dios Padre (cf. Ga 4,4; Rm 8,3).

Pero es sobre todo en los textos de Juan donde aparece con mayor frecuencia la “misión” divina de Jesús. [4] Ser “el enviado del Padre” pertenece ciertamente a la identidad de Jesús: Él es aquel que el Padre ha consagrado y enviado al mundo, y este hecho es expresión de su irrepetible filiación divina (cf. Jn 10,36-38). Jesús ha llevado a término la Obra salvadora, siempre como enviado del Padre y como aquel que realiza las obras de quien lo ha enviado, en obediencia a su voluntad. Solamente en el cumplimiento de esta voluntad, Jesús ha ejercido su ministerio de sacerdote, profeta y rey. Al mismo tiempo, sólo en cuanto enviado del Padre, Él envía, a su vez, a los discípulos. La misión, en todos sus diferentes aspectos, tiene su fundamento en la misión del Hijo en el mundo y en la misión del Espíritu Santo. [5]

Jesús es el enviado que, a su vez, envía (cf. Jn 17,18). La “misionaridad” es, en primer lugar, una dimensión de la vida y del ministerio de Jesús y, por tanto, lo es de la Iglesia y de cada uno de los cristianos, según las exigencias de la vocación personal. Veamos cómo Él ha ejercido su ministerio salvífico, para el bien de los hombres, en las tres dimensiones, íntimamente entrelazadas, de enseñanza, santificación y gobierno; o, con otras palabras, más directamente bíblicas, de profeta y revelador del Padre, de sacerdote, de Señor, rey y pastor.

Aunque Jesús, en su proclamación del Reino y en su función de revelador del Padre, se ha sentido especialmente enviado al pueblo de Israel (cf. Mt 15,24; 10,5), no faltan episodios en su vida, en los que se abre el horizonte de universalidad de su mensaje: Jesús no excluye de la salvación a los gentiles, alaba la fe de algunos de ellos, por ejemplo la del centurión, y anuncia que los paganos llegarán de los confines del mundo, para sentarse a la mesa con los patriarcas de Israel (cf. Mt 8,1012; Lc 7,9); lo mismo dice a la mujer cananea: “Mujer, ¡grande es tu fe! Que te suceda como deseas” (Mt 15,28; cf. Mc 7,29). En continuidad con su misma misión, Jesús resucitado envía a sus discípulos a predicar el Evangelio a todas las naciones, una misión universal (cf. Jn 20,21-22; Mt 28,19-20; Mc 16,15; Hch 1,8). La revelación cristiana está destinada a todos los hombres, sin distinciones.

La revelación de Dios Padre, que Jesús trae, se fundamenta en su unión irrepetible con el Padre, en su conciencia filial; sólo partiendo de ésta puede ejercer su función de revelador (cf. Mt 11,12-27; Lc 10,21-22; Jn 18; 14,6-9; 17,3.4.6). Dar a conocer al Padre, con todo lo que este conocimiento implica, es el fin último de toda la enseñanza de Jesús. Su misión de revelador está tan arraigada en el misterio de su persona, que también en la vida eterna continuará su revelación del Padre: “Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17,26; cf. 17,24). Esta experiencia de la paternidad divina debe impulsar a los discípulos al amor hacia todos, en el cual consistirá su “perfección” (cf. Mt 5,45-48; Lc 6,35-36).

El ministerio sacerdotal de Jesús no se puede entender sin la perspectiva de la universalidad. Partiendo de los textos del Nuevo Testamento, es clara la conciencia de Jesús de su misión, que lo lleva a dar la vida por todos los hombres (cf. Mc 10,45; Mt 20,28). Jesús, que no ha pecado, se pone en el puesto de los pecadores, y se ofrece al Padre por ellos. Las palabras de la institución de la Eucaristía manifiestan la misma conciencia y la misma actitud; Jesús ofrece su vida en el sacrificio de la Nueva Alianza en favor de los hombres: “Ésta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos” (Mc 14,24; cf. Mt 26,28; Lc 22,20; 1 Co 11,24-25).

El sacerdocio de Cristo ha sido profundizado sobre todo en la Carta a los Hebreos, en la que se destaca que Él es el sacerdote eterno, que posee un sacerdocio que no se acaba (cf. Hb 7,24), es el sacerdote perfecto (cf. Hb 7,28). Ante la multiplicidad de sacerdotes y de sacrificios antiguos, Cristo se ha ofrecido a sí mismo, una sola vez y de una vez para siempre, en un sacrificio perfecto (cf. Hb 7,27; 9,12.28; 10,10; 1 P 3,18). Esta unicidad de su persona y de su sacrificio confiere también al sacrificio de Cristo un carácter único y universal; toda su persona y, en concreto, el sacrificio redentor que tiene un valor para la eternidad, lleva el sello de lo que no pasa y es insuperable. Cristo, sumo y eterno Sacerdote, en su condición de glorificado, sigue aún intercediendo por nosotros ante el Padre (cf. Jn 14,16; Rm 8,32; Hb 7,25; 9,24, 10,12; 1 Jn 2,1).

Jesús, enviado por el Padre, aparece también como Señor en el Nuevo Testamento (cf. Hch 2,36). El acontecimiento de la resurrección hace reconocer a los cristianos el señorío de Cristo. En las primeras confesiones de fe aparece este título fundamental relacionado con la resurrección (cf. Rm 10,9). No falta la referencia a Dios Padre en muchos de los textos que nos hablan de Jesús como Señor (cf. Flp 2,11). Por otra parte, Jesús, que ha anunciado el Reino de Dios, especialmente vinculado a su persona, es rey, como él mismo dice en el Evangelio de Juan (cf. Jn 18,33-37).Y también al final de los tiempos, “cuando entregue a Dios Padre el Reino, después de haber destruido todo Principado, Dominación y Potestad” (1 Co 15,24).

Naturalmente, el dominio de Cristo tiene poco que ver con el dominio de los grandes de este mundo (cf. Lc 22,25-27; Mt 20,25-27; Mc 10,42-45), porque, como Él mismo afirma, su reino no es de este mundo (cf. Jn 18,36). Por eso, el dominio de Cristo es el del buen pastor, que conoce todas sus ovejas, que ofrece la vida por ellas y que quiere reunirlas a todas en un solo rebaño (cf. Jn 10,14-16). También la parábola de la oveja perdida habla, indirectamente, de Jesús, buen pastor (cf. Mt 18,12-14; Lc 15,4-7). Jesús es, además, el “pastor supremo” (1 P 5,4).

En Jesús se realiza, de forma eminente, todo lo que la tradición del Antiguo Testamento había dicho sobre Dios, pastor del pueblo de Israel: “Las apacentaré en buenos pastos y su majada estará en los montes de la excelsa Israel [...]. Yo mismo conduciré mis ovejas y yo las llevaré a reposar, oráculo del Señor Yahvé. Buscaré la oveja perdida, tornaré a la descarriada, curaré a la herida, confortaré a la enferma; pero a la que está gorda y robusta la exterminaré; las pastorearé con justicia” (Ez 34,14-16). Y más adelante: “Yo suscitaré para ponérselo al frente un solo pastor que las apacentará, mi siervo David. Él las apacentará y será su pastor. Yo, Yahvé, seré su Dios”. (Ez 34,23-24; cf. Jr 23,1-4; Za 11,15-17; Sal 23,1-6). [6]

Sólo partiendo de Cristo tiene sentido la reflexión tradicional sobre los tria muñera que configuran el sagrado ministerio de los Sacerdotes. No podemos olvidar que Jesús se considera presente en sus enviados: “Quien acoja al que yo envío, me acoge a mí, y quien me acoja a mí, acoge a aquel que me ha enviado” (Jn 13,20; cf. también Mt 10,40; Lc 10,16). Hay una serie de “misiones”, que encuentran su origen en el misterio mismo del Dios Uno y Trino, que quiere que todos los hombres sean partícipes de su vida. El arraigo trinitario, cristológico [7] y eclesiológico del ministerio de los Sacerdotes es el fundamento de la identidad misionera. La voluntad salvífica universal de Dios, la unicidad y la necesidad de la mediación de Cristo (cf. 1 Tm 2,4-7; 4,10) no permiten trazar fronteras a la obra de evangelización y de santificación de la Iglesia. Toda la economía de la salvación tiene su origen en el designio del Padre de recapitular todo en Cristo (cf. Ef 1,3-10) y en la realización de este designio, que tendrá su cumplimiento final con la venida del Señor en la gloria.

El Concilio Vaticano II alude claramente al ejercicio de los tria muñera de Cristo, por parte de los presbíteros, como colaboradores del orden episcopal: “Participando, en el grado propio de su ministerio del oficio único Mediador, que es Cristo (cf. 1 Tm 2,5), anuncian a todos la divina palabra. Pero su oficio sagrado lo ejercitan, sobre todo, en el culto o asamblea eucarística, donde, representando la persona de Cristo, y proclamando su misterio, unen las oraciones de los fieles al sacrificio de su Cabeza y hacen presente y aplican en el sacrificio de la Misa, hasta la venida del Señor (cf. 1 Co 11,26), el único Sacrificio del Nuevo Testamento, a saber, el de Cristo que se ofrece a sí mismo al Padre, una vez por todas, como hostia inmaculada (cf. Hb 9,14-28). [...]. Ejerciendo, en la medida de su autoridad, el oficio de Cristo, Pastor y Cabeza, reúnen la familia de Dios como una fraternidad, animada con espíritu de unidad y la conducen hasta Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu. En medio de la grey le adoran en espíritu y en verdad (cf. Jn 4,24)”. [8]

En virtud del sacramento del Orden, que confiere un carácter espiritual indeleble, [9] los presbíteros son consagrados, es decir, segregados “del mundo” y entregados “al Dios viviente”, tomados “como su propiedad, para que, partiendo de Él, puedan realizar el servicio sacerdotal por el mundo”, para predicar el Evangelio, ser pastores de los fieles y celebrar el culto divino, como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento (cf. Hb 5,1). [10]

El Sumo Pontífice Benedicto XVI, en la alocución que dirigió a los participantes en la Asamblea Plenaria de la Congregación para el Clero, afirmó que: “La dimensión misionera del presbítero nace de su configuración sacramental a Cristo Cabeza, la cual conlleva, como consecuencia, una adhesión cordial y total a lo que la tradición eclesial ha reconocido como la apostolica vivendi forma. Ésta consiste en la participación en una 'vida nueva' entendida espiritualmente, en el 'nuevo estilo de vida' que inauguró el Señor Jesús y que hicieron suyo los Apóstoles. Por la imposición de las manos del Obispo y la oración consagratoria de la Iglesia, los candidatos se convierten en hombres nuevos, llegan a ser 'presbíteros'. A esta luz, es evidente que los tria munera son en primer lugar un don y sólo como consecuencia un oficio; son ante todo participación en una vida, y por ello una potestas”. [11]

El decreto Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y la vida sacerdotal, ilustra esta verdad cuando se refiere a los presbíteros ministros de la palabra de Dios, ministros de la santificación con los sacramentos y la eucaristía, y guías y educadores del pueblo de Dios. La identidad misionera del presbítero, aunque no es objeto explícito de gran desarrollo, está claramente presente en estos textos. Se subraya expresamente el deber de anunciar a todos el Evangelio de Dios siguiendo el mandato del Señor, con explícita referencia a los no creyentes y remitiendo a la fe y a los sacramentos, por medio de la proclamación del mensaje evangélico. El sacerdote, “enviado”, que participa en la misión de Cristo enviado del Padre, se encuentra implicado en una dinámica misionera, sin la cual no puede vivir verdaderamente la propia identidad. [12]

También en la Exhortación apostólica post-sinodal Pastores dabo vobis se afirma que, aunque insertado en una Iglesia particular, el presbítero, en virtud de su ordenación, ha recibido un don espiritual que lo prepara a una misión universal, hasta los confines de la tierra, porque “cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles”. [13] Por eso, la vida espiritual del sacerdote se ha de caracterizar por el fervor y el dinamismo misionero; en sintonía con el Concilio Vaticano II, se indica que los sacerdotes deben formar la comunidad que les ha sido confiada, para convertirla en una comunidad auténticamente misionera. [14] La función de pastor exige que el fervor misionero se viva y comunique, porque toda la Iglesia es esencialmente misionera. De esta dimensión de la Iglesia proviene, de forma decisiva, la identidad misionera del presbítero.

Cuando se habla de misión, se ha de tener necesariamente presente que el enviado, en este caso el presbítero, se encuentra en relación tanto con quien lo envía, como con aquellos a los que es enviado. Examinando su relación con Cristo, el primer enviado del Padre, es necesario subrayar el hecho de que, teniendo en cuenta los textos del Nuevo Testamento, es el mismo Cristo quien envía y constituye a los ministros de su Iglesia, mediante el don del Espíritu Santo derramado en la ordenación sacerdotal; éstos no pueden ser considerados sencillamente elegidos o delegados de la comunidad o del pueblo sacerdotal. El envío viene de Cristo; los ministros de la Iglesia son instrumentos vivos de Cristo, único mediador. [15] “El presbítero encuentra la plena verdad de su identidad en ser una derivación, participación específica y una continuación del mismo Cristo, sumo y eterno sacerdote de la Nueva Alianza; es una imagen viva y transparente de Cristo Sacerdote”. [16]

Tomando como punto de partida esta referencia cristológica, emerge claramente la dimensión misionera de la vida del sacerdote: Jesús ha muerto y resucitado por todos los hombres, a los que quiere reunir en un solo rebaño; Él debía morir para reunir en uno a todos los hijos de Dios que estaban dispersos (cf. Jn 11,52). Si en Adán todos mueren, en Él todos vuelven a la vida (cf. 1 Co 15,20-22), en Él Dios reconcilia consigo el mundo (cf. 2 Co 5,19), y ordena a los apóstoles predicar el Evangelio a todas las gentes. Todo el Nuevo Testamento está impregnado de la idea de la universalidad de la acción salvífica de Cristo y de su única mediación. El presbítero, configurado a Cristo profeta, sacerdote y rey, no puede dejar de tener el corazón abierto a todos los hombres y, en concreto, sobre todo a los que no conocen a Cristo y no han recibido todavía la luz de su Buena Nueva.

Por parte de los hombres, a los que la Iglesia debe anunciar el Evangelio, [17] y a los que, por consiguiente, el presbítero es enviado, es necesario poner de relieve que el Concilio Vaticano II ha hablado repetidamente de la unidad de la familia humana, fundada en la creación de todos a imagen y semejanza de Dios y en la comunión de destino en Cristo: “Todos los pueblos forman una comunidad, tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el género humano sobre el haz de la tierra y tienen también el mismo fin último, que es Dios, cuya providencia, manifestación de bondad y designios de salvación se extienden a todos”. [18] Esta unidad está llamada a lograr su cumbre en la recapitulación universal de Cristo (cf. Ef 1,10). [19]

A esta recapitulación final de todo en Cristo, que constituye la salvación de los hombres, se dirige toda la acción pastoral de la Iglesia. Al estar llamados todos los hombres a la unidad en Cristo, ninguno puede ser excluido de la solicitud del presbítero a Él configurado. Todos esperan, aunque de forma inconsciente (cf. Hch 17,23-28), la salvación que puede venir sólo de Él: esa salvación que es la inserción en el Misterio Trinitario, en la participación en su filiación divina. No se pueden realizar discriminaciones entre los hombres, los cuales tienen un mismo origen y comparten el mismo destino y la única vocación en Cristo. Establecer límites a la “caridad pastoral” del presbítero sería completamente contradictorio con su vocación, marcada por la peculiar configuración con Cristo, cabeza y pastor de la Iglesia y de todos los hombres.

Los tria munera, ejercidos por los sacerdotes en su ministerio, no se pueden concebir sin su esencial relación con la persona de Cristo y con el don del Espíritu. El presbítero está configurado a Cristo mediante el don del Espíritu recibido en la ordenación. Así como los tria muñera aparecen esencialmente entrelazados en Cristo, y no se pueden separar de ninguna manera, y los tres reciben luz de la identidad filial de Jesús, el enviado del Padre, también el ejercicio de estas tres funciones en los sacerdotes es inseparable. [20]

El presbítero está en relación con la persona de Cristo, y no solamente con sus funciones, que brotan y reciben pleno sentido de la persona misma del Señor. Esto significa que el sacerdote encuentra la especificidad de la propia vida y de su vocación viviendo la propia configuración personal con Cristo; siempre es un alter Christus. El sacerdote experimentará la dimensión universal, y por tanto misionera, de su identidad más profunda, siendo consciente de ser enviado por Cristo, como Él lo es por el Padre, para la salus animarum.





3. Una renovada praxis misionera de los presbíteros

La urgencia misionera actual requiere una renovada praxis pastoral. Las nuevas condiciones culturales y religiosas del mundo, con toda su diversidad, según las distintas regiones geográficas y los diversos ambientes socio-culturales, indican la necesidad de abrir nuevos caminos a la praxis misionera. Benedicto XVI, en el ya citado discurso a los obispos alemanes, afirmó: “Todos juntos debemos tratar de encontrar modos nuevos para llevar el Evangelio al mundo actual”. [21]

Por lo que se refiere a la participación de los presbíteros en esta misión, recordemos la esencia misionera de la misma identidad presbiteral, de todos y cada uno de los presbíteros, y la historia de la Iglesia, que muestra el papel insustituible de los presbíteros en la actividad misionera. Cuando se trata de la evangelización misionera dentro de la Iglesia ya establecida, que se dirige a los bautizados “que se han alejado” y a todos aquellos que, en las parroquias y en las diócesis, poco o nada conocen de Jesucristo, este papel insustituible de los presbíteros se muestra de manera todavía más evidente.

En las comunidades particulares, en las parroquias, el ministerio de los presbíteros manifiesta la Iglesia como acontecimiento transformador y redentor, que se hace presente en la cotidianidad de la sociedad. Allí, ellos predican la Palabra de Dios, evangelizan, catequizan, exponiendo íntegra y fielmente la sagrada doctrina; ayudan a los fieles a leer y a comprender la Biblia; reúnen al Pueblo de Dios para celebrar la Eucaristía y los demás sacramentos; promueven otras formas de oración comunitaria y devocional; reciben a quien busca apoyo, consuelo, luz, fe, reconciliación y acercamiento a Dios; convocan y presiden encuentros de la comunidad para estudiar, elaborar y poner en práctica los planes pastorales; orientan y estimulan a la comunidad en el ejercicio de la caridad hacia los pobres en el espíritu y en las condiciones económicas; promueven la justicia social, los derechos humanos, la igual dignidad de todos los hombres, la auténtica libertad, la colaboración fraterna y la paz, según los principios de la doctrina social de la Iglesia. Son ellos quienes, como colaboradores de los Obispos, tienen la responsabilidad pastoral inmediata.





3.1. El misionero debe ser discípulo

El Evangelio mismo muestra que el ser misionero requiere ser discípulo. El texto de Marcos afirma que “[Jesús] subió al monte y llamó a los que Él quiso y vinieron junto a Él. Instituyó Doce [...] para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios” (Mc 3,13-15). “Llamó a los que Él quiso” y “para que estuvieran con Él”: ¡He aquí el discipulado! Estos discípulos serán enviados a predicar y a expulsar los demonios: !He aquí los misioneros!

En el Evangelio de Juan encontramos la llamada (“Venid y lo veréis”: Jn 1,39) de los primeros discípulos, su encuentro con Jesús y su primer ímpetu misionero, cuando van y llaman a otros, les anuncian el Mesías encontrado y reconocido, y los conducen a Jesús, que sigue llamando aún a ser sus discípulos (cf. Jn 1,35-51).

En el itinerario del discipulado, todo inicia con la llamada del Señor. La iniciativa es siempre suya. Esto indica que la llamada es una gracia, que debe ser libre y humildemente acogida y custodiada, con la ayuda del Espíritu Santo. Dios nos ha amado el primero. Es el primado de la gracia. A la llamada sigue el encuentro con Jesús para escuchar su palabra y realizar la experiencia de su amor por cada uno y por toda la humanidad. Él nos llama y nos revela al verdadero Dios, Uno y Trino, que es amor. En el Evangelio se muestra cómo en este encuentro el Espíritu de Jesús transforma a quien tiene el corazón abierto.

En efecto, quien encuentra a Jesús experimenta un profundo compromiso con su persona y con su misión en el mundo, cree en Él, siente su amor, se adhiere a Él, decide seguirlo incondicionalmente dondequiera que lo lleve, le entrega toda su vida y, si es necesario, acepta morir por Él. Sale de este encuentro con el corazón alegre y entusiasta, fascinado por el misterio de Jesús, y se lanza a anunciarlo a todos. Así, el discípulo se hace semejante al Maestro, enviado por Él y sostenido por el Espíritu Santo.

La petición de hoy es la misma que hicieron algunos griegos que estaban en Jerusalén cuando Jesús hizo su ingreso mesiánico en la ciudad. Ellos decían: “Queremos ver a Jesús” (Jn 12,21). También nosotros hacemos hoy esta pregunta. ¿Dónde y cómo podemos encontrar a Jesús, después de su regreso al Padre, hoy, en el tiempo de la Iglesia?

El Papa Juan Pablo II, de venerada memoria, ha insistido mucho en la necesidad del encuentro con Jesús para todos los cristianos, con el fin de que puedan reemprender el camino desde Él, para anunciarlo a la humanidad actual. Al mismo tiempo, ha indicado algunos lugares privilegiados en los que es posible encontrar a Jesús, hoy. El primer lugar, decía el Papa, es “la Sagrada Escritura leída a la luz de la Tradición, de los Padres y del Magisterio, profundizada a través de la meditación y la oración” o sea, la así llamada lectio divina, lectura orante de la Biblia. Un segundo lugar, decía el Papa, es la Liturgia, son los Sacramentos, de forma muy especial la Eucaristía. En la narración de la aparición del Resucitado a los discípulos de Emaús, encontramos íntimamente unidas la Sagrada Escritura y la Eucaristía, como lugares de encuentro con Cristo. Un tercer lugar nos lo indica el texto evangélico de Mateo sobre el juicio final, en el que Jesús se identifica con los pobres (cf. Mt 25,31-46). [22]

Otro modo fundamental e inestimable para encontrar a Jesucristo es la oración, tanto personal como comunitaria, la oración ante al Santísimo Sacramento y el rezo fiel de la Liturgia de las Horas. También la misma contemplación de la creación puede ser un lugar de encuentro con Dios.

Cada cristiano ha de ser llevado ante Jesucristo para tener, renovar y profundizar constantemente un encuentro intenso, personal y comunitario, con el Señor. De este encuentro nace y renace el discípulo. Del discípulo nace el misionero. Y si esto vale para todo cristiano, mucho más aún para el presbítero. [23]

Por otra parte, el discípulo y misionero es siempre miembro de una comunidad de discípulos y misioneros, que es la Iglesia. Jesús ha venido al mundo y ha entregado su vida en la cruz “para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 11,52). El Concilio Vaticano II enseña que “fue voluntad de Dios santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente”. [24] Jesús con su grupo de discípulos, de forma especial con los Doce, da inicio a esta comunidad nueva, que reúne a los hijos de Dios dispersos, es decir, la Iglesia. Después de su regreso al Padre, los primeros cristianos viven en comunidad, bajo la guía de los Apóstoles, y cada discípulo participa en la vida comunitaria y en el encuentro de los hermanos, sobre todo en el partir el pan eucarístico. Es en la Iglesia, y partiendo de la efectiva comunión con la Iglesia misma, donde se vive y nos realizamos como discípulos y misioneros.





3.2. La misión ad gentes

Toda la Iglesia es misionera por su naturaleza. Esta enseñanza del Concilio Vaticano II se refleja también en la identidad y en la vida de los presbíteros: “El don espiritual que los presbíteros han recibido en la ordenación no los prepara a una misión limitada y restringida, sino a la misión universal y amplísima de salvación 'hasta los confines de la tierra' (Hch 1,8) [...]. Recuerden, pues, los presbíteros que deben llevar atravesada en su corazón la solicitud por todas las Iglesias”. [25]

Los presbíteros pueden participar en la misión ad gentes de muchas y variadas formas, incluso sin ir a tierras de misión. También a ellos, sin embargo, Cristo puede conceder la gracia especial de ser llamados por Él, y enviados por los respectivos obispos o superiores mayores a ir en misión a las regiones del mundo donde Él todavía no ha sido anunciado y la Iglesia todavía no se ha establecido, es decir, ad gentes, como también allí donde hay escasez de clero. En el ámbito del clero diocesano pensamos, por ejemplo, en los sacerdotes Fidei donum.

Los horizontes de la misión ad gentes se amplían y requieren un renovado fervor en la actividad misionera. Se invita a los presbíteros a escuchar el soplo del Espíritu, verdadero protagonista de la misión, y a compartir esta preocupación por la Iglesia universal. [26]





3.3. La evangelización misionera

En la primera parte de este texto se ha señalado la necesidad y la urgencia de una nueva evangelización misionera en la grey misma de la Iglesia, es decir, entre quienes han sido bautizados.

En efecto, una buena parte de nuestros católicos bautizados no participa ordinariamente, o a veces en absoluto, en la vida de nuestras comunidades eclesiales. Y esto, no sólo porque otros modelos les parecen más atractivos o porque deciden conscientemente rechazar la fe, sino, cada vez con más frecuencia, porque no han sido suficientemente evangelizados o porque no han encontrado a nadie que les haya dado testimonio de la belleza de la vida cristiana auténtica. Nadie los ha guiado hacia un encuentro vivo y personal, y también comunitario, con el Señor. Un encuentro que marque su vida y la transforme, un encuentro por el que se comienza a ser verdaderos discípulos de Cristo.

Esto muestra la necesidad de la misión: debemos ir a buscar a nuestros bautizados y también a los no bautizados, para anunciarles, de nuevo o por vez primera, el kerigma, es decir, el primer anuncio de la persona de Jesucristo, muerto en la cruz y resucitado para nuestra salvación, y su Reino, y así conducirlos a un encuentro personal con Él.

Tal vez alguno se pregunte si acaso el hombre y la mujer de la cultura post-moderna, de las sociedades más avanzadas, sabrán todavía abrirse al kerigma cristiano. La respuesta debe ser positiva. El kerigma puede ser comprendido y acogido por cualquier ser humano, en cualquier tiempo o cultura. También los ambientes más intelectuales, o los más sencillos, pueden ser evangelizados. Debemos, pues, creer que también los llamados post-cristianos pueden ser atraídos de nuevo por la persona de Cristo.

El futuro de la Iglesia depende también de nuestra docilidad a ser concretamente misioneros entre nuestros mismos bautizados. [27] En realidad, del acontecimiento salvífico del Bautismo se deriva el derecho y el deber de los sagrados pastores de evangelizar a los bautizados, como acto debido en justicia. [28]

Ciertamente, cada Iglesia particular de todas las naciones y continentes debe encontrar el camino para llegar, en un decidido y eficaz compromiso de misión evangelizadora, a los propios católicos que, por motivos diversos, no viven su pertenencia a la comunidad eclesial. En esta obra de evangelización misionera, los presbíteros tienen un papel insustituible e inestimable, sobre todo para la misión en la grey de la parroquia que les ha sido confiada. En la parroquia, los presbíteros tendrán necesidad de convocar a los miembros de la comunidad, consagrados y laicos, para prepararlos adecuadamente y enviarlos en misión evangelizadora a las personas, a las familias, incluso mediante visitas a domicilio, y a todos los ambientes sociales, que se encuentren en el territorio. El párroco, en primera persona, debe participar en la misión parroquial.

En sintonía con la enseñanza conciliar, y conscientes de la advertencia del Señor – “que todos sean uno [...] para que el mundo crea que Tú me has enviado” (Jn 17,21) —, es de primaria importancia para una renovada praxis misionera que los presbíteros reaviven su conciencia de ser colaboradores de los Obispos. En realidad, son enviados por sus Obispos a servir la comunidad cristiana. Por eso, la unidad con el Obispo, que estará efectiva y afectivamente unido al Sumo Pontífice, constituye la primera garantía de toda acción misionera.

Podemos señalar algunas indicaciones concretas, para una renovada praxis misionera, en el ámbito de los tria munera:

En el ámbito del munus docendi

1. En primer lugar, para ser un verdadero misionero en el interior de la grey misma de la Iglesia, dadas las exigencias actuales, es esencial e indispensable que el presbítero se decida, muy conscientemente y con determinación, no sólo a acoger y evangelizar a quienes lo buscan, sea en la parroquia u otras partes, sino también a “levantarse e ir” en busca sobre todo de los bautizados que, por motivos diversos, no viven su pertenencia a la comunidad eclesial, paro también de quienes poco o nada conocen a Jesucristo.

Los presbíteros que ejercen el ministerio en las parroquias han de sentirse llamados, en primer lugar, a ir a la gente que vive en el territorio parroquial, valorando sabiamente también las formas tradicionales de encuentro, como la bendición de las familias, que tantos frutos ha producido. Aquellos que, entre los presbíteros, están llamados a la misión ad gentes, vean en esto una gracia muy especial del Señor y vayan alegres y sin temor. El Señor los acompañará siempre.

2. Para una evangelización misionera dentro de la grey católica, en primer lugar en las parroquias, es necesario invitar, formar y enviar también a fieles laicos y religiosos. Naturalmente, los presbíteros en la parroquia son los primeros misioneros yendo en busca de las personas en las casas, en cualquier lugar y ambiente social; sin embargo, también los laicos y los religiosos están llamados por el Señor, por su Bautismo y su Confirmación, a participar en la misión, bajo la guía del pastor local.

Culturalmente hablando, es necesario tomar conciencia del hecho de que el ejercicio de la “caridad pastoral” [29] respecto a los fieles impone no dejarlos indefensos (es decir, privados de capacidad crítica) ante el adoctrinamiento que con frecuencia proviene de las escuelas, la televisión, la prensa, los sitios informáticos y, a veces, también de las cátedras universitarias y del mundo del espectáculo.

Los sacerdotes, a su vez, han de ser alentados y sostenidos por sus Obispos en esta delicada obra pastoral, sin delegar nunca totalmente a otros la catequesis directa, de tal forma que todo el pueblo cristiano sea orientado, en el actual momento multicultural, por criterios auténticamente cristianos. Es preciso distinguir entre doctrina auténtica e interpretaciones teológicas y, después, entre esas, aquellas que corresponden al Magisterio perenne de la Iglesia.

3. El anuncio específicamente misionero del Evangelio requiere que se dé un relieve central al kerigma. Este primer o renovado anuncio kerigmático de Jesucristo, muerto y resucitado, y de su Reino, tiene, sin duda, un vigor y una unción especial del Espíritu Santo, que no se puede minimizar o descuidar en el compromiso misionero. [30]

Por tanto, es necesario retomar, opportune et importune, con mucha constancia, convicción y alegría evangelizadora, este primer anuncio, tanto en las homilías, durante las Santas Misas u otras actividades evangelizadoras, como en las catequesis, en las visitas domiciliares, en las plazas, en los medios de comunicación social, en los encuentros personales con nuestros bautizados que no participan en la vida de las comunidades eclesiales y, en fin, en cualquier parte donde el Espíritu nos impulse y ofrezca una oportunidad que no se debe desperdiciar. El kerigma alegre y valiente identifica una predicación misionera, que quiere llevar al oyente a un encuentro personal y comunitario con Jesucristo, inicio del camino de un verdadero discípulo.

4. Es necesario ilustrar el hecho de que la Iglesia vive de la Eucaristía, que es el centro de Ella. En la celebración eucarística se manifiesta plenamente en su identidad. En la vida y en la actuación de la Iglesia, todo lleva a la Eucaristía y todo parte de la Ella. Por tanto, también la evangelización misionera, la predicación del kerigma, todo el ejercicio del munus docendi, debe tender a la Eucaristía y llevar finalmente al oyente a la mesa eucarística. La misión misma debe partir siempre de la Eucaristía e ir hacia el mundo. “La Eucaristía no es sólo centro y culminación de la vida de la Iglesia: lo es también de su misión: una Iglesia auténticamente eucarística es una Iglesia misionera”. [31]

5. La evangelización de los pobres, en todas sus formas, es prioritaria, como dijo Jesús mismo: “El Espíritu del Señor está sobre mí [...] para anunciar a los pobres la Buena Nueva” (Lc 4,18). En el texto evangélico de Mateo sobre el juicio final se comprueba que Jesús quiere ser identificado de manera especial con el pobre (cf. Mt 25,31-46). La Iglesia se ha inspirado siempre en estos textos. [32]

6. La Iglesia nunca impone su fe, pero siempre la propone con amor, con unción y con valentía, en el respeto de la auténtica libertad religiosa, que pide también para sí misma, y de la libertad de conciencia del oyente. Además, el método del verdadero diálogo es cada vez más indispensable: un diálogo que no excluya el anuncio, sino que más bien lo suponga y que, en definitiva, sea un camino para evangelizar. [33]

7. Es necesaria la preparación del misionero a través de la formación de una sólida espiritualidad y una auténtica vida de oración, además de una escucha constante de la Palabra de Dios, especialmente mediante la lectura de los Evangelios. El método de la lectio divina, es decir, de la lectura orante de la Biblia, puede resultar de gran ayuda. De todas formas, el predicador debe estar inflamado de un fuego nuevo, que se enciende y se mantiene encendido en contacto personal con el Señor, y viviendo en gracia, como podemos ver en los Evangelios. A esta escucha de la Palabra debe añadirse un estudio constante y profundo de la doctrina católica auténtica, como se encuentra, sobre todo, en el catecismo de la Iglesia católica y en la sana teología. La fraternidad sacerdotal es parte integrante de la espiritualidad misionera, y la sostiene.





En el ámbito del munus sanctificandi

1. El ejercicio del munus sanctificandi está vinculado también a la capacidad de transmitir un sentido vivo de lo sobrenatural y de lo sagrado, que fascine y que lleve a una experiencia real de Dios, existencialmente significativa.

La Palabra de Dios forma parte de toda celebración sacramental, pues el sacramento requiere la fe de quien lo recibe. Este hecho es ya una primera indicación de que el ministerio presbiteral en la administración de los sacramentos, y de forma especial en la celebración de la Eucaristía, tiene una intrínseca dimensión misionera, que se puede desarrollar como anuncio del Señor Jesús y de su Reino, a quienes poco o hasta ahora nada han sido evangelizados.

2. Se ha de subrayar, además, que la Eucaristía es el punto de llegada de la misión. El misionero va en busca de las personas y de los pueblos para conducirlos a la mesa del Señor, preanuncio escatológico del banquete de vida eterna, en Dios, en el cielo, que será la realización plena de la salvación, según el designio redentor de Dios. Por tanto, será necesario dispensar una gran acogida, cálida y fraterna, a quienes acuden por primera vez a la Eucaristía, o vuelven a ella tras haber encontrado a los misioneros.

La Eucaristía tiene, además, una dimensión de envío misionero. Cada Santa Misa, al final, envía a todos los participantes a actuar misioneramente en la sociedad. La Eucaristía, como memorial de la Pascua del Señor, hace presente una y otra vez la muerte y resurrección de Jesucristo, que, por amor del Padre y de nosotros, ha dado la vida para nuestra redención, amándonos hasta el final. Este sacrificio de Cristo es el acto supremo de amor de Dios por los hombres.

Cuando celebra la Eucaristía y recibe dignamente el Cuerpo y la Sangre de Jesús, la comunidad cristiana está profundamente unida al Señor y colmada de su amor sin medida. Al mismo tiempo, recibe cada vez, de nuevo, el mandamiento de Jesús: “Amaos unos a otros como yo os he amado », y se siente impulsada por el Espíritu de Cristo a ir y anunciar a todas las criaturas la Buena Nueva del amor de Dios y de la esperanza, segura de su misericordia salvadora. En el decreto Presbyterorum Ordinis, el Concilio Vaticano II dice: “La Eucaristía constituye, en realidad, la fuente y culminación de toda la predicación evangélica” (n. 5). Por tanto, es fundamental la preocupación de la celebración cotidiana por parte de los Sacerdotes, incluso en ausencia de pueblo.

3. También los demás sacramentos reciben la propia fuerza santificante de la muerte y resurrección de Cristo, y así proclaman la misericordia indefectible de Dios. La misma celebración bella, digna y devota de los sacramentos, según todas las normas litúrgicas, se convierte en una evangelización muy especial para los fieles presentes. Dios es Belleza, y la belleza de la celebración litúrgica es uno de los caminos que nos conducen a su misterio.

4. Es necesario rezar para que el Señor despierte la vocación misionera de la comunidad eclesial, de sus pastores y de cada uno de sus miembros. Jesús dijo: “La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Mt 9,37-38). La oración tiene una gran fuerza ante Dios. De esta fuerza, Jesús nos asegura: “Pedid y se os dará” (Mt 7,7); “Todo cuanto pidáis con fe en la oración, lo recibiréis” (Mt 21,22); “Todo lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré” (Jn 14,13-14).

5. Conviene recordar que el sacramento de la Reconciliación, en la forma de confesión individual, posee una profunda, intrínseca misionaridad. El sacerdote está llamado, para la fecundidad de la misión que se le ha confiado y para la propia santificación, a ser solícito, en primer lugar consigo mismo, en la celebración regular y frecuente de este sacramento y, al mismo tiempo, a ser su fiel y generoso ministro.

6. El ministerio pastoral del presbítero está al servicio de la unidad de la comunidad cristiana. Por eso, la regeneración del pueblo cristiano y el cuidado de la dimensión comunitaria de la experiencia cristiana son la primera tarea misionera del presbítero.

7. En conclusión, el presbítero deberá comprender mejor la naturaleza de la sed que atormenta a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, aunque a veces de modo inconsciente: sed de Dios, de experiencia y de doctrina de verdadera salvación, de anuncio de la verdad sobre el destino último personal y comunitario, de una religión cristiana que sea capaz de impregnar toda la organización de la vida y de transformarla cada día más. [34] Una sed que sólo el Señor Jesús podrá saciar definitivamente, teniendo siempre presente que “la caridad pastoral es el principio interior y dinámico capaz de unificar las múltiples y diversas actividades del presbítero”. [35]





En el ámbito del munus regendi

1. Es indispensable preparar y organizar la misión en las comunidades eclesiales, en las parroquias. Una buena preparación y una organización clara de la misión serán ya señal de éxito fructífero. Obviamente, no se puede olvidar el primado de la gracia, sino que debe ser evidenciado. El Espíritu Santo es el primer agente misionero. Por eso, es necesario invocarlo con insistencia y con mucha confianza. Él será quien encienda ese fuego nuevo, esa necesaria pasión misionera en los corazones de los miembros de la comunidad. Pero se requiere el concurso de la libertad humana. Los pastores de la comunidad han de pensar, también desde el punto de vista organizativo, en los modos más incisivos y oportunos de la misión.

2. Es preciso buscar la ejecución de una buena metodología misionera. La Iglesia tiene una experiencia bimilenaria en este campo. Sin embargo, cada época histórica lleva consigo nuevas circunstancias, que se han de tener en cuenta en el modo de llevar a cabo la misión. Hay muchas metodologías ya elaboradas y probadas en la praxis de las Iglesias particulares. Las Conferencias Episcopales y las diócesis podrían impartir oportunas indicaciones sobre este punto.

3. Se ha de ir en primer lugar a los pobres de las periferias urbanas y del campo. Son ellos los destinatarios predilectos del Evangelio. Esto quiere decir que el anuncio debe ir acompañado de una acción, eficaz y amorosa, de promoción humana integral. Jesucristo debe ser proclamado como una buena noticia para los pobres. Éstos deben poder sentirse alegres y rebosantes de esperanza firme por este anuncio. [36]

4. Sería oportuno que la misión en la parroquia y en la diócesis no se redujera a un período determinado. La Iglesia es, por su misma naturaleza, misionera. Así, la misión debe formar parte de las dimensiones permanentes del ser y del quehacer de la Iglesia. Por tanto, la misión ha de ser permanente. Obviamente, puede haber períodos más intensos, pero la misión nunca se debería concluir o detener. Más aún, la misionaridad debe estar sólida y hondamente arraigada en la estructura misma de la actividad pastoral y de la vida de la Iglesia particular y de sus comunidades.

Esto podría conducir a una auténtica renovación, y constituiría un elemento muy valioso para fortalecer y rejuvenecer la Iglesia hoy. También es permanente la misionaridad de los propios presbíteros, los cuales, independientemente del oficio que desempeñan y de su edad, están siempre llamados a la misión hasta el último día de su existencia terrena, pues la misión está indisolublemente vinculada a la misma ordenación que han recibido.





3.4. La formación misionera de los presbíteros

Todos los presbíteros deben recibir una específica y esmerada formación misionera, dado que la Iglesia quiere comprometerse, con renovado ardor y con urgencia, en la misión ad gentes y en una evangelización misionera, dirigida a sus propios bautizados, de forma particular a quienes se han alejado de la participación en la vida y actividad de la comunidad eclesial. Esta formación debería iniciarse ya en el Seminario, sobre todo a través de la dirección espiritual y también mediante un estudio esmerado y profundo del sacramento del Orden, de tal forma que se ponga de relieve que la dinámica misionera es intrínseca al mismo sacramento.

A los presbíteros ya ordenados servirá mucho, y puede ser hasta necesaria, la formación misionera incluida en el programa de formación permanente. La conciencia de la urgencia misionera, por un lado, y de la quizás no suficiente formación y espiritualidad misioneras del presbiterio por otro, deberá indicar a todos los Obispos y Superiores mayores las medidas que se han de emprender para poner en práctica una renovada preparación a la misión y una más profunda y estimulante espiritualidad misionera en los presbíteros.

Parece que se puede constatar que uno de los principales aspectos de la misión es la toma de conciencia de su urgencia, que incluye el aspecto de la formación de los candidatos al ministerio presbiteral para una atención misionera específica.

Si bien las vocaciones están en ligero aumento en términos globales, aunque en Occidente haya una cierta inquietud, lo que es sin embargo absolutamente determinante para el futuro de la Iglesia es la formación: un sacerdote con una clara identidad específica, con una sólida formación humana, intelectual, espiritual y pastoral, suscitará más fácilmente nuevas vocaciones, porque vivirá la consagración como misión y, alegre y seguro del amor del Señor por la propia existencia sacerdotal, sabrá difundir el “buen perfume de Cristo” en su entorno y vivir cada instante el propio ministerio como “una ocasión misionera”.

Por tanto, es cada vez más urgente crear un “círculo virtuoso” entre el tiempo de la formación del seminario y el del ministerio inicial y de la formación permanente. [37] Dichos momentos se deben unir entre sí sólidamente y ser absolutamente armónicos, para que en esta obra también el clero pueda ser cada vez más plenamente lo que es: una perla preciosa e indispensable, ofrecida por Cristo a la Iglesia y a toda la humanidad.





Conclusión

Si la misionaridad es un elemento constitutivo de la identidad eclesial, debemos agradecer al Señor, que renueva, también a través del Magisterio pontificio reciente, dicha clara conciencia en toda la Iglesia, y particularmente en los presbíteros.

La urgencia misionera en el mundo, en realidad, es grande y exige una renovación de la pastoral, en el sentido de que la comunidad cristiana debería concebirse como en “misión permanente”, tanto ad gentes, como donde la Iglesia ya está establecida, es decir, yendo en busca de aquellos que nosotros hemos bautizado y que tienen el derecho de ser evangelizados por nosotros.

Las mejores energías de la Iglesia y de los presbíteros se han empleado siempre en el anuncio del kerigma, que es la esencia de la misión que el Señor nos ha confiado. Ciertamente, esta permanente “tensión misionera” ayudará también a la identidad del presbítero, el cual, precisamente en el ejercicio misionero de los tria munera, encuentra el principal camino de santificación personal y, por tanto, también de su plena realización humana.

Así, pues, el compromiso real y efectivo de todos los miembros del Cuerpo eclesial (Obispos, Presbíteros, Diáconos, Religiosos, Religiosas y Laicos) en la misión favorecerá la experiencia de unidad visible, tan esencial para la eficacia de cualquier testimonio cristiano.

La identidad misionera del presbítero, para ser genuina, debe mirar incesantemente a la Santísima Virgen María que, llena de gracia, fue a llevar y a presentar al Señor al mundo, y que continúa siempre visitando a los hombres de cualquier tiempo, todavía peregrinos en la tierra, para mostrarles el rostro de Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, y para introducirlos en la comunión eterna con Dios.

Vaticano, 29 de junio de 2010,

Solemnidad de San Pedro y San Pablo

Card. Cláudio Hummes - Arzobispo Emérito de Sao Paulo - Prefecto

X Mauro Piacenza - Arzobispo tit. de Vittoriana - Secretario

1) Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 2; cf. 5-6 y 9-10; Const. dogm. Lumen gentium, 8; 13; 17; 23; Decr. Christus Dominus, 6.

2) Cf. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 2; 4-5; 14; Juan Pablo II, Carta Enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 1; Id., Carta ap. Novo millenio ineunte (6 de enero de 2001), 1; 40; 58.

3) Benedicto XVI, hablando a los obispos alemanes durante la Jornada Mundial de la Juventud (2005), afirmó: “Sabemos que siguen progresando el secularismo y la descristianización, que crece el relativismo. Cada vez es menor el influjo de la ética y la moral católica. Bastantes personas abandonan la Iglesia o, aunque se queden, aceptan sólo una parte de la enseñanza católica, eligiendo sólo algunos aspectos del cristianismo. Sigue siendo preocupante la situación religiosa en el Este, donde, como sabemos, la mayoría de la población está sin bautizar y no tiene contacto alguno con la Iglesia y, a menudo, no conoce en absoluto ni a Cristo ni a la Iglesia. Reconocemos en estas realidades otros tantos desafíos, y vosotros mismos, queridos hermanos en el episcopado, habéis afirmado [...]: 'Nos hemos convertido en tierra de misión' [...]. Deberíamos reflexionar seriamente sobre el modo como podemos realizar hoy una verdadera evangelización, no sólo una nueva evangelización, sino con frecuencia una auténtica primera evangelización. Las personas no conocen a Dios, no conocen a Cristo. Existe un nuevo paganismo y no basta que tratemos de conservar a la comunidad creyente, aunque esto es muy importante; se impone la gran pregunta: ¿qué es realmente la vida? Creo que todos juntos debemos tratar de encontrar modos nuevos de llevar el Evangelio al mundo actual, anunciar de nuevo a Cristo y establecer la fe” (A los obispos de Alemania en el Piussaal del Seminario de Colonia, 21 de agosto de 2005). Ante el Clero de Roma, Benedicto XVI, al inicio de su pontificado, subrayó la importancia de la Misión ciudadana, ya en curso (cf. Discurso al Clero de Roma, 13 de mayo de 2005). En su viaje a Brasil, en el mes de mayo de 2007, para inaugurar la V Conferencia General del Episcopado de América Latina y del Caribe, cuyo tema era “Discípulos y misioneros de Jesucristo, para que nuestros pueblos en El tengan vida”, el Papa alentó a los Obispos brasileños a una verdadera “misión”, dirigida a quienes, aunque bautizados por nosotros, no han sido suficientemente evangelizados por diversas circunstancias históricas (cf. Discurso a los Obispos de Brasil en la 'Catedral da Sé' en Sao Paulo, 11 de mayo de 2007).

4) Entre los textos sobre la misión, encontramos: Jn 3,14; 4,34; 5,23-24.30.37; 6,39.44.57; 7,16.18.28; 8,18.26.29.42; 9,4; 11,42; 14,24; 17,3.18; 1 Jn 4,9.14.

5) Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 690.

6) Cf. también Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 de marzo de 1992), 22.

7) Cf. ibíd., 12: “La referencia a Cristo es la clave absolutamente necesaria para la comprensión de las realidades sacerdotales”.

8) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 28.

9) Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1582.

10) Cf. Benedicto XVI, Homiía en la Santa Misa del Crisma (9 de abril de 2009); Juan Pablo II, Exhort. Apost. postsinodal Pastores dabo vobis (25 de marzo de 1992), 12; 16.

11) Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la Asamblea Plenaria de la Congregación para el Clero (16 de marzo de 2009). Ciertamente, el Bautismo es lo que hace a todos los fieles “hombres nuevos”. El sacramento del Orden, pues, si por una parte especifica y actualiza cuanto los presbíteros tienen en común con todos los bautizados, por otra, revela cuál es la naturaleza propia del sacerdocio ordenado, es decir, la de ser totalmente relativa a Cristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, la de servir a la nueva creación que emerge del baño bautismal: Vobis enim sum episcopus – afirma Agustín – vobiscum sum christianus.

12) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 4-6. Sobre los tria munera se detiene también ampliamente Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 de marzo de 1992), 26.

13) Ibíd, 32.

14) Cf. ibíd., 26; Juan Pablo II, Carta. enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 67.

15) Cf. A. Vanhoye, Prétres anciens, prétre nouveau selon le Nouveau Testament, París 1980, 346.

16) Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 de marzo de 1992), 12.

17) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 1

18) Conc. Ecum. Vat. II, Declar. Nostra aetate, 1; cf. Const. past. Gaudium et spes 24; 29; 22; 92.

19) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 45.

20) Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores gregis (16 de octubre de 2003), 9: “En efecto, se trata de funciones relacionadas íntimamente entre sí, que se explican recíprocamente, se condicionan y se esclarecen. Precisamente por eso el Obispo, cuando enseña, al mismo tiempo santifica y gobierna el Pueblo de Dios; mientras santifica, también enseña y gobierna; cuando gobierna, enseña y santifica. San Agustín define la totalidad de este ministerio episcopal como amoris officium”. Lo que aquí se dice de los obispos, se puede aplicar también, con las debidas distinciones, a los presbíteros.

21) Discurso a los obispos alemanes en el Piussaal del Seminario de Colonia (21 de agosto de 2005).

22) Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in America (22 de enero de 1999), 12.

23) En su alocución con motivo de las felicitaciones navideñas a la Curia Romana (21 de diciembre de 2007), Benedicto XVI ha dicho: “Nunca se puede conocer a Cristo sólo teóricamente. Con una gran doctrina se puede saber todo sobre las sagradas Escrituras, sin haberse encontrado jamás con Él. Para conocerlo es necesario caminar juntamente con Él, tener sus mismos sentimientos, como dice la carta a los Filipenses (cf. Fp 2, 5). [...]. El encuentro con Jesucristo requiere escucha, requiere la respuesta en la oración y en la práctica de lo que Él nos dice. Conocer a Cristo es conocer a Dios; y sólo a partir de Dios comprendemos al hombre y el mundo, un mundo que de lo contrario queda como un interrogante sin sentido. Así pues, ser discípulos de Cristo es un camino de educación hacia nuestro verdadero ser, hacia la forma correcta de ser hombres”.

24) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 9.

25) Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 10.

26) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 28; Decr. Ad gentes, 39; Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 68; Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 67.

27) El Papa Benedicto XVI estimulando a los obispos brasileños “a emprender la actividad apostólica como una verdadera misión en el ámbito del rebaño que constituye la Iglesia Católica”, añadió: “En efecto, se trata de no escatimar esfuerzos en la búsqueda de los católicos que se han alejado y de los que conocen poco o nada a Jesucristo. [...]. En una palabra, se requiere una misión evangelizadora que movilice todas las fuerzas vivas de este inmenso rebaño. Mi pensamiento se dirige, por tanto, a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a los laicos que se prodigan, muchas veces con inmensas dificultades, en favor de la difusión de la verdad evangélica. [.. ,].En este esfuerzo evangelizador, la comunidad eclesial se distingue por las iniciativas pastorales, al enviar, sobre todo a las casas de las periferias urbanas y del interior, a sus misioneros, laicos o religiosos. [.. ,].La gente pobre de las periferias urbanas o del campo necesita sentir la cercanía de la Iglesia, tanto en la ayuda para sus necesidades más urgentes, como en la defensa de sus derechos y en la promoción común de una sociedad fundada en la justicia y en la paz. Los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio y el obispo, formado a imagen del buen Pastor, debe estar particularmente atento a ofrecer el bálsamo divino de la fe, sin descuidar el 'pan material'. Como puse de relieve en la encíclica Deus caritas est, 'la Iglesia no puede descuidar el servicio de la caridad, como no puede omitir los sacramentos y la Palabra'” (Discurso a los Obispos de Brasil en la 'Catedral da Sé' en Sao Paulo, 11 de mayo de 2007).

28) Cf. Código de Derecho Canónico, cánones 229 § 1 y 757.

29) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 14.

30) Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 44.

31) Benedicto XVI, Exhort. ap. Sacramentum caritatis, 84.

32) Cf. Benedicto XVI, Discurso a los Obispos de Brasil en la 'Catedral da Sé' en Sao Paulo (11 de mayo de 2007), 3.

33) Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus (6 de agosto de 2000), 4.

34) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 35.

35) Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros Tota Ecclesia (31 de enero de 1994), 43.

36) Cf. Benedicto XVI, Carta enc. Deus caritas est (25 de diciembre de 2005), 22; Id., Discurso a los Obispos de Brasil en la 'Catedral da Sé' en Sao Paulo (11 de mayo de 2007), 3.

37) Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 83.



Prefacio del Papa al subsidio al Catecismo para la JMJ de Madrid


¡Queridos jovenes amigos! Hoy os aconsejo la lectura de un libro extraordinario.

Es extraordinario por su contenido pero también la forma en que se compuso, que yo deseo explicaros brevemente, para que se pueda comprender su particularidad. Youcat ha tomado su origen, por así decirlo, de otra obra que se remonta a los años 80. Era un periodo difícil tanto para la Iglesia como para la sociedad mundial, durante el cual se previó la necesidad de nuevas orientaciones para encontrar un camino hacia el futuro. Después del Concilio Vaticano II (1962-1965) y en el cambiado ambiente cultural, muchas personas ya no sabían correctamente qué debían creer propiamente los cristianos, qué enseñaba la Iglesia, si ésta podía enseñar algo tout court, y cómo todo esto se podía adaptar al nuevo clima cultural.

¿El Cristianismo en cuanto tal no está superado? ¿Se puede aún hoy razonablemente ser creyente? Estas son las preguntas que aún hoy muchos cristianos se plantean. El papa Juan Pablo II se resolvió entonces por una decisión audaz: decidió que los obispos de todo el mundo escribieran un libro con el que responder a estas preguntas.

Él me confió la tarea de coordinar el trabajo de los obispos y de velar para que de las contribuciones de los obispos naciese un libro – quiero decir un verdadero libro, y no una simple yuxtaposición de múltiples textos. Este libro debía llevar el título tradicional el Catecismo de la Iglesia Católica, y con todo ser algo absolutamente estimulante y nuevo; debía mostrar qué cree hoy la Iglesia católica y de qué modo se puede creer de forma razonable. Me quedé sustado ante esta tarea, y debo confesar que algo parecido pudiese llevarse a cabo. ¿Cómo podía suceder que autores que están desperdigados en todo el mundo pudiesen producir un libro legible?

¿Cómo podían hombres que viven en continentes diversos, y no solo desde el punto de vista geográfico, sino también intelectual y cultural, producir un texto dotado de una unidad interna y comprensible en todos los continentes?

A esto se añadía el hecho de que los obispos debían escribir no simplemente a título de autores individuales, sino en representación de sus hermanos y de sus Iglesias locales.

Debo confesar que también hoy me parece un milagro el hecho de que este proyecto al final se haya conseguido. Nos encontrábamos tres o cuatro veces al año durante una semana y discutíamos apasionadamente sobre cada una de las porciones de texto que mientras tanto se habían desarrollado.

En primer lugar hubo que definir la estructura del libro: debía ser sencilla, para que cada grupo de autores pudiese recibir una tarea clara y no tuviesen que forzar sus afirmaciones en un sistema complicado. Es la misma estructura que este libro; está tomada sencillamente de una experiencia catequética larga en siglos: qué creemos / de qué forma celebramos los misterios cristianos / de que modo tenemos la vida en Cristo / de que forma debemos rezar. No quiero ahora explicar cómo nos enfrentamos en la gran cantidad de preguntas, hasta que no resultó de allí un verdadero libro. En una obra de este género son muchos los puntos discutibles: todo lo que los hombres hacen es insuficiente y puede ser mejorado, y a pesar de ello se trata de un gran libro, un signo de unidad en la diversidad. A partir de muchas voces se pudo formar un coro pues teníamos la partitura común de la fe, que la Iglesia nos ha hecho llegar desde los apostoles, a través de los siglos, hasta hoy.

¿Por qué todo esto?

Ya entonces, en el tiempo de la redacción del CCC, tuvimos que constatar no sólo que los continentes y las culturas de sus pueblos son diferentes, sino también que dentro de cada sociedad existen “continentes” distintos: el obrero tiene una mentalidad distinta de la del campesino, y un físico distinta de la de un filólogo; un empresario distinta de la de un periodista, un joven distinta de la de un anciano. Por este motivo, en el lenguaje y en el pensamiento, tuvimos que ponernos por encima de todas estas diferencias, y por así decirlo, buscar un espacio común entre los diferentes universos mentales; con ello fuimos siendo cada vez más conscientes de que el texto requería “traducciones” en los diversos mundos, para poder llegar a las personas con sus diferentes mentalidades y problemáticas distintas. Desde entonces, en las Jornadas Mundiales de la Juventud (Roma, Toronto, Colonia, Sydney) se han encontrado de todo el mundo jóvenes que quieren creer, que están a la búsqueda de Dios, que aman a Cristo y desean caminos comunes. En este contesto nos preguntamos si no deberíamos intentar traducir el Catecismo de la Iglesia Católica a la lengua de los jóvenes y hacer penetrar sus palabras en su mundo. Naturalmente, también entre los jóvenes de hoy hay muchas diferencias; así, bajo la probada guía del arzobispo de Viena, Christoph Schönborn, se compuso un Youcat para los jóvenes. Espero que muchos jóvenes se dejen fascinar por este libro.

Algunas personas me dicen que el catecismo no interesa a la juventud de hoy; pero yo no creo en esta afirmación y estoy seguro de que tengo razón. Ésta no es tan superficial como se la acusa de ser; los jóvenes quieren saber en qué consiste de verdad la vida. Una novela criminal es irresistible porque nos implica en la suerte de otras personas, pero que podría ser también la nuestra; este libro es irresistible porque nos habla de nuestro propio destino y que por ello nos afecta de cerca a cada uno de nosotros.

Por este motivo os invito: ¡estudiad el Catecismo! Este es mi deseo de corazón.

Este subsidio al Catecismo no os adula. No ofrece soluciones fáciles, exige una vida nueva por vuestra parte; os presenta el mensaje del Evangelio como “la perla preciosa” (Mt 13,45) por la cual es necesario dar cualquier cosa. Por esto os pido: ¡estudiad el Catecismo con pasión y perseverancia!

¡Sacrificad vuestro tiempo por ello! Estudiadlo en el silencio de vuestra habitación, leedlo entre dos, si sois amigos formad grupos y redes de estudio, intercambiad ideas en Internet. ¡Continuad de todas las formas posibles el diálogo sobre vuestra fe!

Debéis conocer aquello que creéis; debéis conocer vuestra fe con la misma precisión con la que un especialista en informática conoce el sistema operativo de un ordenador; debéis conocerla como un músico conoce la pieza; sí, debés estar profundamente enraizados en la fe de las generaciones de vuestros padres, para poder resistir con fuerza y decisión en los desafíos y las tentaciones de este tiempo. Necesitáis la ayuda divina, si vuestra fe no quiere secarse como una gota de rocío al sol, si no queréis sucumbir a la tentación del consumismo, si no queréis que vuestro amor se ahogue en la pornografía, si no queréis traicionar a los débiles y a las víctimas de abusos y de violencia.

Si os dedicáis con pasión al estudio del catecismo, querría daros un último consejo: sabéis todos como ha sido herida la comunidad de los creyentes por los ataques del mal en los últimos tiempos, por la penetración del pecado en el interior, incluso en el corazón de la Iglesia. No uséis esto como pretexto para huir de la mirada de Dios, ¡vosotros mismos sois el cuerpo de Cristo, la Iglesia! Llevad el fuego intacto de vuestro amor en esta Iglesia cada vez que los hombres le han oscurecido el rostro. “Con solicitud incansable y fervor de espíritu, servid al Señor” (Rom 12,11)

Cuando Israel estaba en el punto más oscuro de su historia, Dios llamó, no a las personas importantes o consideradas, sino a un joven llamado Jeremías, el cual se sintió desbordado por una misión demasiado grande: “Yo respondí: ¡Ah, Señor! Mira que no sé hablar, porque soy demasiado joven”. (Jer 1,6). Pero Dios no se dejó engañar: “El Señor me dijo: No digas: Soy demasiado joven, porque tú irás adonde yo te envíe y dirás todo lo que yo te ordene” (Jer 1,7).

Os bendigo y rezo todos los días por vosotros.

Benedicto pp. XVI

CIUDAD DEL VATICANO, viernes 4 de febrero de 2011 (ZENIT.org)






Audiencia papal

a los miembros del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica



Señores cardenales, venerados hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio.

Queridos hermanos y hermanas,

deseo antes que nada, ofrecer mi saludo al Prefecto de la Signatura Apostólica, el señor cardenal Raymond Leo Burke, al cual agradezco el discurso con el que ha comenzado este encuentro. Saludo a los señores cardenales, y a los obispos miembros del Tribunal Supremo, al secretario, los oficiales y todos los colaboradores que desarrollan su ministerio cotidiano en el Dicasterio. Dirijo también un cordial saludo a los referandarios y a los abogados.

Esta es la primera oportunidad en la que me reúno con el Tribunal de la Signatura Apostólica después de la promulgación de la Lex propria, que suscribí el 21 de junio de 2008. Precisamente en el transcurso de la preparación de tal ley surgió el deseo, de los miembros de la Signatura, de poder dedicar -en la forma común de todo Dicasterio de la Curia Romana (Cfr Cost. ap. Pastor bonus, 28 junio 1988, art. 11; Reglamento General de la Curia Romana, 30 abril 1999, artt. 112-117)- una periódica Congregatio plenaria para la promoción de la recta administración de la justicia en la Iglesia (cfr Lex propria, art. 112).

La función de este Tribunal, de hecho, no se limita al ejercicio supremo de la función judicial, sino que también desempeña desde su oficina, en el ámbito ejecutivo, la supervisión de la recta administración de la justicia en el cuerpo eclesial (Cfr Cost. ap. Pastor bonus, art. 121; Lex propria, art. 32). Esto implica entre otras cosas, como la Lex propria indica, la recogida actualizada de información sobre el estado y la actividad de los tribunales locales a través del informe anual que cada tribunal tiene que enviar a la Signatura Apostólica; la organización y elaboración de los datos que vienen de estos; la identificación de estrategias para la valoración de los recursos humanos e institucionales en los tribunales locales, además del ejercicio constante de las funciones de dirección dirigida a los moderadores de los tribunales diocesanos e inter-diocesanos, a los que compete institucionalmente la responsabilidad directa de la administración de la justicia.

Se trata de una obra coordinada y paciente, destinada a proveer a los fieles una administración correcta de la justicia, rápida y eficiente, como yo pedía, en relación a las causas de nulidad matrimonial, en la exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis: “Allí donde surgen legítamente las dudas sobre la validez del contrato sacramental del Matrimonio, se debe tener lo necesario para verificar la verdad. Es necesario asegurar, en el pleno respeto al derecho canónico, la presencia en el territorio de los tribunales eclesiásticos, su carácter pastoral, su actividad correcta y rápida. Es necesario que en cada diócesis haya un número suficiente de personas preparadas para el

correcto funcionamiento de los tribunales eclesiásticos. Recuerdo que 'es una obligación grave la de hacer que la estructura institucional de la Iglesia en los tribunales sea cada vez más cercana a los fieles'” (n.29). En aquella ocasión no dejé de referirme a la instrucción Dignitas connubii, que da a los moderadores y a los ministros de los tribunales, bajo la forma de vademecum, las normas necesarias para que las causas de nulidad matrimonial sean tratadas y definidas de la manera más rápida y segura. La actividad de esta Signatura Apostólica está dirigida a asegurar que los tribunales eclesiásticos estén presentes en el territorio y que su ministerio sea adecuado a las justas exigencias de rapidez y simplicidad a la que los fieles tienen derecho en el tratamiento de sus causas, cuando, según su competencia, promueve la erección de tribunales interdiocesanos; provee con prudencia la dispensa de títulos académicos de los ministros de los tribunales, incluso verificando su pericia real en el derecho sustantivo y procesal; concede las dispensas necesarias de las leyes procesales cuando el ejercicio de la justicia requiere, en un caso particular, la relaxatio legis para conseguir el fin pretendido por la ley. Esta es también una obra importante de discernimiento y de aplicación de la ley procesal.

La supervisión de la administración recta de la justicia sería insuficiente si no comprendiese también la función de tutela de la recta jurisprudencia (Cfr Lex propria, art. 111, §1). Los instrumentos de conocimiento y de intervención, de los que la Lex propria y la posición institucional proveen a esta Signatura Apostólica, permiten una acción que, en coordinación con el Tribunal de la Rota Romana (Cfr Cost. ap. Pastor bonus, art. 126), es providencial para la Iglesia.

Las exhortaciones y las prescripciones con las cuales esta Signatura Apostólica acompaña las respuestas a los informes anuales de los tribunales locales, muy frecuentemente recomiendan a los respectivos moderadores el conocimiento y la adhesión tanto a las directivas propuestas en las alocuciones pontificias anuales a la Rota Romana, como a la común jurisprudencia rotal sobre los aspectos específicos que son urgentes para los tribunales individuales.

Invito, por tanto, también a la reflexión, que os ocupará estos días, sobre la recta jurisprudencia que hay que proponer a los tribunales locales en la materia de error iuris como motivo de nulidad matrimonial.

Este Tribunal Supremo está también ocupado en otro ámbito delicado de la administración de la justicia, que le fue confiado por el Siervo de Dios Pablo VI; la Signatura conoce, de hecho, las controversias surgidas por una actuación de la potestad administrativa eclesiástica y a esta le remite a través del recurso propuesto legalmente contra las actuaciones administrativas singulares que vienen o han sido aprobadas por el Dicasterio de la Curia Romana (Cfr Cost. ap. Regimini Ecclesiae universae, 15 agosto 1967, n. 106;CIC, can. 1445, § 2; Cost. ap. Pastor bonus, art. 123; Lex propria, art. 34). Este es un servicio de vital importancia: la predisposición de los instrumentos de justicia – desde la solución pacífica de las controversias hasta el tratamiento y definición judicial de las mismas – constituye la oferta de un lugar de diálogo y de restablecimiento de la comunión de la Iglesia.

Aunque es verdad, que a la injusticia se la debe enfrentar, en primer lugar, con las armas espirituales de la oración, de la caridad, del perdón y de la penitencia, no se puede excluir, en algún caso, la oportunidad y la necesidad de que sea respondida con los instrumentos procesales. Estos constituyen antes que nada, un lugar para el diálogo, que puede ser que conduzca a la concordia y a la reconciliación. No por casualidad el ordenamiento procesal prevé que in limine litis, incluso, en toda fase del proceso, haya espacio y ocasión para que “cuando alguien se considere perjudicado por un decreto, se evite el conflicto entre el mismo y el autor del decreto, y que se procure llegar de común acuerdo a una solución equitativa, acudiendo incluso a la mediación y al empeño de personas prudentes, de manera que la controversia se eluda o se dirima por un medio idóneo. ” (CIC, can. 1733, § 1). Son impulsadas para este fin, iniciativas y normativas dirigidas a las instituciones de oficio o consejos que tengan como tarea, según las normas establecidas, de buscar y sugerir soluciones equitativas (Cfr ibid., § 2).

En otros casos, cuando no sea posible solucionar la controversia pacíficamente, el desarrollo del proceso contencioso-administrativo comportará la definición judicial de la controversia: también en este caso la actividad del Tribunal Supremo mira a la reconstitución de la comunión eclesial, o sea al restablecimiento de un orden objetivo conforme al bien de la Iglesia. Sólo esta comunión restablecida y justificada a través de la motivación de la decisión judicial puede dar lugar a una auténtica estructura eclesial en paz y armonía. Es lo que significa el destacado principio:Opus iustitiae pax. La laboriosa restauración de la justicia esta destinada a reconstruir las relaciones entre los fieles y la Autoridad Eclesiástica de un modo justo y ordenado. De hecho, la paz interior y la voluntariosa colaboración de los fieles en la misión de la Iglesia emanan de la restablecida conciencia de desarrollo pleno de la propia vocación. La justicia, que la Iglesia busca, a través del proceso contencioso administrativo, puede ser considerada como el inicio, exigencia mínima frente a una expectativa de caridad, indispensable y al mismo tiempo insuficiente, si se compara con la caridad de la vive la Iglesia. Sin embargo, el Pueblo de Dios peregrino sobre la tierra no podrá realizar su identidad como comunidad de amor si en sí misma no respeta las exigencias de la justicia.

Confío a María Santísima, Speculum iustitiae e Regina pacis, el precioso y delicado ministerio que la Signatura Apostólica desarrolla a servicio de la comunión de la Iglesia, mientras os expreso a cada uno de vosotros la seguridad de mi estima y de mi aprecio. Sobre vosotros y sobre vuestro esfuerzo cotidiano invoco la luz del Espíritu Santo y os imparto a todos mi Bendición Apostólica.

CIUDAD DEL VATICANO, viernes 4 de febrero de 2011 (ZENIT.org).-